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Eduardo Galeano Bocas <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong><br />

Los hermanos D"Alessandro, el Lito y el Rafa, el gordo y el flaco, se hacían los sordos,<br />

hasta que ya no tenían dónde anotar más numeritos.<br />

Entonces ocurría la Noche <strong>del</strong> Perdón, y la cal blanqueaba las cuentas.<br />

Los clientes viejos celebraban el acontecimiento, y los clientes nuevos eran bautizados con<br />

un toquecito de vino en la frente.<br />

La cerveza<br />

Este elixir conduce a la perdición. A la perdición de los caracoles.<br />

Cuando oscurece, ellos salen de sus escondrijos y a ritmo de caracol avanzan dispuestos a<br />

devorar la carne verde de las plantas.<br />

En medio de la huerta, un vaso de cerveza monta guardia. Es una tentación irresistible.<br />

Llamados por el aroma, los caracoles trepan a lo alto <strong>del</strong> vaso. Desde el filo <strong>del</strong> abismo, se<br />

asoman a la sabrosa espuma y cuesta abajo resbalan, dejándose caer. Y en la mar de cerveza,<br />

borrachitos, felices, se ahogan.<br />

La fruta prohibida<br />

Dámaso Rodríguez tenía vacas, pero no tenía pasto. Las vacas andaban por todas partes,<br />

deambulaban por aquí, por allá; y al menor descuido <strong>del</strong> dueño, se metían en el pueblo de Ureña<br />

y rumbeaban al parque de su tentación.<br />

Ellas iban derechito al gran mangal <strong>del</strong> parque. Allí estaban las matas hinchadas,<br />

rebosantes, y había una alfombra de mangos regados por los suelos.<br />

Los policías interrumpían el banquete. Arreaban las vacas a palos y las encerraban en los<br />

calabozos.<br />

Dámaso pasaba horas en la comisaría, soportaba el plantón y el sermón, hasta que por fin<br />

pagaba la multa y liberaba sus vacas.<br />

Aura, la hija, lo acompañaba a veces. Volvía lagrimeando, mientras el padre le explicaba<br />

que la autoridad sabía lo que hacía. Aunque los mangos fueran muchos, y se secaran tirados por<br />

ahí, los animales no merecían semejante sabrosura. Las vacas no eran dignas de ese dorado<br />

manjar de jugo espeso, reservado a los hombres para consuelo <strong>del</strong> vivir. , ,<br />

–No llore, hijita. La autoridá es autoridá, las vacas son vacas y los hombres somos hombres<br />

–decía Dámaso.<br />

Y Aura, que no era autoridá, ni vaca, ni hombre, le apretaba la mano.<br />

El pecado de la carne<br />

Él hizo el conteo, como era costumbre. Sus hombres no sabían sumar, o sumaban<br />

mintiendo. Repitió la operación, confirmó: le faltaba un ternero.<br />

Atrapó al peón sospechoso, lo amarró a una cuerda, montó a caballo y de a rastras se lo<br />

llevó lejos.<br />

Desollado por los pedregales, el peón llegó más muerto que vivo, pero don Carmen Itriago<br />

se tomó su <strong>tiempo</strong> y lo estaqueó con esmero. Clavó las horquetas, una por una, y a cada horqueta<br />

ató, con tientos húmedos, las manos, los pies, la cintura y el pescuezo <strong>del</strong> condenado.<br />

Los restos <strong>del</strong> peón lloraban:<br />

–Yo le pago el ternero, don Carmen. Le doy lo que sea. La vida le doy.<br />

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