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Especial
de Navidad

cuentos
navideños
siglo/2010
Espacio Público:
La Sexta Avenida
ESPECIAL
MAGACÍN
CUENTOS DE NAVDIDAD
Magacín 87
EDICIÓN FOTOGRAFÍA:
ILUSTRACIÓN Y PORTADA: COLABO-
RARON EN ESTA EDICIÓN:
DISEÑO
DIAGRAMACIÓN:CORRECCIÓN:
Publicación dominical de Siglo 21

TELEVISIÓN
Agenda
cultural
Música
Encantos Chapines
Festival La
Posada 2010
B-daysmash
(Inn) Clusivo
Los fantasmas de Scrooge Santa Clausula Desperaux, pequeño gran héroe
SIGLO21
DOMINGO 19/12/10

El trineo
de Santa
Julio Roberto Prado
noticiasparadios.blogspot.com
Los convivios me aburren. Son
patéticos. Uno debe fingir una
sonrisa durante todo diciembre.
Fiesta tras fiesta, se viaja a
través de una gira por la miseria
humana.
Por ejemplo, el de mi oficina
era obligatorio. Mis jefes nos
exigían una cuota para tener derecho
a disfrutar de un terrible
conjunto musical, una cena de
jamón bañado con salsa amarillo
pardo y un discurso motivacional.
Por supuesto, estaba terminantemente
prohibido el consumo
de bebidas alcohólicas. Es
decir, se trata de una extorsión
a plena luz del día, terriblemente
impune, sin anestesia.
El año pasado quise denunciarlo
ante el Ministerio de Trabajo;
pero nadie me tomó en
serio. Es más, para mi mala suerte,
llegué cuando celebraban su
propio convivio.
Entre chicharrones, carnitas y
oficinistas públicos bailando perreo,
no me animé a decir nada.
Me rendí, es la verdad. Pero no
pasaría otra vez. Iba a destruir el
sistema desde la raíz. Mi plan no
podía fallar.
Primero debía escribirle a Rodríguez,
de Recursos Humanos.
Su taza navideña llena de ponche,
su escritorio adornado con
manzanilla y sus villancicos a todo
volumen, me hacían pensar
en enanos, sí, enanos vestidos
de rojo, que dan discursos navideños.
Un discurso que diría
algo como: “con mi burrito sabanero
voy camino de Belén, tuki
tuki tuki taki; tuki tuki tuki tá”.
Rodríguez, en un mundo ideal,
debería vivir en el Polo y ser un
lindo osito, pero para nuestro
infortunio, organizaba el convivio.
Era la mente maestra tras la
extorsión.
Le escribí un correo comunicándole
mi deseo de ayudar a
nuestra celebración navideña.
Me contestó que ya todo estaba
cubierto; pero que, dada mi
buena actitud, harían un espa-
cio para la actividad que propusiera.
“Yo propongo llevar un Santa
Claus para animar el evento”,
le escribí, “para animar el intercambio
de regalos”. Tal como lo
planeé, Rodríguez aceptó.
Pude pasar al siguiente paso:
tomar el diario y buscar en la
sección de clasificados. Encontré
lo que necesitaba: un anuncio
de masajes a domicilio.
Les marqué y contraté tres
de sus mejores masajistas mujeres
y tres hombres, para ser
democráticos, exigiendo que todos
fueran vestidos con trajes
navideños.
Todo iba de maravilla. Nadie
debía sospechar, así que me lo
guardé todo y seguí actuando
como si nada. Era sólo cuestión
de paciencia y listo. Podía pasar
al último paso: El convivio.
El día del evento, mis compañeros
de trabajo estaban tan
emocionados como lo estuvo mi
familia en el funeral de mi tío Ceferino.
Las caras largas lo decían
todo. Sin embargo yo sonreía.
El salón, decorado con lucecitas
parpadeantes, olía a comida
barata. El conjunto musical
ensayaba sus bailes epilépticos.
Que alguien nos salve de esta
agonía, por misericordia, pensé.
Me llamaron a la mesa de los
jefes. Estaban bastante entusiasmados
con la idea del Santa,
principalmente porque yo lo pagaría.
Ensayé con ellos mi sonrisa
fingida y llegada la hora, salí a
buscar el regalo sorpresa.
Mis traviesas ayudantas y los
musculosos tipos, llegaron puntuales:
eran, sin duda, las más
esculturales bailarinas exóticas
de la ciudad, en todo el esplendor
de sus breves minifaldas y
sus largos escotes. Llegaron
en un microbús, junto a un Santa
redondamente gordo, que al
sonreír mostró sus colmillos de
oro. Las llamó una por una: Shakira,
Cristal y Pamela, y les ordenó
salir a saludar. A todas les
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di su besito.
De inmediato las envié al salón.
La orden era clara: un baile
de veinte minutos y luego una
vuelta por la mesa de los jefes.
“Hagan algo especial con el tipo
que tiene el gorro de Santa”, dije,
refiriéndome a Rodríguez.
Ellos entraron e hicieron lo
suyo. Pusieron música y bailaron
lentamente. Se fueron despojando
de sus trajes rojos, al
ritmo de las palmas de un público
eufórico hasta el tope.
Shakira, Cristal y Pamela quedaron
en tanga y botas, mientras
mis compañeros aplaudían
como locos y los jefes no sabían
qué hacer. Los bailarines estaban
dando movimientos pélvicos
sobre la mesa de las secretarias.
Algunos de mis colegas,
animados por las chicas, se habían
quitado las corbatas y las
agitaban en el aire como si montaran
un potro imaginario.
Minutos después, una de las
muchachas se encargaba de Rodríguez,
rodeándolo de glúteos
y senos; pero fue abruptamente
detenida, cuando la policía
apareció.
Al parecer, la administración
del hotel donde celebrábamos
el convivio nos denunció por
el escándalo, pues según ellos
atentaba contra su ambiente familiar.
Nos registraron a todos.
Al final, detuvieron a Santa
Claus, porque dijeron que tenía
una orden de captura. Me coloqué
tras la unidad, viendo cómo
lo esposaban y lo introducían al
vehículo, para llevarlo a rendir
su declaración en Tribunales.
Le tomé una foto esposado.
La subí a Facebook de inmediato
y a la gente le gustó. Las bailarinas
lo despedían con besos.
Me dieron mucha lástima y las
subí a mi carro, porque las pobrecitas
no tenían como irse a
sus casas. Bueno, no creo que
tuvieran casas tampoco.
Fuimos a la Torre de Tribunales.
A Santa Claus lo capturaron
porque debía la pensión
alimenticia. La denunciante era
una de sus bailarinas. Santa declaró
ante el juez con el disfraz
puesto. A mí me llenó de ánimo
verlo encarcelado con la barba
y los dientes de oro en su sonrisa
de proxeneta idiota. Las bailarinas
y yo aplaudimos cuando
le dieron su fianza.
Cuando lo liberaron, nos fuimos
de ahí Santa Claus, Shakira,
Cristal, Pamela y yo, rumbo
a cualquier sitio para celebrar
nuestra alegría navideña. Es decir,
nos fuimos a enmotelar. Santa
quería jugar al trineo; pero yo
pasé. No es que sea tan pervertido;
pero me gusta mirar.

Un largo
regreso
a casa
Wendy García Ortiz
brevediario.blogspot.com
Durante la noche más larga del
año, encerrado en la cabina de
control de un puente levadizo,
Hans se despidió del mar. Después
de entregar más de la mitad
de su vida al trabajo duro de
15 barcos camaroneros y ahora
en un aburrido sendero marítimo,
pensó que ya era suficiente.
Ganó mucha sabiduría, pero
también decenas de arrugas,
una larga barba canosa y una
red cargada de soledad y cansancio.
Estaba por cumplir los
60 años.
Esa noche tuvo tiempo suficiente
para planificar su vejez o
su “retiro en tierra firme”, como
él prefería llamarlo. Se imaginó
retornando a aquel molino de
viento que lo cobijó en su infancia
e inmediatamente se sintió
invadido por el sonido de las aspas
girando y por el sabor a vino
caliente que le ayudaba a pasar
el frío en esta época. La idea le
pareció perfecta.
Estaba a sólo cuatro días de
camino para hacer realidad su
deseo. Bueno, en realidad a cuatro
oscuras jornadas, pues aquí
no se ve el sol en diciembre. Por
eso Hans tiene la piel áspera y
seca, pero ya está acostumbrado.
Cuando terminó su turno se
envolvió en el único abrigo que
tenía, se acomodó el gorro de
lana y emprendió el viaje de regreso
a sus recuerdos. Caminó
y caminó como hipnotizado por
aquella imagen mental en la que
se veía a sí mismo avivando el
fuego dentro del molino y observando
cómo caía la nieve desde
la ventana de su cocina.
Probablemente esa fuerza
que lo movía tenía que ver con
la culpa. Su fascinación por el
océano le había hecho dejar en
último plano a sus padres y a
su hermano menor. Desde que
partió de casa les escribió únicamente
un par de cartas. Ese
remordimiento lo hacía sentirse
obligado a volver. “No necesito
equipaje”, pensó. “Ya llevo peso
suficiente sobre los hombros”.
Cuando más ensimismado estaba
en sus cosas, su pie derecho
pisó algo que no era nieve.
Se detuvo a escarbar, un poco
malhumorado, pues casi se dobla
el tobillo. Era una bota vieja.
La examinó cuidadosamente y
vio que estaba en buenas condiciones,
mejores que las que
llevaba puestas. “Si tan sólo estuviera
la otra”, pensó. Y se dispuso
a encontrarla.
Clavaba tan ansiosamente sus
piernas dentro de esa helada
blancura, que parecía estar cerca
de algún tesoro escondido.
Por un momento se veía gracioso,
juguetón y más joven, hasta
que por fin pisó algo que de nuevo
estuvo a punto de doblarle el
mismo tobillo. Era la otra bota.
Procedió a quitarse las suyas y
a ponerse estas nuevas. “¿Qué
imbécil habrá tirado estas bellezas?”,
se preguntó. Y al cabo
de un par de horas, los dedos
de sus pies se sentían menos
tiesos, más secos y un poco cálidos.
Esto le ayudó a acelerar
el paso. Sus pensamientos se
volcaron sobre varias teorías
acerca de la manera en que esas
piezas de calzado habían llegado
ahí, en la idea del destino y
de cómo sus pies pasaron precisamente
sobre ellas. Las nuevas
botas cambiaron su estado de
ánimo. Se sentía menos tembloroso,
sus dientes dejaron de tronar.
Además, según sus cálculos,
estaba a mitad del camino.
A lo lejos, en un momento en
el que el viento dejó de soplar,
pudo distinguir a un grupo que
avanzaba sobre caballos, pero
cada vez se alejaban más de él.
Esa fugaz imagen le recordó
que por estos días, la cabalgata
de Sinterklaas recorre hospitales,
escuelas y orfanatos. Pensó
que probablemente en ese
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grupo iba el famoso personaje
infantil que reparte regalos e
ilusiones. ¡Cómo había podido
olvidarlo si le había hecho
pasar los mejores años en su
infancia! Hasta entonces vinieron
a su mente los momentos
en los que él y su hermano se
sentaban cerca del fuego para
escuchar las historias de sus
padres acerca de este señor de
barba blanca, cuyos ayudantes
de piel negra lo acompañaban
en barco desde España. Sintió
una punzada en el corazón.
Un par de kilómetros más
adelante, observó un trozo de
tela que colgaba de la rama de
un árbol seco, su color rojo sobresalía
en medio de tanta blancura,
por lo que no pudo evitar
acercarse. Descubrió que era un
abrigo largo, como de alguien
corpulento y alto. En este momento
pensó que la vida se estaba
asegurando de que Hans
llegara a su destino. Inmediatamente
se lo puso y aunque
el peso lo hizo tambalear un
poco, sintió algo parecido a un
abrazo. Este breve acercamiento
al calor humano lo conmovió
sobremanera. Durante todo
el trayecto que le faltaba lo
acompañó el llanto y a medida
que avanzaba, también la sensación
de perder peso, amargura
y tristeza.
Cuando por fin empezó a
acercarse a su pueblo, se emocionó
al ver los molinos de viento
girando rápidamente y sonrió
al ver las chimeneas humeantes
de los techos. Tuvo ganas de
correr, hizo el intento, pero el
movimiento brusco de sus piernas
provocó un extraño sonido
en su columna y perdió el equilibrio.
Cayó sobre la nieve. Aunque
su caída estuvo amortiguada
por el abrigo, un toque eléctrico
recorrió su espina dorsal
y Hans no pudo levantarse. Entonces
pensó que más bien la
vida se estaba riendo de él.
***
Dos días después (o tal vez
tres), cuando el invierno dio
unas horas de tregua, un campesino
que regresaba al pueblo
encontró el cuerpo congelado
y sin vida de Sinterklaas. Lo
reconoció por el abrigo rojo, la
barba blanca y las botas de piel,
pero optó por dejar esta información
oculta, pues no quería
ser el responsable de arrebatar
la única ilusión que mantiene
vivos a sus vecinos en estos
días tan fríos de fin de año.

Santita
Leslye Tánchez
anonimodesdelprincipio.blogspot.com
A Santa se le ha visto merodear
por las calles de la zona 3. Busca
incesantemente en todos
los basureros que encuentra a
su paso; se pone de culumbrón
y se empina cuando el tesorito
que busca se encuentra hasta
el fondo del bote. La senda
panza le estorba pero se estira
a más no poder hasta que lo
alcanza o le da vuelta al bote
cayendo dentro y rodando penosamente,
aunque para Santa
eso no es problema; se sacude
la ropa como quien se quita un
volcán de hormigas de encima.
Tremenda sonrisa de cuatro
dientes tiene, se aparta las mechas
de pelo grisáceo de la cara,
se ajusta el gorro y le pega
un silbido a Rodolfo, un perro
de nariz colorada y con señas
de jiote viejo.
La parejita se ha ganado el
mote a pulso. Aunque Rodolfo
no tiene cuernos ni jala ningún
trineo, es experto en olfatear
tesoros: pescado en buen estado,
huesos de pata de vaca
con carnita, bolsas con menudos,
tamales enteros o a medio
comer. Por eso Santa lo adora
y lo sigue adonde Rodolfo le
indique con la punta colorada
de su nariz y sus ojos chiquitos
y brillantes.
Santa se encarga de otros
menesteres, busca objetos a
los que él les encuentra un significante
valor. Poco a poco va
llenando el costal; celulares,
cuadernos, ¡muñecas!, que le
encantan, no porque tenga algún
tipo de fetiche sino porque
le sirven para regalar. Esas no
las vende, por eso lo quieren
allá en la Bolívar, por donde
se mantiene un grupo de muchachos
y niñas inhalando pegamento.
Por supuesto Santa
no es ningún tacaño y no les
lleva sólo muñecas tuertas sino
que a veces algún poncho
o suéter en buen estado. Rodolfo
les lleva comida cuando
la tripa aguanta. Uno podría
pensar que son más felices al
ver este tipo de regalos y no las
bolsas de pegamento o trapos
con thinner con los que los
sosiegan los vecinos para que
no le pongan a alguna señora
antes de que estas se suban al
transmetro.
Cómo es de feliz Santa. Las
amigas de la zona 3 ya lo tienen
bien visto. “Ay don Santita, ai
le encargo por si me ve un mi
empaque de olla, o si me ve
una mi olla”, “Don Santita, ai
se fija pues, que no se le vaya
a olvidar que si no me friega;
un mi radito quiero, hay
baratos pero muy chafas que
luego, luego se descomponen.
Mejor tráigame uno usté y yo
aquí se lo pago, pero no se lo
vaya a enseñar a nadie. No
vaya a ser mala gente”. Santa
apenas hace ademanes de entendido.
Tanta borrachera le
ha dejado seca la garganta, musita
un sonido carrasposo que
sólo los que ya lo conocen le
entienden. Vive cerca del basurero
y despide un olor agrio y
dulzón, tiene la piel curtida por
el sol, la cara tostada y arrugada.
Viste de botas negras,
chumpa y pantalones rojos que
se encontró de a quetzal en
una de las pacas de allá por
el Cerrito. La gente a veces lo
confunde con pordiosero y le
regala un quetzal o 25 centavos,
o simplemente lo ignoran.
Mejor para Santa que no le está
pidiendo nada a nadie. Con lo
que se encuentra en los botes
es más que suficiente.
Ni su familia hace tanta falta,
ya no se acuerda bien si tuvo
casa alguna vez. Quizá tiene un
bonito recuerdo de cuando tuvo
mujer, de lo mucho que se
quisieron. No recuerda si tuvo
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hijos, ni si es por algún sentimiento
viejo de padre que quiere
tanto a los chavitos que se
encuentra en la calle. Qué pena
le da verlos descalzos y con
frío, hambrientos, ladrones, sucios
como ratitas de drenaje.
“Santa Claus es buena gente”,
dicen ellos. Lo tienen durante
todo el año y siempre
les regala cositas, no como el
otro viejo creído que los saca
corriendo de los negocios y
se mata de la risa. ¡Ho, ho, ho,
ho! ¡Feliz Navidad! “Una vez al
año… una no es ninguna”, dicen
los patojitos viéndolo con
la colilla del ojo, apartándose
del lugar. Santa los sermonea
a como puede “ehtudia patoho
no seah hueón” o “apendhé un
ofihio como io”. Algún día, si
la calle no se los ha devorado
todavía, le van a hacer caso.
Tienen frío por eso no quieren
moverse, y hambre por eso no
quieren ni pensar; el hambre
los hace retorcerse de dolor y
les nubla la vista. Santa les ayuda,
les regala comida de la que
ha encontrado Rodolfo, el chucho.
“Buena gente el Rodolfo”
dicen los patojos, medio entumidos
por la existencia.
Santa Claus continúa su labor
caritativa en todo momento,
juguetes, collares, ropa… Hoy
tiene mejor suerte, le prestaron
una carreta de súper; hoy va a
sacar el chance de doña Carmela
porque hay mucho frío y a ella
le duelen sus reumas. Si no lo
hace, la pobre se muere.
Hoy sí se ve como Santa
Claus. Si antes le hacía falta el
trineo, hoy es la meritita figura
del dichoso señor. Costal, trineo,
reno, regalos. ¿Qué más
quiere? Que vuele, que no le
duela el pecho, que no le salga
sangre de la boca al toser. Que
esa barriga fuera de gordura y
no de cirrosis, que se le quite el
jiote al Rodolfo…pero si no, “no
hay problema”, piensa Santita.
¡Heliz Navida a Tohos!

No tengo
dinero, ni
nada que dar
Juan Pensamiento
juanpensamientovelasco.blogspot.com
¡Qué lindo! Santa Claus también
usa Flam…mejor apaga
el radio de su taxi destartalado.
Entre ese y el anuncio de B&B,
Ludbim ya está a riata. Suspira
recio. Ya son las once de la noche
y anda dando vueltas desde
las siete y media. Nadie se ha
querido subir con él. Sospecha
que el estado de su carro da desconfianza:
maldita ventana y él
sin pisto para arreglarla. Tiene
las manos negras de mugre de
motor y huele a sudor mezclado
con grasa de cara; el carro apesta
a humedad y la calle a humo
de cohete y de cachinflín, que,
aunque prohibidos, no hay año
en que no atraviesen silbando el
patio de algún vecino indignado
por el peligro de incendio. Con
la ventana abierta se oyen intermitentes
los PUM de algún cohete
suelto, de algún tronador; ve a
los hermanos grandes prendiéndole
volcancitos a los hermanos
chiquitos y escucha a uno que
otro güiro llorando por la mano
quemada. Este año sólo le alcanzó
para comprarle a sus hijos
un par de paquetes de estrellitas
y una ametralladora corta para
las doce.
Se imagina el tamal que lo
espera en casa y le truenan las
tripas, pero se acuerda de que
Ruby todavía le debe esos cinco
tamales a doña Mencha y el
hambre se le mezcla con ira, de
esa que siente justo en la boca
del estómago. Fue feo pegarle
en Nochebuena, pero al menos
le dio sólo con el cincho y no
con el puño. Ganado se lo tenía:
ya demasiadas veces le ha
dicho que no quiere que se esté
endeudando por muladas de
esas que siempre le encuentra
escondidas en la gaveta, cremas
de Avón o chucherías para los
niños.
Los tres patojos ya llevan varios
días pidiéndole un arbolito
de Navidad, pero si consigue
plata no será para eso sino para
los útiles. Ellos sí tienen que estudiar
para que cuando tengan
2, como él, no anden mendigando
suelditos de donde puedan.
Suena el celular. Es Ruby. Se
parquea en una esquina oscura
y contesta. Miamor, ¿ya va
a venir? No sea así, hombre,
venga a la casa. Ya son casi las
doce. Ahorita ya no va a conseguir
clientes y los patojos están
va de preguntar por usté.
El Dixon llore y llore. Véngase.
Ya les expliqué que no van a haber
regalos, lo que quieren es estar
con usté, quemando estrellitas.
Perdóneme por lo de los tamales,
pero esos no los debo: doña
Mencha los regaló. Ludbim
cuelga y, al tirar el celular en el
asiento del copiloto, piensa en
los anuncios del periódico, esos
con celulares de Q4 mil. CUA-
TRO MIL QUETZALES POR UN
TELÉFONO. Arranca otra vez y
se atraviesa para la Roosevelt.
Se acuerda de que en la mañana
el hijo grande del vecino estaba
con Dixon, viendo juguetes
en el periódico. El ishto caquero
ese y su hermano llevan días
hablando de Santa Claus. Dixon
siempre se queda callado. Ludbim
jala mocos. Desde lejos una
señora agringada cargando bolsas
le hace señas para que pare.
Ludbim para y nota que es más
joven de lo que pensó pero está
algo arrugada, como la gente
blanca; habla con acento extranjero.
Le pide que la lleve rapidito
adonde va, que no queda muy lejos.
Súbase, son cincuenta. La
mujer dice estar muy feliz por
haberlo encontrado, que temía
no llegar a la casa adonde la invitaron
a pasar las doce porque se
le hizo tarde comprando regalos
y no conoce esa zona. Estei taxi
es un bendicion navidenio, un
regalo del senior. No para de
hablar de nacimientos, de foquitos
en la calle. A Ludbim le dan
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ganas de agarrarla a cinchazos
como a Ruby cuando no se calla,
pero de todas formas no va poniendo
atención: no se le sale de
la cabeza el carrito ese rojo que
Dixon miraba en el periódico
con expresión de adulto. Aquí,
aquí es, don, muchos, muchos
gracias. Feliz navida ustei y
familia, dice la gringa mientras
se baja del carro. Parada al lado
de la ventana, saca de la car-
tera ciento cincuenta quetzales
y, así, de la nada, se los da completos.
Dios lo bendeiga, repite,
moviendo la cabeza y sonriendo
con sus bolsas de regalos.
Son las doce menos veinte y
Ludbim decide irse a la casa. En
la entrada del barrio hay todavía
un puesto abierto donde venden
juguetes y adornos. Da gracias
a dios por la suerte y le compra
una muñeca rubia a Esther, un
pick up de plástico amarillo a
Dixon y un conejo verde al Edi.
Se lleva un arbolito miniatura
con foquitos de colores y, para él
y para Ruby, compra un gorro de
Santa Claus con barba y lucitas
rojas incrustadas en el peluche
blanco. Hace mucho no sentía
caliente el pecho, como no fuera
por un enojo. Paga con orgullo
y todavía le queda algo de plata.
Pasa entonces a una tienda y
pide una ametralladora grande;
ya no hay, pero compra dos medianas
y un cigarro. En el cami-
no le dan las doce y empieza la
tronadera. Mete un cacho más
el acelerador. Desde la esquina
espera ver a Ruby, con los niños
abrazándose afuera, pero su luz
está apagada. Con el gorro puesto
iluminándole las cejas y la barba
algodonosa cubriendo su cara
grasienta ve a los hijos del vecino
destapando en la calle unas cajas
casi tan grandes como ellos. Ahí
con ellos está Dixon viéndolos,
callado y adentro, sobre el piso
con pino de esa otra casa, están
Ruby y la vecina, brindando con
un vaso en la mano. Ludbim ve
los regalos que lleva, ni siquiera
empacados, y su árbol de plástico
le parece más falso y más
enano que hace unos minutos.
Sin que su familia lo note, su taxi
tuerto vira en u. Parqueado en la
misma esquina de hace un rato,
llora desconsolado, como no hacía
desde niño, y se promete que
el otro año será distinto. Pero no
lo será.

Santa existe
Oswaldo J. Hernández
pleonasmotautologico.blogspot.com
Lo que sucedía aquella Noche
Buena era una locura extraordinaria.
Uno veía la tele, los noticiarios,
y todos –eso a lo que
le dicen raza humana– estaban
jodidamente preparados. Si salías
a la calle, el espectáculo era
maravilloso. Veías los tanques,
los helicópteros, las armas, los
misiles, las granadas, los soldados,
la gente gritando como loca;
niños huérfanos acá y por
allá. Demencia, eso era lo que
documentaban las pantallas. Y
así de mal andaban las cosas.
En principio, pues, nadie se
lo esperaba. La aparición había
tomado al mundo entero por
sorpresa. Y la sorpresa se debe
tomar siempre con desesperación,
o no puedes ya con nada.
La idea era actuar sin calma.
La idea era hacerlo contagioso.
Había gente, por ejemplo,
bien inquieta con un palo en
la mano que se quedaba viendo
hacia el cielo con un gesto
de estar buscando algo en algún
punto inexplicable. Había
quienes eran más sofisticados
y prudentes, tenían machetes
o cuchillos bien afilados, y se
parapetaban, y no salían, y no
comían, y se asomaban en muy
raras ocasiones a la faz de las
calles, y veían al cielo, y creían
las noticias, y se asustaban,
y, entonces, se desesperaban
viendo hacia todas partes, y se
volvían a ocultar.
Como se sabe, para estas situaciones
–para funcionar de
este modo–, lo principal también
es tener mucha fe. Y cuando
se tiene tanta fe y acontece
todo eso en lo que se cree (aun
con la ausencia de las evidencias),
lo habitual es empezar a
sustituir la fe por otra cosa. En
ese sentido, un palo o una granada
no sonaban del todo mal.
La humanidad estaba así toda
armando conjeturas. La primera
suposición vino desde la
aparición de un video casero
en alta definición. Había sido
filmado en un pueblito de
Alaska, unos meses atrás a toda
la locura de la Navidad. Era
apenas junio (o julio) cuando
un tal Nanuk Vakulinchuk, esquimal
con ascendencia rusa,
captó en video la nueva instalación
de una jardinera un poco
absurda en la fachada de
su residencia; allí reía Vakulinchuk
de pura felicidad, y luego,
dejaba la cámara puesta en un
trípode. Entonces sucedía: sobre
la casa de Vakulinchuk estaba
esta figura humanoide, un
poco obesa, moviéndose, olfateando,
examinando la chimenea
de la casa. La silueta –se
alcanzaba a distinguir– tenía el
traje de Santa puesto en pleno
junio (o julio) y eso, en definitiva,
no era normal, sobre todo
porque luego la figura se daba
cuenta de la cámara, y acto seguido,
se lanzaba al patio trasero
de Vakulinchuk, un reno salía
entonces en todo el encuadre
estorbando la posibilidad
de cualquier continuidad.
El video le dio la vuelta al
mundo. Habían avistado a Santa
en plena acción. Santa existía.
Era algo real, en video, pero
real. O al menos eso parecía.
Se generaban ya grandes debates
en todos lados sobre la
credibilidad del video cuando
sucedió la oleada. Era agosto
(u octubre) y el tipo disfrazado
de Santa volvió a aparecer.
Esta vez fue en Suiza. También
en Japón. Luego fue el turno
para Argentina. Y por último,
algo tan insólito como ver un
trineo de Santa volando en pleno
Brasil. Este video era el más
borroso de todos, pero el único
donde se tenía registrada la
existencia de un trineo volador
(los renos no se alcanzaban a
distinguir).
Además, todos los Santas parecían
ser el mismo Santa. La
misma complexión, el mismo
lenguaje corporal. Esa era la
síntesis de los analistas dedicados
a estos videos. Son iguales,
decían.
La gente de todas las latitudes
estaba atenta al extraño fenómeno.
Se acercaba diciembre
y se contabilizaban por lo
menos 765 avistamientos. De
estos una gran cantidad tenía
una buena resolución. El Santa
de Noruega era el más contundente.
Salía riendo y por una
cuestión afortunada de ángu-
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los de cámara se distinguían
los rasgos de un anciano. En
Sudáfrica, un niño (mocos y
llanto) filmó con su teléfono
celular a un reno plantado en la
parte alta de un edificio.
Era sólo cuestión de esperar
a que sobreviniera el desastre.
Aceptada la existencia de
Santa –asunto inevitable gracias
a toda la evidencia–, los
gobiernos empezaron a manifestarse.
¿Qué podían hacer?
La ONU realizó una sesión de
emergencia. Si aquello era cierto
debían actuar, pronunciarse,
hacer algo. Asesorados los representantes
del G8 salían de
sendas charlas con científicos y
expertos que por lo regular aparecían
ante los media con batas
blancas y gafas gruesas. Su argumento,
ante todo, era dimitir
de la fe. Santa no existía para
ellos. Era algo que debía tener
explicación.
Fue en ese determinado momento
cuando lo soltaron: se
hablaba de una invasión de seres
venidos del espacio exterior.
Esta teoría tuvo repercusiones
mediáticas y fue la más
aceptada por la comunidad
científica. Con ello, la gente ya
no comía ni dormía; buscaba
artefactos contundentes, de defensa;
se escondían. La humanidad,
vamos, empezaba a enloquecer.
Con los ejércitos avisados y
un botón rojo como lo único
que separaba al mundo del holocausto
nuclear, diciembre y
su maldita Navidad cada vez estaba
más cerca…
La noche del 24 de diciembre
batallones de todo el planeta
disparaban hacia el aire. Disparaban
a lo que se moviera. Ya en
México se reportaba un avión
derribado por un misil gringo.
El líder supremo Kim Jong-il,
desde Corea del Norte, decía
haber visto a Santa y había dejado
ir una bomba nuclear hacia
una Corea del Sur ahora destruida
en su totalidad… Y entonces…
a las 11 de la noche,
la cadena CNN publicaba la evidencia:
desde Chile, un carruaje
rojo, en medio de una balacera,
surcaba los aires, esquivando,
maniobrando, escondiéndose
entre las nubes... Hubo un terrible
impasse mundial por varios
segundos.
A la mañana siguiente, es decir,
Navidad, nadie en el mundo
entero había recibido un solo
regalo. Santa sí existía, Santa
estaba vivo, pero varios dudaban,
armas a la mano, a la espera
de un nuevo video…

Caminando
hacia el
olvido
Bruno Hunziker
Coordinador de clubes de lectura
“¡Ay! ¡Cuántas veces
al reír se llora!
¡Nadie en lo alegre
de la risa fíe,
porque en los seres
que el dolor devora
el alma llora cuando
el rostro ríe!”
Juan de Dios Peza
Estoy harto de caminar. Me duelen
las piernas, tengo callos en
los pies. Pero no quiero parar;
no quiero que el mundo que dejo
atrás me alcance.
Tengo miedo. Los sollozos
de mi esposa resuenan aún, como
un castigo en mi cabeza.
La carretera está desierta,
y me doy cuenta del extraño
cuadro que pinto ante la luz
del norte. ¿Qué dirían los niños
si me vieran caminando por las
estepas rusas? A ese famoso
desconocido, San Nicolás, que
no tuvo ni tiempo de sacar una
mudada extra de su casa, si lo
vieran, ¿qué dirían?
Freno en seco, y la barriga
que he ido acumulando con los
años se tambalea de un lado a
otro. Al impulso por huir de casa
lo interrumpe la guerra que
siempre llevo dentro, que en
momentos como este se hace
más cruda: es algo vivo que se
remueve en mi pecho, algo que
al descubrirlo hace días, me
causó tanta repugnancia como
para dejarlo todo. Le sirvo
de habitación, de escalofriante
hogar con fachada sonriente,
y a falta de un mejor término
lo llamo “abnegación”. Ahora,
hace un instante, ha vuelto a
manifestarse, preguntando de
nuevo por la opinión de los
demás.
Pero ya se está calmando.
A modo de defensa contra
aquella cosa, trago saliva y me
limito a caminar. Sé que en
cualquier momento volverá,
susurrándome palabras acerca
de lo bueno y lo malo, acerca
del porqué debo dedicar mi
vida a los demás.
No debo hacerle caso.
El viento me bota el gorro,
lo recojo y lo estrujo entre mis
manos. Lo retuerzo como hace
unos días, cuando la duda me invadía
tímida, por primera vez.
¡Ay! Lo que me habían pedido
los niños. Los niños, todos, tantos.
Las dulces palabras y la letra
aplicada discrepaban hasta lo
absurdo con el acto despiadado
y cruel que me pedían: regalar lo
imposible. La paz; el amor; que
mamá no haya muerto, que vuelva
por las noches a desearme
lindos sueños; que mi papá sea
el mismo de antes, que no regrese
oliendo a bebida. Y yo
me afligía buscando, sufría por
aquel veneno que me ordenaba
complacer y deleitar, por aquella
tortura interna que me incitaba a
la traición de lo sano, de lo lógico,
hasta el día en que no pude
más. Esa tarde, sosteniendo otra
utópica carta en una mano y retorciendo
mi inseparable gorro
en la otra, sentí por fin aquello
ajeno que aullaba en mi pecho,
y me dí cuenta de que no podía
extirparlo.
Y ahora que pienso en aquel
momento, cuando decidí partir,
arriesgándome a aquella cirugía
interna por el mundo exterior,
a aquella travesía que debía
sanarme del visitante invasor...
creo que hice lo correcto.
Me coloco el gorro, ahuyentando
los recuerdos y levantando
la vista.
Allí la veo. Escondida entre
el bosque, una casucha se
dibuja en la montaña. Mis pies
sienten un alivio, aún antes de
encaminarme hacia ella.
Cuando llego, el leñador que
la ocupa me pregunta extrañado:
SIGLO21
DOMINGO 19/12/10
— ¿Adónde se dirige?
“A repartir regalos, a alegrarle
el día a los niños”, son las
frases que acuden a mi boca,
empujadas por el huésped en
mi pecho. Siento cómo lucha
por complacer, porque nadie
sufra en este mundo excepto yo.
No le respondo en el momento,
me basta con tomar de
la sopa que me brinda. Cada
cucharada hunde el impulso
de contestar, y noto cómo el
hombre me observa. Es una
mirada recelosa, y siento cómo
recorre mi barba sin recortar y
mis ropas de cuero gastado.
— ¿Y bien? —me interroga.
Lo miro a los ojos, me quedo
en silencio.
— ¿Adónde se dirige?
— Hacia el olvido —le respondo.
El inquilino se retuerce en
mis entrañas, sufriendo porque
perdió la batalla. Es un paso,
algo importante que hasta ahora
me era imposible, y ante
el leñador sorprendido me levanto
y salgo de la casa. Tendré
frío, tendré hambre, pero
si muero sabré que lo que llevo
dentro comenzó su agonía mucho
antes que yo.

Así nace
una
leyenda
Juan Pablo Dardón P.
jpdardon.com
“La vida es tediosa”, piensa Nicolás
mientras azota el aire frente a
él, haciendo que dos docenas de
cansados Huskies acarreen su
pesada carga a través de las colinas
recién nevadas de la Alaska
novembrina.
Nicolás lleva un baúl para canjear
con los anacrónicos buscadores
de oro que aún pululan en
la rivera del gran Yukón, entre
Canadá y Alaska.
Su mujer, la abnegada Mery,
merece las pepitas del preciado
metal convertido en un par de
zarcillos para regalo de Navidad.
“Ha sido una chica buena”,
bromea en voz alta y se carcajea
con la parsimonia que la publicidad
le confiere. Le contestan
los jadeos de cansancio de la
manada de perros que arrastran
el trineo y las lenguas.
Otto, el alemán, le hace trueque
el pesado cuero de foca por
un saquito de oro y le convida a
un trago de licor artesanal junto
a Nahcomis, su concubina de
la tribu iroqués quien le sirve la
mesa y le sirve en la cama.
Conforme Nicolás traga el
moonshine y le va quemando
la garganta, algo se despierta
en la psique del maduro tipo de
barba gris, destinado como muchos
otros antes que él, a ser el
siguiente San Nicolás.
Apenas dos años en el oficio
ya lo tiene harto y no existe nada
romántico en la nieve como
para seguir en la rutina de leer
cartas, fabricar juguetes, hacer
comercio con los Inuit, comer
foca e iluminar la casa con el
aceite de Nerval −que no huele
precisamente a rosas−. Mery
solía ser hermosa pero ahora se
le ha acumulado el sedentarismo
en las caderas y en el bajo
vientre, confiriéndole una forma
parecida a un bidón de leche de
caribú, pero tamaño maxi.
Cinco botellas después y la
decepción a flor de piel. Otto
le prestó a Nahcomis para que
Nicolás recordara otros tiempos
a cambio de su trineo y las dos
docenas de perros que en el lapso
de dos años desfilarían por la
mesa de la pareja de ermitaños,
expertos en cocinar canes.
El oro le permitió viajar a California,
a la explanada de vida
que hervía rumbo al ecuador. El
gran sur fue la respuesta y que
se joda la Navidad. Al llegar a
San Francisco le sorprendió ver
a plena luz del día la cantidad
de rostros conocidos −porque él
los conocía todos como parte de
la memoria que se le transfiere
al tomar las riendas de tan noble
oficio−.
A su paso por Seattle, Nicolás
ya había dejado su pesado
y característico traje invernal
por una sosa combinación de
pantalón de mezclilla y una camisa
leñador a cuadros de lana.
Pero en California, su atuendo
causó impresión en algunos
de los hippies circundantes a
los muelles. Inmediatamente le
pusieron trabajo: repartir panfletos
contra la guerra.
La estampa era un manifiesto
de cómo la profunda América se
negaba también a ser parte de
la política intervencionista. Pero
a Nicolás no le importaba nada
de eso; dos años atrás ya había
sido suficiente razón para tomar
el trabajo de héroe navideño.
Ahora se encontraba de vuelta
en las calles, exponiéndose a
caer preso por antipatriota. Tiró
el resto de volantes a la basura e
hizo cola para comer gratis en el
comedor de los desempleados.
Mientras tomaba la sopa su-
SIGLO21
DOMINGO 19/12/10
cia, servida por un tipo estirado
con modos femeninos, leyó en
una cartelera que necesitaban
de alguien a quien le gustara
caminar mucho y supiera leer.
En esos tiempos eran suficiente
ambas características para agenciarse
un trabajo de salario bajo
pero constante; nada del otro
mundo, aunque la realidad fuera
contraria: necesidades reales,
constantes, punzantes como el
hambre, la necesidad de compañía
y de licor. Y hacia allá fue
Nicolás, pero la agencia de servicio
postal ya estaba a reventar
de aplicantes y realmente le dio
pereza hacer la cola y esperar
una llamada que nunca llegaría.
Su atuendo, su magnífica ropa
de leñador, también llamó la
atención de Arnold O´brian, el irlandés
impulsor del boxeo clandestino,
quien tarde haría una
fortuna vendiendo la franquicia
como las primeras de la lucha
libre en el nuevo continente.
Y allá fue Nico Lumberjack,
como le bautizaron por su porte
de roble y pretendida fuerza
de golpe. Pero fue vencido a
puñetazo limpio por un brasero
ilegal que no quería regresar a
cosechar uvas a las planicies, sino
hacerse nombre en el boxeo.
Miguel, se llamaba el moreno
que le botó un diente de un
uppercut al otrora Santa Claus,
quien de haber sabido eso, jamás
le hubiera llevado a su hijo
el trompo de madera, hace dos
navidades.
Después de la pelea Nicolás
tomó el tren a Los Ángeles para
empezar una nueva vida, menos
violenta que la pacífica San
Francisco. En Venice Beach vio
el mejor atardecer de su vida
mientras peleaba los restos de
una hamburguesa con las gaviotas.
Las cicatrices sobre su
ceja nunca le abandonarían y se
sumarían otras más al seguir intentando
ganar una pelea en los
circuitos clandestinos de box.
Solamente la librería pública
de Los Ángeles le daba paz y
confort. Casi nunca recordaba
su lejana casa en el Polo Norte.
“Alguien más habrá tomado el
legado”, se dijo, justo en Nochebuena.
Nicolás decidió cambiarse el
nombre para terminar de matar
su pasado. Cuando insistió en
conseguir empleo en la oficina
postal −esta vez como cartero− y
la encargada de pagos le preguntó
mascullando de mala gana por
su nombre, fue que descubrió
que podría ser alguien más. Conseguiría
que Matt, el cantinero
que le regalaba del whiskey que
contrabandeaba, le proporcionara
su nueva identificación,
seguro social, dirección… todo,
absolutamente todo.
“¡A nombre de quién el cheque…
que no tengo todo el día!”,
gritó la vieja de gafas culo de botella.
“Charles. Charles Bukowski”,
dijo el hombre con rudeza,
traspasando para siempre las
fronteras de su propia patria.

En Belén
Braliem Jousc
braliemjousc.blogspot.com
−¿Y qué nombre le vas a poner?
−Si es nena se va a llamar
Yudeily Maritsa. Y, Jamilton, si
es varoncito.
−Ya mero ¿vaa?
-Sí. De repente y hasta lo del
bebé del año me saco. La futura
madre ríe, por pura catarsis. Con
más de 8 meses de embarazo
aún es incierto para ella en dónde
dará a luz. Lo único que tiene
claro es que ese bebé es su escape,
su salvador.
−¡Es que mirá la panzota
que tenés! Ni andar podés ya. Y
así te querés ir a la calle ¡justo
hoy! que todo el mundo anda loqueando.
Ay no vos, segura que
no querés que te acompañe, dice
la interlocutora, vecina y amiga
de infancia.
Hacía apenas dos años atrás
las amigas celebraban, justo en
las vísperas de las fechas decembrinas,
su fiesta de 15 años y que
habían culminado su formación
del nivel básico en la escuela
nocturna.
Probablemente sería la última
Navidad de Mireya Nohemí como
soltera. También la última
junto a su amiga. De hecho; podría
ser, además, la última con
su familia. ¿Familia? Es decir,
la gente con la cual creció en la
misma casa, porque a la única a
quien Mireya consideraba su familiar
era a su abuela, la anciana
de 75 años que dormía en el cuartito
contiguo al suyo. Ni siquiera
era su pariente en realidad. Era
la tía abuela del menor de sus
medio hermanos.
−Pues sí. Quiero ir al comercial
que está camino a Guate, a
ver si encuentro unos gorritos.
Mireya mentía.
* * *
−Mi más sentido pésame joven
Antonio. ¡Cuánto lamento
lo que le ocurrió a su papá!
Hasta hoy me enteré. Que Dios
lo tenga en su gloria.
−Gracias doña Miriam. Y no
se preocupe, todo sigue en pie
para hoy. Continuará toda la
ayuda que en vida mi padre le
dio a su casa hogar. Yo me encargo.
Hoy por la tarde llego con
las piñatas y los regalos para
los niños.
Como todos los años, desde
hace 9, los chicos a cargo de do-
ña Miriam recibirían la visita de
Santa Claus. Difícilmente adivinarían
que el jo jo jo de esta vez
sería del hijo de don Tono y no el
del bonachón y regordete sexagenario.
La familia quiso enterrarlo,
símbolo de su altruismo,
con el último traje que se mandó
a confeccionar. Nunca lo estrenó.
Tonito, hoy de 35 años, se
rehusó. Nunca imaginó que ese
traje de Santa sería para él. La
distancia que en los últimos años
guardó del hogar, la culpa por ignorar
tanto tiempo a su papá y la
nostalgia que representaba cada
adornito navideño en casa, empujó
a Antonio buscar el perdón.
Así –entre algunas lágrimas− dejó
el negro luctuoso que aún conservaba
de la noche anterior por
el vivaz rojo de las inmaculadas
ropas paternas.
* * *
−Mirá viejo hijo de la gran…
Yo sé que vos tenés pisto, si tuyo
es el comercialito que está a
la salida de la colonia. Dame
mi aguinaldo o te mando a quebrar
el…
Don Tono nunca le dio importancia
a las llamadas. Además,
no era la primera vez que
las recibía. Como en otras ocasiones,
no quiso alarmar a su
familia. Nunca comentó de las
extorsiones.
El frisky, pandillero y privado
de libertad que al azar marcó
su número, tenía apenas 19
añitos y contaba ya con todo
un historial delictivo. Su actual
ingreso data de febrero y era
el quinto de su trayectoria. Sin
embargo, el suyo era justo el
perfil que movía a don Tono a
colaborar en cuanto programa
juvenil de reinserción social
hubiera. Él creía en la juventud,
aun en casos como los del
frisky. Fue una tragedia que
ese ataque al corazón ocurriera
mientras manejaba.
* * *
−Mi amor, ya son más de las
cuatro. Sigo acá, en los locales
de la salida. ¿Consiguió el
dinero?¿Quién me lo va a venir
a dejar?
−No, ayer en la noche lo iba a
amenazar otra vez pero nada.
No sé qué pasó con el viejo ese.
−Yo en cualquier momento
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DOMINGO 19/12/10
me compongo. Si no le pago al
doctor me llevan al hospital y
segurito me quitan al bebé. Recordá
que soy menor de edad.
−¿Aló? ¿Fredy? Frisky, mi
vida. No me dejés hablando sola
otra vez.
Mireya se soltó en llanto. Creía
que esa misma tarde dejaría atrás
el barrio, al padre de su hijo y
que podría hacer una nueva vida.
Serían ella y su bebé contra el
mundo. Solas, pero lejos.
Las lágrimas se convirtieron
en crisis y la crisis en ataques, en
espasmos. El bebé nacería en los
comercialitos ubicados en los límites
que separan el asentamiento
Senderos de La Floresta, de la
carretera principal al nororiente
del país.
Cuando el público empezó a
circular a la parturienta, de los
juegos infantiles del lugar se
acercó un bombero. Fue lo que,
al borde del desvanecimiento,
Mireya logró ver. Un barbado
socorrista puso una toalla en
el suelo y atendió la labor de
parto. Luego, a la criatura se le
cubrió. También a Mireya, con
una capa roja de bordes blancos.
Debajo de sus ensangrentadas
pieles, el joven Antonio,
quien estaba en el lugar, jugando
con los chicos de la casa hogar
luego de la piñata, fue quien
atendió el alumbramiento y el
único que vio los tatuajes que
delataban los nexos de la madre
con las pandillas.
* * *
A tres días de Navidad, el
sábado antes de Nochebuena
para ser precisos, los visitantes
del centro comercial propiedad
del difunto don Tono fueron
testigos de una inusual escena
de Natividad. Un niño había nacido
en Belén (nombre de los
7 locales del comercialito a las
afueras de la colonia). A falta
de pañales fue envuelto con el
saco de un traje de Santa Claus
mientras la capa del disfraz terminó
de mortaja para su progenitora.
La otra Navidad, doña Miriam
seguramente contará a Jamilton
toda la historia. Pero
él prestará atención al hombre
gordo de traje rojo que en medio
de alegres jo, jo jo, lo deslumbra
con un chinchín de colores
neón.

Se abrió
paca
Carmen Lucía Alvarado
catafixiaeditorial.blogspot.com
Algo había de extraño y lo sabía.
No era normal tener la cabeza
llena de ideas que parecían
espinas nocturnas que lo
habitaban y que no lo dejaban
conciliar el sueño. Rudy pensaba
que de haber tenido otro tipo
de vida, esa extraña manía de
ponerse a pensar en la existencia
y las cosas que no se ven no
sería tan extraña. De cualquier
manera, no podía contarle a
ninguno de sus compañeros de
la paca donde trabajaba por qué
no había podido dormir tranquilamente
la noche anterior. Estaba
seguro de que sería tirar sus
palabras al pozo sin fondo de
un rostro desinteresado.
Una mañana fría de diciembre,
Rudy se preguntaba en
dónde habitan el amor y la calidez
que pregonan los grandes
rótulos en la calle cuando se
acerca Navidad. Ni en casa, ni
en el trabajo, ni en el bus, el espíritu
de Navidad lo ha encontrado.
En esas fechas lo único
que ha percibido es una leve angustia
que le dice que debe regalarle
algo a cada uno de sus tres
hijos y a su esposa, cosa difícil,
pues su sueldo no alcanza ni siquiera
para comprar la comida
de toda la semana.
Como todos los días, al llegar
a la paca tenía que levantar
la persiana, lavar la entrada,
barrer y trapear el local y disponerse
a vestir maniquís con
atuendos llamativos y, de ser
posible, de la época. Encontraba
botas de nieve, calzonetas,
un chipote chillón y bolsas
anunciando ofertas de los
supermercados gringos. Rudy
mataba el tiempo imaginando
la vida de las personas que se
deshacen de sus cosas, inventaba
historias para las piezas más
extrañas que llegaban a la paca,
como la vez que imaginó la decapitación
de un payaso para
explicarse el camino que tuvo
que llevar una peluca de colores
para llegar hasta sus manos.
Le pareció simpático encontrar
entre las montañas de ropa
que debía seleccionar un descolorido
disfraz de Santa Claus,
con gorro y barba amarillenta
incluidos. Para su desgracia su
jefe lo observaba y al ver lo que
había encontrado tuvo la maravillosa
idea de poner un Santa
Claus en la puerta de la paca
para invitar a las personas a entrar.
Rudy no tenía el ancho de
un Santa, no tenía la piel blanca
ni las mejillas rosadas, y aunque
tenía muchas penas, las canas
no se le habían asomado. Su jefe
lo llamó y le dijo que se pusiera
el traje, que buscara una campana
y que riera como un gordito
bonachón en la entrada.
Ahí estaba Rudy ante un espejo,
viendo su entelerido cuerpo
envuelto en un gran disfraz
rojo, con el que debería fingir
una sonrisa de esperanza y buenos
sentimientos. Sentía asco, y
mucho. La Navidad siempre le
angustiaba pero esta vez lo había
sacado de quicio. Tuvo que
buscar almohadones para rellenar
el traje. Era patético, tenía la
barba amarillenta y maloliente
en la cara mientras el sol de mediodía
le pegaba directamente
en los ojos, mientras saludaba y
bailaba al ritmo del reguetón. A
la gente no le parecía agradable;
los niños se escondían de él, y
todos sentían un extraño olor
a trapo viejo mezclado con lácteo
descompuesto que emanaba
del traje.
Así pasaron las dos semanas
previas a la Navidad. La piel de
Rudy no era la misma después
de que el traje y los almohadones
lo acompañaran en sus
largas jornadas de sol y baile.
Eran las seis de la tarde del 24
de diciembre y la paca debía
estar abierta hasta que por lo
menos se desvistieran dos veces
más los maniquís de la puerta.
Cuando al fin pasó eso Rudy fue
a quitarse el traje. Atrás de la
cortina del vestidor se despojó
SIGLO21
DOMINGO 19/12/10
de la barba cuando de reojo se
dio cuenta de que en efecto su
piel no era la misma: esas largas
horas le habían sacado una cantidad
de ronchas en el rostro y,
como temía confirmar, también
en los brazos y en las piernas.
Rudy aún tenía que comprar
una libra de uvas, y una ametralladora
para quemarle al niño
a medianoche. La comezón era
insoportable y en su desesperación
agarró un frasco de lo que
supuso era alcohol para calmar
la molestia, pero lo que su cara
recibió en busca de alivio no fue
alcohol sino una fuerte dosis de
soda cáustica que uno de sus
compañeros había dejado en el
lavamanos después de usarla
para destapar la cañería.
Ya era medianoche. Nadie sabía
el paradero de Rudy. Estaba
solo con sus pensamientos y
un rostro deformado, sintiendo
que era mejor tener esa barba
y optar por el suicidio lanzándose
desde un puente para
caer disfrazado de Santa Claus
en el techo de una covacha y
hacerle creer a unos niños que
había caído accidentalmente de
su trineo. Pensaba que la vida
es un misterio doloroso en el
que cuesta respirar, sobre todo
cuando las fosas de la nariz
están cubiertas por barbas artificiales
o cuando la soda cáustica
le ha dejado media nariz
deshecha.
Ahora tenía mucho tiempo
para pensar; también tenía hambre
y trataba de hundirse en el
dolor que le crecía como un fuego
sobre el rostro. Prefería eso a
cambio de imaginar la angustia
de su familia, que además de no
tener uvas, ni regalos a medianoche,
estaría buscándolo desesperadamente.
No tenía idea
de los datos que pusieron en
su ficha médica cuando ingresó
en el hospital. Debieron haber
puesto algo así como “Santa
Claus entelerido con el rostro
deformado por la miseria”.

Cucaracha
y Los acólitos
de san Tarcisio
Gabriel Arana Fuentes
paranoide3.blogspot.com
Voy a ser piadoso y no mencionaré
su nombre hoy, a 15 años
de distancia. Pero esta historia
navideña, que vi con estos ojos
es digna de ser contada. Y es que
en verdad les digo, las aventuras
de aquél feligrés de la zona 5 conocido
como Cucaracha son memorables.
Todo el año se la pasó sufriendo
en la iglesia, y bueno, qué esperaba
del catolicismo. Antonio,
como le llamaré desde ahora,
siempre padeció de los vejámenes
del Grupo de acólitos San
Tarcicio Mártir de la Eucaristía;
sus camaradas simplemente
nunca lo respetamos, fuimos
unos verdaderos bastardos. Y es
que en realidad era difícil. Es decir,
tampoco lo respetó el grupo
de Jóvenes Creciendo en Cristo,
ni los niños de la catequesis
de San Francisco, ni el párroco,
pues al Padre Constantino
(Q.E.P.D.), le costaba no ser parte
de las bromas a pesar de que
era un cura jodido. La cosa es
que la parroquia entera le conoció
siempre así, como Cucaracha
blanca, simplemente Cucaracha
o Antonio Cucaracha.
A sus 12 años media casi l.75m
era canche, colocho y gordo, por
tanto cachetón y usaba unos lentes
muy pequeños. A ese conjunto
de características hay que
agregar su blancura. Era tan
blanco que a la distancia relumbraba,
más cuando usaba playeras
blancas con rayas rojas. Por
eso siempre fue motivo de risas:
los sábados en las clases de religión,
incluso en misa, pues como
acólitos y en el altar mayor
teníamos el beneficio de platicar
o burlarnos en este caso, sin que
nadie, sobre todo Fray Constantino,
se diera cuenta.
Antes de su llegada, las acólitas,
grupo de niñas adolescentes
que habían sido incluidas a
la fuerza en el grupo, habían sido
las víctimas. Por cuestiones de
igualdad Rocío, Cecilia y Vanessa
habían sido incluidas en el grupo.
Y por cuestiones de igualdad
eran tratadas de la misma forma,
sin respeto y con bromas crueles.
Entonces era de esperar que
cuando Cucaracha apareció, el
trío de doncellas ya no serían el
cordero expiatorio.
El fin comenzó la vez que Cucacha
le dijo a Fray Constantino
que porque no se disfrazaba de
Santa Claus para la pastorela o
porqué no dibujaba Santa Closes
en la casulla, justo a la par del
bordado del niño Dios para que
así, todos estuvieran juntos en
el ropaje. A una tontería de ese
calibre la respuesta era la crueldad,
pero nos deteníamos cuando
Cucaracha empezaba a llorar
o cuando aparecía Fray Constantino
a quien el comentario le había
parecido una ofensa indigna.
El sábado anterior a Navidad,
Benjamín, el más pequeño de los
acólitos pero uno de sus ocho
fundadores, llegó tarde a la reunión
en la que nos dividíamos
las responsabilidades en los oficios
de fin de año. Juan José, el
presidente de los acólitos preguntaba,
a razón de ejercicio democrático
quién quería hacer
qué. En ese momento Cucaracha
rompió el silencio: “Vos Juan José,
a mí el Benjamín me dijo que
quería estar en el oficio del 24 y
que quería colectar las ofrendas”.
Todo el grupo quedó estupefacto,
era una petición rara. No hay
acólito en esta Tierra –y doy fe
de eso–, que pida tales responsabilidades.
La misa más larga del
año, la que más se llena y las más
difícil de colectar y por eso esa
función era sorteada, y esta vez
no fue así.
El padre vio la hoja de asignaciones,
la aprobó, y después
de eso no había vuelta atrás. El
problema es que Cucaracha había
mentido. Benjamín, siempre
había eludido ese tipo de responsabilidad
desde que fundamos el
grupo en 1990. Por lo que al enterarse
el más pequeño de los acólitos
era un botellita de bilis. “¡Ay
cucarachón pisado!” fueron las
palabras de Benjamín con un tono
implícito de venganza.
El problema no era que, por
SIGLO21
DOMINGO 19/12/10
primera vez, Cucaracha había intentado
vengarse de uno de sus
caudillos. El problema es que Cucaracha
había faltado al octavo
mandamiento de la Ley de Dios:
No darás falsos testimonios ni
mentirás. Leso pecado entre los
monaguillos de San Tarcisio, la
falta prohibida.
Estábamos atados de manos.
Revelar la verdad sobre Cucaracha
nos metía en problemas.
Al Presidente por no fomentar
la fraternidad entre monaguillos
y al resto por no saber separar
las bromas de nuestra labor litúrgica.
Así pues, Cucaracha tenía
que pagar por su falta sin que
nadie se enterara y sin que nadie,
además de él sufriera un castigo
público.
Ser acólito es tener cierto tipo
de privilegios. Acceso a los archivos
bautismales y matrimoniales,
el vino de consagrar, las ofrendas
o al ropero de casullas y estolas
del párroco. Entonces era de esperar
que Benjamín, en el plan
más macabro de todos, agarrara
la casulla roja que el padre estrenaría
para la misa de Gallo y se la
llevara. Esa sigue siendo mi hipótesis,
porque sólo yo lo vi cerrar
el ropero y salir de la sacristía
con una bolsa en las manos.
Llegó el día. Los acólitos estábamos
ya uniformados con sotana
en el atrio de la iglesia. Pero
algo había cambiado. Particu-
larmente ese día Benjamín era
más amable de lo normal. Y eso
es exagerar, porque era el más
educado de todos. A media rutina
de bromas, Benjamín dijo:
“¿Vos Cucaracha y conseguiste
el disfraz de Santa Claus?” . Todos
empezamos a reír, “Dijiste
que le darías uno al padre vaa!,
¿O era para vos? Osea que ahora
sos Santa Cucaracha” y empezamos
a reír.
“¡Sacrilegio! ¿Quién hizo esta
herejía?” dijo el fraile. El padre
estaba horrorizado, no podía
creer que habían usado tempera
blanca para decorar su casulla
roja con Santa Closes, temblaba
del enojo al ver la estola convertida
en una suerte de gorro de navidad
engrapado. La guinda de la
desgracia estaba en el cuello de
la casulla, ahí estaba pegada una
de las nubes de algodón del nacimiento
a manera de barba.
“¡Ese fue el Cucaracha padre!”
dijo Benjamín y fue ahí que
entendí todo. “Se recuerda que él
le dijo que usted se disfrazara de
Santa Claus” Benjamín se acercó
a Cucaracha con una sonrisa satánica,
le dijo ¡Sos un blasfemo!
Yo ya había atado cabos pero esa
vez, no sería el Judas de la historia,
esta vez no.
“¡Benjamín no le pegués! –interrumpió
el cura−. ¿Es eso cierto
Antonio? ¿Vos hiciste esto?, profirió
a gritos fray Constantino. Ante
la presión, Cucaracha se puso
a llorar y balbuceando lo negó todo.
Pero fray Constantino no le
creyó y le dijo por favor, quitate
la sotana, estás suspendido luego
vamos a hablar”. Cucaracha
seguía llorando, “Pero si yo no
fui padre. Yo quiero seguir siendo
acólito... ¡¿pero porqué?!” Gritaba
Antonio entre mocos y llanto.
El ambiente siguió tenso hasta
después de la misa de Gallo
pero Antonio ya no estaba. Nunca
lo volvimos a ver. Crecimos;
unos se mudaron, otros emigraron
a EE.UU. otros se casaron, y
otros dejamos de creer, lo cierto
es Cucaracha se convirtió en mito.
Cucaracha, nuevo mártir de
los acólitos, yo te saludo. ¡Feliz
Navidad!

LA
SEXTA
SIGLO21
DOMINGO 19/12/10
FOTOGRAFÍA:
LA
SEXTA