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Arlt, Roberto - El juguete rabioso - ET Nº32 DE 14

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Robert <strong>Arlt</strong> - <strong>El</strong> <strong>juguete</strong> <strong>rabioso</strong> <strong>El</strong> Ortiba<br />

—C'est bien. Donne le pourboire au garçon.<br />

De una bandeja la criada cogió algunas monedas para entregármelas, y entonces le respondí:<br />

—Yo no recibo propinas de nadie.<br />

Con dureza la criada retrajo la mano, y entendió mi gesto la cortesana, creo que sí, porque dijo:<br />

—Très bien, très bien, et tu ne reçois pas ceci?<br />

Y antes de que lo evitara, o mejor dicho, que lo acogiera en toda su plenitud, la mujer riendo<br />

me besó en la boca, y la vi aún cuando desaparecía riendo como una chiquilla por la puerta<br />

entornada.<br />

Dío Fetente se ha despertado y comienza a vestirse, es decir, a ponerse los botines. Sentado al<br />

borde del camastro, sucio y barbudo, mira en redor con aire aburrido. Alarga el brazo y coge la gorra,<br />

entrándosela en la cabeza hasta las orejas; luego se mira los pies, los pies encalcetados de groseras<br />

medias rojas, y después, hundiendo el dedo meñique en la oreja, lo sacude rápidamente produciendo<br />

un ruido desagradable. Termina por decidirse y se pone los botines; luego, encorvado, camina hacia<br />

la puerta del cuartujo, se vuelve, mira por el suelo, y hallando una colilla de cigarro la levanta, sopla<br />

el polvo adherido y la enciende. Sale.<br />

En los mosaicos de la terraza escucho cómo arrastra los pies. Yo me dejo estar. Pienso, no, no<br />

pienso, mejor dicho, recibo de mi adentro una nostalgia dulce, un sufrimiento más dulce que una<br />

incertidumbre de amor. Y recuerdo a la mujer que me ha dado un beso de propina.<br />

Estoy colmado de imprecisos deseos, de una vaguedad que es como neblina, y adentrándose en<br />

todo mi ser, lo torna casi aéreo, impersonal y alado. Por momentos el recuerdo de una fragancia, de<br />

la blancura de un pecho, me atraviesa unánime, y sé que si me encontrara otra vez junto a ella<br />

desfallecería de amor; pienso que no me importaría pensar que ha sido poseída por muchos hombres<br />

y que si me encontrara otra vez junto a ella, en esa misma sala azul, yo me arrodillaría en la alfombra<br />

y pondría la cabeza sobre su regazo, y por el júbilo de poseerla y amarla haría las cosas más<br />

ignominiosas y las cosas más dulces.<br />

Y a medida que se destrenza mi deseo, reconstruyo los vestidos con que la cortesana se<br />

embellecerá, los sombreros armoniosos con que se cubrirá para ser más seductora, y la imagino junto<br />

a su lecho, en una semidesnudez más terrible que el desnudo.<br />

Y aunque el deseo de mujer me surge lentamente, yo desdoblo los actos y preveo qué felicidad<br />

sería para mí un amor de esa índole, con riquezas y con gloria; imagino qué sensaciones cundirían en<br />

mi organismo si de un día para otro, riquísimo, despertara en ese dormitorio con mi joven querida<br />

calzándose semidesnuda junto al lecho, como lo he visto en los cromos de los libros viciosos.<br />

Y de pronto, todo mi cuerpo, mi pobre cuerpo de hombre clama al Señor de los Cielos.<br />

"¡Y yo, yo, Señor, no tendré nunca una querida tan linda como esa querida que lucen los cromos<br />

de los libros viciosos!"<br />

Una sensación de asco empezó a encorajinar mi vida dentro de aquel antro, rodeado de esa<br />

gente que no vomitaba más que palabras de ganancia o ferocidad. Me contagiaron el odio que a ellos<br />

les crispaba las jetas y momentos hubo en que percibí dentro de la caja de mi cráneo una neblina roja<br />

que se movía con lentitud.<br />

Cierto cansancio terrible me aplastaba los brazos. Veces hubo en que quise dormir dos días con<br />

sus dos noches. Tenía la sensación de que mi espíritu se estaba ensuciando, de que la lepra de esa<br />

gente me agrietaba la piel del espíritu, para excavar allí sus cavernas oscuras. Acostábame <strong>rabioso</strong>,

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