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A Renzo le arrebataron sus hijos por medio de denuncias falsas. Lo siguiente fue un largo camino para hallar los oídos capaces de recibir su corazón. Desde el vacío mismo, padre e hijos deberán restablecer la identidad perdida, pegar pieza tras pieza y reconstruir lo que, de cualquier manera, quedará roto. En pleno siglo XXI, cuando las sociedades se cuestionan valores y estructuras, se recortan las siluetas de quienes pagan el precio de la historia, casi nunca los culpables. El desequilibrio de la injusticia es una masacre para el alma de los inocentes. Aquí, los protagonistas abandonan sus siluetas y encarnan sus propios susurros y gritos desesperados. Esta novela, aunque roza lo kafkiano, parece haberse concebido desde un lugar de luz, cuya fuente de energía es el recuerdo de las voces más amadas.
A Renzo le arrebataron sus hijos por medio de denuncias falsas. Lo siguiente fue un largo camino para hallar los oídos capaces de recibir su corazón. Desde el vacío mismo, padre e hijos deberán restablecer la identidad perdida, pegar pieza tras pieza y reconstruir lo que, de cualquier manera, quedará roto.
En pleno siglo XXI, cuando las sociedades se cuestionan valores y estructuras, se recortan las siluetas de quienes pagan el precio de la historia, casi nunca los culpables. El desequilibrio de la injusticia es una masacre para el alma de los inocentes. Aquí, los protagonistas abandonan sus siluetas y encarnan sus propios susurros y gritos desesperados.
Esta novela, aunque roza lo kafkiano, parece haberse concebido desde un lugar de luz, cuya fuente de energía es el recuerdo de las voces más amadas.
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VARIACIONES
SOBRE EL FUEGO
ARIEL PYTRELL
VARIACIONES
SOBRE EL FUEGO
©2020 Ariel Pytrell
Segunda edición, Variaciones sobre el fuego: abril 2020
ISBN: 979-8637528363
Derechos reservados sobre el texto
y las imágenes (portada e interiores)
Diseño | Arte de portada e interiores: AriTopet
Insepia Ediciones Originales
Buenos Aires, Argentina
www.apytrell.com | arielpytrell@gmail.com
Los nombres y personajes, así como las situaciones, son de ficción.
Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento,
alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier
forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante
fotocopias, digitalización u otros métodos sin el permiso previo
y escrito del autor (arielpytrell@gmail.com)
Contenido
1 | Ignición
Uno |
Dos |
Tres |
Cuatro |
Cinco |
Seis |
Siete |
2 | Combustión
Ocho |
Nueve |
Diez |
Once |
Doce |
Trece |
Catorce |
3 | Rescoldos
Quince |
Dieciséis |
Diecisiete |
Dieciocho |
Diecinueve |
Veinte |
Veintiuno |
11
29
45
66
79
97
127
139
155
167
191
215
247
287
327
345
357
373
408
429
445
A Vicente Humberto,
mi padre
1 | Ignición
ariel pytrell | variaciones sobre el fuego
UNO
Al principio, no supe diferenciar el agua de ducha de mi
propia humedad. El vapor suspendía esas partículas que siempre
me parecieron extrañas y que ahora me daban la sensación de
ser el tiempo mismo, la materia de mi pensamiento enquistado
en cada una de ellas. Me estremecí.
El agua seguía golpeando con fuerza la base de la bañera. A
pesar de que el vapor lo calentaban todo, percibía una corriente
fría desde algún lugar. Entonces, me decidí. Entré en la bañera,
apenas un movimiento mínimo.
La cortina de agua comenzó a golpear mi cabeza. El corazón
redobabla allí arriba. Ese calor no era mío, lo sabía. La humedad
de mis ojos, de mi sangre, de mi cuerpo entero se confundió
con el agua de ducha. Ya no quería saber nada de mí.
* * *
No quiero vivir este día. El domingo en que mis padres nos
dijeron que se separaban, pronuncié esa oración. Papá me miró.
Sus ojos habían llorado por la noticia que tuvo que darnos, pero
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se repuso tras mi sentencia. No, ¡no quiero vivir! Vi la expresión
en su mirada, la tensión en su mandíbula. No sé cómo explicarlo,
conozco a mi padre.
Aquel día iba a cambiar la vida de todos. Papá me habló con
dulzura y con firmeza. Pero nadie, ni siquiera él, podía explicarme
la sensación de vacío que sentía en el estómago. Después,
muchos trataron de decirme que era un sentimiento normal en
los hijos de padres que se separan. Pero ese día no se pareció a
ningún otro, porque sentía que ninguna vida se podía construir
de esa manera, que todo lo que había vivido era el sueño de
algún otro en el que yo no decidía.
Mi padre me pidió una y mil veces que lo perdonara, que en
esa separación ni yo ni mis hermanos éramos responsables. Y,
luego, aquellas frases sacadas de manual viejo. Que los hijos no
se separan, que estaremos siempre juntos, que todo volvería a
la armonía y bla, bla... Lo cierto es que, a los nueve años, sentía
mi vida partida a la mitad. Por como estaba Roma, que se había
pasado una hora entera llorando sin parar sobre el cuello de
papá; o Teo, a quien lo había poseído el demonio de todos los
berrinches, no les alcanzaría a mis padres aquello de «todo va
a estar bien».
Aquel domingo perduró mucho tiempo en mi memoria.
Hasta que, sin darme cuenta, lo olvidé por completo. O, tal
vez, me quedé con el efecto más que con el evento, enquistado
como habrá quedado en el vapor del tiempo. Lo cierto es que
ignoraba entonces todo lo que estaba por suceder. Solo contaba
con nueve años, dos hermanos, una madre, un padre, algunos
amigos. Y una cámara de fotos, de esas réflex analógicas que
ya no se usan más desde hace mucho. Guardaba la esperanza
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ariel pytrell | variaciones sobre el fuego
de capturar esos momentos de la vida para testimoniar lo más
valioso. Pero ese día, lo sabía, no quería vivir. Y nadie podía
explicarme bien por qué.
* * *
En la estación, mientras esperaba el tren, mi celular me
avisó que tenía una llamada de la madre de mis hijos. En realidad,
era Teo, el más pequeño, quien me anunciaba que no había
ido a la escuela esa mañana porque le dolía no sé qué, y que
acompañaba a su madre a la reunión. Al principio, me fastidié
un poco, porque tampoco estaba en mis planes el que ella fuera
a aquella reunión con la Comisión de Becas de la escuela. Pero
esa conversación inesperada con mi hijo me cambió el humor.
Y allí estaba Teo, haciéndome reír con sus ocurrencias.
—Mamá dice que tengo que cortar.
—No te preocupes, nos vemos en un rato.
Silencio en la comunicación.
—¿Y?
—«Y», ¿qué?
—Y ¿no cortás?
—Cortá vos, pa. —Se le escapó una risita divertida.
—Ah, no, ¿cómo voy a cortar yo? Cortá vos.
—No, cortá vos.
—Pero ¡si fuiste vos quién llamó!
—No, dale, ¡papi!
—O-ka, cortamos al mismo tiempo. A la cuenta de uno…
dos… ¡tres!
Sabía que Teo no cortaría la comunicación. Él también sabía que
yo tampoco podría. Era el mismo juego de hacía casi dos meses.
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—¡Eh! ¡No cortaste!
—¡Vos tampoco! —dijo, y su risa estalló en mis huesos.
—Dale, que está por llegar el tren.
Y otra vez el mismo ritual de contar hasta tres para no cortar
ninguno de los dos, como si nos costara desgarrarnos. Entonces,
oí que Teo hablaba a los gritos con su madre, le pedía que esperara,
porque ella le reclamaba el teléfono.
En vano intenté calmarlo, no me escuchaba. Cuando por
fin logré captar su atención, traté de convercerlo de que termináramos
la comunicación. Después de todo, en unos minutos
nos veríamos, porque mi tren estaba llegando. Se tranquilizó.
Cortó. Su voz continuó reverberando en mí, insistía en
entibiarme los oídos. No podía sentirme triste.
Subí al tren. No bien me senté, sonó La Marsellesa en el
teléfono. Eran las notas que identificaban el celular de mi
exesposa. «Papy te amo», decía el mensaje. Imaginé a Teo escribiendo
aquella frase, que había aprendido a escribir de memoria.
A pesar de esos caracteres de luz fría, percibía la calidez
de mi hijo.
El viaje en tren me pareció el más corto de mi vida. Me había
quedado dormido con la cabeza apoyada sobre el vidrio
de la ventana. Soñé con mis hijos, aunque no recuerdo qué.
Las primeras notas de La Marsellesa me advirtieron que tenía
un nuevo mensaje de texto de Norma. «¿Vas a tardar mucho
más? Están todos esperándote». Desperté desorientado. Me di
cuenta de que hacía rato que me debí haber bajado. Cuando el
tren llegó a la siguiente estación, me zambullí afuera. No podía
permitirme el lujo de perder el próximo tren si no quería soportar
el aliento infernal de una revolución.
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* * *
Lloviznaba, otro día que no quería vivir. Sé que no podía ni
pensar eso, porque papá se enojaría mucho. Pero esa mañana
lloviznaba. Y tampoco tenía ganas de vivirla. Eso era lo que
sentía.
Papá llegó inusualmente tarde a la reunión de la Comisión
de Becas. Mamá estaba nerviosa y ya se la estaba tomando conmigo.
Los primeros en saltar a los brazos de papá en cuanto llegó
fueron Teo y Roma. Yo también tenía ganas de saltar sobre él,
como siempre, pero debía ceder el privilegio a mis hermanos.
Eso no parecía regir en papá porque, no bien ellos soltaron su
cuello, él me rodeó con su brazo. Confié en su perfume, el de él,
digo. Recién en ese momento quise retener la vida.
—Disculpen la demora —se excusó mi padre, aún con su
brazo apoyado en mi hombro. —Lo siento mucho. —Me apartó
un poco, aunque mantenía el contacto con una mano cálida
sobre mi cabeza.
Mamá no dijo nada. Advertí su dureza en la tensión de sus
labios y en la rigidez de su tronco superior. Conozco a mi madre.
—Vayan al jardín de invierno —ordenó ella.
Miré a mi padre, intentaba decirle que me llevara con él. No
era que no quería estar con mamá. La amaba, pero me parecía
injusto no estar con papá también.
—¿Ninguno fue a la escuela? —reconoció él de repente.
—Teo se sentía mal —se adelantó Roma.
—Bueno —calculó papá—, Teo se sentía mal, entiendo.
Pero ¿ustedes? Solo tenían que entrar en sus aulas. Veo que no
tienen sus mochilas.
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—¡Vayan al jardín de invierno! —volvió a ordenar mamá.
—Pa, ¿me das tu celular? —pidió Teo, quien ya no parecía
estar muy mal.
Mi padre le dio su celular.
—¡Al jardín de invierno! —fue el grito, apenas disimulado,
de mamá.
Los tres nos enfilamos al jardín de invierno de esa mole de
cemento que llamaban «escuela», donde deberíamos pasarla
bien con la «chica cuidaniños», como decíamos con desprecio
entre nosotros. Pero yo solo quería ver caer la llovizna. Ni papá
ni mamá parecieron comprender mi necesidad, solo entraron
en el salón de puertas altas. Me habían privado de la llovizna, y
ya no quería vivir ese día.
* * *
Los dos salimos muy enojados de la reunión. Roma y Teo
habían tomado mis manos. Lucas, la de su madre. Caminábamos
hacia la estación. Intentaba no mirarla porque
sentía que estallaría en maldiciones. ¿Cómo pudo descalificarme
de esa manera?, pensaba. Lo hizo a propósito, quiere
desprestigiarme. Buscaba disolver esa ira en mi interior. ¡Se
volvió loca! Los chicos balanceaban mis manos, jugaban en
sus mundos ajenos a ese volcán interior de padres. ¿Cómo pudo
echarme la culpa por haberme quedado sin trabajo? Ella había
firmado pagarés por la mitad de la deuda del colegio de los chicos,
¡y me lo anunció en esa reunión! Me sentí frustrado, vivía una
injusticia.
Norma caminaba de la mano de nuestro hijo mayor. Hablaba
con él como si nada hubiera sucedido o, mejor, como si un halo
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de triunfo coronara su cabeza. ¡Quiere quedar como la heroína
sacrificada tras la separación! Alcanzaba a verla por el rabillo.
Pero ¿de qué quiere vengarse, si fue ella quien me pidió que me
fuera de la casa? No podía verla sin sentir una revolución en
mi interior. Intenté reprimir un sentimiento de violencia. Ella
sabía que yo pensaba y sentía exactamente esto que sentía y
pensaba. Llegamos a la estación.
—Escuchame —me dijo como si fuera casualidad—, tengo
que ir al trabajo, ¿podés quedarte con los chicos?
—¡Sabía! —finalmente estallé.
—¿Qué sabías? —dijo con serenidad forzada en la voz.
Me esforcé por no verla directamente a los ojos, como si
fuera una Gorgona que, en cualquier momento, me dejaría petrificado
en medio de la estación. Teo y Roma seguían tomados
de mi mano. Lucas miraba a lo lejos.
—No vamos a discutir en este momento —alcancé a decir
mientras respiraba con mucha dificultad. —Esta vez no puedo
quedarme con los chicos, tengo una entrevista de trabajo en
una hora.
—¡Dale, papi! —comenzó a quejarse Teo.
—Te prometo que no haré ningún lío —dijo Roma con su
mirada diáfana.
—Por supuesto, hija —admití, y la intervención de ellos me
ayudó a controlarme. —Siempre los llevé a todos lados sin problemas.
Pero hoy voy a una entrevista de trabajo, ¿entienden?
—¡Siempre lo mismo! —avanzó la madre.
—¿Justo a mí me decís esto?
—Y sí, justo a vos te lo digo. Yo voy al trabajo, no puedo
llevar a los chicos.
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—Pero había organizado de otra manera. No sabía que ellos
venían, los hacía en la escuela…
—Sí, escuela que no pagaste…
Percibí una herida con esas palabras. De algún modo, ella
sabía cómo aniquilarme.
—¿Por qué? —solo pude responder, impotente, tras elegir
de entre las dos millones de respuestas posibles, muchas de
ellas no muy santas.
—No te hagas la víctima de nuevo, haceme el favor, que ya
nos conocemos. Vamos, chicos.
Estuve a punto de ceder de nuevo, pero recordé lo que el día
anterior me había recomendado mi terapeuta: «No le ceda más
su lugar», me había dicho. «Y ¡menos, en nombre de sus hijos!
Lo manipula con eso». Resistí.
—Chicos —dije, y tragué saliva de manera sonora—, por
favor, comprendan. Falta poco para que estemos todo el fin de
semana juntos.
—Papi —intervino, por fin, Lucas—, ¿podés venir a buscarnos
el viernes a la tarde?
—Haré todo lo posible, hijo —respondí y acaricié su cabello
sedoso.
—¿No podés comprometerte siquiera con lo que te pide tu
hijo? —explotó la madre, que hacía muecas de desaprobación
ante todo aquello.
—Eso no es cierto. ¿Por qué querés que prometa lo que no
puedo prometer en este momento?
—Los chicos necesitan ritmo, saber que los esperás. Pero
¿qué se puede esperar de vos? No sos capaz de comprometerte
con nada, ¡ni siquiera llegaste a tiempo a la reunión!
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ariel pytrell | variaciones sobre el fuego
—Esto es gratuito. ¿Cuántas veces llegué tarde a algún lugar?
Además, ¿qué hacías vos en la reunión? Me habías dicho que no
podías ir…
—Pero vine, aquí estoy. Trabajo, atiendo a tus hijos, voy de
aquí para allá con sus compromisos, pero ¡vos no podés comprometerte
con nada!
—¿Qué estás diciendo? Siempre me comprometo.
—Sí, como con la escuela.
—Me quedé sin trabajo, no lo hice de malvado. —Buscaba
las miradas de los chicos. —Hijos, por favor, no crean que…
—¡No metas a los chicos en tus irresponsabilidades!
—No fui yo quien los metió en nada de esto.
—¿Qué me reprochás?
—¿Qué me reprochás vos, Norma? ¿Que me quedé sin trabajo?
¿Que, a pesar de todo, lucho por ellos con el amor de
siempre?
—¡El amor! ¡A mí no me vengas con esas!
—Todo esto no tiene sentido.
—Ese es tu tren, papi —dijo Roma, mientras señalaba la
máquina que se alejaba de la estación.
Respiré profundamente, el día recién comenzaba. Aún me
faltaba despedirme de los chicos. Me incliné para abrazar a mi
hija mientras Teo acariciaba mi cabeza y Lucas se acercaba a un
costado.
—Nos hablamos esta noche, ¿sí? —prometí mientras abrazaba
a cada uno.
La mirada de Norma permanecía allí, al acecho, fija como
una lechuza sobre su presa. Nunca antes me había dado cuenta
de esa actitud.
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ariel pytrell | variaciones sobre el fuego
—Y ¿te vas a ir sin llevártelos?
El silbido del guarda anunció la llegada de un tren en sentido
contrario. Un manojo de hijos alrededor de mí me impidió moverme.
Comencé a reír por lo que imaginaba que parecíamos.
Ellos también rieron.
—¡Sos increíble! —casi gritó ella. —¡No tenés la más mínima
vergüenza!
—Basta, Norma, por favor…
—¡Basta, un carajo!
Los chicos quedaron petrificados, colgados de mi cuerpo.
Sentí un calor hirviente que venía desde lo más profundo. Por
alguna trampa de mi mente, me sentía una vez más atrapado.
—¡Terminala! —grité más fuerte, con los chicos aún como
decorado. —¡Basta de hacer este escándalo! Y no, no puedo llevarme
a los chicos hoy porque tengo una entrevista de trabajo
con la que debo pagar la escuela, los viajes, los alimentos, el
alquiler y el alfajor con el que almuerzo. ¿Qué parte, decime,
no te quedó clara?
—Y ¿por eso es la madre quien tiene que cargarlos siempre?
—Eso no es verdad, ¡maldita sea!
—¡No me insultes, eh!
—Es una expresión, no te dije nada a vos.
—Entonces, ¡cuidá tus expresiones! Tus hijos están al lado.
—Lo mismo vale para vos. Yo solo dije «no» a una idea que
solo existió en tu cabeza.
—¿En mi cabeza?
—Sí, en tu cabeza. Porque vos te imaginaste que te iba a decir
que sí, pero nunca me consultaste cuando tomaste la decisión de
que los chicos no fueran a la escuela. ¿Por qué no fueron? No
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tienen nada, solo querías un escándalo. No entiendo todo este
rollo. ¡No entiendo tu odio!
—¿Odio? Sos vos el que me odia.
—¿Qué?
—¡Necesito estar enojada con vos para separarme!
Esas fueron palabras que no esperaba, quedé aturdido. Los
chicos ya se habían apartado de mí, pero nos miraban con tristeza.
Teo parecía a punto de llorar, pude ver el miedo en los
ojos de Lucas. Roma se había quedado pensativa aferrada a una
reja. La gente de alrededor nos miraba. Llegué a los ojos de ella.
Había chispas de odio, pero también de satisfacción.
—Vámonos, chicos —dijo mientras tomaba las manos de
los más pequeños. —Es evidente que no se puede así. Ya saludaron
a su padre.
Lanzó sobre mí una última mirada triunfante. Un dolor agudo
en la cintura, reflejo de un tumor extirpado hacía tiempo, amenazó
con irradiarse a lo largo de mi pierna derecha. Vi cómo mis
hijos se alejaban. Cada tanto, Lucas miraba atrás para verificar
que yo estuviera allí, estupefacto como me había quedado. Aquí
estaré, pensé, y me asaltó una tristeza desconocida. Siempre.
* * *
Finalmente, no era un trabajo estable, sino por encargo. Recordé
cómo, en el pasado, cuando Lucas y Roma eran niños
muy pequeños, buscábamos que yo trabajara en casa para
criar juntos a nuestros hijos. Pero se hacía muy difícil entonces,
solíamos convencernos de que esta historia del trabajo remoto
todavía no estaba afianzada en estos países provinciales del
planeta. Pero ahora, varios años después, con el tercer hijo ya
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