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Nabokov, Vladimir-Lolita

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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong><br />

<strong>Lolita</strong><br />

que habían «trabajado» sobre mí, fue ella la única que me proporcionó un<br />

tormento de genuino placer. «Il était malin, celui qui a inventé ce truc-lá»,<br />

comentó amablemente y volvió a vestirse con la misma prodigiosa rapidez.<br />

Le pedí otro encuentro, más elaborado, para más tarde, en ese mismo día,<br />

y dijo que me encontraría a las nueve, en el café de la esquina. Juró que nunca<br />

había posé un lapin en toda su joven vida. Volvimos al mismo cuarto y no pude<br />

menos que decirle qué bonita era, a lo cual respondió modestamente: «Tu es<br />

bien gentil de dire ça». Después, advirtiendo lo que también yo advertí en el<br />

espejo que reflejaba nuestro pequeño edén –una terrible mueca de ternura que<br />

me hacía apretar los dientes y torcer la boca–, la concienzuda Monique (¡oh,<br />

había sido una nínfula sin tacha!) quiso saber si debía quitarse la pintura de los<br />

labios avant qu'on se couche, por si yo pensaba besarla. Desde luego, lo<br />

pensaba. Con ella me abandoné hasta un punto desconocido con cualquiera de<br />

sus precursoras, y mi última visión de esa noche con Monique, la de largas<br />

pestañas, se ilumina con una alegría que pocas veces asocio con cualquier<br />

acontecimiento de mi vida amorosa, humillante, sórdida y taciturna. La<br />

gratificación de cincuenta que le di pareció enloquecerla mientras brotaba en la<br />

llovizna de esa noche de abril, con Humbert bogando en su estrecha estela. Se<br />

detuvo frente a un escaparate y dijo con deleite: «Je vais m'acheter des bas!», y<br />

nunca olvidaré cómo sus infantiles labios parisienses explotaron al decir bas,<br />

pronunciando la palabra con tal apetito que transformó la «a» en el vivaz<br />

estallido de una breve «o».<br />

Me cité con ella para el día siguiente, a las 14,15, en mi propio cuarto,<br />

pero el encuentro fue menos exitoso; me pareció menos juvenil, más mujer<br />

después de una noche. Un resfrío que me contagió me hizo cancelar la cuarta<br />

cita; no lamenté romper una serie emocional que amenazaba abrumarme con<br />

angustiosas fantasías y diluirse en ocre decepción. Que la esbelta, suave,<br />

Monique permanezca, pues, como fue durante uno o dos minutos: una nínfula<br />

delincuente que brillaba a través de la joven materialista.<br />

Mi breve relación con Monique inicio una corriente de pensamientos que<br />

pueden parecer harto evidentes al lector que conoce los cabos. Un anuncio de<br />

una revista pornográfica me llevó a la oficina de cierta mademoiselle Edith, que<br />

empezó ofreciéndome la elección de un alma gemela en un álbum más bien sucio<br />

(«regardez-moi cette belle brune!»): Cuando aparté el álbum y me las arreglé de<br />

algún modo para soltar mi criminal anhelo, me miró como si hubiera estado a<br />

punto de mostrarme la puerta. Sin embargo, después de preguntarme qué precio<br />

estaba dispuesto a desembolsar, consintió en ponerme en contacto con una<br />

persona qui pourrait arranger la chose. Al día siguiente, una mujer asmática,<br />

groseramente pintada, gárrula, con olor a ajo, un acento provenzal casi burlesco<br />

y bigote negro sobre los labios rojos, me llevó hasta el que parecía su propio<br />

domicilio. Allí, después de juntar las puntas de sus dedos gordos y besárselas<br />

para significar que su mercancía era un pimpollo delicioso, corrió teatralmente<br />

una cortina, descubriendo lo que consideré como la parte del cuarto donde solía<br />

dormir una familia numerosa y desaprensiva. En ese momento, sólo había allí<br />

una muchacha de por lo menos quince años, monstruosamente gorda, cetrina,<br />

de repulsiva fealdad, con trenzas espesas y lazos rojos, sentada en una silla<br />

mientras mecía ficticiamente una muñeca calva. Cuando sacudí la cabeza y traté<br />

de huir de la trampa, la mujer, hablando a todo trapo, empezó a levantar la<br />

sucia camisa de lana sobre el joven torso de giganta. Después, viéndome<br />

resuelto a marcharme, me pidió son argent. Entonces se abrió una puerta en el<br />

extremo del cuarto y dos hombres que habían estado comiendo en la cocina se<br />

sumaron a la gresca. Eran deformes, con los pescuezos al aire, morenos, y uno<br />

de ellos usaba anteojos negros. A sus espaldas espiaban un muchachuelo y un<br />

niño que andaban de puntillas, con las piernas torcidas y embarradas. Con la<br />

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