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La Sirena Varada: Volumen II, Número 1

La sirena varada: Revista literaria Volumen II Número 1 Agosto 2020

La sirena varada: Revista literaria
Volumen II
Número 1
Agosto 2020

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NÚMERO 1

VOLUMEN DOS

AGOSTO ‘20


Publicación mensual especializada en terror, ciencia ficción

y literatura policíaca editada por Editorial Dreamers.

Tlalnepantla de Baz, C.P. 54170, Estado de México, México.

Editor responsable: José Luis Vázquez

Ilustración de portada: bimxd / Adobe Stock

Ilustraciones: The British Library’s collections

Aunque las opiniones expresadas por los autores no necesariamente

reflejan la postura de esta revista, tanto la

editorial como el editor respaldan todas las ideas vertidas

al aceptar su publicación.

Queda estrictamente prohibida la reproducción total o

parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin

previa autorización de Editorial Dreamers, el editor responsable

o los respectivos autores.

lasirenavarada.editorialdreamers.com


AL LECTOR...

Se que muchos piensan que el nombre de esta revista

fue tomado de la canción homónima de Héroes del Silencio

(de hecho hay una anécdota muy graciosa sobre

un escritor que me reclamó el uso del nombre pensando

que era exclusivo de esa banda), pero el nombre

lo elegí en relación a la obra homónima del autor español

Alejandro Casona. En esa pieza teatral se narra,

de una forma cruel, la historia de Sirena y lo difícil

que es hacer frente a lo cotidiano cuando nos causa

un profundo dolor, mismo que solo puede ser evadido

a través de la fantasía. Pensando en esa idea fue que

escogí el nombre, ya que es inevitable que la literatura,

principalmente la ficción, nos sirva como un escape.

Es por eso que creo firmemente que esta revista

es una puerta para que el lector se fugue, aunque sea

por un instante, de su aburrida y repetitiva realidad...

Sin embargo, y por sobre todas las cosas, también

pienso que esta revista puede ser un lugar para

que los autores puedan expresar, a través del terror,

la ciencia ficción o la literatura policíaca, aquellas

ideas que no tienen cabida en otros espacios.

Espero de corazón que tanto autores como lectores

disfruten de esta nueva etapa, de la misma forma

que lo he disfrutado yo.




EL DIABLO

DE NUMIDIA

POR ALBERTO ARECCHI


Hace muchos años viajaba con mi coche

para cruzar las montañas de la Medjerda,

entre Túnez y Argelia. Era una noche

muy lluviosa. La carretera, estrecha

y llena de curvas, no estaba equipada con protecciones

adecuadas para garantizar que el viajero no se

vuelase por fuera en el barranco.

Yo me había aventurado en un camino, que sobre

el papel no parecía demasiado incómodo, con la convicción

de llegar antes del anochecer al otro lado de la

frontera. Sin embargo, la lluvia y las curvas terribles de

la carretera de montaña me dieron una noche a la horda.

Era un camino rico en recuerdos históricos: el

mapa abundaba con símbolos indicadores de ruinas

romanas y de Numidia. A lo largo de esa ruta, en

la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas aliadas habían

empezado la reconquista del Magreb. En esas

montañas, veinte años antes, los franceses habían

luchado contra los rebeldes argelinos. Las tropas coloniales

entonces habían tratado de construir una línea

impenetrable de fuertes y alambre de púas, para

impedir el suministro de los rebeldes.

Los informes eran escasos, pero no tenía miedo de

perderme: la carretera asfaltada, toda hecha de giros y

vueltas, seguía subiendo al cielo, sin rodeos, en la oscuridad

invisible de la noche más negra. En las curvas

más expuestas, un aguacero repente parecía despejar

el camino bajo las ruedas. Trataba de no pensar en lo

que podía esperarme, más allá de cada curva.

1


Además de la lluvia, las curvas, la oscuridad, los

destellos repentinos que iluminaban la noche, tenía

miedo de que unos animales salvajes, de repente,

cruzasen mi camino: un jabalí, un mono, un perro

callejero, un zorro... En la noche oscura, el coche podía

detenerse y no marcharse más. Mejor no pensar.

Tal vez esto pueda explicar por qué no me detuve,

cuando en medio de una curva estrecha, en la oscuridad

que se abría frente a mí, una silueta blanca se me apareció

de repente. Una gran sombra pálida, con las alas

extendidas, tenía que ser un ave de presa nocturna, un

mochuelo. Se detuvo un momento en el aire, recorriendo

un círculo en la luz amarilla de los faros, y desapareció,

mientras mis ojos intentaban reconocer el camino.

Un instante —o un siglo— más tarde, con la frente

perlada de sudor frío, estreché el silbido de proyectiles

de mortero. Aún estaba en la carretera, pero manejando

un vehículo blindado. De dos observatorios,

situados en los acantilados con vistas a la trayectoria,

los rayos de la luz sableaban la montaña. Largas ráfagas

de ametralladora cortaban la noche. Mi vehículo pasó

en un fuego cruzado de balas trazadoras y vei delante

de mí una máscara de mueca que me sonría: una arpía,

encaramada por un momento en el capó de mi camión.

Como una brizna, o como si fuera hecha de fósforo, la

larva brillaba de su propia luz y se desplazaba.

Percibía un peligro inmediato, la aparición bailarina

me asustara más que las ráfagas y la tormenta.

Tuve que esforzarme para mantenerme firme, los

2


ojos abiertos en la noche, para no distraerme. Sabía

que, siguiendo con los ojos los movimientos de la

aparición, podía salir de la carretera, por el barranco

empinado. El viento del norte traía explosiones

violentas de lluvia. La escaramuza parecía terminada,

pocos disparos aislados aún sacudían la oscuridad.

Mis ojos titubearon entre las sombras de tuya

y robles. Veía sólo remolinos de tormenta y ramas

sacudiendo en las ráfagas de viento; pero en el juego

de luces y sombras, a veces, se sucedía la mueca

atroz de mi visión. La máscara de luz emitía latidos

y parecía invitarme a seguirla. Se puso a descansar

en un claro, a unos cincuenta metros de la carretera.

En ese momento la cara de la sonrisa satánica

estalló en mil pedazos: astillas de luz, madera, metal

y tierra húmeda. Un proyectil de mortero había

golpeado a un pequeño depósito de municiones. Me

detuve, bajé del vehículo y me acerqué con cautela al

claro en el bosque. Acostado en su propia sangre, un

joven soldado en camuflaje, con el rostro desfigurado

por la explosión, murió en mis brazos. Nunca sabré si

fuese un francés, un hombre de la Legión Extranjera

o un rebelde. No había señales que lo identificasen,

frente a la muerte los jóvenes son todos iguales. En

los últimos suspiros, sacó de su bolsillo la foto de una

niña y ahora la apretaba en la mano, como si tratara

de aferrarse a esa última esperanza. Lo dejé ahí, bajo

la lluvia, en la oscuridad y el silencio. En la carretera,

mi coche esperaba, con las luces encendidas.

3


Llegué a Souk Ahras muy tarde en la noche y me

encontré con muchas dificultades para encontrar

una habitación y una cama para descansar. Me quedé

en la cama completamente vestido. Dormí poco,

todavía sacudido por el viaje en la tormenta, la visión,

los tiros de las armas y la imagen de aquel joven

atormentado. Me desperté y volví a dormir por lo

menos cuatro o cinco veces: la noche nunca pasaba.

Al día siguiente, la tormenta se había calmado y el

cielo se abría. Tan pronto como hubiera luz suficiente,

salté en mi coche y proseguí el viaje hacia Argel.

En mi estancia en aquellos países he podido descubrir,

en los libros y las conversaciones, las leyendas

que se cuentan, tratando de apariencias similares

a la que había visto esa noche.

El diablo de Numidia, o diablo de la Medjerda, se materializa

como una larva o un fantasma, en ocasiones especiales,

para predecir —o evocar— eventos desfavorables,

en ciertos valles habitados por la población bereber, en

las montañas entre Túnez y Argelia. Dicen que el diablo

aparece cuando alguien tiene que morir de una muerte

violenta, y para abrir brechas temporales, sobre el pasado

o el futuro. En esa noche de tormenta, la larva no viniera

para llevarme... o tal vez... ¿Quién sabe?

La muerte llevara una vida en ese lugar, en una

noche de tempestad.

¿Pero en qué año y en cual de los mundos posibles

y paralelos?

El diablo de Numidia estaba allí.

4


Las cabezas de las tres mujeres están

apiladas. Tienen los ojos y las fauces

vendadas, y sirven de base para un

montículo. Fue hasta después de

varias paladas de cemento fresco que

consiguió cubrirlas en su totalidad.

Se sentía orgulloso por su impecable

trabajo de albañilería. Sacó un viejo

pañuelo descolorido de la bolsa trasera

de su pantalón para limpiarse las gotas

de sudor que caían lentamente por su

frente, mientras, con una sonrisa de

orgullo en su rostro, les recordaba, en

voz alta, que ellas siempre serían el pilar

de su casa.

ALVARO SÁNCHEZ


A PRUEBA

POR Salvador Montediablo


Chroca bebía su soda sabor humano por

una de sus tres bocas, el planeta donde

vivía era una escuela especial de supervivencia

galáctica.

Era verano, había terminado ya con su último día

de aprendizaje y faltaba poco para que fuera al área de

simulación de guerra, donde pondría en práctica su

conocimiento empírico y, de fallar, pagaría con uno

de sus cerebros dejándolo invalido y estúpido; sería

un elemento perfecto para comerse la basura que generan

las diferentes especies de estudiantes alienígenas

en el campus, y así morir, sin sentir que murió, sin

saber que existió. Algunos seres usaban sólo un cerebro,

con una porción que les removían era suficiente

para ser programables y exiliados de su libre albedrio,

otros tenían hasta cincuenta cerebros, pero con cuatro

que se les removiera se podía hacer lo mismo, es

sólo cuestión de conocer las especies y su inteligencia,

a su raza le bastaba tener dos de sus tres cerebros para

ser un idiota manejable y sumiso.

Cuando un ser se enamoraba o mostraba afecto

por otro, se le exiliaba al desierto azul, se le dejaba

imbécil o se le enviaba a algún sol congelado. Chroca

no podía permitir ser dominado por esos instintos

en ese momento.

Cuando alguien en esta escuela aspira a conquistar

al universo, no únicamente aspira a la estúpida y efímera

gloria con la que ustedes vitorean sus perennes

existencia, sino que, cuando se te asigna cierto grado

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de servicio al Imperio, La Mentes, que son los seres

omnipotentes hijos directos del Big Bang, les asignan

una trascendencia astral cuando sus cuerpos son calcinados

por el tiempo o por cualquier situación terrenal.

Ahí, su última alma es redirigida a otro tiempo,

espacio y lugar, al que el indicado en su tiempo elija

y decida, se le asigna un cuerpo sin memoria. Pero, si

no sirvieron para nada o traicionaron al imperio, Las

Mentes, los convierten en fantasmas que moran sin

rumbo por el espacio.

El día de la graduación, Chroca bebía algo de estrella

derretida con núcleo de sol, eso creía él hasta

que sintió el sabor de extracto de enana blanca en

implosión, alguien había cambiado el contenido de

esos enormes tubos que emergían como llaves de

grifo de entre la base de la gran burbuja en la que

caminaba. Notó que a lo lejos, tipas de su especie

movían sus piernas a un sin ritmo excitador, pero

de entre todas vio a Merchela, la única por la que

daría sus tres cerebros. Una de sus bocas bebió dejando

caer ácido sobre una mancha voraz amarilla

que pasaba por ahí, empezaron a pelear, la mancha

lo devoraría de inmediato si no escupía más ácido

de su segunda boca, los sacaron de la esfera. Podía

por fin sin querer ni saberlo, de una manera fácil y

sencilla, omitir la prueba que estaba a punto de quitarle

uno de sus cerebros y dejarlo como comedor de

basura para toda su existencia. Esbozando tres sonrisas

se dispuso a caminar cuando escuchó el llorar

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de Merchela sobre una banca flotante, envuelta en

un vestido azul con estrellas centellantes; ella dejaba

caer sus lágrimas escarlatas al piso, eso significaba

que realmente estaba destrozada, si hubiesen sido lágrimas

verdes hubiese significado felicidad, Chroca

se aproximó, queriéndola consolar.

—Merchela, ¿qué te pasará? ¿Por qué estarás

llorando?

—Me he enteraré de que mi padre perderá un

cerebro.

—Será algo terrible. Pero, ¿por qué?

—Desobedecerá una orden directa en batalla contra

los Pericos transparentes piratas del planeta Rox.

—Será una estupidez todo eso. ¿Sabrás? Estaré

harto de siempre sentir miedo por esos estúpidos

Las Mentes.

—¿Qué dirás? Si te van escuchar decir eso, te quitarán

un cerebro y luego tendrás el destino de mi padre.

Ella ya no lloraba, suspiraba a intervalos irregulares,

limpió con un pañuelo los labios de sus tres

bocas y trató de sonreír sin lograrlo.

—¿Sabrás qué?

—¿Qué pasará? —respondió sin voltearlo a ver.

—Mis hormonas indicarán que somos compatibles

a cierto grado… Muy aceptable.

—¿Sí y qué?

—Nos iremos.

—¿A dónde?

—A donde será, pero lejos de aquí.

9


—Estarás loco.

—Sabré cómo lidiaremos.

—Pero no, ¿es que no querrás trascender? ¿Es que

no querrás la gloria que el imperio otorgará en los

reconocimientos a esos grandes líderes?

—Sí, pero contigo, ¿eso que importará...?

—No iré contigo.

Entonces él se acercó, tomó entre sus manos las de

ella y la puso de pie, se miraron, las treinta y dos lunas

que orbitaban el planeta universitario iluminaron ese

beso de tres bocas que hizo latir todos sus corazones,

el palpitar de sus latidos sonaba más fuerte que la música

que rebotaba dentro de la esfera de fiesta.

—La simulación ha terminado.

Otra lagrima carmesí cayó al piso que de inmediato

se comenzó a difuminar para dejar ver el piso

trasparente mientras el clon de la chica se convertía

en humo centellante; él seguía dentro de la esfera,

que ahora estaba vacía. A través de la invisibilidad

de las paredes vio a los profesores de su último grado

y al colegiado máximo de autoridades magnas, la

desaprobación era evidente, le quitarían uno de sus

cerebros y se la pasaría recogiendo por una eternidad

espacial la basura de todos los seres. De súbito

comenzó a arrancarse los corazones, antes de que

le quitaran un cerebro y su razón no le permitiera

sentir libertad, los soldados del imperio ya bajaban

por la circunferencia de la esfera para evitar que se

quitara la vida y obligarlo a cumplir su castigo.

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—Tal vez me convierta en mierda espacial flotante

pero, si llego a reencarnar, entonces habré ganado.

Soltó una lágrima verde y cayó inerte sobre la superficie

semicurva en la que se derramaba poco a

poco su sangre. El gran maestre, un hongo gigante

casi transparente, dijo sin ser escuchado a través del

aire, pero sin en las mentes:

—Llévenlo a la cámara y, antes de sacarlo de ahí,

quítenle un cerebro.

—Pero mi magno, a esta raza ya no podemos revivirla

en la máquina, este ser es obsoleto y…

El magno se retiró desapareciendo y dejando una

estela de naftalina que relampagueaba mientras se

dispersaba por la gravedad multidireccional de toda

la esfera.

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ilusiones

estelares

POR Enrique Hernández Muñoz


No me gustaba flotar en ese cinturón, en

medio de este gigantesco y vacío espacio

negro salpicado de luz. No había nada

interesante por hacer más que seguir a

las demás rocas, más grandes y más viejas que yo, en

un interminable andar ordenado. Allí solo se podía

flotar lentamente, siguiendo el mismo camino cíclico

una y otra vez, y eso era muy aburrido.

Pero algo sucedió, las demás rocas se alarmaron, estaban

asustadas, algo se acercaba a nosotras. Era un asteroide

muy grande y se aproximaba rápidamente. Yo no

estaba asustada, al contrario, me encantaba saber que

algo distinto, algo diferente pasaría en ese lugar. El asteroide

golpeó a varias rocas cercanas con fuerza, las cuales

me golpearon a mí con la misma intensidad. Después

de todos los impactos, el gran asteroide atravesó el cinturón

que nos retenía y se alejó indiferente. Varias rocas

y yo fuimos separadas del resto, nos alejamos hacia sitios

distintos. En ese momento, éramos libres. Yo era libre.

Durante mucho tiempo me desplacé a una velocidad

alta debido a la fuerza con la que el asteroide nos

golpeó, pero conforme me seguía moviendo sentía que

algo me jalaba y me atraía con mucha intensidad, lo

cual me hacía acelerar. Eso me gustaba, me hacía sentir

emocionada. En algún punto de mi viaje encontré una

serie de planetas diversos; raros y bonitos, pequeños

y enormes. Primero vi a un par de planetas parecidos,

uno de un azul fuerte y el otro de un azul pálido. Eran

planetas atractivos, pero parecían melancólicos.

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Después, mi viaje me llevó a observar una de las cosas

más asombrosas que jamás había visto, un planeta

amarillento rodeado de unos enormes y místicos anillos.

Aquello era un espectáculo hipnotizante, sin embargo,

eventualmente tuve que seguir adelante y alejarme de él.

Seguí desplazándome indefinidamente hasta topar

con un titán, un gigantesco planeta anaranjado, el

cual era seguido, fielmente, por un ejército de lunas

muy llamativas. Era muy intimidante e imponente,

pero por suerte no tardé mucho en dejarlo atrás.

Cuando dichos planetas estuvieron a mis espaldas,

vi a lo lejos una estrella amarilla, la cual me

transmitió su calor de una forma cariñosa. Dicho

calor ocasionó que el hielo y los gases atrapados en

mí se liberaran, este fenómeno provocó que se formara

una bella cabellera brillante y azul tras de mí.

Eso me gustaba, me había vuelto atractiva y hermosa.

Más que aquellas lejanas rocas viejas del cinturón.

Pronto, lo que sea que me estuvo jalando durante

mi viaje, lo hizo con más fuerza y provocó que

me moviera más deprisa. Con esta velocidad fue

que llegué a otro cinturón. Era un cinturón como

el que me tenía atrapado, pero era más pequeño y

lo conformaban grandes asteroides en vez de rocas

pequeñas como yo. Por suerte no me impacté con

ninguno de ellos, sin embargo, me miraban maravillados,

estaban sorprendidos por mi velocidad y por

mi cabellera azul de hielo y gases. Me sentí halagada

y satisfecha cuando crucé por fin aquel cinturón.

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Después llegué a ver otro grupo de planetas; uno era

rojo y desértico, desolado, pero interesante de alguna

manera. Otro era azul con manchas verdes, éste era

muy bonito y parecía que resguardaba algo muy especial

en su superficie. Por último, vi otros dos planetas

más pequeños, uno café y otro grisáceo, sin nada interesante

en ellos más que su atrevida cercanía con la colosal

estrella amarilla. Me acerqué entonces a la estrella,

era bellísima, jamás había visto algo tan precioso ni tan

resplandeciente. Pero mientras admiraba, la fuerza que

me jalaba se intensificó de sobremanera y me hizo darle

una vuelta a la estrella a una velocidad enloquecedora.

Después de esa tremenda y enorme vuelta, me alejé

de la estrella y mi movimiento volvió a ser rectilíneo.

Luego de dicho viaje, luego de mucho, mucho tiempo,

y luego de ver a los mismos planetas y a la misma

estrella una, y otra, y otra vez, fue que lo comprendí

con tristeza. Yo pensaba que el haber escapado del cinturón

me había hecho libre, que no volvería a recorrer

el mismo camino infinito con las otras rocas… Pero

ahora estoy atrapada en otra prisión, en una elipse

eterna, en un ciclo interminable. Estoy deprimida y

avergonzada, supongo que debí haber puesto más atención

a las rocas viejas del cinturón cuando hablaban de

una dichosa fuerza universal que nos mueve a todos

los cuerpos celestes. Si tan sólo las hubiera escuchado

con más detenimiento, desde el principio de mi viaje

habría sabido que no era libre, que seguía siendo una

prisionera, sólo que ahora de una prisión más grande.

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escalofríos

POR mauricio vega vivas


De vuelta de la reunión de exalumnos, a la

que se había decidido a asistir por primera

vez en dos décadas, el auto de la doctora

Griselda Román tomó el camino que descendía

de la colina donde se alzaba el salón de eventos.

Unos minutos después, el vehículo compacto rodeaba

la escultura de los rotarios, emplazada en la

rotonda, y la ciudad iluminada se asomó a sus pies,

entre la arboleda, como un mosaico radiante. Eran

las dos de la madrugada y caía una lluvia menuda

sobre la colina.

Al final de la pendiente que debía conectaría con

la calzada principal apareció de pronto delante del

auto una bifurcación envuelta por la bruma, que

Griselda no reconoció. La antropóloga detuvo titubeante

el vehículo en el crucero, tratando de recordar

el camino por el que había llegado. Temerosa,

sin embargo, de que otro vehículo embistiera el suyo,

eligió con rapidez un camino al azar y el auto volvió

a moverse. Pero tan pronto como el vehículo tomó

aquel lóbrego sendero, flanqueado por robustos encinos

cuyas copas sacudía el viento como a espesas

cabelleras, Griselda tuvo un vago presentimiento y

un escalofrío la estremeció.

Abriéndose paso con dificultad entre la bruma, el

auto avanzó camino abajo como si se deslizara por

un tétrico tobogán, sin que apareciera ningún señalamiento.

La suave luz de las luminarias era opacada

por el follaje denso de los encinos. La ciudad

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iluminada abajo, en el valle, se perdió en la espesura.

Presa de la ansiedad, Griselda hundió el pie en

el acelerador para dejar atrás, lo antes posible, aquel

sombrío sendero.

Minutos después, la antropóloga exhaló aliviada

al descubrir por el espejo retrovisor que la loma quedaba

finalmente atrás. Sin embargo, unos quinientos

metros más allá, el pavimento terminó abruptamente

dando paso a un camino de terracería, que

tampoco reconoció.

La noche se fue aclarando conforme el auto avanzaba

por aquel rústico camino, hasta que un cielo transparente,

cuajado de estrellas, se abrió enteramente

sobre su cabeza. Bajo las sombras de una noche ahora

apacible, los faros del auto alumbraron para su sorpresa

una vieja carreta detenida a la orilla del camino. Y

más adelante, aparecieron también los rudimentarios

aprestos de un arado, atados a una cerca de leños. Al

otro lado del cerco, un par de caballos relincharon cansadamente

cuando el vehículo a un lado de ellos.

A través del parabrisas, cuyos limpiadores comenzaron

a rechinar ante la ausencia de lluvia, Griselda

buscó con ansiedad alguna señalización que le

indicara que marchaba por el camino correcto. Pero

ningún aviso apareció más.

Una hondonada seca se abrió enseguida a sus pies.

Y un caserío anclado al fondo, de bucólicas techumbres

de barro, surgió en la espesa negrura bañado

apenas por la pálida luz de la luna.

18


El auto se internó en el apacible poblado de calles

empedradas, carentes de luminarias públicas. Ceras

y quinqués ardían temblando detrás de las puertas y

los postigos de madera.

Tomando luego el camino real, que partía por la

mitad el desolado caserío, el vehículo de Griselda

avanzó en línea recta hasta la plaza principal, donde

se levantaba un kiosco primoroso de herrería forjada,

delante del atrio de la iglesia.

Mucho más tranquila, Griselda rodeó la plaza en

busca del edificio del ayuntamiento o la estación de

policía. Como no diese con ninguno ellos, detuvo

mejor el auto a un costado de la iglesia para hacer

una llamada con su teléfono celular. Pero el aparato

no captó señal alguna. En la pantalla de cristal ni

siquiera apareció la rúbrica de las llamadas de emergencia.

Griselda volvió a inquietarse.

Algunas siluetas susurrantes cruzaron por primera

vez delante de su vehículo, cobijadas por las sombras.

Nerviosa, Griselda soltó el teléfono para echar

un vistazo hacia el exterior pasando la mano sobre

los cristales empañados. En un abrir y cerrar de ojos

las siluetas se multiplicaron a su alrededor.

Sólo entonces, cuando se vio rodeada por la turba

armada con palos y antorchas, que alumbraron de

pronto la apacible noche con sus mechones de fuego,

Griselda comprendió el peligro en el que se hallaba.

Arrancó el vehículo y trató de abrirse paso entre la

muchedumbre que se agolpaba en la plaza, mientras

19


una andanada de piedras caía sobre los cristales y el

parabrisas, haciéndolos añicos.

—¡Que no escape la bruja con su máquina del demonio!

—vociferó alguien entre la crispada multitud.

A la arrebatada arenga, la masa enloquecida comenzó

a aporrear el toldo y el cofre del vehículo.

Griselda se encogió en el asiento sin entender aún

nada de lo que ocurría. Las campanas de la iglesia

repicaban con arrebato en las torres.

—¡El cielo la ha traído a nosotros para que rectifiquemos

el camino! —arengó de nuevo el párroco

desde el atrio.

En tanto que, en el viejo portón de la iglesia, el

viento tibio de la noche batía los extremos desprendidos

de un edicto adherido con tachones a la madera,

firmado al calce por el comisario del Santo Oficio

y fechado en la capital de la Nueva España el 19

de agosto de 1719.

20


No me creyeron cuando dije que esa

hilera de luces que se desplazaba en el

cielo hacia el sureste no eran satélites.

Deben ser los rusos que vienen a invadirnos,

bromeó un vecino. Y tampoco me

creyeron cuando dije que llevaba varias

noches observando luces rojas entre las

lunas de Júpiter. O las que veía, cercano

al amanecer, hacia el noreste. Son satélites

de una empresa de telecomunicaciones.

Nada que ver con enanitos verdes,

respondió mi profesor de Astronomía.

Así que no vengan ahora a quejarse de

estos pequeños seres verduzcos que nos

están empujando hacia las naves que

aterrizaron ayer.

KURIÑATÁ


porquerías

POR Sebastián MeresmÁn


Martín todavía sostenía el revólver con la

mano derecha cuando el timbre volvió a

sonar.

—Ya está, caí —dijo, con la mirada anclada

al piso.

—¿Qué pasa, hijo? ¿Qué es eso? ¿Es sangre? ¿Por

Dios, qué te pasó? ¿Qué hiciste? ¿Qué hiciste, pelotudo?

–le preguntó su madre, que recién se despertaba

de la siesta.

—Ya está, caí —murmuró Martín, hipnotizado.

—Hablame, hijo, por favor. ¿Qué pasó? ¿Qué hiciste?

¿Qué hacés con esa mierda? —inquirió su madre

mientras señalaba el arma.

Martín no respondió, sentía que su cabeza estaba

por explotar. El cóctel de droga, adrenalina y miedo

le impedía pensar. Se sacó la remera con dificultad

porque la transpiración y la sangre hacían que la tela

se pegara contra su raquítico cuerpo dibujado por

tatuajes y cicatrices. Sin responder, corrió por el pasillo

hacia la puerta, pero cuando estaba por abrirla

escuchó nuevamente el timbre. Se quedó quieto, inmóvil,

con los ojos bien abiertos, como si intentara

ver a través de la puerta.

—No, no, no, no, no, no, no, no, no. —repetía una

y otra vez mientras su madre se acercaba sigilosamente

a él.

—¿Quién es, hijo? Hablame, por Dios. ¿Qué pasó?

¿Qué hiciste? —le preguntó con lágrimas en los ojos.

—Es la yuta, vieja. Me van a llevar —respondió Martín.

23


La madre no dijo nada más, no pudo. Clavó la mirada

en la espalda tatuada de su hijo, desde donde la

Madre Teresa de Calcuta y su propio rostro, mucho

más joven, la miraban, protegidos por el escudo de

Nueva Chicago y una frase de La Renga. Vio cómo

su hijo respiraba hondo e inflaba el pecho mientras

abría los brazos. Pensó que se parecía a Cristo, un

Cristo sangriento y sucio. Cuando Martín apuntó

con el revólver al centro de la puerta su madre no

reaccionó. Ella no veía a su hijo, veía al hijo de Dios

poseído por el Diablo.

Los cuatro disparos la sacaron de su trance espiritual.

Gritó. Gritó como nunca había gritado en toda

su vida y sus gritos taparon el sonido que hizo el cuerpo

del policía al caer al piso del otro lado de la puerta.

Martín giró y buscó refugio en los ojos de su madre,

pero ella lo miraba con temor, mientras retrocedía

lentamente. Ella no podía reconocerlo. Aquel no

podía ser su hijo. Martín vio esa mirada y apoyó el

caño frío del revólver en su propia frente.

—Perdoname, viejita —dijo entre sollozos y gatilló.

Dos horas antes Martín puso cuarta y aceleró hacia

un auto estacionado. Cuando estaba por chocarlo

giró violentamente el manubrio de su moto y lo

esquivó sonriente. Le encantaba jugar con la adrenalina,

le gustaba la sensación de estar a punto de

morir y esquivar a la muerte en el último instante.

Lo disfrutaba especialmente cuando estaba drogado,

y hoy lo estaba.

24


Dobló en Riglos, vio que tenía toda la cuadra libre

y el semáforo en verde. Aceleró, cerró los ojos

y sonrió mientras disfrutaba del viento en la cara.

Cuando la rueda delantera tocó la loma de burro la

parte delantera de la moto se levantó y Martín cayó

hacia atrás. Sintió como la fricción con el asfalto le

arrancaba la piel.

Cuando se me pase el mambo, esto va a doler una banda,

pensó, mientras se levantaba.

Buscó la moto a su lado con la vista, pero la encontró

en la esquina, contra la pared de una casa. Al

lado había un bulto sangrante. Corrió hacia allí y

vio como la masa uniforme iba tomando forma de

anciana. La mujer tenía la cabeza cubierta de sangre

y no se movía.

Martín levantó la moto y se fue. Pensó en ir a

lo de Luis, el dueño de la moto, pero lo desestimó

porque si salía de Capital sin el casco y cubierto de

sangre la policía lo iba a parar.

Si le caigo a Luis con su moto toda rallada me mata,

pensó Martín, mientras manejaba a lo de su madre,

que vivía a pocas cuadras. Luis Martínez le prestaba

cada tanto la moto a Martín a cambio de que este le

escondiera en su casa un arma con la que hacía sus

«trabajos»: Negro, en mi casa cae la yuta siempre, no

puedo tener fierros acá. Vos estás relimpio, por eso conviene

que la guardés vos, le decía siempre Luis.

Manejó hasta la casa de su madre esquivando las

calles donde pudiese llamar mucho la atención por

25


estar cubierto de sangre y con la moto rayada y abollada.

Llegó, dejó la moto en la puerta y entró. Su

madre dormía. Cuando escuchó el timbre, el cerebro

de Martín empezó a repetir: asesinato, muerte,

portación, arma, fuego, perpetua, vieja, vergüenza,

perpetua, cárcel, perpetua. No supo cuándo, ni por

qué, pero fue a su ex habitación y agarró el revólver.

Fue allí cuando su madre se despertó y lo sorprendió.

Pasaron quince años desde aquel día, once de los

cuales Martín estuvo preso.

—La sacó barata porque el policía tenía puesto un

chaleco antibalas —dice siempre su madre. Martín

está de novio, es feliz y cuando recuerda ese día dice

que fue suerte que el arma tuviese solo cuatro balas.

Su madre, en cambio, asegura que fue un milagro y

siempre resalta que desde ese día él nunca más consumió

porquerías ni se mandó cagadas.

Hasta hoy.

26


Siempre escribo las cosas más bonitas

para ti.

Escribí para tus hermosos tentáculos

violetas y tus brillantes ojos grandes.

Recuerdo cuando vi tu dulce rostro,

tu cabeza saliendo de debajo de mi

cama; nunca había visto algo tan

radiante mente melancólico como tú,

cuando saliste de debajo de mi cama

por completo , tu sombra reflejaba en

la pared lo que a cualquier humano

aterrorizaba pero en mis ojos solo

reflejaba todo con lo que soñaba. ¿No

tan humana?

MERLINA SANTILLÁN


llegando

tarde

POR Claudio Isaí Ramos Fiallo


Me encontraba en un cuarto sumamente

elegante, una casa muy bonita color naranja,

una gran cochera y un gran patio

la rodeaban, recuerdo ver familiares

platicando desde la terraza donde me había levantado,

mi esposa dijo: vámonos a casa, es tarde para llegar

al trabajo. Le pregunté por el día y la hora, respondió

es martes. ¿La hora?, once A.M., yo debía entrar al

trabajo el lunes a las siete.

Exacerbado, mientras ella platicaba con mi familia,

le atribuí la culpa por el tiempo, indignadamente

salí sólo, al salir de la casa, la calle aparentaba ser

larga y sin fin, caminé, llegué a un puente donde la

gente me veía y susurraba que estaba llegando tarde,

sin rostros, la gente me hacía señas hacía relojes,

sobreentendí que en camino a mi destino, ya era demasiado

tarde, no me apresuré por avanzar.

El trasporte público tenía rutas como: tres norte,

cinco sur, siete poniente, treinta y tres oriente, definitivamente

no estaba cerca de mi residencia, pregunté

a un conductor por la central camionera, algún lugar

donde saliera transporte a la ciudad más cercana para

ubicarme y determinar lo lejos que me encontraba de

casa, el conductor sonriendo dijo: -no importa dónde

vayas, ya estás llegando tarde-. Sin importarme lo

dicho subí, al sentarme, la gente me observaba y me

hacían las mismas señas hacía el reloj.

Una vez en la terminal, la señorita que me atendió

era exageradamente bella; ojos verdes, rubia, piel tan

29


blanca como papel, emitía los tickets y por fin me ubicó,

el sitio se encontraba a cinco horas de mi ciudad,

sonrió y dijo que no tuviera prisa que era tarde de todos

modos. Pesé a la burla, compré mi boleto, me senté en

una banca cercana a la taquilla. En cuanto me senté,

todo el medio pasaba más y más rápido, pensé que

era un sueño y recordé una técnica para saber si una

persona se encontraba soñando, observar las manos.

Traté de ver mis manos, todo a mi alrededor pasaba

velozmente, mis manos se movían lentamente

y envejecían a gran velocidad, dude de la técnica, así

que traté de golpearme, el golpe provocó que cayera

de la banca y el tiempo regresó a la normalidad.

Definitivamente no sabía si era un sueño, pero me

levanté para preguntar por mi salida, la chica de los

tickets dijo que no molestara y me saliera de la fila,

caminaba muy lento, lo hacía lento y con esfuerzo.

Me acerqué a la señorita de nuevo, enseñé mi pase

para abordar y asombrada dijo que el boleto era de

hace ochenta años, que nunca abordé ese camión.

Mi identificación, en la misma cartera de siempre,

estaba llena de moho; con extrañeza, dijo que la persona

que me había vendido el boleto había muerto

hace años. Enseguida un grupo de niños me sacaron

de la fila, me empujaron hasta la calle, me conocían,

pero eran indigentes, perplejo me observé en un vidrio,

era un indigente quizá de cien años.

El dueño llamó a seguridad, seguía el alboroto, el

personal usaba trajes anormales, uno de ellos me

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amenazó para no volver a provocar problemas de

nuevo si seguía hablando sobre llegar tarde o esperar la

salida de mi autobús, él me conocía pero yo no le recordaba,

pregunté acerca de mí y al mencionar varios de

mis hobbies, me percate de que realmente me conocía.

Desesperadamente le pedí ayuda, pensaba solo en

regresar a casa, solicité me permitiera trabajar en la

calle, con mi profesión de docente creí que podría

con algunas horas de trabajo generar el dinero suficiente

para regresar, sorprendido, dijo que nunca

use palabras como trabajar o pagar, que repetía el

deseo de regresar a casa, pero nunca soné tan lúcido,

tanta fue su sorpresa, que pagó mi boleto; dijo, sin

embargo, que había pasado mucho tiempo.

Subir al transporte fue un reto. Una niña se sentó

a mi lado y dijo que la primera vez de viajar en ese

vehículo era una horrible experiencia, en mi debilidad,

tomó mi mano, el vehículo empezó su movimiento,

pese a la gran velocidad aquella niña reía

mientras en cambio me dolía el cuerpo, al cabo de

minutos estábamos frente a casa, me despidió una

señora de años que tomaba mi mano, la niña no recuerdo

en que momento bajó.

Mi casa estaba en las mismas condiciones, la calle

y las casas cercanas eran absolutamente diferentes,

todo era distinto. Saqué la llave, se encontraba oxidada,

muy vieja y sucia. Al entrar, todo era igual a

lo acostumbrado, aunque seguía con ese cuerpo demacrado

y extraño. Desde la terraza, mi esposa se

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conservaba con el mismo aspecto, dijo que era tarde

por que la había dejado regresar sola, con suma extrañeza,

pregunté por la hora y el día, dijo: es martes,

seis P.M., mismo día y año de cuando salí de aquella

casa naranja.

Sorprendido del porque ella no decía nada de mi

aspecto, caminé asombrado hacía ella y caí en nuestro

pozo, no tenía agua y di varios golpes en todo el

cuerpo hasta el fondo. Sin poderme mover, empecé

a dudar si en realidad era un sueño, dolía de manera

real, no podía despertar y no sabía cómo hacerlo,

ella desde arriba, me arrojó un reloj lleno de sarro,

dijo que era para no llegar tarde.

Miré el reloj, el fondo del pozo se rompió y empecé

a caer de nuevo en un abismo que no parecía terminar,

mientras caía, las manecillas del reloj corrían

en sentido inverso lentamente, mis manos eran más

viejas y sucias, sin embargo, tenía la esperanza de

que al caer me levantaría de aquel sueño, si es que

era un sueño a esas alturas, pensé que en realidad

estaba muerto y me encontraba en una especie de

limbo, mientras caía, la poca luz se desvaneció a la

distancia, solo el reloj se veía entre la densa oscuridad

y la caída no tenía fin.

Mientras caía, una mano de huesos envuelta en

una hermosa tela negra extrañamente visible, salió

de la oscuridad y golpeó mi pecho. Desperté, mi esposa

me había golpeado en el pecho al mismo tiempo

que aquella mano de mi sueño, recuerdo haber

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visto como aquella mano de huesos mientras caía

sobre mí se volvía la mano de ella, vi la transición

del sueño a la realidad. Dijo: es hora de trabajar pregunté

por el día y la hora, respondió que era lunes,

pero el reloj marcaba las seis sesenta y seis A.M., no

sé si era hora para ir a trabajar.

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Aka Allghoi

Khorhoi

POR Augusto Montero Razo


Rememoro en mi cabeza lo que me llevó

hasta esta situación:

En el árido desierto del Gobi, en Mongolia

y China se cree que habita una extraña

criatura conocida por los lugareños como Aka

Allghoi Khorhoi o gusano de la muerte. Se dice que

mide más de un metro, es de color rojo, con dientes

afilados, escupe veneno y puede hacer descargas

eléctricas contra sus presas. Los nómadas del desierto

le temen profundamente y advierten a todos los

interesados en capturarlo que tengan mucho cuidado

porque tener contacto con éste significa la muerte

instantánea. A pesar de los fuertes rumores que

hay entorno a esta criatura no se ha confirmado su

existencia: hasta ahora.

Soy criptozoólogo desde hace veinte años y encontrar

a esa criatura fue la obsesión de mi vida desde pequeño.

Tarde años en reunir el dinero para financiar

esta pequeña expedición y aprendiendo mongol para

poderme comunicar con la gente de esta región. Supuestamente

el gusano se esconde en las profundidades

del desierto, pero sale a la superficie en verano; así

pues, me dispuse a llegar a tierras mongolas a mediados

de julio para gastar en dos semanas los ahorros de

toda una vida. Yo solo me fui hasta Mongolia con la

intención de encontrar algunos nómadas que me pudieran

servir de guías y me ayudaran a capturarlo. Sabía

de las propiedades tóxicas del gusano, así que iba

preparado con un traje que me protegía del veneno y

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de la electricidad. Tras llegar a la capital me fui directamente

hasta el imponente desierto. Ya allí busqué a

los nómadas más experimentados y conocedores del

desierto. De todos cuantos pregunté, solamente dos

accedieron a acompañarme (y por una suma muy elevada)

ya que en cuanto mencionaba lo de mi casería

se reusaban a acompañarme. Alquilé un caballo extra

para mí y partimos hacia la aventura.

Durante semana y media estuvimos deambulando

por todo el desierto, durmiendo los tres en una

sola tienda de campaña bajo el cielo más oscuro que

jamás había contemplado y buscando en cada piedra

un supuesto animal mortífero. A tan sólo tres días

de terminar la expedición pasó algo…horripilante.

Era el medio día aproximadamente y habíamos

parado para almorzar cuando de repente nuestros

caballos empezaron a enloquecer. Imposibles de ser

domados, lograron romper sus amarres y salieron

despavoridos a perderse en el árido paisaje. Ambos

guías sacaron sus pistolas (no me gustaba la idea de

que llevaran armas, pero fue una de las condiciones

que me pusieron para acompañarme) y estuvieron

alertas tratando de encontrar qué había asustado

tanto a nuestros animales. No fue sino hasta ese

momento que me percaté de una cosa: el silencio del

desierto. Al principio de la expedición el silencio del

desierto era relajante, un descanso al ruido de la ciudad,

sin embargo, cuando estás en medio de la nada,

te has quedado sin medio de transporte y algo pa-

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reciera acecharte, te das cuenta de lo aterrador que

puede llegar a ser el no escuchar nada más que el

ajetreado latir de tu corazón.

No sé cuántos minutos pasaron -perdí la noción

del tiempo- antes de que empezara la tragedia. Mis

acompañantes apuntaban sus revólveres a todos lados

(especialmente al piso) en busca de ese algo que

había perturbado a los caballos. Yo los veía consternado

porque presentía que ese algo era realmente

peligroso. Entonces, el sepulcral silencio fue interrumpido

por el disparo de uno de los mongoles.

Descargó toda el arma contra un montículo de rocas

apiladas que estaba frente a nosotros. Su miedo e

histeria se contagiaron a su compañero quien también

descargó su arma contra éste. Les pregunté el

por qué habían hecho eso, pero ellos me ignoraron y

desesperados intentaban recargar sus armas. No fue

necesario una respuesta de sus bocas pues la razón

se manifestó frente a mí al salir rápidamente de detrás

de las piedras. Allí estaba, en todo su grotesco

esplendor: el Aka Allghoi Khorhoi.

El gusano escupió de su boca, llena de horribles

dientes puntiagudos, un líquido venenoso que a entrar

en contacto con el primer nómada hizo que éste

se empezara a retorcer del dolor: su piel se hizo amarilla

al contacto con el veneno. Mientras moría retorciéndose

por el veneno, el otro nómada terminó

de cargar su arma, pero el gusano se abalanzó contra

él, enrollándose en su pierna izquierda y presio-

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nando su cola contra ésta. Pude ser testigo de cómo

el pobre mongol se convulsionaba por las descargas

eléctricas del mortífero gusano. Cayó muerto al suelo

en cuestión de segundos. El gusano se desenroscó

y pareció mirarme; mirarme no con ojos (porque no

tenía), sino con su hocico lleno de afilados dientes.

El traje que tengo para protegerme del veneno y de

la electricidad lo traía puesto en ese momento (a pesar

del calor, nunca me lo quité por temor a encontrarme

con el gusano y no estar preparado), pero nunca se me

ocurrió que necesitaba un casco para proteger mi cabeza:

soy un estúpido. Intenté retirarme lentamente caminando

hacia atrás con la esperanza de no ser atacado,

sin embargo, no di ni dos pasos cuando tropecé con

una piedra y quedé a un metro de distancia del gusano.

Y aquí es cuando vuelvo al principio de mi historia:

así es como he llegado a esta situación. Un disparo

de veneno, un toque con su cola o simplemente que se

me lance con sus dientes a mi cara es suficiente para

matarme. No sé por qué no me ha atacado; pareciera

poder leer mis pensamientos y permitirme rememorar

todo mi viaje para encontrarlo. Jamás podré contarle

a nadie mi hallazgo ni poder confirmar la existencia

de este mortal animal. Para colmo los cuerpos de mis

acompañantes y el mío serán olvidados en este desierto

y enterrados por la arena, así como el gusano se enterrará

al finalizar el verano. Aunque quizá hay una esperanza,

quizá si espero lo suficiente se aburrirá y se

irá, quizá solo tengo que…

38


Los habitantes del sistema TRAPPIST-1

llegaron rápido. No es de extrañar,

después de todo nos observaban

desde un principio. Era lógico que, al

darse cuenta de nuestras intenciones,

decidieran venir antes de que les

lanzáramos bombas nucleares. Se

deshicieron de muchos; realizaron

pruebas de moral y los humanos que

no pasaron fueron transformados en

árboles. A los edificios y carros los

convirtieron en plantas. Para la mayoría

esta situación podrá resultar indignante,

pero para mí no: aunque por brazos

tenga ramas, la tranquilidad lo vale.

MARISOL N.


vaticinio

POR Héctor Daniel Olivera Campos


En la plaza de la villa, durante el ya declinante

mercado semanal, por ser la última

hora de la tarde, la zíngara se acercó

a la muchacha y le tomó la mano aprovechando

que estaba distraída:

—Vas a conocer a un hombre alto y guapo, que te

romperá el corazón —anunció la gitana tras leerle

las líneas de su palma.

—¡Qué tópico! —respondió Mina—. Y tendrá los

ojos verdes —añadió con ironía. La adivina asintió con

semblante sombrío. La joven recompensó a la pitonisa

con una moneda y reanudó su paseo, curioseando las

mercancías que ofrecían los vendedores ambulantes.

En uno de los puestos vendían ajos y el fuerte olor que

desprendía mareó a la muchacha. La gitana se alejó

rauda, persignándose con furia supersticiosa.

—¿Qué necesidad tengo de encontrar a otro hombre?

—se preguntó Mina. Hacía poco se había prometido

a un aristócrata —las lujosas vestimentas

que portaban eran testigos de su prodigalidad— y le

esperaba un destino propio del más alto abolengo.

Y, aunque reconocía que su prometido era un ser extraño

y maniático, lo cierto es que poco a poco se

estaba acostumbrando a él y a sus excéntricas costumbres,

ya fueran su dieta o su vida nocturna.

Se hacía de noche, era preciso regresar al lado de su

prometido pálido y anémico quien, aquejado por un

insomnio sempiterno, la esperaría despierto hasta que

despuntara el alba. El coche de punto la llevaría hasta la

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aldea en que le esperaba el carruaje y el cochero enviados

por su novio para ser trasladada al castillo. Mina se

acomodó en la berlina, era la única pasajera.

El cochero azoraba los caballos con la fusta cuando

otro pasajero penetró en la cabina de la diligencia.

Mina se pasmó al verlo, era alto, guapo, moreno y de

ojos verdes. Su mirada era hipnotizadora, su sonrisa

amplia y limpia. Hablaba con un exótico y atractivo

acento extranjero. A mina le sorprendió que se dirigiese

a la misma aldea que ella.

—Me llamo Mina.

—Prefiero guardar el misterio de mi nombre —declaró

él, sonriendo.

—¿Y eso?

—El misterio es la clave de la seducción.

—¿Piensa seducirme? —preguntó Mina entornando

los ojos con picardía.

—Desde que la he visto no pienso en nada que no

sea eso.

—No se haga ilusiones, estoy prometida.

Continuaron hablando de temas intrascendentes.

Él dijo que estaba de turismo. Ella no le creyó, nadie

visitaba aquella comarca remota y maldita. La

noche cerraba y comenzaron a caer copos de nieve.

El coche cogió un bache y el cayó de bruces sobre su

escote. Mina sintió su aliento cálido sobre su piel y

deseó no tener novio ni atadura alguna.

—Perdone.

—Perdonado —respondió ella, soltando una risita.

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—Se ha lastimado la mejilla.

—¿Dónde?

—Aquí. —La mano cálida del hombre acarició la mejilla

y ella arrulló su rostro en su palma—. ¡Mírese! —El

hombre sacó un espejito en forma de concha de su macuto

de cuero. A Mina le extrañó aquel objeto tan inequívocamente

femenino entre las pertinencias de un

hombre—. Un rasguño, ¿lo ve? —Mina se aproximó al

espejo y casi no pudo ver su imagen—. Cómprese otro

espejo, éste se lo vendieron ahumado, apenas me reflejo

en él —declaró, un poco malhumorada.

—Es tanta su hermosura que hasta los espejos son

incapaces de reflejarla en toda su plenitud —declaró

el hombre sonriéndole. En boca de otro le habría parecido

una cursilada, pero no en la de aquel hombre

alto, guapo y de ojos verdes.

La nevada arreciaba y el cochero les avisó que no

podía seguir, informándoles que a un kilómetro de

distancia había una granja de una viuda amiga suya

que les daría hospedaje por una noche. Mina agradeció

para sí la tormenta, el cosquilleo de la aventura

prendía en su interior.

La viuda los atendió con eficacia y celeridad y tras

la cena dispuso a los tres en sendas habitaciones. Al

cabo de una hora, los nudillos del hombre tocaron a

la puerta de ella —una hora que a Mina se le había

hecho interminable.

—Ábrame, quiero darle una cosa.

—Estoy en camisón. Démela mañana.

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—Ha de ser ahora.

—Está bien, pase. —El tipo penetró en la habitación

con su bolsa de viaje, cosa que extrañó a la muchacha.

—Desearía regalarle algo —dijo el hombre sacando

del macuto una cadenita de la que pendía una

cruz—, es de plata.

—¿Y qué he hecho yo para que me regale eso? —preguntó

Mina que observó de reojo la cruz. Por alguna

razón la visión del objeto le irritaba.

—Nada, pero lo hará.

—¿El qué? —Se echó a reír la muchacha. Él la tomó

por su cintura. Mina se deshizo del contacto, tampoco

quería que la tomara por una chica fácil. Si no

le gustara tanto aquel tipo, hasta se habría ofendido.

—Quédese el espejito, ya no lo necesito, lo que debía

comprobar ya lo he hecho.

—¿Espejitos, abalorios? ¿Y qué será lo próximo,

cuentas de colores y agua de fuego? Me toma usted

por una nativa salvaje de alguna isla exótica.

—¿Me equivoco en lo de salvaje?

Mina lo observó de arriba abajo. Le gustaba su

descaro, la seguridad con que expresaba su deseo, le

gustaba aquel macho, ¡qué narices! Para que andarse

por las ramas si los dos sabían que la noche iba a acabar

a ras de cama. Mientras su prometido, el Conde,

no se enterase, no iba a pasar nada malo.

—Tendrás que salir de mi habitación antes de que

amanezca —respondió Mina—. Y ahora dime tu

nombre —musitó mientras le acercaba los labios.

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—Después.

Tras hacer el amor, él dormía plácidamente. Ella

se despertó al sentir un arrebato, una llamada oscura;

hambre, sed y deseo, reunidos en un mismo

impulso. Sus labios se posaron sobre el cuello del

hombre, la tentación era inmensa. ¡Pero era tan guapo

aquel desconocido! La muchacha se dio la vuelta

en la cama, se tragó las ganas y trató de abrazar el

sueño.

Una punzada en el pecho despertó a Mina. Tras la

punción, el líquido caliente que brotaba de la herida

superficial comenzaba a teñir de rojo su camisón. El

hombre estaba sentado sobre ella, con la mano izquierda

sujetaba una estaca que acababa de presentar

sobre su corazón, con la derecha blandía un mazo.

Faltada de aire, Mina no pudo articular palabra. Él

reveló su identidad:

—Mi nombre es Abraham Van Helsing.

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peligro,

aléjese

POR Jesus Quinto Celestino


I

Abrí los ojos y simplemente veía la luz alejarse de mí

poco a poco; oscuridad fría y profunda me cubría

mientras el agua alrededor comenzaba a colorearse

de rojo por la sangre que emanaba mi cuerpo. Sentía

como si estuviese cayendo lentamente en un abismo

silencioso. Ese lugar en mi mente, es aquel espacio que

llamas mío resonaba en mi cabeza como un extraño

eco remanente de mi memoria. Mientras me hundía,

escuchaba sus gritos de horror y desesperación. Ella,

que había sido la única que me había escuchado, no

merecía algo tan desagradable.

II

Por recomendación de Karla, mi antigua psicóloga,

había acudido a terapia con una amiga que, según en

sus propias palabras, podría hacer mucho más por mí,

de lo que había logrado en su consultorio en un año de

terapia. Siendo sinceros, casi no logré establecer una

buena relación con Karla; a decir verdad, con ninguna

otra persona en la vida, no hasta el momento en

que la conocí a ella.

Era un martes cuando llegué a su consultorio,

ubicado en un edificio a las afueras de la ciudad; 505

era el número del departamento al cual tendría que

ir. Al tocar la puerta, abrió una chica delgada de cabello

negro y piel blanca.

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—Hola... busco a la doctora Alondra —decía

nervioso.

—Soy yo, vienes de parte de Karla, ¿verdad?

—Sí —continué con la mirada clavada en mis pies.

—Adelante, pasa —continuaba ella—. Ponte cómodo,

en un momento te atiendo.

Me senté en un pequeño sillón mientras ella entraba

a la habitación contigua. El silencio me hacía

sentir tranquilo. Junto al sillón vi un mueble repleto

de libros. Para sorpresa mía, al intentar leer, no lograba

entender lo que decían los títulos. Era como si

estuviesen escritos en otro idioma. Volví a sentarme

en el sillón, frente había una mesa con un pequeño

cactus en el centro. Abstraído por la forma de las

espinas, comenzaba a escuchar, como un eco en mi

cabeza, el sonido del reloj. Tic-tac, tic-tac; también

murmullos lejanos que provenían de la habitación

donde Alondra había entrado. Tic-tac seguía sonando

en mi cabeza, junto a las voces. ¡Oh, malditos ecos

infernales que no me dejaban en paz! Tic-tac seguía

sonando en mi cabeza. Las voces comenzaban a hacerse

más audibles, sin embargo, no entendía lo que

decían. Era solo una cacofonía extraña emitida por

dos fantasmas en la habitación contigua.

—¡Basta, basta! —comenzaba a murmurar de manera

nerviosa.

Vi que mis manos comenzaban a temblar cuando

decidí cerrar los ojos. Sentía como mi respiración se

agitaba cada vez más. En la oscuridad de mis pensa-

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mientos solo veía la silueta de la chica que me había

recibido minutos antes. Los murmullos se hacían

más audibles al igual que el sonido del reloj. Comenzaba

a sentir como el sudor frío comenzaba a recorrer

mi cuerpo cuando, inesperadamente, una voz se

hizo entendible; también nos sentimos solos decía.

En ese instante abrí los ojos. Me encontraba aún

en el sillón, temblando y sudando como si hubiera

corrido un maratón.

—¿Te encuentras bien? —preguntaba Alondra

preocupada.

Me encontraba confundido en ese momento, todo

regresaba a la normalidad. Apenado, decidí salir del

consultorio a toda prisa sin decir una sola palabra.

Esa misma noche, me encontraba recostado en la

cama. Aún escuchaba el eco de las voces en mi cabeza;

también nos sentimos solos seguía repitiéndose

como si de un disco rayado se tratara. Saqué de la

bolsa de mi chamarra una pastilla de Risperdal. La

tomé con el último trago de cerveza que quedaba en

mi vaso, suspiré profundo y esperé a que algo pasara;

confirmar mi certeza de saberme completamente

muerto o sentir una leve señal de vida. Miré la pulsera

que me habían puesto en el hospital la última

vez que me ingresaron: «peligro» era lo único que

alcanzaba a descifrar.

Seis meses después de aquel incidente regresé al

departamento de Alondra. Iba dos veces a la semana

a terapia por órdenes del departamento de salud pú-

49


blica, lo cual evitaría que regresara a confinamiento;

llevaba en total un año de sesión continua. A diferencia

de las demás ocasiones, pude hablar acerca

de aquella sensación de sentirme como un muerto

viviente; el síndrome de Cotard como lo llamaba el

imbécil psiquiatra. También le platiqué algunos sueños

que aparecían desde mi infancia; imágenes religiosas

que sangran y hablan, incluso mi funeral. Llegué

a un punto en el cual solo pensaba en Alondra

cuando mis alucinaciones no estaban en mi cabeza.

—Para ser sinceros, nunca me había sentido tan...

—¿Tranquilo? —preguntaba Alondra.

—Sí... supongo que sí.

—Eso es una buena señal, ¿y cómo te ha ido con

esas voces que escuchas o las cosas que ves? ¿Quieres

hablar de ello?

Comencé a ponerme nervioso en ese instante

cuando de nuevo apareció el eco de una voz repitiendo

también nos sentimos solos. Al instante invité

a salir. Extrañamente Alondra accedió, por lo que

acordamos ir a un restaurante cerca del lago de Wolfhexe,

con la promesa de que le contaría todo acerca

de las voces que escuchaba.

III

Era una tarde soleada cuando todo ocurrió. Alondra

se veía espectacular; unos jeans azules y una blusa

negra lograron atraparme por completo. La espera-

50


ba en una de las mesas al fondo. Tenía una pastilla

de Risperdal en mi mano, sin embargo, decidí no

tomarla pues si quería hablar de mis delirios, debía

dejar que fluyeran. Empezamos a platicar cuando

una tenue voz aparecía en mi cabeza diciendo no dejes

que se aleje, también nos sentimos solos. Ya avanzada

la conversación, con el pretexto de sentirme más

cómodo para hablar de mi mal, le pedí que rentáramos

una lancha. Noté que ella se sentía incomoda,

sin embargo, accedió. ¿y si nunca la vuelves a ver?

decía la voz en mi cabeza, no dejes que se aleje. Ya en

medio del lago comenzamos a forcejear, pues había

intentado besarla. Veía su rostro de miedo mientras

le apuntaba a la cabeza con una pistola. Era mía y de

nadie más; en mi pulsera leí peligro - aléjese. Asustado,

cerré los ojos y disparé la única bala que tenía.

Abrí los ojos y simplemente veía la luz alejarse de mí

poco a poco…

51


Por qué maté

a marta arias

POR Juan Carlos Petino


Los pocos amigos que todavía me quedan

me llaman Juan. Los otros, innumerable

ejército habida cuenta de los acontecimientos

por todos conocidos, murmuran

mi nombre escupiendo, como si quisieran deshacerse

de un veneno accidentalmente ingerido o de una

sustancia inmunda pegada a sus dientes. Agregan a

mi nombre los motes de el Carnicero o el Monstruo.

No lo he hecho venir, padre, a esta celda mugrienta,

para contarle cómo asesiné a Marta Arias. De

esto han escrito todos los pasquines del país y, si en

una tina se juntase toda la tinta utilizada, uno podría

ahogarse en ella. Los dibujantes han amasado

fortunas excitando el morbo de sus lectores al esbozar

para esos pasquines cada una de las diecisiete puñaladas

que le asesté, la sangre derramada por cada

herida, la posición final del cadáver. Algunos, hasta

han osado tildarme de loco por haberla matado casi

sin conocerla y sin nunca antes haber cruzado con

ella una sola palabra.

Nos encontramos en un salón en el cual yo era

uno de los criados y ella la invitada principal. La vi

venir hacia mí, hermosa, con un andar sinuoso, altiva

y orgullosa, vestida completamente a la moda,

con esos enormes ojos grises y ovalados.

He tenido siempre un gran éxito con las mujeres:

pasé temporadas enteras en la cama de muchas aristócratas

mientras sus maridos estaban de viaje dedicados

a sus actividades. Pero ahora, al ver a Marta

53


por primera vez, en lugar de atracción, amor o deseo

de posesión, un aborrecimiento sin límites y un

odio profundo se adueñaron de mí.

Sabía que podría conquistarla sin dificultades,

pero algo dentro de mí me gritaba que más tarde

sobrevendría una inevitable y, para mí, durísima e

intolerable separación. Un sordo dolor creció en mi

pecho rápidamente y mi respiración se hizo breve

y entrecortada. Unas tenazas invisibles parecieron

cerrar el paso del aire en mi garganta; de inmediato,

comprendí que el alivio deseado sobrevendría solo

con la muerte de Marta.

A la luz mortecina de esta vela, apenas veo su

rostro, padre, pero casi puedo adivinar su gesto de

desdén y desaprobación. Por eso debo decirle que

no lo he llamado porque requiera, a través de sus

servicios, el perdón de su dios. Tampoco me mueve

el terror de saber que, en pocas horas, esta cabeza

y este torso serán separados por ese sanguinolento

filo acerado que caerá desde el cielo.

Lo he hecho venir porque, antes de desaparecer de

este mundo, antes de que de mí solo quede el polvo

del polvo, necesito que alguien escuche mi historia.

Vivíamos con mi madre en un cuarto miserable

que tenía por todo mobiliario dos camastros, una pequeña

mesa de madera y un par de sillas desvencijadas.

En el primer recuerdo que tengo de mi infancia

es de noche, estoy acostado con mi madre en uno de

los catres y mi cuerpo recibiendo toda la tibieza de

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su seno en un estado de completa felicidad, cuando

tres fuertes golpes resuenan en la puerta.

Mi madre se levanta, la abre y atiende al visitante,

pero yo solo escucho un murmullo apagado, mezcla

casi inaudible de las dos voces. Se hace el silencio

que poco después empieza a ser interrumpido por el

crujir del otro camastro, el roce de las mantas contra

los cuerpos y un leve gemir de ambos que va aumentando

en intensidad conforme pasa el tiempo.

Yo estoy como petrificado. Temo que escuchen

mi respiración, los latidos de mi corazón. Mi cama

se ha helado, pero no atino a hacer el menor movimiento:

siento la pérdida de mi madre, su abandono.

Una náusea y un dolor indefinidos hacen presa de

mí. Repentinamente, un alarido prolongado congela

la sangre en mis venas. Minutos después, mi madre

despide a su visitante y vuelve a nuestra cama.

Pero ya no es la misma: su pelo hiede a tabaco rancio,

un sudor extraño cubre su pecho y abominables

humores se desprenden de todo su ser. Muy despacio,

con el correr de los minutos me voy acostumbrando

y, lentamente, retorna la tibieza en medio de aquel páramo

helado… hasta que, poco después, todo vuelve a

repetirse y mi tortura recomienza. Este proceso, brutal

castigo de un crimen que nunca cometí, se repite

dos o tres veces por noche durante años.

Mi pubertad no mejoró las cosas. Venían a robarme

el amor de mi madre. Me sentía como una especie

de Prometeo a quien devuelven su corazón solo para

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hacerlo pedazos otra vez. Con el tiempo descubrí que

mi dolor y mi angustia no eran causados por el amor

perdido, la separación o el frío glacial, sino por la transición

del amor a su pérdida, el paso de la tibieza al frío

profundo, la conversión del abrazo en soledad. ¿O acaso

no es cierto, padre, que el más desdichado de los pordioseros

es el que ha tenido mucho dinero?, ¿o que el

más infeliz de los ciegos es el que alguna vez pudo ver?

Una oscura noche, cuando regresaba a la cama

luego de atender a su cliente, le asesté el golpe. La

tomé por sorpresa, así que no pudo defenderse. Solo

recuerdo haber infligido la primera puñalada. Pero

mi brazo debe haber continuado, ya libre de mi voluntad,

asestando un golpe tras otro, y otro y otro…

como esos autómatas mecánicos que pueden verse

en algunos escaparates.

Cuando volví en mí, mi madre descansaba en un

lago de sangre, el puñal aún estaba clavado en la última

herida y mi mano aferraba su mango. Me costó

mucho trabajo desenterrarlo de su pecho. Entonces,

tomé mis cosas y me alejé del lugar. Corrí, corrí y

corrí hasta no saber ya dónde estaba.

Pero, ¿sabe usted padre? Durante los pocos segundos

que me llevó quitar el puñal clavado, pude

ver el rostro de mi madre horriblemente transfigurado

por el sorpresivo encuentro con la muerte. Un

hilo de sangre caía de una de las comisuras de su

boca y sus grandes ojos, muy abiertos, parecían mirar

el infinito…sus enormes ojos, grises y ovalados.

56


Los Hernández tenían una tradición

peculiar: a su árbol de navidad le

colgaban tres títeres de tela, uno por

cada miembro de la familia. Cuando

el padre explicó a su hijita que Santa

no podría traerle esa cara muñeca que

quería, ella hizo tremendo berrinche.

Solo supo descargar su ira contra el

muñeco de su padre: le gritó, lo tiró al

piso, lo ahorcó. Más amarga sería su

navidad cuando a la mañana siguiente,

el grito de su madre la despertara: el

hombre había amanecido sin vida, con

la cara amoratada y unas grotescas,

profundas marcas púrpuras alrededor

del cuello.

CARLOS LANDEROS


DEMONIO

Helada noche en el puerto

¡Cómo lloraba la muerte!

Junto a sangre seca inerte

violador y buitre hambriento

dejó tripas, mal aliento.

Y en callejón veintisiete

vio por el cuello el machete

le arrancaron el pellejo

¡No se libró ni por viejo!

De la muerte en el retrete.

IRIS DELGADO DE LA TORRE BUENO


MARÍA ANTONIETA AUTÓNOMA

Mi último pensamiento (ya en la cesta)

soy yo de pequeñita. No de Infanta,

me refiero a una autómata Antonieta

que tocaba el dulcémele coqueta.

Mi muñequita que el vapor levanta

y mueve sus engranes en orquesta,

con mi peluca y mi corsé vestida

que le ordené al maestre relojero.

Hoy me mató El Terror como a un cordero,

con el cuello en la máquina homicida

sin nadie que me dé la despedida.

De mi Antonieta me acordé primero,

me olvidé de mi cuerpo y sólo quiero

que me toque otra vez «Viva la vida».

EMMANUEL DE LOS ROBLES


el alma y

la poesía

POR Santos Romeo Barrientos Aldana


La psyché que designa el alma-cuerpo en su

unísono y que responde a la idea del desprendimiento

mutable a otros cosmos: el

conducto del alma y el cuerpo que reside

en lo material o inmaterial, cuando se deja el cuerpo

para tornar una forma invisible; representa la conciencia,

el deseo y la vitalidad; el espíritu, a veces,

inconforme. Alma y cuerpo se subyacen y formulan

el principio de la vida en el anima inmortalis, la vida

del muerto para fundarse en la expresión de la realidad

espiritual.

El dogma metafísico del alma-cuerpo crece, naturalmente,

bajo el influjo de inmortalidad; bajo la

creencia de entes superiores para reflejar la tarea natural

del hombre hecho mundo; el eco incandescente

de la mundanidad en la cotidianidad de los deseos. El

deseo como lo supraindividual en la esencia del «ser»

en sí; reflejar el todo por sus partes y concretar en lo

interno. Es así, como el alma rige un desprendimiento,

pero también establece la realidad, la multiplicidad

de actos, en efecto, que incorporan la libertad como

expresión de que «es», existe. Una existencia envuelta

como un cuarto vacío al que se acude constantemente

y que, al salir, encuentra su relación con lo real —entendiendo

lo real como el conjunto de «voluntades»

visibles, como la forma de construir puentes a otros

mundos: el espiritualismo, los deseos.

La poesía emerge de la espiritualidad, de su contacto

con lo real o las «voluntades» visibles. Los poetas

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son la memoria interior de un mundo —no tan pocas

veces— devastado y que quiere salir a juguetear con

sus deseos más diversos, como cuando el ser humano

al sentir frío se busca dentro del calor interior, en el

ser mismo. Es decir, lo que reside afuera es una parte

minúscula a lo que reside adentro del ser humano, del

individuo en su contacto con el mundo.

El poeta es mutable, se muda a otros escenarios

y se interna en la soledad de las paredes que lo sostienen.

Se integra en el alma de sí, para someterse al

exterior. El alma humana o la psyché del poeta es el

principio de la vitalidad y la muerte del «ser» para

alcanzar la espiritualidad y producirse en la sustancia

de su alrededor, el entorno.

La naturaleza del alma humana o como era renovado

por poetas como Píndaro, la inmortalidad

del alma del muerto en otros espacios, el vacío interior,

lo inmutable, la existencia y su relación con el

mundo y la naturaleza; dioses y sus signos fabricados

a la medida del silencio que el cielo ignora; el ser

humano y los dioses, lo divino como en los poemas

homéricos que no buscaban sino elevar su espíritu,

la naturaleza: tierra y cielo uno solo.

El mundo de los dioses no se ha olvidado, existe

como toda divinidad: en el «correr del tiempo», en

los hombres y sus dogmas, en la tierra, en los astros;

tienen la edad del mundo. Esto revela la inmortalidad

del alma y sus signos de vitalidad crecen entre

las raíces de árboles viejos, retoñando —cada pri-

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mavera— en cielos desconocidos. Pero las deidades

se entremezclan y se enfrentan con la razón, con lo

comprobable. Quienes ignoran la espiritualidad son

los principales en aceptarla, hacen alusión a lo «comprobable»

reduciendo el espiritualismo a lo visible.

Ignoran el cielo y su inmensidad, la imaginación, el

deseo, el corazón, la muerte del «ser» por el «ser».

El papel de los factores poéticos se enlaza con la

muerte y su resurrección, recreando la inmortalidad,

misma que existe en la época post-homérica y desarrollada

por filósofos como Platón. Los órficos y los

pitagóricos donde se introduce la época post-homérica,

con la creencia del alma en el más allá, entre la

naturaleza del alma de los muertos y el «mundo de

los vivos», recrea el sentido de la inmortalidad en

lo mortal, el alma que solo mora en un recipiente y

ronda entre el vacío y la conciencia. El poeta crea y

recrea, nace y muere; cuando muere renace en otros

espacios jamás visitados y se introduce en mundos

cósmicos —en ríos divinos, muerte-vida uno solo—

y tiempos que se unen en la infinidad del deseo, de lo

material e inmaterial, de lo sustancial e insustancial.

La sublimidad espiritual que se ejerce en la actividad

poética se muestra paradójicamente en el desprendimiento

del alma, en la inmortalidad de la naturaleza

del «ser», del cuerpo en su construcción de

encarnación. La muerte del alma se hace polvo y se

inserta en las sombras del universo. Alma y universo

se funden, alma y poesía muestran su lado inmor-

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tal; el poeta mira al fondo de los secretos mundanos,

es el más iluminado, conoce de los misterios y mitos,

de la verdad y justicia; el poeta siente el roce de la

divinidad y se desprende de su interior la muerte de

su «ser» para reencarnar en la palabra.

64


Sofía murió en manos de un monstruo.

El monstruo era muy grande, casi tan

grande como el miedo de Sofía. Era

largo, de casi dos metros, no tenía

rostro, y sus manos eran gigantes.

A veces era agradable, pues solo la

observaba desde alguna esquina y le

hacía compañía; otras veces se acercaba

y amenazaba con encajarle unas tijeras.

El monstruo mató a Sofía, pero todos

dicen que fue suicidio, pues el monstruo

solo existía cuando ella no se tomaba las

pastillas.

YARA TABOADA


LOS ARGUMENTOS DEL

CORAZÓN EN GAZUZA,

DE MANUEL RODRÍGUEZ

A María y Víctor

POR DONIS ALBERT EGEA


Si el cuento Gazuza, de Manuel Rodríguez,

no hubiera aparecido en la revista nº 15

de La Sirena Varada, no hubiera sentido la

sensacional compasión de un escritor entregado.

Y no es que la historia se formule según las

leyes del corazón, pero esa situación de niño caníbal a

todo devorar, espabila la sensibilidad de los que lo han

acorralado. Después de haberse comido las entrañas

del silencio, los mudos testigos —que disparan a no

dar—, sienten la compasión propia de los idealistas totalitarios.

Y a poco que esperen que salga un niño, lo

que resurge es la impronta de un perro.

¿Realmente era un perro al que perseguían? ¿Era

un perro el que había repelado a los policías? ¿O era

un niño como señala Cavallares? La crueldad con

que se pavonea la versión de que fuera un niño, resulta

menos creíble para el asombro y su desconfianza.

Y los testigos apuestan infinitamente que era un

perro, sin el corazón en sus contradicciones. Poner

en tela de juicio lo que la verdad no esconde, es obviar

que vivimos en un mundo de cuerdos. El que

parece no estar en sus continuos cabales, es el oficial

Cavallares que tiene despiertas alucinaciones.

Fijémonos cómo el texto nos hace unos guiños de

ojo que nuestra obviedad no entiende. Por ejemplo,

cuando Cavallares dice que el niño le «gruñía», o

que brincaba a cuatro patas de coche en coche, en

la plena exposición de su huida. A bien acorralado

que cuando salió el perro de su escondite, el oficial

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le puso la chamarra. Y cuando volvió a mirar, el que

tenía puesta la chamarra, no era el perro, sino el

niño. ¿Drogas? ¿Alucinaciones? ¿Confusión por ver

lo que queremos ver, y no por querer lo que vemos?

Ciertamente, la impetuosa provocación de que

fuera el niño el devorador, nos toca el corazón de los

que somos perros, rabiosos de disparar a lo primero

que se presente y lo último que se persone. En las

inmediaciones de la identidad, solo vemos lo que la

prisa nos confía a la intrepidez. No nos paramos a

pensar que tal vez esté equivocada nuestra versión de

los hechos. Es la potestad de querer que el mundo sea

a nuestros principios, la que nos lleva a conclusiones

sin mucha realidad. En calidad de hipócritas vemos

heridos donde solo había malinterpretaciones, y acaso

destinadas a no importa qué olvido. Y es que «las

emociones que nos afectan no son provocadas directamente

por las cosas que suceden, sino por las ideas

que nos hacemos de ellas» (Ruiz, 2019, p. 50).

Por tanto menos obviedades y más corazón, porque

el cuento tiene un final abierto, una relatividad

creadora, una ilusión susurrada por el silencio que nos

habla. ¿Realmente está alucinando Cavallares? ¿Es ese

empeño de hacer un superniño una oportunidad de

hacer un mundo más extra? ¿No es el resultado de ese

superempeño la locura y el desorden, el caos para lo

bien trabajado que se iría el descanso, con la conciencia

cumplida? ¿Es el mundo verdadero una mentira, a

la que hay que quitar a la intrusa de la incomprensión?

68


Antes bien creer que el niño saltaba por los coches, es

tener la resolución confusa, la impronta desensación de

una esperanza tan rápida que dejara angustiada la duda.

No sé si por superar la libertad, o por querer saber más

de la vida, en todo caso por lo ancho que es andar por el

olvido de un caso cerrado por los intereses. Solo desde

que nació la risa, la irresponsabilidad empezó a contornearse

del caso, desatendiendo las pistas que daban

a las conclusiones, que solo Dios sabe ignorar. A buen

seguro que no lo pagará nadie, y es que a medida que

se escurre la responsabilidad del pasado, se desaprende

a construir el futuro. Solo nosotros decidimos lo que

ha ocurrido en la justificación para cerrar el caso, pero

para racionalizar un milagro, ¿qué clase de estrategia

se ha perdido por el camino? ¿Qué pruebas destronan

al culpable? ¿Qué pistas dan a la nada? ¿Cuál es la respuesta

al silencio, como algo infinitamente quieto?

Lo cierto es que se presumen demasiadas cosas,

se presuponen demasiados pocos latidos, y los hay,

aunque silenciados por lo falsamente obvio. Y esa

obviedad es una oportunidad para hacer que el niño

–o el perro–, entre en su esperanza, y pase de todo

lo que no se perdona. ¿Sería lícito dar un paso adelante

sin las armas? ¿O sería un paso atrás de la vida?

¿No es ayudar a vivir, advertir a bien decir? ¿O a bendecir?

¿No es hablando como se entiende la gente, o

los perros? ¿Y no es así como se rinde el peligro?

Por eso Sartre (1982) dice que las personas «necesitan

juntarse para existir» (p. 15). Porque las perso-

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nas nos necesitamos las unas a las otras, como Cavallares

necesita a los demás para corroborar que se

equivoca. «Mandar no es un derecho de la élite, sino

su principal deber» (p. 120), y si la élite se equivoca,

es porque nos hemos equivocado todos.

bibliografía

Rodríguez, M. (2019). Gazuza. La Sirena Varada: revista

literaria bimestral, (15). México: Dreamers.

Ruiz, J. C. (2019). El arte de pensar. Córdoba:

Almuzara.

Sartre, J.-P. (1982). La náusea. Madrid: Alianza.

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Meses antes fui atacada. Mi perro

intentó morder al hombre varias

veces mientras me adentraba en la

profunda oscuridad del callejón, Calias

seguía intentando incluso cuando le

dispararon. Al final él tuvo la fuerza

para saltar y morderlo, cuando el

segundo disparo lo alcanzó pude

correr. Calias estaba muerto, el hombre

desapareció. Ahora estaba a solo metros

del mismo callejón.

Me arme de valor. Así que cuando el

hombre salió de las sombras no fue

una sorpresa, ni cuando su cuerpo fue

despedazado.

Calias nunca se había ido en verdad.

Los restos del hombre estaban

desapareciendo, al menos ya no

tendría que preocuparme por no haber

comprado comida para perro.

ALY HERON



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