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Descargar - Biblioteca Virtual Universal

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-¡Ay, niña de mi corazón! Esto es una Babel. No hay sillas para sentarse<br />

las personas decentes. Pero acomódese usted en esta tarima de la Virgen. A<br />

bien que no está mal en ella quien podría ser puesta en los altares sin<br />

que Dios se enfadase por ello.<br />

Gloria se sentó. Caifás, dando el último martillazo, dio por terminada su<br />

obra y dijo:<br />

-Vamos, ya está concluido. Ahora no les entrará aire a los pobrecitos que<br />

van a la tierra. La caja estaba desfondada, y anteayer cuando llevaron al<br />

cementerio el cuerpo del tío Fulastre, se le salió fuera un brazo por la<br />

tabla rota. Como el brazo saliera al pasar por frente a la casa de D. Juan<br />

Amarillo, y se movía a modo de insulto, la gente dijo que el tío Fulastre<br />

aplazaba a D. Juan Amarillo para el día del juicio.<br />

Gloria no estaba serena. El desorden de aquella estancia y la vista de la<br />

triste caja no eran espectáculo propio para volver el sosiego a un<br />

espíritu tan acongojado como el suyo.<br />

-¡Qué terrible tempestad! -dijo mirando el torvo cielo que por la ventana<br />

se veía-. ¡Cuántos barquitos habrán perecido hoy!<br />

-El Señor no manda más que calamidades -99- -dijo Caifás dando un<br />

suspiro-. No sé cómo hay quien quiera vivir. ¡Bonito oficio es este de la<br />

vida!... Verdad es que como no nos lo dieron a escoger...<br />

-Ten paciencia -le dijo Gloria-, que otros hay más desgraciados que tú.<br />

Caifás, que estaba en el suelo, elevó sus ojos hacia la hermosa doncella,<br />

sentada en la tarima. No era posible mayor semejanza con los cuadros en<br />

que el arte ha puesto una figura mundana orando de rodillas al pie de la<br />

Virgen María. Sólo los trajes podían quitar la ilusión. Entre los ojos de<br />

topo, la faz angulosa, el estevado cuerpo, la color amarilla de José<br />

Mundideo (a quien todos en Ficóbriga conocían por el mote de Caifás) y la<br />

seductora hermosura de Gloria, había tanta distancia como de la miseria<br />

del mundo a la majestad de los cielos. El sacristán infló el pecho para<br />

echar fuera un suspiro tan grande como la Abadía, y acurrucándose en el<br />

suelo, dijo:<br />

-¡Paciencia yo!... Pues qué, ¿queda todavía algo de paciencia en el mundo?<br />

Creí que yo la había cogido para mí toda... En verdad que si no fuera por<br />

las almas caritativas como la señorita Gloria, ¿qué sería de mí y de mis<br />

pobres hijos?<br />

Los tres hijos de Mundideo parecían confirmar -100- esta aseveración<br />

del padre, contemplando a la señorita Lantigua con miradas fervorosas.<br />

Eran dos varones y una hembra pequeñuela. Esta, poseída de profunda<br />

admiración hacia la señorita, se acercaba tímidamente, y con sus deditos<br />

sucios, como hojas de rosa que han caído en el fango, tocaba los guantes<br />

de Gloria y los bordes de su sobrefalda, y hubiera tocado algo más, si el<br />

respeto no la contuviera. El mayor, Sildo, limpiaba el polvo de la tarima<br />

y de todo cuanto a Gloria rodeaba, mientras el segundo, Paco, cuidaba de<br />

poner en el mayor orden los hilos de la borla del quitasol que estaban<br />

cada uno por su lado.<br />

Gloria sacó su porta-monedas y dijo a Caifás:<br />

-Esta semana no te he dado nada. Toma.<br />

-¡Bendita sea la mano de Dios!... -exclamó José tomando seis moneditas de<br />

plata-. Ya veis, hijos, cómo Dios no nos abandona... ¡Ah! señor cura,<br />

señor cura, no todos tienen corazón de hierro como usted.

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