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La mujer habitada

Gioconda Belli (1988)

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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />

Gioconda Belli<br />

arrodillarme e invocó a Tamagastad y Cipaltomal, nuestros creadores; a Quiote-Tláloc, dios de<br />

la lluvia, a quien yo había sido dedicada.<br />

Fuerte como un volcán al amanecer, con sus suaves líneas recortadas a contra luz de la<br />

puerta, aún me parece verla, esa última madrugada de mi partida, despidiéndome con la mano<br />

extendida; una mano cual rama seca y desesperada.<br />

Ella fue mi única duda. Ella, la que me enseñó, el amor.<br />

El teléfono sonó.<br />

—Hola, ¿sí? ¿Quién llama? —dijo <strong>La</strong>vinia.<br />

—¿<strong>La</strong>vinia?<br />

—Sí. Soy yo —dijo. No reconocía la voz del otro lado, aunque sonaba extrañamente familiar.<br />

—<strong>La</strong>vinia, soy yo, Sebastián.<br />

El nombre la devolvió de golpe al desorden de la cama. ¿Qué querría Sebastián?, se preguntó.<br />

¿Qué sucedería?<br />

—¿No está con vos Felipe?<br />

El corazón bombeó una gruesa descarga. No, Felipe no estaba con ella, había salido a trabajar; le<br />

dejó una nota.<br />

—¿A trabajar? ¿En sábado? ¡Si yo quedé con él de vernos para tomarnos una cerveza, hace más<br />

de una hora! —respondió Sebastián, sonando frívolo.<br />

¿Felipe dejar plantado a Sebastián? , pensó <strong>La</strong>vinia, mientras el miedo la confundía.<br />

—Me dijo que iba a trabajar —insistió <strong>La</strong>vinia, sin percatarse de los intentos del otro por<br />

camuflar la conversación; su cerebro iniciando la fabricación de terribles especulaciones.<br />

No pudo entender la risa de Sebastián a través del teléfono; su comentario sobre "este Felipe"<br />

que no se componía; a quién se le ocurría que iba a trabajar hoy. Suficiente trabajaban los días de<br />

semana.<br />

<strong>La</strong>vinia empezó a comprender que debía pretender una conversación normal. No lo lograba. <strong>La</strong>s<br />

palabras no fluían.<br />

Sebastián, finalmente, pareció darse cuenta.<br />

—No te pongas así —le dijo él—. Vamos a hacer una cosa. Yo estoy en un teléfono público<br />

cerca del Hospital Central. Vení, recógeme y platicamos. En diez minutos te espero. Acordate que<br />

no me puedo asolear mucho —añadió con ironía.<br />

Cuando colgó el auricular, a <strong>La</strong>vinia le temblaban las piernas. Imágenes atropelladas le<br />

golpeaban el estómago y formaban un vaho nebuloso en sus ojos.<br />

"No debo pensar", se dijo, sin poder evitar la visión del periódico y las fotos de los cadáveres<br />

acribillados. Se levantó rápida, echándose encima la ropa ajada del día anterior. "Me tengo que<br />

calmar", se decía, mientras se pasaba un cepillo por el pelo, tomaba su bolso, las llaves y salía a<br />

montarse al automóvil.<br />

Encendía el motor cuando agotó, en sus intentos de calmarse, los argumentos del atraso y los<br />

inconvenientes del transporte, que su mente producía en un intento de relevarlo de la angustia.<br />

Recordó el párrafo sobre la puntualidad como máxima inviolable de los contactos clandestinos. Lo<br />

acababa de leer en las medidas de seguridad: el margen de espera no podía rebasar los quince<br />

minutos. Y Sebastián había esperado una hora.<br />

Aceleró en las calles holgadas de sábado por la tarde; el sonido rítmico de su pecho, era la única<br />

interrupción en el silencio del miedo.<br />

Vislumbró a Sebastián, de pie, en la esquina, con un periódico bajo el brazo y gorra de<br />

camionero. Conversaba tranquilamente con una vendedora de frutas, gorda, de delantal blanco. <strong>La</strong><br />

acera estaba llena de transeúntes con atados y paquetes; visitas de los enfermos.<br />

Acercó el carro a la acera y lo llamó: "Sebastián" —gritó; era prohibido tocar el claxon.<br />

Él levantó la cabeza. Se despidió de la <strong>mujer</strong> y entró al vehículo con una expresión seria,<br />

alterada, en la cara.<br />

—Nunca volvás a hacer eso —dijo, acomodándose en el asiento.<br />

— ¿Qué? —preguntó <strong>La</strong>vinia, sorprendida, olvidando por un instante la angustia por Felipe.<br />

—Llamarme por ese nombre en la calle, en público. No sabes si realmente me llamo así...<br />

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