Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
panecillos retorcidos decorados con simientes. Los pantalones, tan parcheados como el abrigo, se<br />
arrugaban sobre un par de charouhias rojas, zapatos de cuero con la punta respingona y adornada<br />
con un gran pompón blanco y negro. Este extraordinario personaje acarreaba a la espalda unas<br />
jaulas de mimbre llenas de palomas y pollitos, varios sacos misteriosos y un gran manojo de puerros<br />
frescos. Con una mano se llevaba la flauta a la boca y con la otra sujetaba un montón de cabos de<br />
algodón de distinto largo a cada uno de los cuales iba atada una cetonia del tamaño de una<br />
almendra, verdedorara y brillante al sol todas revoloteándole alrededor del sombrero con zumbido<br />
ronco y desesperado, intentando huir del hilo que atenazaba firmemente sus cinturas.<br />
Ocasionalmente harta de dar vueltas y más vueltas para nada, una de las cetonias se le paraba un<br />
momento en el sombrero, antes de lanzarse una vez más a su interminable tiovivo.<br />
Al vernos, el Hombre de las Cetonias se detuvo, dio un respingo muy exagerado, quitóse su<br />
ridículo sombrero y nos hizo una rendida reverencia. Tan perplejo quedó Roger ante esta insólita<br />
atención que descargó una salva de asombrados ladridos. El hombre nos sonrió, se puso<br />
nuevamente el sombrero, alzó las manos y meneó hacia mí sus largos dedos huesudos. Divertido y<br />
algo sobresaltado por su aparición, le deseé cortésmente buenos días. Hizo otra reverencia<br />
palaciega. Le pregunté si venía de alguna fiesta. Negó enérgicamente con la cabeza, llevóse la flauta<br />
a los labios y tocó una frasecilla cadenciosa, dio dos o tres zapatetas sobre el camino polvoriento y<br />
luego se detuvo apuntando con el pulgar por encima del hombro para señalar de dónde venía.<br />
Sonrió, se palpó los bolsillos y frotó el dedo índice con el pulgar a la manera griega de expresar<br />
dinero. De pronto caí en la cuenta de que debía ser mudo. Así, en mitad del camino, entablados<br />
conversación, respondiendo él mediante una variada y muy ingeniosa pantomima. Le pregunté para<br />
qué eran las cetonias, y por qué las tenía atadas con hilos de algodón. Con las manos hizo un<br />
ademán que indicaba niños, y volteó sobre su cabeza el cargamento de cetonias de modo que todas<br />
empezaron a zumbar airadamente.<br />
Agotado por la explicación, se sentó en la cuneta y tocó una breve canción, parándose a cantar<br />
con su curiosa voz nasal. No eran palabras articuladas lo que decía, sino una serie de ronquidos<br />
extraños y gallos de tenor que parecía formar en el fondo de la garganta y expeler por la nariz. Los<br />
producía, sin embargo, con tanta ilusión y tan maravillosas muecas que no se convencía de que los<br />
absurdos sonidos significaban algo realmente. Al rato embutió la flauta en su atiborrado bolsillo, me<br />
miró reflexionando un momento y a renglón seguido descolgóse del hombro un saquito, lo abrió y,<br />
para mi deleite y asombro, sembró media docena de tortugas por el polvo del camino. Sus conchas<br />
estaban pulimentadas con aceite, y no se sabe cómo había conseguido adornar sus patitas delanteras<br />
con lacitos rojos. Lenta y pomposamente desempaquetaron cabeza y patas de sus lustrosos<br />
caparazones y pusiéronse en marcha por el camino, tenazmente y sin entusiasmo. Yo las observaba<br />
fascinado; la que más me llamaba la atención era una muy pequeñita, con la concha del tamaño de<br />
una tacita de té. Parecía más marchosa que las demás, y su caparazón mostraba un colorido más<br />
pálido, castaño, caramelo y ámbar. Tenía una mirada despierta y andares tan airosos como pueda<br />
tenerlos una tortuga. Me senté a contemplarla largo rato. Estaba seguro de que mi <strong>familia</strong> acogería<br />
su llegada a la villa con tremendo regocijo, quizá hasta felicitándome por la adquisición de un<br />
ejemplar tan elegante. El hecho de no llevar dinero no me inquietaba lo más mínimo, porque<br />
simplemente le diría al hombre que pasara por casa a cobrar al día siguiente. Ni se me pasó por la<br />
imaginación que pudiera no fiarse de mí. Me bastaba con ser inglés, pues los isleños sentían hacia el<br />
inglés un cariño y respeto totalmente inmerecidos. En lo que no se fiaban unos de <strong>otros</strong> se fiarían de<br />
un británico. Le pedí al Hombre de las Cetonias el precio de la tortuguita. Levantó ambas manos,<br />
con los dedos tiesos. Pero no en vano había yo visto cómo compraban y vendían los campesinos.<br />
Sacudí firmemente la cabeza y alcé dos dedos, imitándole sin querer. Cerró los ojos horrorizado<br />
ante la idea, y levantó nueve dedos; yo levanté tres; sacudió la cabeza y tras pensarlo un momento<br />
levantó seis; yo a mi vez sacudí la mía y levanté cinco. Negó de nuevo el Hombre de las Cetonias y<br />
suspiró con profunda tristeza, con lo cual nos quedamos sentados en silencio viendo cómo las<br />
tortugas trepaban bamboleándose pesadamente por el camino, con la curiosa y torpe terquedad de<br />
los bebés. Al cabo el Hombre de las Cetonias apuntó a la pequeñita y volvió a estirar seis dedos. Yo