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Arráncame <strong>la</strong> <strong>vida</strong><br />
Ángeles <strong>Mastretta</strong><br />
Un día el dueño del establo le pidió que acudiera a una nueva oficina l<strong>la</strong>mada Departamento<br />
Regu<strong>la</strong>dor de Precios a preguntar en qué iba a quedar el precio de <strong>la</strong> leche, no fuera a ser que <strong>la</strong><br />
estuvieran dando más barata.<br />
Como a un aparecido, Andrés vio a Rodolfo, su amigo de <strong>la</strong> infancia en Zacatlán, tras <strong>la</strong><br />
ventanil<strong>la</strong> de informes. Había entrado a México con el Ejército de Oriente, en calidad de sargento<br />
aunque jamás dio una batal<strong>la</strong>.<br />
Era cobrador y necesitaba grado para merecer respeto. Le llevaba dos años y hacía más de<br />
cuatro que no se veían. Andrés siempre creyó que su amigo era un pendejo, pero cuando lo vio<br />
con <strong>la</strong> ropa limpia y tan gordo como cuando vivían alimentados por sus madres, dudó de sus<br />
juicios. Se saludaron como si se hubieran visto <strong>la</strong> tarde de ayer y quedaron de comer juntos.<br />
Andrés volvió muy noche al jacalón de Mixcoac. Cuando su mujer le reprochó que no<br />
hubiera avisado cuánto tardaría, él contó <strong>la</strong> historia de su amigo convertido en sargento y le<br />
aseguró que pronto tendría un trabajo bien pagado.<br />
Don Refugio se frotó <strong>la</strong>s puntas de los bigotes y le dijo a su hija:<br />
—Ya ves cómo tenía yo razón. Andaba en buenos pasos. A este hombre le va a ir bien con<br />
los del norte. Siquiera algo de todo esto que no me encabrone.<br />
—Vamos a hacerlo padrino de Octavio —dijo Andrés.<br />
Eu<strong>la</strong>lia extendió su eterna sonrisa y fue a tirarse en <strong>la</strong> cama junto a su hijo.<br />
—Asta dice que se siente cansada —contó don Refugio. Y para que el<strong>la</strong> lo diga ha de irse a<br />
morir.<br />
Por desgracia don Refugio también acertó en esa predicción. La epidemia de tifo que hacía<br />
meses andaba por <strong>la</strong> ciudad entró al jacalón de Mixcoac y se prendió de Eu<strong>la</strong>lia.<br />
En ocho días se le fue cerrando <strong>la</strong> risa, casi no hab<strong>la</strong>ba, tenia el cuerpo ardiendo y echaba<br />
un olor repugnante. Andrés y don Refugio se sentaron a ver<strong>la</strong> morir sin hacer nada más que<br />
ponerle paños mojados en <strong>la</strong> frente. Nadie se aliviaba del tifo, Eu<strong>la</strong>lia lo sabía y no quiso pesarles<br />
los últimos días. Se limitó a mirarlos con agradecimiento y a sonreír de vez en cuando.<br />
—Que te vaya bien —le dijo a Andrés, antes de caer en el último día de fiebre y silencio.<br />
CAPÍTULO V<br />
Toda esta dramática y enternecedora historia yo <strong>la</strong> creí completa durante varios años.<br />
Veneré <strong>la</strong> memoria de Eu<strong>la</strong>lia, quise hacerme de una risa como <strong>la</strong> suya, y cien tardes le envidié<br />
con todas mis ganas al amante simplón y apegado que mi general fue con el<strong>la</strong>. Hasta que Andrés<br />
consiguió <strong>la</strong> candidatura al gobierno de Pueb<strong>la</strong> y <strong>la</strong> oposición hizo llegar a nuestra casa un<br />
documento en el que lo acusaba de haber estado a <strong>la</strong>s órdenes de Victoriano Huerta cuando<br />
desconoció al gobierno de Madero.<br />
—Así que no era cierto lo de <strong>la</strong> leche —dije extendiéndole el vo<strong>la</strong>nte cuando entró a <strong>la</strong> casa.<br />
—Si les vas a creer antes a mis enemigos que a mi no tenemos nada que hab<strong>la</strong>r —me<br />
contestó.<br />
Con el papel que lo acusaba entre <strong>la</strong>s manos me quedé horas mirando al jardín, piensa y<br />
piensa hasta que él se paró frente a mi sillón con sus piernas a <strong>la</strong> altura de mis ojos, sus ojos<br />
arriba de mi cabeza, y dijo:<br />
—¿Entonces qué? ¿No quieres ser gobernadora?<br />
Lo miré, nos reímos, dije que sí y olvidé el intento de crearle un pasado honroso. Me<br />
gustaría ser gobernadora. Llevaba casi cinco años entre <strong>la</strong> cocina, <strong>la</strong> chichi y los pañales. Me<br />
aburría.<br />
Después de Verania nació Sergio. Cuando empezó a llorar y sentí que me deshacía de <strong>la</strong><br />
piedra que cargaba en <strong>la</strong> barriga, juré que ésa sería <strong>la</strong> última vez. Me volví una madre obsesiva<br />
con <strong>la</strong> que Andrés trataba poco. Era jefe de <strong>la</strong>s operaciones militares, odiaba al gobernador y se<br />
asoció con Heiss. Eso hubiera sido suficiente para mantenerlo ocupado, pero además iba a México<br />
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