Libro conmemorativo - Fundación Abbott
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Torre Ulía se encogía con el frío que bajaba de la sierra sin que los bosques de<br />
robles y fresnos hicieran nada para impedirlo. Paseamos por el casco antiguo.<br />
Yo empujaba despacio su silla y él se dejaba conducir entre la bulla de niños<br />
que salían de la iglesia y las parejas que se perdían por las callejuelas. Volví a ser<br />
el crío de bañador rojo que quedó atrapado para siempre en una postal de los<br />
años setenta, llorando junto a su padre al lado de una fuente ya desaparecida.<br />
Nos detuvimos frente a las cristaleras de una vieja taberna. Papá quedó petrificado<br />
mirando hacia el interior hasta que de buenas a primeras comenzó a<br />
cantar, casi de manera imperceptible, una melodía que yo identifiqué como el<br />
Himno de Riego. Maravillado de ver cómo mi padre, zafándose del yugo de su<br />
enfermedad, se comunicaba alegremente, presté atención a las palabras que<br />
sus labios susurraban con una fluidez inusual:<br />
La reina se ha puesto mala, el rey ya no la quiere.<br />
Llamaron a Don Benito. ¡Esta mujer no se muere!<br />
Le abren la boca, le meten un grano.<br />
Le hacen tragar a un republicano.<br />
¡Trágala, trágala, perro pachón.<br />
Ya que no quieres la revolución!<br />
La canción rebotó en la fachada del bar antes de desaparecer calle abajo<br />
arrastrada por un suave viento. Miré a mi padre con ternura y le subí el cuello<br />
de la gabardina, quedando atenazado por una desazón alentadora que me<br />
mantuvo en vilo toda la semana.<br />
Por ese motivo, el domingo siguiente, dejando atrás el bullicio de la capital, volví<br />
junto a mi padre a la pequeña ciudad donde tal vez aún perviviera la esencia<br />
de un hombre ya perdido. Busqué de nuevo el bar. No esperaba nada. Era una<br />
vana ilusión pensar que mi padre pudiera volver a ser el hombre fuerte y recio<br />
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