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El largo día acaba. Terence Davies, 1992<br />

un deseo, reprobarlo, negociarlo: la dinámica de la conciencia<br />

trabaja siempre a través de la comparación entre lo posible y lo<br />

debido, incluso en una sociedad de la transgresión permanente<br />

como en la que vivimos. Cuando alguien va un poco más allá<br />

de lo que entiende como legítimo o permitido para sí, cuando<br />

el abandono total a la experiencia del placer sexual se impone<br />

y perfora el límite de lo que se ha aprendido como posible, la<br />

conciencia interviene y suscita vergüenza. Todo individuo que<br />

haya probado un placer prohibido sabe lo que cuesta desprenderse<br />

de los preceptos que regulan la interpretación de<br />

esos placeres. Ni siquiera el hábil transgresor puede desembarazarse<br />

del teatro de la conciencia, poblada por cientos de<br />

agentes imaginarios. La vergüenza tiene también una índole<br />

jurídica. Ningún cineasta ha trabajado mejor esta dimensión de<br />

la vergüenza que el gran Terence Davies: la confrontación<br />

devastadora del deseo con el sistema de creencias con el que<br />

se interpreta el mundo y el yo; la famosa trilogía de Davies y El<br />

largo día acaba (y en cierta medida, indirectamente, también<br />

Del tiempo y la ciudad) son perfectas para visualizar los movimientos<br />

de la conciencia frente al deseo.<br />

¿Sería entonces la desvergüenza total la instancia de libertad<br />

sobre el propio deseo, una desinhibición completa frente a<br />

todos los placeres posibles? ¿No es el porno el género cinematográfico<br />

en el que se desata enteramente el sexo de la moral?<br />

La desvergüenza del porno tampoco sería la superación de la<br />

vergüenza, la destitución radical de ese sentimiento peculiar.<br />

Las estrellas porno han mecanizado el poder de su sexo en<br />

fuerza de trabajo, un goce atravesado por la eficacia y la eventual<br />

simulación de un placer indiscutible, pero a su vez exaltado,<br />

simulado en su hipérbole. Difícilmente, las estrellas del<br />

porno no disfruten de su trabajo, pero lo interesante es el hecho<br />

de que tienen que sobreactuar el goce, del mismo modo<br />

que sucede con los shows cómicos televisivos con público<br />

presente en el estudio en los que la risa de la audiencia es duplicada<br />

con risas grabadas que refuerzan el efecto cómico. La<br />

sobreactuación es una clave, pues la plusvalía del porno no es<br />

otra cosa que una forma de codificación del placer del sexo<br />

convertido en mercancía de satisfacción universal, una estimulación<br />

al consumo del erotismo desprovisto de cualquier<br />

otra dimensión del sexo que lo desmarque del instinto y de<br />

la proeza física. El placer en el porno existe, pero es el grado<br />

cero del mismo, un placer que no reviste invención alguna<br />

y que está desligado de un ars erotica. De allí la ineficacia<br />

narrativa en forma de preludio que casi siempre prodigan las<br />

películas porno, un intento fallido de conjura de la inevitable<br />

mecanización acrobática característica del género.<br />

¿Quién puede filmar el placer sexual apropiado por el cine<br />

porno? ¿Quién puede sustraer la representación capitalista<br />

audiovisual del cuerpo y su goce? Entre todos los cineastas<br />

del presente, hay uno que ha sabido restituir el sexo al cine<br />

sin postular una moral de los placeres. En sus tres últimas<br />

películas, Alain Guiraudie ha conquistado una forma de<br />

representación en la que el sexo no se define ni en su vetusta<br />

ortodoxia asociada a la heterosexualidad ni en la legitimación<br />

del sexo decimonónico que nadie quiere llamar por su nombre.<br />

Las formas de aproximación al sexo en El rey de la evasión, El<br />

desconocido del lago y Rester Vertical se han liberado enteramente<br />

de la identificación del placer sexual con la elección del<br />

objeto. El sexo es un territorio de invención lúdica en donde<br />

todas las combinaciones son posibles y no necesitan ser denominadas<br />

por un nombre que especifique el objeto de deseo.<br />

En El Rey de la evasión el personaje principal es homosexual,<br />

pero se enamora de una jovencita; en El desconocido del lago<br />

el sexo es principalmente gay porque todo el film tiene lugar<br />

en una playa nudista de esa orientación sexual, pero lo más<br />

importante del relato pasa por la relación del protagonista con<br />

un hombre que no tiene sexo y que no es homosexual, como<br />

si en la forma de conversación que se establece entre ellos<br />

también existiera un erotismo ligado a la conversación; es el<br />

contrapunto semántico de los placeres físicos que tienen lugar<br />

en el bosque. Pero es en Rester Vertical donde Guiraudie<br />

alcanza la aguda visión de un sexo liberado de su nomenclatura<br />

emparentada con el objeto. Las peripecias de un cineasta<br />

que tiene que escribir un guion mientras, sin esperarlo, se<br />

vuelve padre de un niño y poco después presunto sospechoso<br />

de haber enviado al otro mundo a un septuagenario durante<br />

las delicias de una penetración (pactada), constituyen el film<br />

más libre de este siglo, uno de los pocos que está a la altura de<br />

una emancipación de los placeres del yugo de la moral y de la<br />

metafísica capitalista, que ha hecho del sexo una equivalencia<br />

vampírica del consumo del otro<br />

Rester Vertical. Alain Guiraudie, 2013<br />

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