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en Kenettra enrejaron sus casas en un estado de pánico. No sirvió. Mi madre, mi hermana y

yo nos contagiamos de la fiebre. Siempre se puede saber quién estaba infectado, patrones

extraños moteados se presentaron en nuestra piel, nuestro cabello y pestañas revoloteaban

de un color a otro, y lágrimas rosas, teñidas de sangre corrían por nuestros ojos. Todavía

recuerdo el olor de la enfermedad en nuestra casa, la quemadura de brandy en mis labios.

Mi ojo izquierdo se puso tan hinchado que un médico tuvo que retirarlo. Lo hizo con un

cuchillo al rojo vivo y un par de tenazas ardientes.

Así que, sí. Podría decirse que estoy defectuosa.

Marcada. Una malfetto.

Mientras mi hermana salió ilesa de la fiebre, yo ahora tengo solo una cicatriz donde

solía estar mi ojo izquierdo. Mientras que el cabello de mi hermana seguía siendo negro

brillante, los mechones de mi cabello y pestañas se volvieron de un extraño, siempre

cambiante plata, de modo que ante la luz del sol lucía cerca de un color blanco, como una

luna de invierno, y en la oscuridad cambiaba a un profundo gris, reluciente seda

convirtiéndose a metal.

Por lo menos me fue mejor que a mi madre. Madre, al igual que todos los adultos

infectados, murió. Recuerdo haber llorado en su dormitorio vacío cada noche, deseando que

la fiebre hubiese matado a mi padre en su lugar.

Mi padre y su misterioso invitado seguían hablando en la planta baja. La curiosidad me

ganó y saqué mis piernas por el lado de mi cama, arrastrándome hacia la puerta de mi

habitación con pies ligeros, y abrí una grieta. La tenue luz de las velas iluminaba el pasillo de

afuera. Abajo, mi padre se sentó frente a un hombre alto, de hombros anchos, con cabello

gris en las sienes y recogido en la nuca de su cuello en una corta, habitual cola, el terciopelo

de su abrigo brillando negro y anaranjado en la luz. La ropa de mi padre era de terciopelo

también, pero el material se había desgastado. Antes de que la fiebre de sangre paralizara

nuestro país, sus ropas habrían sido tan lujosas como las de su invitado. ¿Pero ahora? Es

difícil mantener buenas relaciones comerciales cuando se tiene una hija malfetto

manchando el nombre de su familia.

Ambos hombres bebían vino. Padre debe estar en un estado de ánimo negociador esta

noche, pensé, ha abierto una de nuestras últimas buenas barricas.

Abrí la puerta un poco más, me arrastré hacia el pasillo, y me senté, con las rodillas en

mi barbilla, a lo largo de las escaleras. Mi lugar favorito. A veces me gustaba fingir que era

una reina, y que me quedaba aquí en un balcón del palacio mirando hacia abajo a mis

serviles súbditos. Ahora tomé mi forma habitual de agachada y escuché con atención la

conversación de la planta baja. Como siempre, me aseguré de que mi cabello cubriera mi

cicatriz. Mi mano se posó con torpeza sobre la escalera. Mi padre me había roto el cuarto

dedo, y nunca sanó muy bien. Incluso ahora, no podía doblarlo adecuadamente alrededor de

la barandilla.

—No pretendo insultarlo, maestro Amouteru —le dijo el hombre a mi padre—. Usted

fue un comerciante de buena reputación. Pero eso fue hace mucho tiempo. No quiero ser

visto haciendo negocios con una familia de malfetto, ya sabes, da mala suerte. Hay poco que

me puede ofrecer.

Mi padre tenía una sonrisa en su rostro. La sonrisa forzada de una transacción

comercial.

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