Yo me llamo Bentos Márquez Sesmeao y estoy acostum- brado a ...
Yo me llamo Bentos Márquez Sesmeao y estoy acostum- brado a ...
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Uno<br />
<strong>Yo</strong> <strong>me</strong> <strong>llamo</strong> <strong>Bentos</strong> <strong>Márquez</strong> Ses<strong>me</strong>ao y <strong>estoy</strong> <strong>acostum</strong><strong>brado</strong><br />
a morir. Se lo digo nada más para que se acuerde, Miranda,<br />
ya que usté es joven y le puede faltar la <strong>me</strong>moria. Se lo<br />
digo para que vaya sabiendo que si se <strong>me</strong> antoja que no pasa,<br />
no pasa, por fuerte que sepa pechar su tobiano y filoso que<br />
tenga el cuchillo. <strong>Yo</strong> no soy hombre de esos que se pueden<br />
sacar cagando a lonjazos. Todavía <strong>me</strong> le puedo plantar a un<br />
caballo por ancho que sea de pecho y duro de garrones que<br />
sea. Y <strong>me</strong>ntira eso de que puedo salir corriendo si <strong>me</strong> ponen<br />
un espejo enfrente, porque hasta para mi cara <strong>estoy</strong> curado de<br />
espanto. Y no se ría, porque es de verdá mi nombre, acuerdesé.<br />
<strong>Bentos</strong> <strong>Márquez</strong> Ses<strong>me</strong>ao, y nada de eso que <strong>me</strong> nombran<br />
en el pueblo. Ni Negro ni Carneiro ni el Cabo Negro ni Kincón,<br />
que fueron nombres que, contra todo, ya <strong>me</strong> empezaban<br />
a gustar. Pero no en gentes como usté, Miranda, que al fin y al<br />
cabo son lo mismo que yo, peones o así. Hubo otros que <strong>me</strong> lo<br />
pudieron decir y hasta <strong>me</strong> gustaba, contra todo. Pero usté no,<br />
Miranda, usté <strong>me</strong>jor no. Así que <strong>me</strong>jor haga el rodeo que le<br />
digo, cada vez que sale. Mejor endereza para el lado de la estancia<br />
misma y se aguanta la vuelta, por lejos que le quede el<br />
pueblo en ese modo. Después de todo debe ser lindo andar<br />
por los cardos, ahora que es verano, porque a cada pata que<br />
pone el caballo en las tierras se largan a volar un montón de<br />
gritos, a más de las perdices. Eso digo. Mejor eso y no lo de<br />
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andar probando qué de ligero le sale el cuchillo, bien a tiro de<br />
mi vista, para intimar<strong>me</strong> y que no <strong>me</strong> arri<strong>me</strong> al alam<strong>brado</strong>,<br />
cada vez que usté amaga para acá. Aparte que le va a costar<br />
trabajo porque ya hace rato que apuntalé bien la tranquerita,<br />
con tres clavos así contra el poste, y es mi derecho. Cuando<br />
mucho se costea un poco más para arriba, porque mi franja es<br />
corta y alam<strong>brado</strong> de la estancia hay a patadas, contra el camino,<br />
para pasar. Ya sé que a los ingleses no les gusta, pero <strong>me</strong>jor<br />
se anima a eso en vez de andar jodiendomé a mí. Usté dirá<br />
que es una pavada eso de poner la estancia, digo la tranquera<br />
principal por allá a cuatro leguas, y yo digo que sí. La tranquera<br />
principal de la estancia. Pero también digo que cuando<br />
la pusieron (y esas épocas yo lo sé <strong>me</strong>jor que usté, por algo a<br />
mí <strong>me</strong> trajo Don Tomás), cuando la pusieron el pueblo no era<br />
ni así de grande. Y aparte que ahora es lo <strong>me</strong>jor, porque los<br />
patrones salen derecho al camino, y están a lo mismo de<br />
Monte que de Belgrano. No a lo mismo, pero lo mismo<br />
de cómodos una vez que encaran la ruta. Imaginesé si para ir a<br />
Buenos Aires, o mismo a Monte, tuvieran que salir por este<br />
lado. Sería como <strong>me</strong>dia hora más, que es lo que hay del Manantiales<br />
a la entrada de la estancia ida y vuelta. Se lo digo<br />
más justo, para que entienda. Usté sabe que en auto, desde la<br />
entrada de la estancia al puente Manantiales, que es como decir<br />
el pueblo, hay cuarto de hora, y sería bastante perder tiempo,<br />
cuando se quiere ir a Monte, venir en coche por el lado de<br />
adentro un cuarto de hora, para hacerlos de vuelta por el camino<br />
que uno vendría viendo todo al costado en el viaje. Media<br />
hora justa, fijesé. Claro que usté es el que se jode porque<br />
con el tobiano se hace como hora y <strong>me</strong>dia para venir a Belgrano<br />
cuando con cruzar ya casi está. Pero no es mi culpa, Miranda,<br />
y yo no paro de aconsejarlo bien. Usté tramitesé con<br />
los ingleses de abrir una tranquera donde termina mi terreno,<br />
ahí cerca. Porque no es mi culpa que la parte mía caiga justo<br />
donde estaba esa tranquera, Miranda. Así <strong>me</strong> gusta, cebesé el<br />
último, solito, ahí en su puesto, y no insista en arrimarse porque<br />
esta franja es mía, según consta en testa<strong>me</strong>nto del mismo<br />
Don Tomás, y yo bien que la voy a hacer respetar a la <strong>me</strong>mo-<br />
ria dél. “Algún día vas a tener un lugar para morirte, <strong>Bentos</strong>.”<br />
Así <strong>me</strong> dijo una vez. Cumplió y acá <strong>estoy</strong> y yo voy a hacer<br />
respetar su <strong>me</strong>moria, la <strong>me</strong>moria del que fue su patrón. Pero<br />
el campo está bueno, a esta hora, y <strong>me</strong>jor no discutir. Ni pelear.<br />
Eso también decía Don Tomás, a veces, a la tarde. Que<br />
el campo estaba bueno y yo digo que quería decir que estaba<br />
tranquilo, el campo, y él en esas veces no paraba de dibujar y<br />
de dibujar. Y él decía que días así uno podía ser como los chicos<br />
y agarraba el lápiz más finito y ahí se estaba, dele darle y<br />
darle vueltas al lápiz con rayas muy finitas y así en el papel le<br />
salían plantas como de juguete y vacas como de juguete y él se<br />
reía. Eran las cosas que más <strong>me</strong> gustaban, claro que yo nunca<br />
entendí mucho y para esas cosas hay que entender. Porque las<br />
cosas que no hacía con lápiz, esas de color, no <strong>me</strong> gustaban<br />
nada. Pero las de lápiz y esas de rayas gruesas, con la carbonilla,<br />
siempre <strong>me</strong> hacían algo. Esas más gruesas eran todas retorcidas<br />
y oscuras y a mí no <strong>me</strong> gustaban mucho, pero <strong>me</strong> las<br />
quedaba mirando y él <strong>me</strong> decía que era porque cuando las miraba<br />
<strong>me</strong> hacían acordar cosas, pero no sé. En cambio, esos dibujos<br />
de rayas finitas <strong>me</strong> ponían contento y de ahí tengo la<br />
costumbre de decir que el campo está bueno a esta hora, como<br />
él decía, y yo mismo <strong>me</strong> pongo alegre y nada de ganas de pelear.<br />
Ni discutir. Así que <strong>me</strong>jor que cada uno de nosotros se<br />
lama solo, Miranda, cada uno en su misma casa. Va a ser <strong>me</strong>jor.<br />
Es lindo cuando uno puede terminar el día en paz de<br />
Dios, sin que le tiemblen las manos por las rabietas. Mejor<br />
terminar el día sereno, mirando cómo se acaba la luz natural,<br />
ahora que es verano y junto con lo oscuro empiezan a joder los<br />
grillos y cada charco parece un circo, de lo alborotado. Puras<br />
ranas y sapos, aparte los ladridos, que recién empiezan. Es así.<br />
Pri<strong>me</strong>ro yo lo veo a Miranda que ceba el último mate y va<br />
para el lado del corral, que está a unos cincuenta del rancho<br />
donde vive. A unos cincuenta <strong>me</strong>tros. A unos cien de mi vista,<br />
más <strong>me</strong>nos que más, de seguro. Por lo <strong>me</strong>nos, así era cuando<br />
yo estuve en la estancia, que se decía que el rancho del puesto<br />
nú<strong>me</strong>ro cuatro estaba justo a cien <strong>me</strong>tros de la salida para el<br />
pueblo. Entonces más más que <strong>me</strong>nos, ahora <strong>me</strong> doy cuenta.<br />
14 15
Porque mi terreno es de este lado, donde era el camino vecinal<br />
y era de la misma estancia. Después hicieron el camino y el<br />
gobierno le compró la parte a los de San Manuel, así que El<br />
Negrete se agrandó en lo que era, claro que los ingleses no<br />
tocaron nada y así parece de ancho el camino a lo largo, nada<br />
más que con alambre en el pedacito que <strong>me</strong> dejó Don Tomás,<br />
justo acá en la punta y cerca del pueblo, que hasta eso pensó.<br />
Y habría que sacar la cuenta de cuánto terreno se pierde así,<br />
que serían treinta <strong>me</strong>tros de ancho por todo lo largo que hay<br />
desde el Manantiales hasta más allá de la tranquera de entrada,<br />
con curvas y todo el camino, como más de cuatro leguas.<br />
Una punta de plata, digo yo. Esas cosas se las podría decir a<br />
Don Tomás pero no a éstos de ahora, que apenas para no quedar<br />
mal con el pueblo ni nadie <strong>me</strong> dejaron venir<strong>me</strong> al terreno<br />
este. Me dejaron por cumplir con el testa<strong>me</strong>nto de Don Tomás,<br />
que <strong>me</strong> trajo del Brasil y que se acordó de mí siempre y<br />
hasta el último mo<strong>me</strong>nto y hasta escribió de mí y de cómo <strong>me</strong><br />
encontró y todo en esos papeles que <strong>me</strong> dejó con algunos dibujos.<br />
Pobre Don Tomás.<br />
La fecha es borrosa; ha sido tachada. Nunca sabré por qué<br />
taché esa fecha. De cualquier modo sería fácil averiguarla, revisando<br />
mi diario. Ha saltado así, como al descuido, entre otras<br />
fotografías y postales —y algunos de aquellos esbozos a lápiz<br />
que hice en aquel viaje, cuando todavía pensaba que podía pintar<br />
o siquiera dibujar el Mato Grosso— mientras ordenaba mis<br />
papeles. El tiempo, esa sustancia amarilla, ha caído sobre las<br />
viejas fotos más para conservarlas que para perderlas. En ésta<br />
—que ahora está ahí, apoyada en el cenicero, mientras escribo—,<br />
esa pátina triste es más rabiosa, tiene un brillo inquietante.<br />
Se la puede mirar larga<strong>me</strong>nte, acercarla, alejarla. La vieja<br />
máquina de cajón (su recuerdo) resucita entonces, con todas sus<br />
imperfecciones de luz y sombra, con todo el juego de su lente<br />
inexacta. Es como si la máquina hubiese creado por su cuenta<br />
una narración caprichosa que puede ordenar los hechos, o<br />
desordenarlos, o borrarlos definitiva<strong>me</strong>nte.<br />
Ahí está el hombre. Hay que forzar la vista para reconocerlo.<br />
Lo pri<strong>me</strong>ro que se ve: árboles, el río. Hay viento, en la<br />
foto. Abajo, en pri<strong>me</strong>r plano, se doblan unas hojas largas, que<br />
parecen de maíz. En la zona de sombra, las hojas arrancan<br />
hacia el cielo, muy duras, y sólo una que otra, más ancha, se<br />
inclina y se entre<strong>me</strong>zcla y parece rebotar en las demás. Toda<br />
la foto es calma, apacible. Pero hay un cierto desorden, algo<br />
subterráneo. Si uno sabe tomarse su tiempo, para mirarla,<br />
todo es un enloquecido baile de ramas, como un maizal alentando<br />
un gran fuego.<br />
Esas hojas, las que se inclinan en la sombra, adelantan el<br />
caos que nace en la zona de luz, donde el sol se derrumba,<br />
explota. Una rama corta la espalda de un hombrecito de casco<br />
blanco; los hombres están lejos del lugar desde donde alguien<br />
(un guía, tal vez) manejaba la cámara, mi cámara. Después<br />
una playa: arena, barro. Casi en la línea del hombre de blanco,<br />
otro, desnudo; hay que mirar con una lupa para advertir que<br />
es un indio y toma agua de un cuenco de madera, junto a unos<br />
bultos. Hay algunos hombres cerca de otros equipajes. Del<br />
otro lado, la orilla y los árboles. En el <strong>me</strong>dio, el río entra ancho<br />
y manso por un costado y refleja las orillas y el cielo blanco.<br />
El río va tranquilo, pero más allá, en el <strong>me</strong>dio, desde una<br />
especie de islote barroso brota, intrincado, un árbol extraño.<br />
Es como un montón de ramas altas, anudadas con desesperación.<br />
Nuestro hombre está parado en un bote, solo; tiene las<br />
manos en la cintura y mira, pensativo, el agua.<br />
Estoy ahí. Con un esfuerzo podría recordar cada nombre,<br />
cada bulto. De esa foto podría arrancar toda la historia de mi<br />
viaje. Tal vez esta foto sea más real que mi propio diario, ya<br />
que <strong>Bentos</strong> es más real que todos los recuerdos que pude traer<br />
de la selva. Pero nunca sabré por qué sigo mirando, pensativo,<br />
el agua.<br />
—y ahora ya casi no sé más nada, negrito; ya no te puedo<br />
seguir el rastro. A no ser que empiece por el principio del<br />
principio, que es lo que todos sabemos: cómo te trajo Don<br />
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Tomás, cómo te fuiste a las cosechas, cómo te hiciste famoso<br />
por ahí, por Alegre, por Ranchos, por Loma Verde, hasta<br />
Brandsen, hasta Monte, hasta Chas. Me acuerdo, al vuelo, de<br />
cuando tuviste a tu cargo el destaca<strong>me</strong>nto de Chas, y estabas<br />
solo; <strong>me</strong> acuerdo haber oído que atabas a tus hijos, o los hijos<br />
de la Felisa (porque eso nunca lo supe bien; eso nadie, nunca,<br />
lo supo bien), con las cadenas, en las argollas de fierro que<br />
habían quedado de antes, tal vez desde la época de Rosas. Me<br />
acuerdo que contaban, los de Ranchos, o alguno, que una vez<br />
te topaste con un tal Poliya Díaz, o dos veces; y que la pri<strong>me</strong>ra<br />
vez él te dijo que se iban a encontrar. Cuando esa especie de<br />
profecía se cumplió, Poliya se acordó como una luz de lo que<br />
vos le habías dicho: que, con él, a vos te sobraba con la alpargata.<br />
La provincia, la república debe estar llena de historietas<br />
como ésta: hombres de coraje ciego que se confiaron en su<br />
habilidad para esquivar un cuchillo y pegar, dejar tendido al<br />
otro a chancletazos. Por algo debe ser y en tu caso lo creo más<br />
que de nadie. Fue más acá de Ranchos, ahora <strong>me</strong> acuerdo;<br />
más para el lado de acá, de Belgrano. Fue frente al boliche del<br />
finado Ré, si no le erro. Hubo palabras, amagues, tal vez insultos;<br />
aunque <strong>me</strong> imagino que vos no hablabas, que lo dejabas<br />
hablar, como para que se fuera gastando. Pero se debe<br />
haber dado cuenta, porque también de él, de ese Díaz, cuentan<br />
un largo historial. Fue lo de siempre; sacó el revólver<br />
(otros dicen que el cuchillo; las versiones son confusas, en<br />
cuanto a tu vida, Carneiro), y a cada tiro (o a cada hachazo)<br />
vos, el negro este, le sacudía un chancletazo por la cabeza<br />
como si nada. Como para que no te odiaran, Kincón, aunque<br />
no fuera cierto, aunque la mitad de esas cosas hubieran sido<br />
inventadas. Como para que no te odiaran, cuando el mayor<br />
pecado que puede co<strong>me</strong>ter un hombre por estos pueblos no es<br />
matar a otro hombre, robar, ser confidente de la policía, convertirse<br />
en cuatrero o asaltante de banco, sino eso que vos hiciste<br />
sin saberlo: despertar la imaginación de la gente,<br />
inquietar con tu fama. La imaginación de la gente, en estos<br />
pueblos, es feroz. Ya sé, de vos se trata; no de ellos, no de<br />
nosotros, no de mí. Pero a la larga vos venís a ser nosotros, o<br />
algo de nosotros, por lo <strong>me</strong>nos; nuestro <strong>me</strong>jor invento. Y perdona<strong>me</strong>,<br />
perdonenmé, pero voy tirando a viejo, y aunque dicen<br />
que nunca escupo, es decir, que nunca <strong>me</strong> callo, algo de<br />
razón debo tener. Pero renuncio a explicar<strong>me</strong>, a explicarte.<br />
Dicen que allá por el veintiocho, en Alegre, un tal Lezcano<br />
mató a su hijo y se lo tiró a los chanchos; puede ser. A lo <strong>me</strong>jor<br />
fue en otro lado, en Loma Verde, donde te decían Lechuza<br />
porque de noche te asomabas a la ventana, porque dormías de<br />
día y salías de noche. Como si estuvieras en el <strong>me</strong>dio de la<br />
selva, Negro, y todavía te asombraran las ventanas iluminadas;<br />
como un bicho que busca la luz, la luz donde al final lo<br />
van a matar. Sólo que a vos no te mataba nadie, Kincón; no te<br />
mató nadie todavía. Lo fuiste a buscar, a Lezcano, sin que nadie<br />
te mandara; sabías por dónde se podría disparar, seguro, y<br />
lo encontraste. Dicen que lo tuviste dos días, dos días enteros,<br />
atado a un poste de tu rancho, mientras la policía lo buscaba.<br />
Después lo llevaste a la comisaría, recién después. Y cuentan<br />
algo mucho más gracioso, más increíble. Porque no se puede<br />
tener un día, dos días atado a un hombre, sin darse cuenta de<br />
que tiene un revólver escondido. Claro que vos sí, Carneiro,<br />
vos sí; aunque le hubieras visto el bulto del revólver, seguro<br />
que se lo dejabas. Para hacerle mayor el fracaso, la impotencia.<br />
Dos días atado al sol, a la sombra, al frío de la noche, al<br />
rocío, a la sed, al viento. Dos días atado ahí, puteándote, despacio<br />
o a gritos, puteándote todo el tiempo. Y vos mirándolo<br />
desde la ventana, poniéndole agua cerca, tomándote baldes de<br />
agua frente a él, como en las películas de guerra nortea<strong>me</strong>ricanas.<br />
A lo <strong>me</strong>jor te revolcaste enfrente de él con Felisa (¿o vivías<br />
con la Correa, en esa época, y la otra, Felisa, se te había<br />
ido por una vez de tantas veces que se te fue, o estabas solo?),<br />
comiste, le tiraste piedras. Dos días con ese hombre atado,<br />
mirándote como un animal rabioso. Pero a vos te debía gustar<br />
eso, sentir la rabia del otro. Y se la dejaste crecer, minuto a<br />
minuto, humillación tras humillación. Le dejaste el revólver<br />
para que su degradación tuviera esa esperanza, ese as de espadas<br />
que ya veías venir. También cuentan, porque eso lo<br />
contaste vos, parece, que le hiciste algo peor. Tenías una cos-<br />
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tumbre, una treta; te habías hecho un muñeco, una especie de<br />
espantapájaros, con dos palos cruzados. Lo vestías con tus ropas<br />
de policía, lo hacías aparecer por encima tuyo, desde las<br />
zanjas, cuando te buscaban; y los otros “tiraban al Negro”,<br />
como vos decías, vaciaban los cargadores contra el muñeco;<br />
después, salías. Con Lezcano lo usaste de un modo <strong>me</strong>nos<br />
justificado, más atroz; nunca se te pasó por la cabeza que un<br />
tipo que mata a su hijo y se lo tira a los chanchos o está loco o<br />
es un animal como vos. Pero de algún modo intuiste siempre<br />
que hay maneras más complejas de desarmar a un hombre, de<br />
inutilizarlo: desordenándole la cabeza. Y esa noche de hace<br />
muchísimos años, ese invierno (creo, no sé por qué, que debe<br />
haber sido invierno: supongo que para perfección de tu obra,<br />
de la minuciosa tortura que planeaste, porque pelear y joder a<br />
la gente eran tus maneras de divertirte, creo), esa noche de<br />
invierno vestiste al muñeco, le pusiste la gorra y saliste al patio.<br />
Habías puesto a Lezcano de espaldas al rancho; lo habías<br />
atado de frente al campo; nadie podía verlo desde el camino y<br />
él no podía ver cómo te arrastrabas con el muñeco a cuestas,<br />
pasabas a unos <strong>me</strong>tros de él. A lo <strong>me</strong>jor te ayudó una zanja,<br />
una vuelta del terreno, los árboles. Clavaste al muñeco a unos<br />
cincuenta <strong>me</strong>tros, justo enfrente. Era de noche y la poca luz lo<br />
debe haber hecho igual a vos; tan defor<strong>me</strong>, tan oscuro como<br />
vos. Escondido detrás del muñeco, antes de volver a tirarte al<br />
suelo, esperaste que Lezcano lo viera bien; entonces, le pusiste<br />
la carabina entre las mangas, apuntándole. Segura<strong>me</strong>nte esperaste<br />
que el viento se calmara, que se escuchara bien el<br />
ruido. Y apestillaste la carabina, como quien va a tirar. El<br />
mismo ruido del pestillo al destrabarse debe haber sido como<br />
un tiro, para el pobre infeliz. Después te fuiste arrastrando<br />
hasta el rancho; dejaste el arma puesta. Dormiste a pata suelta<br />
mientras el otro, atado, sacudido por ese pri<strong>me</strong>r ruido, pasaba<br />
toda la noche con los ojos abiertos, esperando el balazo. No te<br />
preocupaste de que el amanecer definiera las cosas, descubriera<br />
el truco; para el amanecer debían faltar siete horas, lo suficiente<br />
como para que el otro muriera de miedo, enloqueciera.<br />
Tampoco te preocupaste por el arma que ya le habías visto<br />
escondida entre las ropas, al atarlo. Pero quién podría tenerte<br />
rabia, ahora, Negro, si por algo estos pueblos son un solo pueblo,<br />
y por algo vos fuiste durante mucho tiempo el único negro<br />
legítimo que tuvimos por estos lados.<br />
Bailo. En el <strong>me</strong>dio de las luces bailo y <strong>me</strong> caigo en el <strong>me</strong>dio<br />
de las luces bailo. Abrir los ojos pero y entonces. Entonces<br />
un pantano pero es <strong>me</strong>jor bailar y no porque el pantano. Me<br />
ajusta. Te ajusta los pies y entonces. Una selva el mato el mato<br />
las ramas los gritos el mato. El Mato. No bailo. La selva encadenada<br />
a los gritos y a los antiguos tambores que la nombran.<br />
<strong>Bentos</strong>, entendés. Sí, Don Tomás. Enca-de-na-da. La selva.<br />
La Sel-va. El mato, <strong>Bentos</strong>. Que la nombran. Sí, Don Tomás,<br />
está usté que tiene. Los gritos, <strong>Bentos</strong>. Sí, Don Tomás, la<br />
pieza tan ordenada y los dibu. El mato. No bailo. Un redoble<br />
un redoble <strong>Bentos</strong> un animal que se acerca que se arrastra un<br />
pantano la selva. El mato el mato. Gritos. Gritaban. Gritaba.<br />
Ba. Bailaba. Bailabas Carneiro. Que baile el Negro. Vas a bailar<br />
una noche. Sí Don Tomás. Que baile y cante. Sí Don Tomás<br />
del Negrete que viene que se acerca. <strong>Yo</strong> que <strong>me</strong> acerco,<br />
<strong>Bentos</strong>, y te veo. <strong>Yo</strong>, Don Tomás. <strong>Yo</strong>: Don Tomás.<br />
Que te trajo del Brasil, Kincón.<br />
Que se pegó un tiro, Carneiro.<br />
No Don Tomás, no los que<strong>me</strong>. Qué raro que tiene la pieza<br />
tan ordenada y los dibujos apilados, Don Tomás. No bailo. No<br />
se puede bailar en <strong>me</strong>dio de esos pantanos por los que el negro<br />
de la ciudad corría <strong>Bentos</strong>. Si Don Tomás. Corre. No se puede<br />
bailar en <strong>me</strong>dio del barro donde querían enterrarte, <strong>Bentos</strong>.<br />
Donde <strong>me</strong> entierran. Bailá. Para olvidarte. Bailaban, para enterrarte.<br />
Cantaban y te querían enterrar y un negro corre.<br />
Corro. Corrías dos años antes, corría el negro de la ciudad,<br />
<strong>me</strong> contaron. Abrir los ojos los ojos los o.<br />
Te alcanzan, <strong>Bentos</strong>. Si no te alcanzan lo mismo porque el<br />
pantano no te deja bailar no <strong>me</strong> deja y corro porque traen lanzas<br />
traen la espada de madera que llaman burduna.<br />
Cómo, Don Tomás.<br />
20 21
Burduna, <strong>Bentos</strong>. De madera y dura, filosa, la espada. La<br />
espada. Te buscaban, <strong>Bentos</strong>. Buscaban al negro de la ciudad<br />
al negro fugitivo en la selva que se seca el sudor contra un<br />
árbol traen lanzas.<br />
Traen la larga larga larga espada que llaman burduna y llaman<br />
sucurí y tiene la piel como de aceite y nada en el agua.<br />
Qué es eso, Don Tomás. Eso que cruza ahora.<br />
Una víbora, <strong>Bentos</strong>. La sucurí que es larga y nada y aprieta<br />
y es filosa y de madera dura y te buscan bailá.<br />
Bailo para que no <strong>me</strong> alcancen traen la espada las lanzas.<br />
Corría. Bailabas, Carneiro. Sudá ellos sudaban. Sudan y vos<br />
tenés dos años y hace dos años el negro de la ciudad corre por<br />
la selva. Corro perseguido por los tambores por los tambores<br />
por los tambores.<br />
Como ese que tengo en mi cuarto, <strong>Bentos</strong>.<br />
Qué ordenada tiene hoy la pieza, Don Tomás.<br />
Corré, <strong>Bentos</strong>. Bailá, Kincón. Bailá para que no te alcancen<br />
y traigan la larga espada que se llama burduna y la larga<br />
víbora que se llama sucurí. Bailá, bailá.<br />
Qué es el cáncer, Don Tomás.<br />
Quién es Adelina, Don Tomás.<br />
Cómo era el lugar donde <strong>me</strong> encontró de donde <strong>me</strong> trajo<br />
había gorilas había gorilas, Don Tomás.<br />
Bailá.<br />
1. Quizá fue él mismo, Carneiro, el que <strong>me</strong> <strong>acostum</strong>bró a<br />
su historia. No sé las tardes que pasé, en las veladas del Hotel<br />
Lombardo, hablándole a él y hablando a los demás de su<br />
propia vida. Por esas tardes pude sentir<strong>me</strong> contento, hasta<br />
capaz de no morir demasiado. Saber cosas, transmitirlas, era<br />
un modo de persistir. Sé que muchas cosas morirán cuando<br />
<strong>me</strong> muera, algo va a faltarle a este pueblo cuando <strong>me</strong> vaya.<br />
Falta poco; he resucitado mis viejos cuadernos. En los últimos<br />
—quiero decir los últimos cuadernos, no los últimos<br />
renglones— Kincón gana páginas, se emperra en aparecer<br />
por todos lados.<br />
Su historia, que mal le cuadra a la gastada pobreza de mis<br />
palabras, es difusa; de no haber sido testigo de muchas cosas,<br />
de no haber vivido en este pueblo (de donde él salió) yo mismo<br />
<strong>me</strong> hubiese visto envuelto en imprecisiones, en la cómoda<br />
simplificación de los más jóvenes, de los que han de quedar.<br />
<strong>Yo</strong>, que quedé, que sobreviví a Kincón —ese bruto que nunca<br />
supo (¿nunca supo?) que era de los pocos que se salvarían del<br />
olvido—, quizá pueda ser infiel, quizá pueda dejar<strong>me</strong> llevar<br />
por las ganas de adornar algo, o de juzgarlo. De todos modos,<br />
yo lo vi; y podré ser más exacto que los otros, los que hablan<br />
de él sin conocerlo, los que hablarán de él con los años, cuando<br />
no estemos nosotros para corregir (para desviar) la dirección<br />
de su provinciana mitología. Porque para él mismo, para<br />
Carneiro (quién sería capaz de elegir un nombre definitivo<br />
para nombrarlo, de qué modo secreto se lo traicionaría nombrándolo<br />
de una sola forma), yo fui el encargado de recordarle<br />
su historia.<br />
Confieso que no podría, sin <strong>me</strong>ntir, anotar cada una de las<br />
cosas que supe de Kincón en algunos viajes. He hablado con<br />
gente de Ranchos; esa época, la de Ranchos, fue siempre<br />
—para mí— la más oscura de su biografía. Esa época, ese<br />
pueblo —esa constelación de pueblos que se nombran cuando<br />
se nombra Ranchos, tendidos lerda<strong>me</strong>nte hacia el Brandsen<br />
donde empieza otro mundo, el mundo ruidoso y oxidado de<br />
los pueblos que se tienden vertiginosa<strong>me</strong>nte hacia la Capital—,<br />
nos iba a devolver a un Kincón distinto, crecido en todo<br />
lo que daba. Ahora comprendo que no fue <strong>me</strong>nos oscuro para<br />
la gente de Ranchos; ahora comprendo hasta qué punto pudo<br />
no haber sido clara nuestra idea del Negro, cuando estaba más<br />
cerca de nosotros, acá en Belgrano. Se <strong>me</strong> ha de perdonar<br />
(<strong>me</strong>jor dicho: he de perdonar<strong>me</strong> a mí mismo, porque quién,<br />
qué persona leerá alguna vez estas páginas) la rota cronología,<br />
las veces en que vuelva atrás, las lagunas que voltearán, a veces,<br />
toda la falsa armazón de mis palabras.<br />
Un tal Ganduglia dice que llegó (que vino) a Ranchos en<br />
1917, o 1916. Estas versiones difieren de las que aseguran que<br />
llegó entre el 20 y el 23, a la estación Alegre, y que recién<br />
22 23
después de hacerse famoso en Alegre llegó a Ranchos. <strong>Yo</strong> no<br />
voy a interferir con mis conocimientos la cronología que le<br />
dan a Carneiro en Ranchos, se ajuste o no a la verdadera historia.<br />
Porque la verdad no tiene nada que ver con la cronología;<br />
se ali<strong>me</strong>nta, se crea en la imaginación de la gente, se<br />
deforma hasta hacerse más verdad en las palabras de los que<br />
quedan. Kincón no dejó docu<strong>me</strong>ntada su vida; Ranchos hubiese<br />
perdido algo —todos hubiésemos perdido algo— si alguien<br />
hubiese organizado, con rigor, la vida del Negro. Dar<br />
precisiones es un modo de <strong>me</strong>ntir, un modo de pelear contra<br />
aquello que terminará por ser cierto, de cualquier manera. Y si<br />
Ganduglia dice que el Negro llegó a Ranchos en 1917, tiene<br />
tal vez más <strong>me</strong>moria que los otros, pero no más razón. Porque<br />
algunos (yo mismo, alguna vez, en una charla en el hotel,<br />
creo) sitúan una de sus <strong>me</strong>jores apariciones allá por el 20, en<br />
la estación de Alegre. Nosotros, por supuesto, creíamos conocerlo<br />
desde que vino.<br />
Alegre, lo dije alguna vez (y permíta<strong>me</strong> el papel ciertas<br />
blasfemias, ahora que soy viejo y puedo perderle un poco el<br />
respeto), es la estación más triste que vi en mi puta vida. Dos<br />
casas o tres bordeaban la estación de ese tiempo; el campo la<br />
hacía irreal, inexistente. Un boliche, el galpón ferroviario, los<br />
alam<strong>brado</strong>s contra el cielo. Lindo escenario para la presentación<br />
de Carneiro en sociedad.<br />
Quiero, ahora, recordar al amigo Clavijo. Hablamos largo,<br />
una tarde, en la trastienda de la comisaría de Ranchos. Voy a<br />
decir la verdad, porque tal vez estos cuadernos sirvan alguna<br />
vez para algo. Fue el año pasado; hacía dos años que Kincón<br />
había muerto. Fui, quizás, a buscar una versión distinta en<br />
Ranchos. Ahora lo admito. Ranchos, dicen, es el pri<strong>me</strong>r pueblo<br />
de la provincia de Buenos Aires, el pri<strong>me</strong>r fortín de avanzada<br />
para detener a los indios, o —más bien— para ir contra<br />
ellos. Ahí quedó, con mangrullo y todo, el fortín; Kincón sabía<br />
nombrarlo, cuando hablaba de Miranda, poco antes de<br />
que pelearan. Ahí nomás, cerca de ese terreno que él le había<br />
ganado al camino (que, según él, le había dejado Don Tomás),<br />
estaban los restos de otro mangrullo <strong>me</strong>nos histórico,<br />
casi contra la orilla del Salado. Él se sabía la historia del bichero<br />
desde chiquito, desde que Don Tomás lo trajo; y a veces<br />
hablaba de reconstruirlo, porque si no los brutos como Miranda,<br />
que no saben nada de historia, lo van a terminar de<br />
romper, decía el Negro, como al de Ranchos, que tuvieron<br />
que convertirlo en museo para que no lo rompieran. Bueno; y<br />
de esa pasión de los ranchenses por la historia, nació como<br />
una tradición vecinal; todo, en Ranchos, era digno de figurar<br />
en un museo. Tenían por allá (tienen) a uno de los pocos buenos<br />
sogueros que van quedando en la provincia, un tal Rodríguez;<br />
y en él, que ya se iba quedando sin trabajo, vieron como<br />
una reliquia del pasado. Así que lo becaron; le encargaron, sin<br />
apuro, los aperos de los caballos de cera y los tiradores de los<br />
hombres de cera que habían ido colocando en el museo: caballos<br />
de ancas sinuosas, gauchos amarillos que parecen salir de<br />
un hospital para tuberculosos, representaciones de mateadas<br />
en las que el fuego fue simulado con esos troncos de yeso que<br />
traen ahora las estufas de gas. Pero el hombre se lo <strong>me</strong>rece;<br />
trabaja los tientos como si fueran hilos de coser.<br />
He sido hombre de pueblo, pero tanta vecindad folklórica<br />
lo acorrala, a uno; así que, despacio, <strong>me</strong> fui habituando a tener<br />
un caballito, en el fondo de casa, a salir de vez en cuando un<br />
domingo, a echarle encima un apero de lujo, pero discreto.<br />
Muerto el caballo (un zaino manso, casi de vejez), <strong>me</strong> di a<br />
colgar los tientos; ahí quedaron, adornando el vestíbulo, un<br />
bozal trenzado, un freno, una manea con botones de ocho que<br />
era una joya. La manea, justa<strong>me</strong>nte, <strong>me</strong> la había regalado<br />
Kincón, tenía su historia. Alguien le perdió uno de los botones,<br />
un día. El trabajo era de Rufino Mena, un soguero que<br />
supo ser capataz de La Corona hasta que se sacó la lotería y<br />
compró una quinta cerca del pueblo. Lo fui a ver; <strong>me</strong> recibió<br />
en el corredor (flanqueado por unos cuadritos de cerámica, en<br />
relieve marrón, que se acuerdan de ilustrar mala<strong>me</strong>nte algunos<br />
versos del Martín Fierro), tomamos mate, <strong>me</strong> mostró algunas<br />
pavadas que estaba haciendo (trenzas simples, de cuatro<br />
lazos, de adorno, maneítas para usar de llavero), <strong>me</strong> dijo que<br />
él ya no estaba para hacer esos botones, que las manos no le<br />
24 25
daban, y la vista. Se acordó de Rodríguez, el de Ranchos. Me<br />
acuerdo de estas cosas inútiles, para acordar<strong>me</strong> de que no fui<br />
por nada, al final. Ranchos está a unas ocho leguas y ahora<br />
hay colectivo; llegué y, casi sin dar<strong>me</strong> cuenta, le conté a Rodríguez<br />
la historia de la manea. Apenas le nombré a Kincón,<br />
llamó al hermano; juntos, se acordaron con entusiasmo de él;<br />
también se acordaron del comisario Clavijo, que era de Belgrano,<br />
pero estaba en Ranchos, y había trabajado con Carneiro.<br />
Acepté los complicados lazos del destino; fui.<br />
Ahora evoco, apenas, la figura de Clavijo. Cuando nombré<br />
a Kincón en la comisaría de Ranchos fue un coro de vigilantes,<br />
un amontonado vocerío de anécdotas. Hablamos largo.<br />
Debo decir otra verdad: alguna vez colaboré, con una que otra<br />
décima, en El Imparcial de Belgrano y hasta en La Prensa de<br />
Buenos Aires. Alguna vez, también, pensé escribir un libro<br />
sobre <strong>Bentos</strong> <strong>Márquez</strong> Ses<strong>me</strong>ao. El tiempo, como diría el<br />
Dante, pudo más que mi voz; gasté las horas en buscar la manera<br />
en Tácito, en sus interminables Anales; demasiada riqueza,<br />
ya, para que a un pobre viejo de pueblo le fuera concedida,<br />
además, la gracia de escribir un libro.<br />
Al tiempo de ese viaje a Ranchos <strong>me</strong> llegó un sobre con<br />
algunas hojas; al pie de una de ellas, de la última, estaba el<br />
sello del comisario inspector Clavijo, su firma, una nota disculpándose<br />
porque “mi profesión no es el periodismo”. Quiero<br />
transcribir la pri<strong>me</strong>ra parte, que él llamó:<br />
1er. RELATO<br />
Al correr los años 1920 al 1923, más o <strong>me</strong>nos, llegó a la<br />
estación Alegre correspondiente al Partido de General Paz<br />
(Ranchos) un parroquiano de unos 35 años de edad; según sus<br />
manifestaciones, era oriundo del Brasil, este personaje tenía<br />
física<strong>me</strong>nte un parecido a los “chimpancés”, persona ésta de<br />
una estatura <strong>me</strong>diana, de <strong>me</strong>diano grosor, cutis negro, cabello<br />
mate, sus extremidades (piernas) eran curvas, teniendo un característico<br />
modo de caminar en virtud que al hacerlo lo hacía<br />
con un ligero balanceo, según sus manifestaciones su nombre<br />
y apellido era Marcos <strong>Bentos</strong> Ses<strong>me</strong>ao, pero por su característica<br />
personal lo llamaban “Quincón”, allá por el año 1923 en<br />
la estación Alegre mantuvo una discusión con un parroquiano<br />
de apellido Páez, en tales circunstancias, éste le disparó seis<br />
tiros de un revólver a su contrincante Ses<strong>me</strong>ao, con tan mala<br />
puntería que ninguno de los proyectiles dieron en el blanco,<br />
pero los mismos hicieron impacto sobre un galpón de cinc<br />
perteneciente a la estación ferroviaria cuyos orificios todavía<br />
existen, después de haber efectuado los disparos Páez, su contrincante<br />
en forma muy serena le efectuó un disparo de revólver<br />
de una distancia aproximada<strong>me</strong>nte de 40 m dando en el<br />
blanco y causándole la muerte en forma instantánea, dicho<br />
disparo lo hizo con tan buena puntería que el proyectil se le<br />
incrustó entre las cejas a Páez.<br />
—te volvimos a ver allá por el treinta, treintiuno, <strong>me</strong>jor dicho.<br />
Pasó por Villanueva, para el lado de Belgrano. Venía de<br />
Ranchos. Ya era cabo, ya te habían puesto las tiras, Carneiro.<br />
Me acuerdo bien de ese día, porque era el pri<strong>me</strong>ro del otoño.<br />
Era un otoño que venía despacio y las siestas quemaban, bajo<br />
el tinglado de la estación. En aquel tiempo la estación era<br />
todo: correo, hasta comisaría. El camino puro polvo y por ahí,<br />
por el polvo empezamos a verte. Mejor dicho vimos alzarse la<br />
tierra desde lejos, casi desde la curva de Ranchos, donde el<br />
camino cruza las vías. Un viento tan despacioso como el otoño,<br />
tan así de lerdo pero seguro, pasaba como al descuido; <strong>me</strong><br />
acuerdo bien, porque era la hora del tren. También <strong>me</strong> acuerdo<br />
de un olor a paja hú<strong>me</strong>da, a lluvia vieja en los charcos. Todos<br />
esos olores que la lluvia parece matar, cuando asienta la<br />
tierra y que, cuando el sol vuelve y llena la siesta, parece que<br />
resucitaran. Hablo de esos olores porque cuando Carneiro<br />
pasó todo lo que iba a quedar era un olor a nafta y a tierra, a<br />
motor recalentado y a aire recalentado. Era la hora del tren y<br />
mirábamos para el lado de Ranchos, porque ya le habían dado<br />
la salida. En ese tiempo nos íbamos a la estación, desde el<br />
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campo, a veces por esperar las cartas que venían en el vagón de<br />
Villalonga, y a veces por puro gusto de ir, para ver qué gente<br />
pasaba, qué forastero ponía el pie en Villanueva. Cuando vimos<br />
la polvareda de la curva creímos que era el tren y nos extrañó<br />
que el ruido no se adelantara, como siempre, en el<br />
temblor de las vías. Pero dobló, el polvo; se alejó un poco de la<br />
línea de las vías y vino por el camino, el montón de polvo. Nos<br />
quedamos mirando y a los quince, a los veinte minutos, cuando<br />
faltaban unas dos cuadras, con tener buena vista uno podía<br />
saber quién era el que venía en el forcito, a los tirones y derecho<br />
como quien monta un reservado duro de boca. Los que no<br />
lo habían visto antes, los que no se lo acordaban fueron los<br />
pri<strong>me</strong>ros en reírse; porque antes, para quienes lo conocíamos,<br />
vino la sorpresa. Entre el polvo, el forcito venía a los empujones,<br />
igual que el carrito del loco Fuentes, aquel hijo de la<br />
Baguala que mataron en el cincuentaicinco, acuerdensé. El sol<br />
le pegaba en los paragolpes y lo hacía brillar entre la tierra. El<br />
vidrio de adelante venía levantado y atrás venía Carneiro. No<br />
mirabas por el vidrio; desde ese día, mientras tuviste el forcito,<br />
te vimos manejar con la cabeza al costado del vidrio, asomándote<br />
para mirar. Por eso nunca tuviste que limpiar el<br />
vidrio delantero, negro bruto. Sacabas la cabeza como una<br />
tortuga ladeada, y ahí dabas más risa que nunca, Carneiro. No<br />
paró, a pesar de que le hicimos una fila a los costados del camino.<br />
El forcito enfiló por entre nosotros y ahí estaba Kincón,<br />
ahí estabas, tan duro, tan callado como siempre, como si<br />
vinieras hablando con el motor. <strong>Yo</strong> estaba al final de la fila y<br />
<strong>me</strong> vio. Traía pasajeros y los trapos, dele volarse al viento.<br />
Una jaula, cajas de zapatos, una <strong>me</strong>sa de luz atada en el último<br />
asiento, y sobre la <strong>me</strong>sa de luz iban sentados dos negritos que<br />
hubieran podido ser sus hijos, y que pasaron por sus hijos para<br />
los que no sabían. Chiquitos, una sola mota y un solo color a<br />
tierra parda, a negro de auto gastado; chiquitos, como una<br />
miniatura del que manejaba, de Carneiro; derechitos y con<br />
miedo de caerse, como él. Uno, el más vivo, tenía un cepillo<br />
de piso agarrado por la parte de abajo, al revés, y hacía como<br />
que manejaba; era igual a Carneiro, su más perfecta caricatu-<br />
ra. Adelante, más suelta, a lo reina, una mujer que también<br />
pudimos pensar brasilera. Era uruguaya, y no zamba sino mulata,<br />
después lo supimos; pero los cuatro brillaban igual, con<br />
ese brillo que ya le habíamos visto a este <strong>Bentos</strong> <strong>Márquez</strong> Ses<strong>me</strong>ao<br />
en las cosechas, cuando le pegaba con todo el sol. <strong>Yo</strong><br />
estaba al final de la fila y <strong>me</strong> saludaste. Adiós Don Barrios,<br />
<strong>me</strong> dijiste. Barri, te dije. Barri. Pero ya no escuchabas. Tenías<br />
puesto el unifor<strong>me</strong> y parecía que te hubiesen lustrado las tiras<br />
de cabo. Aceleraste y el Ford a bigotes pegó un salto; uno de<br />
los chicos alcanzó a manotear la jaula, que se caía. Pero los<br />
que te conocíamos ya recordábamos que habías entrado en la<br />
policía de Ranchos, y todo lo que habías hecho. Porque para<br />
algo todos estos pueblos son un solo pueblo y para algo vos<br />
eras el único negro legítimo que teníamos por estos lados.<br />
Sábado 15<br />
Temprano salimos de Aragarsas y a las 9.30 llegamos al<br />
puesto Leonardo. Muchos indios nos estaban esperando; se<br />
adelantaron, efusivos, al reconocer a los doctores Noel y Sander.<br />
Pensé que el viaje, así, iba a ser fácil, como una larga<br />
fiesta entre altos árboles y todos los indios del Alto Xingú esperándonos<br />
a lo largo de los ríos para darnos la bienvenida.<br />
Pero cuando se lo dije, por la noche, al doctor Noel, él se limitó<br />
a hacer un gesto con los labios y, como atajándo<strong>me</strong>, adelantó<br />
una mano. “Cosas veredes, Sancho”, <strong>me</strong> dijo.<br />
(más tarde)<br />
Después de asombrarse a cada rato en esta vasta catedral de<br />
verdes, que suenan como si un solo pájaro, un solo animal poderoso<br />
los alentara desde el fondo con un único y parejo grito,<br />
decidí organizar mi trabajo. Dejé la carpeta preparada, los lápices.<br />
Lo malo es no haber traído colores, toda clase de colores<br />
para probar<strong>me</strong> en la imitación (apenas en la imitación) de<br />
los azules siniestros, de los amarillos que el sol inventa contra<br />
28 29
las chozas, del callado marrón que se alarga en la tierra bajo los<br />
árboles. Por la noche salimos a pasear en la canoa con el doctor<br />
Barbosa y dos indios. Al frente iba uno de ellos con el arco y el<br />
arpón. El otro, atrás, remaba, lento, y la canoa iba en silencio,<br />
sin turbar a los peces. La luna, limpia, entera, caía en el agua y<br />
subía hacia los ojos, como una luz en un espejo; pero el indio<br />
abría apenas una línea en el agua con la punta de su flecha buscando<br />
una presa, y cuando queríamos darnos cuenta, sin un<br />
movimiento, una raya, un pintado, aleteaban clavados en el<br />
aire, pugnaban por sobrevivir aun después de que el brazo tenso<br />
del indio los hubiera alzado, brillantes, como un <strong>me</strong>tal tenso en<br />
el aire. Volvimos a las dos de la mañana y yo miré el botín que<br />
habíamos arrancado al río; con la luna, las aletas que aún se<br />
movían, los ojos extraños, hechos para otra luz, <strong>me</strong> hicieron<br />
acordar de tus sustos, alguna noche, Adelina, junto a la laguna<br />
en silencio. Me estre<strong>me</strong>cí; hay algo sombrío en todo esto, algo<br />
como cuando El Salado pasa barroso y uno sabe que en los matorrales<br />
que boyan vienen, desde muy arriba, animales que quizá<br />
nunca vimos, serpientes. Da miedo.<br />
Da miedo, miedo. Eso sí lo entiendo, que hay cosas que<br />
dan miedo. <strong>Yo</strong> <strong>me</strong> sé casi de <strong>me</strong>moria esas cosas que escribió<br />
Don Tomás. Claro que más las palabras que entender, porque<br />
Don Tomás era muy leído. Podría decir mil veces lo que él<br />
escribió sin errarle una palabra. Me lo sé tan de <strong>me</strong>moria<br />
como eso de cómo empieza a venir lo oscuro o cuántos <strong>me</strong>tros<br />
hay de la tranquerita que clausuré hasta la casa de Miranda y<br />
así calcular cuánto hay desde lo de Miranda al pueblo. El pueblo<br />
una vez se llamó El Salado pero yo llegué con Don Tomás<br />
cuando ya se llamaba Belgrano, pero por poco. Y en el puesto<br />
de Miranda todavía duran los palos de ese bichero de cuando<br />
los indios. Don Tomás decía que en algunos de los libros de la<br />
historia nombraban ese mirador y decían una distancia equis<br />
que estaba del lugar del Manantiales, donde antes había una<br />
balsa y ahora hay un puente que así se llama. Y entonces ahí<br />
<strong>me</strong> acuerdo que para ver si estaba bien le calculó pri<strong>me</strong>ro los<br />
cien <strong>me</strong>tros hasta la tranquerita y después las cuadras hasta el<br />
Manantiales. Don Tomás decía que lo bueno que tenía el<br />
campo era que no cambiaba, como decía su padre, el viejo<br />
Healy. Don Tomás decía porque era eterno, así siempre igual,<br />
como un hombre que no muriera y pudiera ver todas las cosas.<br />
Pero el viejo Healy, su padre, decía que uno podía acostarse a<br />
dormir por cincuenta años, que cuando volvía era lo mismo, lo<br />
único que el campo valía más. Que era <strong>me</strong>jor que los dólares y<br />
los negocios de maquinaria, aparte que no daba dolores de cabeza.<br />
Son cosas que yo sé más que Miranda, y una vez le tuve<br />
que decir que no hiciera fuego con los palos del mirador porque<br />
eran históricos. Histo, qué. Me dijo. Y yo lo miré sin decir<br />
nada, porque a veces es difícil tratar con estos peones o<br />
explicarles lo que uno entiende. Claro que él no estuvo con<br />
Don Tomás ni fue cabo de la policía, como uno. Aparte que<br />
uno también es extranjero, aunque no sea inglés. Así que él no<br />
sabe que desde su casa hasta la tranquera hay justo cien <strong>me</strong>tros.<br />
Ahora lo que no sé es si el corral está a lo mismo, pero<br />
más o <strong>me</strong>nos. Así empieza lo de los perros, con lo oscuro. Miranda<br />
va para el lado del corral y siempre pasa lo mismo.<br />
Cuando empieza a caminar echa sombra y la sombra va por<br />
los cardos y las espinas. Pero cuando se escucha el relincho del<br />
tobiano uno se da cuenta de que Miranda echó todo lo que<br />
podía de sombra, porque ya no se ve. Entonces largan los grillos<br />
y empieza el circo en los charcos. Hay como un tiempo<br />
corto de callarse que es cuando Miranda ya soltó el tobiano y<br />
se vuelve. Pero cuando Miranda le pone el alcohol al sol de<br />
noche y arrima el fósforo aparece la pri<strong>me</strong>ra lucecita y del otro<br />
lado, del pueblo, viene el pri<strong>me</strong>r ladrido, que siempre parece<br />
el mismo, de lo puntual. Es un ladrido solo y a veces como<br />
pelota que rebota y rebota hasta llegar a que yo lo escuche y<br />
otras no. Otras veces viene de golpe, como tiro de escopeta.<br />
Así de golpe y entrador que si no da miedo, por la costumbre,<br />
a lo <strong>me</strong>nos <strong>me</strong>te en el cuerpo algo raro, un frío. A mí <strong>me</strong> gustan<br />
los ruidos. Me gusta cómo empiezan a cruzar y a venir por<br />
el campo como mandados. Porque enseguida contesta el perro<br />
de Miranda y el del pueblo vuelve a contestar y el de Miranda<br />
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vuelve a contestar y el del pueblo vuelve a volver a contestar y<br />
de golpe hay como un redondel de ruidos que va a durar largo.<br />
Claro que al rato uno ni lo siente, de lo <strong>acostum</strong><strong>brado</strong>. Que<br />
eso es lo que tienen las cosas, tirando a viejo. Que si no se para<br />
la oreja no se escucha nada, de tanto que sabe uno escuchar lo<br />
mismo siempre, y así con todo. Con lo de escuchar y con lo de<br />
tomar y con lo de oler y con lo de mirar, que no hay una novedad<br />
así de chiquita ni nada nuevo ni nada. Algo de eso era lo<br />
que decía Don Tomás, creo, del campo. Pero a él le gustaba.<br />
Que era como una persona que nunca muere ni nunca morirá<br />
y ve todas las cosas todo el tiempo, el campo. Eso decía Don<br />
Tomás, <strong>me</strong> acuerdo bien. Me lo acuerdo tan de <strong>me</strong>moria<br />
como los ruidos y <strong>estoy</strong> <strong>acostum</strong><strong>brado</strong> a esas hojas del cuaderno<br />
de Don Tomás lo mismo que con los ruidos, que uno se<br />
<strong>acostum</strong>bra antes que el sol de noche de Miranda esté prendido<br />
del todo. Y cuando se prende el farol la casa de Miranda es<br />
como un agujero en el <strong>me</strong>dio del campo y dan ganas de tirar<br />
cosas. Palos y cosas, a embocar.<br />
Ese que está ahí, ese que usted ve a unos cien <strong>me</strong>tros, recortado<br />
contra la pared, borroso en la <strong>me</strong>dia luz del crepúsculo es<br />
el hombre que usted va a matar dentro de poco. Se llama <strong>Bentos</strong><br />
<strong>Márquez</strong> Ses<strong>me</strong>ao, o Marcos <strong>Bentos</strong> Ses<strong>me</strong>ao, y tiene setenta,<br />
tal vez ochenta años. Llegó al pueblo muchos años antes<br />
de que usted naciera; su nombre, ese nombre largo y solemne,<br />
se le fue perdiendo con el tiempo. Su historia, mucho más larga<br />
y mucho <strong>me</strong>nos solemne, quizás empiece a volver cuando usted<br />
le haya clavado la última puñalada. O tal vez después, cuando<br />
usted limpie su cuchillo en el pasto (no por indiferencia sino<br />
por miedo, por sacarse de encima las marcas del terror, la caliente<br />
sangre que verá bailotear durante más de <strong>me</strong>dia hora enfrente<br />
suyo, enloquecida en las venas, más fuerte que las venas<br />
que la contienen, más perdurable que la carne oscura cuya danza<br />
usted no va a poder olvidar, porque así como lo está viendo<br />
ahora quieto contra la pared lo va a ver dentro de poco hacer<br />
imposibles piruetas hasta agrandar este mismo crepúsculo, o el<br />
de mañana, o el amanecer de un día de éstos), y corra al pueblo,<br />
con los ojos agrandados del susto y esa rara alegría de quienes<br />
salen de la muerte, para contar que ha matado a Kincón.<br />
Está muerto. Hace un rato berreaba como los chanchos,<br />
por lo <strong>me</strong>nos antes de la siesta. Así de colorado como una<br />
brasa de tanto darle con ese ruido que era el único que le conocía.<br />
Se le ponían los ojos color de tierra de tanto chillar y<br />
hacerle fuerza al lloro que ya no le salía. La Felisa decía que<br />
era de capricho porque lo alzaran, pero ahora yo creo que el<br />
capricho era de ella, de la misma Felisa. Si no, cómo no darse<br />
cuenta de que se le iba a morir.<br />
<strong>Yo</strong> no sé si salía a mí o a quién salía, porque de tanto y<br />
tanto llorar desde que nació era puro colorado y difícil de saberle<br />
el color. Pero yo no hice más que levantar<strong>me</strong> de la siesta<br />
y ahí estaba, todo ya blanco en el patio. Así que nada más<br />
pude verlo y <strong>me</strong> vine al pueblo. Si estuviera Don Tomás bastaría<br />
con ir hasta el Negrete, pero ya hace tiempo que Don<br />
Tomás se pegó el tiro. Así que lo único que hice fue taparlo<br />
un poco y subirle sobre unas piedras el cuero donde estaba<br />
tirado, para que no le anduvieran por encima las hormigas. Ni<br />
le dije nada a la Felisa, porque para mí ya lo sabía, pero pensaba<br />
que no se le podía hacer. Así que <strong>me</strong> vine al pueblo.<br />
Hacía calor, y eso es jodido porque con esto del camino al<br />
ce<strong>me</strong>nterio ya han bajado todas las plantas y ni así de sombra,<br />
comisario, ni así de sombra. Andaba un poco y <strong>me</strong> paraba y<br />
andaba otro poco y <strong>me</strong> paraba y así. En el boliche de Archile<br />
<strong>me</strong> paré por unas copas pero no dije nada, total ellos en qué<br />
<strong>me</strong> podían ayudar, digo yo. Ellos no usan cajones a no ser los<br />
de cerveza, y ahí adentro no debe ser muy cómodo para nadie,<br />
por chico que se sea, con eso de que está lleno de cuadraditos<br />
de las botellas. Y ya que había llorado tanto, que descansara<br />
en paz. Eso pensé yo.<br />
Así que <strong>me</strong> tomé una o dos, y una sola vuelta al truco, que<br />
para truco andaba. Y <strong>me</strong> le animé otra vez al calor y <strong>me</strong> vine al<br />
pueblo. Ya llegando se hacía <strong>me</strong>jor, por la sombra de las casas,<br />
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y <strong>me</strong> vine recostando hasta el centro. Si no entré fue nada más<br />
para no ponerlo triste, y porque acá en la comisaría no venden<br />
cajones, que yo sepa, que si no ya sabe lo que yo lo aprecio,<br />
comisario, y le confío. Por eso <strong>me</strong> fui derecho para donde Vicente,<br />
que es loco y todo y borracho y todo pero nunca <strong>me</strong><br />
faltó. Hasta un día le regalé un perrito que encontré tirado y<br />
los chicos <strong>me</strong> lo agradecen siempre. Para ahí <strong>me</strong> fui.<br />
Entonces le pedí un cajón de frutas y pri<strong>me</strong>ro <strong>me</strong> dio uno<br />
de manzanas pero <strong>me</strong> pareció muy alto y que le iba a tener que<br />
bajar algunas tablas, justo con el calor. Pensé <strong>me</strong>jor uno más<br />
justo de la <strong>me</strong>dida y le dije y él que sí pero que para qué. Pero<br />
tampoco le dije y le pedí uno de uvas. Estuvo atento y vació<br />
uno. Usté sabe que los de uva tienen una sola tabla y son chatos<br />
y de lo <strong>me</strong>jor. Lo único que pensé en la <strong>me</strong>dida del largo<br />
pero <strong>me</strong> acordé que era tan chiquito, después de haber berreado<br />
como chancho en el <strong>me</strong>dio del patio.<br />
Así que <strong>me</strong> fui volviendo y pensando que la Felisa ya se<br />
habría despertado y estaría lavándolo o algo de eso. Pensar<br />
que jodía tanto todos los días, apenas un boyito de carne y<br />
tanta voz, dele colorado y joder. Por ahí la Felisa lo estaba<br />
vistiendo para el viaje, se <strong>me</strong> hizo, y eso sí que no, porque<br />
<strong>me</strong>jor que se fuera desnudo, aparte que la ropa podía servir.<br />
Vaya uno a saber.<br />
Me acuerdo que todavía <strong>me</strong> bajaba bien el sol, por este<br />
lado de la cara. Así que con el cajón al hombro <strong>me</strong> lo puse de<br />
aquí y más o <strong>me</strong>nos <strong>me</strong> iba protegido del sol. Claro que cuando<br />
pasé ahí al costado tuve ganas de entrar para avisarle, pero<br />
<strong>me</strong>jor no por esto del calor. Cuando pasé por el boliche no<br />
dije nada y tampoco <strong>me</strong> prendí al truco porque quería tener<br />
tiempo para que <strong>me</strong> lo bendijeran, aunque hubiera berreado y<br />
berreado todos los días. Pero a los angelitos no hay que tenerles<br />
rencor, comisario, y seguro que usté piensa igual. De ahí<br />
<strong>me</strong> apuré y eso es lo que uno no sabe, con el calor. Si correr<br />
para que el sol no lo achicharrone o irse despacio para no sudar<br />
como chivo. Así que caminaba un poco ligero y después<br />
<strong>me</strong> sentaba un poco con el cajón en la cabeza, para refrescar.<br />
Así nomás pasé el ce<strong>me</strong>nterio y así llegué.<br />
El guachito estaba campante en el patio y hasta <strong>me</strong> pareció<br />
brujería, de lo natural que estaba, y lo tan a punto de empezar<br />
a berrear de nuevo. De lejos lo vi a lo largo en el cuero y calculé<br />
si le iba bien el cajón, pero le fue.<br />
Pri<strong>me</strong>ro se lo <strong>me</strong>dí tapándolo con el cajón y le faltaba un<br />
poco en la cabeza, pero con doblarlo ya estaba. Así nomás lo<br />
acomodé con doblarle una patita y quedó como en cuna de<br />
oro. Menos mal, porque si no, <strong>me</strong> lo traía así nomás.<br />
Busqué una arpillera y unos clavos, porque la tapa que <strong>me</strong><br />
había traído no iba a andarle, y parecía como engordado. Seguro<br />
que con el aire que largaba dando esos berridos nunca le<br />
habíamos visto la verdadera altura de acostado. Pero antes de<br />
clavarlo la llamé a la Felisa por si quería verlo. Ella se presentó<br />
y en cuanto lloró la volví adentro. Terminaba uno para que<br />
llorara la otra y eso no podía ser. Demasiada tristeza <strong>me</strong> venía<br />
a mí, y el calor.<br />
Así que <strong>me</strong> vine al pueblo, de nuevo, y usté dirá a qué y lo<br />
que le cuento no <strong>me</strong> lo va a creer. Me paré en un boliche, y<br />
dos tragos, y esta vez dos partidos, porque lo principal ya estaba.<br />
Después <strong>me</strong> vine otra vez, recostando, y creamé si le<br />
digo que algo pesaba el cajón. En el boliche dije que eran unas<br />
cosas para usté, y nadie preguntó más. Así lo respetan a usté,<br />
comisario, como ya verá. Ahí empezó una garúa finita pero<br />
jodida y crucé el pueblo lo antes que pude, en vez de entrar en<br />
la cancha de pelotas a dar<strong>me</strong> ánimos con unas copas. Que ya<br />
empezaba la tristeza y las ganas de pelear.<br />
Me crucé la plaza con el cajoncito y ya vi que salían las viejas<br />
de la novena y <strong>me</strong> apuré. El cura estaba cerrando la puerta y <strong>me</strong><br />
vio venir pero se hizo el que no. Vea, padre, le dije, vengo a que<br />
<strong>me</strong> lo bendiga. Pero no alcancé porque él dijo que mañana, y la<br />
lluvia, y que iba a ensuciar todo. Me vine con la lluvia por el<br />
<strong>me</strong>dio del pueblo y ahí está toda empapada la arpillera. <strong>Yo</strong><br />
pienso que si el cura no quiso bendecír<strong>me</strong>lo no debe ser tan<br />
importante, después de todo. Aparte, qué pecados puede tener<br />
una cosita así, nada más que lo de joder y joder.<br />
Así que ahora <strong>me</strong> lo llevo. Pero antes quise parar por acá, a<br />
avisarle. Está en el patio y <strong>me</strong>nos mal que ya no hay peligro de<br />
34 35
que se ahogue, con la lluvia. Y pensar que jodía tanto con eso<br />
de llorar y llorar. Ahí lo tengo y ahora <strong>me</strong> lo llevo, pero antes<br />
quise entrar y avisarle, así <strong>me</strong> dice que si <strong>me</strong> corresponde<br />
franco, como dice el regla<strong>me</strong>nto para cuando se muere un familiar<br />
de uno. Y si son dos días o tres.<br />
O el:<br />
2do. RELATO<br />
En otra ocasión, el <strong>me</strong>ncionado “Ses<strong>me</strong>ao” en horas casi al<br />
anochecer, se encontraba conversando con el auxiliar de la estación<br />
Alegre, cuando en forma imprevista fue rodeado por<br />
seis parroquianos, los cuales invitaron a “Ses<strong>me</strong>ao” a pelear y<br />
éste, que tenía dotes de matón, les aceptó el desafío saliendo<br />
hacia fuera del andén de la estación ferroviaria, en esa oportunidad<br />
“Ses<strong>me</strong>ao” tenía sola<strong>me</strong>nte un rebenque y un poncho<br />
para su defensa, sus atacantes le efectuaron varios disparos de<br />
revólver y “Ses<strong>me</strong>ao” se defendía con su poncho y haciendo<br />
uso de su agilidad monística, efectuaba saltos y piruetas, siendo<br />
sola<strong>me</strong>nte alcanzado por un disparo en el brazo.<br />
—y esto es lo que sabíamos, lo que nos había ido llegando.<br />
Pri<strong>me</strong>ro que de una pelea, en un boliche, había pasado a ser<br />
policía, allá en Ranchos. Por ese tiempo había un tipo, en<br />
Ranchos, casado con una maestra, que había llegado a ser<br />
como caudillo, y dos por tres, alcalde. El hombre trataba de<br />
nombrar él mismo a todos los policías, para manejarlos. Entonces<br />
hubo una pelea, en el veinte, o más, una pelea del montón<br />
donde a Carneiro le vieron ese modo de pelear que tenía,<br />
ese modo callado, ese modo de no putear y dar vueltas, simple<strong>me</strong>nte<br />
dar vueltas y más vueltas alrededor del otro (o a lo<br />
<strong>me</strong>jor no, a lo <strong>me</strong>jor es como yo digo y atacabas de golpe y ese<br />
estilo te vino después) pri<strong>me</strong>ro despacio, como un paso de<br />
baile, despacio, despacio, como un bicho, hasta au<strong>me</strong>ntar len-<br />
ta<strong>me</strong>nte, como al ritmo de un tambor que creciera y creciera<br />
escondido en algún lugar de tu cuerpo. Una pelea que le contaron<br />
después a aquel tipo, al caudillo, o juez de paz, o lo que<br />
sea, impresionados. Lo soltaron a condición de que se enganchase,<br />
y él dijo que sí, que <strong>me</strong>jor un puesto seguro. Pero no<br />
era el puesto seguro, Carneiro; era la libertad, <strong>Bentos</strong>. No era<br />
el sueldo, inferior a lo que ganabas en las cosechas; eran el<br />
revólver, el garrote, los ladrones por perseguir, todo lo que te<br />
dejaría ejercitar tu antiguo deseo de soltarte, de pegar, de todas<br />
esas cosas que nos hacen sentir miedo, ahora, nada más<br />
que con ver a un vigilante de provincia acodado en el mostrador<br />
de un bar, silencioso, reclutado para eso, para el silencio y<br />
el resentimiento, para todo eso que termina (cuando termina,<br />
cuando se sabe algo, una vez entre mil) con titulares en los<br />
diarios hablando de apremios ilegales, en días en que los comisarios<br />
declaran no haber estado de guardia o algo así. No se<br />
sabe mucho de esa época; apenas que fue a Loma Verde. Fuiste<br />
a Loma Verde y ahí ya solucionaste el pri<strong>me</strong>r caso, un robo.<br />
Tenías un instinto raro para seguir las huellas. Decían que<br />
podías seguir un olor, como los perros, contra toda distancia.<br />
<strong>Yo</strong> también lo creía, lo juro, y más cuando vino por estos lados,<br />
cuando volvió. Un hombre con miedo, tal vez, un hombre<br />
que escapaba, tal vez, soltaba algo, un olor, algo que<br />
quedaba en el aire y que vos percibías sin darte cuenta, obedeciendo<br />
a leyes que ni el mismo Don Tomás, que te trajo, que<br />
estuvo en la selva de donde te trajo, podría conocer. Algo animal,<br />
algo que daba miedo, como aquella noche, tan bestial<br />
que dabas miedo, Kincón. Así con los ladrones y por Loma<br />
Verde, <strong>me</strong> acuerdo que se acordaban. Y el hombre aquel lo<br />
mandó y el hombre aquel lo trajo a Ranchos y fue alcalde y te<br />
mandó a Alegre, el pueblo más triste que conocí en mi puta<br />
vida. Debe haber sido ésa la época en que te casaste o te juntaste<br />
con la mujer que te acompañaba aquel día en el forcito:<br />
con ella y con los dos hijos que tenía. Cómo se unieron, cómo<br />
fue que ella se juntó con vos, del único modo en que pudimos<br />
explicarlo fue por el lado de la sangre, del color, de las cosas<br />
que ella habrá sentido alguna vez, viéndote pelear, moverte<br />
36 37
con ese modo tuyo de moverte, con ese modo torpe pero a la<br />
vez seguro de moverte. Porque eras rápido en las peleas, como<br />
una pantera, como un tigre y no como un mono (no como uno<br />
piensa que es un mono en una pelea, por lo <strong>me</strong>nos), Kincón.<br />
Dicen que en Alegre la discusión empezó por los chicos, que<br />
la maestra de los chicos de la mulata era la mujer del tipo ese,<br />
de Almada, el que te había hecho entrar en la policía, y el<br />
juez, o el alcalde. Y que ellos también tenían hijos chicos y<br />
que los de ustedes, los de tu mujer, los de la mujer del Negro<br />
este, se pelearon con los otros y les descuartizaron un canario<br />
y se lo volvieron a dejar en la jaula. Eso creo que decían, pero<br />
no <strong>estoy</strong> seguro; a lo <strong>me</strong>jor <strong>me</strong> confundo y eso pasó después,<br />
en otro lado. Lo que sé es que uno de los hijos de ese Almada<br />
(¿o era Páez?) era grande, como de dieciocho. Pero debe haber<br />
sido algo de un robo, tal vez, o por ahí se te antojó retobarte,<br />
nomás. La cosa es que se pelearon y pasó aquello, una<br />
noche, como a dos años. Fue de verlo, dicen. Él te mandó al<br />
pibe. Andá, le dijo, y le dio un treintaiocho. Carneiro estaba<br />
en la estación de Alegre, en el galpón de encomiendas, que<br />
hacía las veces de destaca<strong>me</strong>nto. Otros cuentan que todavía<br />
no eras policía, que Páez era simple<strong>me</strong>nte un tal Páez, <strong>me</strong>dio<br />
matón, que ese Almada te hizo policía después. Vivías con la<br />
mulata, en uno de los vagones; y con los hijos de ella, que<br />
andá a saber qué cruza eran. Fue a la noche, casi. Habrá sido<br />
un verano, Carneiro; habrá habido un maizal exaltado por el<br />
último sol, muy cerca, como un incendio. La noche todavía a<br />
ras de los durmientes, después del único tren del día. El pibe<br />
fue; ahora ya no sabemos si era un pibe y tampoco sabemos si<br />
temblaba. Tratá de acordarte cómo lo viste venir, porque no<br />
creo que se te haya borrado tanto todo eso, Carneiro. Tiró, al<br />
principio, de lejos; después, de cerca. Vos lo viste venir desde<br />
atrás de los vidrios, seguro, donde te viste a vos mismo contra<br />
la pri<strong>me</strong>ra oscuridad y contra los galpones de Alegre, y al fondo<br />
el pibe levantando el revólver que le pesaba en la mano y al<br />
lado tuyo el ruido de la pri<strong>me</strong>ra chapa agujereada, en el techo.<br />
Apagaste el farol, cuentan. A la segunda bala, estabas afuera.<br />
Pareció, debe haber parecido, una de esas funciones de circo<br />
en las que el cuchillero dibuja con los cuchillos una mujer, con<br />
la mujer adentro. Todavía no tenías el estilo de después, o<br />
siempre tuviste dos estilos. Esta vez te estabas quieto, con la<br />
luz del crepúsculo, se dan cuenta, que lo definía, lo recortaba<br />
para cualquier bala. Pero también le alumbraba la cara, te caería<br />
sobre la cara oscura y las manos quietas y los ojos que parecían<br />
hacer vista, como los arqueros de fútbol; mirar, apenas,<br />
buscar la dirección de la bala o tal vez el ruido, previendo el<br />
lugar de donde vendría el ruido del choque en el mismo mo<strong>me</strong>nto<br />
en que oías el ruido del disparo, apresando esa infinitesimal,<br />
in-fi-ni-te-si-mal fracción de segundo que nadie<br />
apresa, sin inmutarse cuando las otras balas, cuatro, pegaban<br />
en la chapa, una en los vidrios, con espacios que al otro, no a<br />
él, no a vos, Kincón, le deben haber parecido horas, después<br />
de apuntar (el otro) cuidadosa<strong>me</strong>nte, llevar el dedo hasta esa<br />
pequeña zanjita del gatillo, ponerte una vez más en la mira,<br />
tirar, escuchar el ruido de las chapas (el segundo ruido, el ruido<br />
del segundo tiro en el vidrio), sentir la mano caliente y,<br />
después del humo (si es que hay humo, y si no después de haber<br />
cerrado los ojos, como si así fuera a atajar la bala, las balas),<br />
verte a vos ahí, verlo a este negro de mierda ahí, parado, como<br />
un fantasma, como una estatua, como absoluta<strong>me</strong>nte nada en el<br />
mundo. Seis veces, dicen, y entonces vos desenfundaste. Ahora<br />
tiro yo, dijiste —dice don Barrios.<br />
—Ahora te voy a enseñar cómo se tira, le dije —digo.<br />
—Y le agujereaste un pulmón. Murió a los veinte años<br />
pero de eso, de que le agujereaste un pulmón.<br />
38 39<br />
O el:<br />
3er. RELATO<br />
En otra ocasión, al correr el año 1925, una comisión policial<br />
de la comisaría de General Paz (Ranchos) tenía la orden<br />
de la superioridad de aprehenderlo, dicha comisión policial se<br />
llegó hasta el rancho de “Ses<strong>me</strong>ao”, en horas de la noche, gol-
peando las puertas los policías le dieron la orden de arresto<br />
pero éste, muy engañoso y hábil, fugó por la ventana sin ser<br />
visto por la autoridad policial, después de esperar 1-2 horas y<br />
no tener respuesta del interior del rancho, optaron por derribar<br />
la puerta del <strong>me</strong>ncionado rancho entrando en el interior<br />
del mismo con sus armas en las manos, se encontraron con la<br />
novedad que el escurridizo “Ses<strong>me</strong>ao” había desaparecido.<br />
y el:<br />
4to. RELATO<br />
Siendo más o <strong>me</strong>nos entre los años 1938 al 1939, Marcos<br />
<strong>Bentos</strong> Ses<strong>me</strong>ao entró como agente de la policía en la localidad<br />
de General Belgrano, en su vida policial era una persona<br />
muy respetuosa, ante sus superiores, con éstos cumplidor,<br />
siendo una persona de carácter recio, para los individuos que<br />
les gustaba vivir al margen de la ley, era un hombre muy ducho<br />
a los fines de investigar algún delito que su autor pretendía<br />
se quedara impune, por cuanto el agente “Ses<strong>me</strong>ao”<br />
vistiendo de civil se ocultaba en la oscuridad y en algunas ocasiones<br />
se trepaba sobre un árbol coposo cercano donde mantenían<br />
reuniones algunas personas catalogadas como de mal<br />
vivir, a los fines de esa forma poder escuchar alguna conversación<br />
sobre los delitos que investigaba y poderlo aprehender a<br />
él y a los autores del hecho, por sus dotes ya <strong>me</strong>ncionadas, la<br />
superioridad dispuso su ascenso al grado in<strong>me</strong>diato superior<br />
(cabo), posterior<strong>me</strong>nte los habitantes de este pueblo lo habían<br />
bautizado con el apodo (el cabo negro). En una oportunidad<br />
que se realizaban unas carreras cuadreras en un almacén denominado<br />
“La Francesa”, sito en el cuartel pri<strong>me</strong>ro de este partido<br />
se encontraba de servicio el cabo “Ses<strong>me</strong>ao”, el cual había<br />
ingerido algunas copas de bebida alcohólica teniendo un altercado<br />
verbal con algunos de los parroquianos, los cuales<br />
aprovechando la oportunidad de que el cabo “Ses<strong>me</strong>ao” se encontraba<br />
<strong>me</strong>dio beodo, trataron de degollarlo siendo en<br />
esta oportunidad que fue sacado de tal difícil trance por el<br />
dueño del boliche, el cual encañonó con un arma de fuego a<br />
los atacantes del cabo “Ses<strong>me</strong>ao”, ya li<strong>brado</strong> de la situación<br />
difícil que había permanecido, el cabo “Ses<strong>me</strong>ao” salió para<br />
afuera del boliche y siempre haciendo ver sus dotes de guapo<br />
efectuó varios tiros con su arma regla<strong>me</strong>ntaria, ocasionando<br />
una confusión, entre los parroquianos, algunos de los mismos<br />
completa<strong>me</strong>nte asustados salieron del negocio corriendo,<br />
montando algunos en sus cabalgaduras y otros en carruaje sin<br />
acordarse que los equinos se encontraban atados en el palenque,<br />
haciendo unos esfuerzos, en forma desesperada a fines de<br />
salir disparando del lugar.<br />
Aquella madrugada de un febrero de fines del siglo pasado,<br />
al inglés que dormía al costado del galpón, en “La Chumbeada”,<br />
lo despertó un chajá. El grito había rodado por un rato,<br />
muy cerca, hasta que lo tocó, como una mano que lo alzara del<br />
hombro. Se levantó, se sentó con los ojos todavía cerrados y<br />
ese ruido repentino y monótono sonando en la cabeza. En las<br />
manos ya sentía la tierra, el polvo del verano que algún viento<br />
había amontonado contra las mantas. El hombre miró a la<br />
casa, un gran bulto oscuro que se alargaba a unos cien <strong>me</strong>tros.<br />
Un perro vino a la<strong>me</strong>rle la mano. El hombre miraba la casa y<br />
sentía en la mano esa hu<strong>me</strong>dad áspera de la lengua del perro,<br />
con la misma aceptación, con la misma consciente indiferencia<br />
con la que antes había sentido el polvo, la tierra suelta. La<br />
luna endurecía el campo con una claridad incansable. A esa<br />
luz, los árboles parecían nacer una y otra vez, como lanzas tiradas<br />
al cielo. A esa luz, en el costado más frondoso de la casa,<br />
algo brilló.<br />
Vio el brillo; oyó el grito prepotente de uno de los teros del<br />
parque. El hombre era inglés pero había sido marinero y con<br />
los años había aprendido que las señales de ciertas tierras no<br />
difieren de las señales del mar. Había aprendido a reemplazar<br />
el color cambiante del agua por el color de los juncos de la<br />
laguna seca; podía mirar hacia qué lado se inclinaba el pasto y<br />
40 41
descifrar como antes el significado de las nubes; podía reemplazar<br />
el vuelo de una gaviota por el brusco bramido del chajá<br />
que lo despertó. Un reflejo, en <strong>me</strong>dio de los árboles, era lo<br />
mismo acá, en la estancia, que en el barco, por lo más alto del<br />
mar. Nada había cambiado en el campo dormido, pero se levantó.<br />
Estaba doblando el encerado (ese poncho de goma que había<br />
traído del barco, que no era muy distinto del de los reseros<br />
criollos) cuando ese punto, ese reflejo, volvió a crecer y a morir.<br />
Miró al cielo y ya caminaba; el campo mojado subía por la<br />
caña de sus botas. El día anterior había sido domingo; por la<br />
tarde, había llegado hasta El Salado. Al atardecer entraba en<br />
el prostíbulo y en el crepúsculo salía, casi sin sentir el manso y<br />
repetido alivio semanal. En el mismo crepúsculo del domingo<br />
entraba en esa cueva del alcohol de la que ahora salía, sin saber<br />
(como todos los lunes, sin saber) cómo había llegado,<br />
cómo había soltado el caballo y había acomodado las mantas.<br />
Recordaba, apenas (como todos los lunes: apenas), que su último<br />
pensamiento había sido dormir afuera, porque en el galpón<br />
estaban los ronquidos de los otros y estaba el mismo olor<br />
que él sentía en la boca y estaba el calor. Entre los árboles ya<br />
más cercanos el tero, como sofocado, volvió a gritar. Eran las<br />
tres de la mañana según el color del cielo, según las luces que<br />
faltaban a la casa y a los puestos lejanos, según el silencio que<br />
se empecinaba sobre los peones en el galpón.<br />
Domingo 16<br />
Dormí muy mal. A eso de las tres de la mañana, con un<br />
saco de lana y cubierto por una manta, no podía soportar este<br />
frío hú<strong>me</strong>do que parece golpear en bocanadas, muy hondo.<br />
“Por la noche —<strong>me</strong> divertí pensando— los polos se acercan al<br />
centro de la Tierra, acá en el Mato Grosso.” Me levanté para<br />
tomar café; alisté una lámpara y <strong>me</strong> puse a trabajar. No podría<br />
decir bien en qué: esbozos disparatados, líneas grotescas, el<br />
perfil de un hombre que, del otro lado (del lado opuesto al<br />
que yo muestro; al que muestra el dibujo), tiene la cara comida.<br />
En la mañana miré los dibujos; tuve la misma sensación<br />
que había tenido al mirar los monstruosos, aleteantes peces<br />
arrancados del río. Me preocupa, sobre todo, ese perfil; yo sé<br />
que del otro lado tiene la mitad del rostro comido hasta el<br />
hueso, y casi puedo sentirlo al mirarlo, pero no creo que otros<br />
lo puedan sentir. Pasó la mañana; al <strong>me</strong>diodía almorzamos<br />
arroz con carne de paca. Después hice amistad con la gente<br />
que trabaja en el parque. Hay uno de ellos, Domingo; es un<br />
mulato de unos treinta años, ágil, huesudo y de ojos negros y<br />
fieros que se mueven con rara rigidez. Cuando estamos en<br />
grupo permanece silencioso; tendido en su red, nos escucha<br />
<strong>me</strong>ciéndose leve<strong>me</strong>nte. A veces detiene el cigarro en la boca,<br />
mira el humo y lo sigue hasta el techo, la mano en el estómago.<br />
Solos, he buscado un pretexto para hablarle. Me mira; entre<br />
la despareja barba, ese diente de oro es la pri<strong>me</strong>ra, la única<br />
señal de su sonrisa.<br />
Empezó contándo<strong>me</strong> historias graciosas. Después dijo:<br />
“Cuando vinimos a la selva”. “Cuando vinieron con quién”, le<br />
dije. “Con el otro.” “De dónde.” “De allá, de la ciudad”, <strong>me</strong><br />
dice. “Y el otro —digo, o pregunto— siguió viaje.” “Los dos<br />
—da una pitada larga, como para ocultarse, pero el relumbrón<br />
del cigarro desbarata el humo, la pobre tiniebla, bucea en su<br />
cara despiadada<strong>me</strong>nte y le descubre los huesos salientes, las<br />
<strong>me</strong>jillas arrasadas por la barba, la sonrisa que es como una flor<br />
pavorosa en su cara—, los dos seguimos viaje.” “Lejos”, arriesgo.<br />
“Lejos —dice—, muy arriba, muy en el Alto Xingú.” “¿A<br />
cuánto?” “A unos diez días, depende.” “Depende, ¿de qué?”<br />
“De cómo se venga —dice—, en canoa, por el río, como van<br />
ustedes, o por el <strong>me</strong>dio del mato, a pie.” “¿Y el otro?”, digo.<br />
Me mira; da otra pitada larga y pasan uno, tal vez dos minutos<br />
en los que parece diluirse, retroceder en el tiempo, soñar o<br />
viajar en otro espacio. Cuando habla, no habla contestando a<br />
mi pregunta, o por lo <strong>me</strong>nos no habla para mí.<br />
“Lo alcanzaron —dice—. En la mitad lo alcanzaron. Está<br />
a unos siete días de aquí. Lo encontraron las burdunas y ahí<br />
quedó.”<br />
42 43
Afuera, los indios del Alto Xingú se preparan para ho<strong>me</strong>najear<br />
a sus muertos; faltan pocos días para el ceremonial y<br />
constante<strong>me</strong>nte llegan a la aldea para asistir al Kuarup. Pero<br />
el mulato Domingo no escucha; los ojos se le mueven como<br />
asustados en la oscuridad y pita una sola vez, lenta<strong>me</strong>nte, casi<br />
con desesperación.<br />
Se agachó, entonces, y apretó el hocico del perro, para tapar<br />
el ruido de sus dientes. El tero volvió a gritar y ya no supo<br />
si era por su presencia o por la otra, la que había descubierto<br />
al ver ese reflejo entre los árboles.<br />
No quiso pensar, como no había querido pensar al despertarse,<br />
de qué se trataba. El perro soltaba un leve, cariñoso quejido.<br />
El hombre le habló; bajito, casi por señas, habló al animal.<br />
Cuando dio el otro paso ya no necesitó mirarlo para saber que<br />
el perro quedaba ahí, detrás suyo, atento, con las orejas paradas<br />
pero quieto, aplastado al suelo mojado por el rocío.<br />
Lo sorprendió la blancura que rodeaba la casa, la claridad.<br />
Pri<strong>me</strong>ro pensó que la luna se había destapado, pero no hacía<br />
falta levantar los ojos para saber que la luna seguía igual, en el<br />
centro, clavada y enor<strong>me</strong>, como desde toda la noche. Era la casa<br />
blanca, las paredes blancas y peladas —separadas de la línea de<br />
árboles por esa otra línea de muñones de árboles cortados dos o<br />
tres años atrás, muñones unifor<strong>me</strong>s y fantasmales, parejos en la<br />
noche que abolía la complicada arquitectura de sus raíces—, era<br />
la casa chata y blanca la que se alumbraba a sí misma.<br />
Dio otro paso. Dejó resbalar la vista a lo largo de las paredes,<br />
y a lo ancho. Tanteaba con los ojos desde los treinta <strong>me</strong>tros<br />
que lo separaban de la casa. Al principio no vio nada: la<br />
sombra de una rama, la sombra de los pinos más altos inscriptos<br />
por la luna en los ladrillos encalados. Después —y tal vez<br />
no vio, sintió—, una sombra, que no estaba confor<strong>me</strong> con<br />
todo el conjunto, un bulto inmóvil junto a la ventana. Se tocó<br />
el revólver, que llevaba como todos llevaban el cuchillo, atrás<br />
y a la derecha. La sombra se movió un poco y entonces vio la<br />
cabeza del mulato.<br />
Se le fue de atrás, vigilándolo. El mulato estaba casi en cuclillas,<br />
cerca de la ventana. La ventana —ahora lo advertía— de la<br />
hija del patrón. El negro estaba ahí, como una estatua; habría<br />
permanecido en la oscuridad, hasta que le dieran confianza el<br />
silencio, la paciencia inmutable de esa misma luna que ahora lo<br />
recortaba tranquilo, ignorante de que alguien —ese hombre,<br />
justo ese hombre— lo veía espiar a la muchacha. La muchacha<br />
dormiría destapada, confiando ella también, ahí nomás, a un<br />
paso del negro asomado a la ventana abierta. El hombre que había<br />
sido despertado por el chajá pisó fuerte y la casa se acercó a él<br />
y el mulato, la cara del mulato también.<br />
Domingo 16<br />
(más tarde)<br />
El sol bajaba cuando llegaron los indios Moinacos; venían<br />
en fila, trayendo todas sus pertenencias y su familia. Desde la<br />
barranca del puesto los vi venir en dirección al río; avanzaban<br />
en silencio y las mujeres, ondulantes, <strong>me</strong>cían en la cabeza las<br />
cestas de mandioca. <strong>Yo</strong> miraba, callado, fumando, el grupo<br />
alargado que reptaba hacia el agua; el sol quería vivir, aún, en<br />
el destello cobrizo de los cuerpos que e<strong>me</strong>rgían de la selva, en<br />
las caderas tirantes de las indias más jóvenes. Había algo oculto,<br />
sin embargo, en esa lenta, rítmica marcha: venían encerrados<br />
en sí mismos, adelantándose al ceremonial de los muertos.<br />
En eso pensaba cuando <strong>me</strong> sorprendió una voz.<br />
“Traen a sus muertos a cuestas”, dijo Domingo, a mis espaldas,<br />
y fue como si lo hubiese dicho yo mismo. Él fumaba;<br />
su diente de oro, más que su mano, señalaba los cestos que<br />
subían y bajaban en la cabeza de las indias.<br />
“El bejuí —dijo—, lo hacen con mandioca y hace caminar<br />
días.”<br />
“¿Comida?”, pregunté. “Bejuí —insistió, pero asentía con<br />
la cabeza—, bejuí. Si lo hubiéramos tenido, él no se hubiese<br />
quedado allá.”<br />
44 45
Por la noche, en el barranco, mientras se contaban historias,<br />
antiguas e impresionantes historias del mato, Domingo<br />
se escudaba tras el humo y parecía sonreír. Pero todo el tiempo<br />
rehuyó mi mirada.<br />
Tenía el revólver en la mano y segura<strong>me</strong>nte fue lo pri<strong>me</strong>ro<br />
que vio el mulato. No hablaron. La luna estallaba en la cara<br />
del mulato, en los ojos chiquitos y la boca ancha del mulato.<br />
Los separaba un tronco mutilado; el negro, agachado, tenía la<br />
misma altura del tronco. Lo veía, desde arriba, y recordaba<br />
que el mulato había caído una tarde, buscando trabajo; dijo<br />
que venía del Uruguay y que le habían dicho que si se iba derecho<br />
a la estancia, iban a tomarlo. Pri<strong>me</strong>ro había andado en<br />
la cosecha; el patrón ya recelaba de estos hombres, y solía decir<br />
a los de su confianza que los vigilaran. De eso se acordaba.<br />
El tero gritó tres veces, ahora. El negro se movió y entonces<br />
él dijo<br />
—quieto, quieto, negro<br />
y al negro le crecieron los ojos. El revólver le daba la seguridad<br />
y la dureza con que podía usar las palabras y hasta el<br />
tiempo. Podía hacer que el mulato se estuviera ahí, como el<br />
perro: callado y obedeciendo. Los ojos oscuros brillaron y por<br />
un mo<strong>me</strong>nto el hombre que había sido despertado por el chajá<br />
pensó que era eso lo que había visto brillar, desde lejos.<br />
Pero entonces el negro movió apenas la mano y él tuvo que<br />
decir<br />
—te dije quieto<br />
otra vez, cortante, porque había visto otra vez el reflejo de<br />
la luna pegando en la corta hoja de la faca que asomaba, desnuda<br />
como siempre, en la cintura del mulato.<br />
Lunes 17<br />
Había decidido trabajar. Por la mañana <strong>me</strong> bañé en el río,<br />
como los indios, desnudo, pero recordé que al <strong>me</strong>diodía sólo<br />
iba a quedar arroz, porque seguían llegando indios para el<br />
Kuarup. Pensé pescar entre trazo y trazo, en la canoa. El hermano<br />
de Orlando <strong>me</strong> consiguió un remo de los Moinacos y<br />
<strong>me</strong> aconsejó que tomara una canoa liviana, al borde del río. La<br />
vi en la otra orilla y pensé cruzar nadando. Sentí una mano en<br />
el hombro, era Domingo. “La sucurí —<strong>me</strong> dijo—, la vieron<br />
pasar.”<br />
Creo que si <strong>me</strong> lo hubiese dicho otro, no habría vacilado en<br />
cruzar, pensando que si la habían visto pasar ya no estaba por<br />
los alrededores. Pero, en boca de Domingo, esa simple palabra<br />
de tres sílabas tomaba un matiz, una calidez extraña, una<br />
cualidad pegajosa que parecía venir del mismo mulato. De la<br />
<strong>me</strong>moria barrosa del mulato.<br />
La vi a las once. Había tomado una canoa, más grande, larga<br />
y pesada; intentaba, vana<strong>me</strong>nte, pescar. En el silencio, creo<br />
que empecé a sentir su presencia antes de verla. Estaba como<br />
anclado a propósito en la punta de un islote infor<strong>me</strong>, del que<br />
nacía un árbol retorcido; desde las orillas llegaba ese continuo<br />
canto del mato, esa lerda letanía. Salió casi al pie del bote, casi<br />
entre las ramas del árbol; una princesa extraña, venenosa, navegando<br />
a flor de agua. Algo <strong>me</strong> inmovilizó; un miedo<br />
enor<strong>me</strong>, tal vez. Pero más que el miedo fue el recuerdo del<br />
mulato, nombrándola. Viendo el cuerpo aceitoso deslizarse al<br />
alcance de mi mano, mientras la sangre <strong>me</strong> volvía a <strong>me</strong>dida<br />
que el largo, interminable cuerpo se iba yendo, entendí; desde<br />
ese mo<strong>me</strong>nto, cada vez que nombrara la serpiente del agua,<br />
mis labios tendrían la misma entonación caliente, viscosa, del<br />
mulato Domingo. Ahora yo también había visto a la sucurí.<br />
El negro lo miraba. Sintió los ojos del negro clavados en su<br />
cara y fue como antes, cuando el viento del mar y el sol del<br />
mar recién empezaban a castigarle la piel, a endurecérsela; fue<br />
algo que había que aguantar. Por un instante el mulato agazapado,<br />
quieto, con esa quietud acerada de los elásticos o de los<br />
tigres, le dio miedo. Le veía brillar los ojos; intuyó algo animal,<br />
más allá, más adentro de ese brillo y de esa piel que la<br />
46 47
luna golpeaba despacio, que la luna modelaba en cortos latidos.<br />
El negro lo miraba. Se vio a sí mismo en los ojos del negro,<br />
por los ojos del negro; se vio la crecida barba ceniza, el<br />
color arenoso de las <strong>me</strong>jillas, las venas tensas que le endurecían<br />
la mano del revólver. Va a saltar, pensó, y voy a tener que<br />
matarlo. El negro habló, y fue como si saltara.<br />
—Dejá el chiche, Inglés —dijo.<br />
La voz: dura como un golpe, susurrante como un cuchillo.<br />
El tero volvió a gritar y un poco de viento silbó en los árboles.<br />
No temió que hubiesen escuchado al mulato; su voz se agregó<br />
al silencio como los pájaros o el viento. La hoja de la ventana<br />
se fue cerrando, con un chirrido suave. Más allá dormía la<br />
niña que el mulato había estado espiando. Él sabía eso: espiando,<br />
nada más que espiando. La hoja terminó de cerrarse,<br />
ya sin ruido. Entonces vio la luna baja, reflejada en el vidrio, y<br />
presintió el amanecer total. Pensó que el galpón ya se quebraba<br />
con el ruido de los peones y supo que tenía que terminar<br />
rápido. Ya no veía al negro, aunque le vigilara cada movimiento.<br />
Ya estaba mirando el cuerpo derrumbado, la cara del<br />
patrón despertado por el tiro; oía su propia voz, explicando.<br />
Miró el mango del cuchillo del negro, de barato plomo la<strong>brado</strong>.<br />
El negro miraba nada más que el revólver.<br />
—Dejá el chiche, che Jarrin —dijo.<br />
Sintió la fuerza, la dureza de ese cuerpo agachado.<br />
—No, negro —dijo.<br />
Y tal vez supo que debía agregar algo más: para él mismo,<br />
para el negro, que nunca abriría la boca.<br />
—Harrington —dijo—, negro sucio. Repetí bien eso: Harring-ton.<br />
Y adelantó la mano y no quiso ver la cara del negro, que se<br />
estaba ablandando, desarmado por la sorpresa. Como de lejos,<br />
oyó ese susurro tímido, algo temblón.<br />
—Ta bien, che inglés, Ja-rrin-ton.<br />
El tero gritó. Vio la luna en la mitad de la ventana; supo<br />
que, detrás suyo, la luna ya rozaba los árboles. Apretó el gatillo<br />
despacio, hasta llegar a esa zanja, a ese punto inter<strong>me</strong>dio<br />
donde hay que contener la respiración. Después vendrían to-<br />
das las otras caras, todos los otros ruidos. Se acordó, brusca<strong>me</strong>nte,<br />
de algo.<br />
—Tirá el cuchillo —le dijo.<br />
El negro se palpó el costado, manoteó lenta<strong>me</strong>nte el mango,<br />
y cuando iba a tirarlo al piso le leyó la cara.<br />
—Jarrinton —dijo, apurado, jadeante—, Jarrinton, che inglés,<br />
Jarrinton.<br />
El hombre que había sido despertado por el chajá habló<br />
casi al mismo tiempo que el percutor golpeaba.<br />
—Eso —dijo—, Tomás Harrington, para que te acuerdés.<br />
48 49<br />
Y la:<br />
VIDA DE SANTOS SESMEAO<br />
Llegó pri<strong>me</strong>ra<strong>me</strong>nte a Ranchos, con una mujer llamada Felisa<br />
y con un hijo y una hija. Felisa era curandera. Vivían en un<br />
rancho de adobe frente a la quinta en esa época del finado Ramos.<br />
El negro parado en la puerta de su rancho ponía a sus costados<br />
una lata de querosén y le tiraba una bala a una y otra para<br />
ensayarse y tomar certeza. En el año 1922, cuando todavía no<br />
era policía tenía ciertas diferencias con los Páez que no llegaron<br />
a conocerse, éstos lo a<strong>me</strong>nazaron de muerte. En la estación Alegre<br />
el negro se tiroteó con Páez, éste descargó el revólver pero<br />
no lo pudo herir pues el negro era muy ágil y saltaba como un<br />
elástico. El negro le dijo “ahora <strong>me</strong> toca a mí y con ésta te<br />
mato”, le tiró un solo tiro pues tenía las balas tajeadas en la punta<br />
en 4 o 6 cascos de manera que al penetrar en las carnes ya<br />
envenenaban. Páez murió tiempo después por esta razón.<br />
Tiempo después con Poliya Díaz que también andaba mal<br />
y le había dicho que cierto día se las iba a ver con él. Pero el<br />
negro dijo que él sólo lo peleaba con la chancleta. Cierto día<br />
al salir del boliche de Re se encontró con Díaz y tuvieron unas<br />
palabras. Díaz le dijo al negro que así lo quería ver y sacó el<br />
revólver y cada tiro que tiraba el negro le pegaba un chancletazo<br />
por la cabeza.
Estaba en la policía en Alegre 1928 cuando a Emilio Lezcano<br />
lo tuvo 2 días atado con esposas a un palo de su casa a<br />
razón de que Lezcano era asesino y mató a un hijo suyo y se lo<br />
dio a los cerdos. Un vecino suyo le pidió que lo soltara —en<br />
otra oportunidad el negro le llevó a la comisaría y en el camino<br />
después de que el negro le sacó el revólver de sus ropas le<br />
tiró un tiro y le lastimó la espinilla, pero el negro que no tenía<br />
nada de sonso le tomó la muñeca y se la hizo doblar, lo cual le<br />
hizo <strong>me</strong>ter el tiro por la boca y salir por la nuca. Lezcano<br />
viéndose perdido y sabiendo con quién trataba se hizo el<br />
muerto—.<br />
También para burlarse de sus enemigos solía dispararse y<br />
paraba en un palo vestido lo que creían y decían “lo matamos<br />
al negro”. El negro era muy capaz y se hacía respetar. —Salía<br />
a cualquier hora de la noche y se lo encontraba recorriendo a<br />
la salida o en la cañada del pueblo—.<br />
En unas carreras de caballos, Herrera tenía dos perros galgos<br />
en la pista, Carneiro le dijo que sacara los perros. Herrera<br />
no le llevó el apunte. Carneiro le mató un perro y cuando venían<br />
corriendo Herrera aprovechó para sacar el revólver pero<br />
Carneiro dándose cuenta lo atropelló con el caballo y Herrera<br />
cayó al suelo y fue desarmado.<br />
En el año 1923 se casó con Correa, tuvo muchos hijos uno<br />
de los cuales es seguido por la policía por malas andanzas, se<br />
dice que muy parecido al padre.<br />
En 1929 la policía lo seguía a Carneiro por malas andanzas<br />
llegaron a una casa y le dijeron que se rindiera pero el negro<br />
tenía un subterráneo y se fue sin que la policía lo viera. Pero<br />
un día llegó a una casa vestido de linyera y como siempre andaban<br />
siguiéndolo lo reconocieron y lo detuvieron el cabo Del<br />
Ateo y el sargento Sosa. Lo agarraron desprevenido. En<br />
Loma Verde tuvo problemas con un candidato a intendente,<br />
Climamberro.<br />
En el almacén de Alonso en Loma Verde junto al oficial<br />
Núñez al entrar encontraron tres asaltantes que ya habían tenido<br />
datos de ellos los que tenían la captura reco<strong>me</strong>ndada por<br />
haber matado a un agente en Brandsen. Núñez y Carneiro es-<br />
taban vestidos de particular rápida<strong>me</strong>nte fueron y se pusieron<br />
las ropas. Pero mientras los otros se disparaban, dos de ellos<br />
los agarraron, pero el otro alcanzó a herirlo y disparó.<br />
Carneiro utilizaba su revólver particular pero para despistar<br />
esto con el revólver de un compañero (Witilon) tiró a la<br />
ventana y a la puerta que aún se encuentran.<br />
Con la gente que no lo molestaba era bueno. La policía lo<br />
quería por el coraje que tenía y valentía de lo contrario lo<br />
odiaba (dicho por él mismo).<br />
Felisa era curandera de la digestión —mal de ojos—. Antiguas<br />
personas afirman que han sido curadas por ella y que curaba<br />
con un hilo y unas cruces en la espalda.<br />
Da miedo miedo.<br />
Que baile y bailo abrir los o. Los tambores nombran al negro<br />
de la ciudad que está contra el árbol y el sudor, <strong>Bentos</strong>. El<br />
sudor cuando.<br />
Bailás.<br />
Que baile el negro bailá Kincón.<br />
Los tambores y las burdunas buscaban al negro de la ciudad<br />
dos años antes. Dos años. Dantes. Daños. Dantas. Que<br />
baile el negro.<br />
Lo buscaban.<br />
Sí, Don Tomás. Vayasé, Don Tomás, abramé los ojos Don<br />
Tomás.<br />
Tenés que correr, <strong>Bentos</strong>.<br />
Tenés que bailar, Carneiro.<br />
Para que no te alcancen para que no te alcancen. Para que<br />
no te. Para que no. Para recostarte contra el árbol negro fugitivo<br />
de la ciudad que has violado ella tendida el polvo los días<br />
por el mato ella sonríe.<br />
Que ha violado.<br />
Había violado a la hija de un jefe el negro de la ciudad.<br />
Sí, Don Tomás. Qué ordenada la pieza, Don Tomás. Es<br />
cierto que ordenó la pieza para suicidarse, Don Tomás.<br />
Es cierto <strong>Bentos</strong>.<br />
50 51
Que baile el negro de la ciudad un negro puro un negro que<br />
había violado a la hija de un cacique dos años an. El duro<br />
tronco con todas sus aristas, sus vértices, la espalda empapada<br />
en sudor.<br />
El mato, <strong>Bentos</strong>.<br />
El mato, Don Tomás.<br />
Hay que correr, correr de nuevo. Pero antes el árbol, Don<br />
Tomás. Mejor respirar un poco refrescarse contra el árbol<br />
porque hace un calor y este cajón ya <strong>me</strong> anda pesando y eso<br />
que era chiquito. Y en el polvo ella sonríe y berreaba como<br />
usté no sabe cómo, Don Tomás.<br />
La plaza y el cura dice que <strong>me</strong>jor no porque vamos a ensuciar<br />
todo con ese barro del mato y ese sudor, Don Tomás, ese<br />
sudor en la espalda ese sudor.<br />
Cómo era ese lugar de donde <strong>me</strong> trajo y usté para qué escribía,<br />
Don Tomás.<br />
—y él amó a esa mujer. Toda su vida amó Don Tomás a<br />
la mujer aquella que recién con el tiempo, cuando ya estaba<br />
casada con Oliveros, recién con los años dio miedo mirar.<br />
Aunque no era miedo, era otra cosa, como decíamos todos<br />
cuando nos enteramos, acuerdensé. Verla, daba impresión.<br />
Era como mirar un pozo ciego, como caminar por el fondo<br />
de la comisaría, ahí donde está todavía ese pozo ciego en el<br />
que alguno de nosotros (y digo nosotros y esto no es decir<br />
nada, porque: qué éramos al fin y al cabo nosotros, qué fuimos<br />
los radicales de este pueblo antes y después, sobre todo<br />
después de esa revolución que fue una cagada de revolución),<br />
alguno de nosotros, digo, fue a parar, ya muerto, después del<br />
treintitrés. Era, digo, decía, como saber que se miraba a una<br />
muerta; no el cuerpo tieso, duro, enterrado y carcomido de<br />
una muerta sino el propio cuerpo de la muerte, la morada de<br />
la podredumbre, como hubiese dicho el cura Cafaro antes de<br />
que le partieran una silla en la cabeza, allá en el boliche del<br />
río. La procesión de los gusanos caminando tranquila<strong>me</strong>nte<br />
por las calles del pueblo, los gusanos caminando bajo el ves-<br />
tido celeste, corriendo bajo el corpiño de encajes que de vez<br />
en cuando, al bajar del coche, o del calesín, se asomaba por el<br />
escote de aquella mujer que de no ser por eso (por esa idea,<br />
por ese murmullo que luego se confirmó) hubiese sido deseable<br />
aun a los cuarenticinco, cincuenta años, tan alta y tan pálida<br />
y tan lejana como lo había sido toda la vida, desde que<br />
montó el pri<strong>me</strong>r caballo en La Barrancosa y lo cruzó de un<br />
fustazo al viejo Anselmi, acuerdensé. Y acuerdensé que el pri<strong>me</strong>r<br />
rumor que se corrió fue el de sus trece años salvajes, el de<br />
sus ojos rencorosos que eran como un eco, como una fotografía<br />
de los ojos de su abuelo materno, del caudillo aquel<br />
que durante años rigoreó a los animales y a los peones de La<br />
Chumbeada, según cuentan los que alcanzaron a verlo antes<br />
de que el inglés Harrington fuera extendiendo La Barrancosa<br />
hasta taparlo. Más criolla que inglesa, entonces, o inglesa<br />
apenas por ese lado taciturno (en lo que viene, venía, a parecerse<br />
bastante al mismo Don Tomás), casi mudo, por esa<br />
fuerza que al final había arrinconado al caudillo Dantas, su<br />
abuelo, en el último rincón de La Chumbeada, en el único<br />
pedazo que La Barrancosa, el monstruo, había respetado<br />
al extenderse desde el río hacia adentro, en la larga casa de<br />
muros rosados donde el caudillo Dantas, su abuelo, el abuelo<br />
de ella, murió sin un solo insulto contra el inglés que de todos<br />
modos había terminado por ser su yerno y que ni siquiera necesitaba<br />
ser su heredero. Porque también le debía ese reducto<br />
donde murió, según dicen. Tal vez en la muerte el viejo Dantas<br />
quiso olvidarse, aunque dicen que le dijo, al Inglés, al padre<br />
de ella, le dijo: “Presta<strong>me</strong> un poco allá abajo, en las<br />
casuarinas”, y todos supieron que hablaba de la tierra, del<br />
hoyo que también le fue negado, porque para eso estaba el<br />
mármol, la cripta allá en Buenos Aires, en la Recoleta, que<br />
cuentan que el viejo Dantas le decía “la recolecta”, lugar para<br />
recolectar los podridos cuerpos de la gente distinguida que se<br />
muere. Bueno. Le debía cada centí<strong>me</strong>tro de los largos paredones<br />
rosados y las arcadas y el museo de armas y las crines de<br />
los caballos sacrificados por la piedad y los aperos de plata y<br />
los mates la<strong>brado</strong>s y los cuchillos con la grasa endurecida en la<br />
52 53
vaina. De modo que el inglés Harrington, o Harrintong, nunca<br />
supe dónde hay que poner esa maldita g, no tuvo que decirle<br />
siquiera a su mujer (la madre de ella) que pasara la<br />
propiedad que había sido de su padre a nombre de él, que era<br />
su marido, que la había hecho llamarse para siempre Mariana<br />
Beatriz Dantas de Harrintong, porque ya era de él, porque ya<br />
había crecido a lo largo de esa tierra, ya había estirado el límite<br />
posible de La Barrancosa hasta co<strong>me</strong>rse a La Chumbeada,<br />
ya había recuperado definitiva<strong>me</strong>nte lo perdido aquella lejana<br />
mañana del negro. Acuerdensé de la historia: un mulato, en<br />
los campos de Dantas, en esos campos que eran casi tan grandes<br />
como los de El Negrete cuando El Negrete era del príncipe<br />
Jorge, de la Real Corona Inglesa. Un mulato trabajando de<br />
peón de patio. Y ése, Harrington, que llega desde Buenos Aires<br />
trayendo el <strong>me</strong>nsaje de un capitán de barco, porque era<br />
marinero, y se queda. Y que una noche, a los dos <strong>me</strong>ses, se<br />
despierta y encuentra al mulato espiando por la ventana de la<br />
hija de Dantas, a Mariana Beatriz, y, a estar con lo que cuentan,<br />
el negro saca un cuchillo y él se ve obligado a matarlo.<br />
Acuerdensé: el caudillo que sale y dice que le debe la vida de<br />
su hija, o el honor, o algo de eso, y que agarre un caballo y<br />
corra en dirección al río y al <strong>me</strong>diodía clave una estaca. Fijensé<br />
que recién amanecía. Pero Dantas sabe. Le dice que corra,<br />
pero hace las cosas al revés, le dice que corra en dirección al<br />
río y que todo el campo que quede desde la estaca hasta el río<br />
es de él. O sea lo que digo: que a cada pisada del caballo Harrington<br />
pierde terreno. Pero sabe que el viejo lo está probando.<br />
Entonces pide el caballo más ligero, y la franja va a ser<br />
corta, fue corta. Pero. Por eso digo recuperado lo perdido<br />
aquella mañana sudorosa en que corría, correría, <strong>me</strong> imagino,<br />
sin pensar en el negro muerto que había estado espiando a la<br />
que iba a ser su mujer, la mujer con la que final<strong>me</strong>nte se clavó<br />
a la tierra para engendrar esa muchacha que ya a los trece<br />
años, apenas subió al pri<strong>me</strong>r caballo, se mostró cruzando de<br />
un fustazo a Anselmi, porque le había rigoreado el animal. Y<br />
así arrancó el pri<strong>me</strong>r rumor (después el inglés se enloqueció,<br />
acuerdensé), mucho, mucho antes de que Don Tomás se fuera<br />
para volver y encontrarla casada con Oliveros, y nosotros supiésemos<br />
(pero eso debe haber sido después, mucho después)<br />
por qué compraban la <strong>me</strong>jor carne para ella cuando Don Tomás<br />
volvió, cuando ya se llamaba Adelina Beatriz Harrington<br />
Dantas de Oliveros. Y desde esos trece años, y en Buenos Aires,<br />
y en Brasil, y en la pieza donde se iba a pegar el tiro, él,<br />
Don Tomás, el de El Negrete, el hijo del duro inglés Healy<br />
que pri<strong>me</strong>ro fue administrador de la Corona en El Negrete y<br />
después dueño del Negrete, Don Tomás Healy hijo, el pintor,<br />
el que trajo a este negro de mierda, a Carneiro, el que te trajo,<br />
amó a esa mujer.<br />
Iulapití. Tacumá. Me sé bien de <strong>me</strong>moria todas esas cosas<br />
que escribió Don Tomás y que en la terminación o antes<br />
cuentan que <strong>me</strong> encontró. Claro que mucho no lo entiendo, y<br />
sé que para entenderlo hay que tener los años de instrucción<br />
que Don Tomás tuvo, sobre todo en colegios extranjeros. No<br />
<strong>me</strong> voy a poner a decir que lo entiendo, porque nunca fui<br />
hombre que quiera cagar más alto que el culo, como este Miranda<br />
que ya quiere ser patrón del Negrete y salir para el pueblo<br />
pasando por la tranquerita vieja que yo <strong>estoy</strong> en derecho<br />
de clausurar. En derecho y en deber, la verdá. Porque hacer<br />
respetar mi terreno es hacer respetar la <strong>me</strong>moria de Don Tomás<br />
y a eso <strong>estoy</strong> bien obligado. Para algo él <strong>me</strong> enseñó a leer<br />
y los signos y <strong>me</strong> dejó el diario ese del Brasil para que <strong>me</strong><br />
acordara de él y para que supiera que él siempre se acordó de<br />
mí. <strong>Yo</strong>, que supiera yo que él siempre se recordó de mí. Y eso<br />
es lo que hago cuando ya no <strong>me</strong> quedan ganas de fumar ni de<br />
los fósforos, que al final es un vicio jodido porque <strong>me</strong> vuelve<br />
en los sueños, que siempre ando soñando con hogueras y con<br />
fuego. Los sueños son lo más bravo por eso del recuerdo. Uno<br />
está acá, en el campito, aguantandosé lo de no salirle ya al<br />
Miranda ese, ahora que ya está como de más no salirle con esa<br />
noticia del diario, de Oliveros. Aguantándole de no salirle y<br />
esquivándole a lo que uno tanto anduvo y se sufrió. Sufrió,<br />
sufrir. Iba a decir que como un negro pero eso es sudar. Uno<br />
54 55
esquiva eso por nada más que la falta de gollete que tiene andar<br />
acordandosé y lo peor es que lo único que queda es eso,<br />
porque no pasa más nada, a no ser lo de Miranda y que uno de<br />
estos días. <strong>Yo</strong> digo. Por ejemplo si uno se pone a pensar y<br />
empieza y sigue. <strong>Yo</strong> a veces le pregunto a los otros porque ya<br />
<strong>me</strong> va faltando la <strong>me</strong>moria, <strong>me</strong> voy faltando en mi propia <strong>me</strong>moria.<br />
Todo esto <strong>me</strong> lo pienso ahora, que es de noche y ya no<br />
<strong>me</strong> quedan ganas de fumar ni de los fósforos. Y Miranda no<br />
va a venir porque ya se acostó. Pero <strong>me</strong> quedo hasta tarde,<br />
porque por ahí se hace el que se acostó para pasar en cuanto<br />
yo <strong>me</strong> recueste. <strong>Yo</strong> a veces le pregunto a los otros por qué <strong>me</strong><br />
voy faltando de la <strong>me</strong>moria. En los sueños es cuando más <strong>me</strong><br />
parece acordar<strong>me</strong> pero ahí sale todo entreverado. Y <strong>me</strong> despierto<br />
sin ganas de mate ni nada y sin ganas de mirar si Miranda<br />
anda mirando para acá o no anda mirando, Miranda.<br />
Entonces en algunos días <strong>me</strong> bajo al pueblo y pregunto. Si<br />
estuviera Don Tomás sería de lo más fácil porque él se acordaba<br />
de todos los años que <strong>me</strong> crió y hasta que no <strong>me</strong> crió,<br />
cuando se fue al Brasil otra vez, o no sé dónde, y cuando vino<br />
yo ya no estaba en el Negrete y estaba por ser policía o ya era.<br />
El cabo de la policía de la Provincia Marcos <strong>Bentos</strong> Ses<strong>me</strong>ao.<br />
Entonces <strong>me</strong> bajo al pueblo y hablo con alguno que <strong>me</strong> saluda<br />
y si <strong>me</strong> invita acepto y le pregunto. Si no bajo leo un poco el<br />
diario ese de Don Tomás y las palabras que él escribía, dice,<br />
para olvidarse y para acordarse después. Así que algo lindo<br />
debe haber en eso de acordarse y algo <strong>me</strong> jode esto de ir<strong>me</strong><br />
perdiendo en mi propia <strong>me</strong>moria, así que a veces bajo y pregunto,<br />
y cuantos más son los que hay más pregunto y es <strong>me</strong>jor<br />
que leer el diario de Don Tomás que uno sale soñandoseló.<br />
Porque en ese modo son varios los que <strong>me</strong> acuerdan de cuando<br />
vine, con Don Barrios, que es uno de los pri<strong>me</strong>ros que <strong>me</strong><br />
vio cuando <strong>me</strong> fui con las cuadrillas, tiempo que si no <strong>me</strong> ayudan<br />
no vuelvo y ellos sí, como Don Barrios, que dice que ya<br />
plantó árboles a paladas y tuvo unos hijos y ahora no sabe qué<br />
hacer con sus días, como yo, y entonces yo le pregunto y él<br />
empieza. Les cuenta a los otros cómo llegué y algunos se<br />
acuerdan y sobre todo es <strong>me</strong>jor él, un hombre instruido aun-<br />
que radical. Cuenta de muchas cosas. De cómo empezó el<br />
Negrete y cómo era Don Tomás. <strong>Yo</strong> bajo al pueblo cada vez<br />
que <strong>me</strong> sueño algo que no encaja bien y lo busco a Don Barrios<br />
y él empieza que es como un libro de hablar.<br />
—y ella también lo amó. Comida por el cáncer, destruida<br />
lenta<strong>me</strong>nte por el cáncer, abandonada de ese hombre (y de los<br />
hombres) por el cáncer, ella también amó al hombre que te<br />
trajo, Carneiro, al hombre que estaba marcado para la muerte<br />
desde mucho antes, desde mucho antes. Porque si ser inglés y<br />
venir al Negrete era entrar al territorio de la muerte, ser hijo<br />
de ingleses y nacer en <strong>me</strong>dio de ese territorio era un desafío<br />
que la muerte no podría perdonarle a Don Tomás Healy, hijo<br />
del duro inglés Healy que de administrador nom<strong>brado</strong> por la<br />
Corona pasó a ser dueño de casi la mitad del campo cuando la<br />
Corona quiso vender. Y así fue, así creció, dicen, entre sueños<br />
y fiebres, atravesado tal vez por el sueño y la fiebre de los ahogados<br />
de El Negrete (acuerdensé de los tres ingleses, de los<br />
veinte peones que se ahogaron cuando el viejo Healy los hizo<br />
cruzar el Salado a la fuerza, una noche en que la crecida a<strong>me</strong>nazaba<br />
desbandar los animales del otro lado de la orilla), entre<br />
perros que nunca lo comprendieron, que quizá él nunca<br />
quiso comprender, entre caballos de los cuales elegía al más<br />
arisco, al más bellaco, y lo domaba antes de montarlo, antes<br />
de atarlo al palo (nunca quiso saber qué era eso de domar de<br />
abajo, nunca ató un caballo o lo vareó antes de subirlo), lo<br />
subía por pri<strong>me</strong>ra vez y ya eran una seda, convencidos por su<br />
voz antes que por su látigo. Un látigo, una fustita con mango<br />
de plata que sonó contra el costado de sus botas hasta el fin de<br />
sus días (si es que sus días tuvieron fin, si es que sus días tuvieron<br />
principio, quiero decir) pero que nunca usó. Y así fue, así<br />
llegó a los quince años y se le escapó el tiro que, si no iba a<br />
matarlo, por lo <strong>me</strong>nos iba a empezar a matarlo. Como si el<br />
tiro se hubiese quedado clavado en algún lugar del aire para<br />
esperarlo a lo largo de los años y sorprenderlo un día en una<br />
pieza con los dibujos muy ordenados y visitada minutos antes<br />
56 57
por vos, Carneiro, que fue como si lo hubieras visto morir. A<br />
los quince años, acuerdensé (los que pueden, los que alcanzaron<br />
a que se los contara algún testigo presencial; quiero decir:<br />
algún testigo presencial de los acontecimientos que siguieron<br />
al acontecimiento): estaban jugando con el hijo de los Vivaut,<br />
con las armas y él apuntó y el seguro estaba corrido, o vaya a<br />
saber cómo fue, y el tiro vino, salió, le destrozó la cabeza al<br />
muchacho, al otro, que era más chico, creo, que ahora casi<br />
andaría por nuestra edad, nos llevaría unos años, es decir que<br />
ya habría muerto pero de viejo, por lo <strong>me</strong>nos. Unos años <strong>me</strong>nos<br />
de los que hubiese tenido ahora Don Tomás si ese tiro,<br />
como dije, no hubiese quedado colgando, esperándolo, tapado,<br />
en el porvenir. Marcándolo, esa bala, para toda la vida.<br />
Para la muerte, <strong>me</strong>jor dicho. Porque desde el mismo mo<strong>me</strong>nto<br />
en que vio el cuerpo del otro, desde el mismo mo<strong>me</strong>nto en<br />
que no quiso ver la cabeza del otro, empezó esa carrera que si<br />
esa vez no terminó en El Salado, en el fondo del río (porque<br />
estaban jugando en la orilla), fue de casualidad, nomás, porque<br />
el agua ya lo estaba tapando cuando llegaron los que habían<br />
oído el estruendo; así que el mismo tiro que había<br />
matado al otro, lo salvó. Pero lo esperó ahí, el tiro, hasta después<br />
de dos viajes al Brasil, hasta mucho después del casamiento<br />
de la mujer que lo amó y a la que al volver por pri<strong>me</strong>ra<br />
vez encontró convertida en la señora Adelina Beatriz Harrington<br />
Dantas de Oliveros, y hasta mucho después de la<br />
muerte de la mujer que lo amó. Lo amó, que lo diga el cáncer<br />
que la cambió en La Mujer que Daba Miedo Mirar, el Cáncer<br />
que la fue degradando hasta ese día en que, velados los espejos<br />
para no verse el pelo largo y desteñido (el pelo que en las raíces<br />
ya no era del color cenizarrojo, rojo acenizado, rojoceniza<br />
de la juventud), tapados los espejos para no verlo a él, a Don<br />
Tomás, el hombre que amaba y tenía el mismo nombre que su<br />
padre, ella murió nombrándolo a él, delante del médico que<br />
dijo que había muerto nombrando a su padre, a Don Tomás.<br />
Y ese día, el de su muerte, supimos por qué ellos compraban la<br />
<strong>me</strong>jor carne, cuando no mataban en la estancia; la carne más<br />
tierna, el lomo. Porque, según dijo el médico (y también dijo<br />
que no pudo convencerla nunca de su error), ella, la que amó<br />
al hombre que se fue al Brasil y que te trajo, se pasaba las horas<br />
tendida con ese trozo de carne fresca, sangrante, en el pecho;<br />
para que los microbios, los bichos, como ella decía (como<br />
el médico dice que ella decía), comieran esa carne y no su propio<br />
pecho, no el pecho que al final claudicó. Y así claudicó el<br />
hombre que se había apartado de ella porque había sido el pri<strong>me</strong>ro<br />
en saberlo, casi a los diecisiete años, y creía que él se lo<br />
había contagiado. Un cáncer imaginario que él nunca tuvo<br />
pero del que siempre huyó. Eso dicen; pero a lo <strong>me</strong>jor no huía<br />
de su culpa, de una culpa inventada; tal vez huía del horror de<br />
saber que amaba a alguien en cuyo cuerpo ya se cavaba la tumba,<br />
de afuera hacia adentro. Por eso, y tal vez por eso, se fue al<br />
Brasil, a sepultarse en el horror del Mato Grosso, del Alto<br />
Xingú. Por eso, y tal vez por eso te trajo, para recordar el horror<br />
de la selva y olvidarse del horror que amaba y crecía en la<br />
Barrancosa, a vos, Carneiro, te trajo, que muy lindo no sos.<br />
así que <strong>me</strong>jor <strong>me</strong> lo bendice mañana, eso le dije, comisario,<br />
y el negro está muerto y yo lo maté. El maizal puro fuego comisario<br />
el maizal el maizal las hojas del árbol donde el negro<br />
de la ciudad oye los tambores, <strong>Bentos</strong>, y te buscan, lo buscan,<br />
los buscaban las largas burdunas que nadan, la sucurí que es<br />
de madera dura y entra en la carne el fuego sobre el cuerpo<br />
en el maizal y ahí está todo largo a largo en el patio, comisario<br />
y el cura no <strong>me</strong> lo quiere bendecir, Don Tomás por eso bailo<br />
por eso bailo<br />
que baile el negro<br />
que baile el negro de la ciudad que ha violado a la hija<br />
de un jefe, <strong>Bentos</strong>, hay que correr, correr por el mato<br />
era la selva, Don Tomás<br />
el mato, <strong>Bentos</strong>.<br />
cómo eran los animales, Don Tomás, cómo era la selva.<br />
Así<br />
y el recuadro de la foto baila<br />
se quema<br />
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salta<br />
se queman los animales así, <strong>Bentos</strong>, los animales no las ranas<br />
no los grillos no los sapos no los perros<br />
sí las onzas sí las onzas brillantes, <strong>Bentos</strong>.<br />
Sí la larga larga larga sucurí que <strong>me</strong> aprieta<br />
abramé los ojos, Don Tomás. Y monos, había monos, Don<br />
Tomás<br />
no monos, <strong>Bentos</strong>, no los gorilas, no Kincón<br />
no yo, <strong>Bentos</strong> <strong>Márquez</strong> Ses<strong>me</strong>ao, comisario, no yo<br />
y usté qué hacía Don Tomás<br />
yo escribía, <strong>Bentos</strong><br />
y el negro de la ciudad corre por la selva y ellos afilaban las<br />
largas burdunas y amasaban el barro para enterrarte y ahora<br />
bailan<br />
bailan<br />
y usté para qué escribía, Don Tomás.<br />
Para olvidar<strong>me</strong>. Para recordar después.<br />
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