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Enchiridion Symbolorum (Denzinger).pdf

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pecadores, y que por eso no dice cada uno de los Santos: Perdóname mis deudas, sino:<br />

Perdónanos nuestras deudas, de modo que se entienda que el justo pide esto por los<br />

otros más bien que por sí mismo, sea anatema. Porque santo y justo era el Apóstol<br />

Santiago cuando decía: Porque en muchas cosas pecamos todos [Iac. 3, 2]. Pues, ¿por<br />

qué motivo añadió “todos”, sino porque esta sentencia conviniera también con el salmo,<br />

donde se lee: No entres en juicio con tu siervo, porque no se justificará en tu presencia<br />

ningún viviente? [Ps. 142, 23. Y en la oración del sapientísimo Salomón: No hay<br />

hombre que no haya pecado [3 Reg. 8, 46]. Y en el libro del santo Job: En la mano de<br />

todo hombre pone un sello, a fin de que todo hombre conozca su flaqueza [Iob. 37, 7].<br />

De ahí que también Daniel, que era santo y justo, al decir en plural en su oración:<br />

Hemos pecado, hemos cometido iniquidad [Dan. 9, 5 y 15], y lo demás que allí confiesa<br />

veraz y humildemente; para que nadie pensara, como algunos piensan, que esto lo decía,<br />

no de sus pecados, sino más bien de los pecados de su pueblo, dijo después: Como...<br />

orara y confesara mis pecados y los pecados de mi pueblo [Dan. 9, 20] al Señor Dios<br />

mío; no quiso decir “nuestros pecados” sino que dijo los pecados de su pueblo y los<br />

suyos, pues previó, como profeta, d éstos que en lo futuro tan mal lo habían de entender.<br />

Can. 8. Igualmente plugo: Todo el que pretenda que las mismas palabras de la<br />

oración dominical: Perdónanos nuestras deudas [Mt. 6, 12], de tal modo se dicen por<br />

los Santos que se dicen humildemente, pero no verdaderamente, sea anatema. Porque,<br />

¿quién puede sufrir que se ore y no a los hombres, sino a Dios mintiendo; que con los<br />

labios se diga que se quiere el perdón, y con el corazón se afirme no haber deuda que<br />

deba perdonarse?<br />

Del primado e infalibilidad del Romano Pontífice<br />

[De la Carta 12 Quamvis Patrum traditio a los obispos africanos, de 21 de marzo de<br />

418]<br />

Aun cuando la tradición de los Padres ha concedido tanta autoridad a la Sede<br />

Apostólica que nadie se atrevió a discutir su juicio y sí lo observó siempre por medio de<br />

los cánones y reglas, y la disciplina eclesiástica que aun vige ha tributado en sus leyes al<br />

nombre de Pedro, del que ella misma también desciende, la reverencia que le debe ;...<br />

así pues, siendo Pedro cabeza de tan grande autoridad v habiéndolo confirmado la<br />

adhesión de todos los mayores que la han seguido, de modo que la Iglesia romana está<br />

confirmada tanto por leyes humanas como divinas —y no se os oculta que nosotros<br />

regimos su puesto y tenemos también la potestad de su nombre, sino que lo sabéis muy<br />

bien, hermanos carísimos, y como sacerdotes lo debéis saber—; no obstante, teniendo<br />

nosotros tanta autoridad que nadie puede apelar de nuestra sentencia, nada hemos hecho<br />

que no lo hayamos hecho espontáneamente llegar por nuestras cartas a vuestra noticia...<br />

no porque ignoráramos qué debía hacerse, o porque hiciéramos algo que yendo contra el<br />

bien de la Iglesia había de desagradar...<br />

Sobre el pecado original<br />

[De la Carta Tractatoria a las Iglesius orientales, a la diócesis de Egipto, a<br />

Constantinopla, Tesalónica y Jerusalén, enviada después de marzo de 418]<br />

Fiel es el Señor en sus palabras [Ps. 144, 13], y su bautismo, en la realidad y en las<br />

palabras, esto es, por obra, por confesión y remisión de los pecados en todo sexo, edad y<br />

condición del género humano, conserva la misma plenitud. Nadie, en efecto, sino el que<br />

es siervo del pecado, se hace libre, y no puede decirse rescatado sino el que<br />

verdaderamente hubiere antes sido cautivo por el pecado, como está escrito: Si el Hijo<br />

os liberare, seréis verdaderamente libres [Ioh. 8, 36]. Por Él, en efecto, renacemos<br />

espiritualmente, por Él somos crucificados al mundo. Por su muerte se rompe aquella<br />

cédula de muerte, introducida en todos nosotros por Adán y trasmitida a toda alma;

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