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El capitán en actitud altiva y soberbia, para<br />
castigar el comportamiento del nativo ordenó<br />
amarrarlo y azotarlo hasta que confesara dónde<br />
guardaba las riquezas de su tribu, mientras tanto<br />
iría a preparar una correría por los alrededores<br />
del sector. La hija del avaro castellano estaba<br />
observando desde las ventanas de sus<br />
habitaciones con ojos de admiración y amor<br />
contemplando a aquel coloso, prototipo de una<br />
raza fuerte, valerosa y noble.<br />
Tan pronto salió su padre, fue a rogar<br />
enternecida al verdugo para que cesara el cruel<br />
tormento y lo pusieran en libertad. Esa súplica,<br />
que no era una orden, no podía aceptarla el vil<br />
soldado porque conocía perfectamente el<br />
carácter enérgico, intransigente e irascible de su<br />
superior, más sin embargo no pudo negarse al<br />
ruego dulce y lastimero de esa niña<br />
encantadora.<br />
La joven española de unos quince años, de ojos azules, ostentaba una larga<br />
cabellera dorada, que más parecía una capa de artizada amarilla por la<br />
finura de su pelo. La bella dama miraba ansiosamente al joven cacique,<br />
fascinada por la estructura hercúlea de aquel ejemplar semisalvaje.<br />
Cuando quedó libre, ella se acercó. Con dulzura de mujer enamorada lo<br />
atrajo y se fue a acompañarlo por el sendero, internándose entre la espesura<br />
del bosque. El aturdido indio no entendía aquel trato, al verla tan cerca, él<br />
se miró en sus ojos, azules como el cielo que los cobijaba, tranquilos como<br />
el agua de sus pesetas, puros como la florecillas de su huerta.