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Revista JOVEL Marzo 2017

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“Mucho frío”, dijo el padre. Entonces explicó acerca del muchacho<br />

que habían traído con la carga, y el otro hombre y su esposa<br />

asintieron. La mujer se alejó.<br />

“No lo quiero en la casa. Dices la verdad. Hay sitio para sentarse<br />

cerca bajo techo donde la lluvia no cae.” El otro hombre fue a<br />

la entrada, curioso, y miró duro al muchacho y su carga antes de<br />

decirle que podía sentarse bajo el alero.<br />

Quienes estaban adentro acordaron dejar abierta un poco la puerta<br />

para observar al muchacho afuera. Había poco riesgo de que se<br />

alejara, dijo Salvador. Habían atado su carga a él con cuerdas.<br />

La anciana fue a la parte trasera del cuarto y se sentó ante el<br />

altar, cerca de donde sus niños dormían. Mientras vertía licor de<br />

la gran jarra a la botella podía escuchar a este Salvador contar la<br />

historia otra vez, una difícil de creer. Podría escuchar al viento de<br />

la entrada soplando el fuego. Se apagaría pronto con un aire como<br />

ése, por eso había mercado más leña cuando compró el licor.<br />

Pasó la botella al más joven de los dos visitantes. Sirvió un<br />

vaso lleno a su esposo. Al menos esta gente de lejos conocía qué<br />

era lo correcto, aunque eran extraños con su cabello largo y ojos<br />

vidriosos. Los habitantes de ese sitio, de Cruztik, eran raros y<br />

agrestes. Ella preguntó si le estaban diciendo la verdad acerca<br />

del muchacho que estaba afuera bajo el alero. Quizá lo habían<br />

hecho ellos mismos.<br />

Se arrodilló y sentó sobre sus pies con todo su peso y atizó el<br />

fuego. Estaba cansada, esperaba que se fueran pronto para poder<br />

dormir. Su esposo bebía, y después el hombre Salvador. Entonces<br />

su marido sirvió para el muchacho. Cuando él tuvo la botella de<br />

regreso el hijo dio a ella un vaso. Le agradeció y se apartó para<br />

beber. La cosa estaba fuerte y quemó su interior e hizo que cerrara<br />

los ojos por el humo que producía el fuego. Habría puesto más<br />

agua a la jarra. Su esposo le diría que cuando se fueran los extraños.<br />

El hijo llevó un vaso afuera y podían escuchar al otro muchacho<br />

murmurar algo. Su carga golpeó contra el lado de la casa, haciendo<br />

chirriar las vigas.<br />

“¿Está él allí?”, preguntó el padre cuando el hijo regresó.<br />

“Estaba dormido.”<br />

Acabaron la botella y entonces Salvador pidió media más, la<br />

cual la esposa compró. Ellos no hablaban mucho, esos extraños.<br />

Miraban confundidos hacia el fuego excepto cuando bebían. Sus<br />

ropas estaban sucias y sus piernas bañadas con lodo. Ninguno<br />

tenía caites.<br />

“Gracias, tío”, dijo Salvador, levantándose de su taburete y<br />

esculcando por algo bajo su chuj. Sacó un pañuelo rojo, con nudo<br />

muy apretado. Después de desatarlo nerviosamente lo abrió y dio<br />

dos monedas de peso al hombre de la casa.<br />

“Cuando termines tu asunto con el presidente, tú y tu hijo pueden<br />

dormir aquí, por la noche”, dijo el otro hombre.<br />

“No, iremos con el esposo de mi hermana. Gracias”, respondió.<br />

Se puso su sombrero. El hijo estaba frotándose junto al fuego,<br />

calentando sus manos.<br />

“¿Quién es tu hermana?”, preguntó el hombre de la casa discretamente,<br />

pretendiendo que no le importaba.<br />

“La nueva esposa de Juan López Oso.” El hombre Salvador<br />

parecía orgulloso.<br />

Ella no habló. No sabía que Juan López Oso tenía otra mujer.<br />

Pero sí que él no había estado en el pueblo durante muchas semanas,<br />

y que su tienda estaba cerrada. Sin embargo, no era de<br />

su incumbencia.<br />

“Tío, ¿dónde está la casa del presidente?”<br />

“Allá, detrás de la del doctor.”<br />

Salvador asintió.<br />

“¿Conoces el camino?”<br />

“Sí, gracias. Allá vamos.”<br />

“Vayan, pues.”<br />

Afuera el viento había cesado. Levantaron al muchacho y lo<br />

ayudaron a sostenerse en sus pies.<br />

La pequeña procesión dejó el camino antes de llegar a la casa<br />

del doctor. Había lámparas de gas adentro y postes pintados de<br />

amarillo en la calle. La casa del presidente debe ser la grande con<br />

el techo de teja y paredes de ladrillos de abobe. Afuera los perros<br />

escuálidos ladraron y entonces empezaron a aullar cuando los<br />

tres llegaron al patio frontal. Se quedaron afuera y escucharon.<br />

Primero la casa parecía tan muerta como todas las demás. Entonces<br />

escucharon voces hablando español. No sabían quién podría<br />

estar adentro, ni lo que se decía. Finalmente se escuchó música<br />

y hombres cantando.<br />

Jalisco, Jalisco es mi hogar amado<br />

y nunca me iré otra vez…<br />

Aunque afuera los hombres con frío no podían entender las palabras,<br />

reconocieron música de un radio o tocadiscos.<br />

El hombre Salvador no sabía cómo llamar, pues podría interrumpir.<br />

Recordó su largo viaje de la tarde a través de las montañas,<br />

cómo había hecho su tarea, y ahora perdería un día de trabajo<br />

por eso. Pensaba que el presidente también tenía un deber, pero<br />

no lo llamó.<br />

“Hace mucho frío”, murmuró el muchacho detrás de él. No era<br />

su hijo, sino quien llevaba la carga. Después Salvador expresó:<br />

“Presidente.”<br />

Adentró la música paró.<br />

“Tengo un hombre aquí, presidente.”<br />

Alguien se movió adentro y carraspeó. La puerta chirrió y la<br />

cabeza solemne del presidente apareció. Miró alrededor del cielo<br />

nocturno.<br />

“¿Qué pasa?”, preguntó, sosteniendo el gargajo en su boca.<br />

“Tengo un hombre muerto aquí, presidente.”<br />

El presidente salió, ambas manos bajo su chuj.<br />

Forzó la mirada en la oscuridad y entonces escupió la flema en la<br />

tierra. Los perros estaban en silencio ahora, oliendo a los extraños.<br />

Esperaba conocer al hombre cuando dijo que era de Cruztik.<br />

Él había sido maestro de escuela en ese paraje por tres años y<br />

conocía a casi todos allí.<br />

Pero la cara de quien había hablado era vieja y arrugada. No la<br />

conocía. El segundo hombre, joven, estaba torcido, soportando<br />

el peso del cuerpo.<br />

“Maestro”, llamó el tercero, sonriendo cuando reconoció a su<br />

viejo maestro. El muchacho se inclinó y el presidente lo tocó en<br />

la cabeza, liberándolo.<br />

Nadie sabía cómo disfrutaba cuando le decían “maestro”. En<br />

su propia mente el título daba una idea de él mismo mucho mejor<br />

que la de “presidente”.<br />

“¿Sabes el nombre de este muerto?”, preguntó el presidente.<br />

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