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ANGEL PITOU

Angel Pitou tercer libro sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas

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Cotterets. Aquí, seducido, sin duda, por el aire sano que se respiraba, por lo bien<br />

que el notario le habló de la pensión del abate Fortier, dejó al pequeño Gilberto<br />

en casa del digno hombre, cuyo aspecto filosófico apareció a primera vista, pues<br />

en aquella época la filosofía era tan poderosa que se había deslizado hasta en casa<br />

de los hombres de iglesia.<br />

Después de esto, volvió a marchar a París, dejando sus señas al abate Fortier.<br />

La madre de Pitou conocía todos estos detalles, y en el momento de morir<br />

recordó estas palabras: «En caso de necesidad, contad conmigo». Esto la iluminó.<br />

Sin duda, la Providencia lo había dirigido todo para que el pobre Pitou<br />

encontrase tal vez más de lo que perdía. Envió a buscar al cura, porque no sabía<br />

escribir; el cura escribió, y en el mismo día envióse la carta al abate Fortier, que<br />

se apresuró a poner las señas y a echarla en el correo.<br />

Ya era tiempo, porque dos días después la mujer murió.<br />

Pitou era demasiado joven para reconocer toda la extensión de la pérdida que<br />

acababa de sufrir; pero lloró a su madre, no porque comprendiese la separación<br />

eterna de la tumba, sino porque vio a la pobre mujer fría, pálida y desfigurada; y,<br />

además, el pobre niño adivinó instintivamente que el Ángel guardián del lugar<br />

acababa de remontarse al cielo, y que la casa, viuda de su madre, quedaba<br />

desierta y deshabitada. Ya no se daba cuenta de su existencia futura, ni tampoco<br />

de su vida del día siguiente; y por eso, cuando hubo conducido a su madre al<br />

cementerio, cuando la tierra quedó redondeada sobre su ataúd, formando una<br />

nueva eminencia, sentóse sobre la fosa; y a todas las invitaciones que le hicieron<br />

para salir del cementerio contestó moviendo la cabeza y diciendo que, no<br />

habiéndose separado nunca de su madre Magdalena, quería permanecer donde<br />

ella estaba.<br />

Durante todo el resto del día y toda la noche no se movió de la fosa.<br />

Allí fue donde el digno doctor (no recuerdo si hemos dicho que el futuro<br />

protector de Pitou era médico), allí fue, repetimos, donde el doctor le encontró<br />

cuando, comprendiendo toda la extensión del deber que se había impuesto por la<br />

promesa hecha, acudió él mismo para cumplirla, cuarenta y ocho horas, o poco<br />

menos, después de salir la carta.<br />

Ángel era muy joven cuando vio al doctor marchar por primera vez; pero ya<br />

sabemos que la juventud conserva profundas impresiones, que dejan<br />

reminiscencias eternas; y además, el paso del misterioso joven había estampado<br />

su huella en la casa, en la cual dejó el niño que hemos dicho, y con él su<br />

bienestar. Todas las veces que Ángel oía a su madre pronunciar el nombre de<br />

Gilberto, experimentaba un sentimiento análogo a la adoración; y después, en fin,<br />

cuando le vio reaparecer en la casa, hombre ya y con su nuevo título de doctor,<br />

cuando agregó a los beneficios del pasado la promesa del porvenir, Pitou juzgó,<br />

por el agradecimiento de su madre, que él también debía agradecer al pobre<br />

muchacho, sin saber bien lo que decía, había balbuceado las palabras «recuerdo<br />

eterno» y «sinceras gracias», que oyó pronunciar a su madre.<br />

Así, pues, apenas vio al doctor a través de la puerta del cementerio, apenas le vio<br />

adelantarse en medio de las tumbas rodeadas de césped, con los brazos cruzados,<br />

le reconoció, levantóse y salióle al encuentro, comprendiendo que no podía<br />

contestar negativamente, como a los otros, a quien acudía al llamamiento de su

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