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brillar, como iluminadas desde dentro, en tonos de color carmesí, blanco, azul, naranja y

negro.

Raffaele se desliza alrededor en un círculo lento, con los ojos encendidos de curiosidad.

La forma en que me está dando vueltas se siente casi depredadora, sobre todo cuando se

pasa al lado débil de mi visión y tengo que volver el rostro a fin de seguir mirándolo. Levanta

un pie ligeramente, su zapatilla enjoyada alejando cada piedra que no brilla. Recoge las

cinco piedras restantes, vuelve a la mesa de trabajo, y las coloca con cuidado.

Diamante, roseite, veritium, ámbar, piedra de la noche. Me muerdo el labio,

impaciente por saber lo que significan aquellas cinco.

—Bien. Ahora, quiero que mires al diamante. —Por un momento, Raffaele no se

mueve. Todo lo que hace es mirarme directamente, su mirada tranquila y nivelada, sus

manos sueltas a los costados. La distancia entre nosotros parece tararear con la vida. Trato

de concentrarme en la piedra y evitar temblar.

Raffaele inclina la cabeza.

Suspiro. Una ráfaga de energía me atraviesa, algo fuerte y ligero que amenaza con

levantarme del suelo. Me equilibro contra la pared. Una memoria corre a través de mi

mente, tan viva y brillante que podría jurar que estaba reviviéndola:

Tengo ocho años de edad, y Violetta seis. Corremos a saludar a nuestro padre, que

acaba de regresar de un viaje de un mes a Estenzia. Levanta a Violetta, se ríe, y le da

vueltas. Ella chilla de placer mientras permanezco a un lado. Esa misma tarde, reto a

Violetta a una carrera a través de los árboles detrás de nuestra casa. Tomo una ruta que está

llena de rocas y grietas, a sabiendas de que ella acaba de recuperarse de una fiebre y sigue

estando débil. Cuando Violetta tropieza con una raíz, cayendo de rodillas, sonrío y no me

detengo a ayudarla. Sigo corriendo, corriendo, corriendo hasta que el viento y yo nos

convertimos en uno. No necesito a mi padre girándome en círculos. Ya puedo volar. Más

tarde esa noche, estudio el lado lleno de cicatrices y sin ojo de mi rostro, las hebras de mi

cabello plateado. Luego recojo mi cepillo y rompo el espejo en mil pedazos.

El recuerdo se desvanece. El brillante resplandor pulsa en el interior del diamante por

un momento antes de desaparecer. Suelto un suspiro tembloroso, perdida en una neblina de

maravilla y culpa en la memoria.

¿Qué fue eso?

Los ojos de Raffaele se ensanchan, entonces se estrechan. Baja la mirada hacia el

diamante. Le echo un vistazo también, casi esperando que brille con un poco de color, pero

no veo nada. Tal vez estoy demasiado lejos como para notarlo. Me mira.

—Fortuna, diosa de la prosperidad. Los diamantes muestran tu alineación con el poder

y la ambición, el fuego dentro de ti. Adelina, ¿puedes sostener tus brazos a cada lado?

Dudo, pero cuando Raffaele me sonríe alentadoramente, hago lo que me pide, tiendo

mis brazos para que estén paralelos al suelo. Raffaele mueve el diamante a un lado y lo

reemplaza por el veritium, ahora bañado en luz. Me estudia un poco, luego se extiende y

pretende tirar de algo invisible en el aire. Siento una sensación de empuje extraña, como si

alguien estuviera tratando de empujarme a un lado, buscando mis secretos. Instintivamente

lo empujo de vuelta. El veritium destella y emite un resplandor azul brillante.

El recuerdo viene esta vez:

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