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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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Capítulo IV<br />

Una cacería de elefantes<br />

No es mi intento narrar minuciosamente todos los incidentes de nuestra<br />

larga jornada hasta el kraal de Sitanda, cerca de la confluencia de los ríos de<br />

Lukanga y Kalukive, jornada de más de mil millas, a partir de Durbán, y de<br />

las que hubimos de hacer a pie las últimas trescientas, a causa de la frecuente<br />

aparición de la terrible mosca «tsé-tsé», cuya picadura es mortal para todos los<br />

animales, exceptuando al hombre y al asno.<br />

Salimos de Durbán a fines de enero, y estábamos ya en la segunda semana<br />

de mayo cuando acampamos en el kraal de Sitanda. Nuestras aventuras en este<br />

trayecto fueron muchas y variadas, pero, en general, de las que comúnmente<br />

ocurren a todo cazador africano, así es que las pasaré en silencio, relatando<br />

sólo una que debo detallar aquí, pues de lo contrario, correría el riesgo de<br />

hacer esta historia demasiado aburrida.<br />

En Inyati, última estación comercial <strong>del</strong> país de Matabele, cuyo <strong>rey</strong>,<br />

Lobengula, entre paréntesis, es un gran belitre, nos vimos forzados a<br />

abandonar nuestro carro, lo que hicimos con mucho sentimiento. De la<br />

hermosa partida de veinte bueyes que había comprado en Durbán, solamente<br />

nos quedaban ocho: uno había muerto de la mordedura de una cobra, tres de<br />

cansancio y por falta de agua, otro se nos había extraviado, y los tres restantes<br />

habían perecido envenenados con la hierba llamada «tulipa». Cinco más se<br />

nos enfermaron por ese motivo, pero logramos salvarlos haciéndoles beber<br />

una infusión de sus hojas, que si se administra a tiempo es un antídoto<br />

infalible. Dejamos el carro y los bueyes al cuidado de Tom y Goza, el guía y<br />

el conductor, quienes eran dignos de toda la confianza, suplicando al mismo<br />

tiempo a un misionero escocés, que moraba en este salvaje lugar, no perdiese<br />

de vista nuestra propiedad. Entonces, acompañados por Umbopa, Kuiva,<br />

Ventvögel y media docena de cargadores que alquilamos en aquel lugar,<br />

proseguimos a pie nuestra arriesgada empresa. Recuerdo que todos<br />

guardábamos silencio al emprender la marcha, tal vez cada uno de nosotros<br />

pensaba si volvería a ver el carro, lo que por mi parte ni siquiera soñé. Por un<br />

rato anduvimos sin decir una palabra, hasta que Umbopa, quien iba a la<br />

cabeza comenzó un canto de los zulúes, que se refería a unos valientes que,<br />

cansados de la vida y de la pacífica monotonía de las cosas, se lanzaron a los<br />

salvajes desiertos para buscar otras nuevas o morir, y que ¡oh sorpresa! en vez<br />

de llegar al agreste lugar que creían encontrar al internarse hasta el centro de<br />

aquellas soledades, sorprendioles una tierra preciosa, habitada por graciosas y<br />

bellas mujeres, donde pastaba abundante ganado y había mucha caza y<br />

enemigos que matar.<br />

Nos reímos al terminar su canto, tomándolo como a buen augurio. Umbopa<br />

era un vivo y alegre salvaje, aunque siempre de una manera digna, a menos

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