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II<br />
Acabo <strong>de</strong> ver <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la puerta <strong>de</strong> sus dormitorios a mis hijos, sé que no están<br />
durmiendo, pero callan, temiendo que sea ya la hora <strong>de</strong> ponerse en pie para ir<br />
al aeropuerto y <strong>de</strong>cirme adiós. Salvador —como su padre— ha simulado optimismo.<br />
Lour<strong>de</strong>s, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hace días, cada vez que entra al baño sale con los ojos<br />
rojos e hinchados. Eduardo está tranquilo, <strong>tal</strong> vez porque no entien<strong>de</strong> <strong>de</strong> lo que<br />
se trata. Quizás es todavía muy pequeño para darse cuenta <strong>de</strong> que en este<br />
mundo a veces no se hace lo que uno quiere, sino lo que <strong>de</strong>be y pue<strong>de</strong> hacer.<br />
Todavía es <strong>de</strong> noche, las luces <strong>de</strong> la calle entran por la ventana <strong>de</strong> la cocina<br />
ro<strong>de</strong>ando suavemente los muebles. Casi no se pue<strong>de</strong>n distinguir los objetos<br />
pero sé dón<strong>de</strong> se encuentra todo: las ollas, los vasos, la cucharita que los niños<br />
usaron cuando apenas sabían llevarse la sopa a la boca. José está sentado en<br />
su lugar <strong>de</strong> la mesa, dándome la espalda. Lo recuerdo joven como el día en que<br />
lo conocí, sus cabellos castaños, la frente amplia que acentúa los ojos ver<strong>de</strong>s<br />
que siempre pudieron <strong>de</strong>cirme más <strong>de</strong> lo que él era capaz <strong>de</strong> reconocer. Varias<br />
veces lo confundieron con extranjero por su estatura, pero basta con escucharle<br />
hablar para saber que es más boliviano que cualquiera. Sus hombros anchos<br />
y sus manos fuertes casi no amedrentan, pues tiene el don <strong>de</strong> sacar la risa más<br />
pura y sincera <strong>de</strong> aquel que le escucha, una gracia natural que no le abandona<br />
nunca. Me ha enseñado tanto, más por su forma <strong>de</strong> encarar la vida que por<br />
lo que aprendió en su casa o en los cuatro años <strong>de</strong> la escuela que nunca pudo<br />
terminar. Todavía guarda la risa franca que me regalaba las tar<strong>de</strong>s en que nos<br />
amábamos en aquel único cuarto en que vivíamos hace dieciocho años, allí <strong>de</strong>cidimos<br />
no separarnos nunca y, pasase lo que pasase, caminar uno al lado <strong>de</strong>l<br />
otro por don<strong>de</strong> nos llevara la vida. Ahora lo veo, avejentado y hundido en la silla<br />
como si el mundo se le viniera abajo. Tan frágil frente al <strong>de</strong>stino que juega con<br />
las personas como si no tuviéramos la capacidad <strong>de</strong> sentir, <strong>de</strong> ser conscientes<br />
<strong>de</strong> que hay dolores más agudos en el alma <strong>de</strong> los que la piel nunca podrá percibir.<br />
He caminado lentamente hasta él y ahora puedo verle la cara, su mirada<br />
limpia que muestra todo cuanto siente y no es capaz <strong>de</strong> expresar, la tristeza acumulada<br />
en horas y horas <strong>de</strong> saber que no estaré junto a él cuando sienta la cama<br />
vacía al <strong>de</strong>spuntar el alba. Nunca le he visto soltar una lágrima por aquellos ojos<br />
<strong>de</strong> agua pero en este instante le veo llorar como el niño que alguna vez fue:<br />
–José... – le digo – Te amo.<br />
III<br />
Hemos llegado al aeropuerto, casi nadie habló en el coche que nos trajo aquí,<br />
pu<strong>de</strong> sentir la mano temblorosa <strong>de</strong> mi madre que no se atrevía a soltar mi<br />
brazo, como si temiera per<strong>de</strong>rme para siempre. Tiene miedo porque sabe<br />
46<br />
Exilio