Mi familia y otros animales (PDF) - Trebol-A
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Dio un suspiro profundo y lúgubre, mientras giraba el frasquito entre los dedos.<br />
—Por eso —continuó— yo no duermo nunca en el monte. Y, por si acaso tomo unas copas con<br />
algún compadre y me olvido del peligro, llevo siempre conmigo un frasco de escorpión.<br />
La charla derivó hacia <strong>otros</strong> temas igualmente absorbentes, y había pasado cosa de una hora<br />
cuando me levanté, me sacudí de encima las migas, di las gracias al viejo y su mujer por su<br />
hospitalidad, acepté un racimo de uvas como regalo de despedida y partí en dirección a casa. Roger,<br />
fijos los ojos en mi bolsillo, no se despegaba de mí, porque había visto las uvas. Al rato<br />
encontramos un olivar umbrío y fresco bajo las largas sombras del atardecer, y sentándonos en un<br />
rellano de hierba nos repartimos la fruta. Roger se comió entera su parte, pipas y todo. Yo fui<br />
escupiendo las mías en círculo, imaginando con satisfacción el floreciente viñedo que brotaría en el<br />
lugar. Terminadas las uvas me tumbé boca abajo y, con el mentón entre las manos, me puse a<br />
examinar el terreno circundante.<br />
Un diminuto saltamontes verde de cara larga y melancólica se frotaba nervioso las patas traseras.<br />
Sobre una ramita de musgo, un frágil caracol meditaba en espera del rocío vespertino. Un obeso<br />
gorgojo escarlata, del tamaño de una cabeza de fósforo, se arrastraba cual rechoncho cazador bajo el<br />
bosque de musgo. Era todo un mundo microscópico, lleno de vida fascinante. <strong>Mi</strong>entras seguía el<br />
lento avance del gorgojo noté una cosa curiosa. Diseminadas aquí y allá sobre el verde peluche del<br />
musgo aparecían unas tenues señales redondas, del diámetro de un chelín. Eran tan débiles que sólo<br />
se las distinguía desde un cierto ángulo. Me recordaban el perfil de la luna llena visto a través de un<br />
nubarrón, el sutil círculo que parece moverse y cambiar. Distraídamente me pregunté cuál sería su<br />
origen. Eran demasiado irregulares, demasiado desordenadas para ser las huellas de algún animal, y<br />
¿qué animal podía andar por una ladera casi vertical y con paso tan errabundo? Además, no estaban<br />
en hueco. Con un tallo de hierba presioné sobre el borde de uno de los círculos. No cedió. Empecé a<br />
creer que las marcas se debían a alguna misteriosa forma de crecer el musgo. Presioné de nuevo,<br />
con más fuerza, y el estómago me dio un vuelco de tremenda emoción. Era como si mi palito<br />
hubiera dado con un resorte oculto, porque el círculo entero se levantó como una trampilla.<br />
<strong>Mi</strong>rando, vi con asombro que era en efecto una trampilla, forrada de seda, y con un borde biselado<br />
que encajaba exactamente en la boca de un túnel recubierto del mismo material. El borde de la<br />
puerta iba unido al del túnel mediante un pegote de seda que hacía las veces de gozne. Absorto ante<br />
esta magnífica muestra de artesanía, me pregunté quién diablos podía ser su autor. Túnel abajo no se<br />
veía nada; hurgué con el palito, pero no hubo respuesta. Durante largo rato estuve contemplando<br />
esta mansión fantástica tratando de discurrir qué clase de animal la habría hecho. Se me ocurrió que<br />
podría ser alguna especie de avispa, pero no sabía de ninguna que cerrara el nido con puertas<br />
secretas. Sentí la urgencia de alcanzar de inmediato el fondo del problema. Me acercaría a ver si<br />
George sabía cuál era el animal misterioso. Llamando a Roger, que laboriosamente intentaba<br />
desarraigar un olivo, salí corriendo a todo gas.<br />
Llegué a la villa de George sin aliento y explotando de emoción reprimida; di el toquecito de rigor<br />
en la puerta y entré de cabeza. Entonces me di cuenta de que tenía compañía. Sentado junto a él<br />
estaba un personaje que, de la primera ojeada, dictaminé sería hermano suyo, porque también tenía<br />
barba. A diferencia de George, sin embargo, iba inmaculadamente vestido con traje y chaleco de<br />
franela gris, impecable camisa blanca, sombría pero elegante corbata, y grandes botas, sólidas y<br />
brillantes. Me detuve en el umbral, azorado ante la mirada sarcástica de George.<br />
—Buenas tardes —me saludó—. De la gozosa rapidez de tu entrada deduzco que no vienes en<br />
busca de clases extras.<br />
Me excusé por la intromisión y le conté a George lo de los extraños nidos.<br />
—Qué feliz casualidad tenerte aquí, Teodoro —dijo dirigiéndose a su barbudo compañero—.<br />
Podemos confiar el problema a un experto.<br />
—No, nada de experto... —balbució modestamente el llamado Teodoro.