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Recuerdo perfectamente salir del cine allá por 1982 completamente ensimismado con lo que acababa de presenciar, una obra donde la
épica y la fantasía se daban la mano gracias la imaginación sin límites de sus creadores, Jim Henson y Frank Oz. Un universo mágico
en el que unas marionetas cobraban vida alrededor de un mundo fantástico en el que todo estaba hecho con la delicadeza de lo
artesanal, pero llevado a un nivel nunca visto hasta entonces. La película, quién sabe por qué, no tuvo el éxito que sin duda se merecía
(tuvo un éxito moderado, en todo caso) y Henson tuvo que resarcirse con otro proyecto, igualmente personal, pero mucho menos
ambicioso, como fue “Dentro del laberinto” con el añorado David Bowie al frente junto a una jovencísima y preciosa Jeniffer Connelly.
En todo caso yo, como niño de apenas 8
años, quedé completamente atrapado por
el universo de aquel “El Cristal Oscuro”. Mi
fascinación por el trabajo de Jim Henson
nunca se ha circunscrito únicamente a los
Muppets, que por supuesto siempre he
adorado. Todo lo que hizo Henson (Muppets,
Fragels, Sesame Street…) y a la vez su
mano derecha Frank Oz (fundamental en
el desarrollo de personajes de Star Wars,
especialmente dando vida a Yoda) fue sin
duda sublime. Pero “El Cristal Oscuro” supuso
algo más. Una película aparentemente
destinada para niños pero cuyo desarrollo
no encajaba en el típico producto que se
venía confeccionando para infantes. La
complejidad de su puesta en escena (gótica,
oscura y aterradora a veces); el gusto por el
detalle, exquisito; la delicadeza ilimitada de
los personajes; la belleza de la monstruosidad
de los Skekses (una especie de buitres
putrefactos y terroríficos); la complejidad de
las marionetas y los decorados; lo excelso
de un trabajo artesanal llevado al límite; la
propia historia, tan deudora de Tolkien…
Todo ello hacía de la película un algo que
solo se podía definir con conceptos como
magia, fantasía, “imaginación desbordante…
Una obra maestra absoluta en definitiva.
De esta forma “El Cristal Oscuro” quedó
como una de esas películas casi de culto
de principios de los 80 que van perdiéndose
lentamente en el imaginario colectivo, como
si el paso del tiempo hubiera ido dejando
caer sobre su recuerdo una pátina de polvo
parecida a la que debían estar cogiendo
los muñecos de Aughra, Jen, Kira o los
benévolos místicos en los almacenes de la
productora. Años en los que lo artesanal ha
ido perdiendo peso frente a las posibilidades
de la tecnología, tan infinitas que demasiadas
veces terminan devorando a personajes,
historia, guion… facturando productos tan
enrevesados como fríos.
Jim Henson fallecería en 1990 pero su
productora, con los hijos al frente, siguió
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