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<strong>La</strong> Mujer Habitada<br />
Gioconda Belli<br />
bocanada de aire. Pero Felipe estaba vivo. No habría foto en el periódico. Sólo había sido una<br />
confusión.<br />
Ellos seguían discutiendo sobre la nota que Sebastián envió con el "correo".<br />
—Estoy seguro de que me escribiste en la "esquina del parque". Lástima que quemé el papel —<br />
decía Felipe.<br />
Poco a poco, los dos se fueron calmando, hasta finalmente reírse y abrazarse, diciéndose que<br />
menos mal, habían pasado un buen susto y mira a <strong>La</strong>vinia, cómo está la pobre, dale un abrazo.<br />
Horas más tarde, en el rincón de los brazos de Felipe —plácidamente dormido— <strong>La</strong>vinia no<br />
podía dormir.<br />
Después de la espera, después de aclarar a medias las confusiones (porque no quedó claro quién<br />
de los dos se confundió, alterando el equilibrio del mundo), Felipe aún tuvo que salir a llevar a<br />
Sebastián. Ella se quedó sola en la casa. Y cuando se vio sola pensó haber imaginado el retorno de<br />
Felipe. El pánico la alcanzó de nuevo hasta que él regresó.<br />
Hicieron un amor tierno y lento en el que ella lloró, por fin, la idea, la posibilidad de su muerte;<br />
esa criatura material rondándoles los besos, el tacto. Lloró por ella misma, por la figura de la<br />
muchacha despreocupada que había sido ella hasta hacía pocos meses, disolviéndose, dejándola<br />
desconcertada, posesionada de una <strong>mujer</strong> que aún no encontraba identidad, propósito, seguridad.<br />
Lloró su indefensión ante el amor, ante la disyuntiva de la violencia, la responsabilidad que ya no<br />
podía seguir evadiendo de ser una ciudadana más. Y, sin aviso, en el momento más profundo del<br />
enfrentamiento, cuando sus cuerpos sudados entraban a saco en el agitado aire próximo al<br />
desenlace, su vientre se creció en el deseo de tener un hijo. Lo deseó por primera vez en su vida con<br />
la fuerza de la desesperación, deseó retener a Felipe dentro de ella germinando, multiplicándose en<br />
su sangre.<br />
Apaciguada, sin poder dormir, evocaba la sensación animal, el instinto posesionándose,<br />
imperativo, de la razón, construyendo la imagen de aquel niño —lo vio tan claramente— aparecido<br />
de pronto en su imaginación. ¿Por qué se le habría ocurrido?, se preguntó. Para ella la maternidad<br />
había sido una noción postergada para un futuro sin diseño preciso. Con el rumbo que tomaba<br />
ahora su vida, aquello era aún más impreciso. Su existencia, día a día, parecía confundirse en<br />
acontecimientos impredecibles. <strong>La</strong> mañana y la noche eran territorios inciertos; la desaparición, la<br />
muerte, una posibilidad cotidiana. En esa situación, no quedaba más alternativa que renunciar al<br />
deseo de prolongarse. Un hijo no cabía en semejante inseguridad. Era un pensamiento disparatado.<br />
Mientras amara a Felipe no sería posible. No debía ni pensarlo. Tendría que renunciar. Renunciar<br />
como tantos desde antes y después, renunciar mientras Felipe fuera esa figura apareciendo y<br />
desapareciendo, esa luz intermitente.<br />
Le dolió el vientre. El dolor se convirtió paulatinamente en rabia. Rabia desconocida brotando<br />
de la imagen de un niño que jamás existiría.<br />
¿Cuántos niños andarían por el éter, pensó, negados de la vida por estos menesteres? ¿Cuántos<br />
en América <strong>La</strong>tina? ¿Cuántos en el mundo?<br />
Miró a su alrededor tratando de recobrar el principio de realidad. Felipe dormía pesadamente. <strong>La</strong><br />
habitación a oscuras dibujaba sombras en la luz lunar que se filtraba por la ventana; afuera, las<br />
ramas del naranjo, inclinadas, se mecían en el viento. En alguna parte había leído que el deseo de<br />
parir sobrevenía más fuerte en momentos de catástrofes naturales, cuando la muerte hacía sus<br />
muecas.<br />
Eso debía estarle sucediendo, pensó. No era racional que se le hubiese ocurrido la idea en estas<br />
circunstancias y sin embargo había visto la imagen del niño sonriente; sentía en sus entrañas la<br />
rabia y el instinto desatados en la calma nocturna.<br />
Sebastián tenía razón, se dijo. Ya estaba involucrada. ¿A qué engañarse en largas luchas internas<br />
sobre si debía o no hablar con Flor o simplemente devolverle los papeles como quien devuelve un<br />
libro ya leído a su dueño? No podía más que sentir deseos de burlarse de sí misma por su<br />
incertidumbre, su miedo, el peregrino engaño de creer que aún podía escoger. <strong>La</strong> verdad es que el<br />
sonido de la muerte cabalgaba sus noches, la violencia de los grandes generales había irrumpido en<br />
su entorno como una sombra maligna y gigantesca, pensó. Ya no le era posible evadirse: ya era<br />
dueña de su propia dosis de rabia, del "derecho de nacionalidad" de su cuota de violencia, como<br />
dijera Sebastián.<br />
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