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cuadernos de viaje<br />
Jorge Carrión<br />
En La Boca no<br />
Barrio fundado por inmigrantes genoveses, La Boca, con sus coloridas casas<br />
de madera y zinc y su decadente personalidad portuaria, puede ser, según se<br />
le mire, la puerta de entrada a Buenos Aires o su patio trasero. Jorge Carrión<br />
rememora el medio año vivido entre sus calles.<br />
E<br />
n La Boca, no. Me lo dijeron muchas<br />
veces. Sobre todo mis compañeros del<br />
curso de alemán: es un barrio peligroso,<br />
no es recomendable vivir allí. “El patio<br />
trasero de Buenos Aires”, me lo definiría<br />
más tarde Lito Diosccia. La clientela<br />
del Goethe Institut de la avenida<br />
Corrientes estaba nutrida por jóvenes<br />
de los barrios altos: San Isidro, Núñez,<br />
Barrio Norte, Devoto. Me ha costado<br />
completar esa lista mínima sin recurrir<br />
a Google: me estoy olvidando, aunque<br />
sólo hayan pasado dos años. Pese a la advertencia, viví cerca<br />
de seis meses en un conventillo del pasaje Zolezzi de La Boca,<br />
a cien metros del estadio de fútbol. Durante algún tiempo he<br />
recomendado la visita por libre de aquellas calles que fueron<br />
(un poco) mías; hasta que ayer me llegó un e-mail de un amigo<br />
español: le dieron una paliza a escasa distancia de la que<br />
fue mi casa, eran ocho o nueve niños, le robaron la cámara<br />
de fotos y cinco dólares.<br />
56 <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> agosto 2006<br />
n<br />
Martín, Nora y Valentino vivían con cuatrocientos dólares<br />
al mes. Los he llamado (el e-mail de mi amigo asaltado y la<br />
constatación de mi pérdida de memoria me han hecho pensar<br />
brutalmente en ellos): están bien. El barrio experimenta<br />
una cierta mejora, me ha contado Martín, “están invirtiendo<br />
guita, Jordi, hay quien dice que quieren convertirlo en un<br />
segundo San Telmo”.<br />
Precisamente en San Telmo –el barrio vecino y pintoresco–<br />
me subí por primera vez en el 152. He buscado una<br />
fotografía en Google Imágenes para recordar el diseño de<br />
rayas rojiazules sobre fondo blanco, las grandes ruedas, la<br />
carrocería robusta que temblaba por el pavimento deteriorado.<br />
Era septiembre de 2002: la crisis económica eran calles<br />
levantadas y farolas sin bombillas. Me habían contactado<br />
con Martín para que me enseñara La Boca; era mi último<br />
día en Buenos Aires. Quedamos en la parada final del 152,<br />
al cabo de la avenida Pedro Hurtado de Mendoza (el primer<br />
europeo que pisó la zona). Lo recuerdo con un sombrero de<br />
tela negro, de ala ancha, pero las fotografías me desmienten:<br />
me recibió con el pelo largo sin recoger, barba de una semana<br />
y cazadora vieja de aviador. Con su voz ronca me contó la<br />
historia del barrio, sus orígenes a mediados del siglo xix,<br />
cuando se asentaron a orillas del Riachuelo las primeras<br />
familias genovesas, su carácter migrante: italianos y españoles<br />
sobre todo. Paseamos por Caminito, comimos una pizza en<br />
un pequeño local que desaparecería algunos meses después,<br />
caminamos por los viejos raíles que bordean un huerto vecinal<br />
y conducen al estadio de fútbol. Después Martín me abrió las<br />
puertas de su casa, un viejo conventillo que a copia de esfuerzo<br />
había convertido en un museo íntimo, en un homenaje al<br />
pasado boquense; cebó mate; puso la radio (la cadena de<br />
tango Dos por Cuatro, banda sonora del lugar); pasamos las<br />
horas siguientes charlando; llegó Nora, despeinada y locuaz.<br />
Estaba embarazada.<br />
En algún momento de nuestro paseo nos habíamos encontrado<br />
con un perro vagabundo, que Martín había bautizado
como Velázquez. Era negro y, de convertirse en hombre,<br />
hubiera llevado el pelo largo y cazadora de piloto.<br />
n<br />
La literatura tiende a resumir una vida en una historia.<br />
Construye la ficción de que un momento, una experiencia,<br />
un viaje fueron la esencia, el misterio, el epítome de una<br />
existencia. El relato se convierte, entonces, en la crónica de<br />
un revelado.<br />
Desde esa concepción de lo literario, la historia de Nora<br />
y Martín culmina en Valentino. Es una bella historia de<br />
amor, perfecta para que fuera apareciendo aquí, progresivamente,<br />
como un negativo que se vuelve color en el papel<br />
fotográfico. Martín es un bala perdida, un veinteañero que<br />
vive a salto de mata, recitando versos en lunfardo o haciendo<br />
trabajos de manutención o de jardinería. Después de varios<br />
domicilios en Buenos Aires (es oriundo de La Plata), se<br />
acaba de ir a vivir a un conventillo de La Boca, que se caía<br />
a pedazos y que él, que es un manitas, ha ido restaurando<br />
y adecentando. Nora es una joven muy guapa que vive con<br />
su madre en el vecino barrio de Barracas, hace unos años<br />
que rompió su relación con un futbolista que ahora triunfa<br />
en Europa. Se conocen en el grupo de teatro Catalinas Sur.<br />
Un grupo de teatro comunitario, que está diseñando una<br />
obra colectiva, vecinal, que se propone llevar a escena a un<br />
centenar de aficionados de las calles adyacentes al galpón<br />
donde se reúnen. El reto es contar la historia del país a<br />
través de la historia de un club de barrio. El resultado se<br />
llamará El fulgor argentino: todavía sigue en cartelera. Nora<br />
y Martín son los protagonistas. En la obra, se enamoran, se<br />
casan, tienen un hijo, viven y sobreviven en la turbulenta<br />
historia nacional. En una escena epicéntrica, bailan tango y<br />
se besan: escenografía del enamoramiento. Durante decenas<br />
de ensayos el beso fue falso, a algunos milímetros de los<br />
labios. Pero el día del estreno algo cambia: el beso es real,<br />
sobrepasa los límites de la actuación. Se han enamorado.<br />
Nora se traslada al conventillo del pasaje Zolezzi. Cuando yo<br />
los conozca y su historia llegue a mí, ella estará embarazada.<br />
Al cabo de un año regresaré a Buenos Aires y Valentino será<br />
un recién nacido.<br />
n<br />
En la Boca no se sabe adónde comienza y adónde termina<br />
la calle. Entre lo privado y lo público no existe una frontera<br />
definida. No sólo las ventanas y las puertas están abiertas<br />
para mostrar habitaciones, camas, colchas, cuerpos tumbados<br />
mirando televisión que impúdicamente muestran muslos,<br />
sudor, carne. No sólo la gente viste la misma ropa para estar<br />
en casa que para comprar el pan o sacar la basura. También los<br />
perros callejeros se convierten de repente en perros domésticos.<br />
O viceversa. Se trata de una cuestión de límites blandos,<br />
que permiten que lo privado se derrame hacia lo público. Las<br />
bolsas de basura, por ejemplo, se acumulan en las esquinas<br />
igual a como se habían acumulado en el patio o en la cocina<br />
horas antes: la inexistencia de contenedores provoca ese<br />
trasvase. En muchas de esas esquinas se hace explícita la<br />
transición: las aceras están destrozadas, el cemento roto,<br />
la piedra levantada y en sus intersticios crecen plantas, como<br />
si entre el asfalto por donde transitan los autos y la fachada de<br />
las viviendas hubiera una tierra de nadie, un posible jardín<br />
silvestre por donde transitan los peatones.<br />
La crónica de viajes también circula por esos intersticios:<br />
entre la quietud textual y el movimiento de la vida, entre la<br />
historia colectiva y la intimidad personal; cada párrafo es una<br />
acera levantada entre el conventillo del texto y la experiencia<br />
en la calle. No hay puertas que separen lo público de lo privado.<br />
Muchos conventillos son de obra en la parte inferior<br />
y de materiales aún provisionales en la superior, como si el<br />
proceso de urbanización no terminara nunca: como si siempre<br />
se pudiera erigir un piso más. Un nuevo capítulo.<br />
En verdad, la historia de Martín y Nora no es más que<br />
una de las miles de historias que conforman el entramado de<br />
las vidas de Nora y Martín. De todas las demás rescataré aquí<br />
algunas, las que se entrelazan con la casa y con el barrio y conmigo,<br />
que fui allí viajero casual, falso inmigrado, testigo.<br />
n<br />
En julio de 2003 Velázquez ya era un perro doméstico. Como<br />
Martín, había encontrado el gusto por el hogar. Me recordaba<br />
a los perros que, durante mi infancia, vivían casi salvajes<br />
en los descampados de Rocafonda, barrio de inmigrados.<br />
Durante los meses siguientes me instalé periódicamente en<br />
el conventillo del pasaje Zolezzi: en la planta baja, de obra,<br />
vivía la familia; en el patio, habitaban Velázquez, el perro<br />
de Martín, y Sol, la cócker de Nora; en el primer piso, tenía<br />
yo mi apartamento: cuarto de baño, cocina, salón y dormitorio<br />
con suelo y paredes de madera y chapa, amueblados con<br />
sillones, colchones y cuadros supervivientes de la época de<br />
los abuelos de mis anfitriones.<br />
Con el tiempo conocería bien a Maruja, la madre de Nora,<br />
que nació en Galicia y llegó a Buenos Aires en 1941. Su padre,<br />
republicano, había llegado cuatro años antes.<br />
–Todavía recuerdo la navegación por las rías, con mis tíos,<br />
cuando yo apenas tenía unos años de edad. Ese paisaje me<br />
acompañará siempre –me dijo varias veces.<br />
–Yo vine en barco, un barco como el de Venimos de muy<br />
lejos, por eso siempre que veo la escena inicial de la obra se<br />
me pone la carne de gallina.<br />
La familia de Martín proviene del País Vasco. Cuando viajaron<br />
por Europa, visitaron el pueblo de su bisabuelo, Pedro<br />
María Otaño, que era un poeta en euskera. En el comedor del<br />
conventillo, junto a viejos libros, imágenes en blanco y negro,<br />
el piano y el tocadiscos de anticuario, hay una fotografía de<br />
Martín junto a la estatua de su antepasado.<br />
agosto 2006 <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> 57
cuadernos de viaje<br />
Jorge Carrión<br />
58 <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> agosto 2006<br />
n<br />
La cotidianeidad mata el viaje. Pero también lo revitaliza:<br />
cuando te canses de ella, volverás a partir. Yo tuve una rutina<br />
en La Boca. Me levantaba a las ocho, encendía el viejo calefón,<br />
me duchaba y me vestía sin hacer ruido para no despertar al<br />
bebé con mis pisadas; iba al locutorio de Juan Croce, consultaba<br />
mi e-mail; desayunaba en La Perla con Daniel Aguirre,<br />
pintor de Caminito; regresaba al conventillo, me tomaba un<br />
mate con Nora y Valentino; leía o escribía sobre la emigración;<br />
pasaba la tarde en el Goethe Institut; de regreso a casa,<br />
compraba una botella de vino tinto, que compartiría con<br />
Martín durante la cena.<br />
A Juan Croce le habían atracado veinte veces en lo que<br />
iba del año; acababa de divorciarse; criaba abejas en un islote<br />
de Entre Ríos.<br />
Daniel Aguirre vendía estampas boquenses en el mercado<br />
de Caminito mientras se entregaba en cuerpo y alma a su obra,<br />
y a los problemas de salud de su suegra.<br />
Nora trabajaba en el galpón; y ensayaba; y coordinaba<br />
encuentros de teatro comunitario, siempre en compañía de<br />
Valentino Astor, en el cochecito.<br />
Martín cambiaba continuamente de ocupación, pero<br />
nunca le faltaba trabajo: espectáculo con zancos, cuidado<br />
de jardines, recitación con acompañamiento de guitarras,<br />
carpintería. Incluso recibió una invitación de la Academia<br />
del Lunfardo, el lenguaje de la delincuencia y del tango, para<br />
recitar en un congreso.<br />
Yo paseaba, observaba, anotaba detalles: palabras del<br />
argot de los bajos fondos porteños que había oído en mi<br />
infancia, porque provenían de España; fragmentos de metal<br />
de barco que estaban incrustados en los conventillos, salvavidas<br />
o baúles ultramarinos que ahora decoraban restaurantes<br />
o dormitorios; nombres de calles que remitían a una topografía<br />
importada de Italia o de España; anécdotas (la mujer<br />
que envenenó a sus amigas con pequeñas dosis en el té de la<br />
tarde, compañera mía en el locutorio; las idas y venidas de<br />
Granada Insúa, el auto-proclamado Presidente de La Boca,<br />
con quien nunca crucé una palabra; el pintor que se pasó<br />
toda la vida retratando paisajes de su Nápoles natal, adonde<br />
no había regresado en setenta años); oficios que pervivían<br />
allí (impresor manual, amasador de pasta, pícaro, fileteador,<br />
afilador, botellero, hincha de fútbol profesional, bandoneonista,<br />
bailarín de tango).<br />
Algunas mañanas caminaba por la orilla del Riachuelo<br />
en compañía de Velázquez. No tenía raza conocida,<br />
aunque sí un lejano parentesco con el ovejero alemán<br />
–perro policía. En algunos barcos había vida: viejos marineros<br />
que hervían agua o asaban carne en una parrilla sobre<br />
la cubierta; jaurías de perros que se habían instalado entre<br />
los mástiles podridos, en los camarotes oxidados o en las<br />
bodegas sin carga. Porque predominaban los barcos muertos,<br />
carne fría de desguace. Sus nombres remitían a otra era<br />
y a otro continente: Madrid, Ciudad de Vigo, Río de la Plata,<br />
Lisboa, Emperador de los Mares. Hasta la vía del tren que separa<br />
La Boca de Barracas caminaba yo a veces, pero las primeras<br />
chabolas de una villa me inyectaban enseguida miedo. Y<br />
regresaba.<br />
n<br />
En Rocafonda los inmigrados acceden a pisos construidos<br />
por nativos. Tras una breve acogida por parte de familiares<br />
o conocidos ya instalados, compartirán un alquiler, entrarán<br />
automáticamente en el mercado. En un tipo de vivienda que<br />
ha sido diseñado por los arquitectos del país de acogida.<br />
La villa, en cambio, supone la llegada a una ciudad sudamericana<br />
de técnicas de construcción y de distribuciones<br />
espaciales propias de la cultura del inmigrante. Un traslado.<br />
Los conventillos son la pervivencia de una práctica común<br />
en los emigrantes europeos de los siglos pasados: la erección<br />
de sus propias viviendas, a orillas del río, antes de que puedan<br />
ahorrar para comprarse una parcela o una casa en un<br />
barrio ya consolidado. Los conventillos, además, suponen<br />
el matrimonio del material local (la madera del árbol) con<br />
el material importado (el metal, la chapa de los barcos): la<br />
madera es la tierra y el metal es el mar: el sedentarismo y el<br />
viaje se amalgaman en los cimientos, las paredes, las vigas de<br />
esa primera casa, necesariamente compartida. Cada familia<br />
vivía en una habitación, igual a como lo hicieron mis padres<br />
cuando llegaron desde sus pueblos andaluces a Rocafonda,<br />
en la periferia de Mataró (en la periferia de Barcelona y de<br />
Europa). A finales del siglo xix, a los conventillos también se<br />
les llamaban cuarteles, por la coexistencia de espacios íntimos<br />
y comunitarios en el mismo recinto (como en el convento).<br />
El patio del conventillo, como el del cortijo o el de la villa<br />
italiana, se convertía rápidamente en el centro del diálogo.<br />
En el ámbito de la pervivencia oral del imaginario de origen.<br />
Los viajeros hablan sobre sus viajes. Los emigrantes sobre su<br />
emigración.<br />
En el conventillo el baño se llama biorsi. El calentador,<br />
calefón. La cama, catrera. Los bosteros (aficionados de Boca<br />
Júniors), xeneizes, es decir, genoveses. El lunfardo, el argot<br />
del arrabal, es una legua migrada, híbrida, entre el castellano,<br />
el italiano, el catalán, el gallego, el genovés.<br />
Al poco de mi regreso de Argentina, mi hermano llegaría<br />
a casa con una pregunta: “¿Por qué nadie me entiende<br />
cuando hablo del poyo de la cocina? Todo el mundo dice<br />
el mármol de la cocina”. Cogió del anaquel el diccionario<br />
María Moliner y buscó “poyo”: “Banco de obra de albañilería<br />
o de piedra que se construye junto a la pared en las casas de<br />
los pueblos, por ejemplo para poner cántaros. También en<br />
el exterior de las casas, junto a la pared”. La palabra se la<br />
trajeron del pueblo, del cortijo, del campo. La heredamos.<br />
Su equivalente urbano en Cataluña es “mármol”: el marbre<br />
de la cuina.
n<br />
En septiembre de 2002 se representaba en El Galpón de<br />
Catalinas El fulgor argentino; al año siguiente, Venimos de muy<br />
lejos era la obra en cartelera. La vi cuatro veces. Habla de la<br />
llegada de los inmigrantes europeos y su espacio central es<br />
un conventillo. Durante el siglo xx, el tiempo de la acción,<br />
el espectador asiste a la transformación de Argentina; a la<br />
argentinización de los españoles, italianos, polacos, judíos<br />
hasta entonces sin patria. En la parte final de la obra llegan<br />
nuevos futuros argentinos: paraguayos, bolivianos, de los<br />
llamados “países limítrofes”.<br />
La escena inicial es un barco que se abre. La proa, hecha<br />
con sábanas blancas, penetra en el escenario y no permite ver<br />
los rostros de las decenas de inmigrantes que cantan en una<br />
mezcla de español e italiano. Voces que son tristeza. Venimos de<br />
muy lejos... La proa se parte, para abrirse en abanico. Vemos los<br />
rostros de todos esos recién llegados. Su nostalgia incipiente.<br />
Hasta que cambia el ritmo de la canción, se acelera, y empiezan<br />
a hablar de la esperanza. “Queremos laburar”, repiten al<br />
final de esta escena de apertura: “queremos laburar”.<br />
Una vez coincidí con Maruja en el teatro: efectivamente,<br />
siempre llora con ese barco.<br />
Ilustraciones: LEtRas LIBREs / Max Luchini<br />
n<br />
Hablando con Daniel Aguirre me comentó<br />
que él antes iba mucho al Dock Sur, cruzando<br />
el río en la barca. En La Boca se recuerda a<br />
menudo el tiempo de los burdeles económicos,<br />
cuando todos los jóvenes del barrio cruzaban<br />
el Riachuelo para saciarse. La última vez que<br />
intentó cruzar el río lo hizo por el puente de<br />
Avellaneda y tuvo que salir corriendo. Una<br />
banda de pibes chorros iba hacia ellos, robando<br />
a todos los que se cruzaban en su camino.<br />
–No vuelvo –sentenció.<br />
El Riachuelo es una frontera. Del lado de<br />
acá: la policía bonaerense. Del lado de allá: la<br />
policía de la provincia de Buenos Aires. Una<br />
frontera pútrida: contamina. El agua es insalubre;<br />
el aire, también, a causa de la petroquímica<br />
del Dock Sur. Tolueno en la orina y plomo en<br />
sangre. Recuerdo el día que me habló de ello<br />
Lito Diosccia, el presidente de la asociación de<br />
comerciantes de La Boca, en una pizzería, las<br />
paredes decoradas con fotografías en blanco<br />
y negro de la época de Quinquela Martín, el<br />
pintor por excelencia del barrio, con sus amigos<br />
banqueros, pescadores o cantantes de tango.<br />
Ahora esto es el patio trasero de Buenos Aires,<br />
pero durante décadas fue su recibidor de lujo,<br />
un puerto lleno de actividad, un barrio limpio,<br />
prolijo, sin vagos, ¿entendés?, sin ladrones.<br />
n<br />
Fui sin cámara de fotos; con cuatro pesos en el bolsillo;<br />
con ropa deportiva; sin abrir la boca. Por tanto, no poseo<br />
para narrarlo más que el recuerdo. Es el embarcadero más<br />
nauseabundo en que he estado nunca. En las orillas del<br />
Riachuelo el agua es petróleo, cementerio de botellas, ruedas<br />
de camión, barcas que ya desaparecieron. Desciendo<br />
la rampa metálica: hay una barca esperando; los mechones<br />
rubios del barquero no se alteran por mi presencia. Él sigue<br />
comiendo gominolas y contando monedas de veinticinco<br />
centavos mientras escucha algo a través de los auriculares.<br />
Hasta que no inicie el regreso la barca que hay del otro lado,<br />
con cuatro mujeres y una niña a bordo, el viejo barquero<br />
remando de pie, no me pedirá la moneda el mío, mucho más<br />
joven, vestido con chándal, los mechones teñidos. Entonces<br />
saldrá del muelle minúsculo y avanzará los cincuenta metros<br />
que deben separar las dos orillas inmundas, mientras sobre<br />
nuestras cabezas el puente de Avellaneda gruñe cada vez<br />
que es atravesado por un camión, cada dos o tres segundos<br />
un nuevo gruñido de metal. La cabeza de un perro sobresale<br />
goyescamente del río negro: está nadando en sentido<br />
contrario al nuestro: del Dock Sur a La Boca. Enseguida<br />
agosto 2006 <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> 59
cuadernos de viaje<br />
Jorge Carrión<br />
llegamos a la casita de hojalata, pintada de colores, que pese<br />
a la neblina y a la porquería se refleja en el agua. Enseguida<br />
estoy caminando por la calle General Rivas, entre galpones<br />
y astilleros, Caminito a lo lejos, oasis entre tanta degradación.<br />
Los conventillos son pálidos aquí. Hay muchos<br />
más que en La Boca, completamente de madera y chapa,<br />
muchos de ellos están aislados y no unidos al vecino, el gris<br />
y el óxido son los colores predominantes. Campo de fútbol<br />
de la plaza José Hernández, tapizado de hojas otoñales, las<br />
mismas que cubren todas las calles que recorro, por donde<br />
parejas de jóvenes, tanto chicas como chicos, armados con<br />
rastrillos, las amontonan para quemarlas. El edificio mejor<br />
cuidado que veo en mi corto paseo es la Iglesia de Dios de<br />
la Isla Maciel.<br />
Todo está más degradado que en La Boca. El patio trasero<br />
del patio trasero. El viejo barquero me devuelve a mi barrio.<br />
Las venas se ramifican en sus mejillas, como les suele ocurrir<br />
a los alcohólicos.<br />
60 <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> agosto 2006<br />
n<br />
La última vez que fui a ver la obra le pedí permiso a Nora para<br />
ver cómo se maquillaba. Las actrices iban y venían, medio disfrazadas<br />
de mamá judía o de niña italiana o de joven sevillana,<br />
pero aún con sus jeans o sus peinados de porteñas, y Nora,<br />
frente al espejo, afilaba sus pestañas, se coloreaba los párpados,<br />
sonrojaba sus mejillas, se pintaba los labios, se recogía el pelo,<br />
mudaba el acento, impostaba la voz, se quitaba la falda y la<br />
camiseta de porteña, se ponía el traje de inmigrada, cada vez<br />
menos aquí y ahora, cada vez más aquí y entonces, principios<br />
del siglo pasado, días de hambre y calor e incomodidades en<br />
un barco transatlántico, la llegada, la adaptación, la peluca,<br />
el maquillaje, cada vez más argentina y menos de allí, menos<br />
gallega, se disfrazaba Nora de gallega, de su personaje de<br />
gallega, frente al espejo, bajo las luces, sus compañeras de<br />
reparto ya totalmente vestidas de recién llegadas europeas,<br />
Nora ultimando su disfraz de gallega, mientras su madre ya la<br />
estaba esperando, como cuando era niña y volvía del colegio,<br />
pero esta vez no a la puerta de casa, sino en la platea, en su<br />
butaca, dispuesta a llorar de nuevo con la llegada (la partida)<br />
del barco, con su acento gallego real, ella misma, tantos años<br />
atrás, idéntica a esa actriz que es su hija, alguna vez me disfrazaron<br />
de andaluz en mi niñez, yo también actué, la identidad es<br />
también una máscara, Nora ahora es gallega sobre el escenario,<br />
realmente gallega, por arte del teatro.<br />
n<br />
En junio de 2004 me fui de La Boca. Dos años después, una<br />
banda de nueve o diez niños golpearon a un amigo para<br />
robarle la cámara y cinco dólares, a pocos metros de mi casa.<br />
Durante esos lapsos de tiempo he mirado muchas veces las<br />
fotografías del medio año que pasé en aquel barrio, pero<br />
como mera sucesión sentimental, sin prestar atención real,<br />
detallada. Mientras escribía este texto, en cambio, he querido<br />
recordar. He nombrado rostros, perros, calles, cuadros,<br />
barcos: los he situado en un plano y en una cronología: la<br />
memoria esforzada es la única que pervive.<br />
En La Boca, sí, les replicaba a mis compañeros del Goethe<br />
Institut de la avenida Corrientes; pero no recuerdo haberles<br />
dado nunca razones de mi sí rotundo, sin vacilaciones. Nunca<br />
les hablé de Rocafonda, ni de la noción hogar, a doce mil<br />
kilómetros de distancia, ni de bilingüismo, ni de palabras<br />
migrantes, ni de barcos, ni de teatros.<br />
Algunas noches, al volver de clase de alemán en el 152,<br />
me encontraba a Velázquez frente a la puerta del conventillo,<br />
cerrada. Quizá había pasado una semana merodeando<br />
por el barrio, o en la villa del puente de Avellaneda, junto<br />
con su otra familia, la que un día le descubrió Martín en<br />
sus propios merodeos boquenses. En una época de celo,<br />
Velázquez dejaría embarazada a Sol, pero yo ya no vería<br />
aquellos cachorros híbridos de apartamento y conventillo, de<br />
dama y vagabundo. Volvía: siempre volvía a casa. Yo le abría<br />
la puerta. Entrábamos. El pasillo seguía siendo un museo. La<br />
casa seguía siendo la guarida de un anticuario. Mientras yo<br />
subía las escaleras, él acudía a su rincón. Junto a Sol, o a solas:<br />
allí se acurrucaba. Era posible que Nora estuviera actuando,<br />
que Martín recitara aquella noche, que Maruja y Valentino<br />
durmieran ya en la planta baja. ~