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edgar-cuentos

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eprocharle sus vicios. Nacieron de un defecto personal de su madre. Aquella señora hacía<br />

todo lo posible en materia de azotes cuando Toby era niño, ya que para su bien ordenada<br />

mente los deberes eran siempre placeres, y los niños, al igual que las chuletas duras o los<br />

olivos griegos, mejoran si se los golpea. Pero, ¡pobre mujer!, tenía el infortunio de ser<br />

zurda, y mejor es no azotar a un chico que azotarlo con la mano izquierda. El mundo gira<br />

de derecha a izquierda. Dar de latigazos a un crío de izquierda a derecha no sirve de nada.<br />

Si cada golpe en la dirección adecuada arranca de raíz una propensión maligna, se sigue<br />

que cada porrazo propinado en el sentido opuesto ahincará aún más la maldad. Muchas<br />

veces fui testigo de los castigos aplicados a Toby, y, aunque sólo fuera por la forma en que<br />

pateaba, podía percatarme de que cada día se estaba poniendo más malo. Noté, por fin, a<br />

través de las lágrimas que velaban mis ojos, que no quedaba esperanza alguna para el<br />

pequeño miserable, y cierto día en que le habían dado tantos golpes que tenía la cara<br />

completamente negra, al punto que lo hubieran tomado por un pequeño africano, sin otro<br />

efecto visible que el de hacerlo retorcerse en un ataque de ira, me fue imposible soportar<br />

aquello por más tiempo y, cayendo de rodillas, alcé mi voz para profetizar su ruina.<br />

La precocidad de Toby para el vicio era horrorosa. A los cinco meses de edad le daban<br />

tales ataques de rabia que no podía articular palabra. A los seis meses lo pesqué<br />

mordisqueando un mazo de barajas. A los siete tenía por costumbre abrazar y besar a los<br />

bebés del sexo opuesto. A los ocho rehusó perentoriamente agregar su firma a un memorial<br />

en pro de la temperancia. Y así fue creciendo en iniquidad, mes tras mes, hasta que, al<br />

cumplir su primer año de vida, no sólo insistía en usar bigotes, sino que había adquirido<br />

una gran propensión a las palabrotas y juramentos, así como a sostener sus afirmaciones<br />

mediante apuestas.<br />

La ruina que había vaticinado a Toby Dammit se cumplió, por fin, a causa de la poco<br />

caballeresca práctica mencionada en último término. Aquella costumbre «creció con su<br />

crecimiento y se esforzó con sus fuerzas», de modo que, cuando Toby llegó a ser hombre,<br />

apenas podía pronunciar una frase sin aderezarla con una promesa de juego. Y no apostaba<br />

en firme... nada de eso. Seré justo con mi amigo y diré que antes hubiera preferido hacerse<br />

monje. En su caso, aquello era una simple fórmula, y nada más. Sus expresiones no tenían<br />

el menor sentido positivo. Eran desahogos, simplemente —ya que no puedo decir que lo<br />

fueran inocentemente—; frases imaginativas con las cuales redondeaba sus declaraciones.<br />

Cuando decía: «Le apuesto esto y aquello», a nadie se le ocurría formalizar la apuesta, pero<br />

de todos modos yo no podía dejar de considerar que mi deber era reprenderlo. Aquella<br />

costumbre era inmoral, y así se lo decía. Era vulgar, y le rogaba que me creyera. Era<br />

desaprobada por la sociedad, y nadie me desmentiría por decirlo. Estaba prohibida por una<br />

ley del Congreso, y afirmándolo así no incurría en ninguna mentira. Le hacía reproches, sin<br />

resultado; aducía pruebas, vanamente. Si lo amenaza, se sonreía; si le suplicaba, prorrumpía<br />

en carcajadas. Si rogaba, se encogía desdeñosamente de hombros. Si lo amenazaba... se<br />

ponía a jurar. Si le daba de puntapiés... llamaba a la policía. Si le tironeaba de la nariz, se<br />

sonaba y apostaba su cabeza al diablo a que no me atrevería a repetir el experimento.<br />

La pobreza era otro vicio que la deficiencia física de la madre de Dammit había<br />

acumulado sobre su hijo. Era detestablemente pobre, y por esa razón, sin duda, sus<br />

expresiones coléricas acerca de las apuestas tomaban raras veces un giro pecuniario. Nadie<br />

me hará decir que en alguna oportunidad le haya escuchado figuras de lenguaje tales como:<br />

«Le apuesto a usted un dólar». Por lo regular decía: «Le apuesto lo que quiera», o «Le<br />

apuesto cualquier cosa», o bien, mucho más significativamente, «Le apuesto mi cabeza al<br />

diablo».

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