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◆ Antología del cuento norteamericano, de Richard Ford ◆<br />
Habrá una vez. Antología del cuento joven norteamericano,<br />
de Juan Fernando Merino ◆ El río Congo, de Peter Forbath y El fantasma del rey Leopoldo, de Adam Hochschild<br />
◆ La hija de la guerra y la madre de la patria, de Rafael Sánchez Ferlosio ◆ Cartas a Katherine Whitmore (1932-1947),<br />
de Pedro Salinas ◆ Las correcciones, de Jonathan Franzen ◆ Obra completa, de Ramón del Valle-Inclán ◆<br />
L i B R O S<br />
LA GRAN NOVELA AMERICANA Y CÓMO CONSEGUIRLA<br />
Persiguiendo a la ballena blanca<br />
James Salter, Juego y distracción, Muchnik Editores,<br />
Barcelona, 2002, 190 pp.<br />
Philip K. Dick, Tiempo de Marte, Minotauro, Barcelona,<br />
2002, 250 pp.<br />
Michael Chabon, Las asombrosas aventuras de Kavalier<br />
y Klay, traducción de Javier Calvo, Mondadori,<br />
Barcelona, 2002, 601 pp.<br />
Richard Powers, Ganancia, Mondadori, Barcelona,<br />
2002, 480 pp.<br />
Jonathan Franzen, Las correcciones, Seix Barral,<br />
Barcelona, 2002, 736 pp.<br />
Richard Russo, Empire Falls, Emecé, Barcelona,<br />
2002, 589 pp.<br />
John Updike, Conejo es rico, Tusquets, Barcelona,<br />
2002, 436 pp.<br />
Henry Roth, Redención, Alfaguara, Madrid, 2002,<br />
536 pp.<br />
“<br />
He escrito los evangelios y moriré<br />
en las cloacas”, pensó en algún lugar<br />
de 1851 un escritor norteamericano<br />
llamado Herman Melville a la hora<br />
de ponerle punto final a una extraña y todavía<br />
hoy insuperable novela llamada<br />
Moby Dick. Melville no se equivocaba:<br />
había escrito un libro sagrado y ello le valdría<br />
la condena de sus contemporáneos,<br />
quienes no demoraron en calificar de<br />
“loco” a este autor cuyos libros de viajes<br />
habían disfrutado tanto. Melville también<br />
había inaugurado –como venganza póstuma,<br />
o sin darse cuenta– el terrible concepto<br />
de Gran Novela Americana. Idea<br />
que ya había insinuado el dedicatorio de<br />
Moby Dick, Nathaniel Hawthorne, con<br />
La letra escarlata en 1850. 33 años después,<br />
Mark Twain agregaba un nuevo ladrillo<br />
a la flamante pared con Aventuras de Huckleberry<br />
Finny quedaba completa la estructura<br />
básica de la novelística de un país<br />
nuevo: el puritanismo pagano de Hawthorne,<br />
el misticismo ultrasimbolista de<br />
Melville, el camino como territorio iniciático<br />
de Twain. Por separado o todo junto.<br />
A partir de entonces –o de 1921, cuando<br />
Carl Van Doren empezó a hablar de<br />
la Gran Novela Americana a la hora<br />
de reivindicar a Moby Dick– no hay escritor<br />
norteamericano que no haya sentido<br />
la llamada de la sangre ancestral a<br />
la hora de embarcarse e intentarlo.<br />
Así, el desafío de la Gran Novela<br />
Americana funciona desde hace décadas<br />
como rito tribal en el que se ponen a<br />
prueba inteligencia y hombría porque<br />
–dato curioso– la Gran Novela Ameri-<br />
72 : <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> Julio 2002
cana sólo puede y debe ser escrita por<br />
un narrador macho. Ahora bien, ¿qué es<br />
una Gran Novela Americana? Para empezar,<br />
debe cumplir con tres condiciones<br />
ineludibles que las grandes novelas<br />
latinoamericanas y europeas –pienso rápido<br />
en Pedro Páramo de Juan Rulfo, pienso<br />
en El gatopardo de Giuseppe Tomasi<br />
di Lampedusa, pienso en Los perros negros<br />
de Ian McEwan, pienso en El sueño<br />
de los héroes de Adolfo Bioy Casares– no<br />
suelen preocuparse por obedecer. La<br />
Gran Novela Americana tiene que: a) ser<br />
grande en sus intenciones y en su extensión<br />
(de acuerdo: El guardián entre el centeno<br />
de J. D. Salinger y Miss Lonelyhearts<br />
de Nathanael West y Revolutionary Road<br />
de Richard Yates y Matadero-5 de Kurt<br />
Vonnegut y la sórdida y proletaria Tiempo<br />
de Marte de Philip K. Dick y la elegante<br />
y erótica Juego y distracción de James<br />
Salter son grandes novelas norteamericanas;<br />
pero tienen pocas páginas; El gran<br />
Gatsby de Francis Scott Fitzgerald es la<br />
excepción que confirma la regla y, por<br />
otra parte, lleva la palabra gran en su título);<br />
b) ser una novela hecha y derecha<br />
y que no se haga demasiado la experimental<br />
(pero, ¿existirá novela más<br />
experimental que Moby Dick?); y c) ser<br />
americana en el sentido en que debe<br />
presentarse como La Novela de un determinado<br />
momento histórico y social<br />
ocupándose en dilucidar la compleja<br />
composición sólida y gaseosa del Ser<br />
Nacional como si se practicara un deporte.<br />
En resumen: la Gran Novela Americana<br />
es un ingenio de uso interno que<br />
–mejor– puede o no trascender fronteras<br />
y triunfar en otros planetas. Pero<br />
esto último no es imprescindible.<br />
A la hora de buscarla, están aquellos<br />
que sucumben al desafío sin temor a dar<br />
una imagen un tanto patética (Norman<br />
Mailer anunciando una nueva Gran Novela<br />
Americana todos los años y Truman<br />
Capote dejándola siempre para el año siguiente<br />
serían casos paradigmáticos de<br />
esta patología). Hay algunos que se desentienden<br />
por completo del asunto y<br />
escriben una Gran Novela Americana<br />
casi sin darse cuenta (El largo adiós de<br />
Raymond Chandler es un buen ejemplo<br />
de ello). Mientras que hay otros (Ernest<br />
Hemingway, Bernard Malamud, Donald<br />
Barthelme, Harold Brodkey, John<br />
Cheever, Raymond Carver, por sólo<br />
citar algunos casos) que al final son<br />
paradójicamente considerados grandes<br />
novelistas americanos a partir del corpus<br />
de sus relatos entendidos como capítulos<br />
de enormes libros, mientras que<br />
sus novelas son ubicadas varios escalones<br />
más abajo. O se comprende (como<br />
Henry James y William Faulkner) que<br />
en realidad estuvieron escribiendo una<br />
Cósmica Novela Americana a partir del<br />
enhebrado de varias Grandes Novelas<br />
Americanas. O sólo pueden escribir<br />
Grandes Novelas Americanas (el caso<br />
de William Gaddis) y por eso acaban<br />
siendo víctimas de la incomodidad que<br />
suelen producir ciertos freaks de la naturaleza:<br />
se mira para otro lado, se finge<br />
que nunca se los miró.<br />
En cualquier caso, la edición casi<br />
simultánea de varios títulos con aspiraciones<br />
a Gran Novela Americana,<br />
coincidiendo con el Congreso The Next<br />
Generation, que organizara la Editorial<br />
Mondadori el pasado mes de mayo en<br />
Barcelona, volvió a invocar a ese poderoso<br />
espectro de lo que nunca muere. Los<br />
invitados al congreso –Chuck Palahniuk,<br />
Michael Chabon, Heidi Julavits,<br />
David Sedaris, Jonathan Lethem– pertenecen<br />
a una nueva camada de escritores<br />
y, es de rigor, en principio dijeron<br />
estar desentendidos del tema. La evidencia,<br />
en cambio, los delata: en la ganadora<br />
del Pulitzer 2001 Las asombrosas<br />
aventuras de Kavalier y Clay Chabon propone<br />
un inmenso fresco pop con fondo<br />
de cómic para dibujar un onomatopéyico<br />
Gran Sueño Americano siempre en<br />
los bordes de la inmensa pesadilla; el<br />
conjunto de los anarco/manuales de Palahniuk<br />
hace comulgar el espíritu unabomber<br />
con el libre y lírico albedrío de<br />
Walden; mientras que Jonathan Lethem<br />
–autor del policial-existencialista Huérfanos<br />
de Brooklyn– confesó, con sonrisa<br />
entre culposa y traviesa, estar terminando<br />
una “novela muy larga”. El cerebral<br />
y tecnocrático Richard Powers –ausente<br />
con aviso– acaba de entregar un manuscrito<br />
contundente en peso e intenciones<br />
y es claro que el próximo otoño<br />
español estará marcado por la esperada<br />
traducción de las más de mil páginas de<br />
Infinite Jest, novela de culto y magnum-opus<br />
de David Foster Wallace.<br />
Sí, el tamaño es, después de todo,<br />
muy importante y para los jóvenes pesan<br />
tanto las sombras milenaristas de<br />
Thomas Pynchon y Don DeLillo como<br />
la mirada secular de James Joyce, Marcel<br />
Proust y Franz Kafka, pero –rasgo<br />
curioso– los nuevos parecen haber sacrificado<br />
la intención nómada que alguna<br />
vez caracterizara a los miembros de la<br />
Generación Perdida o a los beatniks por<br />
el obsesivo examen del pueblo chico y<br />
ese infierno grande que suelen ser las familias.<br />
Una ficción sedentaria y definitivamente<br />
Made In U.S.A. que se reserva<br />
el guiño innovador para el viejo territorio<br />
de siempre, tal vez convencida de<br />
que, hoy y ahora, el resto del mundo es<br />
igual a Estados Unidos. Jonathan Franzen<br />
muestra más claramente que nadie<br />
su afán de trascendencia en la un tanto<br />
sobrevalorada ganadora del National<br />
Book Award Las correcciones. Aquí, Franzen<br />
intenta un salto mortal que no le sale<br />
del todo bien, pero el intento tiene su<br />
gracia: la construcción desde “lo nuevo”<br />
de una novela tradicional más cercana a<br />
Theodore Dreiser, Sinclair Lewis, Thomas<br />
Wolfe y John O’Hara que a las<br />
piruetas posmodernas de sus contemporáneos<br />
como paradójica propuesta/manifiesto<br />
de lo que tiene que ser (no vaciló<br />
en anunciarlo en un muy comentado ensayo<br />
en la revista Harper’s) la Gran Novela<br />
Norteamericana del Siglo XXI. Todo<br />
estaría muy bien si no fuera porque la lectura<br />
de Las correcciones produce en un<br />
lector más o menos curtido en estas lides<br />
la incómoda sensación déjà vu de estar<br />
leyendo una astuta reescritura de<br />
venerables greatest hits. Si Las correcciones<br />
cumple una atendible función práctica<br />
es la de ofrecer una suerte de resumen<br />
de lo publicado y de lo que se encuentra<br />
en tantas Grandes Novelas Americanas<br />
de ahora y de siempre: divorcio, infidelidad,<br />
adicciones varias, negocios que<br />
fracasan, enfermedades, insatisfacciones<br />
Julio 2002 <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> : 73
LiBROS<br />
a granel y –como colofón– la posibilidad<br />
redentora del reencuentro de la tribu como<br />
premio o consuelo o, mejor dicho,<br />
premio consuelo. En Empire Falls –ganadora<br />
del Pulitzer 2002– el más veterano<br />
Richard Russo apuesta también por una<br />
retromaniobra, pero amparado en la excusa<br />
de esa melancólica y humilde picaresca<br />
enmarcada en el paisaje de la<br />
decadencia del Imperio donde un humilde<br />
luchador se niega a darse del todo<br />
por vencido. Uno y otro escriben<br />
sobre el fracaso –esa obsesión tan americana–<br />
pero, a diferencia de Franzen,<br />
Russo se conforma con pintar con realismo<br />
un cuadro de Hopper con fondo<br />
de estoica y sufrida country music. Franzen<br />
–solemne y ominoso– apuesta a la<br />
Capilla Sixtina y, mientras escucha a<br />
Wagner, se cae del andamio no sin antes<br />
habernos obsequiado momentos de<br />
admirable musculatura con sus héroes<br />
antiheroicos y una desopilante incursión<br />
en un país de Europa del Este con ánimos,<br />
sí, colonizadores. No hay problema,<br />
a no preocuparse: es seguro que<br />
Franzen ya ha vuelto a trepar con el pincel<br />
en la boca.<br />
Lo que nos hace pensar en el porqué<br />
de este reflejo recurrente, qué necesidad<br />
hay de estar intentándolo todo el tiempo.<br />
Los motivos, creo, trascienden lo<br />
literario y tienen que ver con el vertiginoso<br />
consumismo y el poderío reciclante<br />
de la psique norteamericana. A<br />
diferencia de lo que ocurre con las Grandes<br />
Novelas Europeas y Latinoamericanas,<br />
que para bien o para mal no suelen<br />
tener fecha de vencimiento, las Grandes<br />
Novelas Americanas –no en vano casi<br />
siempre bildungsromans– están obligadas<br />
a renovarse o rescribirse por lo menos<br />
con cada generación o década para, así,<br />
poder ser examinadas años más tarde<br />
con la perspectiva de lo histórico y siempre<br />
como parte del credo de un país<br />
donde la alta cultura comulga con la cultura<br />
popular. De este modo, American<br />
Psycho de Brett Easton Ellis fue una Gran<br />
Novela Americana durante quince warholianos<br />
minutos, mientras que La hoguera<br />
de las vanidades de Tom Wolfe lo<br />
fue durante el año de su publicación,<br />
Submundo de Don DeLillo durante un<br />
lustro y Meridiano de sangre de Cormac<br />
McCarthy sigue y seguirá siéndolo, porque<br />
tiene la inteligencia y el talento del<br />
artefacto atemporal, clásico. “En realidad<br />
hay sitio para todos”, me confió<br />
Jonathan Lethem durante el Congreso The<br />
Next Generation.<br />
Ahora bien, cómo ganar tiempo dejándolo<br />
de perder. Propongo un método<br />
un tanto fácil y acaso conservador:<br />
pensar que para escribir la Gran Novela<br />
Americana hay que ser grande en<br />
edad y en experiencia. Ya saben: Saul<br />
Bellow se retiró de la carrera (Christopher<br />
Hitchens y Martin Amis aseguran<br />
que no hay novela americana más grande<br />
que Las aventuras de Augie March);<br />
Henry Roth terminó de publicar desde<br />
el Más Allá su tetralogía A merced de una<br />
corriente salvaje; y Philip Roth no ha escrito<br />
nada mejor que la ráfaga de novelas<br />
que empezaron en 1995 con El teatro<br />
de Sabbath y siguieron con la trilogía<br />
compuesta por Pastoral Americana, Me<br />
casé con un comunista y La mancha humana;<br />
John Updike le ha agregado una coda/<br />
nouvelle a las cuatro décadas del vía<br />
crucis de Rabbit Angstrom (Tusquets<br />
Editores acaba de rescatar una de las mejores<br />
“estaciones”: Conejo es rico); mientras<br />
James Ellroy sigue vaciando sus<br />
pistolas sobre el cuerpo enfermo de<br />
un país orgulloso de sus tumores. Hay<br />
para entretenerse, para empezar. Y es<br />
probable que en cualquier momento<br />
–mientras escribo esto– Norman Mailer<br />
anuncie que ha terminado otra Gran<br />
Novela Americana como si no hubiera<br />
pasado nada, como cuando empezó y<br />
era joven y su trama y tramoyas recién<br />
empezaban a armarse. Ya saben: él era<br />
uno de tantos que, como ahora y siempre,<br />
con todo el futuro por delante, se<br />
sentaba a escribir antes de volver al paperback<br />
subrayado de Moby Dick para<br />
así intentar pensar en cualquier cosa<br />
menos en la posibilidad cierta de que<br />
tal vez la Gran Novela Americana del<br />
siglo XX –una novela con carretera, persecución<br />
del ser deseado hasta la muerte<br />
y más allá de todo lo prohibido por<br />
las buenas costumbres– ya hubiera sido<br />
escrita por un escritor ruso y tuviera como<br />
heroína a una mujercita fatal que se<br />
da la vuelta, sonríe, invulnerable como<br />
un leviatán oceánico recamado con arpones,<br />
y dice: “Call me Lolita”. ~<br />
– Rodrigo Fresán<br />
CUENTO<br />
LAS SIETE<br />
OCTAVAS PARTES<br />
DEL ICEBERG<br />
Antología del cuento norteamericano, selección y prólogo<br />
de Richard Ford, Galaxia Gutenberg, Círculo<br />
de Lectores, Barcelona, 2002, 1265 pp.<br />
Hemingway aseguraba que el escritor<br />
compulsivo no debería intentar<br />
el relato breve. Veía en la compulsión<br />
de escribir un acto más cercano a la felicidad<br />
que a la literatura. Sin embargo,<br />
Hemingway era un escritor compulsivo.<br />
Escribió en un solo día tres magníficos<br />
cuentos: “The Killers” (“Los asesinos”),<br />
“Ten Indians” (“Diez indios”) y “Today<br />
is Friday” (“Hoy es viernes”). Y aún confesó<br />
que le quedaba “jugo” para seis relatos<br />
más.<br />
Hemingway solía escribir de pie. Yo<br />
vivía a unos quinientos metros del lugar<br />
donde Hemingway escribió muchos de<br />
sus mejores relatos (el hotel Ambos mundos),<br />
y cuando empecé a escribir mis<br />
primeros cuentecitos intenté escribir un<br />
par de ellos al estilo de Hemingway, también<br />
de pie. Mi madre, una holguinera<br />
in extremis como la mayoría de los holguineros,<br />
me dijo: “¿Qué haces escribiendo<br />
de pie? ¿Te has vuelto loco? En esta casa<br />
no se escribe de pie”. Quizás lo que<br />
le molestaba a mi madre no era que yo<br />
74 : <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> Julio 2002
permaneciera de pie con la vista perdida<br />
o raspando el papel con devoción<br />
frente a un atril que mi padre, en sus<br />
escapadas de la fábrica de embutidos, había<br />
construido para mis primeros cuentecitos.<br />
En realidad lo que le molestaba<br />
eran mis extraños paseítos por la casa, en<br />
busca de la próxima oración. Tal vez ella<br />
intuía que cuando se escribe de pie las<br />
oraciones no se concatenan de modo natural.<br />
Entre una oración y otra hay un espacio<br />
muy largo que se resuelve con el<br />
silencio o con otras oraciones breves,<br />
elípticas, cada una reclamando para sí su<br />
propio tempo de lectura:<br />
¿Qué van a comer? –les preguntó<br />
George.<br />
–No sé –dijo uno de los hombres–.<br />
¿Qué quieres comer tú, Al?<br />
–No sé, replicó Al–. No sé qué deseo<br />
comer.<br />
Afuera oscurecía. Por la ventana penetraba<br />
la luz de la calle. Los dos hombres<br />
sentados al mostrador leyeron el<br />
menú. Desde el otro extremo, Nick<br />
Adams, que había estado conversando<br />
con George cuando ellos entraron,<br />
los observaba. (The Killers).<br />
Excepto “Una historia natural de los<br />
muertos” (en mi modesta opinión, junto<br />
a “La luz del mundo” su mejor historia<br />
breve), Hemingway escribió sus cuentos<br />
bajo similares restricciones. El cuento,<br />
para él, era un iceberg que dejaba escondidas<br />
siete octavas partes de su masa bajo<br />
el agua. Y apliqué para mis primeros<br />
cuentos esa norma: dejar escondidas las<br />
tres cuartas partes de las palabras que podía<br />
utilizar. Sin embargo, en mis frecuentes<br />
y compulsivos paseítos entre una y otra<br />
oración me percaté de algo curioso y terrible<br />
a la vez: la realidad, también, ocultaba<br />
más de las siete octavas partes de su<br />
constitución. O no existían o las ocultaba.<br />
No quiero decir con esto que Nick<br />
Adams, en “The Killers”, no existiera íntegramente,<br />
o que lo que “observaba”<br />
Nick Adams no existiera íntegramente.<br />
Nadie necesita conocer a una persona íntegramente<br />
para creer lo que dice o para<br />
enamorarse de ella. Por lo general en<br />
amor, y en literatura, se prescinde del conocimiento<br />
preciso de los seres y las<br />
cosas para que ambas empresas puedan<br />
llevarse a cabo con relativa facilidad. Frases<br />
como “Te creo” o “Te amo” esconden<br />
más de las siete octavas partes que intentan<br />
enunciar; y sin embargo se aceptan<br />
o se rechazan in toto, para júbilo o agravio<br />
de las partes contendientes, que por<br />
lo general no saben –según Freud y Wittgenstein–<br />
de dónde les llegan las palabras,<br />
no pudiendo responder todo el<br />
tiempo por ellas.<br />
Bajo este dilema –la realidad es algo<br />
que podemos tocar e incluso intuir y cambiar<br />
aunque no estamos muy seguros de<br />
si el sol saldrá o no mañana– se han escrito<br />
la mayoría de los grandes cuentos,<br />
sean o no norteamericanos, como los de<br />
Robert Walser, Onetti, Kafka, Poe, Cortázar,<br />
Isak Dinesen, Borges, Hofmannsthal,<br />
Flannery O’Connor, Gogol...<br />
Las culturas jóvenes, como la norteamericana<br />
o la cubana, son tartamudas o<br />
afásicas o histéricas: pero nunca seguras.<br />
Se cubren de un halo de seguridad, un<br />
amago de bravuconería frente a su carencia<br />
de atributo ontológico. En el estoicismo<br />
de Hemingway escribiendo de pie<br />
hay mucho de inseguridad: vemos a un<br />
escritor de una estatura y complexión<br />
fuera de lo normal moviéndose en su<br />
cuarto de un lado a otro mientras resuelve<br />
la próxima frase. Un niño grande. Lo<br />
mismo cuando caza un león o un pez inmenso:<br />
lo que está cazando y pescando,<br />
en realidad, son palabras, o más exacto,<br />
oraciones completas.<br />
Cuando Rip van Winkle, el personaje<br />
de Washington Irving, descubre en<br />
una de sus correrías por el espacio abierto<br />
de las montañas a un grupo de pintorescos<br />
personajes jugando a los bolos<br />
(“Vestían de fantástica y extraña manera;<br />
algunos llevaban casaca corta, otros<br />
coleto con gran daga al cinto” y la cara<br />
de uno de ellos “parecía constar únicamente<br />
de nariz y estaba coronada por<br />
un sombrero blanco de azúcar adornado<br />
de una bermeja cola de gallo”), la escena<br />
le recuerda las figuras de cierto<br />
cuadro flamenco traído de Holanda en<br />
tiempos de la colonización. No era que<br />
OTROS LIBROS DEL MES<br />
Juan Malpartida, La tarde a la deriva,<br />
Galaxia Gutenberg, Madrid, 2002, 214 pp.<br />
Poeta, ensayista y<br />
traductor de Eliot<br />
y Breton, Juan Malpartida<br />
(Marbella,<br />
1956) nos ofrece en<br />
su primera novela el<br />
relato de un aprendizaje<br />
circular: el<br />
deslumbramiento<br />
del amor y de la literatura, la conciencia<br />
del tiempo y de su fuga. Su<br />
protagonista, Javier Ventadour, hace<br />
repaso de su vida a raíz de su separación<br />
matrimonial y mira atrás,<br />
a la piedra fundacional de la adolescencia,<br />
y en torno, a un presente<br />
cargado de incertidumbres. Novela<br />
de poeta en el sentido más alto del<br />
término, por la inteligencia de su<br />
reflexión, y la agilidad y limpieza<br />
de una prosa a la que gobiernan los<br />
resortes de la analogía. ~<br />
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, núm.<br />
81 (mayo-junio 2002), 176 pp.<br />
Nueva Revista presenta,<br />
en su última<br />
edición, un número<br />
monográfico dedicado<br />
a México y titulado<br />
con acierto<br />
México, capítulo de<br />
Occidente. Resulta<br />
alentador que desde España se dé<br />
un acercamiento tan profundo e inteligente<br />
hacia una realidad como<br />
la mexicana, compleja y llena de<br />
matices que suelen pasar desapercibidos<br />
al observador apresurado.<br />
Por ello, muchas veces en la prensa<br />
diaria no es posible entender la realidad<br />
de un país como México sin<br />
caer en los fáciles esquemas, los tópicos<br />
y reducciones. El número, en<br />
el que participan españoles y mexicanos,<br />
exhibe un arco ideológico y<br />
cultural de lo más enriquecedor. ~<br />
Julio 2002 <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> : 75
LiBROS<br />
Irving careciera de suficiente imaginación<br />
como para no crear ex nihilo sus cuentos,<br />
o que apelara a la reminiscencia<br />
histórica en aras de la verosimilitud. Era<br />
bastante sabio como para saber que se<br />
estaba jugando el problema de su propia<br />
ubicuidad como narrador de una literatura<br />
joven y antigua a la vez. Problema<br />
que la mayoría de las más viejas literaturas<br />
nacionales han resuelto para bien o<br />
para mal desde unos orígenes que se confunden<br />
con la mitología.<br />
Los primeros narradores norteamericanos<br />
dependían no sólo del idioma<br />
inglés, sino, sobre todo, de imágenes<br />
que ya habían prosperado o empollado,<br />
como el huevo alquímico de El secreto de<br />
la flor de oro, en la literatura occidental.<br />
La irrealidad de la ballena Moby Dick<br />
–o más exacto: su desmesurada realidad–<br />
mantiene en vilo a Melville en un<br />
mar de palabras inglesas cuyas siete octavas<br />
partes hablan por Melville como<br />
si fuera un ventrílocuo de la literatura<br />
occidental originada por la Biblia. Sin<br />
embargo, en Bartebly el escribiente, Melville,<br />
el profeta Melville, está solo. El<br />
océano se ha reducido al incómodo espacio<br />
de unas oficinas de amanuenses<br />
y copistas judiciales. Aquí la máxima de<br />
Emerson se vuelve en contra del talento<br />
novelesco de Melville: “El artista<br />
debe encontrar en su obra una salida<br />
para su propio carácter, pero proporcional<br />
a su fuerza”. Pobre Melville, condenado<br />
a que sus fuerzas escapen en un<br />
espacio reducido, a que su narrador<br />
pierda de vista el gran espacio norteamericano:<br />
“Mis oficinas ocupaban el segundo<br />
piso; a causa de la gran elevación<br />
de los edificios vecinos, el espacio entre<br />
esta pared y la mía se parecía no poco<br />
a un enorme tanque cuadrado”.<br />
La mayoría de los cuentos –y no sólo<br />
los norteamericanos– se escriben bajo<br />
esa relación confusa que el narrador<br />
cree tener con el espacio y la imaginación:<br />
de ahí la específica sublimidad del<br />
cuento –un problema irresuelto de ubicuidad–,<br />
que nunca alcanza el pathos<br />
vagaroso del poema ni el espesor cronológico<br />
(eso que los franceses llaman<br />
durée) de las capas temporales de la novela.<br />
Un cuento de Carver, o de Chejov,<br />
no son fragmentos de tiempo convertidos<br />
en figuras de la vida. Surgen ya –y<br />
así los recibe el lector– contraídos por<br />
una absoluta dimensión del tiempo. Todo<br />
lo que se quiera decir alrededor de<br />
la tríada introducción-nudo-desenlace,<br />
o de la escasez de personajes, o del precepto<br />
de una sola trama o conflicto, es<br />
superfluo en comparación con la absolutez<br />
metafísica que debe poseer un<br />
buen cuento.<br />
En la presentación que Carlos Fuentes<br />
hace de la antología de Richard Ford,<br />
aquél confunde al lector discriminando<br />
los territorios fecundantes del cuento<br />
norteamericano del siglo XX: “Si yo<br />
pudiese imaginar tres territorios de fundación<br />
del cuento norteamericano del<br />
siglo XX, escogería los de Sherwood Anderson,<br />
Ernest Hemingway y William<br />
Faulkner.” Ninguno de los geniales<br />
cuentistas mencionados es comparable<br />
al esfuerzo de Melville, Hawthorne y<br />
Poe por elevar el cuento a una categoría<br />
sublime en sí misma.<br />
Si buena parte de la literatura norteamericana<br />
ha ido a contrapelo de Poe,<br />
ha sido sólo para perjudicarse a sí misma,<br />
o, en el mejor de los casos, para<br />
aislar del canon a una serie de narradores<br />
ajenos a lo que se concibe como el<br />
canon norteamericano de cuentistas:<br />
John Hawkes, Louis Zukokski, Ursula<br />
K. Le Guin, Robert Coover, Thomas<br />
Pynchon o Guy Davenport no están incluidos<br />
curiosamente en la antología.<br />
Tampoco los mejores y extraños cuentos<br />
de Bashevis Singer, que cumplen<br />
perfectamente las reglas que Ford da<br />
en el prólogo (excepto la de haber sido<br />
escritos en inglés), y que también cumplen<br />
la norma que Fuentes ofrece en la<br />
presentación: “concisión y objetividad”.<br />
(Aunque habría que ver qué es “concisión<br />
y objetividad” en un relato como<br />
“La metamorfosis” de Kafka, o “La llave”<br />
[“The Key”] y “La cafetería” [“The<br />
Cafeteria”], de Singer. O en los relatos<br />
cortos de José Lezama Lima, Felisberto<br />
Hernández y Macedonio Fernández.)<br />
En el prólogo a la antología, Ford cita<br />
sólo un aspecto de la importancia de<br />
Poe, y esto como escollo que ha de salvar<br />
la narrativa breve norteamericana:<br />
la idea de Poe acerca de la férrea construcción<br />
de un relato en unas pocas<br />
páginas –una hora y media o dos de lectura<br />
a lo sumo– y el posible y deseado<br />
efecto que habría de tener sobre el lector.<br />
Richard Ford, que sufrió como los<br />
cubanos y los mexicanos la institución<br />
del “taller literario” –donde los lemas<br />
de “concisión y objetividad” y otros disparates<br />
eran el modus operandi o el modus<br />
vivendi de los involucrados–, repara a<br />
medias en la contribución del cuento<br />
breve norteamericano, y realza sólo la<br />
porción más externa de dicha contribución:<br />
“Sus cualidades en tanto que ‘hechura’;<br />
la urgencia de dirigirse al lector;<br />
sus contornos esmerados, su brevedad<br />
y capacidad de moderación contra la urgencia<br />
de decir más cuando es mejor decir<br />
menos; su convicción fundamental<br />
de que la vida puede –y quizá debería–<br />
ser minimizada, y al mismo tiempo ser<br />
enfatizada en un solo gesto, y de este<br />
modo juzgada moralmente”.<br />
Reducir a Edgar Allan Poe a tal visión<br />
de la forma narrativa es ignorar su<br />
importancia real no sólo para el cuento<br />
norteamericano, sino para la literatura<br />
mundial, algo que el sagaz Baudelaire<br />
supo apreciar en el siglo XIX. Si los cuentos<br />
de William Gass tienen una deuda<br />
con Faulkner, no creo que le deban menos<br />
a Poe: Gass trabaja –y deja atisbar<br />
al lector– en una materia gelatinosa que<br />
él y sus lectores desconocen en cuentos<br />
como “El chico de Pedersen” (“The Pedersen<br />
Kid”) y “Del orden de los insectos”<br />
(“Order of Insects”), que tienen su<br />
precedente en la inenarrable blancura<br />
de Poe en Arthur Gordon Pym.<br />
La animadversión que críticos cruciales<br />
como Harold Bloom pueden sentir<br />
hacia Poe habla más de una verdadera<br />
“mala lectura” que de un esfuerzo por<br />
vencer o reconstruir la tradición a base<br />
de las fatigas que pedía Eliot, que ya advertía<br />
sobre la “gran conciencia” que el<br />
poeta debía de tener de “la corriente<br />
principal”, corriente “que de ningún<br />
modo necesita pasar a través de las reputaciones<br />
más distinguidas”. En rea-<br />
76 : <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> Julio 2002
lidad, lo que distingue a un poeta o narrador<br />
importante de sus antecesores es<br />
que violenta conscientemente la regla<br />
de la “corriente principal”. Por otro lado,<br />
no hay que separar al narrador de<br />
la actividad poiética, error que no cometieron<br />
narradores como Joyce, Borges,<br />
Lezama y Proust y que hoy cometen flagrantemente<br />
la mayoría de los narradores<br />
occidentales.<br />
Davenport, en su ensayo La geografía<br />
de la imaginación, postula una revisión de<br />
Poe que atiende a la complejidad de una<br />
metamorfosis múltiple que subyace en<br />
su obra, menos próxima de un catálogo<br />
de cómo escribir narraciones efectivas<br />
–o efectivistas– que de una verdadera<br />
“gramática de símbolos”, de una explosión<br />
de los signos y significados.<br />
Ante la crítica que recibió Davenport<br />
al no rebasar los límites de la ficción en<br />
su libro Tatlin! –a pesar de “la abundancia<br />
de invención narrativa”–, respondió<br />
con dos máximas entresacadas de su ensayo<br />
Ernst Mach rima con Max Ernst: “La<br />
escritura de páginas ficticias demanda<br />
un estilo velado y discreto: el cuento,<br />
una mímica o estilo impostado”. Y:<br />
“Siempre he tenido la ilusión de estar<br />
contando una historia más que proyectando<br />
un mundo ilusorio y ficticio”.<br />
El reproche que Benjamín le hace<br />
al short story como resultado de la época<br />
moderna, narración que “ya no permite<br />
la superposición de las capas finísimas<br />
y translúcidas”, es en parte comprensible:<br />
ya no se escriben narraciones, sino<br />
más bien artefactos narrativos que reproducen<br />
el mecanismo de relojería sin que<br />
cierta densidad temporal mueva las<br />
agujas. Un ejemplo claro son los cuentos<br />
llamados “súbitos” o “ultrarrápidos”<br />
norteamericanos que pulularon un<br />
tiempo –y que aún pululan– a nombre<br />
de la literatura, y algunos cuentos latinoamericanos<br />
y españoles cuya cortedad<br />
forzada (no hablo de los grandes cuentos<br />
hiperbreves de Piñera, Orkëny, Ror<br />
Wolf, por ejemplo) se erige en cualidad<br />
literaria per se, como si ser enanos nos<br />
colocara en la cima de la especie.<br />
En la dependencia enfermiza que la<br />
narrativa norteamericana comienza a<br />
tener de su propia tradición radica su<br />
innegable fuerza (como muestra la abundante<br />
antología de Richard Ford: 1265<br />
sólidas páginas) y quizá, también, su futuro<br />
debilitamiento, si es que puede<br />
hablarse así de una de las literaturas contemporáneas<br />
más poderosas del mundo,<br />
como lo fue la española en los Siglos<br />
de Oro. ~<br />
– Rolando Sánchez Mejías<br />
CUENTO<br />
¿QUÉ FUE DE<br />
GENE KELLY?<br />
Habrá una vez. Antología de cuento joven norteamericano,<br />
selección, traducción y prólogo de Juan Fernando<br />
Merino, Alfaguara, Madrid, 2002, 540 pp.<br />
No parece casualidad que tras la publicación<br />
en España de la excelente<br />
Antología del cuento norteamericano de<br />
Richard Ford, comentada más arriba por<br />
Rolando Sánchez Mejías, se edite de inmediato<br />
esta otra antología del cuento<br />
joven norteamericano. Habrá una vez es un<br />
título significativo. Hay prisa por aprovechar<br />
la atracción que ejerce en estos<br />
momentos la sociedad norteamericana<br />
de a pie, ésa que despertó bruscamente<br />
de un sueño y se enfrenta moralmente<br />
a una pesadilla.<br />
El escritor colombiano Juan Fernando<br />
Merino, residente en Nueva York,<br />
reúne en Habrá una vez 25 relatos cortos<br />
escritos en la década de los noventa. La<br />
selección de escritores en potencia, nacidos<br />
en los años sesenta y setenta, nos<br />
ofrece dos de las claves de la literatura<br />
norteamericana actual: por un lado, el<br />
multiculturalismo, pues incluye autores<br />
de origen chino (Gish Jen), haitiano (Edwidge<br />
Danticat), croata (Joseph Novakovich),<br />
hindú (Jhumpa Lahiri, Premio<br />
Pulitzer del año 2000), puertorriqueño<br />
(Judith Ortiz Cofer), apache (Brady<br />
Udall), canadiense (la excelente Diane<br />
Schoemperlein), y, por otro, la cada vez<br />
más afianzada perspectiva narrativa de<br />
la mujer, sea como autora o protagonista.<br />
Catorce de los 25 autores seleccionados<br />
son mujeres que ofrecen un testimonio<br />
implacable de lo enigmático, insólito y<br />
contradictorio que resulta lo que aún estaba<br />
por remover. En este sentido es muy<br />
significativa la interesante película rodada<br />
en California por el también colombiano<br />
Ricardo García, hijo de Gabriel<br />
García Márquez, titulada Cosas que diría<br />
con sólo mirarla y actualmente en las pantallas<br />
españolas.<br />
Eso sí, el país de las barras y estrellas<br />
sigue siendo tierra de oportunidades.<br />
No hace falta ser escritor, con sólo quererlo<br />
opta uno a un generoso sistema<br />
de becas y talleres de escritura creativa<br />
allí donde haya una universidad. Los<br />
autores incluidos en Habrá una vez proceden<br />
de estos talleres que están en<br />
manos de los grandes maestros del género.<br />
A diferencia de lo ocurrido con los<br />
renovadores del relato corto en la década<br />
de los ochenta, Raymond Carver, Tobias<br />
Wolff, John Cheever, John Updike,<br />
estos chicos aprenden técnicamente a ser<br />
escritores en una especie, permítanme<br />
unos y otros la broma, de academia estilo<br />
Operación Triunfo, a cuya puerta<br />
esperan las editoriales más poderosas<br />
dispuestas a firmar suculentos contratos<br />
por un mero anticipo de novela. Es así.<br />
Pero también es cierto que de ahí viene<br />
la precoz madurez estilística que demuestran<br />
los autores incluidos en este<br />
volumen, su saber hacer con el lenguaje<br />
y con las estructuras narrativas a la<br />
hora de contar una historia. El sistema<br />
educativo, ya desde edades tempranas y<br />
de forma continuada, favorece esa fluidez<br />
que los norteamericanos siempre<br />
han demostrado para el arte de narrar.<br />
La reciente recopilación de Paul Auster<br />
Pensé que mi padre era Dios es una buena<br />
prueba de ello. Por otro lado, numerosas<br />
revistas (y no sólo literarias, incluso<br />
Julio 2002 <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> : 77
LiBROS<br />
Playboy) apuestan decididamente por el<br />
relato corto de calidad y también se editan<br />
volúmenes anuales recopilatorios de<br />
los mejores relatos del año.<br />
Si bien autores como los mencionados<br />
renovaban en los ochenta los planteamientos<br />
narrativos del género en la<br />
estela de sus maestros (Hemingway,<br />
Chejov, Faulkner, Chandler), los narradores<br />
que comienzan a escribir en los<br />
noventa dan la sensación de leer técnicamente,<br />
para escribir, con David Foster<br />
Wallace y Lorrie Moore como abanderados<br />
de unas referencias estilísticas rastreadas<br />
en los autores anteriores pero<br />
mucho menos contenidos a la hora de<br />
narrar. Sus influencias proceden en mayor<br />
medida de un aparato de televisión<br />
constantemente encendido (han visto la<br />
Guerra del Golfo, la desmitificación del<br />
despacho oval, las matanzas en institutos<br />
y hamburgueserías) y del cine más<br />
alejado de Hollywood. Reflejan no ya<br />
el desmoronamiento del american way of<br />
life sino las consecuencias de ese desmoronamiento,<br />
lo que se mueve bajo el<br />
derrumbe, el dolor subterráneo. La derelicción<br />
de los núcleos familiares desde<br />
el punto de vista del adolescente, el<br />
fracaso de la vida en pareja cuando la<br />
meta parecía alcanzada, la angustia<br />
de los accidentes de avión, el aturdimiento<br />
de los inmigrantes, las repercusiones<br />
de la guerra de Vietnam en las<br />
madres afectadas, la incomunicación entre<br />
padres e hijos, el tiempo encallado<br />
en las poblaciones rurales del sur, parejas<br />
maduras y sin hijos de visita en Disney<br />
World, la tragicomedia infantil de<br />
los yuppies cuando entran en contacto<br />
con la naturaleza, la violencia del sexo<br />
furtivo y el sadomasoquismo son algunos<br />
de los temas que discurren por las<br />
páginas de este volumen en el que, de<br />
momento, importa menos quedarse con<br />
los nombres que con los textos, 25 retratos<br />
de una sociedad que se agrieta por<br />
dentro. Individuos aislados con ansias<br />
incontenibles de contarle su vida a quien<br />
se siente con un libro al otro extremo<br />
del banco. Y aún no había comenzado<br />
septiembre. ~<br />
– Jaime Priede<br />
HISTORIA<br />
HISTORIA DE<br />
COLONIZADORES<br />
Y COLONIZADOS<br />
Peter Forbath, El río Congo. Descubrimiento, exploración<br />
y explotación del río más dramático de la tierra,<br />
Turner / Fondo de Cultura Económica, Madrid,<br />
2002, 488 pp.<br />
Adam Hochschild, El fantasma del rey Leopoldo. Codicia,<br />
terror y heroísmo en el África colonial, Península,<br />
Barcelona, 2002, 528 pp.<br />
Aunque África haya vuelto a desaparecer<br />
de escena tras los acontecimientos<br />
del 11 de septiembre, regresando<br />
al ostracismo que marcó sus relaciones<br />
con el mundo hasta la brutal irrupción de<br />
las crisis de Somalia y de Ruanda, lo cierto<br />
es que la última década no ha sido del<br />
todo estéril: la opinión pública del mundo<br />
desarrollado ha llegado a saber, al menos,<br />
que el continente negro fue víctima<br />
de un dramático pasado cuya sombra se<br />
prolonga hasta el presente. Así, y debido<br />
en gran medida a la cíclica repetición de<br />
guerras civiles y matanzas en las que se<br />
tradujo en África el fin de la guerra fría,<br />
la idea de que la trata y el colonialismo<br />
fueron responsables de la completa destrucción<br />
de una sociedad que aún se esfuerza<br />
en recomponerse ha calado hondo<br />
en las conciencias de Occidente; tan<br />
hondo que, en no pocas ocasiones, ha terminado<br />
por convertirse en una nueva e<br />
insospechada rémora para el progreso de<br />
África, al servir de coartada a dictadores<br />
que tratan de exculpar sus atrocidades de<br />
hoy contraponiéndolas a los antiguos horrores<br />
de los que sus pueblos fueron víctimas.<br />
Esta aberrante conversión de una<br />
incontestable evidencia histórica en falaz<br />
argumento político ha provocado en gran<br />
medida la inanidad del discurso corriente<br />
entre las organizaciones humanitarias:<br />
al poner el acento en lo que Europa hizo<br />
con el solo propósito de incrementar las<br />
reparaciones debidas en forma de presupuestos<br />
para la cooperación, han terminado<br />
por allanar el camino para que los<br />
gobiernos africanos logren sortear su responsabilidad<br />
en la insostenible situación<br />
que padece la mayor parte de los países<br />
del continente. Porque al expolio de África<br />
perpetrado por los europeos le ha seguido<br />
otro igual de inmisericorde y de<br />
sangriento, sólo que perpetrado esta vez<br />
por los propios africanos.<br />
En respuesta al creciente interés por<br />
conocer las raíces de la desarticulación<br />
política y social que padece África, la<br />
bibliografía europea y norteamericana<br />
acerca del continente ha experimentado<br />
un crecimiento sustancial durante los últimos<br />
años, abarcando desde la reedición<br />
de los informes y memorias de viajeros<br />
como Stanley o Burton, hasta la publicación<br />
de estudios patrocinados por organismos<br />
económicos internacionales.<br />
Salvo raras excepciones, la abundancia de<br />
obras no se ha traducido, sin embargo, en<br />
una superación de dos de los principales<br />
obstáculos a los que se enfrenta la historiografía<br />
consagrada a África: la persistente<br />
ausencia de la versión de los africanos<br />
en la reconstrucción de su propio<br />
pasado y, en segundo lugar, las dificultades<br />
para insertar la historia de África en<br />
el contexto más amplio de la historia universal,<br />
saltando por encima del mito del<br />
continente virgen creado a finales del XIX<br />
para justificar el dominio europeo. No debe<br />
sorprender entonces que buena parte<br />
78 : <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> Julio 2002
de los trabajos sobre el pasado africano<br />
arranque en el siglo XV, cuando los portugueses<br />
deciden explorar la ruta marítima<br />
hacia las Indias en razón del bloqueo<br />
de las vías terrestres provocado por la expansión<br />
otomana en Europa central. De<br />
un solo plumazo se hace desaparecer la<br />
vinculación de África con el mundo clásico,<br />
de la que dan testimonio, entre otros,<br />
Plinio, Mela o Estrabón. Y no sólo eso,<br />
sino que se hace desaparecer, además, el<br />
carácter africano del Egipto faraónico, de<br />
modo que el hallazgo de sus sorprendentes<br />
avances científicos o de sus desarrolladas<br />
técnicas arquitectónicas no ponga<br />
en entredicho la premisa básica del colonialismo:<br />
la de que África nunca conoció<br />
la civilización y, por consiguiente, era misión<br />
de los europeos llevar hasta ella los<br />
principales avances de la humanidad.<br />
En su voluminoso y documentado estudio<br />
sobre El río Congo, el antiguo corresponsal<br />
de la revista Time, Peter Forbath,<br />
comienza su recorrido refiriéndose a la leyenda<br />
del Preste Juan –gobernante de un<br />
hipotético reino cristiano situado más allá<br />
de las fronteras del Islam–, que inspiró los<br />
viajes de los marinos al servicio de las coronas<br />
de Portugal y de Castilla. Aunque<br />
Forbath se refiere a la existencia de noticias<br />
clásicas acerca del continente, la reproducción<br />
de los patrones habituales a la<br />
hora de reconstruir el pasado africano le<br />
impide integrarlas adecuadamente en su<br />
relato. De este modo, el interés de romanos<br />
y fenicios por África y sus reinos o los<br />
intercambios desarrollados a lo largo de<br />
siglos apenas si ocupan las páginas iniciales<br />
de El río Congo, convertidos en simple<br />
preámbulo del verdadero comienzo de la<br />
historia, situado en tiempos de Diogo Cao<br />
y sus exploraciones en nombre del rey de<br />
Portugal. A partir de las expediciones de<br />
este “descubridor” de la costa occidental<br />
de África, Forbath traza un completo panorama<br />
de los avatares humanos que, a lo<br />
largo de quinientos años y llegando hasta<br />
el triunfo de Laurent Kabila sobre Mobutu,<br />
han tenido como escenario la cuenca<br />
del río Congo. La ingente información que<br />
utiliza, y que hace de su trabajo un valioso<br />
compendio de los conocimientos actuales<br />
sobre la cuestión, le permite incluso<br />
advertir las frecuentes contradicciones en<br />
que incurre el relato ortodoxo del pasado<br />
africano, aunque no se detenga a extraer<br />
las consecuencias. De este modo, y sin que<br />
ello tenga mayor incidencia en la articulación<br />
de su trabajo, Forbath advierte el<br />
contrasentido de que, por ejemplo, el descubrimiento<br />
de las fuentes del Nilo fuese<br />
considerado en Inglaterra como el mayor<br />
avance geográfico después del hallazgo de<br />
América, cuando Mungo Park había proclamado,<br />
tan sólo quince años antes, que<br />
la localización de la desembocadura del<br />
Níger era el mayor descubrimiento que<br />
quedaba por hacer en el mundo.<br />
A diferencia de Forbath y su trabajo<br />
sobre El río Congo, Adam Hochschild no<br />
trata de escribir una nueva historia de<br />
África. Con El fantasma del rey Leopoldo su<br />
propósito es, por el contrario, mostrar la<br />
realidad que se escondía tras el supuesto<br />
proyecto humanitario y civilizador concebido<br />
por el soberano belga, obsesionado<br />
por ofrecer a su país –o más bien a sí<br />
mismo– un imperio colonial comparable<br />
al de las grandes potencias de la época. A<br />
partir de esta diferencia de aproximación,<br />
Hochschild no sólo alcanza a sortear<br />
aquellos dos obstáculos a los que se suelen<br />
enfrentar las historias del continente,<br />
incluida la de Forbath, sino que, en<br />
contrapartida, las hace más patentes y las<br />
denuncia. En primer lugar, Hochschild<br />
deja constancia en diversos pasajes de su<br />
trabajo de que, en efecto, los tres principales<br />
protagonistas de su relato –Stanley,<br />
Leopoldo II y Morel, el activista a favor<br />
de los derechos humanos que se enfrenta<br />
a ellos– forman parte del mismo universo<br />
europeo, en el que el punto de vista de<br />
los africanos nunca logró abrirse paso. En<br />
segundo lugar, se pregunta acerca de las<br />
razones por las que unos crímenes tan masivos<br />
y despiadados como los que el rey<br />
Leopoldo cometió en el Congo siguen sin<br />
ocupar en nuestros días el lugar que les<br />
corresponde, siguen sin integrarse en<br />
el contexto más amplio de la historia<br />
universal, en la que sin duda aparecerían<br />
junto a los de Hitler o los de Stalin. Probablemente,<br />
este decidido propósito de<br />
enfocar El fantasma del rey Leopoldo como<br />
una crítica al proyecto colonial y no co-<br />
OTROS LIBROS DEL MES<br />
Juan Antonio Masoliver Ródenas, La memoria<br />
sin tregua, El Acantilado, Barcelona,<br />
2002, 130 pp.<br />
Luego de la publicación<br />
hace tres<br />
años de su Poesía<br />
reunida, que nos descubrió<br />
una obra de<br />
rara intensidad,<br />
Masoliver Ródenas<br />
(Barcelona, 1939)<br />
ahonda con palabra<br />
rigurosa y ágil en el ámbito de una<br />
memoria circular, hecha de sueño<br />
y deseo y ruina, donde la pulsión<br />
erótica y el fantasma de la muerte<br />
se entremezclan para erigir escenas<br />
de un magnetismo turbador. La<br />
poesía de Masoliver Ródenas encarna<br />
las pulsiones de un pasado<br />
que la deslumbra: brillo de unas<br />
palabras tocadas por ese “bello verano”<br />
de Pavese, en que el asombro,<br />
la hermosura y el terror son<br />
facetas del mismo diamante. ~<br />
Camarón, Antología, Opera Prima, Madrid,<br />
2002, 143 pp.<br />
Este original volumen<br />
es un cancionero<br />
en el sentido<br />
tradicional del<br />
término, del que<br />
formaría parte,<br />
por ejemplo, el<br />
Romancero clásico.<br />
Es decir, presenta<br />
en forma de poesía, que eso<br />
es, una antología de las mejores y<br />
más representativas canciones del<br />
repertorio de Camarón de la Isla,<br />
de cuya muerte se cumplen este<br />
mes diez años. Se incluye obra de<br />
poetas consagrados, como Federico<br />
García Lorca, y se recopilan cancioncillas<br />
tradicionales del mundo<br />
gitano, conformando una magnífica<br />
puerta de entrada al mundo referencial<br />
y axiológico del máximo<br />
hito del flamenco reciente. ~<br />
Julio 2002 <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> : 79
LiBROS<br />
mo una nueva contribución a la historia<br />
de África, escrupulosamente mantenido<br />
por Hochschild a lo largo de todo su ensayo,<br />
constituye uno de sus más valiosos<br />
hallazgos, capaz de minimizar incluso la<br />
innecesaria e injustificada tendencia a novelar<br />
episodios y conversaciones de relevancia<br />
para la aventura colonial belga en<br />
el África central.<br />
Aunque África haya vuelto a desaparecer<br />
de escena tras los atentados del 11<br />
de septiembre, la bibliografía europea y<br />
norteamericana elaborada bajo el impulso<br />
de los acontecimientos ocurridos durante<br />
la última década sigue creciendo de<br />
manera sustancial, y los trabajos de Forbath<br />
y Hochschild constituyen buena<br />
prueba de ello. De la lectura de ambos parece<br />
desprenderse, sin embargo, que la tarea<br />
que hoy se impone a la historiografía<br />
consagrada a África no es tanto la de reescribir<br />
lo que sucedió manteniendo siempre<br />
los mismos patrones, sino reintegrar<br />
la voz de los africanos en la reconstrucción<br />
de su propio pasado. Sólo de este<br />
modo se podría poner fin al equívoco en<br />
virtud del cual África sigue siendo un<br />
continente al margen: el de que la historia<br />
de los colonizadores sea a la vez el relato<br />
de sus acciones y el relato que ellos<br />
escriben sobre los colonizados. ~<br />
– José María Ridao<br />
ENSAYO<br />
EN LA CASA EN<br />
RUINAS<br />
Rafael Sánchez Ferlosio, La hija de la guerra y la madre<br />
de la patria, Destino, Barcelona, 2002, 224 pp.<br />
Me he pasado casi un mes leyendo a<br />
Sánchez Ferlosio, y la verdad es<br />
que no me encuentro de muy buen talante.<br />
Para vengarme, incurro en la tentación<br />
de adjudicarle el papel de Alcestes, el misántropo<br />
de Molière, que desde el extremo<br />
opuesto al revolucionario se lanza<br />
contra todo y contra todos y hace gala de<br />
esa mala costumbre que es decir lo que se<br />
piensa. Sin embargo, dejando a un lado<br />
las exageraciones (provocadas, supongo,<br />
por el régimen intensivo de mi lectura; a<br />
Sánchez Ferlosio, como a casi todos los<br />
moralistes, es recomendable leerlo por trechos),<br />
me atrevería a suscribir lo que en<br />
ciertos medios literarios resulta una perogrullada:<br />
que dicho señor es uno de los<br />
mejores escritores vivos de la lengua. Y<br />
aunque su último libro no tiene la altura<br />
de los anteriores, tampoco desmerece que<br />
se le dedique un buen rato, no de ocio, sino<br />
de esfuerzo y resuello (apnea literaria,<br />
pues su prosa la asocio, no sé bien por qué,<br />
con una práctica de inmersión o de buceo),<br />
para iniciarnos en las razones de su<br />
principalía.<br />
Hablo, por supuesto, del Sánchez Ferlosio<br />
ensayista, aunque curiosamente los<br />
dos grandes temas de éste, la paideia y la<br />
guerra, aparezcan también en sus novelas:<br />
Alfanhuí, niño formado fuera de la<br />
escuela, y El testimonio de Yarfoz, crónica<br />
inconclusa de las guerras barcialeas. Tras<br />
mi escueta mención a estos dos motivos<br />
dominantes está el azar de otra lectura, la<br />
de un libro que casi me han regalado en<br />
una librería de viejo. Se llama Los niños<br />
selváticos (Alianza, 1973), y junta un ensayo<br />
de Lucien Malson sobre los niños que<br />
han permanecido al margen de la socialización<br />
humana y crecido junto con gacelas,<br />
leopardos, lobos o cerdos, con la<br />
interesante Memoria sobre Víctor de l’Aveyron<br />
de Jean Itard, más los prolijos comentarios<br />
del traductor, que no es otro que el<br />
propio Sánchez Ferlosio.<br />
Ya en esas glosas tempranas queda clara<br />
cierta inquietud por los fundamentos<br />
de la organización social, sea bajo la<br />
forma conceptual del llamado “proceso<br />
de aprendizaje”, sea como preocupación<br />
moral por los límites de lo civilizado.<br />
Límites que, además de estructurar la división<br />
entre vida humana y vida animal,<br />
sirven en última instancia para cuestionar<br />
la legitimidad de un “derecho de guerra”,<br />
un ius in bello propiamente dicho. En<br />
el que sigue siendo su mejor libro, Vendrán<br />
los años malos y nos harán más ciegos<br />
(1993), Sánchez Ferlosio esbozaba una crítica<br />
inteligente a esa perversión farisaica<br />
que Max Weber describe como “utilización<br />
de la moral como instrumento para<br />
tener razón”. Y lo hacía a partir de una<br />
expresión muy castiza, “cargarse de razón”,<br />
a la que agregaba, en su particular<br />
estilo, una secuencia entrañable de Laurel<br />
y Hardy. En el “cargarse de razón” está<br />
implícito que el que se carga no es quien<br />
hace algo, sino alguien que permanece<br />
inmóvil mientras los otros, añadiendo<br />
torpeza sobre torpeza, error sobre error,<br />
injusticia sobre injusticia, se convierten,<br />
de alguna forma, en un motor que suministra<br />
el potencial ético. Ya entonces, esa<br />
acumulación de capital moral se relacionaba<br />
con “la poderosísima seducción catártica<br />
de la guerra” y “la popularidad de<br />
quien promete sacrificios”.<br />
Ahora, en la página 204 de La hija<br />
de la guerra..., se retoma ese argumento<br />
para criticar el ius in bello de Michael<br />
Walzer, cuya actualidad aparece realzada<br />
por el hecho de que en España no se<br />
ha discutido nunca a Walzer, ni a muchos<br />
de los autores que Sánchez Ferlosio<br />
cita o con los cuales polemiza. Es muy<br />
divertido ver cómo, de pronto, un señor<br />
que según propia confesión “no se tiene<br />
a sí mismo por profesional de nada”,<br />
pone en dramática solfa al prestigioso<br />
autor de Esferas de la justicia y de Guerras<br />
justas e injustas. (No porque Walzer no conozca<br />
el argumento de Weber contra un<br />
“derecho de guerra”, sino porque, como<br />
demuestra Ferlosio, prefiere no tenerlo<br />
en cuenta.) También hay una encantadora<br />
contundencia boxística en el ensayo<br />
que da título al libro, ese desciframiento<br />
frankfurtiano de la relación entre guerra,<br />
patria y razón instrumental.<br />
Los razonamientos de Sánchez Ferlosio<br />
tienen la virtud de seguir un trayecto<br />
bastante coherente, así que leerlo es<br />
siempre recordar algún otro libro suyo.<br />
Ya aquellas notas a la traducción de Itard<br />
se situaban en una curiosa intersección<br />
entre política, filosofía, ciencias biológi-<br />
80 : <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> Julio 2002
cas y jurisprudencia, ambicioso terreno<br />
del que, por suerte, brotan pocos preceptos<br />
y muchas reflexiones. Ferlosio no es<br />
tanto un creador de sistemas, un arquitecto<br />
de ideas, sino un destructor de<br />
creencias, de doxa. No se dedica, con simétrico<br />
furor, a construir un mundo conceptual,<br />
sino que prefiere hacer notar las<br />
contradicciones de lo existente, las luces<br />
y sombras del paisaje mental que nos rodea.<br />
Así, por ejemplo, al desenmascarar<br />
el socorrido argumento de que lo público<br />
invade lo privado, “cuando la verdad<br />
social es justamente la contraria: la vida<br />
pública es la invadida y agredida, y la<br />
vida privada la invasora y agresora”. O<br />
cuando descubre que la clave del actual<br />
problema pedagógico radica en que la<br />
sobreprotección vigente en el ámbito<br />
público de la enseñanza actúa a manera<br />
de lastre, “una rémora que le impide [al<br />
alumno] hacerse verdadero protagonista<br />
autorresponsable de su propio interés<br />
por los contenidos de las cosas que podría<br />
aprender”.<br />
Tan variado género de preocupaciones,<br />
en dominios tan dispares para casi<br />
cualquier otro pensador moderno, provoca<br />
un efecto colateral: Sánchez Ferlosio<br />
habla casi siempre solo, es la voz que<br />
clama en el desierto de los media y en<br />
el páramo de la estupidez rampante. Y<br />
eso favorece cierto regodeo. Incluso sus<br />
reseñistas solemos divagar sobre “lo ferlosiano”<br />
en vez de hablar de los temas<br />
que abordan sus libros. Un buen ejemplo<br />
podría ser la reciente reseña de Andrés<br />
Trapiello (La Vanguardia, 24 de mayo),<br />
donde esboza un perfil del escritor<br />
(“un escritor marginal, tal vez el único<br />
que en sentido estricto tiene España”),<br />
hace notar su filiación cervantina (“y si<br />
en aquel su peregrinaje no tenía término,<br />
el pensar y el conocimiento en Ferlosio<br />
no puede ser teleológico”), deja<br />
constancia de su buen apetito (“el catálogo<br />
de lo que a Ferlosio puede interesarle<br />
es tan vasto como los asientos en<br />
la consignación de un buque antiguo”),<br />
y prosigue, entusiasta, a lo largo de catorce<br />
párrafos de los que sólo uno, y a<br />
duras penas, podría considerarse mención<br />
del libro a reseñar.<br />
“Casi todos nuestros males nacen del<br />
no haber sabido quedarnos en nuestra<br />
habitación”, decía Pascal. “Todas nuestras<br />
desgracias se derivan de no poder<br />
estar solos”, escribe La Bruyère. Me<br />
atrevo a proponer que los males de Sánchez<br />
Ferlosio son de la estirpe de estos<br />
males del XVII: leer los periódicos y ver<br />
la televisión. Por lo que su única conclusión<br />
definitiva, demostrada con más<br />
de dos mil páginas de ensayos y artículos,<br />
puede resumirse en aquel verso del<br />
treintañero Eliot: “My house is a decayed<br />
house”.<br />
Ese pathos, que, ferlosianamente, podríamos<br />
bautizar como “síndrome de Jeremías”,<br />
se intensifica en unos textos que<br />
él mismo llama “pecios”, y en los que<br />
vemos el tránsito del moralista práctico,<br />
cuya retórica se propone conquistar el<br />
mundo en que vive, al moralista puro,<br />
que observa e intenta, además, encontrarle<br />
sentido al espectáculo al que asiste.<br />
El sentido de los restos tras algún<br />
naufragio. El término pecios, singular<br />
hallazgo, me recuerda aquello que Giovanni<br />
Macchia veía como un signo característico<br />
de la figura del moralista:<br />
“questa aria di eterna ‘ripresa dei lavori’”,<br />
la metáfora de esas ruinas o cascotes<br />
permanentes entre los que acecha el único<br />
peligro que puede acechar a Ferlosio:<br />
repetirse, vagar una y otra vez por los mismos<br />
predios. Del otro lado, cintilan las<br />
numerosas virtudes estilísticas de estos<br />
fragmentos punzantes. Como Benjamin,<br />
nuestro autor sólo puede entusiasmarse<br />
realmente si escribe de modo apocalíptico.<br />
En sus mejores momentos, ese<br />
modus destila un tipo especial de elocuencia,<br />
una admirable melancolía, la introspección<br />
de un yo múltiple que alcanza<br />
lucidez entre sus dudas: “Atado al árbol<br />
como San Sebastián, asaeteado desde todas<br />
partes, atravesado por las flechas de<br />
toda una disparidad de heteronomías<br />
entrecruzadas, nada he podido nunca reconocer<br />
por mío ni distinguir como propio<br />
en mis entrañas que no fuese a la vez<br />
función y resultado de empeños exteriores,<br />
encarnizados en algún combate de<br />
quién sabe quién y contra quién”. ~<br />
– Ernesto Hernández Busto<br />
EPISTOLARIO<br />
LA CARA OCULTA<br />
DE PEDRO<br />
SALINAS<br />
Pedro Salinas, Cartas a Katherine Whitmore (1932-<br />
1947), edición y prólogo de Enric Bou, Tusquets,<br />
Barcelona, 2002, 406 pp.<br />
No es fácil escribir sobre la correspondencia<br />
de Pedro Salinas con Katherine<br />
Whitmore. Aunque esta relación<br />
amorosa era conocida por algunos, entre<br />
ellos, y sobre todo, por Jorge Guillén, que<br />
fue amigo de ambos, nadie hasta ahora había<br />
leído estas cartas de Salinas dirigidas<br />
a quien fue el gran amor de su vida. Es<br />
casi inexistente cualquier tipo de mención<br />
a Whitmore en la correspondencia de los<br />
escritores españoles relacionados con<br />
Salinas. Y sin embargo, tras leer estas<br />
cuatrocientas páginas, a pesar de la dificultad<br />
para encajarlas en la biografía de<br />
Salinas con comprensión, hay algo que<br />
suscita pocas dudas: estuvo apasionadamente<br />
enamorado de esa mujer. Antes<br />
de cualquier intento de elucidación es necesario<br />
condensar algunos de los datos<br />
que nos aporta Enric Bou en su prólogo.<br />
Katherine Reding Whitmore nació en<br />
Kansas en 1897 (Salinas, en 1891) y murió<br />
en 1982. Hispanista, viajó a Madrid en el<br />
verano de 1932, momento en el que conoce<br />
al poeta, a cuyas clases sobre literatura<br />
en la Residencia de Estudiantes<br />
asistió. Posteriormente, tras una breve estancia<br />
en Santander en el verano del 33,<br />
pasó el curso 1934-1935 en Madrid. Fue<br />
en este periodo cuando la esposa de Salinas,<br />
Margarita Bonmatí (nacida en<br />
1884), descubre la relación e intenta sui-<br />
Julio 2002 <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> : 81
LiBROS<br />
cidarse. Salinas se establece en Estados<br />
Unidos en 1936. Tres años más tarde, Katherine<br />
se casa con Brewer Whitmore, un<br />
colega del Smith College (Massachussets),<br />
donde ella profesaba. El matrimonio no<br />
duró mucho, ya que Brewer falleció en un<br />
accidente de tráfico en 1943. Se han conservado<br />
354 cartas, de las cuales 151 componen<br />
este volumen. En un apéndice se<br />
da a la luz un texto de Katherine R. Whitmore,<br />
fechado en Pasadena en junio de<br />
1979, indispensable para penetrar en esta<br />
relación, aunque, a su vez, introduce<br />
nuevas complejidades.<br />
Varios son los aspectos que pueden<br />
destacarse de estas cartas: el literario, el<br />
biográfico y el documento humano. En<br />
cuanto al primero, pueden extraerse párrafos<br />
y líneas de gran importancia, tanto<br />
por la agudeza como por su capacidad expresiva,<br />
en ocasiones superiores a las que<br />
encontramos en sus poemas amorosos de<br />
la época. Salinas, y en esto disiento tanto<br />
de Enric Bou como de la opinión más<br />
asentada entre críticos españoles, fue un<br />
poeta de hallazgos puntuales pero con poca<br />
capacidad para dar forma a un poema;<br />
además, los logros –esos versos que tantas<br />
veces se han citado– no tardan en caer<br />
en amplificaciones y fórmulas, cuando no<br />
en un prosaísmo desvitalizado y carente<br />
de ironía: poesía aguada. Sin embargo, Salinas<br />
fue un crítico valioso y, sobre todo,<br />
a mi juicio, un prosista inteligente, espléndido<br />
por momentos, de una curiosidad<br />
y gracia poco comunes. Muchas de las<br />
páginas de la Correspondencia con Jorge<br />
Guillén (1923-1951) y las Cartas de viaje<br />
(1912-1951), así como los escritos de El<br />
defensor, forman parte de lo más vivo e inteligente<br />
de su obra. Cuando ciertos críticos<br />
proclaman que el ciclo amoroso de<br />
Salinas que va de La voz a ti debida a Largo<br />
lamentocontiene la poesía amorosa más importante<br />
de la lengua española del siglo<br />
XX, están diciendo que es tan importante<br />
como la mayor poesía amorosa occidental<br />
de ese mismo tiempo, lo que es, lamentablemente,<br />
mucho decir. Además, ¿qué<br />
importancia otorgan a la poesía amorosa<br />
de Pablo Neruda, Luis Cernuda y Octavio<br />
Paz? Dejemos este asunto para otro<br />
momento.<br />
A partir de estas cartas, la biografía de<br />
Salinas se transforma copernicanamente.<br />
No es su mujer sino una “diosa blanca”,<br />
en el sentido que Graves da a esta<br />
expresión, la que se convierte en el centro<br />
de su mundo. Sin duda se trató de una<br />
mujer real con la que, ocasionalmente,<br />
mantuvo relación íntima, pero fue algo<br />
más: una mediadora (aunque no un medio)<br />
que le abrió a Pedro Salinas las puertas<br />
de lo absoluto. Por otro lado, en el<br />
aspecto biográfico, el hecho de que Salinas,<br />
ese gran padre de familia y, por lo<br />
que conocíamos de su correspondencia,<br />
marido atento y comprensivo, hubiera estado,<br />
como confiesa en estas cartas –de<br />
una periodicidad diaria en largos trechos–<br />
obsesionado por la presencia de esta<br />
mujer casi siempre ausente, convierte<br />
su en apariencia idílica vida en otra cosa.<br />
Hay que recordar que su mujer, Margarita,<br />
siete años mayor que Salinas, intentó<br />
suicidarse, es decir: había llegado a<br />
una situación extrema de desesperación.<br />
Ignoramos cómo se restableció y en qué<br />
términos se mantuvo la relación del matrimonio,<br />
salvo que continuó hasta el<br />
final. Salinas no menciona, en la larga correspondencia<br />
con su gran amigo Guillén,<br />
este estado de ánimo, su desvelamiento<br />
amoroso; en definitiva, su gran secreto.<br />
¿Desde cuándo lo sabía Guillén? Finalmente,<br />
es un documento valioso porque<br />
se trata de una verdadera pasión amorosa<br />
expresada por un poeta. Enric Bou señala<br />
un cuarto aspecto: la información que<br />
ofrece sobre el proceso creativo de los libros<br />
que escribe en esa época: La voz a ti<br />
debida, Razón de amor y Largo lamento. Desde<br />
el conocimiento de esta correspondencia,<br />
la relectura de los prólogos de la hispanista<br />
Solita Salinas, hija del poeta, son<br />
reveladores: es obvio que sabe muy bien<br />
que esos poemas estaban dirigidos a una<br />
persona que no era su madre, y sabía bien<br />
cuándo y hasta dónde se extendió dicha<br />
experiencia amorosa. Tal vez no debamos<br />
reprochárselo, pero hay que señalar al menos<br />
que no tuvo el valor de decirlo.<br />
Quizás sea la carta del 7 de agosto de<br />
1932 donde mejor se describe el enamoramiento:<br />
como las cosas en el crepúsculo,<br />
dubitativas y oscilantes, desprendiéndose<br />
de la dura realidad diurna, la pareja,<br />
al reconocerse, adentrada en el espacio de<br />
la noche, abandona la rigidez de los horarios<br />
y las normas, y se adentra en una<br />
realidad otra: “Los deberes del día, los<br />
nombres, los quehaceres, todo quedaba<br />
atrás, borrado, perdido como las líneas de<br />
la montaña, en la gran vaguedad nocturna<br />
ya no tenían esos dos seres nombres ni<br />
oficio, ni deberes, ni historia. Ya no estaban<br />
encerrados en sus límites infranqueables”.<br />
Unos días después (30 de agosto)<br />
vuelve a esta misma veta: “La vida es entonces<br />
forma del deseo. Suspensión de la<br />
ley del día, de las normas de la luz y las<br />
medidas”. Sin embargo, Katherine es para<br />
Salinas “La esencialmente relacionable. Tú<br />
me relacionas con todo”. En la tensión que<br />
expresan las líneas citadas creo que se<br />
comprende la naturaleza del enamoramiento:<br />
es el eje de la analogía, o la hace<br />
posible de manera extrema, y al mismo<br />
tiempo pone fuego a las premisas y construcciones<br />
sociales, toda esa maquinaria<br />
que arrastra la luz del día. Katherine es<br />
para Pedro Salinas una luz nocturna, un<br />
ser único que se le ha revelado a él y que<br />
lo transforma, pero sólo en ese lado de la<br />
realidad. Katherine es un ser excepcional<br />
sólo visible por Salinas, y es la musa que<br />
hace posible su poesía, y así lo reitera cuando<br />
se refiere a poemas de esa época como<br />
de un producto de ambos (“me los manda,<br />
me los ordena una fuerza superior e<br />
irresistible, porque vienen de mi Katherine,<br />
son de ella y para ella”). Sin embargo,<br />
debido a su matrimonio (con hijos), Salinas<br />
no pone en juego su situación familiar y,<br />
a pesar de que Katherine, en un primer<br />
momento, desearía casarse con él, Salinas<br />
apuesta por vivir su amor como una realidad<br />
nocturna, mientras que su vida como<br />
marido, padre y catedrático formará<br />
parte del orden de la luz diurna, de lo que<br />
todos ven (“¡Si supieran mis compañeros<br />
de excursión que el Prof. Salinas está ahora<br />
escribiendo una carta como ésta!”). Que<br />
no se entienda que juzgo la elección de<br />
Salinas, sólo trato, en el espacio de esta nota,<br />
de comprenderla. Pero esta división,<br />
en la que el profesor, marido y padre de<br />
familia Pedro Salinas mantiene separado<br />
el orden de la realidad cotidiana y de los<br />
82 : <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> Julio 2002
afectos controlables, del mundo de la pasión<br />
única, cuya realidad está más allá de<br />
lo deficitario y relativo, supone para el poeta<br />
una vivencia compleja que la define el<br />
verso de P. B. Shelley, perteneciente a su<br />
obra Epipsychidion, y que puso como epígrafe<br />
a La voz a ti debida: “Thou Wonder,<br />
and thou Beauty, and thou Terror!” Un<br />
mismo rostro se revela asombroso, bello y<br />
terrible. De la lectura de las cartas creo que<br />
se puede deducir que Salinas trató de<br />
mantener al terror dentro de la belleza y<br />
del asombro, es decir, en el cielo platónico<br />
de lo inmóvil. No está de más señalar,<br />
siquiera sea de pasada, que la rebeldía (tan<br />
presente en Cernuda y la exaltación del<br />
amor entre los surrealistas) no aparece en<br />
esta experiencia amorosa. Se trata de una<br />
transformación que opera en la intimidad,<br />
pero que no quiere tocar la estructura social<br />
de su vida.<br />
Que Salinas estuvo plenamente enamorado<br />
de Whitmore es indudable. Una<br />
frase expresa, admirablemente, esta pasión:<br />
“Tú eres lo que me está pasando siempre”<br />
(28 de febrero de 1933). También<br />
pone en duda la sinceridad de Salinas para<br />
con su familia, rastreable comparando<br />
las cartas a su amante y las que escribe a<br />
su mujer en las mismas fechas. En la misma<br />
carta citada queda claro, al menos para<br />
ese momento: “Me sirve muy bien<br />
para disimular, sobre todo con la familia<br />
y los íntimos, mi trabajo, mis muchos<br />
quehaceres”. La pasión de Salinas opera<br />
haciendo desaparecer toda actividad: intelectual,<br />
política, cotidiana, en beneficio<br />
de la relación amorosa, que se produce<br />
sobre todo, como señala acertadamente<br />
Bou, en la correspondencia epistolar misma.<br />
Esa ausencia de noticia temporal –por<br />
emplear una expresión cara a Antonio<br />
Machado– es claustrofóbica. De alguna<br />
carta se deduce que Katherine le pide que<br />
le hable de lo que hace, de su familia, de<br />
lo que lee, en definitiva, de lo de afuera,<br />
como al parecer ella misma hace en sus<br />
cartas; pero Salinas ha separado su enamoramiento<br />
del mundo de los otros,<br />
tanto que apenas es un guiño, una señal<br />
suscitada por esto o lo otro pero sólo para<br />
abstraerse inmediatamente y pasar a<br />
vivir en ese tiempo sin tiempo, en esa realidad<br />
sostenida “en vilo”, como dice el<br />
propio Salinas. Es curioso que una persona<br />
tan observadora, con una curiosidad<br />
tan minuciosa, como pone de manifiesto<br />
el resto de su correspondencia, disipe todo<br />
ese mundo de cosas y relaciones en una<br />
realidad unitiva.<br />
Pero es necesario que nos remitamos a<br />
esas pocas páginas que Katherine Whitmore<br />
dejó a la Houghton Library de la<br />
Universidad de Harvard. Se trata de un<br />
texto algo confuso pero revelador, escrito<br />
en el año 1979 (a los ochenta de la autora).<br />
En él, para lo que interesa a la línea de este<br />
artículo, Katherine confiesa su enamoramiento<br />
inicial, pero, sin darle del todo<br />
la razón a Leo Spitzer y a Ángel del Río,<br />
no se reconoce en los momentos “sumamente<br />
pasionales” de La voz a ti debida porque<br />
“implican una experiencia que no<br />
conocimos”. No aclara si no la conocieron<br />
nunca o en ese periodo (unas líneas<br />
más adelante confiesa, sin embargo, que<br />
en el verano de 1933 “todavía estábamos<br />
enamoradísimos”), aunque si aceptamos<br />
que sabía bien lo que escribía y que está<br />
bien traducido, el verbo es claro: no dice<br />
no conocíamos (entonces), sino “no conocimos”<br />
(nunca). Pero es evidente que el<br />
amor no tuvo la misma dimensión para<br />
ambos y que la hispanista norteamericana<br />
se vio arrastrada, sobre todo a partir de<br />
1934, por la pasión del poeta. “Mi querido<br />
Pedro, con su amor y su nostalgia,<br />
inventó verdaderamente su infinito”, afirma.<br />
Con el intento de suicidio de su<br />
mujer, Katherine comprende que la relación<br />
ha llegado a su fin, pero “Él no veía<br />
en ello ningún motivo para separarnos [...].<br />
Parecía no ver conflicto alguno entre su<br />
relación conmigo y con su familia”. Aunque<br />
no creo que sea una explicación, sí es<br />
un punto de vista: es posible interpretar<br />
la relación con Margarita, su mujer, como<br />
una relación filio-materna, mientras que<br />
Katherine es verdaderamente la amante,<br />
y por lo tanto no debe haber conflicto entre<br />
ambas. Continuando con el relato de<br />
la amante, para ella la “ruptura fue definitiva<br />
cuando, en junio [1937] me marché<br />
de Nueva Inglaterra”. En 1939 se casa con<br />
Brewer Whitmore (“lo que hice rebosante<br />
de felicidad”), del que toma el apellido<br />
(de nacimiento se llamaba Reding). Don<br />
Pedro sigue escribiéndole hasta que en<br />
1943, a la muerte de Brewer, deja de hacerlo.<br />
Salinas vive en Puerto Rico y, al<br />
parecer, adujo que la censura de la época<br />
abría las cartas. “Las pocas veces que vi a<br />
Pedro desde su regreso de Puerto Rico, me<br />
pareció un extraño”, recuerda Whitmore.<br />
En 1951 fue el último encuentro, en<br />
Northampton, adonde había ido Salinas<br />
a dar una conferencia. Pudieron hablar<br />
“unos minutos”. Salinas no había aceptado<br />
ni entendido nunca que ella rompiera<br />
su relación. “‘¿No entiendes por qué tuvo<br />
que ser así?’ Me miró con tristeza y<br />
contestó: ‘No, la verdad es que no. Otra<br />
mujer, en tu lugar, se habría considerado<br />
muy afortunada’”. Creo que no es difícil<br />
aceptar que Salinas era ahora el profesor,<br />
con conciencia de su propia obra como<br />
poeta, y que había dejado de ser esa figura<br />
entusiasmada y fulgurante creada por el<br />
deseo que testimonia esta correspondencia.<br />
En 1951 ambos vieron a dos personas<br />
que se podían confundir en la muchedumbre:<br />
devastadas por la realidad. ~<br />
– Juan Malpartida<br />
NOVELA<br />
CRIMEN Y<br />
CASTIGO Y ROCK<br />
AND ROLL<br />
Jonathan Franzen, Las correcciones, traducción de<br />
Ramón Buenaventura, Seix Barral, Barcelona,<br />
2002, 736 pp.<br />
Es imposible leer de forma inocente Las<br />
correcciones de Jonathan Franzen, a no<br />
ser que hayas pasado los últimos meses<br />
concursando en la casa de Gran Hermano.<br />
El éxito en Estados Unidos (un millón de<br />
Julio 2002 <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> : 83
LiBROS<br />
ejemplares vendidos, el National Book<br />
Award) y los elogios de Don DeLillo y de<br />
David Foster Wallace han llegado de una<br />
manera que no se puede llamar eco. Foster<br />
Wallace ha escrito que Las correcciones<br />
es una novela “divertida y profundamente<br />
triste”. Don DeLillo ha escrito que es<br />
“una poderosa novela”. Se ha comparado<br />
a los Lambert, la familia protagonista,<br />
con los Buddenbrook de Thomas<br />
Mann y los Wapshot de John Cheever; se<br />
ha comparado la novela con Ruido blanco<br />
de Don DeLillo y las ficciones de John<br />
Updike. Jonathan Franzen ha dicho que<br />
quería escribir una novela en la tradición<br />
decimonónica, Balzac o Dickens, que le<br />
gustaría parecerse a Proust, a Kafka, a<br />
Faulkner y a Conrad, que su deseo era escribir<br />
una novela rusa (y Dostoyevski es<br />
más que una referencia recurrente).<br />
Quizá se hayan dado todas las respuestas<br />
a Las correcciones y ya sólo quede plantearse<br />
las preguntas. ¿Es posible que en<br />
la narrativa norteamericana solamente<br />
pueda haber ficción de lobos solitarios,<br />
de héroes y antihéroes, y ficción de familia,<br />
sobre el american way of life y la América<br />
destrozada? La novela de Franzen<br />
quiere ser al mismo tiempo ficción de<br />
héroes (realmente sus capítulos funcionan<br />
como retratos autónomos) y ficción de familia<br />
(como un larguísimo capítulo de<br />
una comedia de situación: un episodio<br />
de Enredo, por ejemplo, pero sin la chispa<br />
de Billy Cristal).<br />
¿Hay tantos profesores universitarios<br />
en el mundo con problemas? En Las correcciones<br />
es Chip, uno de los hijos de los<br />
Lambert, un profesor al que se le acusa<br />
y expulsa de su universidad por acoso<br />
sexual a una alumna, como le sucedía a<br />
David Lurie, protagonista de Desgracia<br />
(Mondadori) de J. M. Coetzee (aunque en<br />
la novela del americano la expulsión forma<br />
parte de una farsa sexual de campus y<br />
en la novela del sudafricano es el origen<br />
de una verdadera tragedia). A la lista de<br />
profesores universitarios en apuros se pueden<br />
incorporar Malik Solanka, el protagonista<br />
de Furia (Areté) de Salman Rushdie,<br />
y Coleman Silk, el protagonista de La<br />
mancha humana(Alfaguara) de Philip Roth.<br />
(Incluso los exitosos ensayos de Harold<br />
Bloom tienen como protagonistas a profesores<br />
universitarios, a su juicio maniatados<br />
por lo políticamente correcto.) ¿Qué<br />
resumen del mundo se encierra en el comportamiento<br />
de los profesores universitarios,<br />
de la comunidad universitaria?<br />
¿Por qué la enfermedad se enseñorea<br />
de las novelas de los últimos narradores<br />
norteamericanos? En Las correcciones es el<br />
Parkinson que sufre Alfred, el padre de la<br />
familia Lambert, y que le destroza por<br />
completo. Y también el permanente cuestionamiento<br />
de su salud mental que lleva<br />
a cabo Gary, el hijo banquero de los Lambert<br />
y el personaje más interesante de la<br />
novela. Es el síndrome de Tourette en<br />
Huérfanos de Brooklyn (Mondadori) de Jonathan<br />
Lethem o las patologías sexuales,<br />
y un catálogo completo de otras enfermedades,<br />
en Asfixia (Mondadori) de Chuck<br />
Palahniuk, quien ya había recurrido a mostrar<br />
pacientes bajo terapia en El club de la<br />
lucha (Muchnik). Quizá fueran pioneros<br />
David Leavitt, con el sida, y Bret Easton<br />
Ellis, con la esquizofrenia. Puede que la<br />
enfermedad en las novelas de los narradores<br />
jóvenes americanos sea como la “letra<br />
escarlata”: referencia a un mal social extendido<br />
pero que no se puede nombrar.<br />
¿Por qué la ficción norteamericana es<br />
tan fácilmente comparable con las series<br />
de televisión? A esta pregunta ha respondido<br />
con mucho talento David Foster<br />
Wallace en “E unibus pluram: televisión<br />
y narrativa americana” (incluido en Algo<br />
supuestamente divertido que nunca volveré a<br />
hacer, Mondadori). Dice Foster Wallace:<br />
“a) todos reconocemos esas referencias, y<br />
b) todos nos sentimos un poco incómodos<br />
por reconocer esas referencias”. Quizá por<br />
eso, al leer Las correcciones se recuerda más<br />
Vacaciones en el mar (que ahora se puede ver<br />
de madrugada en TVE, en su adaptación<br />
años 90) que El corazón de las tinieblas de<br />
Conrad; se recuerda más Matrimonio con<br />
hijos que La comedia humana de Balzac; se<br />
recuerdan más todos los episodios navideños<br />
de todas las series de televisión, desde<br />
Urgencias hasta Los Simpson, que Canción<br />
de Navidad de Dickens, con la que tal vez<br />
comparte más de un vínculo...<br />
También ha escrito David Foster Wallace:<br />
“los próximos ‘rebeldes’ literarios<br />
verdaderos de EE.UU. [quizá sean aquellos<br />
que se atrevan a tratar] los viejos problemas<br />
y emociones pasados de moda de<br />
la vida americana con reverencia y convicción”.<br />
Puede que Jonathan Franzen,<br />
que en buena medida ha renunciado a sus<br />
dos novelas anteriores, escritas según un<br />
modelo posmodernista, sea uno de esos<br />
“rebeldes”. Pero, incluso si aceptamos ese<br />
punto de vista rebelde, ¿no son más interesantes<br />
las ficciones de John Updike o<br />
Philip Roth?<br />
Quizá para abordar Las correcciones sólo<br />
sean pertinentes las preguntas, porque<br />
la clave no tan oculta de la novela gira en<br />
torno a “la pregunta importante”, la que<br />
debe enunciar Alfred Lambert y debe ser<br />
respondida por sus hijos, por Gary y Denise,<br />
la hija secuestrada por el Amor, y<br />
que a lo mejor Chip, el intelectual, sabrá<br />
contestar. Pero no hay respuestas porque<br />
no hay pregunta: la amnesia de Alfred impide<br />
su formulación.<br />
Jonathan Franzen escribe: “Y la pregunta<br />
era. La pregunta era:”, y lo que sigue<br />
es un espacio en blanco. ~<br />
– Félix Romeo<br />
CLÁSICOS<br />
UN ESPEJO CURVO<br />
Ramón del Valle-Inclán, Obra completa en dos volúmenes:<br />
I. Prosa, II. Teatro, Poesía, Varia, Espasa, Colección<br />
Clásicos Castellanos, Madrid, 2002, 1.990<br />
y 2.549 pp.<br />
En muchos terrenos seguimos los españoles<br />
siendo una calamidad. En el de<br />
la edición de libros, por ejemplo. Más de<br />
sesenta mil títulos anuales, que ya son títulos,<br />
y no sólo de los cuatro o cinco imprescindibles<br />
de los siglos áureos no tenemos<br />
ediciones definitivas; tampoco los escrito-<br />
84 : <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> Julio 2002
es canónicos de la modernidad tienen una<br />
obras completas, limpias, modestas y editadas<br />
con gusto. Valle-Inclán se incorpora<br />
ahora a las pocas excepciones a la regla.<br />
Y eso es digno de loa y celebración.<br />
En vida del autor y en tomos floreados<br />
no menos que gratos y sin excesos,<br />
se reunió lo más que se pudo. Tras su<br />
muerte y fatalmente incompletas, se intentaron<br />
en varias ocasiones unas en dos<br />
tomos, papel fino, piel roja y oros en los<br />
lomos. Se trata de la mítica, carísima o<br />
inencontrable Edición Plenitud, última<br />
tirada en 1952. Luego, parece que por graves<br />
desavenencias entre herederos, fue<br />
imposible un agavillamiento parecido,<br />
aunque en tomos sueltos se hallaba y se<br />
halla prácticamente todo en el mercado.<br />
Ahora, un nieto del maestro gallego, Joaquín<br />
del Valle-Inclán, que por modestia<br />
u otras causas no figura –como debiera–<br />
en las portadas, ha reunido la obra del<br />
abuelo, ha agregado una abultada “Varia”<br />
de textos recuperados en publicaciones<br />
periódicas, del mayor interés y desde la<br />
adolescencia del genial gallego, y, para rematar<br />
la faena y el regalo, ha confeccionado<br />
un glosario de más de seiscientas<br />
páginas en letra menuda, donde el curioso,<br />
sin que vea interrumpida la lectura del<br />
texto, tiene todos los vocablos o secuencias<br />
que requieren explicación o mayores<br />
claridades. No es, por lo dicho, nada extraño<br />
que a poco más de un mes de su<br />
aparición en librerías los dos suculentos<br />
tomazos hayan tenido tres ediciones y las<br />
que, sin duda, vendrán.<br />
Los datos cantan: en los manuales que<br />
casi sólo consultan alumnos universitarios<br />
de filología, profesores e hispanistas<br />
está el cómputo de las publicaciones que,<br />
sobre Valle, han ido apareciendo en los<br />
últimos treinta años: nadie de su generación,<br />
ni siquiera don Antonio Machado,<br />
le supera en interés cuantitativo y cualitativo<br />
en cuanto a estudios, académicos o<br />
no. Por otro lado, con Lorca es el dramaturgo<br />
nuestro contemporáneo más representado<br />
en el mundo y en multitud de<br />
idiomas. Tal indetenible atención y curiosidad<br />
sí que está diciendo algo: la universalidad,<br />
la viveza, la actualidad del<br />
legado valleinclanesco.<br />
Sabido es que el maestro siguió una<br />
trayectoria exactamente contraria a sus<br />
grandes coetáneos del 98, en lo que al plano<br />
ideológico y ético se refiere. Unamuno,<br />
Baroja, Maeztu y Azorín, desde una<br />
juventud progresista, en distintos registros<br />
y con variable duración temporal y<br />
tipo de compromiso personal, acabaron<br />
en un fatalismo conservador o religioso<br />
resignados, que no evitó al final determinadas<br />
y penosas adhesiones franquistas<br />
de aquellos que sobrevivieron a la Guerra<br />
Civil. Naturalmente ese reaccionarismo<br />
o esencialismo escapista no dice lo<br />
más mínimo respecto a la calidad estética<br />
o de escritura, e incluso al interés actual<br />
de la obra de todos los citados, que<br />
para mí sigue siendo altísima, con la excepción,<br />
quizás, de Maeztu. En cambio,<br />
las trayectorias de Antonio Machado y<br />
Valle fueron las más coherentes, en opinión<br />
de muchos, en la gravísima coyuntura<br />
de la República y la Guerra Civil,<br />
desde un horizonte de solidaridad con un<br />
pueblo, primero ilusionado y enseguida<br />
agredido por el fascismo internacional y<br />
dejado a su suerte por las democracias hipócritas<br />
y cobardes del momento, Gran<br />
Bretaña muy en primer lugar. Naturalmente<br />
ese compromiso, que en el gallego<br />
sólo pudo ser republicano, pues moriría<br />
al comenzar 1936, se vio afeado por alguna<br />
incoherencia, en el caso de Valle.<br />
No en vano éste había sido legitimista y<br />
carlista en su juventud, hasta que su experiencia<br />
“de visu” en los campos de batalla<br />
de la Primera Guerra Mundial lo<br />
convirtió a cierta aliadofilia de aliento<br />
democrático, y sus visitas y atención al<br />
sórdido panorama del México posrevolucionario<br />
con un gobierno demagógico,<br />
falaz y de partido único hasta ayer mismo,<br />
le fueron inclinando a una suerte de<br />
anarquismo muy personal y, desde luego,<br />
sin partido. Fue tal su radicalización<br />
que, en 1935, los intelectuales de izquierda<br />
del mundo que promovieron el célebre<br />
Congreso Antifascista de aquel año<br />
en París lo propusieron como presidente<br />
del mismo. Don Ramón, ya muy tocado<br />
de su vieja dolencia maligna en la<br />
vejiga, no pudo aceptar. Por lo que toca<br />
a la incoherencia a que se hace referencia<br />
más arriba, raro lunar en esa vida de<br />
creciente lucidez, es preciso decir que tuvo<br />
que ver con algún elogio insensato, en<br />
entrevistas, a la Italia de Mussolini, cuya<br />
estética neoimperial, bastante de cartón<br />
piedra por cierto, todavía no pillaba<br />
muy curado al Valle tradicionalista o requeté,<br />
también por pura estética, en la<br />
primera década del siglo XX. Con Elias<br />
Canetti diríamos, para este caso y tropiezo,<br />
para cualquier otro, que a la estética<br />
menester será atarla muy, pero que muy<br />
corto y mirarle los dientes como a burro<br />
en antigua feria de ganado. ~<br />
– Antonio Martínez Sarrión<br />
Julio 2002 <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> : 85