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CARLOS RUIZ ZAFÓN LAS LUCES DE SEPTIEMBRE

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-¿Por qué haría una cosa así?<br />

-Nunca lo dijo -contestó Ismael.<br />

-¿Por qué crees tú que lo hizo?<br />

-Por miedo.<br />

Irene tragó saliva y miró por encima de su hombro, esperando de un momento a otro<br />

encontrarse con el espectro de aquella mujer ahogada ascendiendo como un demonio de luz<br />

por la escalera de caracol, con las garras extendidas hacia ella, el rostro blanco como<br />

porcelana y dos círculos negros en torno a sus ojos encendidos.<br />

-No hay nadie aquí, Irene. Sólo tú y yo -dijo Ismael.<br />

La muchacha asintió sin mucho convencimiento. -Sólo gaviotas y cangrejos, ¿eh?<br />

-Exacto.<br />

La escalera desembocaba en la plataforma del faro, una atalaya sobre el islote desde la que<br />

podía contemplarse toda Bahía Azul. Ambos salieron al exterior. La brisa fresca y la luz<br />

resplandeciente desvanecían cuantos ecos fantasmales evocaba el interior del faro. Irene<br />

respiró profundamente y se dejó embrujar por la visión que sólo podía contemplarse desde<br />

aquel lugar.<br />

-Gracias por traerme aquí -murmuró. Ismael asintió, desviando nerviosamente la mirada.<br />

-¿Te apetece comer algo? Me muero de hambre -anunció.<br />

De esta guisa, ambos se sentaron al extremo de la plataforma del faro y, con las piernas<br />

colgando en el vacío, procedieron a dar buena cuenta de los manjares que ocultaba la cesta.<br />

Ninguno de ellos tenía realmente mucho apetito, pero comer mantenía las manos y la mente<br />

ocupadas.<br />

A lo lejos, Bahía Azul dormía bajo el sol de la tarde, ajena a cuanto sucedía en aquel islote<br />

apartado del mundo.<br />

Tres tazas de café y una eternidad más tarde, Simone se encontraba todavía en compañía de<br />

Lazarus, ignorando el paso del tiempo. Lo que había empezado como una simple charla<br />

amistosa se había transformado en una larga y profunda conversación acerca de libros,<br />

viajes y antiguos recuerdos. Tras apenas unas horas, tenía la sensación de conocer a<br />

Lazarus de toda la vida. Por primera vez en meses se descubrió a sí misma desenterrando<br />

dolorosos recuerdos de los últimos días de la vida de Armand y experimentando una grata<br />

sensación de alivio al hacedo. Lazarus escuchaba con atención y respetuoso silencio. Sabía<br />

cuándo desviar la conversación o cuándo dejar fluir los recuerdos libremente.

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