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Quilombazo N° 1

Primera entrega del fanzine insignia de Quilombazo Editorial. En esta primera entrega, el eje temático será: el barrio.

Primera entrega del fanzine insignia de Quilombazo Editorial. En esta primera entrega, el eje temático será: el barrio.

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Quilombazo


LEGALES

“Gente Sincera” y “Pipiyo” son de PG

“Miguel” y “Sara” son de Luis Parodi

Ilustraciones interiores (“Miguel” y “Un tipo Sencillo”) y la historieta

corta “San Vicente es un barrio enorme” son de Polo

“La Gringa”, “Cerveza y cigarrillos”, “Un tipo sencillo” y “Ese olor” son de

Gastón Sánchez

“Qué importa cómo se rompe mi corazón” es de J. Kobieta

“Corrida de Toros” es del Negro Viglietti

Quilombazo es un proyecto colectivo. Usualmente envolvemos gente en

una alfombra y los arrojamos por un barranco.

Ilustración de portada: Agite Comics.




Miguel

Luis Parodi

—La concha de su madre. — murmuró Miguel, mientras bajaba los escalones, siguiendo

el lento compás de la muchedumbre. Otra vez se había ilusionado en vano. Otra

vez había hecho la fila para sacar las entradas, había llegado con tiempo a la cancha,

había comprado su banderita… todo, para nada. Para que los mismos jugadores se

volvieran a cagar en su pasión.

Ah… pero esta vez, la iban a pagar. Él ya había tomado una decisión.

Volvió a su casa ya de noche, el domingo. De la bronca que tenía, ni siquiera comió. Ni

hablar de prender el tele para ver el resumen, eso sólo lo haría poner peor. Fue directo

a acostarse. Para su sorpresa, al despertarse el lunes seguía sintiendo el mismo fuego

que lo devoraba por dentro. La misma ardorosa necesidad de hacer justicia. Su justicia.

Porque no podía ser que se la llevaran de arriba.

Llamó por teléfono al trabajo y se excusó de ir ese día. Adujo, como siempre solía hacerlo,

un malestar estomacal, algo bastante verosímil dado la medida de su abdomen.

Se vistió y partió hacia la ferretería del barrio. No la que quedaba cerca, a dos cuadras.

Sino la que estaba sobre la avenida, esa que también vendía artículos de caza. Ahí

trabaja el Claudio, y por unos mangos seguramente lo iba a poder convencer de que le

vendiera algún “fierrito” sin tener registro. Cuando llegó esperó que el Claudio terminara

de atender a la señora que le pedía “el coso que va en el cosito”, y a través de esos

códigos que sólo la gente de barrio entiende, quedaron en encontrarse en la puerta de

la vuelta, la que da al depósito del local.

Miguel volvió a su casa, con su .22 corto en el bolsillo. Parecía un arma de juguete, pero

el Claudio le aseguró que funcionaba bien. Obviamente, no le contó precisamente

para qué la quería usar.

—Es para seguridad, viste. Está muy jodida la cosa, hay mucho loquito suelto.

Ahora, era momento de desarrollar un plan. El primero en pagar tenía que ser el 9.

Sí… ese mal nacido que cobra fortunas por errarle a la pelota, que se borra siempre en

las difíciles, que se lo ve con su buzarda incipiente arrastrarse por la cancha. Ese que,

encima, tiene el tupé de hacerle frente a los hinchas, de contestarle. Claramente tenía

que ser el primer objetivo.

Como era el día inmediato posterior al partido, los jugadores tenían día libre. Iba a

tener que buscarlo en su casa. Mejor, porque a la salida del club hay muchísimos testigos,

incluso están los de seguridad… El pelotudo este seguro anda confiado, iba a

ser presa fácil. A través de un contacto en la dirigencia del club, pudo conseguir su

dirección. Hubo que insistir, pero mediante la excusa de que quería hacerle firmar

una camiseta para un sobrino que estaba enfermo, la pudo conseguir. Al dirigente,

de cargo bastante menor pero dirigente al fin, le pareció raro: “ir a hacerle firmar una

camiseta justo el día después de perder un partido clave, y justo a él, que la gente lo

puteó todo el partido… pero bueno, los chicos por ahí agarran de ídolo a cualquiera”,


pensó.

Miguel llegó a la puerta de la coqueta casa, estacionó en la vereda del frente y esperó.

Por momentos, le hizo acordar a las películas que veía de pibe, donde dos policías (o

detectives, vaya uno a saber) esperaban horas y horas a que un sospechoso saliera de

su casa. Esperaba que ese no fuera el caso, obviamente. Este iba a ser el primero, pero

había otros más que debían pagar. Se le cruzó por la cabeza que la seguridad se iba a

reforzar después de que el burro este recibiera su merecido, pero prefirió ni pensar en

eso. De alguna manera se la iba a arreglar.

Mirá la casa que tiene, el hijo de puta, farfulló entre dientes.

De prontó su corazón se aceleró: el portón automático del garaje, blanco, impecable,

comenzaba a levantarse. Veía asomarse la trompa negra de su auto alemán último

modelo.

Cagaste, pensó.

Apretó la 22 en su bolsillo, agarró la camiseta y el fibrón que había preparado, y salió

en busca de su presa. El jugador se sorprendió al verlo llegar, pero se calmó un poco

al ver la camiseta y el fibrón en sus manos, y la amplia sonrisa en la boca de Miguel.

No esperaba que lo vinieran a molestar a su casa, pero después de lo mal que la había

pasado el día anterior, no le venía mal un pequeño reconciliamiento con la hinchada,

aunque fuera de a uno por vez.

—¿Me firmás?, es para mi sobrino…— primereó Miguel, tratando de disimular el asco

que le generaba este tipo, con toda la guita que tiene, todo para hacernos sufrir todas

las semanas. Ladrón.

El delantero accedió, agarró la camiseta con una mano, y tomó el fibrón de la mano

de Miguel con la derecha. Cuando levantó la cabeza para preguntarle el nombre del

niño al cual le dedicaría su firma, se encontró con la cara ya desencajada del frustrado

hincha. Miguel ya tenía el fierro en la mano, lo apuntaba directamente a la panza del

jugador, mientras que con todo el odio que despedían sus vísceras le soltó:

—Ahora las vas a pagar a todas, perro hijo de puta.

Pero había algo que Miguel no había calculado. Siendo su víctima un deportista entrenado,

y estando a tan corta distancia, le dio la posibilidad de reaccionar. El jugador

se corrió hacia el costado, saliendo de la trayectoria del corto cañón de la 22, y la tomó

con ambas manos. Empezaron a forcejear, casi sin emitir sonido. Cayeron al suelo,

rodaron una, dos veces. Fueron apenas unos segundos, pero pareció una eternidad

hasta que un ruido agudo y sordo retumbó en la calle del coqueto barrio.

Tendido boca arriba, en un charco de su propia sangre, un último pensamiento apareció,

fugaz, en la cabeza de Miguel:

Pero la concha de mi madre, qué sal que tengo. Mirá cuando viene a embocar un tiro

este hijo de remil puta.






La Gringa

Gastón Sánchez

Con el test de embarazo positivo en su mano, la Gringa lloraba con desconcierto

en el baño de aquella estación de servicio.

Estaba drogada y el aire se le entrecortaba.

Me llamó por teléfono a eso de las cuatro de la madrugada. Yo dormía después

de una de mis tantas escatológicas borracheras. No sé por qué mierda me logré

despertar.-

—Vas a ser papá, pelotudo. — me dijo.

—¿Qué? —respondí aturdido, con voz de ultratumba, producto del sueño y el alcohol.

La Gringa era prostituta desde hace años. Somos amigos desde la niñez, conozco

a lo que queda de su familia y ella conoció a la mía cuando tuve una.

Jamás tuvimos sexo. Era una especie de pacto silencioso que acordamos entre miradas

borrachas varias veces.

Ella la pasaba mal con su trabajo y yo con mi vida en general. Solía leerle los textos

que escribía y ella siempre me decía que eran una mierda; la quería como a una

hermana.

Siempre me decía entre carcajadas que si quedaba embarazada yo sería el padre.

Manifestaba su odio hacia los hombres ya que conocía el costado más asqueroso y

primitivo de éstos, pero insistía en que yo era diferente.

No, yo no era diferente a aquellos animales. Solamente que la quería tanto que

jamás le hubiera faltado el respeto.

Hablamos poco y nada aquella madrugada. Al día siguiente quise comunicarme

con ella pero no pude hacerlo.

Esos días estaba en un estado de melancolía absoluto, no quería salir de casa. La

Gringa no se comunicó conmigo tampoco.

Al cabo de una semana recuperé mis ganas de salir. Caminé por la villa hasta su

casa y nadie atendió, lo cual era extraño porque siempre había alguien en la casita.

Una ambulancia pasó a toda velocidad por las calles de tierra. Varios patrulleros la

siguieron y supe lo peor.

Corrí unas cuadras para ver la trágica escena.

La Gringa se había tirado de la pasarela en la ruta 20. Su cuerpo, o lo que quedaba

de él, estaba estrellado en el suelo y un auto la arrastró unos metros más allá del lugar

de caída. Contuve las ganas de vomitar, pero estaba pálido. Temblando como

una hoja me acerqué al tumulto. Sus familiares lloraban desconsolados, su madre


se había desmayado.

Si hubiera tomado fuerzas antes podría haber hablado con ella. Que aborte, que lo

de en adopción, que criemos juntos a esa futura criatura, no lo sé. Había muchas

opciones posibles antes que ésta.

No pude llorar. Quise hacerlo, pero me limité a abrazar a sus hermanas y retirarme

del lugar en silencio.

No asistí a su funeral. Me quedé en casa y tomé una botella de whisky, como antes

hacíamos los dos, desahogando la mierda que teníamos dentro.

Por alguna extraña razón su pérdida destruyó algo dentro mío.

Mañana no voy a salir de casa.

La depresión ha regresado, la Gringa se ha ido.

Cerveza y cigarrillos.

Otra mañana desperdiciada. Abro los ojos y parece que esa mancha de humedad

en el rincón se queda mirándome fijamente. La ignoro y me levanto; ya sin importarme

la suciedad del piso. Camino descalzo entre colillas de cigarrillo y me veo al

espejo. Todo maltrecho, cabello enmarañado, tremendamente flaco, tosiendo sin

descanso y jodidamente hambriento. No pienso cambiarme, tengo la misma ropa

hace tres días y no huele mal. Desde que me quedé sin trabajo ya no sudo como

antes… Abro la puerta de la habitación y escucho a Doña Marta que habla con una

de mis vecinas. Me escabullo por los rincones para que no me vea; le debo dos semanas

de alquiler y sabemos que es la dueña más brava que ha tenido la pensión

desde que abrió.

Salgo a la calle y el centro con su ruidoso andar me hace retumbar la cabeza, maldita

resaca. Cuento un par de monedas que tengo en el bolsillo y afortunadamente

alcanza para un pucho suelto. Al fumar recuerdo a mi madre, tosiendo, aferrada al

cenicero gris, bebiendo agua helada o tomando mate amargo en las tardes. Luego

de sus siestas de las que despertaba con un intenso mal humor.

Por momentos la extraño aunque no se lo diga a nadie. A veces me pregunto por

qué me fui de casa… ¿era necesario?

Voy hasta la Mugrecita, barcito de mala muerte e higiene dudosa con mucha reputación

en ésta parte de la San Martín. Al verme, el dueño ya sabe que voy a pedirle

fiado.

Lo más probable es que me tenga lástima, ya que cariño no podría tenerme nadie.

Da igual lo que se le pase a él por la cabeza, lo importante es que mi cerveza está

en la mesa.

Bebo y olvido unas cosas. Pero otros recuerdos caen a mi memoria como lluvia


torrencial. Puede que necesitemos recordar, aunque algunos recuerdos lastimen.

Se me calentó el pico y mangueo un pucho al chupao de la mesa del lado. De mala

gana me convida uno, pero no me molesta.

En éste último tiempo aprendí a convivir con la poca voluntad de la gente y la caradurez

que tuve que adoptar para sobrevivir.

Sigo con hambre, pero nadie te da un plato de comida si te ven así. Sucio, borracho,

pidiendo cigarrillos. Todos señalan, todos hablan de vos aún sin saber por

qué mierda terminaste ahí, de esa forma.

Me levanto y juro que voy a pagar lo que debo. No me creen, murmuran a mis espaldas

pero igual me voy con la frente alta.

Intento pasar la mayor parte del día en la calle, lejos de la soledad. Converso siempre

con algún abuelo, juego al ajedrez en la plaza, ayudo a los vendedores ambulantes

a guardar sus cosas cuando pasan los inspectores a cambio de alguna moneda

o trago de birra. Lo que sea para no aburrirme, para no estar sólo y ponerme a

pensar… Porque, al final del día, cuando el caos del Centro se detiene y las luces

dejan de brillar, ya no hay alcohol que acompañe o cigarrillos que calmen la ansiedad.

Tengo que volver a esa asquerosa pensión, a poner mi cabeza en la almohada

y enfrentarme con mi mente que reprocha, que cuestiona, que invade. Y la devastadora

soledad que se recuesta a mi lado y me abraza, acariciando mi cabello

mientras la depresión se desliza entre mis ropas y me susurra al oído: -“Tírate del

balcón. Al menos así la gente se reunirá a verte.”

Volteo hacia el balcón y sonrío mientras lágrimas caen por mi rostro. Me levanto

de la cama y comienzo a correr…



Un tipo sencillo

Sebastián era un tipo sencillo.

Lo conocí gracias a que él era pareja de la que entonces era mi cuñada.

Un sujeto de pocas palabras, gastaba más dinero que verbos conjugados en una

oración. Parecía no molestarle.

En su casa, la cual visité un par de veces, había pocas reglas. Sencillas como él,

pero que debían de seguirse a rajatabla para evitar incomodarlo.

Nada de lo que allí había tenía letras, ya que no sabía leer de corrido y le generaba

cierto nerviosismo la presión de tener un laberinto de firuletes frente a sus ojos.

Era impulsivo. No controlaba la razón y siempre recurría a su esposa, muchacha

de estudios completos, para que lo ayudase con textos que le resultaban todo un

desafío. Se sentía conforme con ser lo que era y nadie decía nada al respecto.

Pedía encarecidamente que ninguno de los presentes nos diéramos vuelta, bajo

ninguna circunstancia, frente a él. Era un animal enceguecido. En una ocasión lo

detuvimos entre tres para que no le dispare el abuelo Héctor que giró para buscar

un poco agua.

Los libros estaban estrictamente prohibidos frente a su presencia. Y si en casa

ajena alguien osaba sacar un texto, se marchaba del lugar en busca de alguna distracción

que lo separe del mundo abstracto que era la lectura. Sudaba y se ponía

pálido cuando alguien utilizaba palabras que para él eran desconocidas.

Pero debo de reconocer que era demasiado querido y aceptado en el seno de su familia

política, ya que su recibo de sueldo ostentoso justificaba cualquier carencia

mental que pudiera tener.

Su compañera se encargaba de dejarle alistado el uniforme, la placa y las llaves

del auto junto a la cama en la manera exacta para colocárselo. De lo contrario,

era capaz de ponerse el chaleco al revés o el borcego izquierdo en el pie derecho y

viceversa.

Para lo único que realmente era bueno y nadie podía discutírselo era con el arma

reglamentaria. La manejaba como un experto, la montaba y desmontaba como

si se tratase de una extensión de su cuerpo y se sentía poderoso asistiendo a una

reunión uniformado, acariciando como a un recién nacido al fierro prestado que

le daban sus superiores.

Perseguía a cualquiera que lo mirara mal, hacía detener a los negros que andaban

en moto y hacían ruido molesto para sus oídos y hay un par de desapariciones de

personas bajo sus guardias que nunca fueron esclarecidas.

Pero después de todo, eran gajes del oficio sencillo de aquel tipo sencillo.


Ese olor

Recuerdo esas mañanas depresivas.

Donde las ganas por salir de casa eran inexistentes y la cama parecía que me tenía

atrapado.

Pero de todas formas debía hacerlo. Ella no se merecía verme así; era innecesario.

Me vestía buscando en el fondo del cajón alguna sonrisa que pareciera convincente

y caminaba hasta su casa.

Aún no puedo acostumbrarme a la idea de que ya no vivamos juntos y que las casas

ya no sean una.

Veníamos en taxi. Ella sentada en mis rodillas, con una mirada tan llena de vida,

ignorando por completo la magnitud del problema que nos rodea a todos, incluyéndola.

Me acariciaba con suavidad y constantemente buscaba crear juegos nuevos. Como

si en su interior buscara distraerme, alejarme de eso que me ataba. Y yo, delirando

en el sillón, con la mirada hacia la nada, sin merecer siquiera la más mínima

muestra que ese amor sincero e inocente me daba.

Solía estar borracho y fumaba un cigarrillo tras otro para intentar recuperarme

de la resaca.

Me tumbaba en la cama; ella venía y se acostaba sobre mí.

El nauseabundo olor que yo tenía no parecía importarle. No me decía nada hasta

que de repente rompía el silencio y con una gran sonrisa decía:

—Papá, ¿vamos a jugar?

Y yo me desarmaba.

Sencillamente no podía permitirme seguir así.

Sin saberlo, ella me ayudó a no morir.




Corrida de toros

El Negro Viglietti

Nunca le supimos el nombre de verdad. Todos en el barrio sabían de quién hablabas

cuando decías Gepetto, pero sonaba más a apodo que a nombre posta. La verdad

es que se paseaba, con su andar de ave de corral, a la siesta a veces y otras

tantas a la mañana, mientras nosotros estábamos en el colegio. Mis viejos me

mandaron a una escuela pública primero y, cuando pudieron, me metieron en un

privado. Así supe que el barrio tenía movimientos diferentes de personas; no era

lo mismo ir al Nacional 2 sobre la calle Nocera a las doce del mediodía que entrar a

cursar a las seis de la mañana al San Agustín, sobre la San Martín. Las diferencias

eran grandes no sólo por la clase de chicos que asistían al colegio (en el privado

había ‘gente bien’, digamos), sino porque en la secundaria pasé la mitad de mi

tiempo durmiéndome en el pupitre y no tanto chivateando por ahí.

El primero que me habló de Gepetto fue uno de mis tíos. Me dijo que ya lo jodían

y le hacían bromas pesadas cuando ellos iban al colegio, que nadie sabía bien qué

era lo que tenía pero que evidentemente era mogólico o algo así. Se decía que era

producto de un hijo entre primos o una violación. Pero todos sabían, también, que

era su padre, viejito ya, el que lo cuidaba en el Club “Vivencia”, un lugar de bochas

semiabandonado, vino tinto y tango en AM. El apodo, como aprendí más pronto

que tarde, le vino porque antes arrastraba con él un muñeco de madera, que yo

creía haberle visto llevar a veces, haciendo de ese hombre la caricatura grotesca de

un niño de piel requemada por el sol, cuero curtido en arrugas, barba mal afeitada

y poquísimo pelo. Más allá de que debía tener mil años, Gepetto daba miedo y

provocaba la risa nerviosa, como todo lo que es raro y anormal, en el piberío que

se juntaba en la plaza, delante del Club Social y Deportivo El Ruiseñor. Los chicos

hablaban de la falta de miedo que tenían mientras que las chicas dejaban en

evidencia lo incómodas que las ponía este hombre arrugado, de edad indefinida,

sentándose en el banco de la plaza que daba al frente de la parroquia, sacándose

los mocos o mirando la gente pasar. Una vieja a veces le dejaban un sándwich y

una palabra amable, pero nosotros no éramos giles; las veíamos apurar el paso y

ser breves. A ellas también les daba miedo.

Claro que, cuando yo era chico, todavía andaba paseando tranquilo con el caminar

roto, casi dislocado. Pero tranquilo. No lo perseguía nada de lo que pasó más temprano

y nos echo la culpa, al menos en parte, a esa barrita de pendejos desagradecidos

del Ruiseñor. Porque empezar a identificarse con algo (un barrio, un club,

un lugar de procedencia) es también empezar a sentirse orgulloso, y el orgullo es

una cosa peligrosa si se cría entre iguales. Sobre todo, entre varoncitos.

Me acuerdo patente. Alfredo, el panadero de la otra cuadra, dejaba la bolsa de pan


viejo (a veces hongueado, a veces macizo) en el tacho de basura de la esquina, uno

de esos cosos de hierro fundido que ya no se ven. Nosotros lo sacábamos de ahí

los martes a la tarde y los usábamos como proyectiles. Les juro, si no revolearon

nunca un pedazo de pan duro no saben lo peligroso que es. Liviano como un pedazo

de nube y rotundo como un adoquín. Se lo tirábamos a los autos que pasaban

en la costanera, por la calle que rodea la barranca, o a las chicas que se hacían las

estiradas sin intención de pegarles. Pero a Gepetto le empezamos a tirar medio

por joder y terminamos haciéndolo por verdadero miedo. Se nos vino al humo

gritando cosas que no entendíamos; se expresaba a los gritos y sin palabras, como

si la lengua fuese demasiado grande para la boca que tenía. Un pedazo de pan que

le tiró el gordo Ferro le dio en la cara y la mirada le cambió. Ya no era de amenaza,

era odio puro; pero nosotros éramos más y teníamos la risa fácil del abusador.

Verlo trastabillar y dudar nos dio la posta: no había que aflojar. Los cascotazos con

forma de pan le llovieron encima. Corrió más rápido que nosotros (no sabría decir

cómo, con ese andar deforme que tenía), pero cometió el error de meterse en el

Pasaje Nerón, una callecita sin salida. Ahí, acorralado, se trepó dificultosamente

a una ventana de la casa abandonada del fondo, para que no lo pudiéramos agarrar.

Tristemente, eso nos facilitó la tarea de cagarlo a piedrazos. Me acuerdo que,

cuando lo vi ahí arriba, recibiendo los golpes y cubriéndose la cara con los brazos,

algo se me aflojó en el pecho. La persecución había sido un juego, pero esto ya era

otra cosa. Le hinché las bolas a los chicos; ya fue, vamonos. No lo molestemos más.

Me acuerdo las risas de Elías, Tomi, el gordo Ferro y Pablito; todos con la crueldad

con la que cualquier chico pisa un insecto, yéndose sin siquiera dirigirle la palabra.

Mentiría si dijera que no me contagió la risa; el orgullo provoca esas cosas,

y nosotros éramos los pibes del Ruiseñor. La cara de Gepetto estaba cubierta de

lágrimas y bronca.

Después de eso reemplazó el muñeco de madera por una gomera. Siempre tenía

un cascote desproporcionado calzado encima y el miedo se volvió real. Porque todos

sabíamos cómo y cuándo lo habíamos jorobado, y temíamos por la desproporción

en el castigo. Coincidió en la época en la que mis viejos me cambiaron

de escuela, y a los chetos del San Agustín, que nunca les había faltado nada, les

parecía que Gepetto no sólo era un payaso; era una desgracia para el barrio, y se

lo hacían saber siempre. Guardando las distancias, claro, pero siempre le gritaban

cosas de una cuadra a la otra. Era vertiginoso y peligroso verlo correr a toda velocidad,

cascote en mano, viniéndose al humo hasta que el piberío se refugiaba en

un kiosko, el almacén o cualquier lugar con un adulto para poner distancia entre

él y los molestos.

Ahí empecé a fijarme en Hugo. Era mi amigo desde que transitamos la pubertad

juntos y yo lo quería un montón. Tanto que, en una de las primeras salidas que

tuvimos juntos, volvimos caminando de la mano hasta nuestras casas. No fue sino


hasta unos años más tarde, a los dieciséis cuando, en pedo, le planté un beso en los

labios. Yo tenía un miedo atroz, pero como la boca de él respondió a eso, me relajé.

Lo miré con la mirada difusa de los borrachos y él se tapó la cara, riéndose, como

de vergüenza. No dijimos una sola palabra, pero fue hermoso.

Después de eso pasó lo que yo había temido; me empezó a evitar. No había forma

de que me dirigiera la palabra o me hablara, y sentí que había roto algo hermoso,

que había trastocado algo maravilloso en mi peor pesadilla. Pocas cosas duelen

tanto como las emociones cuando uno transita la adolescencia, y ver a Hugo darme

vuelta la cara o ignorarme deliberadamente era horrible. Con dieciséis años uno

también es bastante impetuoso y, cuando ya no podía más, lo encaré para que me

mirara a los ojos y me dijera qué mierda le pasaba. Me dijo que nos juntemos en la

plaza a la siesta, después del cole. Que íbamos a hablar.

Por ese entonces, él competía en torneos de tae-kwon-do y se juntaba con la barrita

de su academia también. Por eso se me hizo un vacío en el pecho cuando, al

llegar a la cita, vi que lo acompañaban dos amigos de esos rumbos: pero más atroz

fue mi pánico cuando vi que la forma de hablar, de moverse, era de una abierta

hostilidad hacia mí. Empezó preguntándome qué quería y, en vez de mi nombre,

me dijo “putito”. Sé que estaba construyendo una historia para contarle al resto

de sus amigos taekwondistas después y que los otros eran testigos de cómo me

rompía el corazón. Pero, cuando le dije que quería que hablemos del beso de la

otra noche y de que realmente lo quería, se puso como una furia. Ahí me di cuenta

de que también me quería reventar la cara a trompadas. Porque el orgullo es

peligroso, pero más peligroso es tener que asentarse en las bases de lo que ser

varón significa. Lo supe cuando Hugo me lanzó la primera trompada, y también

cuando sus amigos se sumaron a cagarme a piñas y patadas.

No supe nunca, encogido como estaba, cubriéndome la cara con los brazos y

hecho un ovillo en el suelo, cómo sucedió bien la cosa. Si sé que, de un momento

a otro, escuché puteadas de los pibes bien fuertes, y que me dejaron de golpear de

un segundo a otro. Después, algunas amenazas dichas al aire y pasos de corridas.

Cuando me descubrí la cara, Gepetto estaba parado al lado mío, agitado de la corrida

que había pegado. Me enteré por amigos, después, de que el cascotazo que le

puso a Hugo necesitó puntos. Le dije un ‘gracias’, pero cuando me miró no había

en él ningún tipo de gratitud o reciprocidad. Sentí que él sabía quién era yo y que,

si me había salvado, no era por ser un buen tipo, sino por el odio desmedido que

tenía hacia cualquier tipo de abusador. Se fue en silencio, rengueando y arrastrando

la gomera, sin decir nada.

Y pensar que nunca le supimos el nombre.




Sara

Luis Parodi

—Estoy feliz de recibir su donación. Cualquier monto será gratamente apreciado—,

repitió mecánicamente Sara, mientras miraba las uñas de su mano derecha.

Algunas de ellas, particularmente la de su dedo anular, estaban ya comenzando

a despintarse. Pensó que sería una buena oportunidad de cambiar de color. A lo

mejor podría estrenar ese rojo carmesí que compró hace un tiempo pero que todavía

no se decidió a usar, con un poco de miedo a parecer demasiado llamativa.

Demasiado “femme fatale”. Se imaginó todos los alcances de esa palabra mientras

tomaba nota -también mecánicamente- del número de tarjeta de crédito del hombre

que estaba del otro lado de la línea telefónica.

Pero la atención que le brindaba a su interlocutor cambió al momento de solicitarle

su dirección: Obispo Castellano 1124. Según su propio mapa cerebral, barrio

San Vicente, Córdoba, muy cerquita de la Plaza Lavalle. El saber que se trataba de

una dirección en la misma ciudad le hizo levantar una ceja. Un gesto que siempre

hacía cuando algo la tomaba por sorpresa, o la sacaba de la habitual monotonía

que suponían sus 6 horas y media de trabajo. A partir de ese momento su actitud

en la conversación cambió rotundamente. Casi como si hubiera cambiado de piel,

apeló a todas sus armas de seducción. Todas las que podían usarse por teléfono,

por lo menos. Su voz se hizo más suave, su expresión más dulce y menos automatizada.

Comenzó a mostrarse interesada en lo que el hombre (que pasó de ser

un X a ser Roberto) le contaba. Vinieron los halagos, primero a su generosidad

y después a su voz, a que sonaba joven para la edad que denunciaba el DNI, y

algunas otras cosas más. La conversación se extendió, demasiado como para conservar

los números por los cuales su supervisora solía felicitarla, así que decidió

acelerar la cuestión: le pidió una dirección de correo electrónico y, antes de cortar

la llamada, le envió por ahí su número de celular.

Al salir del trabajo, mensaje va, emoji viene, llegó el inevitable pedido de fotos.

Sara tenía una que solía usar para estas ocasiones. Se la sacó una amiga un viernes

antes de arrancar para el Sargento, y tiene esa combinación casi exacta de alegría

y desparpajo que, cree ella, a los hombres los cautiva. Al parecer, cumple con su

cometido. Quedan en encontrarse el próximo jueves. Roberto propone un lugar

neutral, “salir a tomar algo”. Pero Sara toma la delantera y le dice que está muy

frío, que no tiene mucha plata… que le gustaría ir a su casa. Roberto lo duda por un

instante, pero termina aceptando. Siempre terminan aceptando.

Jueves, 9 de la noche. Sara terminó hace un rato de pintarse las uñas con ese rojo

carmesí al que le tenía tantas ganas, pero todavía no se animaba a usar. Tuvo

que esperar a que se sequen para poder ponerse el vestido que hace juego con


ese mismo color. No le gusta soplarlas, cree que eso hace que queden vetas en

las uñas, además de ser una señal de ansiedad. Y ella no se considera ansiosa. Le

gusta tomarse el tiempo que corresponde para cada cosa. Finalmente, una vez ya

con el vestido, los zapatos y el maquillaje listos, mira dentro de su cartera. Tiene

todo lo que le va a hacer falta. Baja a la puerta del edificio y le pide al portero que

le llame un taxi. Sabe que están caros y que el Trole C o el 72 la dejarían casi en la

puerta, pero tendría que caminar unas cuadras para tomarlos, y la ocasión bien

vale la pena.

El frente de la casa coincide con el de muchas de las casas del barrio. Casa de una

planta, probablemente construida en los ‘60 o los ’70, posterior a esas grandes casas

chorizo que fueron las que le dieron a San Vicente su identidad característica.

A Sara siempre le intriga saber cómo sonará el timbre de cada una de las personas

que visita. En este caso, luego de presionar el botón de plástico se siente a través

de la puerta el eco del clásico “ding-dong”. Al cabo de unos segundos, la puerta se

abre y aparece Roberto. Cincuentón, de pelo entrecano, estatura media y una barriga

que, posiblemente, esté haciendo un esfuerzo por ocultar. —Hola Sara, qué

bueno que viniste, pasá— le dice, mientras recorre su figura con una mirada de

abajo hacia arriba. Sara sonríe, le da un beso en el cachete y cruza en el umbral de

la puerta a la vez que parece buscar algo en su cartera. Mientras tanto Roberto le

pone llave y pasador a la puerta.

El cuchillo se desliza tan suavemente entre las costillas que parece estar cortando

manteca. Las horas en el gimnasio valieron la pena piensa ella, asombrada por

haber podido cortar saco, camisa, piel y carne todo en un solo movimiento. También

valieron la pena las lecciones de anatomía online, aunque ésas ya las puso

en práctica varias veces antes. Sabe en qué parte perforar el pulmón para que la

víctima no pueda gritar. Por lo menos, no a un volumen que pueda ser escuchado

por sus vecinos. Retira el cuchillo del cuerpo de Roberto mientras contempla

su cara de horror y espanto, sólo para volverlo a clavar en misma posición pero

ahora del lado izquierdo. Cuando vuelve a retirarlo, busca en su cartera (que todavía

lleva puesta) un pañuelo de tela. Limpia la sangre y se mira en el reflejo de

la hoja: quizás abusó del rimmel. Poco importa ya. Mira su reloj, que acusa casi las

diez menos cuarto. Será una noche larga y divertida, como hacía mucho no tenía.

Mientras tanto Roberto boquea, casi inmóvil, en el suelo junto a la puerta. Podría

decirse que busca tanto aire, como una explicación a lo que está sucediendo. Consigue

un poco de lo primero. Para la segunda, tendrá toda la noche.


la propiedad privada es una

estafa. fotocopie, preste, robe

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