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Se dice que cada vez que un torero recibe una cornada,
la voz de García Lorca se deja oír como un murmullo, y su poema,
Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, nuevamente tiene sentido... En
esa tarde del 26 de septiembre de 1984, las lágrimas germinaron por
Paquirri y por su sangre derramada: “Eran las cinco en punto de la
tarde/ Un niño trajo la blanca sábana/ a las cinco de la tarde..../ El
viento se llevó los algodones/ a las cinco de la tarde.../ Y un muslo con
un asta desolada.../ Comenzaron los sones del bordón.../ Las campanas
de arsénico y el humo.../ En las esquinas grupos de silencio.../ ¡Y
el toro solo corazón arriba!.../ Cuando el sudor de nieve fue llegando.../
cuando la plaza se cubrió de yodo.../ la muerte puso huevos en
la herida/ a las cinco de la tarde./ A las cinco de la tarde./ A las
cinco en punto de la tarde.”
“Un ataúd con ruedas es la cama.../ Huesos y flautas suenan
en su oído.../ El toro ya mugía por su frente.../ El cuarto se irisaba
de agonía.../ A lo lejos ya viene la gangrena.../ Trompa de lirio por
las verdes ingles.../ Las heridas quemaban como soles.../ y el gentío
rompía las ventanas/ a las cinco de la tarde./ A las cinco de la
tarde”...
Y Paquirri, el torero valiente, en la desguarnecida enfermería,
ofrecía su carne al bisturí para ganarle a la muerte. “Tranquilos
–dijo con temple– que ya he tenido muchas cornadas y sé de qué
va esto. No va a pasar nada”. De súbito, el diestro entró en delirio y
la palabra del poeta granadino le visitó su mente... “¡Que no quiero
verla!/ Dile a la luna que venga, que no quiero ver la sangre de Ignacio
sobre la arena... ¡Que no quiero verla!”...
Partió Paquirri, el que juntaba en su capote la potencia
de los toros, la fuerza animal, el vendaval que pasa con la muerte.
Lidiaba como sólo saben hacerlo los maestros taurómacos, que rinden
la bravura del animal con el arte del movimiento con garbo e
inteligencia.
La noticia dice que falleció en la ambulancia que lo llevaba
al hospital de Córdoba, y eran las diez menos veinte de la noche.
Al morir ya no deambuló más por el laberinto interior y logró
solucionar su caos... tal vez en su último momento supo que en el centro
del laberinto estaba ella, Isabel, la que le había dado –como Ariadna
le dio a Teseo– el secreto para lograr el camino de la felicidad.
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