EL MISTERIO DE MURANO - Prisa Ediciones
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CAPÍTULO<br />
1<br />
El cuaderno<br />
M<br />
ientras Corradino Manin contemplaba las luces<br />
de San Marcos por última vez, Venecia, vista<br />
desde la laguna, se le antojó como una constelación dorada<br />
en medio del anochecer de terciopelo, de aquel ocaso de un azul<br />
profundo. ¿Cuántos de aquellos cristales, que adornaban su<br />
ciudad como costosas gemas, había fabricado con sus propias<br />
manos? Ahora eran estrellas que lo guiaban hacia el final del<br />
viaje de su vida. Lo llevaban, por fin, hasta su hogar.<br />
Por una vez, mientras la barca se adentraba en San Zacarías,<br />
no pensó en cómo plasmaría aquel paisaje fascinante en<br />
vidrio y láminas de oro creadas en sus queridos hornos. Esta<br />
vez el corazón le decía que nunca más volvería a ver aquel amado<br />
panorama. Se paró en la proa del bote, junto al mascarón<br />
salpicado de agua salada, y miró a la izquierda, hacia Santa<br />
Maria della Salute, esforzándose por ver la enorme cúpula<br />
blanca que aparecía, flamante, en medio de la oscuridad. Los<br />
cimientos de la gran iglesia se pusieron en 1631, el año de nacimiento<br />
de Corradino, para dar gracias a la Virgen por haber<br />
librado a la ciudad de la plaga. Su niñez y edad adulta fueron<br />
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<strong>EL</strong> <strong>MISTERIO</strong> <strong>DE</strong> <strong>MURANO</strong><br />
a la par de la construcción del edificio. Ahora estaba terminada.<br />
Era 1681, el año de su muerte. Nunca la había visto en todo<br />
su esplendor a la luz del día, y nunca la vería. Mientras atravesaban<br />
el Gran Canal oyó a un barquero vocear con tono<br />
lúgubre, anunciándose para captar a posibles pasajeros. Su<br />
negra embarcación se asemejaba a una góndola funeraria.<br />
Corradino se estremeció.<br />
Pensó en quitarse la máscara blanca en cuanto pisara tierra,<br />
pues era un momento poético y requería subrayar con algún<br />
gesto grandioso su retorno a la Serenissima.<br />
«No, hay otra cosa que debo hacer antes de que me encuentren».<br />
Ciñó más la capa negra a sus hombros, para protegerse<br />
de la bruma nocturna, y cruzó la Piazzetta bajo la protección de<br />
su sombrero de tres picos y su máscara. El disfraz veneciano,<br />
uno de los habituales, negro de pies a cabeza a excepción de la<br />
máscara blanca, evitaría que le reconocieran y le permitiría ganar<br />
el tiempo necesario. La careta, una máscara espectral con<br />
forma de pala de sepulturero, tenía una nariz corta y una barbilla<br />
alargada que, al hablar, alterarían su voz, dándole un tono<br />
inquietante, muy distinto del habitual. No le sorprendía<br />
que la máscara, llamada bauta, debiera su nombre al «baubau»,<br />
la «bestia mala» que los padres invocaban para aterrorizar a<br />
sus hijos descarriados.<br />
Por hábito nacido de la superstición, Corradino pasó rápidamente<br />
entre las columnas de San Marcos y San Teodoro,<br />
que se erguían, blancas y simétricas, en la oscuridad. El santo<br />
y la quimera que las coronaban parecían perderse en la oscuridad.<br />
Se consideraba de mal agüero quedarse allí, pues era donde<br />
se ejecutaba a los criminales; arriba, colgados, o abajo, enterrados.<br />
Corradino hizo la señal de la cruz, se contuvo y sonrió.<br />
¿Qué podía sucederle que empeorase su suerte? Y, sin embargo,<br />
aligeró el paso.<br />
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MARINA<br />
FIORATO<br />
«Todavía hay una desgracia que podría sobrevenirme: que<br />
me impidiesen completar mi tarea final».<br />
Al entrar en la Piazza San Marco notó que todo lo que le<br />
resultaba familiar había adquirido una sombra maligna y amenazadora.<br />
Bajo la luna brillante, la sombra del campanario era<br />
como una navaja oscura que cortaba la plaza de lado a lado. Las<br />
palomas, preparándose para la noche, volaban sobre su cabeza<br />
como malévolos fantasmas. Regimientos de oscuros arcos tenían<br />
rodeada la plaza. ¿Quién acechaba entre las sombras? Las<br />
grandes puertas de la basílica estaban abiertas: Corradino vio<br />
el reflejo de las velas, procedente del dorado interior de la iglesia.<br />
Por un momento sintió consuelo. Era una isla de resplandor<br />
en aquel paisaje amenazante.<br />
«¿Estaré aún a tiempo de entrar en esta casa de Dios, entregarme<br />
a la misericordia de los sacerdotes y pedir asilo?».<br />
Pero quienes lo buscaban también pagaban al preciado<br />
santuario que alojaba los huesos del marchito santo de Venecia.<br />
Su dinero había revestido las paredes con los inestimables<br />
mosaicos centelleantes que ahora proyectaban la luz de las velas<br />
hacia la noche. Allí dentro no podía haber refugio para Corradino.<br />
Ni tampoco misericordia.<br />
Pasó deprisa junto a la basílica y bajo el arco de la Torre<br />
dell’Oroglio, permitiéndose una última mirada a la esfera del<br />
enorme reloj, donde aquella noche parecía que las fantásticas<br />
bestias del zodiaco giraban a un ritmo más solemne. Una danza<br />
de muerte. A partir de ese momento, Corradino no volvió<br />
a torturarse con últimas miradas ni silenciosas despedidas. Decidido,<br />
fijó los ojos en el pavimento y no vio más que sus pies.<br />
Pero ni siquiera tal actitud le produjo alivio. Pensaba en su<br />
destino, recordaba con dolor la hermosa cristalería que había<br />
fabricado durante tantos años, fundiendo trocitos calientes de<br />
vidrio irregular, de todas las formas y todos los colores, antes<br />
de soplar y transformar el conjunto informe en un maravillo-<br />
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<strong>EL</strong> <strong>MISTERIO</strong> <strong>DE</strong> <strong>MURANO</strong><br />
so y delicado recipiente, colorido como el ala de una mariposa.<br />
O en espejos cuya calidad nadie había logrado igualar.<br />
«Sé que nunca más volveré a tocar el vidrio».<br />
Cuando entró en la Merceria dell’Oroglio vio que los comerciantes<br />
del mercado guardaban sus artículos. Llegada la<br />
noche, cerraban. Corradino pasó junto al vendedor de cristal,<br />
que ordenaba sus mercancías en el puesto con tanta delicadeza<br />
como si fueran joyas. En su imaginación, las copas y las baratijas<br />
comenzaban a adquirir un brillo sonrosado, y sus formas<br />
cambiaban poco a poco... casi era capaz de sentir otra vez<br />
el calor del horno y oler el azufre y la sílice. Desde su niñez,<br />
esas imágenes y esos olores le infundían tranquilidad. Ahora<br />
el recuerdo parecía una premonición del infierno. Pues ¿no<br />
era al infierno donde iban los traidores? El florentino Dante<br />
fue muy claro al respecto. ¿Corradino, igual que Bruto, Casio<br />
y Judas, sería devorado por Lucifer y las lágrimas del demonio<br />
se mezclarían con su sangre mientras éste lo abría de<br />
par en par? O quizá, como los traidores que habían engañado<br />
a sus familias, quedaría sepultado por toda la eternidad<br />
en «(...) un lago che per gelo avea di vetro e non d’acqua sembiante»<br />
(un lago que, congelado al instante, había perdido el<br />
aspecto del agua y parecía de cristal). Corradino recordó las<br />
palabras del poeta y casi sonrió. Sí, sería un castigo adecuado.<br />
Si el vidrio había sido todo en su vida, ¿por qué no iba a presidir<br />
también su muerte?<br />
«Antes debo hacer esto último, debo buscar la redención».<br />
Con renovada prisa volvió sobre sus pasos y, tal como<br />
había planeado, atravesó los angostos puentes y sinuosos callejones<br />
y calles que conducían de regreso a la Riva degli<br />
Schiavoni. Aquí y allá había altares colocados en rincones de<br />
las casas, con llamas que ardían e iluminaban el rostro de la<br />
Virgen.<br />
«No me atrevo a mirarla a los ojos, todavía no».<br />
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MARINA<br />
FIORATO<br />
Por fin aparecieron las luces del orfanato, el Ospedale della<br />
Pietà, y cuando vio la cálida luz de las velas también pudo<br />
escuchar la música de las violas.<br />
«Tal vez sea ella quien toca. Desearía que así fuese, pero<br />
nunca lo sabré».<br />
Pasó junto al enrejado, sin mirar al interior, y llamó a la<br />
puerta. Cuando la criada se asomó con una vela, no esperó a<br />
que ésta preguntara y susurró «padre Tommaso, subito». Corradino<br />
conocía a la criada, una mujer hosca y taciturna a quien<br />
le gustaba poner dificultades siempre, pero esta noche su voz<br />
transmitió tanta urgencia que incluso ella reaccionó de inmediato,<br />
y no tardó en llegar el cura.<br />
—Signore?<br />
Corradino abrió su capa y buscó una talega de piel, llena<br />
de oro francés. En aquella bolsa había guardado el cuaderno,<br />
en el que daba las explicaciones necesarias, para que ella supiera<br />
cómo había sido su final y así quizá algún día lo perdonase. Miró<br />
rápidamente hacia el oscuro callejón; no, nadie podría haberse<br />
acercado lo suficiente para verlo.<br />
«No deben saber que ella tiene el cuaderno».<br />
Procuró hablar en voz tan baja que sólo el cura pudiera<br />
oírlo.<br />
—Padre, le entrego este dinero para el cuidado de los huérfanos<br />
de la Pietà. —La máscara alteró, en efecto, la voz de Corradino,<br />
tal como era su intención. El sacerdote hizo ademán<br />
de coger la bolsa y dar las gracias, como de costumbre, pero<br />
Corradino la sujetó hasta que el padre se vio obligado a mirarlo<br />
a los ojos. El padre Tommaso era el único que debía reconocerlo—.<br />
Para los huérfanos —repitió Corradino, con énfasis.<br />
Por fin, tras unos instantes de duda, el sacerdote se dio<br />
cuenta de quién era. Cogió la mano que sostenía la talega, le<br />
dio la vuelta y miró atentamente las yemas de los dedos: lisas,<br />
sin huellas. Iba a saludarle, pero los ojos que se veían detrás de<br />
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<strong>EL</strong> <strong>MISTERIO</strong> <strong>DE</strong> <strong>MURANO</strong><br />
la máscara lanzaron un destello de advertencia. El sacerdote<br />
cambió de parecer. Se limitó a responder con un murmullo.<br />
—Me encargaré de que lo reciban. —Y luego le despidió<br />
con tono cómplice, intentando dejar claro que le había<br />
reconocido—. Que Dios lo bendiga.<br />
Una mano caliente y otra fría se estrecharon por un instante,<br />
y luego la puerta se cerró.<br />
Corradino continuó caminando, sin saber adónde, hasta<br />
que estuvo lejos del orfanato.<br />
Después, por fin, se quitó la máscara.<br />
«¿Sigo caminando hasta que me encuentren? ¿Cómo será<br />
mi captura?».<br />
De repente supo adónde debía ir. La noche se hizo más<br />
oscura a medida que atravesaba la ciudad; los canales murmuraban<br />
su adiós, revueltos, con el oleaje salpicando las calles.<br />
Al cabo de un rato oyó, al fin, pasos detrás de él. Iban acompasados<br />
al ritmo de los suyos. Llegó a la calle della Morte y<br />
se detuvo. Los pasos también lo hicieron. Corradino se acercó<br />
al agua del canal y, sin darse la vuelta, habló.<br />
—¿Leonora estará a salvo?<br />
El silencio le pareció interminable. Finalmente, una voz<br />
seca como el polvo respondió a su pregunta.<br />
—Sí. Tiene la palabra de los Diez.<br />
Corradino respiró con alivio y esperó el desenlace.<br />
Cuando el cuchillo penetró en su espalda, sintió el dolor<br />
apenas un momento después de que el reconocimiento de lo<br />
que le mataba le provocara una sonrisa. La sutileza, la claridad<br />
con que la hoja se deslizó entre sus costillas sólo podía significar<br />
una cosa. Comenzó a reír. He aquí la poesía, la ironía que<br />
había buscado en el muelle. Qué idiota romántico, que se consideraba<br />
un héroe en medio del drama y el patetismo de su<br />
sacrificio final. En todo momento fueron ellos quienes planearon<br />
y decidieron el acto final, con tanto sentido de lo teatral,<br />
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MARINA<br />
FIORATO<br />
de lo adecuado, como si fuera un divertido mutis de carnevale.<br />
Un adiós veneciano. Habían utilizado una daga de cristal,<br />
de vidrio de Murano.<br />
«Un objeto que muy probablemente yo mismo había fabricado».<br />
Su risa se hizo más fuerte con el último aliento. Sintió que<br />
el asesino retorcía la hoja en un movimiento final, con el objetivo<br />
de separarla del mango. Notó que la piel se cerraba inmediatamente<br />
detrás de la hoja sin dejar más que un inocente<br />
rasguño en el punto de entrada. Corradino cayó al agua y, justo<br />
antes de atravesar la superficie, vio sus propios ojos en el reflejo<br />
de ésta, por primera y última vez en su vida. Vio a un tonto<br />
riéndose de su propia muerte. Mientras se sumergía en las<br />
profundidades heladas, el agua se cerró tras su cuerpo sin dejar<br />
más que un inocente rasguño en el punto de entrada.<br />
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