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Revista Sala de Espera Nro 60 Agosto 2019

Editorial Lo he dicho y lo reitero: soy una enamorada de Santo Domingo. En eso quizás nos inspiramos los que con tanto cariño trabajamos esta edición y debo darle todos, absolutamente todos los bombos al equipo del Cluster Turístico de Santo Domingo que con tanta alegría y aceptación recibió nuestra propuesta de que fueran ellos los que compartieran los rostros y espacios que hacen vibrar a la primada de América. Mi agradecimiento especial a Don Kin Sánchez, Coordinador asuntos culturales y comunitarios, una verdadera Biblia de la Ciudad Colonial y un alma libre; se los digo, deben buscarlo y pedirle que les haga un tour por la zona. También a la siempre atenta Virginia Baez, Coordinadora de Proyectos y Administración del Cluster, sin ella no habría sido posible esta edición. El desarrollo de la Ciudad Colonial es indudable, su majestuosidad es apreciada y valorada anualmente por millones de turistas que se maravillan ante las modestas y engañosas fachadas de sus casas; recintos de un mundo mágico y desbordante en su interior. Además, quién que haya acudido en los últimos meses no se ha maravillado con el dinamismo económico y comercial de sus espacios, manteniendo su esencia de ciudad viva no solo para el turismo internacional y local, sino para los que desde hace décadas residen entre sus callejuelas. Sí, Santo Domingo no es solo la Ciudad Colonial pero sin esta última la ciudad sería otra cosa. La pujante capital dominicana se transforma convulsa y quizá con demasiada rapidez ante la capacidad de los locales para adaptarnos y de las autoridades para organizarla. Dado este panorama tenemos un problema y miles de soluciones en las manos para ejecutar. Santo Domingo no es ni puede ser ciudad de orgullo sin su gente, sin sus dinámicas, sin su acceso rápido y seguro a la colorida y zona amurallada. La consentida del Caribe no puede ser lo que queremos sin que los que en ella vivimos, también pongamos más y más de lo nuestro para verla brillar de limpiecita y que las bocinas surjan cuando de verdad no haya remedio, y que podamos caminar por aceras más anchas, más verdes y más humanas. Katherine Hernández Editora

Editorial
Lo he dicho y lo reitero: soy una enamorada de Santo Domingo. En eso quizás nos inspiramos los que con tanto cariño trabajamos esta edición y debo darle todos, absolutamente todos los bombos al equipo del Cluster Turístico de Santo Domingo que con tanta alegría y aceptación recibió nuestra propuesta de que fueran ellos los que compartieran los rostros y espacios que hacen vibrar a la primada de América. Mi agradecimiento especial a Don Kin Sánchez,
Coordinador asuntos culturales y comunitarios, una verdadera Biblia de la Ciudad Colonial y un alma libre; se los digo, deben buscarlo y pedirle que les haga un tour por la zona. También a la siempre atenta Virginia Baez, Coordinadora de Proyectos y Administración del Cluster, sin ella no habría sido posible esta edición.
El desarrollo de la Ciudad Colonial es indudable, su majestuosidad es apreciada y valorada anualmente por millones de turistas que se maravillan ante las modestas y engañosas fachadas de sus casas; recintos de un mundo mágico y desbordante en su interior. Además, quién que haya acudido en los últimos meses no se ha maravillado con el dinamismo económico y comercial de sus espacios, manteniendo su esencia de ciudad viva no solo para el turismo internacional y local, sino para los que desde hace décadas residen entre sus callejuelas.
Sí, Santo Domingo no es solo la Ciudad Colonial pero sin esta última la ciudad sería otra cosa. La pujante capital dominicana se transforma convulsa y quizá con demasiada rapidez ante la capacidad de los locales para adaptarnos y de las autoridades para organizarla. Dado este panorama tenemos un problema y miles de soluciones en las manos para ejecutar. Santo Domingo no es ni puede ser ciudad de orgullo sin su gente, sin sus dinámicas, sin su acceso rápido y seguro a la colorida y zona amurallada. La consentida del Caribe no puede ser lo que queremos sin que los que en ella vivimos, también pongamos más y más de lo nuestro para verla brillar de limpiecita y que las bocinas surjan cuando de verdad no haya remedio, y que podamos caminar por aceras más anchas, más verdes y más humanas.
Katherine Hernández
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