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Polémica diplomática
en torno a la recogida
del Premio Nobel
a Juan Ramón Jiménez:
correspondencia inédita
Gabriele Morelli
86
El periodista Ernesto Dethorey nació
en Barcelona en 1901. Foto de 1927
página anterior Acto de entrega
del Premio Nobel a Juan Ramón
Jiménez, recogido por Jaime
Benítez, rector de la Universidad
de Puerto Rico, de manos del
rey Gustavo Adolfo VI. Archivo
Fundación Juan Ramón Jiménez,
Moguer (Huelva)
1 Juan Ramón Jiménez, 1956. Crónica de un
premio Nobel, Madrid, Publicaciones de la Residencia
de Estudiantes, 2008. En general, sobre
el tema, véase también Zenobia Camprubí-
Gaciela Palau de Nimes. Epistolario, 1948-1956,
edición de Emilia Cortés Ibáñez, Publicaciones
de la Residencia de Estudiantes, 2009 y Kjell Espmark,
El Premio Nobel de Literatura. Cien años
con la misión, Madrid, Nórdica Libros.
Ernesto Dethorey, nacido en Barcelona en 1901, fue periodista,
escritor y traductor. De niño vivió con su familia en Filipinas y
Liberia y, a partir de 1920, se estableció en Mallorca, donde fue
redactor y crítico de arte del periódico El Día. En 1927 conoce
en la isla a Gertie Börjesson, de nacionalidad sueca, con la cual poco
después contrae matrimonio y va a vivir a Suecia donde fija su residencia
habitual, ejerciendo el periodismo como corresponsal de El Socialista;
al mismo tiempo enseña español y se preocupa por difundir la cultura y
la literatura de su país. En esta labor destaca su fuerte apoyo a favor de
la candidatura al Premio Nobel de Juan Ramón Jiménez, sobre el cual
escribe y da a conocer en Suecia su importante obra. De profunda fe
republicana, no regresa a España hasta 1978; es decir, sólo después del
fin del régimen. Muere el 24 de octubre de 1992: la necrológica del ABC,
al recordar brevemente la desaparición del escritor, calla por completo su
ideología republicana así como el motivo de su largo período trascurrido
fuera de España.
Estas líneas sirven para dar al lector los datos esenciales sobre esta
figura casi desconocida del periodista catalán, naturalizado sueco, que
juega un importante papel en la asignación del Premio Nobel a Juan Ramón,
cuya poesía hace conocer en Suecia a través
de un intenso trabajo de promoción de su obra que
finaliza con la candidatura del Premio Nobel. Todo
ello lo pone de relieve la documentación, en parte
recogida en el libro publicado por Alfonso Alegre
Heitzamnn 1 , que comprende la correspondencia
cruzada con Zenobia, como también algunos artículos
y ensayos sobre el poeta publicados en la prensa
sueca. Juan Ramón, en realidad, como muestra esta
primera carta de Zenobia a Dethorey —en que hay eco de una anterior
de Alberto Jiménez Fraud que transmite la petición del periodista—, parece
totalmente ajeno al prestigioso premio literario, para el cual, informa
la misma Zenobia en su carta del 17 de julio de 1950 a Alberto Jiménez
Fraud, no ha presentado ninguna solicitud, proponiendo, en cambio, la
candidatura de Ortega y Gasset. Naturalmente, no puede ser indiferente
al asunto su esposa que sufre por el estado de enfermedad y depresión
que en este momento está viviendo Juan Ramón y cree que la concesión
del premio puede ayudarlo a salir de su abatimiento e inanición. Escribe
Zenobia a Ernesto Dethorey en su carta del 19 de julio:
Foto de boda de Ernesto Dethorey y
Gertie Börjesson, muchacha sueca a la
que conoció en Mallorca en 1927
Zenobia da la información y los datos
pedidos por Dethorey, y de eso escribe al fiel
Juan Guerrero recomendándole que haga un
duplicado del material, en particular del publicado
en los últimos años (los artículos de Gullón
aparecidos en Ínsula y los de Cuadernos
Hispanoamericanos y la antología de Federico
de Onís como también la bibliografía del mismo
Guerrero) y se lo envíe, lo mismo asegura
que hará ella con la documentación que tiene.
Extrañamente Dethorey no acusó recibo de
los materiales y sólo lo hizo cinco años después,
en su carta de 24 de abril de 1955, como
él mismo anuncia: «es con cierto rubor que le
escribo estas líneas pues hace cinco años que
estoy en deuda con usted y con su esposo».
Pero su sentimiento de vergüenza tiene como
causa principal el retraso con que el periodista-escritor
catalán publica el artículo prometido
sobre el poeta; artículo que sólo saldrá el
22 de abril de 1955, en la página cultural del
En Mallorca hacia 1920 Gertie y Dethorey en Vallentuna
(Suecia), hacia 1929
Muy señor mío.
Hemos recibido una carta de don Alberto Jiménez Fraud, de Oxford, en la que nos transmite
el deseo de usted de publicar en ese país unos artículos relacionados con la concesión
de un Premio Nobel de Literatura para mi marido, Juan Ramón Jiménez. Él está enfermo
hace una temporada y por eso escribo yo en su lugar.
Ante todo queremos darle a usted las gracias por su buena intención. Y ahora vamos al
asunto: mi marido no ha presentado ninguna candidatura para dicho premio. Hace dos o
tres años que se vienen publicando, en España y en Hispanoaméricana, artículos sobre este
asunto […].
prestigioso diario liberal Gotenborgs Handelsoch
Sjofarts-Tidningy, y del que el citado libro
de Alegre reproduce un fragmento (p. 51) pero
publica íntegro el texto en español (pp. 475-
480). Al mismo tiempo, Dethorey aduce como
justificación del retraso en la publicación de
su artículo otro factor de orden psicológico:
el temor a irritar la sensibilidad de los suecos
anticipando él, español, la importancia de la
obra de Juan Ramón en vista de una candidatura
al Premio Nobel.
Como se ve, Dethorey muestra estar dotado
de una fina diplomacia que, junto con
su fe política y la admiración por la obra de
Juan Ramón, le sirve para conseguir un doble
objetivo: primero, la concesión del premio
Nobel al poeta andaluz y, segundo, (pero no
menos importante para el inveterado republicano)
el principio de que no sea el gobierno
oficial español quien retire el premio, dada
la renuncia del poeta a viajar a Estocolmo.
87
Fernando Valera, Ministro
de Estado del Gobierno de la
República Española en el exilio
El académico Hjalmar Gullberg,
traductor de JRJ al sueco
88
JRJ y Zenobia Camprubí a bordo del
vapor que los llevaría a Puerto Rico. 19
de marzo de 1951
En su carta confidencial (16.11.1956) enviada
a don Fernando Valera, Ministro de Estado
del Gobierno de la República Española en el
exilio, él insiste para que no sea el embajador
de Franco quien recoja el premio: «Hay que
evitar en todo lo posible, por todos los medios
a nuestro alcance, –apunta con fuerza—
que el régimen franquista y sus servidores se
engalanen con plumas ajenas». Dethorey irá
repitiendo que Juan Ramón, «aunque no se
ha declarado abiertamente antifranquista»,
ha abandonado España y nunca ha querido
volver a su país para no vivir bajo la dictadura
de Franco. Igualmente, tras el anuncio sucesivo
de la muerte del poeta, dirá en un primer
momento que en absoluto los restos de Juan
Ramón deben trasladarse
a España mientras viva el
odiado dictador.
La documentación
epistolar de Dethorey
—además de las cuatro
cartas cruzadas con Zenobia
editadas por Alfonso
Alegre y anteriormente
2 Carlos Meneses, Amor a la llibertat.
Ernest M. Dethorey (1901-1992), Palma
de Mallorca, Institut d’Estudis Baleàrics,
1995. Igualmente Meneses estudia y publica
la documentación concerniente a la relación
del escritor catalán Llorenc Villalonga
con Dethorey, en el artículo «Una amistad:
Villalonga-Dethorey», Estudis Baleàrics, n.°
57, feber/mai 1997, s.p.
Cubierta de Juan Ramón Jiménez, 1956. Crónica
de un premio Nobel, obra de Alfonso Alegre
Heitzmann editada por la Residencia de
Estudiantes en 2008
por el escritor Carlos Meneses 2 , del cual las
recibo— se dirige al Dr. Jaime Benítez, Rector
de la Universidad de Puerto Rico, quien retiró
oficialmente el premio Nobel, y a otras personalidades
importantes que participaron a favor
de la candidatura al Premio Nobel de Juan
Ramón Jiménez, entre los cuales se cuenta
don Fernando Valera, representante del Gobierno
republicano en París. En la abundante
correspondencia elegimos como muestra significativa
de la intensa actividad realizada por
Ernesto Dethorey las siguientes cuatro cartas,
dos enviadas al Dr. Jaime Benítez y dos a don
Fernando Valera, corresponsales privilegiados
del diálogo cruzado por el escritor catalán, que
tiene como tema fundamental la concesión del
Nobel de Literatura a Juan
Ramón Jiménez y, sobre
todo, la presencia del representante
encargado de
retirar el premio, en torno
a la cual se abre una dura
polémica diplomática,
aquí ampliamente ilustrada
por estas cartas.
EL REPRESENTANTE DEL GOBIERNO
DE LA REPÚBLICA ESPAÑOLA
C o n f i d e n c i a l
Estocolmo, 16 de noviembre de 1956
Excmo. Señor don Fernando Valera
Ministro de Estado
35, Avenue Foch
París (16 e )
Mi querido y respetado amigo:
Me refiero a mi carta del 56 de los corrientes.
He estado en Gotenburgo para el estreno de
La vida es sueño, que hace más de 80 años que
no se ponía en escena en Suecia.
Durante mi ausencia de Estocolmo ha ocurrido
cierto cambio de escena en la cuestión de
reparto de los premios Nobel, y este es el motivo
de la presente.
Se ha decidido, a causa de la situación mundial,
no celebrar el gran banquete que acostumbra
a tener lugar después de la solemne ceremonia
de la entrega de los premios. El banquete se
va a reducir este año a una cena más íntima, con
un limitado número de invitados y los premiados.
Se espera que en la ceremonia el reparto de los
premios pueda celebrarse como de costumbre.
Esto último quiere decir que por poco que
empeorase la situación mundial, se suspendería
el acto de la entrega de los premios.
A lo mejor —o lo peor—, según como se
miren las cosas, no hay, pues, problema para don
Juan Ramón. Si se suspende la entrega de los
premios, no vendrá, naturalmente, ninguno de
los premiados o estarán por lo menos dispensados
de venir personalmente a recoger el premio.
Al embajador de Franco le sería en este caso más
difícil pretender recoger el premio «oficialmente»,
para enviárselo a don Juan Ramón por la vía diplomática
de Franco.
Tal como están las cosas, la mejor solución,
creo yo, sería ahora que no viniera nadie a recoger
el premio, si es que don Juan Ramón no
quiere o no puede venir en persona a recogerlo.
Apoyándose en las circunstancias que concurren
en el caso: fallecimiento de la esposa, estado
delicado del salud de él mismo y ahora tenden-
cia a no celebrar el festival Nobel con la pompa
acostumbrada, dada la situación mundial, don
Juan Ramón podría dirigirse a la Academia Sueca
(añadiendo también que así se hace el menor
ruido posible, que es lo que él desea en esos
momentos), y pedir que recoja el premio uno
de los académicos, el mismo Hjalmar Gullberg,
por ejemplo, traductor de sus poemas, y que le
manden el premio por mediación de un banco,
simplemente, sin intervención de autoridades
de ninguna clase. No creo que a la Academia le
pueda parecer mal la solución. Así se soluciona
tal vez el problema para ella misma. Pero esto,
como digo, ha de ser don Juan Ramón el que
lo proponga, y pronto. Como le dije en mi carta
anterior, la fecha de la entrega de los premios es
el 10 de diciembre.
Me han dicho que está ahora en Puerto Rico
al lado de don Juan Ramón el profesor Federico
de Onís, lo que le comunico para su gobierno.
Me han dicho también que uno de los primeros
en acudir a felicitar a J.R.J. fue el Cónsul de
Franco en San Juan de Puerto Rico. Si don Juan
Ramón no se ha declarado abiertamente antifranquista,
es difícil, seguramente, evitar esta
felicitación, como sería difícil evitar una recepción
en la Embajada si viniera aquí, si es que don Juan
Ramón dejase la puerta abierta para retirarse a
España, cosa que es de dudar después del fallecimiento
de su esposa en Puerto Rico y habiéndola
enterrado allí. Seguramente no querrá separarse
del sitio donde está enterrada y si se decide a
volver a España será si puede llevar los restos de
ella consigo.
Pero todo esto no está reñido con que don
Juan Ramón ni tenga el más mínimo interés en
que el embajador de Franco recoja «oficialmente»
el premio, antes bien, seguramente, tiene interés
don Juan Ramón en que no suceda así. Y esto
es precisamente lo que a nosotros también nos
interesa: Hacer todo lo posible con el fin de que
no sea el embajador de Franco el que recoja «oficialmente»
el premio. Hay que evitar en todo lo
posible, por todos los medios a nuestro alcance,
que el régimen franquista y sus servidores se engalanen
con plumas ajenas.
Esperando con verdadero interés sus noticias,
le saluda con afecto y respeto invariables, su s.s.
Ernesto Dethorey
89
90
JRJ con Jaime Benítez poco antes de impartir
su conferencia “Poesía abierta y poesía
cerrada” en el teatro de la Universidad de
Puerto Rico, 3 de diciembre de 1952
EL REPRESENTANTE DEL GOBIERNO
DE LA REPÚBLICA ESPAÑOLA
Confidencial
Excmo. Señor don Fernando Valera
Ministro de Estado
35, Avenue Foch
París (16 e )
Mi querido y respetado amigo:
Estocolmo, 13 de enero de 1957
Con referencia a mi correspondencia sobre el Premio Nobel a don Juan
Ramón Jiménez, voy a hacer a continuación un relato detallado con todos
los detalles que conozco de lo ocurrido en Puerto Rico y Estocolmo en
relación con la entrega de dicho premio.
Ante todo debo decirle —y más adelante verá usted las razones— que
estuvimos a punto de perder la partida, pero que, al final, por pasarse de
listos, a los de Franco les salió el tiro por la culata.
Debo hacer, además, en primer lugar, una confesión: que me equivoqué
de medio a medio al proponer como una de las soluciones que don
Juan Ramón mandara a su sobrino a recoger el premio. Claro que lo hice
porque no sabía quién era el sobrino ni el objeto de su viaje a Puerto Rico.
Yo creía que había ido a ayudar a su tío y a hacerle compañía, a darle
algún consuelo en el duro trance que éste estaba pasando. Pero según
me dijo el Rector de la Universidad de Puerto Rico, Dr. Jaime Benítez, el
sobrino, que es un bizarro capitán de Artillería (otra circunstancia que yo
ignoraba) don Francisco Hernández Pinzón, fue a Puerto Rico con el propósito
de llevarse a España a su tío, seguramente siguiendo instrucciones
de la familia y de amigos, pero también de la «superioridad», es evidente
que el sobrino tenía el encargo de ésta de traerse a España a su tío. Según
el sobrino, si don Juan Ramón se decidía a regresar a España, la «superioridad»
estaba dispuesta a enviar un barco de guerra a buscarle, a fin de
que hiciera el viaje con todos los honores. Al tropezar con la resistencia
y, finalmente, con la negativa de don Juan Ramón a regresar a España, el
sobrino creo que se puso furioso y se marchó de Puerto Rico con cajas
destempladas. Parece que tío y sobrino han quedado reñidos.
Al marcharse de Puerto Rico, el sobrino se fue directamente a Madrid,
como lo prueba una crónica publicada en ABC sobre unos homenajes a
don Juan Ramón en Huelva y Moguer, crónica fechada el día 3 de diciembre,
pues en ella se lee este párrafo significativo: «en cuanto a la vuelta de
Juan Ramón a España, las posibilidades son francamente escasas. Ayer,
procedente de Puerto Rico, llegó a Madrid su sobrino, D. Francisco Hernández
Pinzón, que había ido a buscarle…». Más claro no puede estar.
Hay que pensar, pues, que el sobrino fue directamente a Madrid, a dar
cuenta a la «superioridad» del fracaso de su «embajada». Esta «superioridad»
pudo ser Artajo y hasta el mismo Franco o persona muy cercana a él.
Y esto lo digo por lo ocurrido a la llegada del Dr. Benítez a Suecia, a lo cual
me referiré más adelante.
En Puerto Rico había surgido otra complicación, que explica la lentitud
de don Juan Ramón en tomar una decisión. Don Juan Ramón había reci-
JRJ con su sobrino Francisco
Hernández-Pinzón y el doctor
Ramón Fernández Marina en el
Hospital Psiquiátrico de Hato
Tejas
bido una carta del Secretario Perpetuo de la Academia Sueca (el mismo
que por la radio dijo que don Juan Ramón volvería probablemente a España),
en cuya carta le decía dicho señor que la entrega de los premios se
celebraría… ¡el día 20 de diciembre! Por otro lado, don Juan Ramón tenía
informes de que la entrega de los premios se celebra cada año el día 10
de diciembre. Pero es lo que decía don Juan Ramón: ¿Quién va a saber la
fecha mejor que el Secretario Perpetuo de la Academia Sueca? Don Juan
Ramón ya había decidido no ir a Suecia y enviar, en cambio, como delegado
personal suyo al Rector de la Universidad de Puerto Rico. Pero no
comunicaba todavía a la Academia su decisión. No había prisa para ello,
estaban a primeros de diciembre solamente. Algún día más tarde, sin embargo,
se decidió don Juan Ramón a mandar su telegrama a la Academia.
Al mismo tiempo, para salir de dudas, se acordó telefonear a la Embajada
de Suecia en Washington. La Embajada confirmó, como era natural, que
la entrega de los premios se efectuaría el día 10. El Rector Benítez parece
que no supo hasta el miércoles día 5 que había de estar en Estocolmo antes
del día 10.
El Rector Benítez llegó a Estocolmo el sábado día 8 por la tarde en el
avión de Nueva York. A la llegada le esperaban en el aeropuerto, entre
otros, representantes del Ministerio de Relaciones Exteriores de Suecia,
del Comité Nobel y de la Academia Sueca. Con gran sorpresa del Rector
Benítez, el representante del Comité Nobel le mostró un cable que había
recibido el día anterior de Puerto Rico. Firmaba el cable el Cónsul de España
en aquella isla (Núñez, creo que se llama). El cable decía poco más o
menos que don Juan Ramón pedía que juntamente con el Rector Benítez
le representase en la ceremonia de entrega de los premios el embajador
de España. El Rector Benítez manifestó al Comité Nobel que no podía
creer que don Juan Ramón, que le había encargado de palabra y por escrito
que le representase, hubiera cambiado de parecer, y dijo también que
la Universidad de Puerto Rico había hecho suyo el encargo de don Juan
Ramón y le había comisionado oficialmente para que cumpliera la voluntad
del poeta galardonado. El Comité Nobel se encontró, pues, con un
conflicto.
Este conflicto había sido creado, en parte, por el mismo Comité Nobel,
ya que éste, sin esperar la llamada del Rector Benítez, había comunicado
al embajador el contenido del telegrama y se había puesto de acuerdo con
dicho diplomático en que ambos señores asistieran juntos a la ceremonia
de la entrega, pero que sería el embajador el que recogería de manos
del rey el diploma y la medalla correspondientes al premio. En fin, que lo
que el Comité había acordado con el embajador reducía, en realidad, las
funciones del Rector Benítez, de las de único delegado o representante
personal de Juan Ramón Jiménez, a las de valijero de la Embajada, o a lo
mejor ni a eso siquiera, pues tal vez el diploma y la medalla los hubieran
mandado a Puerto Rico por la vía oficial y el que hubiera hecho la entrega
de ambas cosas a don Juan Ramón hubiera sido el mismo cónsul. A representar
este papel no podía resignarse el Rector Benítez, quien manifestó al
Comité que si el cable del cónsul se confirmaba, él no tenía la más mínima
intención de asistir a la entrega de los premios. En consecuencia, el Rector
Benítez mandó un cable a su esposa para que fuera a ver inmediatamente
a don Juan Ramón Jiménez y averiguase cuál era en realidad su voluntad.
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92
El rey Gustavo Adolfo VI
de Suecia entrega a Jaime
Benítez el Premio Nobel
concedido a JRJ. Estocolmo,
10 de diciembre de 1956
El domingo día 9 se entrevistó el Rector Benítez con los del Comité
Nobel, pero se negó a asistir al ensayo de la ceremonia de la entrega. Por
la tarde asistió a una recepción de la noche, antes de ir a la ópera, en donde
se daba una función en honor de los premios Nobel, estuvo cenando
en mi casa. El Dr. Benítez nos habló mucho de don Juan Ramón, de Puerto
Rico y nos contó todo lo ocurrido hasta entonces. Como dije, después de
cenar en mi casa, el Rector Benítez se fue a la ópera. Al regresar al hotel,
a eso de la media noche, me llamó por teléfono y me dijo que había recibido
un cable de su esposa por el cual don Juan Ramón le confirmaba
su encargo de ser el único delegado y de representarle personalmente en
todos los actos relativos a la entrega de los premios Nobel.
Al recibir este cable, el Rector Benítez quiso saber detalles de lo ocurrido
en Puerto Rico y más tarde pidió una conferencia telefónica con su
esposa. Ésta le contó, entonces, que todo había sido obra del cónsul. Que
éste, tan pronto salió el Rector Benítez para Estocolmo, le fue a ver y le
preguntó si había inconvenientes en que el embajador de España estuviera
presente en la entrega del premio. El cónsul preguntó también a don Juan
Ramón si tenía algún inconveniente en que lo comunicase así a Estocolmo.
Naturalmente don Juan Ramón no podía tener inconveniente en una cosa
ni otra. Pero no podía estar de acuerdo, en cambio, en que en el cable
que mandase el cónsul la palabra «presente» se sustituyese por «representante».
Resultaba, pues, a todas luces, que el cable que el Sr. Cónsul de la
España de Franco había enviado al Comité Nobel de la Academia Sueca
era un cable amañado y que el autor del amaño y que por lo tanto responsable
del mismo no podía ser otro más que el referido cónsul en Puerto
Rico.
Aunque el Rector Benítez estaba ya prevenido en cuanto a dicho
cónsul, pues el enterarse éste del encargo que don Ramón había dado al
rector Benítez, el cónsul fue a ver al Gobernador de Puerto Rico para quejarse
y tratar de lograr que éste impidiera el viaje del Rector Benítez a Suecia,
éste, repito, no se avenía a creer que llegara a tanto el atrevimiento
del representante consular de Franco como hasta falsear un cable. Como
razón de su gestión cerca del Gobernador el cónsul daba la de que lo que
se iba a hacer era un gesto poco amistoso hacia España y que así lo interpretaría
el Gobierno español. En esta y otras gestiones del cónsul había
estado seguramente de acuerdo el sobrino de don Juan Ramón. Se creía el
cónsul, a lo mejor, hallarse en un país totalitario y que el Gobernador era
algo así como el dictador de Puerto Rico. Naturalmente, de nada le valió al
cónsul el ir a ver a dicha Autoridad.
Sin duda alguna, los manejos del cónsul eran una demostración palpable
de la importancia que daba la España oficial a que, en defecto de don
Juan Ramón en persona, fuese el representante de esta España y no otro
el que recogiese el premio. Con toda seguridad, el cónsul había recibido
instrucciones conminatorias de impedir a toda costa que el Rector Benítez
pudiese cumplir sin obstáculos la voluntad de don Juan Ramón.
Les tocó ahora a los del Comité Nobel el sorprenderse ante el relato
que el lunes por la mañana le hizo el Rector Benítez de las mañas del
cónsul de España en Puerto Rico. El Comité se encontraba ahora en una
posición doblemente desagradable. Por un lado, habían cometido la lige-
JRJ, Jaime Benítez y Thomas
S. Hayes, bibliotecario de
la Universidad de Puerto
Rico. Río Piedras, San Juan,
3 de octubre de 1957. Foto de
Torres
Benítez, JRJ y el
neurosiquiatra español Luis
Ortega, tras hacerse oficial la
concesión del Premio Nobel al
poeta. 25 de octubre de 1956.
Foto de Trías
reza de apresurarse a ponerse en contacto con el embajador, sin esperar
la llegada del delegado de don Juan Ramón, habiendo dado por bueno un
cable que resultaba ser falso. (Aunque uno se pregunta si en realidad había
habido ligereza, si no había sido que el embajador había recibido por
su parte instrucciones de «hacer valer sus derechos» y hasta había indicado
tal vez que cualquier otra solución sería considerada por el Gobierno
español como un gesto poco amistoso). Naturalmente, los del Comité se
excusaban de que ellos no podían dudar de la honorabilidad de un funcionario
consular de un país con el que Suecia mantiene relaciones enteramente
normales. Por otro lado, estaba allí el Rector Benítez, dispuesto a
defender ante todo la voluntad de don Juan Ramón.
El dilema para los del Comité Nobel era evidente. Claro que de no
haberse apresurado a ponerse en contacto con el embajador, no hubiera
habido conflicto. Ahora, si había que cumplir la voluntad de don Juan
Ramón, era casi inevitable desairar al embajador. El Rector Benítez se
ofreció a ir personalmente a la Embajada de España, acompañado de un
representante del Comité Nobel, y poner allí al embajador las cartas sobre
la mesa, a ver si después de lo ocurrido insistía éste todavía en recoger él
el premio. Aquí no se trataba de ningún Gobierno ni de ningún embajador,
sino de la voluntad de Juan Ramón Jiménez y que un representante del
Comité fuera a cumplir la decisión al embajador así como exponerle las
razones en que aquélla se apoyaba.
Al tener conocimiento el embajador de la maniobra del cónsul y de la
decisión del Comité Nobel, optó por retirarse sin protestar y abstenerse de
toda pretensión de tomar parte activa en la ceremonia de la entrega del
premio. A esta ceremonia asistió el embajador de Franco pero la presenció
sentado entre los demás representantes del Cuerpo Diplomático asistentes
a la misma.
Otros detalles periféricos: lo primero que me dijo el Rector Benítez
era que don Juan Ramón le había encargado especialmente me diera un
abrazo de su parte. Los asistentes a la cena en mi casa fueron: el Director
de la Biblioteca e Instituto de Estudios Iberoamericanos de Estocolmo, Dr.
conde Magnus Mörner; la «lector» o profesora de español en la Universidad
de Gotenburgo, Matilde Goulard de la Lama, a quien la Academia
Sueca encargó esta primavera pasada el informe sobre Juan Ramón, y su
esposo el Sr. Westberg, profesor de Economía; el traductor de «Platero»,
Dr. Arne Häggavist; naturalmente, el Dr. Benítez, y mi esposa y yo. Asistí a
la ceremonia de la entrega de los premios; me vestí de frac y me prendí la
encomienda de la Orden de la Liberación.
Antes de terminar…
¿Qué pensar de un Secretario Perpetuo de la Academia Sueca, que
se equivoca al dar la fecha de la entrega de los premios, atrasándola a 10
días? Este Secretario asiste desde muchos años, cada año, a la fiesta de los
premios Nobel, que se celebra el día del aniversario del fallecimiento de
Alfredo Nobel.
¿Qué pensar de un Comité Nobel, que sin esperar la llegada del delegado
personal de don Juan Ramón (llegada anunciada antes de recibir el
telegrama del cónsul), se apresura a tomar decisiones que afectan de lleno
a la misión de este delegado y a la voluntad del que se le ha confiado?
93
94
¿Qué pensar de la diplomacia de Franco y particularmente del cónsul
de España en Puerto Rico? A lo mejor éste se creía algo así como un émulo
de Bismarck que, así como éste, con su célebre telegrama de Ems*,
provocó la guerra franco-prusiana y cambió el rumbo de la historia, él con
su cable amañado desde Puerto Rico podría cambiar en Estocolmo el rumbo
de los acontecimientos.
He dado mi palabra al Rector Benítez de no dar publicidad a este relato,
pero, fuera de que algunos lo conocen o conocen por lo menos ciertos
detalles del mismo, no creo que mi discreción deba extenderse al extremo
de no dar cuenta a usted del mismo; a usted a quien no tengo sólo el
deber sino también el interés de informar sobre este asunto del premio
Nobel a don Juan Ramón y de lo ocurrido en relación con la entrega del
mismo.
Le saluda muy afectuosa y respetuosamente,
Ernesto Dethorey
Sr. Don Jaime Benítez
Rector de la Universidad de Puerto Rico
Río Piedras (P. R.)
Mi querido y respetado amigo.
29 de septiembre de 1957
Iba a escribirle para preguntarle precisamente sobre la salud de
nuestro admirado poeta, pues había leído noticias bastantes alarmantes
acerca de ella, cuando recibo su amable carta del 19 de este mes. Comprenderá
usted, pues, que me haya alegrado mucho recibirla y leer en
ella que don Juan Ramón empieza a restablecerse.
Le agradezco mucho el envío que me hace del primoroso cuaderno
Homenaje a Juan Ramón Jiménez, que ha editado esa Universidad, así
como le quedo también reconocido por las fotografías y el recorte que
acompañaban a su carta citada.
Su referido artículo y su carta me han dado pie para escribir un pequeño
artículo, cuyo recorte le enviaré así que aquél se publique. Tiene
gracia lo que don Juan Ramón dice de que el rey de Suecia se parece a
Pablo Casals.
A propósito de este último, le envío a usted adjunto dos recortes de
un artículo que escribí el mes pasado. Recibí del Departamento de Instrucción
Pública de ese Estado —supongo que enviado por sugerencia de
usted— el libro que dicho Departamento ha editado sobre la estancia de
Pablo Casals en Puerto Rico 1955-1956. Mi artículo es el acuse de recibo.
Le agradecería tuviera usted la bondad de hacer llegar uno de los recortes
que le envío al Departamento de Instrucción Pública.
Benítez, JRJ y Pau Casals en la residencia
del primero en Río Piedras, San Juan de
Puerto Rico, el 23 de diciembre de 1957
Le interesará a usted saber —y a don Juan Ramón también— que
la casa editora Wahkström & Widstran ha anunciado ya hace tiempo la
aparición de la selección de Diario de un poeta recién casado (Diario
de poeta y mar) que ha traducido Arne Häggqvist. A fines de esta primavera
y principios de verano corregí el manuscrito y hace poco eché
una ojeada a las últimas pruebas. El libro aparecerá pronto y a esta
aparición dedico unas líneas en el artículo que acabo de escribir y del
cual le hablo más arriba. El editor me ha pagado 300 coronas por mi
trabajo. En vista de que no quería pagar más, Häggqvist me ha dado,
generosamente, 100 coronas de sus emolumentos. –Espero que esta
selección de Diario de un poeta recién casado tenga tanto éxito como
Platero y yo y que se editen de ella también muchos miles de ejemplares.
Ruégole salude y abrace de mi parte a don Juan Ramón y usted
reciba las expresiones de amistad y agradecimiento sincero de su afmo.
ERNESTO DETHOREY
Sveavägen 86 v
Stockholm Va
95
96
JRJ, el periodista Juan Manuel Ocasio y Margarita Benítez
ante la vitrina en la que se exhibe el diploma del Premio
Nobel en la sala Zenobia y Juan Ramón Jiménez. Foto de
Mandín
Ernesto Dethorey junto a su mujer hacia el final de su vida
Sr. Don Jaime Benítez
Rector de la Universidad de Puerto Rico
Río Piedras (P. R.)
11 de junio de 1958
Mi querido y respetado amigo:
Ante todo reciba usted y el Claustro de Profesores
de esa Universidad la expresión de mi más sentida
condolencia por la muerte de don Juan Ramón Jiménez.
Si no es a usted, no tengo a nadie a quien hacer
patente el profundo dolor que me causó la noticia.
He recibido su discurso a los graduados –envío
que agradezco– y por las palabras de usted aludiendo
a la muerte del gran poeta, he podido comprender
que se habían llevado los restos de Juan Ramón a
España, cosa que luego he visto confirmada por diarios
españoles. Todo debe de haber sucedido con
rapidez vertiginosa. Ya que no pudieron llevarse el
cuerpo vivo del poeta, se han llevado su cadáver.
Como digo en mi artículo, cuyo recorte le envío en 2
ejemplares —uno para usted y otro para el archivo de
la Sala Zenobia y Juan Ramón Jiménez— dentro de la
pena que ha causado el que se hayan llevado el cadáver
a España antes de que hayan cambiado las cosas
en ese país, es un consuelo saber que se han llevado
también los restos de Zenobia. Como dice el profesor
Fogelquyist en una carta que de él he recibido,
separarlos hubiese sido «profanar los más fervientes
deseos de los dos», hubiese sido «una infamia y una
estupidez».
Poco antes de ocurrir el fallecimiento, leí en el
ABC de Madrid el alegato del sobrino, contestando a
Matthews, alegato que me llenó de indignación. Aludo
en mi artículo a esta cuestión y digo que «los que
vieron con qué tacto y discreción —y con qué digni-
Despedida de los féretros de Juan
Ramón y Zenobia de la Universidad
de Puerto Rico. A la derecha,
Francisco Hernández-Pinzón,
sobrino de JRJ, portando un ataúd.
Al fondo, Jaime Benítez. Archivo
Fundación Juan Ramón Jiménez,
Moguer (Huelva)
dad, podía haber añadido— cumplió el rector Benítez aquí la delicada
misión que le confió el poeta de recoger el premio Nobel, no pueden
comprender las acusaciones de Hernández-Pinzón». No se ha tratado
nunca de convertir a don Juan Ramón en bandera política, sino de todo
lo contrario: de evitar que la España de Franco, que no se preocupó de
su existencia hasta que le otorgaron el premio Nobel, utilizase el nombre
del poeta y su presencia en España para tratar de dar prestigio al
desacreditado y odioso régimen.
En mi artículo me pregunto —o mejor dicho, expreso la esperanza—
de que se hayan cumplido con todo esto «los más íntimos deseos
o la última voluntad» de Juan Ramón.
Se me ocurren también otras peguntas que no es necesario conteste
usted si no cree deber o poder contestarlas.
Supongo que la donación que hizo el poeta de su biblioteca, etc.
a la Universidad, no puede ser objeto de reclamación por parte de la
familia del finado o del gobierno franquista. ¿Están incluidos en esta
donación y podrán figurar en ese Museo Zenobia y Juan Ramón Jiménez
el diploma y la medalla del premio Nobel?
¿Hizo testamento don Juan Ramón? ¿Quiénes son sus albaceas testamentarios?
¿Quién está en posesión de los derechos literarios de sus obras?
¿Quién se encargará de la edición de sus obras completas? ¿Quién
publicará su obra inédita?
Adjunto hallará usted, como le digo, dos recortes de mi artículo, y
unos recortes de los artículos necrológicos publicados por los principales
diarios de Suecia. Estos últimos recortes son para el archivo de la
sala.
Esperando recibir noticias suyas y recordándole siempre con invariable
afecto y respeto, le abraza
[Siglas iniciales manuscritas] E.D.
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Gabriela era lesbiana
Cristina Peri Rossi
Doris Dana y Gabriela
Mistral en México en 1948
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Obra en la que se recoge la
correspondencia sentimental,
erótica y romántica de
Gabriela Mistral con su
secretaria y amante, Doris
Dana
no se trata de un título sensaCionalista para enCabezar
un artículo en la España de hoy, pero en la pacata, católica y derechosa
sociedad chilena, en cambio, la reciente publicación por editorial Lumen
de Niña errante, la correspondencia sentimental, erótica y romántica de
Gabriela Mistral con su joven amante y secretaria, Doris Dana, ha causado
gran revuelo y polémica, descubriendo la doble moral que encubre «al
amor que no osa decir su nombre» (Editorial Lumen de Barcelona la editará
después del próximo verano).
En efecto, Niña errante (como llamaba tiernamente la escritora chilena
a Doris, neoyorkina, treinta años menor, poeta y aficionada a los viajes)
recoge las doscientas cincuenta cartas que Gabriela Mistral le envió durante
casi una década en que compartieron proyectos, amor, viajes, casas
y hoteles, sufrieron ausencias, enfermedades, separaciones y una pasión
intensa: celos, obsesión, angustia, placeres y dolores, felicidad y tristeza.
La publicación de esta correspondencia cayó como una bomba en un
país que tiene la efigie de la poeta en los billetes de cinco mil pesos y donde
el lesbianismo de su premio Nobel femenino era uno de los secretos
mejor guardados, con suma hipocresía: se comentaba en voz baja, pero
nadie osaba publicar una línea sobre el tema (no hay ninguna biografía
fiable de la autora, y se espera, con expectativa, la que ha anunciado la
norteamericana Elizabeth Holan).
Los poemas y textos de Gabriela Mistral se leen en el colegio primario,
su labor pedagógica ha sido reconocida públicamente (no púbicamente),
se le rinden homenajes y se la recuerda en todos los actos, pero el silencio
opaco y la ocultación custodiaban celosamente su vida privada (no tener
vida privada es considerado normal, si se trata de una mujer). Por otra
parte, Gabriela, consciente de la homofobia de su país (compartida hasta
por el presidente Allende, médico, quien consideraba esta opción sexual
como una perversión clínica, una enfermedad) guardó también un precavido
silencio, muy prudente, hasta muchos años después de su muerte,
ocurrida en Nueva York, en 1957, en brazos de su amada. En cambio, trató
de vivir lejos de Chile la mayor parte del tiempo. Y si hoy se publican las
cartas que le escribió a su gran amor, Doris Dana —su albacea y heredera,
además—, es de suponer que sugirió que pasara un tiempo suficiente
como para que la revelación de su verdadera identidad sexual encontrara
un ambiente más favorable. Ambas supieron esperar. Gabriela, confiando
plenamente en Doris, y Doris, guardando una altiva fidelidad al legado; la
sobrevivió cincuenta años, y después de muerta —falleció en Naples, Florida,
en el año 2006— legó los cuarenta mil documentos inéditos que le
confió Gabriela Mistral a su sobrina, Doris Atkinson, quien acaba de entregarlos
a la Biblioteca Nacional de Chile.
Este legado ha permitido publicar la correspondencia.
«Gabriela Mistral era lesbiana, ¿ahora qué hacemos?» tituló el semanario
de mayor tiraje en Chile el largo artículo que dedicó a la aparición
del libro Niña errante. Titular que refleja la situación embarazosa en que
se siente una sociedad que por un lado rinde culto a la única mujer que
ha ganado el Premio Nobel (Neruda dejó suficientes pruebas acerca de
su heterosexualidad) y por otro, disimula, oculta, niega cualquier prueba
de su lesbianismo, que es pecado, perversión o vicio. (¿Recuerdan los
Nápoles, Italia, 1951
lectores aquella pregunta clásica sobre la homosexualidad: ¿enfermedad
o vicio? Pues sigue vigente en la sociedad chilena contemporánea.) ¿Qué
hacemos ahora? ¿Seguimos negando la opción sexual de Gabriela o ignoramos
su labor poética, pedagógica, su entrega a los niños, su lucha contra
el analfabetismo?
Benjamín Prado, en un excelente artículo de bienvenida al libro que
publicó en el diario El País, de España, el veinte de septiembre del 2009,
reproducía irónicamente ese titular.
Pero ¿cómo se explica la caída de esta bomba en la tranquila vida cultural
chilena? Gabriela Mistral, nacida en Vicuña, Chile, en 1889, y fallecida
en Nueva York, en 1957, nombró como albacea a su amante y compañera
de los últimos años, Doris Dana. Le legó más de cuarenta mil documentos,
entre cartas, poemas, textos, y la fiel albacea, a pesar de sus frecuentes
depresiones y de su alcoholismo,
designó, a su vez, como heredera,
a su sobrina, Doris Atkinson, quien
acaba de entregar el legado a la
Biblioteca Nacional de Chile. Pedro
Pablo Zegers, del Archivo del Escritor
de esa institución, reunió la
correspondencia de Gabriela Mistral
a su joven amor, respetando el orden
cronológico. Las casi doscientas
cincuenta cartas se convierten, de
este modo, en un hondo y desgarrador
testimonio de una relación
amorosa llena de incertidumbres,
ausencias, deseos, frustraciones y
encuentros dichosos, separaciones
terribles, celos, todas las pulsiones
de la pasión. Una novela romántica
involuntaria, escrita de manera
epistolar, y donde las circunstancias,
siempre las circunstancias, juegan
a veces a favor (la concesión del
Nobel, por ejemplo), a veces en
contra (los conflictos internacionales
y sus peligros, por ejemplo). Y los cuerpos, siempre los cuerpos como síntoma:
las numerosas enfermedades de Gabriela, la adicción al alcohol de
Dana, el temor a la muerte, el deseo de la poeta de vivir los últimos años
en paz, en armonía con su enamorada, en una especie de idílico Edén. En
su cauteloso prólogo, el editor nada entre dos aguas: no puede dejar de
reconocer que son cartas de amor, y no de un amor platónico, pero, a la
vez, no escribe nunca la palabra lesbianismo. Se trataría, según él, de un
amor etéreo, «paternal», de Gabriela hacia su joven traductora y admiradora.
¿Y por qué «paternal» y no «maternal», se dirán ustedes, dada, además,
la conocida ternura y protección que la poeta sentía por los niños y las
niñas? Bueno, se trata de justificar algo que Gabriela no explica nunca en
sus cartas: el uso frecuente de un yo masculino al dirigirse epistolarmente
a su querida amante. Y que no necesita ninguna explicación, más allá de
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Italia, 1952
que un autor o una autora, cuando escriben,
pueden asumir un yo masculino o femenino
según su estado de ánimo, su deseo o su imaginación.
(De una carta del 14 de abril de 1949,
de Gabriela a Dana: «Amor: te decía en mi
carta de hoy que llevo varias noches de mal
dormir. (…) ¡Qué estúpido ha sido el que más
te quiere, Doris mía! ¡Perdóname, vida mía,
perdóname! ¡No lo haré más! Y tú guardarás
el control de ti, hay fe en tu pobrecillo, que es
un ser torpe, vehemente y envenenado por su
complejo de inferioridad (el de la edad.)»
El libro está ilustrado con numerosas fotografías; en casi todas, el amor
brilla a través de las miradas cómplices de ambas mujeres, de las sonrisas
arrobadas que se dirigen, en las manos unidas, en el abrazo mutuo. Pero
los momentos de desencuentro y de dolor no están fotografiados; las cartas
son su testimonio.
El encuentro
En mayo de 1946, Gabriela Mistral pronunció una conferencia en el Barnard
College, de New York, una de las instituciones femeninas más distinguidas
y prestigiosas de Estados Unidos. Yo la visité, hace unos años, y
di una conferencia sobre mi obra; las alumnas suelen ser hijas de buena
familia, con una extraordinaria formación académica y muchísima curiosidad,
un rasgo infaltable de la inteligencia. Gabriela acababa de recibir el
Premio Nobel. Entre las asistentes a la conferencia estaba la joven Doris
Dana, nacida en 1920 y descendiente de Noah Webster, autor del más
célebre diccionario de lengua inglesa. La joven, extrañamente hermosa (el
doble de Katherine Hepburn, parecido que salta a la vista de todos en las
fotografías que se conservan) había traducido el artículo «El otro desastre
alemán», que la poeta chilena había publicado en un libro como homenaje
a Thomas Mann, autor de Muerte en Venecia, Doctor Fausto y Los
Buddenbrook. Doris era amiga de la familia Mann, especialmente de una
de las hijas, por la que sentía una amistad amorosa correspondida, aunque
nunca reconocida públicamente.
La primera carta es de Doris Dana, está fechada el 9 de febrero de 1948
y expresa la emoción que sintió al conocerla y la honda admiración que
le inspira la escritora chilena. «Nunca podría expresar, ni mucho menos
pagarle, todo lo que le debo personalmente. Deuda que es parte de lo que
el mundo entero le debe a la gran artista que nos ha revelado bellezas
excelsas y visiones profundas.» (La cursilería estilística corresponde a la
época, seudoelocuente y un poco anfractuosa. En cambio, Gabriela Mistral
usará siempre un estilo ardiente, coloquial, ajeno a cualquier cursilería
seudopoética.)
Doris tenía entonces veintiséis años, pertenecía a una familia rica en
decadencia económica y psicológica: conflictos edípicos, neurosis, alcoholismo,
bancarrota, intentos de suicido. Alguno de sus biógrafos afirma que
ya era una joven poeta lesbiana, hermosa y neurótica, demasiado aficionada
al alcohol. Gabriela Mistral tenía cincuenta y siete años, era famosa, su
Gabriela Mistral en su último viaje
rumbo a Chile, 1954
dedicación a la pedagogía y a la enseñanza, su amor a los niños y su soledad
eran muy conocidos, a pesar de que siempre hubo alguna secretaria a
su lado que hacía, además, de dama de compañía (investigaciones futuras
deberían revelar alguna de esas interesantes relaciones, de importancia
para la comprensión de su obra).
Casi un mes después (entonces las cartas tardaban mucho tiempo en
cruzar el océano, dificultad con la que siempre se toparían; no había móviles
ni Internet, y los teléfonos no eran de fiar), Gabriela respondería a
la primera carta de Doris de una manera
muy emocionada: «Su bella carta cordial
me ha conmovido. Yo no me merezco
ese cariño suyo y menos esa admiración;
pero a los viejos profesores nos gusta ser
queridos de los jóvenes con o sin derecho
a ello.» Ya se han instaurado los roles que
se mantendrán fijos y estables durante
más de quince años: la vieja profesora y la
joven alumna (suele ser más fácil cambiar
de relación que cambiar los roles psicológicos
de una relación establecida); la
escritora consagrada y la principiante.
El flechazo ha sido mutuo, a través de
esa privilegiada relación del eros pedagógico
que para los griegos era el auténtico
amor erótico. («No conozco ventaja mayor
para un joven que tener un amante
virtuoso y mucho más viejo que él, y para
un amante viejo que amar a un objeto
joven y virtuoso», dice el primer orador
de El banquete, de Platón.)
No se trata sólo de atracción física,
sino de la química cerebral que se establece
en una relación de gran diferencia
de edad: la fascinación de los jóvenes
cuya inteligencia comienza a desenvolverse
hacia la otra, madura, de gran experiencia,
que a su vez, se siente estimulada
a enseñar.
A partir del primer cruce de cartas
entre ambas mujeres la seducción quedó
establecida. (No siempre el joven discípulo
consigue enamorar al viejo maestro;
una de las primeras escenas de seducción occidental es el intento del
joven y atractivo Alcibíades de cautivar a Sócrates, en el siglo IV antes de
Cristo. Vano intento.)
La diferencia de edad, como de lengua, no son obstáculos, sino todo
lo contrario. ¿Deberíamos recordar que el amor necesita la alteridad, que
ama la diferencia, la dificultad, lo Otro pero que siendo lo Otro simula ser
lo Semejante? A Gabriela no le gustaba el inglés, ni le gustaba New York,
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Gabriela Mistral saludando desde el palacio
de La Moneda, Santiago de Chile, 1954
pero se enamoró completamente de
una joven neoyorkina treinta años menor
que ella, que la admiraba profundamente.
La primera vez que Gabriela omite
el nombre de Dana es en una carta de
ese mismo año, en que directamente,
la encabeza con la palabra Amor. Empieza
con esa palabra y termina con
un deseo: «Tu amor no debe darme
llagas como las otras; él nació para ser
mi alegría.» (Es una de las pocas referencias
que hace a otras mujeres de su
pasado; las investigaciones hasta ahora
imprecisas designan, sin embargo, a la
escultora chilena Laura Rodig, la mexicana
Palma Guillén y la portorriqueña
Consuelo Saleva, denominada «Coni»
en algunas de las cartas a Doris Dana.)
Es posible que a los cincuenta y siete
años y con muchos problemas de salud, Gabriela ya no tuviera ganas de
eufemismos ni de perder el tiempo. Se había enamorado de Doris como
nunca, era correspondida y comenzó a soñar con el futuro, que era, también,
soñar con la muerte: quería ser feliz con ella los años que le quedaban
de vida, compartiendo una pequeña casa (lejos de New York, ciudad
que odiaba) con un huerto, porque amaba las plantas y las flores, no era
mujer de grandes urbes, era de intimidades y soledades, de recogimiento
y armonía.
La desigualdad como pasión
Gabriela era chilena, Dana norteamericana; amaba el campo, Dana las
grandes ciudades; Gabriela tenía 57 años, Doris 26; Gabriela era toda pasión
y entrega, Dana, a veces huía o se refugiaba en sí misma; Gabriela
tenía una urgencia vital —mortal— que a veces asustaba a la joven.
Pero por encima de todo, estaba la atracción de lo igual-diferente, del
espejo cóncavo.
La pasión, según Gabriela Mistral
Menos de un año después, la poeta chilena le escribe en una carta: «Desde
que te fuiste yo no río y se me acumula en la sangre no sé qué materia
densa y oscura.» Y al final: «Una punta va hacia el trabajo, la otra hacia
lo vivido. Yo no sabía hasta donde eso —lo vivido, ha cavado en mí, hasta
dónde estoy quemada por ese punzón de fuego, que duele igual que la
brasa ardiendo sobre la palma de la mano» (el subrayado es del original).
En otra carta, siguiente: «Perdóname, vida mía. Siete días, dentro de
mí, son ahora una especie de eternidad.»
Y para todos aquellos que procuran ignorar el erotismo de la relación
entre ambas («Gabriela era lesbiana, ¿ahora qué hacemos?»), carta del 12
de abril de 1949: «Querida mía, tú conoces el cuerpo, pero no el alma entera
de tu pobrecilla. Y así, no has adivinado el infierno puro que ha sido
para mí tu silencio de siete días o más. (…) Procuraré creer que existe un
futuro nuestro. Yo creía en eso cuando nos separamos. Pero nada hay tan
dañino, tan grave, tan infernal como una ausencia sin palabras. Equivale
a una ruptura, es eso: un corte vertical.»
«Parece que tú ignoras aún que (en tu ausencia) me viene una especie
de borrachera de amargura, de pronto, algo como una purga infernal que
me cae a las entrañas y que me da una agonía sin sangre y sin llanto, es
decir, sin alivio. (…) Es una prueba muy agria, querida mía, la de nuestra
separación. YO SÉ, SÉ que no hay torpeza tan grande como separarse.
(Llevo cuatro días de vagar como un fantasma, haciendo esfuerzos que
nunca hice por salir de la obsesión, de la tristeza, del temor que me trabajan.
Miedo es todo esto, puro miedo de perderte.»)
La relación entre Gabriela Mistral y Doris Dana estuvo hecha de encuentros
y separaciones causadas por varios motivos: la poeta chilena
desempeñaba cargos diplomáticos que la obligaron a residir en diferentes
ciudades, y además, al recibir el Nobel, tuvo que dictar varias conferencias
literarias que la llevaban de México a Cuba, de Estocolmo a Perú. Pero
cuando se enamoró de Doris, su único deseo fue vivir con ella. En cambio,
la joven, a quien Gabriela llama «la niña errante», o cariñosamente, «mi
vagabundilla»», tenía la compulsión de viajar, le seducía Europa y pasaba
mucho tiempo en New York, entre otras cosas, porque tenía una familia
conflictiva, donde el alcoholismo y los trastornos psicológicos se combinaban
con el derroche de una gran fortuna malgastada por su padre. Como
observa en el epílogo del libro su sobrina, Doris Atkinson —quien no tuvo
acceso al legado de su tía hasta su muerte— Dana era una mujer muy
atractiva, pero padecía una neurosis maníaco-depresiva —enfermedad de
varios miembros de la familia—; le costaba mucho esfuerzo mantenerse
sobria y sus frecuentes cambios de humor fueron un obstáculo tanto para
la convivencia como para la relación amorosa con Gabriela. La aproximación-huida
era su táctica psicológica: el impulso hacia la mujer que amaba,
y luego el temor al compromiso, a la muerte, que la hacían desaparecer,
después de provocar una riña para separarse con más facilidad. Gabriela
Mistral padeció estas compulsiones psicológicas de Dana sin llegar a comprender
nunca que se debía más a un conflicto emocional (aproximaciónriesgo-huida)
que al desamor o a la disparidad de culturas o de lengua.
Dana se aproximaba a Gabriela y luego la abandonaba, en medio de una
crisis o de una pelea, para su desesperación, y cada vez que la creía perdida,
ella volvía, conduciéndola al paraíso. «Yo necesito de tu presencia de
una manera violenta, como del aire. Parece que estuviese viviendo una
asfixia. Es eso exactamente. Tal vez fue una locura muy grande entrar en
esta pasión», le escribe en 1949.
A menudo, se queja de la falta de correspondencia en el doble sentido
de la palabra: Doris, ausente, no le escribe; no le escribe con la frecuencia
que ella lo necesita, lo desea, y su silencio le resulta inquietante, perturbador,
angustioso. Y de correspondencia en el otro sentido: siente que
ama más, que la desea más; quizás por la diferencia de edad, Dana puede
derrochar el tiempo con otras amistades, otros vínculos, sin darse cuenta
de que para ella es ahora o nunca. Gabriela Mistral es consciente de que
105
Gabriela tomando mate. La acompañan Lucía
Rodríguez, Auristela Iglesias y Amelia Rojas
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no le queda mucho tiempo y no cesa de recordárselo a su amiga; no omite
nunca los detalles de sus males físicos, el recrudecimiento de su diabetes,
o el progreso de su arterioesclerosis; esto le provoca ansiedad (¿qué hace
Dana en New York con sus amistades en lugar de correr a su lado?) y por
otro lado, su permanentes quejas, sus reclamos, deben asustar a la norteamericana
(«tú eres de una raza mucho más fría», le reprocha.) Gabriela
siente ansiedad y culpa: ansiedad por la falta de tiempo vital;
es una mujer ya vieja y enferma que necesita ferozmente
vivir su última pasión a tiempo completo; culpa, porque
al asediar a la joven, cree alejarla de sí y actuar de manera
egoísta.
Por otra parte, asume un rol muy protector desde el
punto de vista económico; las cartas están llenas de detalles
acerca de los numerosos giros de dinero, envío de cheques,
gastos que Gabriela cubre con mucho amor y generosidad:
le compra desde los zapatos o la ropa hasta un auto, desde
los viajes hasta la hipoteca de la casa. Ya decidida a que Doris
sea su heredera universal y su albacea, se preocupa constantemente
por la situación financiera de la joven (su padre
había derrochado la fortuna familiar y la madre estaba encerrada
en una clínica psiquiátrica muy cara), le envía dinero,
establece una cuenta común, procura que la joven adquiera
una casa para ambas en un lugar agradable, que no puede ser
New York, porque Gabriela detesta esa ciudad y por fin, la nombra administradora
de sus casas en California.
A veces, la diferencia de intensidad (Gabriela apasionada, Doris más
distante, más fría) hace reflexionar a la poeta chilena. Así, en una carta de
8 de enero de 1950, escribe: «Sí, tú encabezas la carta según lo actual:
«querida… querida… querida». Pero ya pasó lo otro. En mí, no. Yo te
digo: amor, amor, amor».
Gabriela se muestra casi siempre apasionada pero insegura. Como los
enamorados, teme perder a quien desea. «No hay futuro para mí sino de
una de estas cosas: o tenerte siempre conmigo, cosa que yo no puedo pretender,
o hacerme una conciencia tranquila de que te voy a perder en uno
o dos años más. ¿Dónde estuve yo contigo, donde yo fui tu compañero de
toda la vida que me cuesta un tormento tal perderte? ¿Qué tiempo llevo
sin ti? ¿Son realmente un mes y veinte días? Yo quisiera morirme pronto
para evitarte a ti mi carga, esta esclavitud.»
Pero el tiempo va transcurriendo, y Gabriela comprende que si necesita
y sueña vivir junto a su amada, la que tiene que hacer el movimiento y
desplazamiento definitivo es ella. Pero no hacia New York, ciudad que detesta.
Después de mil contratiempos, consiguen establecerse en California,
que resulta una región muy agradable para la poeta chilena; un pequeño
pueblo lleno de hermosos paisajes y colorido, rodeado de árboles. Pero
como en los grandes amores románticos el final no puede ser feliz, la dicha
es breve, porque muere al poco tiempo. Eso sí: con el sueño cumplido
de tener a Dana a su lado.
Casa de Gabriela Mistral y Doris Dana,
Roslyn Harbor, California, ca. 1954
Los celos
Como en todo amor pasional, los
celos aparecen varias veces en las
cartas de Gabriela y por ellas se
deduce que eran recíprocos.
En julio de 1952, Gabriela le escribe:
«Doris Dana: después de tu
partida violenta y sin nombre —
no sé cómo llamarla— y después
de haber vivido yo tres días de un
estado lamentable, llega esa carta
tuya de París. No entiendo hasta
hoy tu cólera brutal al partir y
tampoco entiendo esta carta normal,
cordial y sin mancha de furor.
¡Ilumine Dios mi cabeza porque
no logro ver en claro cosa alguna!
(…) Luego, el gesto y las voces
con que pasaste por la puerta que
estoy mirando, corresponden a
algún choque muy fuerte conmigo,
a una cólera violentísima y… a un
golpe de odio, de odio puro.»
Gabriela proclama su inocencia, su amor incondicional; es creída, y recibe,
como premio, una carta de Dana que le restituye la alegría.
Pero también la escritora chilena padece crisis de celos; en especial,
durante un breve período, siente que la bella norteamericana se ha reconciliado
con la hija de Thomas Mann y que a ella sólo le quedará el recuerdo
de este amor.
A pesar de estos ataques de celos, todo hace suponer que ni una ni otra
se fueron infieles, y que la presencia de algunas mujeres cerca de Gabriela
se debía más a sus enfermedades y necesidades domésticas que a otra
cosa. En cuanto a Dana, sus huidas y sus viajes expresaban el temor a ser
virtualmente poseída por esta pasión que amenazaba con consumirla, con
tragársela. Sin duda la escritora chilena podía proporcionarle la estabilidad
emocional de la que había carecido en la infancia, pero tenía que enfrentarse
a varios conflictos: la mala salud de Gabriela Mistral, su futura muerte
y el alejamiento de las dos personas de su familia a quienes quería:
Alberta, la madre, quien vivió hasta 1970, pero pasó un largo período de
reclusión en un hospital psiquiátrico y a quien cuidó (pagó la clínica con el
dinero que aportaba generosamente la poeta chilena), y de Leora, la hermana
menor de Dana, por la que sentía un enorme cariño.
El epílogo de su sobrina, Doris Atkinsons, es contundente: «Creo que
Leora fue la persona a la que Doris más amó en su vida. Leora le proporcionó
cierta estabilidad emocional luego de la muerte de Gabriela. La
muerte de Leora y la de Gabriela Mistral fueron las dos pérdidas de las
cuales jamás pudo recuperarse».
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En Roslyn Harbor, 1954, tres años antes
de la muerte de Gabriela Mistral
La vida nueva
Doris Dana y Gabriela Mistral
pudieron realizar el sueño de vivir
juntas un par de años: desde
1955 a la muerte de la poeta, en
1957. Y lo hicieron recogidas en la
casa que Gabriela había comprado,
en Roslyn Harbor, California:
una casa con un huerto con flores,
como siempre había deseado.
Para vivir lo que llamó «una
vida nueva», como Dante.
A la luz de estas cartas y de otros testimonios que se irán conociendo
del legado de cuarenta mil documentos donados a la Biblioteca Nacional
de Chile, la interpretación de algunos de sus poemas será más transparente
que nunca.
Todas íbamos a ser reinas,
de cuatro reinos sobre el mar:
Rosalía con Ifigenia
y Lucila (1) con Soledad.
En la tierra seremos remos,
y de verídico remar,
y siendo grandes nuestros remos,
llegaremos todas a la mar.
(1) El nombre verdadero de Gabriela Mistral era Lucila Godoy.
Dana la sobrevivió fiel y solitariamente cincuenta años; custodió ese legado
con extremo celo y devoción. No hizo alusiones públicas ni privadas
a su relación con la poeta chilena, pero entre los objetos guardados cuidadosamente
del pasado en común, y expuestos hace unos años en la
Biblioteca Nacional de Chile, destacaba un fonógrafo con un disco de 1953:
«Secret love», cantado por Doris… Day. Y entre los documentos que guardó
en una caja fuerte, hasta su fallecimiento, uno de los más apreciados es
este manuscrito que le dedicó Gabriela Mistral:
Yo sé bien que nadie, ninguna persona en este
mundo, puede saber qué cosa es nuestra vida
sino (excepto) nosotros mismos.
La bella vida nuestra es tan imperceptible,
tan delicada, por llena de imponderables, que
casi no es posible verla. Es posible solamente
vivirla, gracias a Dios.
Yo vivo en una especie de sueño, acordándome
de todas las gracias que me has hecho.
Y lo que vivo es una vida nueva, una vida
que siempre yo he buscado nunca hallé. Es una
cosa ella sacra y concentrada.
La vida sin ti es una cosa sin sangre, sin
razón alguna. Tú eres «mi casa», mi hogar, tú
misma. En ti está mi centro.
(Y el solo quererte me purifica.) Ella es el
abandono, la confianza completa.
Yo sé que tú eres fiel como una piedra.
Mi memoria es ahora un mundo, se vuelve
un Universo vasto y completo. Y a la vez
incompleto, porque ha crecido tanto aunque
parecería que no pudiese crecer más.
Ay, amor grave y tan dulce, tan sin peso a
la vez. ¡Alegría mía!
Descansen en paz.
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El poeta que quiso bailar
NACHO SÁNCHEZ
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1 Rafael Alberti distingue entre poetas con ‘p’ minúscula
y Poetas con ‘P’ mayúscula. Desde el principio consideramos
a José Antonio Muñoz Rojas como gran ejemplo del segundo
grupo y de ahí que en el título del documental aparezca la
palabra Poeta en mayúscula. Igual ocurre en todo este artículo.
2 Conocido desde siempre en el mundillo literario,
Muñoz Rojas no ha sido conocido más ampliamente hasta la
recuperación y reedición de muchos de sus libros gracias al
cuidadoso trabajo llevado a cabo por Manuel Borrás y la editorial
Pre-Textos.
3 Entre otros: Hijo Predilecto de Andalucía (1992), Medalla
de Oro de la Ciudad de Antequera (1992), Medalla de
la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo (1995), Hijo
Predilecto de Málaga (1998), Premio de Ensayo y Humanidad
José Ortega y Gasset (1997), Premio Luis Góngora y Argote
(1998), Premio Nacional de Poesía (2002), Premio Reina Sofía
de Poesía Iberoamericana (2002), Medalla de la Fundación
Menéndez Pelayo (2004), Premio Andalucía de la Crítica en
Narrativa (2007).
«si no llega a ser por José antonio… ni se me hubiera oCurrido
venir. Pero si es por él, cualquier cosa. Se lo merece todo. Pero, ¡en
qué sitio me habéis metido!». Las palabras son de María Victoria Atencia.
La poeta malagueña las decía cuando se encontraba en mitad de un viñedo
de la vega antequerana a casi 30 grados de temperatura. Sentada
en una silla frente a una cámara de video. Sobre una tierra roja arcillosa
cuyas viñas mostraban unas uvas embrionarias. La ilustre autora respondía
allí a unas preguntas que formarían parte del documental
El Poeta sin tiempo. Y, a pesar del calor, María Victoria
Atencia lo hacía con exactitud, sinceridad,
gozo; demostrando un inmenso cariño
hacia su buen amigo y maestro José
Antonio Muñoz Rojas. Fue una de las
primeras entrevistas. Y, allí mismo, dijo
algo que sirvió de guía para el resto de
la película: «Muñoz Rojas es una persona
sencilla, íntima, profundamente religiosa.
Es un encanto de persona. Y su obra es
enorme y grandiosa. Las dos cosas encajan
muy bien. Se produce algo especial, como cuando
se produce el milagro de un gran Poeta».
Quizás residía ahí la dificultad de este documental. En pretender
acercarse a ese milagro, a este Poeta con mayúscula 1 .
Pero también a la Persona, también con ‘P’ mayúscula. El autor
es conocido principalmente por la poesía de libros como Cantos
a Rosa, Abril del Alma o Las Cosas del Campo 2 , así como
por sus numerosos premios 3 ; pero, a medida que se profundiza
en su biografía, en su eterno aprendizaje, su vida cotidiana consigue dejar
su literatura incluso por debajo de su calidad humana. Y es cuando se descubre
que la Persona y el Poeta son totalmente inseparables. Así, aunque
la película busca la manera de resumir cien años de una vida completísima
en poco más de una hora, finalmente se ha convertido
en mucho más que eso. Quizás sea ese el mayor descubrimiento
durante el proceso completo de la película:
llegar a comprender que la calidad literaria de Muñoz
Rojas es, a veces, una simple anécdota frente a su calor
humano, a su comprensión natural, a su sencillez bondadosa,
a su sentido de la amistad.
Así, El Poeta sin tiempo suponía desde un principio
la oportunidad de conocer la personalidad, la forma de
entender la vida, el campo y el paso del tiempo de José
Antonio Muñoz Rojas. De investigar acerca de todo ello
y dar una visión lo más objetiva y real posible. El reto
se completaba con la idea de conseguir un documental
basado en el mismo espíritu de sencillez de la obra
del Poeta. En eliminar casi cualquier artificio. En hacer
olvidar que entre el espectador y los personajes de la
María Victoria Atencia en un viñedo de la vega antequerana
película siempre hay una cámara por medio.
En entrar en el día a día del Poeta, en su proceso
creativo. Eso era lo más difícil en todo el
proyecto. Ahora ya no podemos saber por el
propio José Antonio si todo ello se ha conseguido
o no. Así que ya solamente puede ser
el público el único juez que lo decida: tienen
setenta minutos para dar el veredicto.
El universo creativo de Muñoz
Rojas
Las entrevistas (con presencia o no de la cámara)
a algunas de las personas que mejor
han conocido al autor aportaron muchísimo a
la película. Pero si algo se ha aprendido en el
periodo de trabajo es que la esencia de Muñoz
Rojas se descubre realmente de otra manera.
La primera, parte de la propia lectura de
4 Por qué me gustará tanto andar la tierra / arada, sentir la tierra tanto.
/ Andar, andar, aunque sea torpemente. Extracto del libro Entre Otros Olvidos,
Editorial Pre-Textos. Valencia, 2001. Es sólo uno de los ejemplos que permiten
comprender la esencia literaria y humana de Muñoz Rojas.
5 José Antonio Muñoz Rojas conocía el campo a la perfección. «Los que
somos más urbanos y no lo conocemos bien, pasamos por el campo sin luz. Pero
cuando él le da el nombre, la cosa aflora otra vez: el nombre, la palabra, convoca
otra palabra y a todo lo que va viendo, flores, árboles, bichitos… a todo le daba
su nombre, su nombre cotidiano… Y todo eso va remitiendo a otro mundo, que
tiene que ver con su proceso creativo. Lo que ve, al nombrarlo, acaba cobrando
toda la expresividad». Son palabras de Enrique Baena pertenecientes a El Poeta sin
tiempo.
6 Tu oficio, poeta, es contemplar, / que todo se te escriba dentro; luego, /
quizás leer allí mismo, quizás decir a los otros / lo que allí mismo, escrito, tú lees.
Extracto del poema ‘Tu oficio, Poeta’, recogido, entre otros, por Clara Martínez
Mesa en su estudio La Alacena Olvidada. José Antonio Muñoz Rojas. Obra Completa
en Verso. Editorial Pre-Textos y Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales.
Valencia-Madrid, 2008. Igualmente, basta consultar el Glosario del mundo
del campo que aparece en este excelente trabajo realizado por Martínez Mesa
para reconocer el dominio del vocabulario rural que poseía Muñoz Rojas.
Entrevista a Eduardo Muñoz Bayo, uno de los hijos de José
Antonio Muñoz Rojas
la poesía del autor antequerano 4 . La segunda,
surge del campo, de las jornadas de trabajo
pasadas en la Vega de Antequera. Ambas resultaron,
finalmente, ser las claves para comprender
(aunque sea mínimamente) la mirada
del poeta antequerano hacia ese campo: o lo
que es lo mismo, hacia la vida.
La imagen obtenida en esas horas de observación
de cultivos, gentes, fauna y paisajes,
es el resultado del mismo proceso creativo
que el poeta realizaba 5 en su trabajo y que
nosotros quisimos experimentar desde su
mismo punto de vista; un procedimiento que,
además, también completa el pintor José Medina
Galeote en el transcurso del documental,
mientras pretende reflejar en sus lienzos y con
el pincel lo que Muñoz Rojas en sus cuadernos
y con la pluma. El resultado final (tanto de
la cámara como del pincel) sólo logra ser un
mínimo acercamiento a la mirada del poeta, a
su universo creativo, a su poesía. Pero sí que
reflejan la sencillez y universalidad con la que
el autor nos habla del campo en sus versos y,
entre líneas, de sí mismo.
Sin olvidar que para eso quizás no hagan
falta las imágenes de la película. Más bien al
contrario. Basta con pasear alguna vez por
los cultivos que inundan la vega antequerana.
Mirarlos olvidándose del mundanal ruido.
Explorando su esencia. Leer allí Las Cosas
del Campo. Contemplar. Observar colores,
formas, tamaños, detalles. Descubrir el ciclo
vital que se repite una y otra vez. Todo cambia
cada año en el campo. Y todo lo escribió el
Poeta 6 .
113
114
Muñoz Rojas en su infancia
En el campo
En La Alhajuela
Interior de la Casería del Conde
«Un bellísimo capricho»
Una veintena de caballos se acerca al galope hacia la cámara. Se escucha
cada vez más fuerte su carrera. Miran desafiantes al aparato y a la persona
que lo está sosteniendo. Corren hacia él hasta que, finalmente, parecen
querer evitar el choque y giran a su derecha. Con resignación pero con
orgullo. Con soberbia. El siguiente plano nos muestra un amplio picadero
donde los animales, en una actividad casi frenética, no paran de moverse.
Y lo hacen con una elegancia innata, al ritmo de un compás imaginario
que demuestra su sangre árabe. Como también lo hace su característico
tamaño o esas pequeñas orejas que tanto definen a esta raza. De fondo se
escucha la voz de José Antonio Muñoz Rojas, que se cruza un par de veces
por delante de la cámara. La persona que registra la escena se lo advierte.
«Papá, estás en medio». El que sostiene la cámara es Eduardo, uno de
sus hijos, que consiguió con una antigua videocámara preciosos planos.
Eduardo ha permitido que esta grabación aparezca en el documental. Y
se ha convertido en una de las aportaciones más importantes a la película
donde descubrimos y podemos ver el que ha sido prácticamente el único
lujo que se permitió el poeta: la cría de caballos árabes. «Era un bellísimo
capricho», explica Eduardo. No hay duda. Si la estética y la belleza animal
se unen al campo, el mejor ejemplo lo componen estos caballos. Y es sólo
uno de los documentos que, rescatados del ámbito familiar, componen
ahora El Poeta sin tiempo.
La intimidad del autor
Las imágenes tanto fijas como en movimiento han sido sólo unas muestras
de las numerosas contribuciones de los hijos de Muñoz Rojas a esta
película. Eduardo nos mostró las imágenes y las cedió sin dudarlo y su hijo
Lucas (nieto del Poeta) nos regaló una preciosa secuencia de recuerdos de
infancia. Gracia nos enseñó los álbumes fotográficos familiares en las que
adentrarse en el mundo adolescente y juvenil del autor; su hermano Rafael
nos abrió de par en par las puertas de la Casería del Conde y permitió que
la cámara recorriera una a una sus estancias mientras contaba anécdotas
familiares. Desde el despacho personal del escritor hasta la vieja bodega:
Ruinas de La Alhajuela
Entrevista al poeta sevillano Fernando Ortiz Dos rincones de Cambridge
Entrevista a Clara Martínez Mesa,
especialista en la obra de Muñoz Rojas
7 Así al menos adjetivaba a La Alhajuela en
el programa Negro sobre Blanco, de Televisión
Española. La entrevista, realizada por Fernando
Sánchez Dragó en 1998 es otro documento valiosísimo
en sí mismo para conocer la idiosincrasia
de Muñoz Rojas: en esa hora de magnífica charla
entre ambos escritores es posible conocer muy a
fondo al Poeta antequerano.
ese hermoso cortijo está lleno de historia y naturaleza en cada rincón.
Dice Clara Martínez Mesa que la mejor forma de conocer a José
Antonio era pasear con él junto a Marilu (su mujer) en la Casería, hacerlo
mientras se recogían fresas o nardos. Nunca pudimos hacerlo.
Pero la gratitud y amabilidad de sus hijos, su compañía y sus palabras
han sido la manera de descubrir en ellos al propio Muñoz Rojas; y de
adentrarnos en una intimidad, la del Poeta, en la que, curiosamente,
nunca se hablaba de literatura. Pero no una intimidad con factor morboso,
sino como forma de llegar a la Persona que siempre estuvo por
encima del Poeta. De entender los sentimientos y las decisiones tomadas
en determinados momentos de su vida. Y también de comprender
sus raíces antequeranas y cómo éstas se han ido ramificando por distintos
lugares.
Son también los momentos especiales de un trabajo del que todo
el equipo se ha sentido privilegiado de poder llevar a cabo. Como lo ha
sido probar el delicioso pastel de chocolate y té que preparan en la cocina
de la Casería del Conde. O visitar el antiguo piso de Espalter donde
residía Muñoz Rojas en Madrid desde el que disfrutar del Jardín Botánico
que tantas veces recorrió el autor. O como lo ha sido charlar con
un viejo librero de Cambridge que conocía bien obras como Las Cosas
del Campo mientras recorríamos setenta años después las mismas
115
8 El documental cuanta con la participación de Manuel Borrás, editor de
Pretextos; Fernando Ortiz, Álvaro García y José Mateos, poetas; María Victoria
Atencia, poetisa; Enrique Baena y Julio Neira, filólogos; Clara Martínez Mesa,
investigadora; Juan Benítez, catedrático de Literatura; Laura Frías, secretaria de
Muñoz Rojas; Allison Sinclair, hispanista; Gonzalo Anes, director de la Academia de
la Historia; Eduardo Muñoz y Lucas Muñoz, hijo y nieto, respectivamente, de José
Antonio Muñoz Rojas; Sharon Smith, amiga del poeta; Francisco Torres, editor;
Rafael Ballesteros, escritor; Jesús Martínez Labrador, escultor. Así como la colaboración
especial del pintor José Medina Galeote y la de Antonio Carvajal, que pone
voz a varios poemas.
116
La vega de Antequera con la Peña de los
Enamorados al fondo
calles que el autor pisó en los años treinta.
Como lo ha sido pasear por las ruinas de La
Alhajuela, un auténtico paraíso 7 . Un privilegio,
hacer esta película, que sólo hubiese quedado
completo si la hubiéramos podido compartir
con él. Lástima que ya sea imposible.
Respuestas a cien años de vida
Cien años de vida dan para mucho. Antequera,
Madrid, Málaga, Cambridge o Sevilla son
algunos de sus escenarios por los que este
documental también ha paseado de la mano
del recuerdo del autor. Pero Muñoz Rojas
parece haber aprovechado al máximo todos
y cada uno de los minutos que ha vivido para
conseguir conformar una biografía tan extensa
como interesante. Y lo más increíble es que,
cada vez que se profundiza, se descubre un
nuevo aspecto sobre el Poeta que lo convierte
en esa persona tan especial a la que todos sus
amigos describen y que todos ellos adoran.
Es hablar con sus viejos compañeros y descubrir
anécdotas que lo retratan a la perfección:
desde su fuerte carácter hasta sus dotes
de seductor. Es investigar sobre sus años en
Cambridge y aprender cómo vivió una de las
épocas más intensas de la cultura en esa preciosa
ciudad inglesa mientras compartía mesa
o saludaba a Keynes, Wilson, Wittgenstein o
Moore. Es acercarse a su labor en el Banco
Urquijo para conocer historias que hablan de
su humanidad y la importantísima labor de
mecenazgo cultural que desarrolló desde Madrid
en unos años tan grises para lo cultural.
Es leer las cartas que se escribía con Vicente
Aleixandre o Dámaso Alonso para descubrir
lo enormemente culto que era Muñoz Rojas
y hasta qué punto la amistad era para él un
sacramento. Es conversar con la gente del
campo para descubrir que el Poeta era, sin
dudarlo, un hombre de campo hecho en el
campo.
El Poeta sin tiempo cuenta para hablar
de todo ello con magníficas aportaciones de
aquellos que han querido y podido aportar su
granito de arena. Son diecisiete testimonios 8
que, de una u otra manera, sirven para conocer
quién ha sido el Poeta, cuál es su impor-
9 La Gran Musaraña.
José Antonio Muñoz
Rojas. Editorial Pre-
Textos. Valencia, 1994.
Páginas 163 a 174.
tancia literaria y el porqué de esa grandeza
humana. Las respuestas se encuentran en
anécdotas, recuerdos, poemas; en el intento
de conocer su relación con el campo, con la
mujer, con su familia, con la literatura o con
Antequera. También en su humildad (o no)
frente a la publicación literaria. En su infancia
antequerana, su adolescencia madrileña, su
madurez malagueña o su retiro antequerano.
En su increíble huida a Inglaterra a bordo del
Worcester vía Gibraltar 9 . En la imposibilidad
de imponerle etiquetas literarias o adscribirlo
a cualquier generación. Respuestas que no
dejan duda en considerar a José Antonio
Muñoz Rojas un Poeta sin tiempo.
Pero un Poeta al que, a pesar de sus casi
cien años de vida, aún quedaron cosas pendientes.
«Cuando le preguntan últimamente
qué le hubiera gustado hacer, qué echa de
menos en su vida, él dice que es bailar. Lo
que más le hubiera gustado en su vida es
ser un buen bailarín». Lo contaba su hijo
Eduardo cuando su padre aún estaba con
vida. Una frase que dice mucho porque, ésa,
precisamente, es la esencia humana de José
Antonio Muñoz Rojas. Después de todo, el
Poeta lo que quería, era bailar.
El Poeta sin tiempo
El Poeta sin tiempo es una producción de El
Árbol Boca Abajo bajo la dirección de Nacho
Sánchez y Jorge Peña. Cuenta con la banda
sonora original de Adolfo Langa y José Infiesta,
así como la colaboración musical de
Miguel Poveda y Sandra Mostazo. No hay
que olvidar, por supuesto, el apoyo recibido
por parte de diversas instituciones para la
realización de este documental. La Consejería
de Cultura de la Junta de Andalucía, la Obra
Social de Unicaja, la Sociedad Estatal de Conmemoraciones
Culturales del Ministerio de
Cultura, la Diputación Provincial de Málaga,
el Centro de Tecnología de la Imagen (CTI) de
la Universidad de Málaga y el Ayuntamiento
de Antequera. Además, de una u otra manera
han colaborado con la película la empresa
Malaparte Producciones, el Teatro Cánovas de
Málaga y el Centro de Ediciones de la Diputación
Provincial de Málaga (Cedma).
Para más información sobre El Poeta sin
tiempo: www.elpoetasintiempo.es
117
J. A. Muñoz Rojas
Arturo Díez Boscovich
Poema de José Antonio Muñoz Rojas «Perdió la cabeza»,
del libro Objetos perdidos, musicado por Arturo Díez Boscovich
EL YO DE LOS
OBJETOS. Al-
gunasconsidera- ciones a propósi-
to de El acciden-
te, de Jorge Go-
m e s M i r a n d a
Antonio Lafarque
Moreno Villa, 1924-26
122
Karl Philipp Moritz por Karl
Schumann (1791)
Goethe por Georg Oswald
May (1779, grabado)
Johann Peter Eckermann por
Johann Joseph
Sobre los objetos
A Rafael Fombellida y José Andújar
... el honor de estar entre las cosas.
Carlos Marzal
Jorge gomes miranda (oporto, 1965), poeta,
crítico y traductor muy ligado a la literatura española por
sus ensayos y artículos sobre la obra de los hermanos Machado,
Cernuda, Brines, Gil de Biedma y Aleixandre, entre otros,
ha visto publicado su libro El accidente (Quálea, 2009), en edición
bilingüe con traducción de José Ángel Cilleruelo. Este admirable poemario
impreso originalmente en Lisboa en 2007 se inscribe en una tradición milenaria:
hacer de los objetos el centro de atención creativa. Gomes Miranda
ha ido más lejos, ha conseguido abrir una nueva ruta de exploración.
Desde la Antigüedad hasta el presente los objetos han sido motivo de
deseo y desvelo de arqueólogos, escritores, pintores, filósofos, psicólogos,
escultores, fotógrafos…, por lo general en calidad de espectadores mudos
y, en menor medida, como parlantes, verdaderos testigos con voz y opinión
propias, altavoces que convierten en señales audibles —palabras— la
información sensorial dispersa en el ambiente.
El prerromántico alemán Karl Philipp Moritz, discípulo de Goethe,
manifestó por boca de su personaje Andreas Hartknopf, en la novela autobiográfica
homónima, «sentirse muy seguro en el conjunto de las cosas» 1 ,
debido con bastante probabilidad a que su vida fue un continuo sobresalto
material y moral que acabó trágicamente por tuberculosis a los 36 años,
tras haber sobrevivido a un intento de suicidio. Las cosas materiales le
ofrecieron un refugio que no halló en el entorno familiar durante la niñez
y una perspectiva evocadora capaz de dar «una oscura noticia de nuestra
vida entera, y quizá de nuestra existencia» 2 .
El desmesurado anhelo de sabiduría que atesoraba Goethe —escritor,
abogado, filósofo, científico interesado en la medicina, la geología y la
óptica— le facilitó discurrir acerca de las cosas. En 1797 emprende viaje
a Suiza junto a su íntimo amigo el pintor Johann Heinrich Meyer, quien
años después dirigiría la Academia de Pintura de Weimar. Hablaron del
papel de los objetos en las artes plásticas y a finales de 1823 recuerda esa
conversación con su secretario Johann Peter Ec-
1 Karl Philipp Moritz, Andreas
Hartknopf. I. Alegoría, 1785; citado por
Albert Béguin, El alma romántica y el
sueño, trad. de Mario Monteforte Toledo,
México, Fondo de Cultura Económica,
1954, p. 66.
2 Ibid., p. 67.
3 Johann Peter Eckermann, Conversaciones
con Goethe en los últimos años
de su vida, trad. de José Pérez Bances,
Madrid, Espasa-Calpe, 1943, p. 76.
4 Albert Béguin, op. cit., p. 89.
kermann, y sentencia: «¿Y qué otra cosa hay más
importante que los objetos? La teoría del arte
nada vale sin ellos» 3 . Tan categórica afirmación
pone de manifiesto la pretensión de representar
lo universal en lo elemental y, asimismo, evidencia
una concepción estética del arte concordante
con el temperamento metódico de Goethe, de
quien Albert Béguin dijo que «se inclina sobre las
formas concretas con mayor placer que sobre su
significado» 4 . El autor de Las afinidades electivas
Charles Baudelaire
(foto Nadar)
Stéphane Mallarmé
(foto Nadar)
5 Donald A. Norman,
La psicología de los objetos
cotidianos, trad. de Fernando
Santos Fontela, Donostia, Nerea,
2006, p. 26.
6 Irving Biederman,
«Recognition-by-components:
A theory of human image understanding»,
en Psychological
Review, vol. 94, nº 2, abril
1987, pp. 115-147.
se sentía subyugado por los
objetos, como lo demuestran
los fondos del museo que
lleva su nombre en Düsseldorf.
La colección reúne unas
cincuenta mil piezas de las
que se exponen mil entre
medallas, cartas, porcelanas,
bustos, vasos...
Al parecer una parte importante
de esa cantidad perteneció
a Goethe. A primera vista se diría que
es excesiva para una vivienda. Sin embargo,
Donald Norman, especialista en psicología
cognitiva y profesor emérito de la Universidad
de California, tras efectuar un recuento opina
que «el número de objetos cotidianos es
asombroso, quizá veinte mil […] Hay lámparas,
bombillas y enchufes; apliques y tornillos;
relojes de pulsera, despertadores y correas
de reloj. Hay cosas para escribir […] Hay artículos
de vestir con diferentes funciones,
aperturas y solapas. Observemos la
diversidad de materiales y piezas.
Observemos la variedad de cierres:
botones, cremalleras, automáticos,
cordones. Contemplemos
todos los muebles y utensilios
para comer: tantísimos
detalles, cada uno de los cuales
sirve alguna función en cuanto
a fabricación, utilización o aspecto.
Observemos el lugar donde
trabajamos. Hay clips,
tijeras, cuadernos,
revistas, libros […]
Además, muchos de los objetos están hechos
de muchas piezas» 5 . Vista así, la cifra empieza
a tener sentido aunque se queda corta para
Irving Biederman. Este psicólogo especializado
en el estudio de la percepción y director
del Laboratorio de Interpretación de Imágenes
de la Universidad del Sur de California, calcula
que existen aproximadamente treinta mil objetos
distinguibles por las personas adultas 6 . A
pesar de las referencias científicas el número
en abstracto causa asombro y da que pensar
sobre el tiempo empleado, de modo no consciente,
en su contemplación, percepción y
conocimiento.
Los poetas no podían ser ajenos al asunto.
Listar los nombres que han fijado su mirada
en las cosas sería interminable. Charles
Baudelaire, que comparecerá varias veces en
estas páginas, equipó de alma a determinados
objetos. Por una estrofa de «Invitación
al viaje» (Las flores del mal, 1857) desfilan
muebles y espejos capacitados para hablar en
la intimidad al alma humana, de igual a igual.
En la versión homónima en prosa, aparecida
en Le Présent en agosto de 1857, Baudelaire se
aparta de la concisión exhibida en verso y describe
idénticos muebles por algunos detalles
de diseño (cajones y cerraduras recónditas)
que sólo ostentan los secrétaires, lo que le
sirve para completar la metáfora con el alma
humana. Los espejos, los mismos muebles y
los objetos decorativos entonan una sinfonía
silente y desprenden una fragancia oriental
que envuelve a la habitación en un ambiente
seductor y propicio a la confidencia. Sin estos
detalles de los objetos no ha lugar al viaje de
los amantes.
Cuando el periodista francés Jules Huret,
mediante una encuesta para L’Écho de
Paris, solicitó la opinión sobre la evolución
de la literatura a sesenta y cuatro escritores
(Goncourt, Zola, Huysmans, Anatole France,
Verlaine, Maeterlinck, Leconte de Lisle,
Maupassant...), acaso no imaginó que las
respuestas de Stéphane Mallarmé encerrarían
una poética de inestimable valor. En poco
más de una página Mallarmé, incorporado
al capítulo dedicado a los simbolistas y decadentes,
se sacude con elegancia el polvo
parnasiano: «Siempre debe haber enigma en
123
124
Manuscrito de O Guardador de
Rebanhos
Fernando Pessoa
la poesía. El fin de la literatura —no existen otras metas— es evocar los
objetos» 7 . Evocar susurrando, llamando en voz baja para no despertar al
objeto, pues «nombrar un objeto es suprimir las tres cuartas partes del
goce del poema, que está hecho de la satisfacción de ir adivinándolo poco
a poco; sugerirlo, he ahí el sueño. El uso perfecto de ese misterio constituye
el símbolo: evocar paso a paso un objeto para mostrar un estado
de alma o, al contrario, elegir un objeto y liberar de él un estado de alma
mediante una serie de averiguaciones» 8 . Interesa, pues, la esencia de las
cosas, el precipitado que decanta tras la dilución de las formas a medida
que la palabra nombra. Javier del Prado, estudioso de Mallarmé, comenta
al respecto que la difuminación del objeto en el texto responde al «juego
de analogías imaginarias que tiene para la experiencia del creador» y que
éste «pretende recrear en la conciencia del lector» 9 . Pero no todo empieza
y termina ahí. Añadamos que se trata de la verdadera libertad de creación
que inmiscuye como copartícipe al lector. Inmediatamente antes de la
reflexión sobre los objetos y los estados de alma, Mallarmé reprocha a los
parnasianos su nula capacidad de sorpresa al mostrar las cosas tal cual
aparentan ser. En la época el lector quedaba fuera del juego, ciego para
ver más allá del texto, sin alas la imaginación para despegar de la página
escrita. La supremacía del lenguaje sobre la evidencia facilita el revelado
de la cara oculta de los objetos, del yo de las cosas encubierto detrás de la
fisonomía y que sale a la luz por obra del poeta. Las especulaciones alrededor
de las influencias de las analogías del autor sobre la sensibilidad de
los lectores las cerró Mallarmé en 1864 al escribir el breve e indispensable
«El demonio de la analogía».
En España, un implorante Juan Ramón Jiménez pide al conocimiento
capacidad creativa, nombrar y fundar al unísono: «¡Intelijencia, dame /
el nombre exacto de las cosas!» (Eternidades, 1918). El anhelo de que la
palabra no sólo represente sino que también sea la cosa en sí involucra al
alma, principio de movimiento e identidad de variadas religiones y filosofías.
Las cosas de Juan Ramón Jiménez son algo más que simples objetos,
interpretación que enlaza con los pensamientos relativos al asunto escritos
por sus contemporáneos. Sin ir más lejos, Fernando Pessoa —compañía
frecuentada por Gomes Miranda— retoma la tesis de Baudelaire:
«Donde hay forma hay alma […] no hay error humano, ni literario, en
atribuir alma a las cosas que llamamos inanimadas. Ser una cosa es ser
objeto de una atribución» 10 . Pessoa apura el comentario hasta la médula
pues dinamita la creencia secular concerniente a la inanimidad de los
objetos y busca un horizonte de certeza: la escritura, ese lugar donde se
7 Jules Huret, Enquête sur l’évolution littéraire,
Paris, Bibliothèque Charpentier, 1891, p. 61.
8 Ibid., p. 60.
9 Javier del Prado, «Estudio previo», en Stéphane
Mallarmé, Prosas, ed. de Javier del Prado y José
Antonio Millán, Madrid, Alfaguara, 1987, p. XXI.
10 Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, trad.
de Perfecto E. Cuadrado, Barcelona, Acantilado, 2006,
p. 73.
11 Fernando Pessoa, Poesía completa de Alberto
Caeiro, ed. de Manuel Moya, Barcelona, DVD, 2009,
p. 117.
12 Ibid., p. 117.
siente amparado por sus heterónimos. Uno
de ellos, Alberto Caeiro, se preguntaba en
El guardador de rebaños, iniciado en 1914:
«¿Dónde está el misterio de las cosas?» 11 ,
duda previsible del Pessoa ortónimo, el creyente
animista interesado por el esoterismo,
pero Caeiro, más apegado al mundo tangible,
se muestra escéptico y rotundo a la vez: «las
cosas no tienen significado, sino existencia.
/ Las cosas son el único sentido oculto de
las cosas» 12 . Conocer su existencia resulta
Jean Baudrillard
Anne Michaels
Chema Madoz (1999 y 2001)
13 Ibid., p. 117.
14 Jean Baudrillard, El sistema de los objetos,
trad. de Francisco González Aramburu, México,
Siglo XXI, 1969, p. 27.
15 Ibid., pp. 50-51.
16 Anne Michaels, «Lago Two Rivers», en
El peso de las naranjas & Miner’s Pond, trad. de
Jaime Priede, Madrid, Bartleby, 2001, p. 15.
17 Roberto Juarroz, Poesía y realidad, Valencia,
Pre-Textos, 2000, p. 40.
tan suficiente que ironiza en torno a los razonamientos de los filósofos y
las fantasías de los poetas en sus intentos de explicar lo que no necesita
pensarse. Basta mirar y fundirse con el fluir natural: «Siempre que miro
las cosas y pienso en lo que los hombres piensan de ellas, / río como el
regato que suena fresco en una piedra» 13 .
Se ha llegado a apuntar que los objetos modifican la conducta humana.
Jean Baudrillard dedicó la tesis doctoral al tema. En El sistema de los
objetos posa la mirada en el significado de las cosas cotidianas. Para el
filósofo y sociólogo francés poseen capacidad de comunicación más allá
del sentido práctico pues son «vaso de lo imaginario» 14 . Y añade: «si se
observan de cerca los muebles y los objetos contemporáneos se ve que
conversan ya con el mismo talento que el que mostrarán los invitados» 15 .
Llama la atención la contundencia aseverativa en torno a las capacidades
de los elementos decorativos, pero igualmente resulta curiosa la referencia
a lo imaginario porque puede entenderse como la entrada a lo sensorial.
Si, de forma voluntaria o involuntaria, depositamos en las cosas parte de
nuestra sensibilidad estamos tendiendo puentes entre la fisicidad del objeto
y el espíritu poético que mueve una parte de nuestra facultad sensitiva.
Puentes de doble dirección. Por una circula Baudrillard con su hipótesis;
en sentido contrario, la canadiense Anne Michaels testimonia el poder de
penetración de la mirada en la materia, la influencia de las personas sobre
los objetos: «Cuanto más miras una cosa, / más se transforma» 16 . Parece
fotógrafa antes que poeta.
Y poeta antes que fotógrafo aparenta ser
Chema Madoz. Con su inconfundible estilo, este
genio de la metáfora visual sublima los objetos
hasta convertirlos en iconos poéticos y, respetando
esencia y morfología, descubre significados
y funcionalidades impensables a primera vista:
una pipa con el conducto del humo agujereado
resulta un saxofón; unas tijeras de manicura suspendidas
en el aire, un Concorde despegando;
una rejilla del alcantarillado, un escurreplatos.
Madoz escribe con la mirada y reordena nuestros
imaginarios. Sus fotografías, desnudas de
acompañamientos efectistas, simulan acertijos o
simpáticas bromas, pero de inmediato el espectador
siente el vértigo ante lo desconocido. Sin
remedio, se balancea entre la realidad y la ficción, territorios colindantes
que comparten frontera con una tierra de nadie: el sueño. Los objetos de
Madoz están en ese no-lugar tan rico en significados.
Roberto Juarroz busca ubicación para ellos en un lugar abstracto: «el
espacio de las cosas / es uno solo» (Poesía vertical, 1965), pues considera
que el contorno de los objetos delimita el sitio inaccesible, reservado exclusivamente
a ellos, donde conviven. Juarroz afina las consideraciones de
Caeiro sobre la objetiva existencia temporal de las cosas, confiriéndoles
la unidad espacio-temporal que les permite sobrevivir, en apariencia, sin
desgaste. Importa sobremanera acercarlas a nuestro entorno para enriquecernos
descubriendo su «otro lado […] lo que parecía no ser» 17 , sin dejarnos
engañar por las apariencias o por los nombres. En lo que de genérico
125
126
M. C. Escher Sky and water I (1938,
xilografía en dos tintas)
Oscar Reutersvärd Opus 1, 1934
Jacques Carleman Herramientas
prehistóricas de sílex
P, H y T de Alphabet rendeZvous de Tsuneo Taniuchi, 1981
Miwa Miwa Imposible alphabet, 2005
18 Bruno d’Amore,
«Oscar Reutersvärd», en
Relieme, vol. 8, nº 3, noviembre
2005, pp. 379-382.
tienen está su valor de comunicación, y en lo
que ocultan, su valor poético.
En ese lugar abstracto de Juarroz cabrían
los denominados objetos imposibles, figuras
imaginarias cuya plasmación acontece sobre
el papel porque sus tres dimensiones son
reales sólo en la imaginación. Han sido pasto
de juegos matemáticos y siguen cautivando
por su natural imposibilidad de ser. Están
sobre el plano, nada más. Su existencia es
pura geometría. El sueco Oscar Reutersvärd,
pionero en este campo, imaginó más de dos
mil quinientos, el primero de los cuales fue
«Opus 1» (1934), un triángulo formado por
pequeños cubos que tiene el mismo número
de lados y perspectivas y todas resultan ser
falsas. Al mirarlo el cerebro intenta acomodar
aquello que la vista rechaza 18 . La popularidad
de estos objetos se debe al artista holandés
Maurits Cornelis Escher, conocido como M.
C. Escher, cuyos macizos dibujos y litografías
fueron y siguen siendo reproducidos hasta la
saciedad. Cansado de tantas copias ilegales,
al final de su vida creativa destruyó planchas
y originales. Calificó su obra como un divertimento:
«Todos mis trabajos son juegos.
Juegos serios». Menor formalidad exhibe
Jacques Carelman, pintor, escultor e ilustrador
marsellés, autor del Catálogo de objetos
imposibles (1969) que parodia los utensilios
cotidianos, rebajándolos con sarcasmo hasta
la disfuncionalidad absoluta, como la cafetera
con asa y boquilla de salida en la misma vertical.
Diríamos que se trata de un surrealismo
intrascendente. Para él se ha acuñado el término
gag-art.
Aplicando la imaginación a los elementos
de la escritura con un sentido lúdico, algunos
artistas han dado una vuelta de tuerca a
los objetos imposibles. El alfabeto romano,
en apariencia tridimensional, del japonés
Tsuneo Taniuchi («Alphabet rendeZvous»,
1981) recuerda un rompecabezas o un mecano
de la caligrafía porque las piezas son paralelepípedos
perfilados que combinan entre sí
de modo insólito formando letras siamesas.
Sobre fondo negro las aristas blancas flotan
ingrávidas mientras la mirada procura separar
cada unidad y aislarla mentalmente. El italiano
Ferrario, el sueco Malmgreen, el japonés
La A del alfabeto imposible
de Vicente Meavilla
Martin Heidegger
Paul Valéry
19 Paul Valéry, «Stéphane Mallarmé», en
Estudios literarios, trad. de Juan Carlos Díaz de
Atauri, Madrid, Visor Distribuciones, 1995, p.
247. 20 Vicente Lull, Los objetos distinguidos.
La arqueología como excusa, Barcelona, Bellaterra,
2007, p. 150.
21 Michel Foucault, Las palabras y las
cosas. Una arqueología de las ciencias, trad. de
Elsa Cecilia Frost, México, Siglo XXI, 1971, pp.
122-123.
Miwa Miwa y el menorquín Vicente Meavilla han firmado otros alfabetos
imposibles.
No debe extrañar que las letras reciban tratamiento de objetos. Mallarmé
consideraba insuficiente encontrar una palabra o una expresión
deslumbrantes e incluirlas, sin más, en el texto, por lo que insinuó que
el escritor debe tallar las palabras como si fueran piedras preciosas. De
otra manera, ofrecer equilibradamente la gema y su brillo. Valéry, en una
conferencia dictada en enero de 1933 en la Université des Annales, precisamente
sobre Mallarmé, refiriéndose a las limitaciones de la construcción
poética dijo que la poesía «lo único que puede hacer, y a muy duras penas,
es ordenar a su arbitrio las palabras, las formas, los objetos de la prosa» 19 .
Tan singular apunte permite considerar a las palabras objetos del lenguaje
y siguiendo hacia atrás el razonamiento, las letras serían los objetos de las
palabras. La comparativa tiene razón de ser pues los objetos se insertan
en un contexto o en un sistema fuera del cual funcionan de otra forma,
aun manteniendo su composición, estructura y mecanismo de puesta en
acción. «Todo objeto se inserta en una secuencia de implicaciones, como
las letras en una palabra. Un ligero cambio de ubicación (r/o/s/a por
r/o/t/a o por r/i/s/a) transforma el sentido» 20 . La filosofía del lenguaje
ha estudiado en profundidad la conexión entre las palabras (el lenguaje)
y las cosas (el objeto hablado), empezando por el intento de asegurar el
conocimiento de lo objetivo desde la palabra. Foucault investigó estas conexiones
desde el estado más primitivo, cuando las palabras no eran sino
sonidos que guardaban parecido con el objeto que deseaban designar sin
llegar a formular una verdadera escritura. Ésta comienza cuando el lenguaje
va más lejos de la simple nominación y hablar
o escribir «es encaminarse hacia el acto soberano
de la denominación, ir, a través del lenguaje, justo
hasta el lugar en el que las cosas y las palabras se
anulan en su esencia común y que permite darles
un nombre» 21 . Heidegger afirmó que el objeto
adquiere entidad al ser nombrado con exactitud y
para Wittgenstein aquel es la significación cabal del
nombre. El filósofo Fernando Montero asegura que
«se ha objetivado el lenguaje, creando metalengua-
127
128
jes que versan sobre el lenguaje de objetos
como si fuese un nuevo objeto. Pero con ello
se ha sacrificado a los auténticos objetos,
aquellos sobre los que incide el lenguaje en
uso en nuestra vida cotidiana y científica» 22 .
Quizá los poetas permanezcan ajenos a estas
controversias —ya leímos al comienzo los
versos de Caeiro—, a este vano esfuerzo por
objetivar las cosas que deja en segundo término
la capacidad de intervención de las personas
y, por tanto, la subjetividad inherente a
toda actuación humana.
Consideramos, por lo general, que el valor
de un objeto es directamente proporcional a
su utilidad y por eso nuestra relación con ellos
aparenta fluir en una dirección. Desde que
irrumpieron los objetos técnicos de carácter
utilitario el transcurrir habitual ha resultado
más cómodo aunque más dependiente. Las
expectativas se han convertido en necesidades.
Las averías de electrodomésticos, ordenadores
personales o vehículos causan trastornos
organizativos en nuestras cronometradas
vidas. Si la técnica menoscaba la relación
originaria con los objetos estamos atrapados
por éstos. El problema fue analizado por Heidegger
hace más de cincuenta años. Propuso
aceptar los servicios que prestan a la vez que
nos mantenemos tan libres que podamos
desecharlos, mirarlos como objetos que son:
«Quisiera denominar esta actitud que dice
simultáneamente sí y no al mundo técnico con
una antigua palabra: la Serenidad para con las
cosas» 23 .
22 Fernando Montero, Objetos y palabras,
Valencia, Fernando Torres editor, 1976,
p. 96.
23 Martin Heidegger, «Serenidad», en
Serenidad, versión de Yves Zimmermann,
Barcelona, Ediciones del Serbal, 1994, p. 27.
24 Bertolt Brecht, Poemas y canciones,
versión de Jesús López Pacheco, Madrid,
Alianza, 1979, pp. 62-63.
Bertolt Brecht
En menor medida se toma en consideración
el valor intelectual, emocional o subjetivo
de los objetos, es decir, las sensaciones que
provocan. Si Hegel apostó por la utilidad
como sentido único, por fortuna Goethe, Pessoa,
Baudrillard o Madoz se interesaron por
indagar y crear despreocupándose de la utilidad
inmediata. Pusieron el talento creador al
servicio de las cosas cuando, por norma, son
éstas las que nos prestan beneficios. Pienso
que no se han arrepentido. Al fin y al cabo, el
roce continuado genera confianza e incluso
cariño. Bertolt Brecht sintió apego a los objetos,
mayor cuanto más ajados estaban. Leyendo
«De todos los objetos» imaginamos que
vasijas, cuchillos y tenedores, gastados por el
tiempo y el uso, llegaron a alcanzar la categoría
de ancianos familiares que prestan su
sabiduría y a cambio reciben el afecto que les
mantiene con vida: «se han hecho preciosos
/ porque han sido apreciados muchas veces /
[...] / Todas estas cosas / me hacen feliz» 24 .
Marcel Duchamp y su Rueda de bibicleta André Breton en 1930 Lautréamont
El surrealismo y los objetos
En 1913 Marcel Duchamp ensambla Rueda
de bicicleta, un taburete de cocina sobre el
que coloca bocabajo la rueda de una bicicleta.
Nace el ready-made, aunque en puridad
el primer ready-made fue la pala quitanieve
colgada del techo y rotulada «In Advance of
the Broken Arm», de 1915. Estas composiciones
responden a la pregunta formulada por el
propio Duchamp: «¿Se pueden hacer obras de
arte que no sean de arte?». La provocación reside
en apropiarse de la realidad sin transformarla
y voltear la tradición con la complicidad
del espectador, al que se exige una actitud renovada
frente a una obra compuesta por uno
o varios objetos sencillos descontextualizados
y desfuncionalizados porque son reducidos
al grado cero de su significado tradicional.
Las percepciones del espectador revalorizan
y encuentran nuevos significados a esos objetos
alterados en su estatus elemental. Así,
las sensaciones son ajenas al clásico concepto
de belleza inherente al arte.
No en vano para Vicente Lull
«la estética es el último factor
que nos proporcionan los objetos»
25 . Duchamp resacralizó
los objetos recuperando para
ellos el aura perdida en aras del
utilitarismo. Rueda de bicicleta
provocó bastante controversia,
25 Vicente Lull, op. cit.,
p. 206.
26 Rosa Fernández
Urtasun, «La poética de Lautréamont
y la escritura vanguardista»,
en Thélème, nº 14,
1999, p. 59.
incluso dentro del círculo surrealista, pero dio
pie a una corriente creativa que tomó impulso
tras la publicación del Segundo manifiesto del
surrealismo en 1930 y tuvo soporte teórico en
la conferencia «Situación surrealista del objeto.
Situación del objeto surrealista» dictada
por André Breton en Praga en 1935, a donde
acudió invitado por el grupo surrealista checo.
Todos estos movimientos culminaron en la
Exposición Surrealista de Objetos, celebrada
en mayo de 1936 en la galería Charles Ratton
de París, donde se pudieron contemplar objetos
encontrados, objetos perturbados, objetos
matemáticos... firmados por Giacometti, Arp,
Dalí, Duchamp, Ernst, Oppenheim, Magritte,
Man Ray y otros. Fue un adelanto de la gran
Exposición Internacional del Surrealismo, también
en París, dos años después.
¿Dónde se localiza el germen del objeto
surrealista? En 1919 Breton rescata para su
revista Littérature las Poesías de Lautréamont,
tras haberlas manuscrito del original conservado
en la Biblioteca Nacional de Francia 26 .
A partir de su muerte en 1870
Isidore Lucien Ducasse, conde
de Lautréamont, había caído en
el olvido. Un año antes costeó
de su propio bolsillo la primera
edición completa de Los
Cantos de Maldoror, que fue
secuestrada de inmediato con
excepción de apenas una vein-
129
27 Lautréamont, Los
Cantos de Maldoror, ed. de
Manuel Serrat Crespo, Madrid,
Cátedra, 2008, p. 295.
28 Charles Baudelaire,
El Spleen de París (Pequeños
poemas en prosa), edición de
Manuel Neila, Sevilla, Espuela
de Plata, 2009, p. 41.
130
Vista parcial de la Exposición Surrealista de
Objetos. Foto: Man Ray
tena de ejemplares que quedaron en poder
del autor. Hubo de pasar medio siglo hasta
que André Breton se fijara en su obra y figura.
Desde esa fecha, 1919, Breton se lanza a sus
brazos y lo entrona como huésped principal
de su Parnaso. Glosará su poética inclusive en
«El surrealismo en sus obras vivas» (1953), el
último escrito importante sobre el movimiento
literario y artístico que abanderó hasta la
muerte. Para los surrealistas la personalidad
y obra del montevideano supusieron no sólo
el engarce con la tradición romántica maldita
sino la adopción de una guía intelectual.
Aparte del compromiso con la cara no visible
de la realidad, el desprecio hacia el orden
instituido, la insumisión literaria y el odio a la
divinidad que profesaba Lautréamont, a Breton
le fascinó un fragmento del Canto Sexto,
aquel en el que Maldoror tras ver a un joven
cuya silueta se pierde al anochecer en dirección
a los bulevares, dice de él que es bello
«sobre todo, como el encuentro fortuito de
una máquina de coser y un paraguas en una
mesa de disección» 27 . La extraordinaria imagen
esconde el genoma del objeto surrealista.
Resulta una anticipación de los cadáveres
exquisitos, una trampa que seduce al lector en
medio de una estrofa con tintes de literatura
popular. Parte de la fascinación reside en ese
sobre todo que cierra una cadena de comparaciones
zoomórficas y anatómicas referidas
a la hermosura del joven, y da ventaja a la
frialdad metálica de los objetos frente a la calidez
orgánica y casi mórbida de los términos
precedentes (aves de rapiña, llagas, músculos,
roedores). La ambientación nocturna nos traslada
a territorios oníricos, únicos lugares don-
Óscar Domínguez Máquina de coser electrosexual
(1934, óleo sobre lienzo)
de puede nacer una asociación de este calibre
y la fantasía no tolera limitaciones. Aparentemente,
los objetos de Maldoror estarían hermanados
con la esgrima, actividad deportiva
del joven en cuestión: la mesa sería la pista,
el paraguas se referiría al arma y la máquina
de coser restañaría las heridas. Pero las analogías
toman el camino que cada lector quiera
emprender, independientemente del trazado
diseñado por el autor. Por qué no pensar que
el paraguas es un parapeto contra la lógica
racional o convencional. Y la metafórica máquina
de coser, ¿acaso no usa los hilos de las
correspondencias para engarzar palabras e
imágenes de diversa procedencia? ¿Dónde se
diseccionan, estudian y recomponen mejor las
ideas y los textos que sobre la aséptica mesa
del escritor? Max Ernst imaginó que la mesa
era una cama donde se apareaban el paraguas
y la máquina. En idéntica onda, el tinerfeño
Óscar Domínguez —que participó en la Exposición
Surrealista de Objetos— se inspiró en
la cosedora mecánica para pintar en 1934 su
obra más elogiada: Máquina de coser electrosexual.
Por la misma época, Baudelaire también
fantaseaba con los objetos en las regiones de
la alucinación: «Los muebles […] están dotados
de una vida sonambulesca, como el vegetal
y el animal. Las telas hablan una lengua
muda, como las flores, como los cielos, como
las puestas de sol» 28 . Este fragmento de «La
Original del
Manifiesto
surrealista
29 Roberto Calasso,
«Elucubraciones de un asesino
en serie», en La literatura
y los dioses, trad. de Edgardo
Dobry, Barcelona, Anagrama,
2002, p. 82.
30 Ibid., p. 83.
31 Manuel Serrat Crespo,
«El hermano de la sanguijuela»,
en Lautréamont, op.
cit., p. 13.
32 Charles Baudelaire,
op. cit., p. 102.
33 André Breton, Manifiestos
del surrealismo, trad.
Andrés Bosch, Barcelona,
Labor, 1995, p. 54.
34 Le Surréalisme,
même, nº 1, otoño 1957, pp.
62-69.
35 Gérard Durozoi y
Bernard Lecherbonnier, El
surrealismo, trad. de Josep
Elias, Madrid, Guadarrama,
1974, p. 139.
36 André Breton, op.
cit., p. 302.
habitación doble»,
poema en prosa
publicado en La
Presse en agosto
de 1862, no es una
reflexión sobre
los objetos sino
sobre el tiempo
y la muerte, pero
Baudelaire los utiliza para cotejar la dulce realidad
manipulada por el láudano con el hastío
diario. ¿Leyó Lautréamont a Baudelaire? Sin
duda, pues no le faltó oportunidad temporal
ya que el creador de Maldoror llega a París
en otoño de 1867, apenas días después de la
muerte del francés. Además, Lautréamont,
voraz lector, hace referencia en sus poemas a
Baudelaire con el calificativo de «el morboso
amante de la Venus hotentota» 29 y dice que
ha leído a «los chupatintas funestos» 30 , entre
los cuales incluye al flâneur parisino. Asimismo,
en enero de 1870, pidió por carta a su
editor que le remitiera un ejemplar del Suplemento
a las poesías de Baudelaire 31 . Todo
esto a cuento de «Las tentaciones o Eros,
Pluto y la gloria», otro poema en prosa publicado
en junio de 1863 en Revue Nationale et
Étrangèr, donde la descripción de la túnica de
un diablo parece, en términos figurativos, un
antecedente del fragmento comentado de Los
Cantos. La túnica se recoge con una serpiente
a modo de cinturón, del cual «colgaba, alternando
con frascos colmados de siniestros licores,
cuchillos resplandecientes e instrumentos
de cirugía» 32 . El diablo porta en su mano
derecha un frasco de sangre que ofrece como
reconfortante, y en la izquierda un violín.
Baudelaire vació armas blancas e instrumental
médico para que Lautréamont probase la agudeza
de los filos en la carne de los seres vivos
y en la conciencia de las gentes. Casualidad o
consecuencia, el caso es que no resulta descabellado
afirmar que ambos compartieron
un certain regard en los años en que París,
entregada al mito del progreso, soportaba
transformaciones urbanísticas y sociales de
hondo calado y toda Francia se veía envuelta
en un debate literario y artístico.
En el Manifiesto del surrealismo (1924),
Breton apunta el vínculo espiritual de las
personas con los objetos. Cuando habla del
lenguaje en libertad como herramienta de
aprendizaje se refiere a los actos propios del
conocimiento inter pares, y también a una
percepción universal más enriquecedora que
engloba el trato con los objetos, es decir,
«la conciencia poética de las cosas» 33 . La
gran afición a las piedras le llevó a escribir
«Langue des pierres» 34 , cuyo párrafo final es
muy sugerente porque el autor de Los vasos
comunicantes no se anda con ambages e
invita a todos los interesados a afinar el oído
para escuchar a las piedras conversar entre
sí, con un lenguaje perdido en la noche de
los tiempos que parece mantenerse vivo para
transmitir enseñanzas ocultas. Una pauta de
comportamiento próxima a la magia o a los
rituales antiguos porque el objeto procede
como intermediario y Breton espera de él
«una revelación» 35 , más luminosa cuanto
menos se parezcan los objetos confrontados,
al igual que con la práctica de los juegos los
cadáveres exquisitos y el uno en el otro. Con
este último los surrealistas querían demostrar
la posibilidad de encontrar mentalmente un
objeto escondido a partir de la información
procedente de otro objeto conocido distinto
a aquel, utilizando imágenes superpuestas.
Algo parecido a la actividad crítico-paranoica
que permite, decía Dalí, «obtener una imagen
doble, es decir, la representación de un objeto
que, sin la menor modificación figurativa o
anatómica, sea al mismo tiempo la representación
de otro objeto absolutamente diferente»
36 , gracias a la habilidad del pensamiento
para enlazar secuencialmente semejanzas y
coincidencias. Es factible alargar el proceso
para obtener por superposición terceras, cuartas
o más imágenes. En similares términos,
Max Ernst apostilló que los objetos surrealistas
son realidades de inexplorada belleza que
nacen del encuentro imprevisto entre situaciones
diferentes.
Estas correlaciones iconográficas y conexiones
psíquicas, al modo de un sueño,
evocan la misión visionaria de los poetas en
su afán de traspasar la realidad. Los surrealistas
pretendían que los objetos guardaran fiel
paralelismo con las ensoñaciones y los vagabundeos
del espíritu. Cirlot manifestó que el
131
132
Francis Ponge
surrealismo pretende captar lo espiritual del
objeto. Gómez de la Serna, otro excéntrico de
las cosas del que más adelante nos ocuparemos,
plasmó este deseo en una greguería: «El
sueño es un depósito de objetos extraviados».
Y Breton aunó ambas ideas al proponer en
1924 materializar los objetos entrevistos en
sueños, tan grande fue la fascinación por éstos,
en su «Introducción al discurso sobre la
poca realidad» 37 , donde cuenta que percibió
un libro cuyas páginas eran de lana negra y
el lomo estaba cubierto por un gnomo de
madera de larga barba blanca. La suma de un
recuerdo onírico y una emoción consciente
daría lugar al objeto surrealista. Al plasmar las
cosas soñadas se reconoce vida en ellas y se
otorga carta de razón al sueño. Puede entenderse
como una herencia de los románticos.
Novalis, por ejemplo, asimiló el genio a «la
facultad de hablar de los objetos imaginarios
como si fueran reales» 38 , al creer que durante
el sueño el alma penetraba en los objetos
37 André Breton, Apuntar el día, trad. de Pierre
de Place, Caracas, Monte Ávila, 1974, pp. 7-23.
38 Albert Béguin, op. cit., p. 253.
39 Francis Ponge, «My creative method», en
Métodos, ed. de Silvio Mattoni, Buenos Aires, Adriana
Hidalgo editora, 2000, pp. 21-22.
40 Francis Ponge, «El clavel», en La soñadora
materia, trad. de Miguel Casado, Barcelona, Galaxia
Gutenberg/Círculo de Lectores, 2006, p. 207.
hasta identificarse en ellos con total plenitud,
razonamiento coherente con los postulados
románticos de la universalidad o el encuentro
con la unidad primigenia y la búsqueda del yo
en el inconsciente.
En aquellos años felices, Francis Ponge,
colaborador de Le Surréalisme au service de
la Révolution, aparecida en 1930 tras el Segundo
manifiesto, asomaba la cabeza por la
puerta de entrada al universo de los objetos y
en 1928 empieza a componer Le parti pris des
choses, título que es una declaración de intenciones
en toda regla y saldría editado en 1942.
Esa puerta se cierra a sus espaldas y Ponge
no saldrá prácticamente al exterior, dedicando
la mayor parte de su vida literaria a teorizar
acerca del significado de las cosas, concretar
lazos entre los mundos supuestamente incomunicados
de las cosas y las personas, usar el
lenguaje a modo de pasarela entre ellas y las
voces que las designan… Hasta tal punto que,
poeta ya consolidado, manifiesta a principios
de los sesenta, sentirse incómodo frente a las
ideas y divertirse con los objetos sin importarle
la naturaleza de éstos: «las ideas me decepcionan
[…] y la variedad de las cosas es en
realidad lo que me construye» 39 . Ante su obra
no es fácil permanecer indiferente porque los
objetos están sometidos a una disección entomológica
y a una confrontación con la palabra.
El francés aspiraba al entendimiento entre
cosas y hombres para lo cual juzgaba imprescindible
diluir el objeto en la palabra y viceversa.
¿Cómo alcanzar este punto? Utilizando el
lenguaje como una máquina de precisión, una
fresadora, por ejemplo, que trabajara las palabras
hasta dejarlas perfectamente moldeadas
y enlazadas unas con otras, de forma que
leídas u oídas conduzcan hasta la definición
inequívoca del objeto: «Responder al desafío
de las cosas al lenguaje. Por ejemplo, estos
claveles desafían al lenguaje. No pararé hasta
no haber reunido unas palabras ante cuya
lectura o audición se deba necesariamente
exclamar: se trata de algo como un clavel» 40 .
André Breton y Francis Ponge fueron la cara
y la cruz de la moneda objetual, la dupla que
aspiró a cumplimentar un logro inalcanzable:
plasmar los sueños y definir la realidad con el
lenguaje.
Ramón Gómez de la Serna en su
despacho de la calle Villanueva
41 Ramón Gómez de la Serna,
Automoribundia (1888-1948), ed. de
Celia Fernández Prieto, Madrid, Marenostrum,
2008, p. 279.
42 Ramón Gómez de la Serna,
«Las cosas y el ello», en Revista de
Occidente, nº CXXXIV, agosto 1934, pp.
190-208.
43 Ramón Gómez de la Serna,
op. cit., p. 260.
44 Ibid., p. 257.
45 Vicente Lull, op. cit., p. 22.
Las cosas de Ramón
El caso de Ramón Gómez de la Serna es paradigmático porque se sintió
cercado por las cosas desde la infancia. En Automoribundia las recuerda
apiñadas en las rinconeras del hogar cubiertas de polvo, en las casas de
sus tíos Félix y Fernando, en los bazares madrileños de finales del siglo
XIX. Y a ellas se atuvo cuando, aún joven, le llega la primera percepción de
la muerte. También recuerda que su padre se aferraba a lápices, estatuillas
y sellos para escapar de las garras del tiempo; su madre, a las alhajas.
Faltaba poco tiempo para que quedase deslumbrado por las tiendas de los
anticuarios parisinos del primer decenio del xx.
Con dieciséis años monta su primer despacho en la casa familiar y lo
engalana con cosas del Rastro —«el más permanente y laberíntico de todos
los bric-à-brac del mundo» 41 , que le inspiró la guía de igual título publicada
en 1914—, una especie de anticipo de lo que sería su sancta santorum
de escritor. Sus residencias madrileñas, en especial el torreón de la
calle Velázquez y el piso de calle Villanueva y, por último, la bonaerense de
calle Hipólito Yrigoyen —cuyo despacho fue donado por Luisa Sofovich al
Ayuntamiento de Madrid e instalado, a instancias de Juan Manuel Bonet,
en la colección permanente del Museo Reina Sofía desde 2002 hasta la
ampliación del edificio—, debieron parecer almacenes de chamarileros o
los colmados estudios de algunos pintores, Bacon por ejemplo. Le gustaba
ver las cosas amontonadas, como si formaran un rebaño y él las pastoreara.
Para que no quedasen dudas al respecto se declaró su protector 42 .
Las paredes estaban tapizadas de fotografías, reproducciones de obras
artísticas, carteles, estampas religiosas, relojes, caretas, recortes de periódicos.
En lugar preferente del despacho, el retrato que le hizo Diego
Rivera en 1915 y, empotrada, «una auténtica lápida de cementerio» 43 , in
memoriam de una joven fallecida a la edad de dieciocho años con la que
no guardaba parentesco ni conocimiento alguno. De los techos pendían
cometas de papel, pelotas de goma, pájaros de cerámica y una asombrosa
multitud de bolas de cristal —«tendré más de mil, y al irlas colocando he
pensado en el inmenso y mágico esfuerzo del creador al colocar las estrellas»
44 —, que convida a pensar en Gómez de la Serna como el cosmólogo
de las cosas. En la mesa de trabajo y en las estanterías había libros,
pisapapeles, pipas, lápices, estatuillas, una codorniz de reclamo, pistolas,
cajas de música, estilográficas, un globo terráqueo, matrioskas. En pasillos
y estancias, bargueños, velones, cornucopias y una chimenea encontrada
durante un paseo nocturno. Sentó en el sofá de la entrada a una maniquí
de cera de tamaño natural lujosamente vestida, dispuso de un micrófono
con enlace telefónico directo con la emisora Unión Radio para emitir sus
crónicas y, el colmo, hizo instalar un farol de gas con suministro que encendía
con el chuzo de un farolero jubilado.
En apariencia todo estaba manga por hombro, con un orden atípico
pero capaz pues «los objetos constituyen nuestra manera de organizar el
mundo en el que vivimos» 45 . O desorden literario de las cosas, que aparecían
algo deshilvanadas en los textos. No podía ser de otra forma porque
su universo personal estaba atomizado. El acúmulo de trastos era la representación
plástica de las variopintas greguerías —el propio autor definió
la greguería como «lo que gritan los seres confusamente desde su incons-
133
134
Gómez de la Serna en el estudio
radiofónico instalado en su casa
Gómez de la Serna con la muñeca
de tamaño natural
Rincón del hogar de Gómez de
la Serna
46 Ramón Gómez de la Serna,
op. cit., p. 245.
47 Luisa Sofovich, La vida sin
Ramón, ed. de Antonio Beneyto,
Madrid, Libertarias, 1994, p. 52.
48 Walter Benjamin, Libro de
los pasajes, ed. de Rolf Tiedeman,
Madrid, Akal, 2004, p. 44.
49 Ramón Gómez de la Serna,
op. cit., p. 561.
50 Juan Ramón Jiménez,
«Ramón Gómez de la Serna», en
Españoles de tres mundos, Buenos
Aires, Losada, 1942, p. 112.
ciente, lo que gritan las cosas»— y un retrato de su orden vital siempre
exagerado, nunca vulgar. Cabe decir que en la intimidad fue consecuente
con una de las greguerías: «El Japón vive en pleno bazar». Qué complicado
distinguir al personaje oculto o semioculto en esa selva objetual, y no lo
digo metafóricamente pues en su primera visita a París se sintió confundido
y dejó constancia de identificarse más con la pipa que con el hombre,
con el letrero que con el alma, con el periódico que con el lector 46 .
Gómez de la Serna quiso vivir en simbiosis con los objetos. Los convertía
en elementos mágicos y extraía la más valiosa dimensión que atesoraban:
el yo. En compensación, abastecían de ideas y proyectos su despensa
literaria. Digamos que el yo ramoniano revalorizaba el yo de las cosas y
viceversa. Como los objetos eran anteriores al pensamiento, cada cachivache
valía por una idea y un conjunto de ellos por una narración, de manera
que el valor intrínseco individual se multiplicaba exponencialmente.
En la fusión con los objetos el vanguardista autor de Senos se sentía muy
Ramón y algo menos Gómez de la Serna.
¿Coleccionismo? ¿Fetichismo? Ambas conductas acumuladoras se
solapan cuando, además de otros factores, la personalidad del coleccionista
es poderosa y los objetos, acumulados para paliar déficits afectivos,
suplantan a las personas y funcionan como dispositivos estimulantes, encubridores
o protectores. Una pulsión muy próxima a Gómez de la Serna,
evidenciada al arrastrar consigo la colección en los sucesivos cambios de
domicilio. Es revelador que en Automoribundia pase de puntillas por los
entresijos amorosos de su vida —las ideas sobre la mujer y sus relaciones
ocupan una docena de páginas frente a las cerca de sesenta pobladas por
las cosas—, cuando sentó a la muñeca en un rincón de privilegio, se hizo
fotografiar con ella y la calificó de «mujer ideal» 47 . Sobre el coleccionista,
según Walter Benjamin, «recae la tarea de Sísifo de poseer las cosas para
quitarles su carácter mercantil» 48 , pero el fetichista carece de límites y no
sopesa los contras para convivir con el objeto de su deseo. Valga como
muestra lo ocurrido en diciembre de 2009 en la casa de subastas neoyorkina
Bonhams. Un comprador se hizo con el mondadientes de oro y marfil
de Charles Dickens por nueve mil ciento cincuenta dólares, unos seis mil
cuatrocientos euros al cambio actual.
Uno de los triunfos más sonados le llegó al instaurar un modelo de
conferencia que llamó conferencia maleta. «Di conferencias sobre el arte y
la poesía, pero el éxito principal se debió a mi invención de las conferencias
maleta, prestidigitación cándida alrededor de los objetos más diversos
que sacaba de mi gran valija y que renovaba a cada nueva conferencia» 49 .
El propio autor nos pone en la pista para estimar estos espectáculos: pases
de prestidigitación, por supuesto ingenua, pues la magia nos devuelve
a la infancia, al asombro inocente ante lo inexplicable. La maleta —«la
rica pirita de su dentro de maleta nebulosa» 50 — sustituía a la tradicional
chistera y los objetos a los conejos; el abracadabra se pronunciaba con las
ocurrencias inventadas sobre la marcha.
Famosa conferencia maleta fue la dictada en el salón del hotel Ritz
de Barcelona, en enero de 1931, bajo el título de «Objetos escogidos». El
conferenciante se presentó ante el auditorio portando una baqueteada
maleta de viaje de la que fue extrayendo una diosa de múltiples brazos,
una cabeza frenológica, un biberón, un almanaque perpetuo, la bola del
Diego Rivera Retrato de Ramón Gómez de la
Serna (1915, óleo sobre lienzo)
51 La Vanguardia, 17 de enero
de 1931, p. 6.
52 ABC, 17 de enero de 1931,
p. 45.
53 Joaquín Romero Murube,
«Conferencia con maleta», en Lejos y
en la mano, Sevilla, Gráficas Sevillanas,
1959, p. 54.
54 Ramón Gómez de la Serna,
op. cit., p. 403.
55 Albert Béguin, op. cit., p.
148. 56 Ángel Riviére, «Sobre Objetos
con mente: reflexiones para un
debate», en Anuario de Psicología,
nº 53, 1993, p. 55.
pasamanos de una escalera, un aparato de cazar alondras,
un martillo y una gigantesca mano postiza 51 , por citar sólo
unos cuantos. Sobre los diferentes chismes narró historias
e inventó greguerías, fantaseando con agilidad de supremo
orador. Además, con el martillo «sacrificó», según expresión
propia, algunos de los objetos y anunció que en adelante
daría las conferencias con formato de wagon-capitonné 52 .
Así sucedió a su vuelta a Buenos Aires donde dictó conferencias
baúl.
Un año después, invierno de 1932, ofreció otra memorable
en la sede sevillana de la Real Sociedad Económica de
Amigos del País. Entre los asistentes, Romero Murube que
dejó constancia de la intervención. Tras depositar la maleta
encima de la mesa presidencial, Gómez de la Serna empezó
a mostrar su extravagante contenido: «Ropas, diversos utensilios
de hipotético uso, caseras invenciones para comodidad
del viajero, agilísimas audacias del ingenio para amplitud de
reducidos espacios, a más de los caprichos idiosincráticos de
todo ente trashumante» 53 . No era tanto el deseo de epatar
sino el de desplegar su inabarcable personalidad, huir del
adocenamiento y el academicismo: «Desprecio y odio esa grotesca
seriedad humana de los actos públicos [...] Por eso descompongo
esos actos públicos siempre que puedo» 54 . Hoy Gómez de la Serna sería
un performer.
La naturaleza de los objetos en la poesía
Decía Paul Valéry que «la poesía es el intento de representar, o de restituir,
por los medios que posee el lenguaje articulado, esas cosas o esa cosa que
oscuramente tratan de expresar los gritos, las lágrimas, las caricias, los besos,
los suspiros, etc., y que parecen querer expresar los objetos en lo que
tienen de apariencia de vida o de contorno supuesto» 55 . Aproximaciones
por contigüidad —esas cosas que parecen querer expresar— a una definición,
la de poesía, imposible de cerrar y que el autor francés terminó por
nombrar como «una extraña industria». La poesía manufactura el lenguaje
de las sensaciones con diferentes materias primas, siendo los objetos de
las más sustanciales porque son receptivos a perfilarse en función de los
estímulos recibidos o a soldarse con la fuente emisora de emociones.
Por otra parte, la apariencia de vida que Valéry confería a los objetos
no supone contrariedad para los poetas. La psicología cognitiva y las ciencias
de la naturaleza separan a los objetos en dos categorías incomunicadas:
los que tienen mente u organismos y los que carecen de ella. El problema
surge «cuando caemos en la cuenta de que esas categorías no son
tan nítidas, en sus bordes, como parecen a primera vista» 56 , y ahí están
para demostrarlo las seculares teorías animistas, algunas creencias religiosas
y, desde la década de los cincuenta del pasado siglo, la ciencia de la
computación. Pero esta discusión es ajena por completo a los escritores,
que se han beneficiado del privilegio de no tener que ofrecer las explicaciones
que han mantenido ocupados durante siglos a filósofos y científicos
de toda índole. Refugiarse en la fantasía es el atajo más corto para no cru-
135
136
Octavio Paz
Robert Rauschenberg Minutiae
(1954, varias técnicas)
Pablo Neruda
zar el pantano de la realidad y evitar el peligro de quedar encenagado.
Grosso modo, los poetas han otorgado a los objetos tres naturalezas:
inanimada, semianimada y animada. En el primer caso, el poeta utiliza los
objetos como elementos escenográficos inertes. Muestras de ello son «Si
proibisce di buttare immondezze» de Rafael Alberti, «Las cosas» de Jorge
Luis Borges y «Los pequeños objetos» de Ángel Crespo. Inertes e inanimados,
mas evocadores. Niceto Alcalá-Zamora recorre con parsimonia la
casa de su infancia y percibe en «Los objetos sin vida» (Casa de temporada,
2006) la «imagen de inercia diferente» de las cosas, convertidas en
recuerdos fantasmales de una época donde el reloj marcaba las horas y el
calendario los meses, la flor lucía fresca en el jarrón y la cuartilla era emborronada
con pensamientos. En la antípoda poética, Karmelo C. Iribarren
enumera los «Souvenirs» (Atravesando la noche, 2009) que apuntan sobre
las repisas, guardianes de recuerdos que se activan al mirarlos. Instalado
en Francia tras su periplo inglés, Mallarmé revive en «La pipa» («Anécdotas
o poemas», Divagaciones, 1897) los raquíticos árboles, las desiertas
plazas y el peculiar olor de la niebla londinense gracias al humo que desprende
su vieja cachimba.
En el segundo caso, la naturaleza semianimada del objeto es matizada
por el poeta, quien presta su voz a aquel («A una alcoba que fue de
doncella» de Gabino Alejandro Carriedo); lo aproxima a los seres vivos
al hacerlo portador de determinadas cualidades («Las cosas» de Manuel
Altolaguirre, «Lecciones de cosas» de Ángel González, «Psicología de las
cosas» de Ana Merino, «Todos los objetos del mundo» de Jorge Eduardo
Eielson); es refugio del escritor («El fervor de las cosas» de Dionisia García,
«Las cosas» de Rafael Morales); o es catalizadora de la escritura, caso de
«Arte poética» de Pablo Neruda y «Un viento llamado Bob Rauschenberg»
de Octavio Paz, dos poemas de especial interés por la implicación de los
objetos en el proceso de producción literaria.
En «Arte poética» (Residencia en la tierra, 1935), Neruda expone sus
principios creativos hacia atrás, a modo de flashback, valiéndose del nacimiento
del mundo como metáfora. El maremágnum del universo en fundación
es representado por las «noches de substancia infinita», «el ruido
de un día que arde con sacrificio» y «un golpe de objetos que llaman sin
ser respondidos». La construcción del poema parece nacer por petición
expresa de los objetos o, lo que viene a ser lo mismo, el sujeto poético se
representa en ellos, mientras «el viento que azota» es la fuerza motriz que
canaliza a las restantes por ser el rasgo de inspiración.
De modo similar Octavio Paz otorga protagonismo al viento en «Un
viento llamado Bob Rauschenberg» (Árbol adentro, 1987), poema capital
en el asunto que nos ocupa porque comienza a fijar las reglas del mundo
de los objetos en relación con la escritura poética. Paz lo escribió en homenaje
a su amigo Bob Rauschenberg, uno de los impulsores del Pop Art.
En el poema hace recuento de objetos a los que, en la mayoría de las
ocasiones, prefiere denominar «cosas»: tuercas, ruedas, palancas, hélices,
hierro, algodón, seda, carbón, tornillos…, emparejando las naturales
con las industriales en una aparente confrontación entre ambos
mundos que, finalmente, quedan hermanados en un paisaje. Esta es
la primera llave interpretativa: un escenario común de convivencia
para los objetos. En versos del mexicano: «paisaje desconsolado: /
Arthur Rimbaud (dcha.) y su
hermano Frédéric (h. 1861)
Manuscrito de El barco ebrio
57 Vicente Huidobro, «Manifieste
Manifestes», en Obra
poética, coord. de Cedomil Goic,
Madrid, ALLCA XX, 2003, p. 1321.
58 Jules Huret, op. cit., p. 64.
los objetos duermen unos al lado de los otros». Y la segunda llave: la convivencia
crea conexiones entre los habitantes del paisaje. Veámoslo: «las
cosas se oyen hablar y se asombran al oírse, / eran mudas de nacimiento
y ahora cantan y ríen». Leído en clave de creación poética, los objetos son
las palabras entrecruzándose («caen como letras, letras, letras»), estableciendo
nexos de significado entre ellas, modelando la estructura del texto
a medida que son insufladas de sentido por el talento creador del poeta,
simbolizado en el viento («el viento profiere formas que respiran y giran»).
Llevando el poema al terreno de los objetos, los versos de cierre son elocuentes:
«los sueños de las cosas el hombre los sueña, / los sueños de
los hombres el tiempo los piensa». Pero antes el poeta los ha imaginado y
desde ese momento se materializan: «los objetos caen, / están cayendo, /
caen desde mi frente que los piensa». Si Huidobro hubiera vivido los años
suficientes para leer este poema habría concluido, a tenor de lo que dejó
escrito en 1925, que Octavio Paz era un poeta, con mayúscula: «El poeta
es aquel que sorprende la relación oculta que existe entre las cosas más
lejanas, los hilos ocultos que las unen» 57 . En el prólogo a su traducción de
«Un coup de dés jamais n’abolira le hasard» para la ultraísta Cervantes,
Cansinos Assens escribe en 1919 —primer año en el que dirige la revista—
que el chileno es discípulo directo de Mallarmé y, a tenor de la declaración
sobre Paz, no cabe la menor duda de que, al menos, se había empapado
la teoría del autor de Herodías. En la citada encuesta de Huret, Mallarmé,
a propósito del naturalismo, respondió que «las cosas existen, no tenemos
que inventarlas; sólo comprender las relaciones entre ellas porque los hilos
de esas relaciones originan los versos» 58 .
Por último, el caso menos frecuente pero más atractivo de los tres
mencionados: los objetos animados dotados de yo propio que se expresan
por sí mismos. Ilustre antecedente es «La pipa», incluido en Las flores del
mal, cuyo primer verso «Soy la pipa de un artista», delimita el nivel de
referencia del hablante, que no es otro que el objeto, provisto de rasgos
físicos (cara) y sentidos (mirada, además de habla) y de facultades balsámicas
para el fumador. Se diría confidente y confesor de su dueño.
Baudelaire marcó una derrota por la que muy pocos se atrevieron a enfilar
la proa. Entre ellos un jovencísimo Rimbaud que en 1871, a punto de
cumplir los diecisiete, compuso «El barco ebrio», dislocado y maravilloso
viaje en el que la prontitud con la que los versos seducen realza la maestría
descriptiva de este buque fantasma que navega eternamente. A pesar
de la aparatosidad plástica no hace falta más voz que la suya para creernos
lo que cuenta, ni recordar el epíteto del título para saber que estamos ante
una situación insólita. El «cuando yo» inicial recuerda el comienzo del poema
de Baudelaire y despeja la bruma de duda: el barco-objeto relata sus
aventuras con total independencia.
Algunos de los textos temporalmente más cercanos en nuestra literatura
son «Égloga de los dos rascacielos» (1984) de Luis García Montero y dos
poemas de Aurora Luque «Manual del farero» y «Mudanza I» (Carpe noctem,
1994). Los rascacielos que confiesan sus penas de amor con melancolía,
parecen levantar sus moles no sólo en Nueva York sino en cualquier
ciudad que tenga a la luna por testigo. Son voyeurs al acecho de la misma
mujer. El primer edificio sigue deseoso los pasos de la chica, que trabaja
en el bar de la planta baja; el otro, la mira desnudarse en la última planta,
137
138
Diversos libros de poemas que
se inspiran en la magia de los
objetos
59 Elizabeth Bishop,
«Un arte», en Obra poética,
ed. de D. Sam Abrams y Joan
Margarit, Tarragona, Igitur,
2008, pp. 276-277.
donde vive. No es cuestión de altura sino de profundidad de sentimientos.
Sea como fuere, ambos rascacielos convocan una personalidad autónoma
y ajena a la del poeta: la de sus yo respectivos.
Que la falsedad de los sueños y la credulidad humana desembocan,
en el mejor de los supuestos, en el desengaño, es el tema de «Manual
del farero», donde la luz del faro, imagen del ideal inalcanzable, guía a los
barcos al quimérico sur del naufragio cierto. En «Mudanza I» un arpa de
eco becqueriano y un poema reflexionan sobre su común inutilidad. El
poema lamenta haber sido arrancado de la seguridad de la memoria para
vagar por el tiempo, siquiera sin muerte que lo consuele, mientras el arpa
se considera apenas una «aglomerada masas de palabras».
La advocación de objetos perdidos ha inspirado el título de varios poemarios.
Una rápida ojeada arroja Departamento de objetos perdidos (1992)
de Pilar Ruiz-Va, Objetos perdidos (1997) de José Antonio Muñoz Rojas y
el homónimo de María do Cebreiro Objetos perdidos (2007). Ésta trata sus
poemas como objetos inventariables y el problema de la pérdida como
algo que atraviesa siempre las palabras. Pérdida en el mejor de los casos
porque en otros sería más real hablar de ausencia o, acaso, de una no-presencia
inexplicable o insatisfactoriamente explicable con el lenguaje. Pese
a ello, María do Cebreiro hace hueco al optimismo si para «encontrarnos
en lo que buscamos» dedicamos la «infinita paciencia» de las cosas. Pilar
Ruiz-Va habla de la pérdida del amor y la inocencia interponiendo los objetos
más diversos. Quien trasciende el extravío de cosas cotidianas hasta
la sabiduría es Muñoz Rojas. Las gafas, el audífono o las llaves que olvida
por los rincones nada representan en sí mismos, porque «un montón de
objetos perdidos es la vida», valoración coincidente con la de Elizabeth
Bishop para quien «tantas cosas parecen llenas del propósito de ser perdidas»
que no merece la pena tomarse la molestia de dramatizar y mejor
nos vale aceptar pacientemente cada pérdida hasta llegar a dominar «el
arte de perder» 59 . Muñoz Rojas siente con dolor el extravío de algunas
palabras que al pronunciarlas cobran, paradójicamente, realidad y sentido
inmediatos pues «viven dentro», caso de soledad o silencio. Aquellas que
no se pierden sirven de cicerone para descubrir a un autor: «en un libro,
donde tienen / siempre lugar los verdaderos encuentros». Mientras, los
versos traspapelados hay que rebuscarlos en los escondites de la memoria
y la única pérdida razonable es la de la cabeza si «el amor anda cerca».
Análoga indulgencia con los despistes despliega Juan Carlos Mestre en La
casa roja (2008): «las oficinas de objetos perdidos están repletas de cabezas
como la mía».
60 Pablo García Casado,
«Poética», en Poesía pasión,
ed. de Eduardo Moga, Zaragoza,
Libros del Innombrable,
2004, p. 141.
61 Santiago Amón,
«Historia del collage en forma
de collage», El País, 31 de
julio de 1977.
El accidente, de Gomes
Miranda
¿En cuál de la casuística apuntada encaja El
accidente? Sin duda, en la de los objetos animados,
pero dando un paso adelante. Gomes
Miranda funde la perspectiva de «La pipa» y
«El barco ebrio», al no bastarle con que las
cosas hablen de sí mismas. También son el
motor narrativo de la historia y opinan de
los sucesos que ven. La trama argumental de
El accidente es sencilla: el acontecer de una
familia rota, compuesta por padre e hijo tras
la muerte de la madre, protagonista en off, en
un accidente. La pérdida de un familiar querido
puede revelarse con compulsión o con
serenidad. Ejemplos recientes de expulsión
modélica del daño, a medio camino entre la
contención y la impotencia, los han brindado
Eduardo Milán en Son de mi padre (1996) y
Joan Margarit, aplicándose su teoría acerca de
la utilidad de los versos, en Joana (2002). Algo
de esa entonación introspectiva hay en El
accidente, pero ¿cómo expresar la intensidad
dolorosa paseando por el resbaladizo filo de
la sentimentalidad sin caer en el patetismo?
Gomes Miranda ha descargado la responsabilidad
sobre los objetos en su calidad de testigos
de la tragedia. De tal manera, objetiva
el desarrollo narrativo permitiendo que nos
lleguen todos los detalles sin descomponer el
gesto poético.
El yo del sujeto poético queda diluido en
el yo de los objetos y, en ocasiones, ambos
llegan a comunicarse e identificarse: «No
carecía de palabras el entendimiento, / breve,
perecedero, / entre su cuerpo y el mío»
(«Hoja de afeitar II»). Si Pablo García Casado
invita a «pensar a partir de los objetos» 60 , el
portugués incita a pensar desde los objetos
o a que éstos piensen por nosotros. El ahondamiento
en las simas del yo es actividad
consustancial a la escritura poética y, como
en cualquier descenso, las dificultades aumentan
a medida que se baja. En el fondo se
encuentran las preguntas de difícil respuesta
que, cual peces abisales, nadan en un caldo
oscuro. Sin luces de apoyo no se ven pero
sabemos que están al acecho y, no obstante el
poeta cuenta con el fulgor de la palabra para
Jorge Gomes Miranda
alumbrar el fondo, las preguntas siguen ahí y,
a veces, no hay respuestas. En términos pictóricos
diría que El accidente semeja un collage:
cada poema es un elemento del ensamblaje y
posee significado propio. Si el collage supuso
el rescate, según Santiago Amón, «de la servidumbre
hipnótica de la pasta y del pincel» 61 ,
este libro abre una nueva vía de inmersión al
liberar al poeta de la esclavitud de explorar el
yo es otro en el abismo de su propia identidad
o en la de terceros complementarios. Quizás
sigamos viendo los mismos peces, pero ahora
mejor iluminados.
Decía que la trama es sencilla a primera
vista y, sin embargo, las derivaciones son muy
sugerentes y propician diversas interpretaciones.
Los entresijos de la historia mantienen
encendida la alarma de los lectores porque el
misterio es un ingrediente que enriquece el
libro. Si Coleridge reclamó para la poesía «la
facultad de evocar el misterio de las cosas»,
Gomes Miranda ha cumplido con el precepto.
Poesía y misterio, una atrayente combinación
de secretos, la sociedad de lo lírico con lo
recóndito, puesto que según Zagajewski «la
poesía está condenada a convivir con el misterio
y al lado del misterio, en un estado de
139
62 Adam Zagajewski,
«Nietzsche en Cracovia», en
En defensa del fervor, trad.
de Jerzy Sławomirski y Anna
Rubió, Barcelona, Acantilado,
2005, p. 77.
63 Paul Valéry, «Noción
general del arte», en
Teoría poética y estética,
trad. de Carmen Santos,
Madrid, Visor Distribuciones,
1990, p. 196.
64 José Ángel Valente,
«Objeto del poema», en
Obras completas. I (Poesía
y prosa), edición de Andrés
Sánchez Robayna, Barcelona,
Galaxia Gutenberg/
Círculo de Lectores, 2006,
p. 133.
65 Eduardo García,
«Rondó», en Horizonte o
frontera, Madrid, Hiperión,
2003, p. 69.
66 Eduardo Milán,
«Ese otro Vallejo», en Resistir.
Insistencias sobre el
presente poético, México,
Fondo de Cultura Económica,
2004, p. 150.
140
eterna inseguridad estimulante» 62 . De hecho,
resultaría divertido jugar a reconstruir cronológicamente
la historia, desde la muerte de la
madre anticipada en el primer poema, «Taza»
—la concavidad del objeto, imagen del útero
materno—, hasta «Teléfono móvil», el último,
que habla de «distantes los días del derrotado
invierno» en alusión al final de «Taza». Una
trama circular narrada con abundancia de
analepsis, en la que cada poema ofrece datos
aportados por un objeto, según su particular
perspectiva, al modo de un plató cinematográfico
con varias cámaras filmando una
secuencia que Gomes Miranda edita de forma
sincopada. Las analogías del libro con el mundo
del cine serán recurrentes por inevitables.
El accidente está atravesado por un sentido
de corporeidad que marca las relaciones
internas en los poemas y las externas con el
lector. Se advierten los utensilios aunque hay
pocas descripciones físicas. Cuando Valéry,
de nuevo, dijo en 1935 que «palpar un objeto
no es otra cosa que buscar con la mano un
cierto orden de contactos» 63 , estaba invitando
a reconocer las cosas por la sensibilidad que
transmite el roce y a ignorar la evidencia de la
superficie. Esto es, acariciar sin ver por recelar
de lo que advierten los ojos. Palpar como los
ciegos, que sienten la verdad en la oscuridad
desprovista de prejuicios. Otro poeta que
necesitaba llegar al centro de lo indudable,
José Ángel Valente, tampoco fiaba la forma
a la vista: «Toco / (el ojo es engañoso) / hasta
saber la forma» 64 . Esta tradición ha sido
recogida por Eduardo García que aconseja
«reparar en las cosas, frecuentar / su tacto
más secreto» 65 . Los objetos de Gomes Miranda
articulan su relación con los protagonistas
al sentir el contacto físico de ellos. Al modo
de un ritual, brazos o manos están presentes
en la mayoría de los poemas: la imposición
de manos deviene medio de transmisión de
facultades para salvar la naturaleza silente
de los objetos y transformarlos en parlantes.
También encontramos caracterizaciones y
pinceladas psicológicas, como en el excelente
«Pinza de la ropa», que se confiesa melancólica
y propensa al vértigo («me daba miedo
mirar hacia abajo»), y manifestaciones de los
gustos particulares, como en «Vaso» («No me
gustan las mesas con voces en serie, / ni brindar
a la salud de quien no conozco»).
Hemos visto que Octavio Paz procuró
un espacio común para sus cosas. Gomes
Miranda ha hecho lo propio con las suyas
y une elementos artificiales y naturales con
metáforas tan bellas como la que aparece en
«Mesa de trabajo». El mueble hace inventario
de las cosas depositadas sobre él, «como si
soportase el peso / de un mar encrespado».
La presencia de instrumentos afines a la escritura,
actividad profesional del padre, permite
imaginar un lugar de convivencia en el hogar
familiar: el rincón del escritor, a modo y manera
de bodegón, que no naturaleza muerta.
En ese rincón vislumbramos la mesa de trabajo
en la que se posan la humeante taza de té,
el cuaderno que desea la letra dibujada por
el lápiz, el ordenador que recogerá la versión
definitiva del texto y el casete que hace más
llevaderas las horas de creación. Frente a la
mesa, la biblioteca y la mecedora. Los objetos
organizan el mundo doméstico en el que se
insertan porque su yo hace las veces de ese
«ordenador exterior del poema» al que alude
Eduardo Milán 66 .
En El accidente importa más la sugerencia
que la manifestación. Por los espacios en
blanco de las páginas campea lo implícito, lo
insinuado, exigiéndonos un esfuerzo suplementario
por ser mejores lectores e intérpretes.
Lo dicen la «Maleta de viaje» («Por pudor
no diré lo que hay en mi interior») y el «Cuaderno»
(«envoltorio temporal de / un destino,
soy»). Los resortes narrativos de la historia
andan agazapados ahí y también entre los espacios
que separan físicamente a los objetos.
Espacios entre cosas, espacios intertextuales.
En definitiva, huecos que esperan sentirse
ocupados por el texto. Otra demostración
de que la poesía vive a nuestro alrededor y
sólo hay que abrir los ojos para verla. En este
sentido, el libro es una invitación a ensanchar
la mirada hacia mundos paralelos, a entrar
en la realidad por la puerta camuflada tras el
escenario.
Afirmar que Gomes Miranda relanza a los
objetos desde un estatus pasivo (espectadores
neutros y mudos) a un estatus activo
(actores parlantes, protagonistas y emisores
Rafael Barradas. Todo a
65, 1919
de noticias) no es una exageración. Los objetos
hablan desde la serenidad del que ve la
representación sentado en el patio de butacas
y sabe que sin su presencia no habría espectáculo,
pero con tal nervio narrativo que nos
obligan a adoptar su punto de vista, como en
«Mecedora»: «en esta mecedora / que soy
yo». Por eso entendemos la orfandad de la
libreta que espera el contacto de la mano en
«Cuaderno» («Herida mano / que sobre mí
desciendes desconocida, / calor nocturno / en
el riguroso invierno de la página, no tardes»),
el desamparo de la «Mecedora» («Cuando estoy
sola no me acuerdo de nada») y las dudas
de la «Estantería» sobre su natural condición
(«¿Humana seré para quien en mi dirección
/ todos los días extiende la mano derecha, o
sólo / incierta plegaria / a una divinidad olvidada?»).
Paralelamente, el niño, confundido
por la ausencia de su madre, pregunta en
«Ordenador»: «¿Quién nos va a cuidar ahora,
papá?». Las insuficiencias sentimentales saltan
de los personajes a los objetos y a la inversa,
y luego desde ellos a nosotros, cerrando un
triángulo en cuyo interior el yo perplejo y desasistido
rebota igual que la bola en un pinball.
Las cosas cotidianas pasan inadvertidas
porque decoran un panorama que conocemos
de memoria. Por momentos oímos los ruidos
sintomáticos de su funcionamiento: el rítmico
tictac del reloj, el alegre pitido del ordenador
que anuncia su reanimación o el inquietante
reajuste nocturno de las estanterías cargadas
de libros. Para ellas son la respiración: si les
141
Mickey haciendo bailar a cubos y
escobas en Fantasía
Escena de El increíble hombre
menguante
142
falta, están muertas. Para nosotros, simples
onomatopeyas. Marco Sanguinetti dijo que
son «la música cotidiana que nos rodea» 67 .
Música que suena desafinada, a modo de accidente,
si el lápiz se despunta al caer, el vaso
se hace añicos en el fregadero o el casete se
atasca. El mundo por el que nos movemos, en
apariencia tranquilo, se vuelve dramático con
un cambio del punto de vista o por cualquier
percance. Incluso donde menos se sospecha.
Walt Disney jugó a demiurgo simplón produciendo
Fantasía (1940). En el episodio «El
aprendiz de brujo» escobas y cubos, a las órdenes
del ratón Mickey, bailan al ritmo marcado
por la partitura de Paul Dukas «L’apprenti
sorcier» (1897) —inspirada en el poema de
Goethe, «El aprendiz de brujo» 68 —, pero
John Lasseter en el ya clásico Toy Story (1995)
envía mensajes de alerta al insuflar vida a un
batallón de soldaditos de plástico que, transformados
en genuinos militares, aprovechan
la oportunidad para realizar una incursión
en territorio doméstico. Y qué decir de El
increíble hombre menguante (1957), de Jack
Arnold, donde la progresiva reducción de la
estatura del protagonista con su consiguiente
cambio de perspectiva, subvierte dramáticamente
el ambiente hogareño y convierte
cada utensilio en un obstáculo insalvable o en
una potencial amenaza. Si Baudelaire hizo de
la pipa el acompañante idílico del fumador,
Gomes Miranda ha reconvertido los utensilios
caseros en vigilantes y narradores de nuestras
vidas: «igual que un centinela
en un puesto avanzado / en
la umbrosa vigilia, / vigilo»
(«Despertador»). Como los
rascacielos fisgones de García
Montero. Convendremos en
que algo de intranquilizador
hay en ello. Roger Caillois diría
que se trata de «lo Imposible,
sobreviniendo de improviso
en un mundo donde lo imposible
está desterrado por
definición» 69 , pero la naturalidad
expositiva del portugués
consigue que la lectura sea
un tránsito por una historia
plausible.
67 Marco Sanguinetti, «La
música cotidiana de los objetos»,
en Pulso/Diseño, nº 4, agosto
2006, p. 44.
68 Rosa Pedrero, «El aprendiz
de brujo: de Luciano a Walt
Disney pasando por Goethe»,
en Koinòs Lógos. Homenaje al
profesor José García López, vol.
II, Murcia, Servicio de Publicaciones
de la Universidad de Murcia,
2006, p. 752.
69 Roger Caillois, «Del
cuento de hadas a la cienciaficción»,
en Imágenes, imágenes…
Ensayos sobre la función
y los poderes de la imaginación,
trad. de Dolores Sierra y Néstor
Sánchez, Buenos Aires, Sudamericana,
1970, p. 11.
Sorprende la capacidad del autor para
dibujar atmósferas fijando su atención en
situaciones y detalles minúsculos que trascienden
hacia reflexiones profundas. En este
sentido, la muerte —omnipresente— recorre
como un escalofrío la espina dorsal del libro
«porque la vida es memoria de la muerte»
(«Lápiz»). La muerte en sentido ontológico y
la muerte física de la madre. Por ejemplo, en
«Taza» el agua hirviente de la tetera contrasta
con el desangelado exterior, representación
del paso del tiempo, que acabará por deslucir
la puerta pintada de un acogedor azul,
mientras la imagen del televisor adelanta los
resultados del accidente propiamente dicho.
En «Billete de tren» —cuyo «destino será permanecer,
/ y un día despertar, en mitad de un
libro», recordando la violeta de Borges en «Las
cosas»: «un libro y en sus páginas la ajada /
violeta»—, aparece una elegante alusión a la
muerte simbolizada por la hora y el lugar de
destino impresos en el ticket. En «Estantería»,
la deliberación sobre el lado menos amable de
la literatura y la lectura —la muerte—, deviene
en la preferencia de los estantes por los
modestos recuerdos depositados en ellos (una
postal, un dibujo infantil, una piedra) antes
que por los sesudos volúmenes. En el magnífico
«Cuaderno», los rasguños de la escritura
son heridas de la memoria que se pregunta
por la sombra última. Pero no hay muerte sin
vida a la que aniquilar y, por ello, El accidente
también funciona como metáfora del transcurso
vital, el viaje de la vida
representado por el billete de
tren, la cámara fotográfica y la
maleta.
Una de las tareas primordiales
del poeta es hurgar en
el conocimiento del entorno.
Lo leemos en «Calendario de
bolsillo»: «el poeta escruta
verbalmente / cada estrato
de la conciencia del mundo»,
si bien no corren buenos
tiempos para ponerse manos
a la obra. O, justamente por
eso, resulta necesario buscar
alternativas al estado de la
cuestión. En el soneto «Au
Foto de rodaje de Los
cuatrocientos golpes
Henri Matisse en 1913
torretrato» (Este mundo, sem abrigo, 2003),
inserto en el prólogo, Gomes Miranda, además
de exponer su impresión desesperanzada
con respecto a la historia del siglo pasado,
aporta su punto de vista sobre la poesía y
la cultura en general: «la pérdida lancinante
del conocimiento / de la poesía a manos de
resentidos y diletantes». Amargo diagnóstico
que contiene una de las razones por las
que el autor ha preferido conceder voz a
las cosas y casi enmudecer a las personas.
Tan drástica determinación es infrecuente.
Otros escritores han encontrado
un ecuador entre ambos polos.
Así, los objetos parlantes más
hermosos que la literatura ha
fabricado son los hombres-libro
de Fahrenheit 451 (1953) que, cual
bibliotecas andantes, recitan sin
descanso títulos inmortales (el
Eclesiastés, La República, Los
viajes de Gulliver…) mientras
pasean por el bosque donde viven
escondidos. Los subterfugios
seguidos por Gomes Miranda en
El accidente y por Ray Bradbury
en la novela pretenden idéntica
finalidad: salvar a la literatura
para que siga impulsando la máquina
del pensamiento. Esfuerzo hercúleo
que justifica el tono cerrado y pesimista de
ambas obras, aunque la escritura sea transparente
y los finales abran ventanas al paisa-
je de la esperanza. Las personas aprenden de
memoria las obras maestras de la literatura
universal para que los libros sigan viviendo
entre nosotros, y los objetos aprehenden
las vicisitudes diarias para ahorrarnos el mal
trago de contarlas.
Esas ventanas abren los postigos a la esperanza
en «Teléfono móvil», el poema final,
donde las sombras son barridas por la luz
que penetra en la biblioteca al levantar las
persianas. Afuera, espera el mar; y dentro del
poema, la original correspondencia entre el
terminal telefónico y una caracola que pone
término a un tiempo de silencio. Si tras el
accidente el protagonista huye hacia regiones
«sin noticias del mar» («Hoja de afeitar II»),
ahora el verso último del libro, «y el mar responde»,
augura un tiempo de matizada armonía
y felicidad que retrotrae a otra imagen
cinematográfica. Me refiero al mítico plano
que cierra Los cuatrocientos golpes (1959) de
François Truffaut: el rostro expectante de Antoine
Doinel corriendo por la playa tras escapar
del reformatorio.
En 1929, Matisse, instalado en Niza desde
años atrás en una tentativa por encontrar
renovados incentivos, manifestaba: «Mi propósito
es expresar mi emoción. Este estado
de ánimo lo crean los objetos que me rodean
y causan una reacción en mí: desde el horizonte
hasta mí mismo, incluido yo mismo».
El epicentro del pintor de las odaliscas es la
emoción. El cansancio psíquico sobrevenido
al deambular por el laberinto artístico se
transforma en vitalidad al vislumbrar la salida
del estímulo. Y así, imaginamos el temblor
de Matisse, la exteriorización de esa emoción
interior, al activarse la carga creativa que esperaba
la mecha apropiada: los objetos, en este
caso. El propósito de aspirar a lo emotivo por
medio de las cosas que nos acompañan, se
ha plasmado en poesía ochenta años después
en El accidente. Desechando malabarismos
sintácticos y aplicando la máxima del menos
es más, Gomes Miranda ha destilado con precisión
la capacidad emotiva de los mínimos
recursos puestos en la página, de manera que
los poemas llegan a los oídos como vibrantes
notas, y ahí se quedan resonando…
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MORENTE
EL CANTAOR ILIMITADO
entrevista
Francis Mármol
foto MenF
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PERFIL DE FRENTE
Morente, el cantaor ilimitado. La evocación y la esencia.
Trabajo e inspiración. Doctorado en pellizcos. El círculo y la
raya. Lo indómito y la disciplina. Universitario del Quejío.
Silverio con los pies pequeños. Mitad Picasso, mitad Chacón.
La persecución eterna; «¡Enrique, canta gitano! ¡Enrique
¿por qué no cantas gitano?! La fe y el despiste. Las mil y
una madrugadas ebrias. Premio Príncipe de las asturianadas
flamencas. Llave de Oro del Atrevimiento. Lluvia seca. Voz
celestial de tierra. Reloj atrasado del futuro. Bellas Artes del
compás por tangos de Graná. Albaicinero de Oro. Premio
Nacional de la Libertad y las multas de 100.000 pesetas.
Aunque es de noche, alumbra. El cantaor que nunca se quitó
el sombrero al paso del cortejo fúnebre de Carrero. El ganador
imaginado por Lorca para el Concurso del 22. Negra
sobre blanco. Esquina y avenida. Calle Alcalá, cómo reluce.
Matrona y alumno perpetuo. Niño emigrante tapándose
del frío de los grises madrileños con Doña Rosita la Soltera.
El chico del coro antes. Miguel Hernández. Grito y silencio.
En el Johny cogió su fusil. La luz encontrada. Camarón
en gachó. Caminar continuo y despegando. Machado. La
banda sonora de la Alhambra. Fuente y estanque. Azulejo
y celosía. Estudiante eterno. Master en peñólogos de gafas
gordas. Premio Mejor Vestuario rockero flamenco. Espejo y
reflejo. Genio humilde. Urbanita con botos. Socio de Honor
de la mítica Peña Chaplin. Herencia y heredero. Cum laude
en olés de ajenos al flamenco. Intelectual no reconocido.
En definitiva, Morente o la gran biografía del cantaor
ilimitado; su arte sólo hace frontera al Norte con la Aurora,
al sur con su Estrella, al Oeste con su Soleá y al Este con su
propia sombra.
«Las mejores letras del flamenco están a la
altura de la mejor obra poética universal»
׿Cuál o cómo fue su primer contacto con
la poesía escrita?
Bueno yo cuando joven leía literatura barata,
para personas con un nivel cultural bajo como
era el mío. Luego leí Doña Rosita La Soltera
de Federico, que me cautivó y tras esto pasé a
descubrir a Miguel Hernández que me gustó
mucho porque eran tiempos de la Dictadura y
yo me empecé a comprometer.
×Se ha atrevido con escritores tan dispares
como Lope de Vega, Ángel González o
San Juan de la Cruz, separados por siglos,
estilos... ¿qué es lo primero que mira en
sus obras para aflamencarlas? ¿Qué le conmueve
más para elegirlos?
Si se trata de los clásicos, de los buenos, de
los grandes mitos de la literatura pues simplemente
busco que me lleguen porque como en
todo hay algunos que no te llegan como otros
y si se trata de autores más actuales pues
entonces influye muchas veces la amistad. A
veces son encargos y ya está.
׿Quiénes han sido para usted los poetas
más flamencos?
Pienso que poesía y flamenco no son disciplinas
distintas, a la larga se encuentran en el
mismo cruce de caminos pero entre ellos es
destacable Manuel Machado y, de los actuales,
José Luis Ortiz Nuevo.
׿Cree que el cancionero popular del flamenco
está algo denostado por los poetas
cultos?
La poesía buena siempre perdurará. Unas
letras quedan para ser cantadas y otras leídas,
y yo no distingo. Es impensable. Las mejores
letras del flamenco están a la altura de la mejor
obra poética universal.
×Lorca ha sido y es el gran literato de la
historia del flamenco pero ¿no cree usted
que se ha abusado de su figura y su obra
últimamente?
Tal vez se recurra demasiado porque es más
popular, muy nuestro, tiene un carisma espe-
cial. Parece como si estuviera vivo. Pero me
parece bien que acudamos a él porque mejor
que lo hagamos nosotros que los demás. Y
siempre será mejor interpretarlo de más que
de menos.
×Ha cantado a Lorca en varios discos,
¿con qué composición suya del granadino
se queda?
Me he preocupado de sacarle el máximo
partido a todo lo que he tocado de él.
Siempre que lo releo me vuelve a entusiasmar.
Pero, bueno, por reciente destacaría
el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías
que he cedido a su Casa Museo de Fuente
Vaqueros. He musicado la primera y cuarta
parte y el resto los haré más adelante.
Luego también me gustaron «El Pastor
Bobo», «Manhattan» o la «Aurora de Nueva
York».
× En Málaga abrió la bienal de 2007 cantando
a María Zambrano y Miguel de
Cervantes, ¿qué le pareció la experiencia?
Buena. De Cervantes leí una de sus cartas. De
María Zambrano conocía su nombre únicamente.
Era una de las primeras veces que me
atrevía con alguien del mundo de la filosofía
pero ella es una poeta filósofa, cada renglón
suyo es como un verso. Estoy orgulloso de
haber conocido mejor su obra, la obra de
una gran mujer de su tiempo, con una altura
admirable, del estilo de la Pasionaria y tantas
otras de su tiempo que fueron precursoras en
lo suyo.
×Su penúltimo disco ha estado inspirado
en Pablo Picasso, ¿le resultó muy complicado
musicar, cantar, su poesía automática?
Las cosas con ilusión se meten en el ritmo
que quieras, si conoces el compás. El concepto
de después también es muy importante,
en la línea del tipo de poeta al que musiques,
luego también es muy importante la expresión
instrumental que vayas a darle, el carácter
del poema. En este caso era acometer
algo tan anticonvencional como la poesía de
Picasso.
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×Recientemente también se atrevió con «Otro
tiempo vendrá» de Ángel González, ¿cómo fue la
experiencia?
Sí fue muy bonito. Antes de musicarlo en Oviedo en el
Campoamor, tres o cuatro meses antes de morir, lo recité
en Avilés con un gaitero llamado Tejedor. Fui muy
amigo de él y muy admirador de su obra por supuesto.
׿Le queda algún poeta ilustre por entonar?
Sí, tengo muchas deudas con muchos amigos. Lo más
inmediato es terminar Llanto por Ignacio Sánchez Mejías,
las dos partes que me faltan. Luego podría atacar
grandes poemas de la literatura castellana.
׿De quién se llevaría un libro a una isla desierta?
De Miguel de Cervantes, el Quijote, porque como leo
muy lento pues me valdría por mucho tiempo. Alguno
de Federico, de Pedro Garfias, de Luis Cernuda. No sé,
poesía nos sobra.
×Una letrilla popular que le parezca una obra
maestra de la poesía que encierra el flamenco.
Hay muchas, pero puede ser: «pérdidas que aguardan
ganancias/son caudales redoblaos/estoy tan hecho a
perder/que cuando gano me enfado.»
׿Qué escritor es imposible de ser llevado al flamenco?
Después de cantar a Picasso lo único que veo como
requisito es que contenga un mensaje de arte porque
realmente se puede cantar todo. Tengo proyectos
como cantar las páginas amarillas.
Estas son algunas de las letras de poetas que ha cantado
Morente:
¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!
(San Juan de la Cruz,
fragmento del Cántico espiritual)
Instinto innato pinto
inocencia niño
dibujo colores
papeles lienzos
ya no pintaré más la flecha
ni la hora escrita que el columpio
se lleva con su risa
prefiero escribir las palabras solas
solas palabras
que han de cantar tu nombre
(Pablo Picasso)
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar
cebolla y hambre
(Miguel Hernández,
fragmento de «Nanas de la cebolla»)
A las cinco de la tarde.
Eran las cinco en punto de la tarde.
Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.
Una espuerta de cal ya prevenida
a las cinco de la tarde.
Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde.
El viento se llevó los algodones
a las cinco de la tarde.
(Federico García Lorca,
fragmento de «Llanto por Ignacio
Sánchez Mejías»)