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Hacia-Rutas-Salvajes-Into-The-Wild-Jon-Krakauer

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amplia repisa. La cima propiamente dicha, una aguja de roca de la que parecía<br />

brotar una nube grotesca, estaba a sólo seis metros.<br />

La débil consistencia de la placa de hielo auguraba que esos últimos seis<br />

metros serían difíciles, laboriosos, estremecedores. De repente, ya no pude<br />

subir más. Noté que mis labios agrietados esbozaban una dolorosa sonrisa.<br />

Había llegado a la cima del Pulgar del Diablo.<br />

Tal como correspondía, el lugar era completamente irreal, maléfico, una<br />

cuña de roca y hielo increíblemente pequeña, no más ancha que el archivador<br />

de una oficina. Nada invitaba a permanecer allí. Cuando me senté a horcajadas<br />

sobre el punto más elevado, el declive de la cara sur caía con un desnivel de<br />

unos 800 metros bajo mi bota derecha y el declive de la cara norte el doble de<br />

esa distancia bajo mi bota izquierda. Tomé algunas fotografías para demostrar<br />

que había estado allí y perdí unos minutos intentando reparar el pico torcido de<br />

un piolet. Luego me levanté, me volví con cuidado y emprendí el camino de<br />

regreso.<br />

Una semana más tarde estaba acampado a la orilla del mar, bajo la lluvia,<br />

maravillado por el musgo, los helechos y los mosquitos. El aire salobre<br />

transportaba el exuberante olor a putrefacción de la marea. Poco tiempo<br />

después, una pequeña lancha fueraborda cruzó la bahía de Thomas y ancló en<br />

la playa, no muy lejos de donde yo había levantado la tienda. El hombre que<br />

conducía la lancha se presentó y me dijo que se llamaba Jim Freeman. Era un<br />

leñador de Petersburg que había aprovechado su día libre para mostrar el<br />

glaciar a su familia y buscar osos.<br />

—¿Has estado cazando? —me preguntó.<br />

—No —respondí con timidez—. La verdad es que acabo de escalar el Pulgar<br />

del Diablo. Llevo aquí 20 días.<br />

Freeman jugueteó nerviosamente con una cornamusa y permaneció en<br />

silencio. Era evidente que no me creía. Tampoco parecía aprobar mi pelo<br />

desgreñado y largo hasta los hombros ni el modo en que olía después de tres<br />

semanas sin lavarme ni cambiarme de ropa. Cuando le pregunté si podía<br />

llevarme de regreso a Petersburg, contestó de mala gana:<br />

—No veo por qué no.<br />

El mar estaba encrespado y la travesía por el estrecho de Frederick duró dos<br />

horas. Cuando llevábamos un rato hablando, noté que empezaba a caerle más<br />

simpático. Todavía no estaba convencido de que hubiera escalado el Pulgar<br />

del Diablo, pero cuando puso rumbo al estrecho de Wrangell ya fingía que lo<br />

estaba. Después de atracar, insistió en invitarme a una hamburguesa con<br />

queso. Luego me ofreció pasar la noche en una vieja furgoneta desguazada<br />

que descansaba sobre unos travesaños en el patio trasero de su casa.<br />

Me eché en la parte de atrás del vehículo durante un rato, pero no conseguía<br />

dormir. Al final me levanté y salí a pasear. Fui andando hasta un bar llamado<br />

Kito's Kave. La euforia, la desbordante sensación de alivio que me había<br />

acompañado desde mi regreso a Petersburg, se esfumó, reemplazada por una<br />

melancolía inesperada. Las personas con quienes charlé en Kito's no parecían<br />

dudar de que yo hubiera coronado el Pulgar del Diablo; sencillamente, no les<br />

importaba demasiado. El local fue vaciándose a medida que la noche avanzó.<br />

Al final, los únicos clientes del local éramos un viejo y desdentado indio tlingit<br />

que estaba sentado a una mesa del fondo y yo. Estuve bebiendo solo y<br />

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