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VE-44 OCTUBRE 2018

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—Deja que me congele Kazan. Yo… yo ya no tengo casa<br />

La anciana respiró el frío aire invernal y tosió violentamente.<br />

Kazan se echó uno de sus brazos al cuello y la levantó para meterla en<br />

su taxi, cuyo interior no era lo que se decía caluroso, pero sí acogedor<br />

comparado con la temperatura ambiente. Caminaron unos pasos y<br />

Kazan sentó a su lado a la señora Klimov.<br />

—¿Qué le ha pasado?<br />

La anciana arrugó el rostro conmovida.<br />

—Mi nieto… me ha tirado de mi casa. Después de cuidarlo toda<br />

una vida. Llámelo egoísmo o las compañías inoportunas. Ha vendido<br />

mi hogar a los especuladores… —reprimió un sollozo restregándose<br />

el rostro con la manga— No hace falta decirte más.<br />

Kazan la miró con sus ojos rasgados, preguntándose si el destino<br />

de la anciana no acabaría siendo el suyo. Cayendo sobre él como lo<br />

haría un depredador despiadado sobre una presa. Arrancó el taxi y<br />

desconectó el taxímetro tras girar: «ocupado». El vehículo salió del<br />

paso de cebra y se perdió por los barrios de las afueras. Solitarios y<br />

mal iluminados. Por los que circulaban sujetos solitarios como<br />

sombras fugaces.<br />

—Vayámonos a casa, señora Klimov, ahí se moriría.<br />

La anciana se extrañó por aquel comentario.<br />

—Yo ya no tengo a donde ir, Kazan. Me han desechado como<br />

un perro viejo -la anciana volvió a reprimir otro sollozo con la sucia<br />

manga de su abrigo.<br />

—Entonces a cualquier parte, lejos del frío de las calles; no<br />

pienso dejar que se muera.<br />

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