Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
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George emprendió solemnemente la tarea de educarme. Sin amilanarse ante la imposibilidad de<br />
conseguir libros de texto en la isla, le bastó entrar a saco en su propia biblioteca para presentarse en<br />
el día señalado armado de una selección de tomos de lo más heterodoxa. Sombría y pacientemente<br />
me enseñaba rudimentos de geografía con los mapas del final de un ejemplar antiguo de la Pears<br />
Cyclopaedia, inglés con libros que iban de Wilde a Gibbon, francés con un emocionante tomazo<br />
titulado Le Petit Larousse, y matemáticas de memoria. Desde mi punto de vista, sin embargo, lo<br />
más importante era que dedicábamos parte de nuestro tiempo a la historia natural, y George me<br />
enseñaba con cuidado y minuciosidad cómo había que observar y tomar nota de lo observado en un<br />
diario. En seguida mi entusiasta pero desordenado interés por la naturaleza se centró, pues descubrí<br />
que anotando las cosas se aprendía y se recordaba mucho mejor. Las únicas mañanas en que llegaba<br />
puntualmente a mi lección eran las dedicadas a historia natural.<br />
Todos los días a las nueve George venía dando zancadas por los olivares, vestido de pantalón<br />
corto, sandalias y un enorme sombrero de paja con el ala desflecada, asiendo un montón de libros<br />
bajo el brazo y balanceando vigorosamente su bastón.<br />
—Buenos días. El discípulo aguarda a su maestro ávido de expectación, intuyo —me saludaba,<br />
con sonrisa saturnina.<br />
En el pequeño comedor de la villa se echaban las maderas contra el sol, y en la verdosa oscuridad<br />
George se destacaba sobre la mesa, ordenando metódicamente los libros. Las moscas atontadas del<br />
calor trepaban con lentitud por las paredes o revoloteaban borrachas por el cuarto zumbando<br />
soñolientamente. Afuera, las cigarras saludaban al nuevo día con agudo entusiasmo.<br />
—Veamos, veamos —murmuraba George, recorriendo con su largo dedo índice nuestro bien<br />
preparado horario—; sí, sí, matemáticas. Si la memoria no me engaña estábamos empeñados en la<br />
hercúlea tarea de averiguar cuánto tiempo tardarían seis hombres en construir un muro si tres de<br />
ellos tardaban una semana. Creo recordar que llevábamos tanto tiempo con el problema como los<br />
hombres con el muro. Bien, pues manos a la obra y entremos al ataque una vez más. Quizá sea la<br />
forma del problema lo que te preocupa, ¿eh? Vamos a ver si podemos ponerlo más interesante.<br />
Inclinábase pensativo sobre el cuaderno, tirándose de la barba. Después, con su letra grande y<br />
clara planteaba el problema de otra manera.<br />
—Si dos orugas tardan una semana en comerse ocho hojas, ¿cuánto tardarán cuatro orugas en<br />
comerse la misma cantidad? Hale, aplícate a eso.<br />
<strong>Mi</strong>entras yo guerreaba con el problema aparentemente insoluble del apetito de las orugas, George<br />
se ocupaba de otras cosas. Era floretista experto, y en aquella época estaba aprendiendo algunas<br />
danzas folklóricas locales, tema por el que sentía verdadera pasión. Así, mientras esperaba que yo<br />
acabase la cuenta, deambulaba por la habitación en penumbra, practicando lances de esgrima o<br />
complicados pasos de baile, costumbre que yo encontraba desconcertante, como poco, y a la que<br />
siempre atribuiré mi incapacidad para las matemáticas. Incluso ahora, el verme ante la más sencilla<br />
suma me evoca de inmediato la visión del físico larguirucho de George cimbreándose y brincando<br />
por el oscuro comedor. Acompañaba sus secuencias de baile con un tarareo grave y desentonado,<br />
como una colmena de abejas despistadas.<br />
—Dam—di—dam—di—dam... triro triro liro lí... cruzar la pierna izquierda... tres pasos a la<br />
derecha... dam—di—dam—di—dam—di—pám... atrás, vuelta, arriba y abajo... triro liro liro í... —<br />
zumbaba, saltando y pirueteando como una grulla desmadejada. De pronto cesaba el tarareo: un<br />
brillo acerado despuntaba en sus ojos, y se lanzaba a una postura defensiva, apuntando un florete<br />
imaginario a un imaginario enemigo. Con ojos entornados y centelleantes gafas acosaba por la<br />
habitación a su adversario, esquivando hábilmente los muebles. Ya con el contrincante acorralado<br />
en una esquina, George regateaba y se retorcía en torno a él, ágil como una avispa, asestando,<br />
estoqueando, poniéndose en guardia. Casi me parecía ver el fulgor del acero. Llegaba entonces el<br />
momento final, el floreo hacia arriba y hacia fuera que enganchaba el arma de su oponente y la<br />
lanzaba inofensiva a un lado, la veloz retirada, seguida de la estocada larga y derecha que enterraba