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09 ¿Quién eres tú para juzgar - Erwin W. Lutzer

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era incapaz de perdonar a su novia, quien le confesó que había mantenido

relaciones sexuales años antes de su conversión. A pesar del compromiso,

él creyó que no podía casarse con una mujer que no fuera virgen. El

hombre quería a una novia pura, sin los recuerdos de otras relaciones

íntimas.

De inmediato le pregunté si él era virgen en su vida sexual. Resulta que

él también había tenido una serie de relaciones sexuales en la universidad,

y al confrontarlo con la doblez de sus criterios, él admitió que así pareciera

razonable, los hechos eran los hechos: se sentía incapaz de perdonarla. Le

indiqué que su problema era que no se había dejado humillar por su propio

pecado del pasado. Había pecado igual que su novia, pero su pecado era

diferente porque su viga había crecido tanto que ni siquiera él podía verla.

Usted nunca entenderá el corazón de un fariseo hasta darse cuenta de que

él ve la viga en su propio ojo como si solo perteneciera a los demás.

El pecado siempre distorsiona nuestras percepciones. El profeta Natán

confrontó al rey David con la historia de un hombre rico que había robado

la cordera de un hombre pobre, y esto le causó tal enojo que dijo: “Vive

Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte. Y debe pagar la cordera

con cuatro tantos, porque hizo tal cosa, y no tuvo misericordia” (2 S. 12:5-

6). Luego Natán dijo a David: “Tú eres aquel hombre” (v. 7). David pudo

ver cuán malvado fue el robo de un animal pero no fue capaz de ver el

pecado mayor de robar la esposa de un hombre y luego ocasionar su

muerte para encubrirlo. Aunque fue ciego a sus propios pecados, vio los

pecados de los demás con claridad.

La cirugía ocular es bastante delicada, por esa razón un oftalmólogo

ciego no puede quitar los defectos en el ojo de otra persona. Esa es la

enseñanza de Cristo: “No tenemos derecho alguno de juzgar a otros hasta

que admitamos la verdad sobre nosotros mismos”. Quizás uno de los

problemas más grandes en nuestras iglesias es que no nos lamentamos por

nuestro propio pecado personal. Pecamos sin quebrantamiento, sin un

reconocimiento total de nuestras faltas en la presencia de Dios. Creemos

que nuestro pecado es superficial y por eso lo tratamos de manera

superficial.

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