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Y el juego no está destinado a nadie en particular. El que
tiene la suerte no la tiene, ni la tiene por sí mismo ni en
función de sí mismo. El «sin ti» de la suerte libera, con el
tuteo, para el anonimato.
• La suerte no es más que otro nombre para el azar.
Buena, mala, aún es suerte y, siempre, buena suerte. Lo
mismo ocurre con la gracia que, a veces, es desgracia sin
renunciar a la extrema buena gracia que debe a su «trascendencia».
«Tengo suerte» quiere, por lo tanto, decir:
«Tengo azar» o, con más precisión, entre «mí» y la necesidad
de una ley existe esa relación de entredicho que,
con seguridad, procede de la ley, pero que ya siempre se
ha dado la vuelta hasta entredecir esta última, provocando
así un nexo de ruptura. El entredicho golpea a la ley.
Se trata aquí de un acontecimiento escandaloso. La ley se
aplica a sí misma el entredicho, y así, del modo más astuto
(la augusta astucia de la ley), restaura otra ley, más
elevada, es decir, más distinta, en relación más decisiva
con la alteridad de la que se supone, entonces, que procede
la interdicción. El azar —o la suerte o la gracia que
pone la ley entre paréntesis, de acuerdo con el tiempo
fuera de tiempo— es reintroducido de esta forma bajo la
jurisdicción de otra ley, hasta que ésta a su vez —y, a su
vez... Queda por determinar en qué relación ni legal ni
fortuita estaría el movimiento que siempre plantearía, a
partir de la transgresión, otra ley, distinta, lo mismo que,
a partir de la ley y como su otro, la transgresión, movimiento
de alteridad, sin ley, sin azar, movimiento que no
nombramos en modo alguno con lo negativo de dichas
palabras.
«Tengo suerte.» Fórmula tan fuerte como descarada,
pues la suerte desposee y desapropia. Lo cual, ¡jugador
que pretendes hablar en nombre del juego!, vendría a decir:
poseo lo que desposee, siendo la relación de desposesión.
Lo que viene a decir que no hay suerte para la suerte
y que la única suerte residiría en esa relación anónima
que, a su vez, no podría ser llamada suerte o sólo aquella
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