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Ser la esposa de Marco Vespucchi, descendiente de una
familia de ricos banqueros florentinos, no la llevó jamás a ambicionar
el poder ni las traiciones de la corte, no se apegó al amor, a los
boatos palaciegos ni a los placeres mundanos. Se dejó hacer, se dejó
llevar. Su destino –ella bien lo sabía– era trascender en un lienzo, ser
contemplada... era más representación que existencia.
El mal sutil (*) se le aferró como una maldición y la consumió
joven. Sandro Botticelli, el “griego resucitado”, la grabó en su
mente, y sólo después de muerta –Simonetta jamás posó en vida–
hizo de ella un trazo ondulante, hermoso, una pincelada eterna.
Ella manifestó haber sentido sobre su cuerpo una aguda y ardiente
mirada que la iba gastando y consumiendo en un baño de colores...
Era que el pintor ya la había elegido como su única modelo, y la
estaba plasmando en sus cuadros como La Madonna de la granada,
La Primavera, Palas, La Calumnia, La Verdad, Flora, o la hermosa
Venus en pleno nacimiento, igual que fue el rostro de casi todas las
vírgenes que pintara el artista florentino.
En los museos se la observa hoy, serena, pensativa... siempre
dispuesta a ser amada y mirada. Con ese rostro de todos los
tiempos, con esos pechos desnudos y el vientre y el pubis semiocultos,
abriendo un renacimiento, anunciando una nueva era: una
visión diferente para los seres maltratados de tanto oscurantismo, de
tanto odio teológico al sexo, propio de la umbría medieval.
Simonetta es, como el colibrí, una gota del arco iris.
(*) Enfermedad para la cual no se conocía cura, muy característica de la Edad
Media. La persona adelgazaba rápidamente, con fiebre y ahogos, hasta morir.
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