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¿Alguien que quisiera <strong>ser</strong> su amo? ¿Cuánto tiempo iba a aguantarlo? ¡Ni siquiera cinco minutos! De lo<br />
cual se deduce que no hay hombre que le vaya bien. Ni fuerte ni débil. Dijo:<br />
— ¿Y por qué no utilizas nunca tu fuerza contra mí?<br />
— Porque amar significa renunciar a la fuerza —dijo Franz con suavidad.<br />
Sabina se dio cuenta de dos cosas: en primer lugar, de que aquella frase era hermosa y cierta.<br />
En segundo lugar, de que, al pronunciarla, Franz quedaba descalificado para su vida erótica.<br />
VIVIR EN LA VERDAD: ésta es una fórmula que utiliza Kafka en su diario o en alguna<br />
carta. Franz ya no recuerda dónde. Aquella fórmula le llamó la atención. ¿Qué es eso de vivir en la<br />
verdad? <strong>La</strong> definición negativa es sencilla: significa no mentir, no ocultarse, no mantener nada en<br />
secreto. Desde que conoció a Sabina, Franz vive en la mentira. Le habla a su mujer de un congreso en<br />
Ámsterdam y de unas conferencias en Madrid que jamás han tenido lugar y le da miedo ir con Sabina<br />
por la calle en Ginebra. Le divierte mentir y esconderse, precisamente porque no lo ha hecho nunca. Se<br />
siente agradablemente excitado, como un buen alumno que hubiera decidido hacer novillos por una vez<br />
en su vida.<br />
Para Sabina, vivir en la verdad, no mentirse a sí mismo, ni mentir a los demás, sólo es posible<br />
en el supuesto de que vivamos sin público. En cuanto hay alguien que ob<strong>ser</strong>ve nuestra actuación, nos<br />
adaptamos, queriendo o sin querer, a los ojos que nos miran y ya nada de lo que hacemos es verdad.<br />
Tener público, pensar en el público, eso es vivir en la mentira. Sabina desprecia la literatura en la que<br />
los autores <strong>del</strong>atan todas sus intimidades y las de sus amigos. <strong>La</strong> persona que pierde su intimidad, lo<br />
pierde todo, piensa Sabina. Y la persona que se priva de ella voluntariamente, es un monstruo. Por eso<br />
Sabina no sufre por tener que ocultar su amor. Al contrario, sólo así puede «vivir en la verdad».<br />
Por el contrario, Franz está seguro de que la división de la vida en una esfera privada y otra<br />
pública es la fuente de toda mentira: el hombre es de una manera en su intimidad y de otra en público.<br />
«Vivir en la verdad» significa para él suprimir la barrera entre lo privado y lo público. Le agrada citar<br />
la frase de André Bretón acerca de que le gustaría vivir «en una casa de cristal» en la que nada sea<br />
secreto y en la que todos puedan verlo.<br />
Cuándo oyó a su mujer decirle a Sabina «¡qué feo es ese colgante!», comprendió que ya no<br />
podía seguir viviendo en la mentira. En aquel momento debía haber salido en defensa de Sabina. Si no<br />
lo hizo fue porque tenía miedo de poner en evidencia su amor secreto.<br />
Al día siguiente <strong>del</strong> cóctel iría con Sabina a pasar dos días a Roma. Seguía resonando en sus<br />
oídos la frase «qué feo es ese colgante» y veía a su mujer de una manera distinta a como la había visto<br />
durante toda su vida. Su agresividad, invulnerable, ruidosa y temperamental, lo liberaba <strong>del</strong> peso de la<br />
bondad que había cargado pacientemente durante veintitrés años de matrimonio. Se acordó <strong>del</strong> enorme<br />
espacio interior de la iglesia de Ámsterdam y volvió a sentir dentro de sí el extraño, ininteligible<br />
entusiasmo que en él despertaba aquel vacío.<br />
Estaba haciendo la maleta cuando entró Marie-Claude a buscarlo a la habitación; empezó a<br />
hablarle de los invitados <strong>del</strong> día anterior, elogiando enérgicamente algunas opiniones que había oído de<br />
ellos y condenando sarcásticamente otras.<br />
Franz la miró largamente y luego dijo:<br />
— No hay ninguna conferencia en Roma.<br />
No entendía:<br />
— ¿Y entonces a qué vas?<br />
Dijo:<br />
—Hace ya nueve meses que tengo una amante. No quiero que nos veamos en Ginebra. Por eso<br />
viajo tanto. He pensado que debías saberlo.<br />
Después de pronunciar las primeras palabras se asustó; el coraje que tenía al comienzo lo<br />
abandonó. Apartó la vista para no ver en la cara de Marie-Claude la desesperación que suponía que le<br />
iba a causar con sus palabras.<br />
Tras una pequeña pausa se oyó:<br />
—Sí, yo también opino que debía saberlo.<br />
<strong>La</strong> voz sonaba firme y Franz levantó la vista: Marie-Claude no se había derrumbado. Seguía<br />
pareciéndose a aquella mujer que ayer había dicho con voz chillona «¡qué feo es ese colgante!».