La puerta de la fe - Editorial Sal Terrae

La puerta de la fe

Colección «EL POZO DE SIQUEM»
309

BRUNO FORTE
La puerta
de la fe
Sal Terrae
SANTANDER – 2012

Título del original italiano:
La porta della fede.
Sul Mistero cristiano
© 2012 by EDIZIONI SAN PAOLO, s.r.l.
Cinisello Balsamo (Milano)
www.edizionisanpaolo.it
Traducción:
José Pérez Escobar
© 2012 by Editorial Sal Terrae
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria)
Tfno.: 942 369 198 / Fax: 942 369 201
salterrae@salterrae.es / www.salterrae.es
Imprimatur:
X Vicente Jiménez Zamora
Obispo de Santander
20-09-2012
Diseño de cubierta:
María Pérez-Aguilera
www.mariaperezaguilera.es
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
almacenada o transmitida, total o parcialmente,
por cualquier medio o procedimiento técnico
sin permiso expreso del editor.
Impreso en España. Printed in Spain
ISBN: 978-84-293-2034-3
Depósito Legal: SA-621-2012
Impresión y encuadernación:
Grafo, S.A. – Basauri (Vizcaya)
www.grafo.es

Índice
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
1. EL MISTERIO PROFESADO
EL SÍMBOLO APOSTÓLICO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
2. EL MISTERIO CELEBRADO
LA PALABRA DE DIOS Y LOS SACRAMENTOS . . . . . . 31
a) La Palabra de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
b) Los sacramentos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37
3. EL MISTERIO VIVIDO
LOS MANDAMIENTOS Y LAS BIENAVENTURANZAS . . . 57
a) Los mandamientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
b) Las bienaventuranzas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
4. EL MISTERIO ORADO
PADRENUESTRO, AVEMARÍA, GLORIA . . . . . . . . . . . 87
a) Padrenuestro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 88
b) Avemaría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99
c) Gloria al Padre... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
Propuesta para el uso pastoral de este texto . . . . . . . 124
ÍNDICE 7

Introducción
Esta es nuestra fe.
Esta es la fe de la Iglesia,
que, juntos, nos gloriamos de profesar
en Cristo Jesús, Señor nuestro
(de la liturgia).
EL «año de la fe» ha sido convocado por Benedicto XVI
para celebrar el quincuagésimo aniversario de la apertura
del Concilio Vaticano II (1962-2012), con el propósito explícito
de recordar la centralidad y la belleza de la fe cristiana
en una perspectiva misionera, es decir, con el deseo
de proponerla a todos como fuente de vida plena y verdadera.
En esta perspectiva se sitúa este libro, que expone la
fe de la Iglesia de manera sencilla y esencial, en una forma
que favorezca la asimilación espiritual.
Según una amplia y consolidada tradición, la exposición
de la fe que debe creerse, vivirse y anunciarse, se articula
en torno a cuatro pilares: el Credo bautismal (el
Símbolo); los siete sacramentos; la vida vivida en obediencia
a Dios (los mandamientos) y la oración (el Padrenuestro)
(cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 13).
La razón de esta articulación se explica fácilmente: el
«misterio cristiano», es decir, el plan divino de salvación
INTRODUCCIÓN 9

evelado progresivamente en la historia hasta la plenitud
del don ofrecido en Jesucristo, se hace presente en la Palabra
de Dios proclamada y en los sacramentos de la Iglesia,
para ser vivido y testimoniado en la existencia redimida.
Además, se invoca incesantemente su cumplimiento
pleno en la oración.
El único «misterio cristiano» debe ser, por consiguiente,
presentado en sus cuatro aspectos, es decir, en
cuanto proclamado, celebrado, vivido y orado. Esto es lo
que he tratado de hacer en las reflexiones siguientes, formadas
por un comentario teológico-espiritual al Símbolo
apostólico (1), al don de la Palabra de Dios y de los sacramentos
(2), a los mandamientos y las bienaventuranzas
(3) y a las oraciones fundamentales del cristiano (4) 1 .
De lo anterior resulta una propuesta de vida en el Espíritu,
de aquella vida nueva transmitida, acogida y vivida
en la Iglesia del Señor, a la que nos introduce la puerta
de la fe (cf. Hch 14,27). Es cuanto quisiera ofrecer en
estas páginas, escritas para ser meditadas en la oración.
Que la gracia del Dios tres veces santo haga arder el corazón
de quien las haga suyas, para abrir cada vez más
nuestros ojos a la luz de la belleza que no conocerá ocaso
y que la fe en Cristo abre a nuestra sed.
X BRUNO FORTE
Solemnidad de Santa María, Madre de Dios
1 de enero de 2012
1. Estos comentarios nacieron como ayuda en el camino de la Scuola
della preghiera («Escuela de oración»), iniciada a partir de 2007 en
la archidiócesis de Chieti-Vasto y confiada a mi servicio episcopal.
10 LA PUERTA DE LA FE

1
EL MISTERIO PROFESADO
El Símbolo apostólico
1. El Símbolo apostólico o Credo de los apóstoles es llamado
así porque se considera una herencia preciosa dejada
a la Iglesia por los doce apóstoles, a fin de transmitir
la profesión de su fe a los futuros discípulos del Señor
Jesús. Una antiquísima leyenda cuenta que cada uno de
los apóstoles, reunidos tras la resurrección de Jesús en
Jerusalén para celebrar Pentecostés, antes de salir hacia
los diversos confines de la tierra, habría dictado un artículo
del Credo. En la variedad y en la concordia de sus
testimonios resplandecería, así, la unidad de la fe apostólica,
confiada a la Iglesia peregrina en el tiempo 1 Cualquiera
que sea su génesis, desde los tiempos más antiguos
de la cristiandad, el Símbolo apostólico es conside-
1. La referencia a este origen antiquísimo y solemne se encuentra en
los escritos de san AMBROSIO (Epistola 52,5; PL 16,1174 A) y de
RUFINO DE AQUILEYA (410: Expositio Symboli 2: CCL 20,134-135).
La leyenda se recuerda también en una homilía del PSEUDO-
AGUSTÍN del siglo VI (Sermo 240,1; PL 39,2189).
1. EL MISTERIO PROFESADO 11

ado la «regla de la fe, breve y grande» (san Agustín),
breve por el número de palabras y grande por el alcance
de las afirmaciones, capaces de evocar en unas pocas frases
la totalidad del misterio de nuestra salvación. El Símbolo
confiesa al Dios tres veces santo, narrando la historia
del Padre, Creador y Señor del cielo y de la tierra, la
del Hijo, que se encarnó, murió y resucitó por nosotros,
y la del Espíritu, que anima a la Iglesia y es el vínculo de
la comunión de los creyentes en el tiempo y para la eternidad.
Seguir el relato del Credo apostólico y pensar en
su significado para nuestra vida y para la historia del
mundo se convierte, entonces, en un itinerario de reflexión
y de oración capaz de conducirnos a las profundidades
divinas, donde nuestro corazón puede ser tocado y
transformado por el fuego vivificante del amor eterno.
Yo creo
2. Según una sugerente, aunque ficticia, etimología medieval,
«creer» derivaría de cor dare, dar el corazón, ponerlo
incondicionalmente en las manos de Otro: cree quien
se deja hacer prisionero del Dios invisible, quien acepta ser
poseído por él en la escucha obediente y en la docilidad
más profunda. La fe es rendición, entrega, abandono; no es
posesión, ni garantía, ni seguridad. Creer no es asentir a
una demostración clara y evidente o a un proyecto carente
de incógnitas y de conflictos: no se cree en algo que
pueda gestionarse para la seguridad personal y a medida
de cada uno. Creer es fiarse de Alguien, asentir a la llamada
del Extraño que invita, poner la propia vida en las
12 LA PUERTA DE LA FE

manos de Otro, para que sea él el único y verdadero Señor.
Por consiguiente, creer no es evitar el escándalo, huir
del riesgo, avanzar en la serena luminosidad del día: no
se cree a pesar del escándalo y del riesgo, sino precisamente
retado por ellos y en ellos; quien cree camina en la
noche, peregrino hacia la luz. «Creer significa estar al
borde del abismo oscuro y oír una Voz que grita: “¡Tírate!
¡Te tomaré en mis brazos!”» (S. Kierkegaard). Cree
no quien exige signos, sino quien ofrece signos de amor
al Amante invisible que llama. Cree quien confiesa el
amor de Dios a pesar de que ese amor no es evidente;
cree quien espera contra toda esperanza; cree quien acepta
crucificar sus expectativas en la cruz de Cristo y no a
Cristo en la cruz de las propias expectativas. Creer es perder
todo para volver a encontrarlo en un nivel nuevo y diverso:
quien cree no tiene respuestas preparadas, pero
puede vivir y contagiar la paz de saberse infinitamente
amado por Dios. Aceptar la invitación no es resolver todas
las preguntas oscuras, sino llevarlas a Otro, junto
con él y con cuantos creen en él. Por eso, en la tradición
del Oriente cristiano, la confesión de fe comienza con el
plural: «Creemos». La elección y el riesgo personal de
quien dice «creo» deben unirse siempre a la compañía
de la fe y del amor de la Iglesia, madre de los creyentes,
en un camino incesante de obediencia y de rendición al
Dios viviente. A él le gritamos: «Señor, yo creo. ¡Aumenta
mi fe!».
1. EL MISTERIO PROFESADO 13

En Dios
3. «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es
amor» (1 Jn 4,8). Estas palabras de la fe de la Iglesia naciente
muestran cómo creer en Dios no significa simplemente
pensar que existe, sino mucho más saber y confesar
que Dios es Amor. Esto quiere decir, ante todo, reconocer
que Dios no es soledad: Dios Amor es comunión de los
Tres, el Amante, el Amado y el Amor, recibido y dado, el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Creer en Dios Amor significa
creer que Dios es Trinidad, Uno en tres Personas, en
una comunión tan perfecta que los Tres son verdaderamente
Uno en el amor y, al mismo tiempo, en una riqueza
de relaciones tan reales que son verdaderamente Tres en el
dar y el recibir amor, en el encontrarse y en el abrirse al
amor. Creer en el Dios Amor significa estar seguros de que
nadie es un número ante el Eterno, que uno a uno somos
conocidos y amados con amor infinito por el Padre, fuente
de todo amor, por medio del Hijo, hecho hombre por
amor nuestro, en el Espíritu Santo, que hace presente la caridad
de Dios en nuestros corazones. La revelación de
Dios como amor se nos ha manifestado así: «Dios envió al
mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él.
En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo
como víctima de expiación por nuestros pecados» (1 Jn
4,9-10). Al pie de la cruz descubrimos que Dios es Amor,
con relación a nosotros y en sí mismo. La Trinidad es el
Evangelio de nuestra salvación, revelado en el silencio del
Viernes Santo y abierto a nuestro corazón en la luz y en la
alegría de la Pascua de Jesús.
14 LA PUERTA DE LA FE

Padre todopoderoso
4. En cuanto que es Amor, Dios es, ante todo, el Padre de
Jesús, Aquel que comenzó a amar desde siempre y ama
siempre, hasta el punto de no haber «perdonado a su Hijo»
(Rom 8,32), entregándolo a la muerte por nosotros.
El Padre es la fuente eterna del Amor, el principio sin
principio de la caridad, la gratuidad sin fin. Dios nunca
se cansará de amarnos, porque no nos ama por nuestros
méritos, sino por pura gracia: «Dios no nos ama porque
seamos buenos y bellos, sino que nos hace buenos y bellos
porque nos ama» (san Bernardo). El Padre celestial
comenzó a amar desde siempre y seguirá amándonos por
siempre: por amor nos ha creado; en el amor nos cuida;
por amor nos ha redimido; en el amor nos juzgará. Él es
el todopoderoso en el amor. Es él quien nos hace capaces
de amar: es él quien comienza en nosotros aquello que
nosotros no seríamos capaces de comenzar. Agustín escribe:
«No hay invitación más grande al amor que preceder
en el amor» (La catequesis de los principiantes 4,7).
Si amamos es porque hemos sido amados primero por
Aquel que es Padre-Madre en el amor. Por esta razón
«cuando ames no debes decir: “Tengo a Dios en el corazón”,
sino, más bien, “Estoy en el corazón de Dios”» (K.
Gibran). Dios nos ha amado primero y no se cansará nunca
de amarnos, porque es el Amor que comienza desde
siempre y no acabará jamás, el Amor siempre nuevo, joven,
eterno. La fe en Dios Padre es la única respuesta
creíble al interrogante del porqué el Todopoderoso sigue
confiando en los hombres a pesar del cúmulo de sus infidelidades,
y los hombres pueden seguir confiando en él,
1. EL MISTERIO PROFESADO 15

también en los tiempos de su silencio. Dios no es el espectador
impasible del sufrimiento humano, sino que es
y sigue siendo siempre el Dios cercano, que se hace prójimo
a la invocación de todo dolor para darle sentido y
consuelo, aun cuando –como le ocurrió al profeta Elías
en el monte– se presenta solo como «voz de un sutil silencio»
(1 Re 19,12).
Creador del cielo y de la tierra
5. Dios es quien ha creado de la nada el cielo y la tierra:
nada existía fuera de él para poder obligarle o condicionarle.
La creación es, por consiguiente, un acto de amor
gratuito, libre y generoso. La fe bíblica llegó a esta convicción
proyectando al comienzo de los seres la experiencia
de la salvación realizada por el Eterno en la historia:
partiendo del Dios salvador, la fe llegó al Dios
creador. El amor divino experimentado en el tiempo fue
entendido como la razón profunda de todo lo que existe:
de Dios es de donde procede «toda paternidad en el cielo
y en la tierra» (Ef 3,15). Posteriormente, la fe cristiana
interpretó la creación del cielo y de la tierra a la luz de
la relación entre el Padre y el Hijo: todo fue creado por
el Padre por medio de Cristo y con vistas a él (cf. Col
1,16). Y como el Hijo amado, «primogénito de toda criatura»
(Col 1,15), corresponde con el amor al amor recibido,
así, la vocación impresa en la creación es la vocación
al amor. A su vez, el Espíritu que une al Padre con
el Hijo en la eternidad del amor divino, une también a la
criatura con el Creador, asegurando la unidad de todo lo
16 LA PUERTA DE LA FE

creado con Dios y, por eso, la bondad original de todo
cuanto existe y, al mismo tiempo, garantizando la autonomía
de la criatura, su ser «otro» con respecto a Dios en
la libertad: «El Espíritu de Dios aleteaba por encima de
las aguas...» (Gn 1,2). Todo ha sido creado por el Padre
por medio del Hijo en el Espíritu Santo y todo, en el mismo
Espíritu, por medio del Hijo, está llamado a retornar
al Padre. La Trinidad es el origen y la patria de lo creado,
el «seno» adorable y trascendente de la creación, el
amor en el que todo existe y por el que todo está llamado
a actuar...
Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor
6. La fe cristiana reconoce en Jesús de Nazaret, ajusticiado
en el palo de la vergüenza, la cruz, al Hijo eterno, que
vino en la carne y se entregó a la muerte por obediencia
al plan del Padre, a fin de hacerse uno con nosotros y hacernos
partícipes de la vida divina. Si el Padre es el
Amante eterno, el Hijo es el Amado eterno, Aquel que,
desde siempre, se ha dejado amar: es la acogida eterna,
Aquel que, desde siempre, dice sí al Amor, la obediencia
en persona en las relaciones del amor divino. Esta obediencia
resplandece en el sí de Jesús a la voluntad del Padre:
«Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa,
pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt
26,39). Resucitado por el Padre, que así lo manifestó al
mundo como Señor y Cristo, Jesús es, inseparablemente,
verdadero hombre y verdadero Dios en la unidad de su
persona de Hijo, eternamente engendrado por el Padre.
1. EL MISTERIO PROFESADO 17

Su humanidad plena y verdadera no entra en competencia
con su divinidad; al contrario, es la revelación de esta.
Precisamente así, el Hijo encarnado es el fundamento
de la grandeza y de la esperanza de nuestra humanidad,
el «sí» dicho a la naturaleza humana. Por otra parte, si el
Nazareno hubiera sido solamente un hombre, no habría
podido salvarnos: solo si es el Hombre-Dios, se ha cumplido
en él el inaudito encuentro de la tierra y del cielo,
y se ha dado respuesta a la necesidad universal de salvación,
al tiempo que se nos ha ofrecido la certeza de la liberación
del mal y del pecado. En Jesús redentor tenemos
acceso a la historia divina del amor; pero esta posibilidad,
que es el núcleo de la buena noticia, no puede
imponerse a nadie, aunque sí se propone a todos. Creer
en Jesucristo, el Hijo único del Padre y Señor nuestro, es
elección de libertad que nos lleva al abismo de amor de
Dios Trinidad.
Que fue concebido por obra y gracia
del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen
7. La escena de la anunciación (Lc 1,26-38) presenta a
María, la madre de Jesús, como envuelta por el misterio
de Dios: formada por la gracia divina, a través de su «heme
aquí», ella acoge en sí al Hijo eterno, hecho carne por
obra del Espíritu Santo. La anunciación revela a la Trinidad
como seno adorable que envuelve a la Virgen, al mismo
tiempo que manifiesta en ella el seno humano que
acoge al Hijo de Dios. En cuanto Virgen, María está ante
la acción divina como receptividad pura, mujer de la
18 LA PUERTA DE LA FE

escucha humilde y creyente. En cuanto Madre del Verbo
encarnado, María se ofrece como fuente de amor que se
da: así la presenta la escena de la visitación a Isabel (Lc
1,39-56). En cuanto arca de la alianza nupcial entre el cielo
y la tierra, María aparece ante nosotros como la Esposa
en la que el Eterno se une a la historia y la colma de la sorprendente
novedad de su don. Mujer singular e irrepetible
en su peculiar feminidad, María es bienaventurada porque
«ha creído en el cumplimiento de las palabras del Señor»
(Lc 1,45), humilde y grande en su fe. «Bendita tú entre las
mujeres» (Lc 1,42), en su «sí» resplandece la dignidad de
la criatura, hecha capaz de asentir libremente al proyecto
del Eterno y de llegar a ser por ello, en cierto modo, colaboradora
de Dios. El Señor, que elige a María y recibe de
ella el asentimiento de la fe radicalmente abandonada en
él, no es el competidor del hombre, sino el Eterno que nos
ha creado sin nosotros y no nos salvará sin nosotros. María
nos llama a vivir la experiencia de Dios en lo profundo
de nuestro corazón, en la escucha y en la espera ante la
Presencia Divina: una experiencia que hizo de ella la Madre
de Dios y nos hace a nosotros plenamente humanos según
el designio del Altísimo...
Padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
fue crucificado, muerto y sepultado,
descendió a los infiernos
8. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
(Mc 15,34 = Mt 27,46). «Padre, en tus manos entrego mi
espíritu» (Lc 23,46). Las palabras de Jesús en la cruz nos
1. EL MISTERIO PROFESADO 19

invitan a acercarnos al misterio de su abandono en la cruz
vislumbrando en él la presencia atenta y partícipe del Padre
celestial, que no oscurece en modo alguno el carácter
concreto y trágico de aquel acontecimiento histórico, recordado
por la frase «padeció bajo el poder de Poncio Pilato».
En la cruz se encuentran el tiempo y la eternidad;
al Dios soberano le pregunta Jesús moribundo: «¿Por
qué?» (en griego: «¿A qué fin?»). La pregunta está cargada
del tormento que atraviesa todo sufrimiento, del dolor
de no comprender el sentido. Sin embargo, el Crucificado
responde al abandono doloroso con el ofrecimiento.
Las palabras transmitidas por Lucas dejan traslucir esta
otra dimensión del dolor del Hijo: Jesús se dirige a
Dios con el dulce nombre de «Padre»; el «por qué» se
transforma en el grito confiado «en Tus manos»; la experiencia
del abandono por parte de Dios Padre se hace
abandono de sí entre sus brazos. Jesús vive, en suma, su
dolor en profunda comunión con todos los crucificados
de la tierra y, al mismo tiempo, en oblación confiada al
Padre, por amor al mundo. Entregando el Espíritu al Padre
(cf. Jn 19,30), el Crucificado se solidariza con todos
los que por su propia culpa han estado privados del Espíritu
y han experimentado el exilio de la separación de
Dios. De este modo, el Hijo crucificado hace posible a
los pecadores la reconciliación con el Padre gracias al
don del Espíritu derramado sobre él en la Pascua y ofrecido
por el Resucitado a toda carne. En el abandono del
Hijo, el Eterno alcanza los abismos de la muerte y los absorbe:
el «descenso a los infiernos» del Amado es «anuncio
de salvación también a los espíritus que esperaban
20 LA PUERTA DE LA FE

encarcelados» (1 Pe 3,19), garantía de que él ha reconciliado
con el Padre el universo entero. La posibilidad de
salvación ofrecida a todos es el Evangelio liberador de la
cruz y de la resurrección de Cristo.
Al tercer día resucitó de entre los muertos,
subió a los cielos y está sentado
a la derecha de Dios, Padre todopoderoso.
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos
9. En la resurrección, el Padre da el Espíritu al Hijo, asumiendo
en él al mundo en la comunión divina. «Dios lo
ha resucitado» (Hch 2,24). Esta fórmula afirma que la resurrección
es acción poderosa del Padre, que «ha constituido
Señor y Cristo a ese Jesús a quien vosotros habéis
crucificado» (Hch 2,36). La resurrección es el gran «sí»
que Dios Padre dice a su Hijo y a nosotros en él; por eso,
la resurrección es el tema del anuncio y el fundamento de
la fe, capaz de dar sentido y esperanza a nuestras obras y
a los días. «Si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación
y vacía también vuestra fe» (1 Cor 15,14). «Cristo
ha resucitado» (cf. Mc 16,6; Mt 27,64; etc.): en él, que
resucita, la vida vence a la muerte; el abandonado, el
blasfemo y el subversivo es proclamado Señor de la vida,
que nos libera de la esclavitud del pecado, de la muerte y
de la Ley (cf. Rom 5,12–7,25). Su ascensión al cielo (cf.
Hch 1,6-11) es promesa de su retorno en la gloria y, al
mismo tiempo, certeza de que está siempre vivo intercediendo
por nosotros ante el Padre (cf. Heb 7,25). «A este
Jesús, Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros so-
1. EL MISTERIO PROFESADO 21

mos testigos. Así pues, exaltado por la diestra de Dios, ha
recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado»
(Hch 2,32s). Así es como tuvieron la experiencia
de la resurrección de Jesús los primeros cristianos: los
despavoridos fugitivos del Viernes Santo se convierten en
los valientes testigos de la Pascua, dispuestos a dar la vida
por amor a Aquel que, muerto, es confesado ahora por
ellos como el Viviente, Señor de la vida. El Resucitado
salió a su encuentro y cambió su existencia, que se abrió
a él en el riesgo de la fe y en el don del Espíritu. Tal es la
Pascua, también en el corazón de la Iglesia: no un recuerdo
muerto de un acontecimiento lejano, sino ofrecimiento
del encuentro con el Cristo que vive hoy, para hacer
nuevo el corazón de quien lo acoja con fe y sepa
arriesgarse por amor.
Creo en el Espíritu Santo
10. En el diálogo eterno del Padre y del Hijo, el Espíritu
es Aquel que une y libera al Amante y al Amado. El Espíritu
es el vínculo del Amor eterno, la paz y la unidad
del Amor divino. Por eso, cuando el Espíritu entra en nosotros
nos une interiormente a nosotros mismos y nos
une a Dios y a los demás. El Espíritu nos da el lenguaje
de la comunión, nos hace tejer pactos de paz, nos hace
capaces de unidad, porque es amor personal, vínculo de
la eterna caridad, dado por el Uno y recibido por el Otro.
El Espíritu es también, sin embargo, Aquel que «rompe»
el círculo del amor y hace «salir» a Dios de sí mismo: es
el don, el éxodo sin retorno del Amor, el «éxtasis» y la li-
22 LA PUERTA DE LA FE

ertad de la vida divina, que entra en el tiempo para realizar
la obra de Cristo, haciéndola presente en la variedad
de la historia humana. Es «el Espíritu de verdad», de la
fidelidad de Dios, es decir, que llega a las diversas situaciones
históricas para redimirlas en su amor transformador
y vivificador. En el Espíritu, Dios ama a los alejados,
a los últimos, a aquellos que nadie ama. Por eso, el Espíritu
es el «padre de los pobres» (tal como lo invoca el
Veni, Sancte Spiritus), de los que no tienen más esperanza
que la depositada en el amor sorprendente y creador
de Dios. Por lo tanto, el Espíritu es la alegría y la consolación
del corazón de quien cree, la certeza de la fidelidad
divina, la valentía para moverse hacia lo desconocido,
envuelta por la promesa de Dios. Y es él quien une a
los creyentes como principio profundo de la unidad de la
Iglesia: Espíritu de la comunión, une sin humillar lo diferente;
es más, suscita y nutre la maravillosa variedad de
los dones y de los servicios. Gracias a su acción, la comunión
eclesial, sacramento de salvación, es «icono de la
Trinidad», experiencia de vida y de paz en el amor del
Padre y del Hijo.
La santa Iglesia Católica
11. La Iglesia –pueblo de Dios peregrino en el tiempo–
no nace de una convergencia de intereses humanos o del
ímpetu de cualquier corazón generoso, sino que es don
que procede de lo alto, fruto de la iniciativa divina. Pensada
desde siempre en el plan del Padre, fue preparada
por él en la historia de la alianza con Israel para que, al
1. EL MISTERIO PROFESADO 23

cumplirse los tiempos, fuera instituida gracias a la misión
del Hijo y a la efusión del Espíritu Santo. Por consiguiente,
la Iglesia nace de la acogida y de la acción de
gracias en el marco de un estilo de vida contemplativo y
eucarístico. Al mismo tiempo, es la Madre que engendra
hijos para Dios y los atiende y acompaña en el camino de
la vida hacia las praderas de la belleza eterna. Mediante
el bautismo en el nombre de la Trinidad somos regenerados
por el Espíritu, unidos a Cristo y enriquecidos con
los dones (o «carismas») que el Padre ha preparado para
cada uno de nosotros: la variedad de estos dones se expresa
en la unidad de la Iglesia, fundada sobre el único
Espíritu y el único Señor, y vive en el diálogo de la caridad
y de la corresponsabilidad, a imagen del diálogo
eterno de la Trinidad. Toda Iglesia local se reúne en torno
al signo de Cristo Pastor, que es el obispo, y encuentra
su expresión más elevada en la eucaristía presidida
por él; en la comunión de todas las Iglesias, como en cada
una de ellas, se realiza el misterio de la Iglesia, una,
santa, católica y apostólica, dondequiera que se encuentre,
unida bajo la guía del sucesor de Pedro, el obispo de
Roma, que preside en el amor. De modo muy especial, la
unidad de la Iglesia católica se manifiesta en la eucaristía,
«sacramento de la unidad», pan único de vida eterna,
del que nace el único Cuerpo de Cristo: la eucaristía hace
la Iglesia, comunión en el Espíritu Santo realizada mediante
las realidades santas que se nos ofrecen en el memorial
eucarístico. La comunión eclesial, procedente del
Padre, por Cristo, en el Espíritu, como la única barca de
Pedro, se despliega sobre los mares del tiempo hacia la
24 LA PUERTA DE LA FE

«patria» de Dios, todo en todos. En el Espíritu, por Cristo,
la Iglesia se dirige hacia el Padre: alimentada por el
pan de vida, viático de los peregrinos, la Iglesia está en
camino hacia la tierra prometida, llamada a una purificación
continua y a una renovación incesante, hasta que llegue
el tiempo en el que el mundo entero será la patria de
Dios.
La comunión de los santos
12. La Iglesia es la comunión de los santos. En el original
en lengua latina, la expresión communio sanctorum
evoca tres niveles. En primer lugar, afirma la participación
en el único Espíritu Santo (communio Sancti). En
segundo lugar, ya que esta comunión se realiza mediante
la escucha de la Palabra de Dios y la participación en los
sacramentos, la Iglesia es comunión en las realidades
santas (los sancta). Finalmente, los bautizados, enriquecidos
por la variedad de los dones del Espíritu orientados
a la utilidad común, constituyen la comunión de los santos
(communio sanctorum, en el sentido del plural personal),
el pueblo de las personas alcanzadas y transformadas
por el Consolador. La comunión de los santos está
formada por el pueblo de los bautizados, corresponsables
en la comunión y en el servicio y abiertos a las sorpresas
de Dios. En virtud del bautismo, todo cristiano está configurado
con Cristo y está llamado a reconocer y acoger
los dones que el Señor le ha hecho: «A cada cual se le
otorga la manifestación del Espíritu para provecho común»
(1 Cor 12,7). Por eso, ningún cristiano tiene dere-
1. EL MISTERIO PROFESADO 25

cho al desinterés, porque cada uno está, por su parte, dotado
de dones que debe vivir en el servicio y en la comunión.
Nadie tiene derecho a la división, porque los carismas
proceden del único Señor y están orientados a la
construcción del único Cuerpo, que es la Iglesia (cf. 1
Cor 12,4-7). Nadie tiene derecho al estancamiento y a la
nostalgia del pasado, porque el Espíritu está siempre vivo
y activo. La apertura a lo nuevo de Dios debe ir acompañada,
en suma, por un profundo sentido de corresponsabilidad:
si todos han recibido el Espíritu, todos deben
comunicarlo, comprometiéndose al servicio del crecimiento
de toda la Iglesia en la unidad y en la misión. La
comunión de los santos que ya están en la gloria sirve de
modelo y de ayuda a los peregrinos en el tiempo: los santos
son los compañeros de camino, porque, expertos en
humanidad como nosotros, participan ya de la gloria futura
y saben guiarnos por los caminos de Dios. La oración,
especialmente la oración litúrgica, nos hace experimentar
el vínculo profundísimo que, en la Trinidad, no
solo une a la Iglesia peregrina con la celestial, sino también
la intercesión de unos con el sufrimiento y el camino
de otros.
El perdón de los pecados
13. El Dios revelado en la Biblia es fiel y nunca se olvidará
de sus criaturas: su «memoria» de ternura y de perdón
envuelve nuestra existencia, es como el seno en el
que puede descansar en paz nuestro corazón. Esta «memoria»
se extiende hasta abrazar también nuestro peca-
26 LA PUERTA DE LA FE

do: al perdonarnos, Dios no anula la consistencia de
nuestro acto, sino que lo tiene en cuenta. Por eso es necesario
que a su ofrecimiento de perdón corresponda la
progresiva conversión de nuestro corazón: Dios no «salta»
por encima del hombre, sino que lo busca, lo ama y
respeta su libertad. Dios no perdona tanto un acto, sino,
más bien, al ser humano que se ha expresado en ese acto.
La memoria del pecado entra, entonces, en la alegría
de la comunión reencontrada, signo, por una parte, del
amor del Padre que nunca ha olvidado a su criatura y, por
otra, de la dignidad del hijo perdido que vuelve a la casa
paterna, no como si no hubiera ocurrido nada, sino con la
conciencia de tener que apelar a una inmensa gratuidad
de amor, a la que ha de corresponder con la gratitud de
toda la vida. «No olvidar» no se opone, entonces, a «perdonar»:
quien perdona no olvida, sino que asume de modo
nuevo el pasado en la memoria del amor. Así actúa
Dios al perdonarnos: no destruye nuestro pasado, sino
que lo asume en la paz, para que toda nuestra vida sea reconciliada
y celebre la gloria de su amor. Este perdón,
por la voluntad que Jesús manifestó al confiar la misión
de la reconciliación a los apóstoles, pasa a través del ministerio
de la Iglesia: el pecador es alcanzado en lo concreto
de su hecho y, al mismo tiempo, es reconciliado con
el Padre y con la comunidad. Al confesar humildemente
su pecado y abrirse en la fe al don de la reconciliación, el
pecador deviene una nueva criatura por el Espíritu derramado
sobre él y puede vivir el nuevo comienzo del amor
en el seguimiento de Jesús y de su Evangelio. La vida resurge
de la muerte, el perdón recibido se hace perdón da-
1. EL MISTERIO PROFESADO 27

do, el amor imposible deviene posible, no obstante la fragilidad
de nuestra condición humana. Es el milagro del
perdón de los pecados y de la reconciliación.
La resurrección de la carne y la vida eterna
14. Creer en Cristo quiere decir también esperar la resurrección
de la carne a partir de la resurrección de Jesús:
«Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo
resucitó» (1 Cor 15,13). A nuestro corazón inquieto la fe
en el Resucitado le asegura la vida futura como meta bella
que se nos ha prometido en él: «Porque si creemos que
Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará
consigo a quienes murieron en Jesús» (1 Tes 4,14).
La esperanza de la resurrección ilumina, así, el destino de
cada uno después de la muerte. Esta es entendida no como
simple fin, sino como umbral que introduce en una
nueva condición de existencia, aquella condición caracterizada
por el «estar con Cristo» victorioso sobre la
muerte. Al acoger a la persona que ha concluido el éxodo
de la vida, el Resucitado la hace partícipe del amor del
Padre; de este modo, la persona puede medir hasta el final
la profundidad de su asentimiento al Eterno o la gravedad
de su rechazo. En virtud de este «juicio», Dios podrá
concedernos una participación ulterior en el dinamismo
del amor eterno, que nos permita llevar a término la
opción de la caridad, que se nos ha quedado parcial e inconclusa:
el purgatorio. Ciertamente, el Padre celestial
«quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento
de la verdad» (1 Tim 2,4), de lo que se sigue
28 LA PUERTA DE LA FE

que todos estamos llamados a la alegría sin fin del paraíso
y que el infierno –condenación eterna marcada por la
trágica incapacidad de amar– será solo para quien haya
querido, libre y conscientemente, construir su vida lejos
de Dios y en contra de él. Si no hubiera infierno, Dios
mismo no sería amor, porque nos habría creado privados
de la libertad necesaria para abrirnos o cerrarnos a su llamada.
Los bienaventurados, admitidos a participar del
amor eterno, conocerán una alegría indescriptible: el paraíso
será sentirse amados por el Amor infinito, al que
hay que corresponder con el ímpetu de una acogida,
siempre nueva, de la Belleza eterna. El Amor, que resplandece
en la Trinidad, es la vocación del corazón humano
y del mundo. Solo el amor da verdaderamente un
significado a la vida y a la historia: «El amor no acabará
nunca» (1 Cor 13,8).
Amén
15. Gracias a este «amén», pronunciado por muchas personas
que nos han precedido en la historia de la fe, el
mensaje de la salvación ha llegado hasta nosotros y ha
cambiado nuestro corazón y la vida, haciéndonos testigos
de la esperanza que no decepciona. Decir «amén» significa
aceptar la fe que se nos ha propuesto, confiándonos
al Dios que nos ha alcanzado y convirtiéndonos, a nuestra
vez, en testigos. Quien ha creído al relato del Amor
eterno, quien ha aprendido a amar en el corazón de Dios,
confiando en el amor fiel del Padre revelado en Jesucristo
y derramado en nosotros por el Espíritu Santo, no pue-
1. EL MISTERIO PROFESADO 29

de guardarse para sí el don recibido, sino que tiene que
irradiarlo, tiene que hacer partícipes a los demás. En la
escuela del Dios Amor somos llamados a amar al prójimo
como él nos ha amado, en la pobreza y en la riqueza,
en la alegría y en el dolor, en la esperanza y en la hora de
la soledad. Un amor así colma el corazón y la vida: da
sentido y alegría a la lucha y al esfuerzo de cada día. Es
la razón por la que merece la pena vivir: «Como el Padre
me amó, yo también os he amado a vosotros. Permaneced
en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis
en mi amor, como yo he guardado los mandamientos
del Padre y permanezco en su amor. Os he dicho
esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría
sea plena» (Jn 15,9-11). El amor, que da la razón a la vida,
deberá también ayudarnos a entender a quien no sabe
o no quiere amar: el Dios que nos ama sabrá darnos la valentía,
la paciencia y la perseverancia para amar a quien
resulta difícil amar. Quien cree en el amor del Padre, del
Hijo y del Espíritu, se deja envolver y contagiar por la
historia del Amor eterno, revelada en la cruz y la resurrección
del Pobre: la vida enciende en él la vida; el relato
suscita en él el relato, con el que hablar a los demás del
Dios que es Amor mediante la silenciosa elocuencia de
los gestos y la verdad de la palabra, para que toda la vida
cante el «amén» de la fe y del amor sin fin...
30 LA PUERTA DE LA FE