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Fahrenheit 451 - Ray Bradbury

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Encontró unos pocos donde los había dejado, junto a la cerca. Mildred,<br />

bendita fuese, los había pasado por alto. Cuatro libros estaban aún en su sitio.<br />

Unas voces sollozaban en la noche, y los ray os de unas linternas se paseaban por<br />

las cercanías. Otras Salamandras rugían, muy lejos, y las sirenas de los coches<br />

policiales atravesaban la ciudad.<br />

Montag tomó los cuatro libros que quedaban y se fue cojeando, sacudiéndose,<br />

cojeando callejón abajo. De pronto cayó, como si le hubiesen cortado la cabeza<br />

y sólo el cuerpo estuviese allí tendido en el callejón. Algo en su interior lo había<br />

obligado a detenerse, arrojándolo al suelo. Se quedó donde había caído y sollozó,<br />

con las piernas recogidas, la cara apretada ciegamente contra la grava.<br />

Beatty quería morir.<br />

En medio del llanto, Montag supo que así era. Beatty había querido morir. Se<br />

había quedado allí, sin moverse, sin tratar realmente de salvarse, bromeando,<br />

charlando, pensó Montag. Ese pensamiento bastó para que dejara de llorar y se<br />

detuviese a tomar aliento. Qué extraño, qué extraño, tener tantas ganas de morir.<br />

Permitir que un hombre vay a armado, y luego, en vez de callarse y cuidarse,<br />

seguir gritando y burlándose, y luego…<br />

A lo lejos, unos pies que corrían.<br />

Montag se sentó. Salgamos de aquí. Vamos, levántate, levántate, ¡no puedes<br />

quedarte sentado! Pero lloraba de nuevo y había que acabar con eso de una vez<br />

por todas. Ya estaba mejor. No había querido matar a nadie, ni siquiera a Beatty.<br />

Las carnes se le retorcieron y encogieron, como si se las hubiesen metido en un<br />

ácido. Sintió náuseas. Veía aun a Beatty, una antorcha que se agitaba en la hierba.<br />

Se mordió los nudillos. Lo siento, lo siento, oh Dios, lo siento…<br />

Trató de volver a unir todas las cosas, de regresar a la vida normal de hacía<br />

unos pocos días, antes del tamiz y la arena, el dentífrico Denham, aquella<br />

mariposa en el oído, las luciérnagas, las alarmas y viajes. Demasiado para tan<br />

pocos días, demasiado en verdad para una vida entera.<br />

Unos pies corrían en el extremo del callejón.<br />

—¡Levántate! —se dijo a sí mismo—. ¡Maldita seas, levántate! —le dijo a la<br />

pierna.<br />

Se incorporó. El dolor era ahora unos clavos en la rodilla, y luego sólo unas<br />

agujas de zurcir, y luego sólo unos alfileres de gancho, y después de cojear y<br />

saltar otras cincuenta veces, llenándose la mano de astillas en la cerca de<br />

madera, el cosquilleo se transformó en un rocío de agua hirviente. Y la pierna<br />

era al fin su propia pierna. Había temido que si corría podía romperse aquel<br />

tobillo suelto. Ahora, absorbiendo la noche por la boca y devolviéndola con un<br />

color pálido, metiéndose en el cuerpo toda aquella pesada negrura, logró caminar<br />

con lentitud y serenidad. Llevaba los libros en las manos.<br />

Recordó a Faber.<br />

Faber quedaba allá en el humeante montón de alquitrán sin identidad ni

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