Contexto Histórico de los cambios sociales y culturales

Apunte de cátedra- Historia de las Artes Visuales II Teóricos-Bloque 1
CONTEXTO HISTORICO DE LOS CAMBIOS SOCIALES Y CULTURALES EN LA
BAJA EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO Prof. Maria Eugenia Costa
El resurgimiento urbano
Para el feudalismo, vigente durante la Edad
Media europea, la propiedad feudal (señorío)
era la unidad económica fundamental y
abarcaba el solar o reserva del señor, la tierra
cultivada por los siervos (mansos), las aldeas
campesinas, las tierras comunales (bosques,
prados o dehesas) e incluso los predios
parroquiales. La actividad económica
dominante se vinculaba a la producción de
alimentos para la autosubsistencia.
Entre los siglos XI-XIII, tras el cese de las
invasiones barbaras, se produjo un
movimiento de roturación de tierras para
incorporarlas a la explotación agrícola. Se
talaron y quemaron bosques, se desecaron
pantanos y se cultivaron tierras antes
desaprovechadas, gracias a los nuevos
adelantos técnicos (empleo del arado de
vertedera, utilización del caballo de labor,
rotación trienal de los cultivos, difusión del
molino hidráulico, etc.). El consecuente
aumento de la producción de alimentos
permitió obtener excedentes comercializables
en el mercado local. El crecimiento
demográfico proporcionó mano de obra y
permitió que muchos campesinos se
trasladaran a los núcleos urbanos y se
dedicaran a actividades diferentes de las
agrarias. Algunos campesinos llegaban a las
ciudades para huir de las exigencias
señoriales y otros lo hacían atraídos por la
creciente actividad artesanal y comercial. Los
burgos eran considerados un ambiente
pacífico donde los viajeros encontraban
libertad y seguridad, aunque a menudo
estuvieran convulsionados por luchas políticas
internas. La paz urbana se aseguraba
mediante murallas que protegían a los
habitantes y a sus actividades. A partir del
siglo XII y XIII, las ciudades medievales
obtuvieron de los reyes ciertos privilegios y
fueros que debilitaron los esquemas feudales:
libertades personales para los habitantes,
exenciones tributarias, derechos de
administración de justicia, formación de
gobiernos comunales. Las comunas surgieron
como asociaciones juramentadas para
conseguir determinados fines, sobre todo la
liberación de la tutela de los señores
(eclesiásticos o laicos). El rey concedió dichas
libertades a las ciudades a cambio de apoyo
financiero. Los mercaderes realizaron
préstamos a soberanos, a ciudades o al
papado, arrendaron el cobro de impuestos y
realizaron actividades especulativas. En los
consejos municipales, el poder de decisión
quedó en manos de las corporaciones
gremiales de artesanos y mercaderes (de los
que hablaremos más adelante).
Cabe señalar que, con el desarrollo urbano
de mediados del siglo XII y el siglo XIII,
surgieron las universidades. Algunas nacieron
de centros preexistentes, como en París,
Bolonia y Oxford; otras fueron creadas por los
reyes, como Salamanca y Nápoles. En este
mismo período, el estado centralizado,
representado por la monarquía, avanzó sobre
la autoridad local feudal representada por los
nobles.
Respecto a las ciudades, Le Goff sostiene
que “En todas ellas, ya sean de nueva
creación o antiguos conglomerados, la
característica más importante es ahora la
primacía de la función económica. Etapas de
rutas comerciales, nudos de vías de
comunicación, puertos marítimos o fluviales,
su centro vital se encuentra junto al viejo
castrum feudal, núcleo militar o religioso: es el
nuevo barrio de los comercios, del mercado,
del tránsito de mercancías” (Le Goff, 1966,
p.12). Las ciudades nacidas del progreso
agrícola y nutridas de los avances sociales y
culturales, cobraron impulso con el despertar
comercial.
La “revolución comercial”
La reapertura de las vías de comunicación
con Oriente tras las cruzadas (siglos XI al XIII)
y la reactivación comercial debida a la
aparición de nuevos mercados, produjeron el
resurgimiento de las ciudades como activos
centros administrativos, políticos, mercantiles
y manufactureros. Las regiones más
fuertemente urbanizadas del Occidente
medieval fueron aquellas en las que
convergieron grandes rutas comerciales. El
desarrollo del comercio estuvo estrechamente
relacionado con el proceso de expansión
europea. Las cruzadas ocasionaron un amplio
movimiento de bienes y personas en el
Mediterráneo. La seguridad de los caminos y
los mares contribuyó a intensificar los
intercambios comerciales de Europa
occidental con Bizancio y el Islam. La
recuperación del comercio de larga distancia
(siglos XI al XIII) tuvo un mayor impacto en el
Mediterráneo y en el Norte de Italia. Los
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puertos italianos de Venecia y Génova, que se
habían beneficiado con el embarque de los
cruzados, incrementaron sus flotas mercantes
y sus negocios. Las peregrinaciones a lugares
santos (Jerusalén, Roma, Santiago de
Compostela) y el culto a las reliquias
sagradas contribuyeron al renacimiento
urbano. Se desarrolló una red de rutas de
peregrinación y, a la vera de los caminos,
surgieron localidades donde los viajeros
podían abastecerse.
Debe advertirse que no todas las regiones
de la Europa medieval experimentaron la
“revolución comercial” antedicha. Dos centros
regionales tendieron a concentrar la actividad
mercantil: Italia y Alemania, articulados a partir
del mar Mediterráneo y del mar del Norte
respectivamente. En el Sur, los mercaderes
italianos de Venecia, Génova, Pisa, Florencia
y Milán comerciaban productos de poco peso
y mucho valor (especias, seda, algodón). En el
Norte, Lubeck, Colonia y Hamburgo
comerciaban con productos de menor valor y
más peso (pieles, pescado, maderas,
cereales). Los comerciantes alemanes
crearon una sociedad comercial llamada Liga
Hanseática. Hacia el siglo XII, como
contrapartida, las ciudades del norte de Italia
también se unieron y formaron la Liga
Lombarda. La zona de contacto e intercambio
comercial entre ambos centros fue el sudeste
de Inglaterra, Normandía, el norte de
Alemania, los mercados de Flandes y las
ferias interregionales de Champagne, en el
noreste de Francia. A fines del siglo XIII y
durante el siglo XIV se constituyeron
mercados permanentes donde no sólo se
intercambiaban productos sino también se
regulaba toda una serie de operaciones
comerciales y de crédito (de los que
hablaremos más adelante)
Esta “revolución comercial“ fue la base de
la expansión mundial europea posterior. La
supremacía de Europa en el plano técnicocientífico
le permitió llevar a cabo dicha
expansión, que fue tanto económica como
política y cultural. La invención de la imprenta
de caracteres móviles, el perfeccionamiento
de las armas de fuego, el desarrollo de las
construcciones navales y los instrumentos de
navegación, originaron grandes cambios
sociohistóricos. Europa conquistó América,
monopolizó el comercio con el Lejano Oriente
y sentó las bases de su dominio económico en
el mundo.
La aparición de la burguesía y la nueva
visión del mundo
Con el renacer de la vida ciudadana y los
progresos del comercio, se consolidaron los
grupos urbanos de artesanos y burgueses. La
aparición de la burguesía fue un factor
disonante en el esquema de los tres órdenes
vigente durante el medioevo. Cabe recordar
que la sociedad medieval dividía
jerárquicamente a sus miembros entre los que
rezan, los que luchan y los que trabajan la
tierra. Los burgueses, que no pertenecían a
ninguno de estos tres órdenes, se afirmaron
socialmente a través de una nueva mentalidad
laica que rompió con la rígida concepción
teológica y estamental del mundo y de la vida.
Durante la Edad Media, cualquier intento de
salirse del esquema jerárquico equivalía a
apartarse del orden establecido por Dios. Por
ello el arte se mantenía inmerso en ese
sistema, desarrollando funciones esencialmente
religiosas. La imagen figurativa se
entendía como la referencia de un orden
superior del que dependía todo. Los intentos
de superar la simple y exclusiva función
religiosa se emprendieron después de un
proceso de secularización (del que
hablaremos más adelante). Los burgueses
acrecentaron la confianza en sí mismos y
mentalmente empezaron a superar la
sensación de sujeción y subordinación en la
que estaban inmersos los hombres desde la
Edad Media. La concepción teocéntrica de la
vida se trasmutó gradualmente en una visión
antropocéntrica. Como consecuencia de los
logros técnicos, el hombre amplió el alcance
de sus posibilidades, empezó a perder la
noción del límite (tanto en sus aspiraciones
como en la utilización de recursos de la
naturaleza) y comenzó a realizar un “mundo
artificial” hecho a su medida. Los burgueses
gradualmente tomaron conciencia de que
tenían un papel diferente en la nueva
sociedad. La importancia creciente de las
actividades que se realizaba en el interior de
las ciudades acrecentó su poder económico y
su prestigio social. Con la aparición de la
burguesía, el sentido de la precisión y el valor
del tiempo adquirieron una nueva dimensión,
desvinculada de las connotaciones religiosas
tradicionales. La previsión, la racionalización y
el cálculo se convirtieron en principios de una
nueva cosmovisión y una nueva ética que
orientó diferentes aspectos de la vida urbana
italiana.
Los centros urbanos italianos
En Italia, el traslado de los Papas a Aviñón
y el Cisma de Occidente (1378-1417)
agravaron la anarquía de los Estados
Pontificios. La primera mitad del siglo XV fue
una época de intrigas políticas y de guerras
entre las diversas ciudades-estado italianas.
Luego de la paz de Lodi (1454) quedó
establecida una forma de equilibrio entre los
cinco grandes estados: la república de
Venecia, el ducado de Milán, la república de
Florencia, el estado pontificio (Roma) y el
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eino de Nápoles (bajo dominio de la corona
de Aragón). Por otra parte había familias
nobles que tenían posesiones territoriales o
gobernaban las ciudades-estado (ya sea
principados, ducados o marquesados): los
Malatesta en Rimini, la familia d´ Este en
Ferrara, Federico Montefeltro en Urbino, los
Gonzaga en Mantua, la familia Medici en
Florencia, los Visconti (siglo XIV) y Ludovico
Sforza (siglo XV) en Milán. Las ciudades
mercantiles, conscientes de su significación
histórica, quisieron dar a su fama una
expresión elevada. Los centros monumentales
fueron los ejemplos públicos de su prestigio.
Padua alzó una escultura a Virgilio, Ravena
creyó conservar la tumba de Dante, Roma
revivió su capitolio, Ferrara desarrolló un
trazado regular para resaltar sus palacios. Se
advirtió, en general, una necesidad de
mostrar.
En algunos centros urbanos el gobierno
republicano cedió su lugar a un dominio
señorial despótico, como los podesta o militar,
como el de los condottieri (capitanes a sueldo,
convertidos en jefes de estado). En el caso
florentino, el poder va a quedar en manos de
la “gran burguesía”, que se apropia de una
forma de vida cortesana. Aunque Florencia fue
el centro artístico principal de Italia, también
cobraron importancia las cortes de Ferrara,
Mantua, Urbino y Milán, que no fueron
simples consecuencias del arte florentino, sino
alternativas críticas frente a ese modelo.
Roma cobraría su importancia a fines del siglo
XV y sobre todo en el siglo XVI con Julio II.
La actividad de la Santa Sede mantenía a
través de toda Italia cierto internacionalismo.
La Curia, cada vez más mezclada con los
asuntos políticos a partir de Sixto IV, fue el
lugar de encuentro de prelados y diplomáticos,
que llevaban en su séquito a pintores y
artesanos. Tal como lo hemos señalado, los
negocios en plena expansión aseguraron los
contactos entre las ciudades italianas y los
mercados del Norte. Las tablas flamencas al
óleo, después de 1440-1450, se convirtieron
en objeto de comercio, al margen de los
tráficos habituales de la lana y los paños de
lujo, de los objetos fabricados y de las
especias. En suma, el siglo XV confirmó la
importancia de los ciudades mercantiles
italianas en este proceso de renovación
comercial europeo, cuyos orígenes y
desarrollo explicaremos a través de las figuras
de comerciantes y banqueros .
Los orígenes del capitalismo mercantil. De
los comerciantes y cambistas a los
mercaderes-banqueros
En la fase de nacimiento y expansión del
capitalismo mercantil, el comerciante medieval
fue un mercader itinerante. Se trasladaba por
vía terrestre, fluvial o marítima con sus
mercaderías y vendía sus productos en ferias
que se celebraban en fechas y lugares
establecidos (como, por ejemplo, las ferias de
Champagne). Luego, al incrementarse el
comercio, los mercaderes se volvieron
sedentarios: el volumen de las mercancías
dificultaba el continuo traslado interregional.
Los mercaderes de los siglos XIV-XV se
establecieron en determinados lugares
estratégicos y comenzaron a formar
compañías comerciales con sucursales en
diversas ciudades. En los grandes centros de
la industria y la banca, en Flandes, en Francia,
en Renania y en España, el establecimiento
de casas comerciales toscanas, genovesas o
venecianas, creció a lo largo del siglo XV. Le
Goff sostiene que ”allí donde existe, el gran
mercader-banquero sedentario reina ahora
sobre todo un conjunto, cuyos hilos maneja
desde su despacho, su palacio. Un conjunto
de contadores, comisionistas, representantes
y empleados -- los ‘agentes’ -- le obedecen en
el extranjero“ (Le Goff, 1966, p. 39). El autor
describe los diversos contratos y asociaciones
comerciales (commenda, societas, compagnia,
etc.), los métodos o técnicas utilizados en las
transacciones (seguros, letras de cambio,
libros contables, etc.) y la legislación comercial
que permitieron a los mercaderes salir de su
aislamiento y extender su red de negocios (Cf.
Le Goff, 1966, p. 23 a 39). La creciente
disponibilidad de dinero en circulación
incentivó el intercambio comercial a lo largo de
las rutas terrestres, fluviales y marítimas. Por
un lado, los excedentes de la producción rural
(alimentos y materias primas) se
comercializaron en las ciudades. Por otro lado,
los habitantes del campo empezaron a
manejar dinero en efectivo y a comprar
productos provenientes de las ciudades. Los
burgueses más prósperos fueron los que se
dedicaron a la industria textil y los mercaderes
que se ocupaban del tráfico de paños y
objetos suntuarios.
La gran diversidad de monedas y de
valores existentes hizo que las operaciones
mercantiles se volvieran dificultosas. Para
efectuar cambios de dinero y agilizar las
transacciones comenzaron a instalarse
cambistas en las ferias. Estos ubicaban
delante de su tienda una tabla o banco sobre
el que colocaban las diferentes monedas. Muy
pronto los cambistas comenzaron a recibir los
ahorros de la gente y los invirtieron en
emprendimientos lucrativos y en préstamos al
estado o a particulares. En el campo del
“comercio de dinero”, Le Goff clasifica
jerárquicamente tres tipos de mercaderes o
prestamistas: los “lombardos” (prestan sumas
para consumo personal y a corto plazo), los
“cambistas en metales” (cambian monedas,
comercian con metales preciosos, aceptan
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depósitos y reinversiones por préstamos), los
“mercaderes-banqueros” (importan-exportan
mercancías de toda clase, actúan como
cambistas y financistas, son productores
industriales y realizan otras actividades no
especializadas)
El poder económico de estos grandes
mercaderes-banqueros les permitió
desempeñar un papel fundamental no solo en
el comercio propiamente dicho, sino también
en la política y en el arte. Estos hombres de
negocios se ocuparon de operaciones
financieras, usureras y especulativas en gran
escala, como así también de inversiones
inmobiliarias urbanas y rurales. Si bien el inicio
de sus actividades se remonta a la fase
ascendente de la economía europea (a partir
del siglo XII), el marco político del principado o
de la monarquía configuró un tipo de mercader
distinto del situado en el marco comunal. “La
prosperidad de ciertos grandes comerciantes
italianos tuvo su origen, en gran medida, en
las operaciones financieras y comerciales que
realizaban a cuenta del Papado, una de las
grandes potencias en dinero de la Edad
Media, sobre todo en el siglo XV, cuando el
Papado de Aviñón, al engrosar el fisco
pontificio, drenó una parte de los recursos de
la Cristiandad hacia las cajas de la curia y de
las compañías italianas -- sobre todo
florentinas -- que le servían de banqueros.
Además de los beneficios financieros y
comerciales de estas operaciones, los grandes
mercaderes obtenían privilegios (exención de
impuestos, participación en el gobierno) que
tenían profundas repercusiones en su posición
económica“ (Le Goff, 1966, p. 28-29). Los
vínculos cada vez más estrechos entre los
príncipes y los mercaderes-banqueros
italianos durante los siglos XIV y XV,
provocaron en algunos casos las quiebras o
bancarrotas de estos últimos debido a la
insolvencia de los soberanos y a otros factores
coyunturales.
Le Goff analiza su actividad profesional, su
función social y política en las ciudadesestado,
su actitud religiosa y moral (frente a la
Iglesia y a su propia conciencia) y su papel
cultural-artístico, Para este autor “...por la
masa de dinero que maneja, por la extensión
de sus horizontes geográficos y económicos y
por sus métodos comerciales y financieros, el
mercader-banquero medieval es un capitalista.
Lo es también por su espíritu, por su género
de vida y por el lugar que ocupa en la
sociedad” (Le Goff, 1966, p. 46). Más
adelante, estos mercaderes se consolidaron e
impulsaron una forma de trabajo a domicilio,
sobre todo en el campo, vinculada a la
producción textil. El comerciante adquiría la
materia prima o semielaborada y la
suministraba a una familia campesina que,
luego de realizar el trabajo, se la entregaba
para su venta, con un amplio margen de
ganancia para el comerciante. En el siglo XV y
XVI, los comerciantes, usufructuando sobre
todo el trabajo a domicilio, tomaron la
delantera respecto de los artesanos. En esta
época comenzó la decadencia de las
corporaciones artesanales, si bien algunas
categorías se destacaron del resto y
adquirieron un mayor protagonismo y
significación, como los pintores, los escultores
y los arquitectos, quienes disfrutaban de una
situación económica más favorable que los
otros artesanos.
Los artesanos medievales. Los gremios
Durante la Edad Media, el trabajo manual
se consideraba de escaso valor social frente al
trabajo intelectual, signo de prestigio y de
pertenencia al grupo social dominante (nobles,
clérigos). Se produjo la distinción entre artes
liberales y artes mecánicas, según dominara el
esfuerzo mental o el trabajo físico. La
escultura y la pintura eran consideradas
“innobles”, por tratarse de oficios manuales, de
rango muy inferior a las siete artes liberales:
gramática, retórica, lógica (trivium), aritmética,
geometría, astronomía, música (quadrivium).
La producción artística se consideraba más
bien dentro de las artes mecánicas y se
aprendía como una técnica.
Los artesanos se dedicaban sobre todo a
actividades vinculadas al hierro, la cerámica,
la construcción, la vestimenta, el vidrio y
también las artes plásticas. Durante el
medioevo, escultores y pintores eran
considerados artesanos o artífices y no
artistas. La actividad artesanal de hiladores,
tejedores, herreros, carpinteros, vidrieros,
orfebres, canteros, etc. tenía lugar en talleres,
donde se planteaba la división técnica del
trabajo. Cada taller dependía de su
propietario, el maestro artesano, que contaba
con oficiales y aprendices. El maestro era
también el propietario de los instrumentos de
trabajo y el autor de los proyectos sobre los
que se trabajaba; adquiría directamente la
materia prima necesaria y era el encargado de
la comercialización de los productos. Los
artesanos se agruparon, en función de sus
respectivas actividades u oficios , en gremios
o corporaciones que organizaban y
reglamentaban el trabajo de la profesión.
Según las regiones, se los conoció con
diversos nombres, “guildas” en los países
Bajos, “artes” en Italia, “hansas” en Alemania.
Algunos gremios llegaron a ser muy
poderosos y, frecuentemente, se enfrentaron
con violencia por el control del gobierno de la
ciudad. En su lucha por la preeminencia, cada
gremio construía, como sede, un gran edificio
urbano con el que pretendía opacar las
construcciones de los otros gremios.
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Los gremios o corporaciones ejercían una
función de vigilancia y supervisión, tanto sobre
la persona del artesano como sobre su obra.
Controlaban las formas de producción, las
normas laborales, los horarios, los salarios, los
precios, la calidad de los productos, además
de frenar la competencia. Los gremios
también podían juzgar y decidir en los
conflictos planteados entre artífices, o entre
los artistas y sus clientes. Las corporaciones
establecieron una rígida división del trabajo
entre el maestro artesano, dueño del taller, los
oficiales y los aprendices. Para alcanzar la
categoría de maestro era necesario aprobar
previamente las etapas de aprendiz y de
oficial. El título de maestro se obtenía después
de haber presentado a las autoridades del
gremio la obra maestra, con la que el
postulante demostraba ser competente en el
desempeño del oficio (Nieto y Cámara, 1993,
p. 11-12).
Los aprendices estaban bajo el control del
maestro, que era el responsable tanto de su
educación básica como de enseñarles el
oficio. Por lo común, no recibían sueldo sino
comida, alojamiento y vestimenta. Los
aprendices permanecían en calidad de tales
hasta haber aprendido el oficio (era en general
un tiempo muy largo, de hasta siete años). En
el Renacimiento los aprendices de pintores o
escultores -- entre los cuales la relación
familiar con el maestro era relativamente
frecuente -- se formaban en el estilo de su
maestro. Sus obras posteriores, como artistas
independientes, pueden explicar la continuidad
de formas e influencias estilísticas, aun en
ciudades distantes. Los pintores, a veces
agrupados en un determinado barrio de la
ciudad, tenían como santo patrono a San
Lucas porque, según la tradición, este
evangelista había sido pintor de la Virgen.
Quienes patrocinaban la actividad artística
durante la Edad Media solían ser los
dignatarios de la Iglesia Católica, los príncipes
y los nobles. A partir del siglo XI, los
monasterios se difundieron por toda Europa.
Como centros culturales y artísticos,
produjeron muchas obras de arte pictóricas y
escultóricas, conservaron tradiciones del
mundo antiguo y adaptaron o asimilaron
nuevos estilos. Durante los siglos Xl-XII, los
talleres estaban situados en los monasterios; a
partir del siglo XIII, los centros de producción
artística pasaron cada vez más a las escuelas
catedralicias y a manos de personas laicas.
Las obras artísticas de los siglos XI, XII, XIII se
concibieron para ser vistas por toda la
colectividad. En el arte del siglo XIV,
encontramos el repliegue de la creación
artística hacia lo privado, lo individual
(retablos, cajas con reliquias, libros de horas,
Biblias, salterios, tumbas). “En el siglo XI, el
arte religioso culminaba en el monasterio. A
comienzos del siglo XIII, en la catedral. La
obra de arte religioso característica del siglo
XIV es la capilla. Fundadas, construidas,
decoradas y mantenidas por una persona o
por un pequeño grupo unidas por vínculos de
parentesco, de alianza o de fraternidad”
(Duby, 1998, p. 115-116).
Las iglesias catedrales fueron construidas
por canteros, carpinteros y demás artesanos,
bajo la dirección de un maestro de obras que,
como proyectista y contratista, supervisaba
todas las operaciones y fases de la
construcción. La mayoría de los artesanos se
trasladaba de sus lugares de origen a los
pueblos y ciudades donde se estaban
edificando los edificios comunales o seglares y
las catedrales. Allí se organizaban en
asociaciones instaladas en locales que a la
vez servían de talleres y de centros
administrativos (Shaver-Crandell, 1989, p. 60
a 68)
Los artistas renacentistas trataron de
emanciparse de los gremios. Pero en general
no formaron un gremio independiente, aunque
estaban obligados a pertenecer a uno. Por
ejemplo, en Florencia, desde el siglo XIV,
estaban incorporados al gremio de los
médicos y los farmacéuticos; en Bolonia, al de
los papeleros. La instrucción de discípulos en
un taller a cargo de un artista reconocido
socialmente contribuyó a la emancipación de
la tutela gremial
Los talleres renacentistas
Durante el siglo XIV-XV, los talleres
(llamados en Italia botteghe) fueron el medio
más generalizado de la producción artística.
Chastel señala la notable diversificación de
productos que realizaban los artistas
renacentistas. Junto a ellos trabajaban
oficiales y aprendices, pero también
carpinteros, doradores, tallistas de molduras.
Más allá de la realización de obras pictóricas o
escultóricas, era común en estos talleres la
producción de muebles, cuadros de altar,
tapices, piezas de orfebrería y vidrio, cassoni
(cofres que se regalaban para las bodas) y
toda una serie de artes suntuarias para
consumo de las grandes familias
aristocráticas.(cf. Chastel, 1966, p. XI-XIII).
Las grandes botteghe florentinas como la de
los hermanos Pollaiuolo o la de Verrocchio,
son “polivalentes” en su producción: pintura,
escultura, orfebrería, decoración. A los talleres
les encargaban obras efímeras, escenografías
teatrales, maquinarias o artificios que se
realizaban para ciertos acontecimientos. Eran
construcciones provisionales para fiestas
religiosas o litúrgicas: procesiones,
representaciones sacras o “misterios” y para
fiestas profanas de carácter eminentemente
político: justas o torneos, desfiles, festejos de
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matrimonios principescos, recibimientos o
entradas triunfales. Estas decoraciones se
montaban en tablados, en la calle, en las
plazas públicas o en recintos específicos
(cortiles o salas de palacios, conventos).
“Nada más tradicional en apariencia, pero el
acento cambia y todas estas actividades
tienden a convertirse en espectáculo”.
(Chastel, 1965, p. 30).
El encargo era la forma de trabajo más
frecuente en estos talleres, pues el sistema de
mercado no estaba aún consolidado en el
siglo XV. En realidad, toda la demanda
artística no podría haberse atendido de no
haber sido canalizada a través de la
organización del taller, que trabajaba
regularmente por encargo de un cliente. El
sistema de trabajo en talleres pervivió
integrado en la organización gremial de las
distintas ciudades. Las características de
estos talleres variaban: hay algunos que se
ocupaban de obras de menor importancia y
otros que realizaban encargos de gran
envergadura y de características variadas.
Existieron talleres especializados cuya
producción se centraba en la talla de la
madera (taracea, sillas corales, maquetas
arquitectónicas) o en la labra del mármol
(tumbas, tabernáculos). Las características de
estos grandes talleres de la segunda mitad del
siglo XV, los artistas que trabajaban en ellos,
las obras que realizaban, los mecenas a los
que servían, contrastaban con las que ofrecían
talleres más modestos de carácter
marcadamente artesano. Estos talleres
menores, por el tipo de obras que realizaban y
no por el volumen de su trabajo, abastecían
las demandas de un público que no buscaba
ni exigía del arte las sofisticadas funciones y
aplicaciones que les atribuían la elite
aristocrática de los grandes señores y sus
familias, los papas y los sectores más
encumbrados de la iglesia. Sus realizaciones
iban destinadas a atender un simple consumo
determinado por la creciente necesidad de
imágenes.
Los artistas más importantes del
Quattrocento realizaron obras muy diferentes
de las que habitualmente se conocen. Della
Robia realizaba baldosas para edificios,
Botticelli hacía dibujos para bordados, da
Sangallo diseñaba modelos en madera para
sillerías de coro. Los grandes talleres tenían
una actividad constante, incluso cuando el
maestro se ausentaba para realizar una obra
con ayuda de un grupo de ayudantes. Con
frecuencia, los colaboradores, a la muerte del
maestro, se hacían cargo de la dirección del
taller, a veces asociándose dos artistas. En
otros casos, como en el de los della Robia o
los Ghirlandaio y los talleres familiares, el taller
se trasmitía entre los miembros de una familia.
Los maestros, directores de taller, actuaban
como auténticos empresarios.
“Aunque en líneas generales, en el campo
de las realizaciones, estos maestros se
liberaron del artesanado de tradición medieval,
la organización de sus talleres no supera la
estructura y orientación tradicional del taller.
Hoy que damos un valor diferente a la obra de
arte como realización individual, nos
sorprende la unidad estilística de las
realizaciones de estos talleres en los que
intervinieron diferentes artistas. Esta fue una
forma de trabajo normal y habitual en el
Quattrocento italiano. Los ayudantes
asimilaban la maniera del maestro y la
desarrollaban” (Nieto Alcaide y Checa
Cremades, 1983, p. 29).
En suma, en el Quattrocento la realización
de obras en los talleres -- centros de
producción y de formación, de transmisión y
de transformación del sistema plástico -- fue el
sistema más habitual de producción artística
de la época. En el Cinquecento, sin embargo,
artistas como Miguel Angel produjeron una
transformación en el sistema de trabajo, por su
tendencia a prescindir de ayudantes y
colaboradores. (Nieto Alcaide y Checa
Cremades, 1983, p. 30). En el siglo XVI, el
surgimiento de las academias, pero sobre todo
la presencia del artista cortesano y erudito
testimoniarán públicamente la revalorización
social del artista.
La nueva condición social del artista
Desde el siglo XV, se había iniciado en
Italia un proceso de revalorización del trabajo
del artista que culminará en el siglo XVI. Los
anónimos artistas-artesanos de la Edad Media
dieron paso a otros artistas que comenzaron a
firmar sus obras. En esta nueva
consideración del artista, los escritores
desempeñaron un papel fundamental. Se
publicaron biografías de artistas, sobre todo en
Florencia, aunque este fenómeno se extendió
a otras regiones de Italia. Las biografías de
artistas tenían su antecedente en la
Antigüedad, en la obra de Plinio el Viejo
Historia Natural, que fue traducida al toscano
por Landino en 1476. En este interés por la
historia, por la biografía, subyacería cierta idea
de progreso, de un renacer artístico y cultural
después del medioevo (Nieto y Cámara, 1993,
p. 11).
Los contratos de los pintores y escultores
con sus clientes, donde todo, desde los
materiales hasta el número de figuras por
representar quedaba especificado, fueron
“evolucionando” en el sentido de dejar una
mayor libertad al artista. Los artistas van a
luchar por la liberación de las estrechas
limitaciones del gremio y por el carácter
científico de su arte. Los argumentos
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esgrimidos para desvincular al arte de su
consideración artesanal fueron varios.
Recurrieron al modelo de la Antigüedad,
recordando a los artistas grecorromanos que
firmaban sus obras. Demostraron que el
conocimiento científico de la época – la
geometría, la óptica, la matemática, etc. -- era
imprescindible para la creación artística.
Algunos grandes artistas fueron a la vez
teóricos (Alberti, Piero della Francesca,
Leonardo, etc.) y su influencia en ese sentido
puede considerarse paralela a la que tuvieron
sus obras. En suma, “se trataba de defender la
figura del artista como alguien que, además de
su formación científica, unía un ingenio y una
capacidad de creación que se plasmaba en
obras que iban mucho más allá de cualquier
consideración artesanal” (Nieto y Cámara,
1993, p. 14).
La nueva valoración social de los artistas
renacentistas estuvo en gran medida
relacionada con el fenómeno del mecenazgo
(del que hablaremos más adelante). En
algunos casos, la vinculación de un artista a
una corte o a un príncipe le permitió eludir la
obligación de pagar la cuota del gremio
correspondiente. La figura del artista
cortesano se alejó de la generalidad de los
artistas y artesanos, por su posición
económica, por su forma de vida y por su
integración en los grupos de humanistas
vinculados a las cortes.
Las novedades o transformaciones que se
produjeron en el sistema de trabajo y en el
mercado artístico fueron la consecuencia de
una concentración del poder económico y de
la iniciativa cultural por parte de la elite
aristocrática. La obra de Leonardo, Miguel
Angel, Rafael no podría jamás comprenderse
en el marco del limitado sistema corporativo
medieval. A fines del siglo XV, se comenzó a
cultivar y valorar “lo individual”, el desarrollo de
la personalidad de los artistas en la vida social
y en el sistema de mercado y, a su vez, la
competitividad frente a los principales
comitentes o mecenas. A ello se debe, en gran
parte, la transformación del papel del artista y
su valoración social. Podemos notar ya a fines
del siglo XV una acentuada tendencia a elevar
la producción artística al nivel de las “artes
liberales”. Esto supuso un cambio favorable al
papel del artista en la sociedad, en relación
con la situación del artífice medieval. En este
sentido, fue fundamental el papel
desempeñado por los humanistas. Según
Nieto Alcaide y Checa Cremades, si los
pintores, escultores y arquitectos abandonan
la condición medieval de artesanos es, en
buena medida, por la intervención del
humanismo. Los llamados “hombres
universales” y “genios” del Renacimiento son
el ejemplo de la elevación social del artista a
nivel de veneración y mito. “El trabajo artístico
no se articula desde el oficio (...) sino desde
una concepción humanística de más amplio
alcance” (Nieto Alcaide y Checa Cremades,
1983, p. 188).
Arte y humanismo
Los humanistas (filósofos, poetas, literatos,
arqueólogos) fueron conscientes de la
imposibilidad de aislar a los artistas del
renacer cultural que toma “el modelo de la
Antigüedad como referencia mítica de una
cultura laica” (Nieto Alcaide y Checa
Cremades, 1983, p. 31). Haberlo hecho habría
supuesto atacar la base teórica que
fundamentaba ideológicamente la nueva
cultura. Los expertos, los entendidos, eran los
que estimaban la valía del artista y de la obra
encargada por el comitente. Los humanistas
jugaron un papel de referencia crítica, de
valoración del arte desarrollado en las cortes.
Según Chastel, la representación del
mundo antiguo se abordaba como una especie
de “cosmos humano”, una “suma de
civilización” que se había convertido para los
“modernos” (los humanistas renacentistas) en
una garantía cultural. ”Se hallan ligados a la
necesidad de afirmar con un nuevo rigor la
universalidad de la potencia humana y la
realidad del progreso (...). Se esboza así una
nueva antropología de fundamento metafísico
y una nueva articulación de la historia”
(Chastel, 1965, p. 38). Surgió así un impulso
hacia la transformación del mundo, una “idea
de renovatio” El humanismo se convirtió en el
enunciado de programas de reforma. Chastel
distingue y localiza varios aspectos de este
movimiento humanista. En primer lugar,
plantea la existencia de un humanismo
arqueológico y epigráfico, situado en el norte
de Italia, en Mantua, Padua y Venecia. En
segundo lugar, un humanismo filológicoliterario
y filosófico desarrollado en Florencia.
En tercer lugar, un humanismo matemático
con sede en Urbino. Según Chastel, el más
ligado a las artes es este último. El segundo
se mantiene en apariencia más alejado, por su
nivel especulativo y sus vinculaciones
literarias, pero igualmente aporta nociones
teóricas a los artistas y un clima de
esteticismo. El primero “gravita más
fuertemente sobre la imaginación y el
repertorio artístico” (Chastel, 1965, p. 41).
El autor asocia el humanismo de
arqueólogos y epigrafistas (Marcanova,
Feliciano, etc.) con la figura de artistas como
Mantegna (Padua, Mantua), pero también con
la de Jacopo Bellini (Venecia). Los eruditos
recopilaban inscripciones, epigramas y
emblemas antiguos; los pintores dibujaban lo
que los arqueólogos les señalaban. Cabe
señalar que no se trata de meros traslados
arqueológicos sino de “motivos”, de elementos
7

a la vez significantes y plásticos. A principios
del siglo XV, Roma no era aún el gran centro
comercial de antigüedades; tampoco Milán o
Florencia. Fue en Padua y en Venecia donde
florecieron las representaciones “a la antigua”,
las medallas romanas, las estatuillas, etc.
La relación de las artes visuales con el
saber matemático aportó elementos para la
concepción racional o intelectual de la
actividad artística. El humanismo especulativo
orientó a las artes hacia una concepción
“absoluta”, explicitada mediante las
matemáticas. Las traducciones latinas de
Euclides, Vitruvio, las ediciones de Ficino,
Boecio, Alberti demuestran el interés de los
círculos eruditos por la filosofía y las
matemáticas. En Urbino, Piero della
Francesca redactó para Federico de
Montefeltro De prospectiva pigendi, la “óptica
de los pintores”, una serie de proposiciones
geométricas y construcciones gráficas
abstractas. Luca Pacioli publicó junto al
tratado De divina proportione, la obra De
corporibus regularibus de Piero. Pacioli, como
representante de la nueva cultura científica,
difundirá sus ideas por Perusa, Urbino,
Florencia, Venecia, Milán y Roma,
constituyendo lazos entre los medios
intelectuales, ya sean conventos,
universidades o cortes. De divina proportione
resume una serie de “cursos” o
conversaciones pronunciados por Pacioli en
Milán, donde conoció a Leonardo da Vinci.
Para Chastel, esta obra, “programa de
fórmulas matemáticas envueltas en
definiciones filosóficas”, representa la
situación mental del Quattrocento, donde
práctica y teoría se avecinan sin ajustarse
exactamente una a la otra (Chastel,1965, p.
49).
El humanismo literario y filosófico florentino
no negó al aparato escolástico previo, sino
que lo invadió de fórmulas platónicas,
referencias a dioses antiguos y citas de
poetas. En el último cuarto del siglo XV, la
obras poéticas de Poliziano, las Stanze y el
Orfeo y la obra filosófica de Ficino y Pico della
Mirandola, la Theología platonica y La Oratio
de hominis dignitate respectivamente, apoyan
el sentido de una cultura italiana antigua
recuperada, “dentro de la perspectiva
suprahistórica de una doctrina y de una
simbólica universales” (idem, p. 50). Para el
neoplatonismo (del que hablaremos más
adelante) la naturaleza tiende hacia una
armonía que se realiza a través de la
intervención humana que la descifra y la
enuncia.
Las tres modalidades del humanismo (la
arqueología, la ciencia matemática y la
doctrina filosófica) requieren nuevos medios
de expresión. La imagen del hombre y de la
naturaleza se vieron influenciadas por los
rápidos progresos del naturalismo. “Todos los
aspectos de la actividad humana encuentran
una forma, un símbolo que las dota de
autenticidad: el arte ofrece a la conciencia el
soporte que la exalta” (Chastel, 1965, p. 54).
El modelo cultural de la Antigüedad
Los artistas del Renacimiento fueron
conscientes de que su arte era una
recuperación del arte de la antigüedad. Sin
embargo, ni durante la Edad Media se produjo
un olvido del arte clásico, ni en el
Renacimiento se recuperó literalmente o se
imitó el arte de la Antigüedad. “Durante del
siglo XV se fue configurando la valoración de
los modelos de la Antigüedad como un mito
cultural” (Nieto Alcaide, 1996, p. 25). Surgió la
idea de que el nuevo arte podía lograr una
superación de las realizaciones clásicas.
Superar en vez de imitar, interpretar en lugar
de copiar
Cabe señalar que a lo largo del siglo XV las
ruinas romanas fueron poco a poco
redescubiertas y valoradas como posible
repertorio de formas. Este conocimiento de los
restos arqueológicos se plasmó en algunas
obras escultóricas y arquitectónicas de este
período, tanto en tipologías (el arco triunfal, la
escultura ecuestre, etc.) como en la
decoración y en los sistemas de construcción.
Los escultores y arquitectos dispusieron de
modelos en que inspirarse junto con las
descripciones literarias y tratados como el de
Vitruvio. En cambio, los pintores carecieron de
modelos propios. Tuvieron que recurrir a
fuentes escritas, a descripciones de obras
clásicas, ya que no podían acceder
directamente a las obras pictóricas de la
Antiguedad.
La nueva cultura buscó sus referencias en
el mundo grecorromano. El tema mitológico
fue una de sus manifestaciones. Su
elaboración fue tardía dentro del arte del arte
del Quattrocento y, aunque se inspiró en
fuentes literarias, se desarrolló como una
referencia alegórica y simbólica del presente,
especialmente en relación con las virtudes de
los comitentes. “Utilizados como paralelos a
héroes cristianos o a príncipes
contemporáneos, el recurrir a dioses de la
Antigüedad fue un lugar común en las cortes
humanistas de los diversos estados italianos
(...). El tema del poder en la antigua Roma va
a servir de modelo a los nuevos príncipes.
Estos en las Entradas triunfales que hacen en
las ciudades, en las grandes fiestas, en los
monumentos levantados a su fama, en todo lo
que es la imagen de su propio triunfo y poder,
van a recurrir a los modelos de la Antigüedad
romana, instalándose así ellos también en esa
esfera de valores universales que justifican el
8

proceso histórico” (Nieto y Cámara, 1993, p.
23-24).
Pero junto a la valoración de los modelos
antiguos y sus interpretaciones existió otro
factor, de carácter intelectual y teórico, que
ejerció una profunda influencia en el arte
renacentista del último cuarto del siglo XV: el
estudio e interpretación de la filosofía de la
Antigüedad. Se trata de un redescubrimiento,
de una nueva lectura e interpretación por parte
de los humanistas florentinos. La “Academia
Platónica” con sede en Villa Careggi
(Florencia) fue una clara manifestación de esta
nueva valoración de la filosofía antigua, que
tuvo una inmediata proyección en la teoría y
práctica del arte, sobre todo en ciertos
circuitos intelectuales a fines del siglo XV. Esta
influencia de la filosofía antigua sirvió como
fundamento conceptual para la configuración
de un nuevo ideal artístico (Nieto Alcaide,
1996, p. 25- 27).
El neoplatonismo
El principal representante del
neoplatonismo fue Marsilio Ficino (filósofo y
erudito) que integró la mencionada “Academia
Platónica” junto a Landino (comentador de
Virgilio, Horacio y Dante), Poliziano (poeta y
literato latinista), Pico della Mirándola (filósofo
que introdujo el estudio de fuentes orientales)
y Lorenzo de Médicis (político-aristócrata y
mecenas). Estos hombres dieron a conocer a
Platón en latín (a través de textos traducidos,
con comentarios), a Plotino y también a
escritores posteriores (Proclo, Dionisio el
Areopagita). Tuvieron en cuenta la tradición
esotérica, la sabiduría del Oriente (Hermes
Trismegisto, Orfeo, Zoroastro) y la doctrina
“secreta” de los pitagóricos. Construyeron un
sistema filosófico coherente en el que
infundían un nuevo significado a toda la
herencia cultural de la época (Virgilio, Cicerón,
Lucrecio, Ovidio, Dante). Integraron la
mitología clásica con la astrología, el
panteísmo, el esoterismo, la cábala y la magia;
pero, por sobre todo, armonizaron y fundieron
los principios platónicos y pseudoplatónicos
con los dogmas cristianos. El título de la obra
de Ficino Teología Platónica refleja su deseo
de restaurar la filosofía de Platón demostrando
su acuerdo o concordancia con el cristianismo.
Ficino no reconoció una diferencia esencial
entre las fuentes de revelación paganas y
cristianas (eran consideradas concordantes e
intercambiables). Según Pico della Mirándola,
el pensamiento cabalístico judaico y la
imaginería pagana debían convertirse en
nuevas herramientas de la teología cristiana
(Cfr. Wind, 1972). Panofsky señala que el mito
pagano era considerado por los neoplatónicos
como una manifestación directa de la verdad
religiosa rompiéndose así los estrictos límites
de “lo sagrado” y ”lo profano”. El
neoplatonismo del siglo XV, al entender la
verdad y la revelación como una sola, rompió
con las fronteras y los límites del pensamiento
medieval. Ficino y sus seguidores
compartieron la antigua creencia en una
analogía estructural entre el “macrocosmos”
(el Universo) y el “microcosmos” (el hombre).
La concepción neoplatónica del Universo
enlazó la Divinidad con el mundo sensible a
través de una jerarquía de gradaciones,
unidas por un “circuito espiritual” (Panofsky,
1975, p. 262- 267).Todos los objetos o
fenómenos naturales estaban cargados de
cierta energía cósmica. Desde este punto de
vista, la línea divisoria entre la ciencia y la
magia se volvía imprecisa.
La astrología
La especulación cosmológica y la influencia
de la astrología se intensificaron a finales del
siglo XV. La imagen de la tierra se modificó
con los intercambios de información y la
llegada de noticias del Nuevo Mundo, a partir
de 1492. Para Chastel, los descubrimientos
oceánicos habían sido preparados por la
actividad de cartógrafos y cosmógrafos, tanto
como por el perfeccionamiento de los métodos
de navegación. Estos hallazgos ocasionaron
especulaciones más o menos ligadas al
florecimiento de las figuraciones simbólicas y
de los temas astrológicos. A finales del siglo
XV, la conciencia de la realidad cósmica llegó
a ser más intensa, particularmente en Italia.
”La conciencia del cosmos exige un aparato
de símbolos que el desarrollo del saber
transformará más tarde. Italia es uno de los
países en que la imago mundi se tiene
cuidadosamente al día. La teoría unificada del
cosmos es una de las originalidades de la
nueva cultura” (Chastel, 1965, p. 12). Según
Chastel, la astrología se consideraba una
práctica, un saber y una simbólica. La
astrología, como “necesidad general”, entraba
en todos los cálculos, matrimonios, guerras,
negocios, fundaciones de palacios o iglesias,
etc. “La astronomía es como la clave del saber
universal, en la medida en que la naturaleza
se halla dominada por el orden matemático,
pero al mismo tiempo, las figuras de los dioses
antiguos y las de los héroes, consideradas
como figuración de potencias de la misma
naturaleza, constituyen un registro simbólico
de una riqueza inagotable” (Chastel, 1965, p.
36). Es oportuno señalar que durante el
Renacimiento se pasaba, sin vacilación, de la
descripción “científica” del mundo y de la
“esfera matemática”, a la consulta astrológica
que actualizaba ese saber. “Italia se hacía
más apta para desarrollar las
representaciones de la realidad física y de la
9

actualidad histórica bajo una forma universal”
(Chastel, 1965, p. 24).
Los orígenes de la laicización de la cultura
A lo largo del siglo XIV se fue
desarrollando una nueva orientación de la
cultura que planteó el intento de configurar
una cultura laica. El arte se iba liberando
gradualmente de la tutela eclesiástica. Para
Duby, no es que los fieles estuvieran menos
preocupados por el mundo sobrenatural, por
las necesidades litúrgicas o sacramentales.
“No hay duda ninguna de que se sigue
sirviendo en primer lugar a Dios y a los santos,
pero ahora se les sirve de otra manera.”
(Duby, 1998, p. 115). En el siglo XIV, se
acentuaba la “interiorización del cristianismo”,
la oración, la mortificación, la donación a
instituciones de caridad. Pero a lo largo del
siglo se acrecentó la distinción entre las cosas
terrenales y las celestiales.
La línea de separación entre lo sagrado y lo
profano ya se había trazado a mediados del
siglo XIII. Algunos teólogos se habían
apartado del intento inútil de Santo Tomás de
Aquino de conciliar el dogma y la razón.
Doctores franciscanos como Duns Escoto y
Guillermo de Ockham basaron sus
enseñanzas teológicas en la separación del
ámbito de “lo inmaterial”, perteneciente a la fe,
la devoción individual o la piedad, del ámbito
de “lo sensorial”, sujeto a la observación, la
experiencia sensible y el razonamiento lógico.
El mundo en que vivimos era concebido como
un espacio autónomo que el hombre debía
explorar y conocer para gobernar. Duby
sostiene que esas ideas respondían a las
necesidades de una sociedad trastornada por
la expansión de la economía de mercado, por
la ampliación de los límites del mundo y, sobre
todo, se correspondían con las expectativas
de los nuevos grupos sociales.
Es significativa la aparición, en el siglo XIV,
de los primeros coleccionistas, conjuntamente
con la búsqueda del parecido cuando se
retrataba a los donantes y la aparición de
signos de propiedad y rango en las obras
(escudos de armas, divisas, etc.). Los que
financiaban relicarios, vidrieras, sepulcros,
retablos, daban estrictas instrucciones a los
artesanos y querían ser identificados como los
donantes de esos objetos. Hay documentos
del siglo XIV que muestran la relación entre el
comitente y el ejecutor. Son contratos firmados
ante notarios, donde el artista se compromete
a respetar ciertas cláusulas que fijan no sólo
sus honorarios, la calidad del material que va
a utilizar, sino también la forma de desarrollar
el asunto o tema de la obra. Igualmente se va
apuntando la autonomía del artista en una
sociedad donde asciende gradualmente el
individualismo. Los contratos se presentan
como un acuerdo entre dos individuos e
incluso en los encargos públicos, el proyecto
responde a la voluntad formal de una sola
persona. Según Duby, este debilitamiento de
las limitaciones a las iniciativas individuales se
vio favorecido por la introducción del dinero
como medio de intercambio y por la
predicación de las órdenes mendicantes que,
mediante la apelación al amor místico,
reforzaban la relación personal y afectiva con
el espíritu. Esta influencia del individuo en la
obra de arte hace que se reduzcan las
dimensiones de ésta. (Duby, 1998, p. 111-
115).
Las nuevas funciones de las obras de arte
en el marco del proceso de secularización
social
Las obras medievales, a pesar de los
cambios estilísticos, se caracterizaron por su
continuidad en las funciones de la obra de arte
y en las estructuras que proporcionaban a las
formas artísticas su diversidad y su unidad.
Las imágenes del siglo XIII instruían sobre la
vida de Cristo, la Virgen y los santos. Por un
lado mostraban refugios espirituales como la
presencia de María, pero por el otro advertían
que la muerte estaba cercana y había que
estar preparados. La función de las imágenes
pictóricas (en las páginas de los libros, en los
muros de una capilla, en los paneles de los
retablos) y las obras escultóricas era a su vez
emocionar, “tocar la fibra sensible, despertar el
terror sagrado, el arrepentimiento” (Duby,
1998, p. 118). En el arte del siglo XIV sigue
predominando lo religioso. Las obras eran en
su mayoría ofrendas y su finalidad consistía en
ayudar al fiel a entrar en comunicación
afectiva con el mundo invisible. Las nuevas
prácticas religiosas tendieron a conceder una
mayor importancia a ese papel mediador. Se
amplió la función de la imagen piadosa como
fuente de bendición. Asimismo, la obra tiende
a convertirse en un objeto de propiedad
personal. Los artistas comenzaron a trabajar
principalmente en encargos privados o para el
mercado.
El arte renacentista italiano surgió ligado a
una forma completamente distinta de entender
la práctica artística y el funcionamiento de la
obra de arte en la sociedad, debido a una
serie de transformaciones en las formas de
vida, la economía, la política, la ciencia, la
religión, de las que hemos hablado
anteriormente. En relación con el ámbito de la
cultura, se aprecia la culminación de un
proceso de secularización social que afectó a
todos sus aspectos. No se trata de que la
cultura haya dejado de ser cristiana sino que
se ha desentendido de un patrocinio ejercido
exclusivamente por la Iglesia. Pero igualmente
en este contexto es difícil establecer un
10

sistema cultural desvinculado ideológicamente
de la religión. El arte, aunque no se emancipa
de las relaciones con lo sagrado, es una
manifestación que se vincula, por los
planteamientos teóricos a los que obedece y
por las funciones que asume, al proceso de
desacralización y a la integración con la vida
civil.
Para Nieto Alcaide y Checa Cremades, se
produce más bien una disociación sin traumas
entre cristianismo y cultura laica, debido a que
la nueva cultura que pretende ser laica no es,
por otra parte, anticristiana. Es más bien una
emancipación del monopolio cultural ejercido
secularmente por la Iglesia. Las novedades
de esta cultura burguesa no rompen, en el
plano ideológico, con las creencias religiosas:
el dinero es ”recompensa “ de Dios.
Las imágenes religiosas representaron a los
personajes que las encargaron en función de
su status. Las primeras realizaciones que
auspiciaban los nuevos mecenas continuaron
siendo de carácter religioso. Para comprender
su significación y la instrumentación que de
ellas hacen los nuevos mecenas, es preciso
aludir al mencionado proceso de
secularización que rompió con la vinculación y
relación exclusiva con la religión y la
institución eclesiástica que dominaba el arte
desde la Edad Media. El arte del siglo XV
cumplió funciones que superaban los límites
casi exclusivamente religiosos que había
venido desempeñando. Con independencia de
los temas religiosos de las obras, las
funciones que desempeñan pueden ser otras:
una composición religiosa puede desempeñar
el papel de una obra de devoción, pero puede
además ser un instrumento representativo y
emblemático del comitente que la encarga, de
su condición social, rango, status. La identidad
de espacios y escalas con que comenzaron a
aparecer las figuras laicas respecto a la Virgen
o Santos, le confirieron una significación de
prestigio y poder. En composiciones religiosas
podían subyacer varias funciones
interrelacionadas: la finalidad votiva del
encargo, la ostentación de la idea de rango, la
magnificencia del personaje.
El coleccionismo
Durante el Renacimiento, las funciones que
desempeñaba la obra de arte hicieron que los
encargos alcanzaran un complicado y
sofisticado número de papeles y significados.
Chastel compara el coleccionismo del duque
de Berry (fines de siglo XIV) con el de Lorenzo
de Médici, “el Magnífico”. El arte para el
primero no tiene otra finalidad que la de un
simple placer personal. Él mismo se acusaba
de perder el tiempo con ello y de gastar el
dinero en obras. Su coleccionismo resulta
espontáneo e ingenuo si lo comparamos con
el papel del arte en la corte de los Médici. En
torno a Lorenzo el Magnífico había poetas,
humanistas, artistas. El mecenas poseía una
gran biblioteca y colecciones de antigüedades
grecorromanas. Además del placer artístico
que le proporcionaba su colección, Lorenzo la
utilizaba, lo mismo que a su corte cultural,
como afirmación de su prestigio, como arma
política e instrumento para desarrollar una
estrategia diplomática. A través de sus artistas
y obras los Médici mantenían importantes
contactos que implicaban una relación política.
Se enviaron pintores florentinos para que
trabajaran para el Papa en la capilla Sixtina y
que actuaron como una auténtica “embajada
diplomática”. (Nieto y Cámara, 1993, p. 17). El
arte servía a los fines de la política a través de
un racionalizado proceso de cálculo. En
Florencia se fue desarrollando un
nacionalismo cultural y político, una exaltación
de lo toscano, del que algunos comitentes,
como los Médici, eran plenamente
conscientes. Por ejemplo, Cosme I de Médici
abrió al público sus colecciones (Uffizzi),
promovió obras que vinculaban a su familia
con el prestigio de la ciudad, apoyó una obra
historiográfica como las Vite de Vasari, de
marcado carácter nacionalista-toscano.
Encargos y mecenas
Durante el siglo XV italiano, los encargos,
aunque no los haga la Iglesia en su totalidad,
eran de carácter esencialmente religioso. Los
mecenas, ya sea aristócratas, burgueses o
instituciones de carácter público, hacían
donaciones para iglesias y fundaciones
piadosas, según una práctica avalada por la
tradición. Según Nieto Alcaide y Checa
Cremades, los artistas se veían forzados a
desarrollar sus experimentaciones formales en
obras en las que se ponía de manifiesto la
contradicción entre el sistema plástico de
representación y el carácter de los temas
encargados. A mediados del siglo XV, se
produjeron en los temas religiosos ciertas
alteraciones derivadas de este proceso de
desacralización de la composición religiosa. El
mecenas y su familia aparecían a la manera
de actores de una “representación teatralsacra”,
que se diferenciaba de la tradicional
figura del donante. “La idea de continuidad del
status que se tiene en la tierra es algo que no
se muestra en contradicción --mas bien es
algo plenamente admitido -- con el orden
religioso establecido” (Nieto Alcaide y Checa
Cremades, 1983, p. 22). La presencia del
cliente o del mecenas en el escenario del tema
sagrado lleva a pensar en la continuación de
esta situación después de la muerte. La idea
de gloria materializada en estas imágenes se
presentaba como una prolongación de la vida
terrenal; el obispo, el noble, el banquero, el
11

comerciante, el profesional ostentaban su
condición social. Estas nuevas funciones de
carácter profano que se conferían a obras de
carácter religioso no pueden comprenderse si
no es atendiendo al nuevo papel que
desarrollan los mecenas. Es evidente el papel
que desempeñaron en el panorama artístico
de su tiempo, como promotores de
importantes empresas artísticas, los Médici en
Florencia, Federico de Montefeltro en Urbino,
Julio II en Roma. Pero no es que en el siglo
XV se produjo la “aparición” de la figura del
“artista” o del “mecenas”, sino que se
configuró un complejo marco de relaciones
entre artistas, clientes y protectores, y entre
éstos y los valores y funciones que atribuyen a
las obras que encargan. Por ello, al estudiar la
aparición de la nueva cultura artística del
Renacimiento, es preciso preguntarse acerca
de las novedades que comporta este cambio,
de las razones a qué obedece y de las nuevas
funciones que se atribuyen a las obras que se
encargan; es decir, que es necesario analizar
el fenómeno que supone el cambio en la
concepción de los fines y razones que motivan
estos encargos artísticos. Con frecuencia, se
habla de dispendios, lujos y gastos cuantiosos
e innecesarios a propósito de las empresas
artísticas que se llevaron a cabo en el
Renacimiento. Indudablemente, desde una
óptica utilitarista, que aplica a una época
conceptos y valores de otra, es evidente que
los mecenas renacentistas realizaron una
serie de gastos “innecesarios”. Sin embargo,
hay un aspecto que no se ha destacado. Si
esto es así ¿por qué los gastos en programas
artísticos son tan generalizados? ¿por qué los
príncipes, nobles y grandes señores se
comprometen en ellos? Desde el momento en
que los programas artísticos dejaron de ser
monopolizados en exclusividad por la Iglesia,
con la aparición de un nuevo tipo de comitente
y de mecenas, existieron señores que
contrataron de forma permanente el servicio
de determinados artistas. Su papel de
protectores y promotores de las artes hace
que los podamos llamar mecenas. Lorenzo el
Magnífico y su corte de artistas, humanistas y
literatos es un ejemplo de este fenómeno. La
relación con el arte de un mecenas es
diferente de la que ejerce un cliente, comitente
ocasional, que temporalmente encarga un tipo
de trabajo a un artista o a un taller.(Nieto
Alcaide y Checa Cremades, 1983, p. 22-23).
Resulta evidente el hecho de que los
encargos artísticos que se realizaron no fueron
un lujo innecesario, sino una forma de
representación de la condición y prestigio del
mecenas que participa, en mayor o menor
medida, de la idea de Humanitas. El dispendio
y el lujo eran fenómenos íntimamente
vinculados con la mentalidad aristocrática y
burguesa de los nuevos comitentes y con la
idea de honor de la familia. Este fenómeno
puede verse también en el sector eclesiástico,
ya que los papas, los cardenales, los obispos,
procedían de estas mismas grandes familias.
Dentro de la Iglesia como institución existieron
diferencias abismales en el orden social. Por
ello, muchas de las realizaciones de los
clérigos tenían funciones en las que se
reflejaban, desde otra perspectiva, las
exigencias asignadas por los grupos sociales
de los que procedían. La jerarquía eclesiástica
compartía con la alta burguesía laica cierta
idea de status, prestigio y gloria mundana.
La financiación de los nuevos programas
artísticos se realizó con un flujo monetario
producto de las actividades comerciales y
bancarias y no sólo de las viejas fortunas. Los
gremios también promovieron obras en
fundaciones religiosas y en sus propios
edificios y los príncipes asumieron, además de
las obras oficiales del estado, el desarrollo de
obras religiosas y laicas. Bajo patrocinio
eclesiástico se hicieron obras pertenecientes a
órdenes religiosas, al clero secular y a la corte
pontificia. A través de todas estas obras se
verifica una serie de funciones en las que la
dependencia con respecto al comitente es
clara. Respecto de los mecenas y comitentes
que encargaron y promovieron obras artísticas
durante el Renacimiento, se observa que la
nómina cambia y se amplía. Cambia en el
sentido de que abandona su carácter de
actividad limitada a la Iglesia como principal
cliente. Igualmente cambian las funciones que
desempeñaba la obra de arte.
Tal como lo hemos explicado
anteriormente, el arte medieval se movía
dentro de una jerarquía teológica de la que el
mecenas participaba de alguna manera. Se
trataba de expresar una idea de prestigio, pero
refrendado por la Divinidad. En el siglo XIV, el
donante estaba presente en las
composiciones religiosas y en las tumbas
(ambas en las capillas de templos). Pero el
comitente se hacía representar, no retratar, de
acuerdo con la codificación de un sistema
jerárquico: representar los personajes
humanos a menor escala que los sagrados. El
espacio en que se encontraban los donantes y
las figuras sacras era el mismo. El hombre
participa del ambiente de la divinidad,
expresando un privilegio por su rango a través
de la obra que encarga. La idea de rango se
asociaba con la de su participación preferente
en la ordenación jerárquica y teológica del
universo. A través de sus promociones, el
comitente nos dejaba la memoria y la
constancia de su participación en el orden
existente y de su status confirmado por la
divinidad (Nieto Alcaide y Checa Cremades,
1983, p. 24).
En el siglo XV, el encargo asumió el papel
de ostentación del prestigio político,
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ideológico, representativo y emblemático. Por
ejemplo, los retratos ecuestres (monumentos
conmemorativos y representativos del
condottiero) son expresiones en los que se
visualiza la “ideología de poder” y del prestigio
social del individuo. El banquero del
Quattrocento no se contentaba con multiplicar
las fundaciones piadosas: establecía en ellas
su tumba, con el anhelo de perpetuar su
nombre en la tierra y asegurar su salvación en
el cielo. El advenimiento de personalidades
ansiosas de fama y publicidad confirió un
estilo nuevo a la política, la literatura y al arte.
Los signos de glorificación inventados en el
mundo antiguo (carros y arcos de triunfo,
trofeos de mármol, esculturas, palmas,
coronas, discursos fúnebres, etc.)
reaparecieron como testimonio de grandeza
personal. La ostentación se convirtió en Italia
en un deseo de lo espectacular que se tradujo
en pintura, escultura, arquitectura y
decoración.
Las diferentes cortes italianas del siglo XV
rivalizaron en las promociones culturales que
emprendieron los diversos mecenas. La
cultura asumió el papel de catalizador de la
idea de prestigio. Cabe señalar como ejemplos
los esfuerzos artísticos de los Papas para
transformar a Roma y devolverle su grandeza
luego del cisma de Aviñón. Eugenio IV,
Nicolás V, Pío I, Pablo II, intentaron crear una
nueva imagen de Roma que se correspondiera
con la “restauración” de la sede papal. Los
ducados de Milán con los Sforza, Urbino con
Federico de Montefeltro, Mantua con los
Gonzaga, Ferrara con los Este, etc.,
emprendieron una política de prestigio
atrayendo artistas de renombre. El trabajo de
Bramante y Leonardo en Milán, el de Piero
della Francesca, Alberti y Berruguete en
Urbino y el de Alberti y Mantegna en Mantua,
son un ejemplo de la competencia y atracción
de artistas que realizan las principales cortes.
Los mecenas, en muchos casos, marcaron el
tono de las realizaciones o desarrollaron un
auténtico proceso selectivo a la hora de
contratar a los artistas. Federico de
Montefletro, por ejemplo, aportó el gusto por
una línea experimental y ecléctica. El Papa
Julio II abordó, en sus programas pictóricos, la
síntesis entre la cultura clásica y el
cristianismo.
Se produjo así una selección consciente y
diferenciada de las tendencias y de los artistas
que realizaban las obras encargadas por los
mecenas. Estos, entre toda una serie de
alternativas dentro del panorama artístico
italiano, escogieron e instrumentalizaron las
más efectivas para sus objetivos. Por ello, un
análisis de la relación entre los clientes o
mecenas y las obras plásticas resulta mucho
más enriquecedor de lo que un simple
planteamiento lineal de la historia del arte
podría deducir. Las complejas funciones de las
obras renacentistas, el papel del encargo y el
que asume cada comitente de la idea de arte
deben abordarse teniendo en cuenta todos los
factores contextuales analizados.
Bibliografía utilizada:
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Madrid, Aguilar, 1965
Chastel, André. Italia 1460-1500.El gran taller.
Madrid, Aguilar, 1966
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Media. Buenos Aires, Taurus, 1998.
Durliat, Marcel. Introducción al arte medieval
en Occidente. Madrid, Cátedra, 1995.
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1966.
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modelo clásico. Madrid, Istmo, 1983.
Nieto Alcaide, Víctor. El Arte del
Renacimiento. Madrid, Historia 16,
1996.
Nieto Alcaide, Víctor y Cámara, A. El
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16, 1993.
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Madrid, Alianza, 1975.
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Barcelona, Gustavo Gili, 1989.
Apunte para uso interno de la Cátedra de
Historia de las Artes Visuales II
La Plata, 2001
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