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Leer-Los-ríos-profundos

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los que estaban en la fila. Al poco rato, mientras aún esperaban algunos, o<br />

seguían golpeándose en el suelo, la mujer salía a la carrera, y se iba. Pero<br />

casi siempre alguno la alcanzaba todavía en el camino y pretendía derribarla.<br />

Cuando desaparecía en el callejón, seguía el tumulto, las increpaciones, los<br />

insultos y los pugilatos entre los internos mayores.<br />

Jamás peleaban con mayor encarnizamiento; llegaban a patear a sus competidores<br />

cuando habían caído al suelo; les clavaban el taco del zapato en<br />

la cabeza, en las partes más dolorosas. <strong>Los</strong> menores no nos acercábamos<br />

mucho a ellos. Oíamos los asquerosos juramentos de los mayores; veíamos<br />

cómo se perseguían en la oscuridad, cómo huían algunos de los contendores,<br />

mientras el vencedor los amenazaba y ordenaba a gritos que en las próximas<br />

noches ocuparan un lugar en el rincón de los pequeños. La lucha no cesaba<br />

hasta que tocaban la campana que anunciaba la hora de ir a los dormitorios;<br />

o cuando alguno de los Padres llamaba a voces desde la puerta del comedor,<br />

porque había escuchado los insultos y el vocerío.<br />

En las noches de luna la demente no iba al campo de juego.<br />

El "Añuco" y Lleras miraban con inmenso desprecio a los contusos de<br />

las peleas nocturnas. Algunas noches contemplaban los pugilatos desde la<br />

esquina del pasadizo. Llegaban cuando la lucha había empezado, o cuando<br />

la violencia de los jóvenes cedía, y por la propia desesperación organizaban<br />

una fila.<br />

— ¡A ver, criaturas! ¡A la fila! ¡A la fila! —gritaba el "Añuco", mientras<br />

Lleras reía a carcajadas. Se refería a nosotros, a los menores, que nos<br />

alejábamos a los rincones del patio. <strong>Los</strong> grandes permanecían callados en su<br />

formación, o se lanzaban en tumulto contra Lleras; él corría hacia el comedor,<br />

y el grupo de sus perseguidores se detenía.<br />

Un abismo de odio separaba a Lleras y "Añuco" de los internos mayores.<br />

Pero no se atrevían a luchar con el campeón.<br />

Hasta que cierta noche ocurrió algo que precipitó aún más el odio a<br />

Lleras.<br />

El interno más humilde y uno de los más pequeños era Palacios. Había<br />

venido de una aldea de la cordillera. Leía penosamente y no entendía bien<br />

el castellano. Era el único alumno del Colegio que procedía de un ayllu de<br />

indios. Su humildad se debía a su origen y a su torpeza. Varios alumnos<br />

pretendimos ayudarle a estudiar, inútilmente; no lograba comprender y permanecía<br />

extraño, irremediablemente alejado del ambiente del Colegio, de<br />

cuanto explicaban los profesores y del contenido de los libros. Estaba condenado<br />

a la tortura del internado y de las clases. Sin embargo, su padre<br />

insistía en mantenerlo en el Colegio, con tenacidad invencible. Era un hombre<br />

alto, vestido con traje de mestizo; usaba corbata y polainas. Visitaba a su<br />

hijo todos los meses. Se quedaba con él en la sala de recibo, y le oíamos<br />

vociferar encolerizado. Hablada en castellano, pero cuando se irritaba, perdía<br />

la serenidad e insultaba en quechua a su hijo. Palacitos se quejaba, imploraba<br />

a su padre que lo sacara del internado.<br />

— ¡Llévame al Centro Fiscal, papacito! —le pedía en quechua.<br />

— ¡No! ¡En colegio! —insistía enérgicamente el cholo.

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