Cluster No.3 - Los sonidos del azar
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Ilustración por ESTEBAN A. CATALÁN
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0 CONSEJO EDITORIAL
MARIANA SÁNCHEZ LÓPEZ S. ............................................. DIRECCIÓN GENERAL
MATHIAS BALL ESCAMILLA ........................ SUBDIRECCIÓN & CORRECCIÓN DE ESTILO
BRUNO ARMENDÁRIZ TORROELLA ........ JEFE DE REDACCIÓN & CORRECCIÓN DE ESTILO
ALEX RAMÍREZ NOREÑA .................................................... DIRECCIÓN DE ARTE
CLARA HOFFMANN DE BUEN ........................... MARKETING & RELACIONES PÚBLICAS
ESTEBAN A. CATALÁN ........................................................ DISEÑO EDITORIAL
LOS SONIDOS DEL AZAR
L A D O El azar, en tanto que productor de la singularidad,
supone una lista interminable de consecuencias:
la coincidencia, la espontaneidad, lo insólito y
el accidente son tan sólo algunos de sus posibles
resultados. Frente a estas variables, unx sufre los
nervios de la incertidumbre, o se regocija en la
L A D O
¡SOLTEMOS sorpresa: lo imprevisible se yergue como un signo LAPSUS
LA ILUSIÓN ambivalente. Para lxs entusiastas del juego, el
21
DE
azar es sinónimo de suerte; para lxs propensxs a
CONTROL! la angustia, un sinónimo de lo incomprensible. LAS LLAMAS
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En el ámbito artístico, lo azaroso atraviesa tanto el
BUDDY
proceso de creación como el de apreciación: en SOFT AND
BONES
FOREIGN
FRANKLIN el primero, surge como un poderoso recurso, un
ARE THE
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estímulo creativo que dinamita las fronteras de la SOUNDS
forma; en el segundo, opera como una expectativa 29
VIAJE emocionante, aquella tensión que resuelve en el
FAMILIAR impacto. En el caso específico de la música, la EL ARTE DEL
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improvisación reúne las posibilidades del azar en AZAR EN LA
una estética de lo indeterminado, una ruleta rusa
CREACIÓN
LOVE STORY
DEL ARTE
que, partiendo de su condición lúdica, desemboca
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HUMANO
en lo sublime o en lo desastroso. La improvisación, 33
como un pacto con el riesgo o como promesa del
asombro, puede ser considerada un componente del
pasatiempo o, por el contrario, un principio vital.
Con motivo de este tercer número, invitamos a nuestrxs
lectorxs y a escritorxs colaboradorxs a discutir
los límites de lo aleatorio y lo controlado dentro
del fenómeno musical, a explorar el valor anecdótico
de sus casualidades, a descubrir el sonido
del azar, su orden secreto y sus melodías ocultas.
COLABORADORXS
TEXTOS: MENI LOUIT · BRUNO ARMENDÁRIZ · ALEX RAMÍREZ · CLARA
HOFFMANN · MARIANA SÁNCHEZ · JOSÉ JUAN SÁNCHEZ LÓPEZ S.
MATHIAS BALL · AMBAR LORENA DELGADO · FOTOGRAFÍAS: ANDRÉS DURÁN
ESTEBAN A. CATALÁN · JOSÉ PITA · LUISA DE LA CONCHA · ILUSTRACIONES:
FRANCISCO ARROYO · ESTEBAN A. CATALÁN · PORTADA: ESTEBAN A. CATALÁN
Ilustración por ESTEBAN A. CATALÁN
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Foto por ESTEBAN A. CATALÁN
0 Por MENI LOUIT
La delimitación de un concepto suele ser más difícil
cuanto más cotidiano e intuitivo nos resulte, lo que tiene
especial pertinencia en el ámbito que nos ocupa.
Rodrigo Guijarros
Uno de los mitos más validados de la
composición musical es el de la genialidad
individual. Es posible que esta idea falsa
sobre la composición surja del enfoque
dirigido al producto musical y no al
acto creativo: la mayoría de los análisis
musicales (de cualquier tipo) abordan la obra
como un material concluido e inmutable del
cual hay que extraer la información que lxs
compositorxs celosamente encriptaron. Esta
concepción no sólo glorifica a lxs autorxs
como agentes aisladxs, sino que también
minimiza la experiencia de quien escucha
y de quien interpreta, ya que los
considera meros receptorxs o mediadorxs
de la obra. Valorar la música de esta forma (es
decir, como un objeto que debe ser protegido
por su nivel de “autenticidad”) es
completamente ajeno a la realidad de
los procesos creativos y a la realidad
de la música.
Para mí, la composición no tiene nada
que ver con la genialidad. La primera vez que
compuse una pieza lo hice en soledad; no
sabía teoría musical, aunque tampoco estaba
improvisando (en el sentido más amplio de la
palabra). Ese primer acercamiento fue un
juego, una actividad que no tenía ninguna
finalidad y que, sobre todo, estaba guiada por
el azar de mis recuerdos sonoros. Tampoco
estaba preparado cuando improvisé en grupo
por primera vez, pero lo disfruté muchísimo.
El concepto de juego estuvo presente de
nuevo en la curiosidad y las ganas de
explorar; me di cuenta de que lo
importante no era qué tanto sabía del
tema o qué tan bien podía tocar.
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A propósito, ¿qué es el juego? Más allá de las explicaciones basadas en las funciones biológicas y
psicológicas, el juego es una actividad libre sin una función poética práctica que, según el filósofo
Johan Huizinga, también puede ser un fundamento y un factor de la cultura (17-20). Tanto el
juego como la música carecen de una función racional; incluso así, ambos pueden ser la base de
muchos procesos creativos y sociales fundamentales, como el lenguaje, la ciencia o la religión. Si
consideramos esto, podemos entender que el juego no representa necesariamente una oposición
a lo serio. En realidad, el juego crea un espacio dual, porque supone la broma y la tensión, la
conciencia y el instinto de manera simultánea. La música también puede entenderse como una
armonía de dualidades.
El jazz, en particular, presenta de forma muy obvia este tipo de convivencia en su estructura
interna: ritmos ternarios y binarios, escalas mayores y menores (escala de blues). Estas
convivencias se encuentran al filo de la broma y la seriedad, y no pretenden encontrar una
resolución ni una función específica. Lo que sí es constante sin importar el género musical es la
posibilidad del azar. Varixs compositorxs ya han jugado con esta idea al escribir ideas musicales
sobre datos, al presentar formas abiertas en búsqueda de lo inesperado o improvisando. En estos
casos puede apreciarse de forma explícita la presencia del azar, pero en cualquier tipo de creación
siempre está presente la suerte, una fuerza que no podemos explicar ni controlar. Este factor es,
precisamente, la materia fundamental de la creatividad artística, aquello que constituye nuestros
deseos, gustos y memorias. Esta suerte se genera en un entramado aleatorio de opciones que nos
permiten explorar hasta el infinito las razones de nuestra experiencia.
Probablemente lo que más nos atrae del juego en un nivel intuitivo es la emoción tan fuerte
que genera la incertidumbre, no saber cuál es la siguiente nota, si ésta será un error o un acierto,
si ganaremos o perderemos. En todo caso, disfrutamos lo que desconocemos, lo que nadie sabe
o lo que saben lxs otrxs pero nosotrxs no. Y aunque agreguemos calificativos a las opciones de la
casualidad, a la entropía le viene igual y gozamos con sus resultados al grado de perder el temor a
ganar, perder, equivocarse o acertar. Eliminar estos calificativos se vuelve sumamente relevante en
relación con la expresión musical. Victor Wooten, en una comparación que hizo entre la música y
el lenguaje, declaró que lo importante son las posibilidades emocionales que nos hace sentir una
nota; si ésta nos hace reír o llorar, si nos cuestiona o nos hace movernos. Para Wooten no hay notas
incorrectas ni es necesario pensar en la teoría o las reglas. Para mí, sentir no necesita explicación
y, en una realidad llena de reglas estrictas, el azar nos libera porque nos enseña a valorar la complejidad
inesperada de las cosas.
El juego es, por lo tanto, imprescindible y abierto; se aleja constantemente de las certezas,
de lo automático, huye de la discusión entre lo bueno y lo malo, entre lo verdadero y lo falso. En
ese sentido, lo lúdico ecualiza nuestra relación con el cambio. En términos musicales, nos recuerda
que no existen las obras terminadas y que el control es una ilusión; nos ayuda a entender la música
como una materia flexible a la que constantemente tratamos de dar forma: jugamos a moldearla.
La composición, entonces, ha sido siempre un juego colaborativo (incluso cuando se hace en
soledad) y todos los esfuerzos por aislarla en otro plano me parecen intentos que nos esconden
su único objetivo: lucrar con la música en nombre de los derechos de autor y de la sacralidad
de la obra. Esta idea, además de limitar el ejercicio cultural de algunas poblaciones, es una idea
sumamente contradictoria, pues todo lo referente a lo sagrado viene también del culto y, de cierta
forma, del juego, de los ejercicios colectivos.
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A diferencia de lo que propone Huizinga, pienso que el juego sí puede convivir con la realidad.
Es decir, no es una actividad que nos aleje del mundo sino todo lo contrario: en una aplicación
psicoanalítica, el juego vincula el mundo exterior con nuestras memorias y, por lo tanto, nos
permite resignificar los recuerdos, sensibilizarnos ante la experiencia ajena y propiciar un flujo de
conocimiento y concordia.
Podemos huir de la angustia, reinventar nuestra relación con el control para hacer del juego
una manera de vivir la incertidumbre. La música, la composición y la improvisación, a causa
de sus reglas y prejuicios, se mitifican y se convierten en obsesiones: un juego deja de ser lúdico
cuando las reglas superan la libertad gozosa que nos ofrece la casualidad del momento.
Ilustración por FRANCISCO ARROYO
Bibliografía:
Huizinga, Johan. Homo Ludens. Trad. Eugenio Imaz, Madrid,
Alianza Editorial, 1998.
0 Ilustración por FRANCISCO ARROYO
UDDY
ONES
Por BRUNO ARMENDÁRIZ TORROELLA
Se han dicho muchas cosas de Buddy Bones Franklin: que vivió la mitad de su vida como polizón
en un vagón de tren; que duerme de pie; que a los 8 años empeñó el reloj de su padre para comprar
su primera armónica; que se quedó chimuelo a propósito porque, según él, los dientes eran
una molesta barrera entre sus pulmones y su amada dulzaina, y como uno debe franquear las barreras
frente al objeto amado, se deshizo de su dentadura frontal, dejando sólo las muelas necesarias para
poder mascar tabaco.
Aunque no ha de descartarse que algo habrá de cierto en estas leyendas, es indispensable detenerse
en un episodio, en una anécdota sentimental… No sería descabellado prometer la diversión,
porque Buddy Bones Franklin era un tipo singular, eso lo sabemos de sobra, y desde luego tenía sus
manías: la gomina en el cabello, los lentes oscuros, las pocas palabras… Pero también era sensible, demasiado
sensible, por eso las múltiples biografías, las adaptaciones al cine, los cuentos y las entrevistas.
De ahí se sabe, por ejemplo, que Buddy Bones ordenó colocar llamativos letreros de neón en la entrada
del Blue Room para hacer pasar el bar por un burdel y poder atraer a más oyentes, gente melancólica,
porque el blues solía gustarles y la confusión implicaba ganancias sustanciales los fines de semana.
La historia comienza como todos los estándares del blues: con una mujer. Aquel sábado por la
noche, Beth Davis entró al Blue Room pensando que se trataba de un burdel (por lo visto, el disfraz
funcionaba). Evidentemente, se percató casi enseguida de que se había equivocado; sin embargo, el
olor a cigarro, la penumbra y las conversaciones acaloradas la invitaban a quedarse. Se instaló en una
esquina, encendió un Baronet y aprovechó el cambio de planes para anotar rápidamente las ideas de
su próxima reseña. Para una crítica de música, vivir en una metrópoli como Nueva York es casi un
imperativo, no sólo por la oferta de trabajo y de placeres, sino también porque en las grandes ciudades
el azar está de su lado. Pero ella ignoraba esto todavía; llamó a la camarera con la mirada y desplegó
una sonrisa sugestiva: —un gin tonic, por favor, 1:2, mucho hielo. Gracias, linda—.
Al poco tiempo entró Buddy Bones al escenario con un maletín, un sombrero y un paraguas,
encantador y excéntrico como siempre. Al posicionarse frente al micrófono, dejó el maletín y el sombrero
en el suelo, sacó su armónica del bolsillo y, con el paraguas colgando de su antebrazo, dio la bienvenida
a las coristas Ruth Humes y Sippie Williams. Beth miró a Sippie estupefacta: sus ojos negros, su
esbelta figura, su piel enérgica; casi de inmediato apartó la libreta, descansó el cigarrillo en el cenicero
y se reclinó en su asiento, como anticipando lo que un viejo colega suyo había llamado “una caricia de
leopardo”.
Sippie miraba a Buddy Bones recargada en el piano, no dejaba de divertirla su insistencia en el
bombín y el paraguas. Cosas de polizones, pensaba, mientras lo imaginaba con su armónica en algún
tren que recorría los trigales de Kansas. Hace un par de minutos ella lo había observado engominarse
el cabello mientras precisaba las condiciones de “Bring It on Home”: —Yo doy la entrada, conocen la
letra; Jack me sigue; en el segundo compás entras tú, Vince, y cuidado con las escobillas, no quiero
sorpresas esta vez. Conozco a un chico que muere por ocupar tu lugar y créeme que al siguiente error
lo hago audicionar—. Sippie solía pensar en los camerinos cuando subía al escenario, sentía que una
fuerza deliciosa la arrastraba con cuidado hacia las luces del espejo, donde Ruth le hablaba del marido
y la hipoteca y ella elegía el carmín de la noche con descuido y se miraba en el reflejo, complacida,
sabiéndose tan joven… Fue un acorde de piano lo que la hizo retornar, un instinto alegre la incitó a
chasquear los dedos y, ya dibujado el ritmo en sus caderas, entonó la primera frase
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Hacía tiempo que Buddy observaba aquella esquina. Era un tipo calculador, no por nada el
preludio: le otorgaba valiosos segundos para estudiar a su audiencia, para identificar a los impresionables,
los apáticos, los tristes y, desde luego, los críticos. La vio entre bocanadas de humo, impasible, las
manos severas, la mirada cenicienta y una calma fugitiva que recordaba al agua o al desierto. Esperó
a que Ruth y Sippie extendieran sus voces, se llevó la armónica a los labios y sopló. Del instrumento
salieron largas notas trémulas, simpáticos lamentos que se erguían como formando una dedicatoria.
El canto grave, serio, profundo. El ritmo agudo, cercano, vibrante.
Beth Davis no fue capaz de buscar la pluma. De todos modos, no hubiera podido encontrar las
frases, no mientras Sippie cantaba, chasqueaba un dedo u ondulaba las caderas. Cada nueva canción
coincidía con el término de otro gin tonic, de modo que hacia el final del concierto, ella habría de
tener 7 u 8 tragos encima. Buddy Bones, que había aprendido a no perder oportunidades, indicó a la
camarera con un gesto discreto que la ginebra corría por su cuenta. Así aseguraba una segunda visita,
porque quien bebe gratis una vez, no tarda en volver a probar suerte. Beth Davis, aturdida por todas
las sorpresas de la noche, aceptó el gesto con agrado, dejó tres dólares en la mesa y se unió al torrente
de gente que se agolpaba en la salida.
No es de sorprenderse que al día siguiente The New Yorker publicara una apasionada reseña
sobre el Blue Room y los protagonistas de sus baladas: “Los sonidos que uno puede encontrar en los
callejones de la ciudad sólo pueden ser espantosos o sublimes. ¿Quién diría que una de las voces más
prodigiosas de Nueva York se dejaría escuchar en un lugar tan remoto? Pareciera que, en esta urbe
impredecible, los tugurios se convierten en oasis, los accidentes coquetean con la fantasía y las ninfas
responden al nombre de Sippie Williams”.
Buddy no tardó en encontrar la nota; incluso podría decirse que la estaba esperando. No habían
pasado más de dos minutos antes de que él sostuviera ya un ejemplar del New Yorker. Aunque las gafas
oscuras disimularon su sorpresa, no pudo ocultar por completo el desagrado. Desde luego, no se le
escapaba el talento de Sippie, él sabía mejor que nadie que su voz era extraordinaria, pero ignorar por
completo su armónica… Ese detalle resultaba doloroso.
Buddy Bones llegó temprano al Blue Room; un par de horas antes de que la noche cayera sobre
Nueva York, él ya estaba engominándose el cabello y lustrando sus zapatos. Había decidido que le daría
una segunda oportunidad, porque todas las personas cometen errores y hay que ser magnánimos.
Después de todo, los elogios a Sippie tampoco le venían mal, probablemente sólo auguraban un éxito
considerable. Quizá ya no necesitaría de los capciosos letreros de neón en un futuro próximo.
Conforme llegaba el resto del grupo, Buddy les entregaba un pequeño papel con la nueva lista
de canciones. “The Key to Your Door”, “Too Close Together”, “I Know What Love Is All About”, “Red
Hot Kisses”, “My Babe”, “Unseeing Eye”, “Wake Up Baby”. Todas apuntaban a un único propósito: a que
Beth Davis lo mirara y lo escuchara como miraba y escuchaba a Sippie. En el peor de los casos —pensaba
Buddy— quisiera que mi armónica protagonizara la siguiente reseña.
El bar estaba casi lleno. Sippie Williams, siempre la última en llegar, recibió la lista con asombro.
Desde luego, no había leído la nota de The New Yorker. Buddy Bones notó el desconcierto de la joven
y, tras una inmensa sonrisa y un beso en la frente, le dijo: “conoces las canciones, todo saldrá bien”.
Ciertamente, ella las había cantado cientos de veces, pero los imprevistos le generaban malestar. De no
haber sido por el beso de Buddy, quizá hubiera refunfuñado un poco, tal vez hasta se hubiera enfadado.
Pero llevaba tiempo pensando en él; cosa curiosa, sobre todo siendo un hombre al menos 10 años
mayor, sin dientes y lleno de caprichos; pero Buddy Bones la fascinaba, porque aun con sus manías y
sus neurosis inspiraba ternura. En sus peores momentos, Buddy tomaba su armónica e improvisaba
alguna melodía, o se sentaba en silencio a mascar tabaco. Para Sippie, él era todavía un niño, alguien
que no se tomaba muy en serio las cosas y que disfrutaba enormemente de los pequeños placeres.
Había aprendido de Ruth que los hombres “serios” eran dignos de recelo, que los “buenos partidos”
terminaban en tragedias; por eso Buddy le resultaba tan simpático, tan amable, tan opuesto a lo que
debería estar buscando, tan deseable. Ella le sonrió de vuelta, asintió y, todavía risueña, le respondió:
“No olvides tu paraguas”.
Buddy Bones salió al escenario con su famoso ritual. El bombín en la cabeza, maletín y paraguas
en mano, los pasos lentos y tímidos pero la mirada encendida. “Damas y caballeros, hoy quisiera
hablarles sobre el amor”. La audiencia guardó silencio, pensando que el discurso continuaría. Él no
había acabado, pero prefería tocar la armónica antes que hablar para que su instrumento no se quedara
sin ideas. El público finalmente comprendió y recibió a la banda. Mientras tanto, Buddy Bones
buscaba a Beth Davis. Primero observó las esquinas del recinto: nada; después la fila más alejada del
escenario, fue bajando la mirada poco a poco, cada vez más despacio por miedo a desapercibirla hasta
llegar a las primeras filas. Ahí, a tan sólo dos metros de distancia, las mismas manos severas de la noche
anterior.
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Hubo que esperar una semana para leer su reseña. El tono y el discurso eran casi idénticos a
los de la nota pasada. Estaba claro: los esfuerzos de Buddy no habían impresionado a Beth Davis en lo
más mínimo. Buddy Bones estaba lejos de sentirse contento y, sin embargo, se sabía en su estado puro:
melancólico. Después de todo, el blues suele nutrirse de esas desgracias repentinas y, en cierto modo,
le gustaba celebrarlas con algún solo de armónica.
Cuando Buddy Bones dobló la esquina de camino al Blue Room, Beth Davis ya lo esperaba en
la entrada del bar. En el momento en que la vio, Buddy no pudo evitar sorprenderse. —Beth Davis—
dijo ella estrechando su mano —usted pagó mis tragos hace un par de semanas, ¿recuerda?—. —Gin
tonic, ¿cierto?— dijo Buddy siguiéndole el juego; Beth Davis asintió amistosamente. —Será mejor
pasar, ya comienza a hacer frío—.
Se instalaron en la barra del bar. Buddy abrió una botella de ginebra y, de uno de sus bolsillos,
sacó una pequeña bolsa con tabaco de mascar. Beth Davis, por su parte, encendió un Baronet. Ambos
tomaron un sorbo de licor:
—Quería hablarle de Sippie Williams... Hay un productor
interesado en grabar con ella.
—Es fantástica ¿no?
—Lo es, tiene una voz extraordinaria.
—Hablaba de la ginebra. Aunque,
claro, Sippie también es una
excelente cantante… Pero
dígame, ¿yo qué tengo que ver
con esto?, ¿por qué no lo
consulta directamente
con ella? Estoy seguro de que
la propuesta la entusiasmará.
—Iba a hacerlo esta misma noche.
—¿Entonces?
—Usted fue el primero en llegar y pensé
en decirle.
—Ah, sí, Sippie siempre llega al último. Tendrá que
poner al tanto a toda la banda antes de poder
hablar con
ella.
—¿Le molestaría
grabar algunos
pasajes de armónica
para Sippie?
—¿Por qué habría de
molestarme? A eso me
dedico, a tocar la
armónica.
Foto por ESTEBAN A. CATALÁN
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Foto por LUISA DE LA CONCHA
Llegaron Vince, Jack y Tommy; batería, contrabajo y piano, respectivamente. Los tres callaron
bruscamente al ver a Beth Davis frente a Buddy. Observaron el rostro del bluesman esperando la
aprobación de su estancia o la señal para marcharse y entretenerse un rato afuera. Entonces Buddy les
mostró las encías con una sonrisa formidable y ellos comprendieron que no había problema. Entraron
a los camerinos disimulando la risa y, al cabo de unos segundos, sus voces se redujeron a murmullos
quedos.
La apertura al público se acercaba. —Tengo que hablar con los muchachos.— dijo Buddy mientras
se levantaba de su asiento pesadamente —Puede acabarse la botella, Sippie no tardará mucho en
llegar—. A todo esto, Buddy ya había ideado su última dedicatoria. Pudo haberle dicho algo, quizá
quejarse un poco por las reseñas, preguntarle por qué ni siquiera lo había mencionado. Pero se sabía
muy torpe con las palabras y demasiado elocuente con la armónica como para precipitar algún comentario,
de modo que al llegar al camerino tomó un papel y escribió una nueva lista de canciones.
Cuando Sippie llegó, Beth Davis la recibió con júbilo. Le habló del interés del productor, de la
disquera, de los planes a futuro, de los lugares en los que cantaría, de los ingresos, de los músicos; le
habló del éxito que una joven voz como la suya podría alcanzar, le ofreció ayuda en todo lo que necesitara;
pero Sippie, lejos de sumergirse en el ensueño, se sintió profundamente abrumada. Lo cierto es
que no quería dejar a Buddy y, por lo mismo, no pudo evitar escuchar a Beth Davis con recelo. —Lo
voy a pensar— dijo Sippie esbozando una sonrisa. Beth Davis amagó con otra tentativa de convencimiento
pero fue interceptada por los ojos negros de Sippie, que no le permitieron formular la frase.
Ya en los camerinos y un poco ansiosa, Sippie buscó a Buddy con prisa, como si el simple hecho
de imaginarse lejos de él los hubiera separado al instante y para siempre. —¡Sippie!— exclamó Buddy
Bones al tiempo que le pedía acercarse —Ten. Sé que no te gustan las sorpresas, pero de veras quiero
tocar estas canciones—. Sippie leyó la lista aún sin haberse recuperado del susto. —Ésta la canto yo—
dijo señalando la última canción. Buddy Bones chasqueó la lengua en señal de desacuerdo.
—Buddy, ésta la canto yo— repitió Sippie con firmeza. Buddy Bones se dejó caer en la silla como quien
se resigna a perder una batalla. —Está bien, Sippie. Pero tendrá que ser acapella—. Sippie sonrió, besó
a Buddy Bones en la frente y corrió hacia las luces del espejo.
Mientras el resto del grupo terminaba de alistarse, Buddy Bones observaba el escenario con
nostalgia. Le parecía que la noche adquiría una fatalidad inaudita muy similar a la que presentan las
últimas veces. De pronto, impulsado por una ardiente tristeza y, sin decir ni una palabra al público, Buddy
se plantó en la mitad del escenario, comenzó a tocar su armónica y marcó la cadencia; sus mejillas
se inflaban y se desinflaban cada vez con mayor velocidad y vehemencia. El ritmo era tan fuerte que
las bocanadas del público comenzaron a sincronizarse con el inicio y el término de los compases. Entonces
emitió un grito con su armónica, una nota tan filosa que cortó la fumarola del recinto. Regresó
a la cadencia y de nuevo la fuerza del arranque, el emprendimiento maquinal de los soplidos feroces;
bye bye bird, decía Buddy entre inhalaciones profundas; bye bye bird, I’m gone y exhalaba exhausto
sugiriendo un estertor; bird, I’m gone y languidecía con un falsete; bird, I’m gone y se extinguía; bird
y el silencio en la estación, el tren lejano y un maletín con un paraguas olvidados en el suelo.
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Ilustración por FRANCISCO ARROYO
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Durante el verano del 2001 mis padres me llevaron por primera
vez al mar. Bueno, me dijeron que eso era el mar; no sería
hasta casi una década después que me daría cuenta, durante
mi verdadero primer viaje al mar, que eso que visité no había sido sino
una gigantesca cantera inundada. Ellos confiaban en que la ignorancia
de la niñez iba a ayudarles con su treta y, hasta el día de hoy, sigo acordándome
de ese día como el día en el que conocí el mar.
Los boletos se los ganó mi mamá como premio en una rifa. La
idea era acertar tres números del uno al cien; mi madre acertó dos de
los tres y, si la hija menor de la familia Sánchez no hubiera adivinado
los tres números, nos hubiéramos llevado el gran premio: un departamento
en Suba, en los edificios que acababan de construir después del
temblor. Pero Sánchez la hizo de bruja y nos dejó con nuestra medalla
de finalista (no nos iban a dejar desahuciados cuando nos acercamos
tanto). Fueron los boletos del viaje. Sólo los boletos, ya que nosotros
teníamos que pagar el hospedaje.
Recuerdo la tensión en mi casa conforme la fecha del viaje se
acercaba. Mi padre, modesto con las ya precarias finanzas familiares,
insistía furiosamente en que sería mejor vender los boletos en lugar de
hacer el viaje y gastar dinero (que no teníamos) en hospedaje. Mi madre,
dispuesta a aprovechar cualquier oportunidad al máximo, aun si
eso significaba endeudarnos por meses o hasta años, estaba decidida a
hacer el viaje, con o sin mi papá. Ya casi se cumplían cinco años desde
que la despidieron; para ella, ganarse los boletos no fue sólo un momento
de buena suerte. Este chispazo fortuito, enterrado en un lustro
de tragedias, malos tratos y dificultades económicas, fue una señal de
que, por fin, su destino estaba cambiando para bien. Mi papá no se
dio cuenta de lo que se escondía detrás de la desesperación de mi madre
por hacer el viaje. Llegaron, entonces, a un acuerdo: iríamos, pero
dormiríamos en una tienda de campaña para no gastar en hoteles.
El lugar donde nos quedamos estaba al pie de una de las laderas
de la cantera. Era un terreno amplio y plano, con una hilera de
letrinas de un lado y una hilera de coches del otro. Enfrente de donde
descansaban las casas de campaña la piedra se alzaba por casi cien
metros y rodeaba el sitio en forma de medialuna. Por las noches, el
sonido del campamento rebotaba contra la piedra y las nubes tapaban
las estrellas, lo que hacía que el lugar se sintiera como una burbuja
oscura, aislada del mundo exterior. Frente a la ladera, cruzando el terreno,
estaba lo que yo estúpidamente creí que era el mar. Una laguna
cuestionable de agua que se extendía a lo largo y ancho de la parte más
baja de la cantera. Lo angosto del sitio de acampar, así como las altas
paredes de roca que rodeaban los costados, hacían que la laguna se
sintiera inmensa a pesar de no ser muy grande.
VIAJE
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FAMI
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Sin embargo, lo que le faltaba de área le sobraba de profundidad.
La cantera había sido excavada por niveles con una precisión
milimétrica. Esto significaba que podíamos entrar a la laguna y caminar
unos veinte metros de la orilla sin que el agua subiera más
allá de las rodillas, pero pasando los veinte metros había una caída
empinada y el color del agua, hasta ese punto un azul relativamente
cristalino, se tornaba un verde oscuro, casi negro, mismo color que
se extendía a lo largo del resto de la laguna. Mis padres preguntaron
si alguien sabía la profundidad pasando la caída, pero nadie les
supo responder.
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Por
LIAR
ALEX RAMÍREZ
LIAR
LIAR
LIAR
LIAR
LIAR
El aburrimiento hizo que los primeros tres días se sintieran
eternos. Mi papá, siempre mezquino en su victoria, no dejaba que
pasara un día sin recordarle a mi mamá lo infructífero y tedioso que
estaba siendo el viaje. Tal vez los comentarios constantes la abrumaron,
o tal vez mi papá dijo algo con más “sazón”, pero la última
noche mis padres se enfrascaron en una pelea a gritos que no me
dejó más que salir de la tienda y explorar el campamento por mi
cuenta. No era extraño que se pelearan, pero esta vez no había paredes
que amortiguarán sus gritos. Mientras me alejaba, sus voces se
hacían cada vez más inaudibles y, en su lugar, comencé a escuchar
un sonido constante que venía de las tiendas más cercanas a la orilla.
Me acerqué y me di cuenta que el sonido era música y, lo que yo
pensé era un grupo de tiendas, era en realidad una sola gran tienda
de campaña, cinco o seis veces más grande que la nuestra. No había
visto esa tienda los días anteriores. Los nuevos inquilinos habían
llegado unas horas antes, cuando comenzaba a oscurecer y, a pesar
de que no había nada más que hacer en el campamento que nadar y
comer, nadie se había percatado de su llegada.
Nunca había escuchado música de ese tipo. Escuchaba guitarras,
pero más agudas y con más reverberación. Había, también,
percusiones, pero no era el sonido de una batería ni el de un tambor.
Eran golpes secos, cortos y constantes y en el fondo se escuchaba
lo que parecían ser murmullos. Estos murmullos hicieron que mi
curiosidad le ganara a mi prudencia y, de un lado donde la cortina
no estaba cerrada del todo, metí mi mano por la rendija, abrí despacio
el cierre y asomé mi cabeza. Una niña no mucho mayor que
yo estaba sentada en la mitad de la tienda, con las piernas cruzadas,
la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos cerrados. Su cabeza y sus
hombros se movían al compás extraño de la música. Tan pronto vi
la escena sentí que estaba viendo algo que no debí haber visto, al
menos no a tan corta edad. Había un sentimiento ajeno, completamente
nuevo, que me parecía supremamente atractivo y obsceno
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No debieron pasar más de diez segundos cuando la niña abrió los ojos.
Por reflejo me hice para atrás y saqué rápidamente la cabeza de la tienda.
“¿Quieres entrar?” Miré a mi alrededor. Las demás tiendas estaban cerradas y
en completo silencio. “¿Puedo?” le contesté. “Sí”.
Una vez dentro me senté enfrente de ella. La música retumbaba. Me
preguntó si quería que me leyera las cartas. Debí haber dicho que sí, porque de
inmediato sacó de una vieja caja de madera un bonche de cartas púrpuras con
detalles dorados. Las desplegó en medialuna, bocabajo, sobre el piso y me dijo
que eligiera tres. Tomé la de hasta la izquierda, la octava de izquierda a derecha
y la penúltima de hasta la derecha. Durante todo esto se formaba una sonrisa
amigable en su cara, casi burlándose de mi ingenua curiosidad. Después de
voltear las cartas su sonrisa desapareció.
La música retumbaba.
Por un momento pensé que iba a ser el preludio a alguna broma, algún
comentario juguetón sobre mi “mala suerte”.
La música se hizo más fuerte.
Las tres cartas mostraban, respectivamente, la silueta de un hombre
hundiéndose en el mar, una corona de tres picos con una punta rota y ensangrentada,
y una mujer alta y delgada con una mirada triste y una túnica gris
cubriendo su cuerpo.
Mis oídos comenzaron a doler.
La niña miró sobre su hombro, como esperando a que alguien más entrara
a la tienda y detuviera nuestra lectura aparentemente inofensiva.
Mi cabeza comenzó a doler.
Yo le pregunté qué significaban las cartas, con la sonrisa ahora en mi
rostro. Hizo una pausa.
Para entonces sólo escuchaba la música y su voz.
Mientras me explicaba mi sonrisa fue desapareciendo. Tan pronto me
dijo, me levanté, pateé las cartas y salí de la tienda llorando.
Unos minutos más tarde mi madre me encontró escondido detrás de
una letrina. Le conté lo que había pasado y esa misma noche ella y yo nos fuimos
del campamento.
Hasta el día de hoy, casi veinte años después, recuerdo con cariño ese
viaje. La vez que mi mamá me llevó a conocer el mar.
Foto por ANDRÉS DURÁN
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L O V E
S T O R Y
Por CLARA HOFFMANN DE BUEN
Foto por ANDRÉS DURÁN
Tomé clases de piano durante varios años de mi
infancia. Los miércoles mi mamá pasaba por mi
hermano y por mí a la escuela a las 2:30pm y nos
llevaba a comer a casa de mi abuela. Era un día especial.
Mi abuela nos recibía con nuestras comidas favoritas
— pacholas, frijoles refritos, papas capeadas, chiles rellenos
de atún y una variedad de sopas exquisitas — y nunca
faltaba el chocolate de postre que nos “obligaba” a comer
para que ella no fuera la única que se regalaba el gustito.
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El maestro de piano nunca llegó a la hora que se suponía
tenía que llegar. Cuando finalmente llegaba, mi hermano
pasaba primero, y después de una hora de percibir
su tortura, era mi turno. No recuerdo ni una sola vez que
la clase de piano comenzara puntual. Aun así, creo que no
lo hacíamos nada mal. La primera canción que aprendí a
tocar completa fue “Bella’s Lullaby”, que no hace más que
delatar mi edad y mi aparente amor por la saga de Crepúsculo.
Pasé después a un repertorio un poco más interesante:
canciones del soundtrack de Amélie, “Close to You” de
Carpenters; inevitablemente aprendí a tocar “My Heart
Will Go On” de Céline Dion, hasta un pequeño intento fallido
de elevar mis habilidades inexistentes como pianista y
tocar “Bohemian Rhapsody” de Queen. Llevaba partituras
conmigo a todos lados con intención de aparentar que tenía
habilidades musicales: “I See The Light” de Enredados
estuvo perdida un rato entre mis cuadernos escolares para
en cualquier instante presumir que podía tocarla, y “Love
Story” de Taylor Swift vivió en el coche de mi papá hasta el
año pasado. En fin, fue un largo tiempo de comer muy rico
los miércoles por la tarde pero odiar cada segundo sentada
frente al piano. Dejé de tomar clases de piano al llegar a
la prepa: de repente empecé a salir mucho más tarde de la
escuela y aunque agradecí que me salvara de horas de aburrimiento,
sigo extrañando ir a comer a casa de mi abuela
de forma tan habitual y rutinaria. Abandoné todas mis partituras,
olvidé en gran parte todo lo que había aprendido y
el tiempo pasó sin que realmente pensara en las clases del
miércoles por la tarde o siquiera las extrañara.
Ilustración por FRANCISCO ARROYO
Mi mamá cambió el cerrojo de la puerta de mi casa
para que mi papá ya no pudiera volver a entrar en enero
del año pasado. Después de un par de meses de una dinámica
familiar bastante turbulenta, llegamos a la inevitable
conclusión que ya no podíamos vivir con mi papá si seguía
portándose como se porta. Muy personal, una disculpa. Pasaron
unos cuantos meses de contacto muy limitado, nos
vimos quizá dos veces de enero a junio —desde entonces
nos hemos visto una sola vez, por si les interesa—, y mi
hermano, mi mamá y yo estamos mucho mejor, lo prometo.
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Cuando nos vimos en junio, mi papá quería llevarse
a nuestro perro de paseo, solo. Terminé acompañándolo.
Mi excusa es que estaba de vacaciones y realmente no tenía
algo mejor que hacer, pero tengo que admitir que simplemente
pensar en la tarde que mi perro habría pasado
sin alguien conocido a su lado me pareció una experiencia
algo tortuosa y muy triste que no iba a permitir; además, mi
prima pequeña estaba invitada al viaje y es algo torpe aún
como para tener la responsabilidad del cuidado perruno.
En fin, acompañé a mi papá a un paseo en junio.
Me subí al coche —el coche en el que aprendí a manejar,
el coche que empujó el tipo que me gustaba una vez
en Tepoztlán porque nos habíamos quedado sin batería, el
coche en el que viajamos en familia incontables veces, el
primer coche que choqué — y descubrí, muy a mi sorpresa,
que la nueva novia de mi papá estaba sentada en el asiento
del copiloto. Fue un día muy difícil y doloroso; podría escribir
mil cuartillas relatando todos los pensamientos que
cruzaron por mi cabeza, pero ésos los dejaré para los oídos
de mi psicóloga. Para esta lectura sólo es necesario entender
que la pasé fatal. Aun así, al regreso tuve una pequeña
revelación repentina que atesoro.
Iba sentada en el asiento trasero del coche, al lado
de mi prima y sosteniendo a mi perro para que no saliera
volando en las curvas cerradas de la carretera libre a Toluca.
Mi prima preguntó si tenía un papel y pluma para que
escribiera, quería pasarme un papelito en el que dramáticamente
escribió “¿sabías que tu papá tenía novia?”. Resultó
que el único papel que tenía a la mano eran mis partituras
de “Love Story” de Taylor Swift. Entonces, sentada en medio
de una situación que ponía a prueba toda la paciencia
que he practicado a lo largo de mi corta vida, no podía
más que pensar: la Clara que solía tomar clases de piano
los miércoles en la tarde en casa de su abuela nunca esperó
encontrarse en un momento como este pero, posiblemente
—nadie puede decirme lo contrario— siempre estuvo planeado
para que sucediera así. Nadie movió mis partituras
en más de 10 años: el coche fue lavado cientos de veces,
entraron y salieron múltiples pasajeros y amigos, fue llevado
al mecánico, se le poncharon llantas, viajó de un estado
a otro; en una década entera, las partituras permanecieron
inmóviles e intactas, incluso sin ser desdobladas ni una sola
vez, hasta que un día, quizás por azar del destino, se volvieron
la única evidencia física del peor día de mi vida.
Foto por ANDRÉS DURÁN
Ilustración por ESTEBAN A. CATALÁN
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Foto por JOSÉ PITA
LAPSUS
Por MARIANA SÁNCHEZ LÓPEZ S.
Se despertó de golpe y con el corazón batiente. Se percató, no sin cierto extrañamiento, de que lo
que había cortado su sueño de manera tan abrupta habían sido las campanadas de la iglesia más
próxima. Éstas sonaban, desde que tenía memoria, a las 8:30 en punto: cuatro notas; pausa; cuatro
notas.
Carraspeó con desconcierto. Sacudió la cabeza y, tras mirar el reloj en el buró de enfrente, decidió
incorporarse (faltaban pocos minutos para que se soltara la alarma). Como todas las mañanas,
se quedó unos instantes a la orilla de la cama, mirando por las cortinas traslúcidas que ya colaban los
primeros rayos de luz, coloreados por algún reflejo indescifrable. Como todas las mañanas, se puso de
pie, caminó por el pasillo y se miró rápidamente en el espejo que se asomaba por la puerta entreabierta
del baño. Como todas las mañanas, preparó un café instantáneo, escogió una manzana que lavó superficialmente,
y se sentó sobre el sillón empolvado a observar —absorber— el silencio a su alrededor.
Una vez más, esta insólita paz se vio interrumpida cuando sonó la alarma del reloj. Caminó de regreso
sobre sus mismos pasos y calló el estruendo con un golpe seco.
De pronto sintió que el espacio a su alrededor se reducía, asfixiante, limitante. En un acto impulsivo,
sacó las llaves del bolsillo de uno de sus pantalones sucios y apuró el paso hacia el exterior.
Bajó las escaleras con un trote rítmico, nervioso, y procuró no detenerse mucho con la conversación de
la vecina, que parecía haber estado esperando su llegada para soltar todas las noticias. Llegó por fin al
coche y arrancó, la radio se encendió de inmediato y sonó lo que parecía ser una estación de anuncios
(probablemente así se había quedado desde el último viaje). Decidió dejarla, casi como si no llegara
a escuchar. Tampoco parecía estar muy consciente del camino que se extendía al frente, o lo que iba
dejando atrás. Su mirada estaba clavada en un punto escondido.
Aunque no lo notó, probablemente pasó la casa de sus padres, las oficinas donde trabajaba y la
casa de quien había sido su amante; pero esta vez no se le escapó ningún suspiro, ningún músculo se
tensó, ningún pensamiento cruzó por su mente. En esa pasividad casi mortal, sonaba la radio, acompañada
del motor y, si uno se esforzara, escucharía también su respiración acelerada. Ese impulso ciego,
misterioso, marciano, no le dejaba pensar en otra cosa que seguir avanzando; más allá, más allá. En
algún momento, la señal de la radio comenzó a distorsionarse, los anuncios dejaron de tener sentido.
Habrá sido la distancia, habrá sido la tensión que desdibujaba todo a su alrededor.
El cielo comenzó a nublarse y el bosque acentuó la oscuridad que se alzaba por encima de su
cabeza. Tal vez era ya el único automóvil circulando a esas horas, o tal vez la sensación de soledad en
el camino estuvo sólo en su cabeza. En cualquier caso —y, a estas alturas, quien lee no debería sorprenderse—,
no pareció importarle y giró bruscamente para desviarse del camino. Se adentró en la
oscuridad absoluta, siguió avanzando y acercándose cada vez más a ese punto.
Ilustración por FRANCISCO ARROYO
De pronto los pensamientos comenzaban a regresar y colmar su
cabeza, aunque no eran del todo conscientes; pensamientos que, al
igual que la radio, se distorsionaban más a cada instante; pensamientos
que no le pertenecían; pensamientos terribles que le gritaban a los
oídos, golpeteando en lo más profundo del tímpano. Sin advertencia
comenzaban a volverse suyos, hundían su cuerpo en el asiento con
un peso invisible. El coche avanzaba con dificultad, como si también
se hundiera en una especie de fango. Ya nada tenía sentido.
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Finalmente se detuvo el coche. Ya no podía seguir avanzando. Tras
abrir la puerta y salir, adivinó que se encontraba frente a un lago, pues
en el negro absoluto alcanzaba a divisar reflejos repentinos, temblorosos,
juguetones sobre una superficie fresca y serena. Avanzó para encontrar
la orilla y pronto sintió la humedad llegar a las suelas de sus zapatos, la
sintió filtrarse y entrar en contacto con su piel. Sintió el fango que antes
había atascado el coche. No pudo evitar hundirse en la oscuridad
infinita. Más bien no quiso hacerlo. Descendió en compañía de la radio
y los sonidos del entorno natural, que ahora resultaban ensordecedores.
Las luces danzantes al frente.
Abrupto y repentino como todas las decisiones tomadas hasta ese
momento, recobró consciencia.
¿Cómo había llegado a ese punto? ¿En qué momento había decidido
llegar hasta ese desconocido lago que ahora estremecía sus pies y se
trepaba por sus pantorrillas?
Foto por JOSÉ PITA
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Si tan sólo
no hubieran
sonado
las ocho
campanadas
.
Foto por JOSÉ PITA
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Las
LLAMAS
Por JOSÉ JUAN SÁNCHEZ TORRES
Ilustración por FRANCISCO ARROYO
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I.
yo no soy lo que escribo
si alguien llegara a encontrar en estas
palabras una voz será su canto
y no el mío lo que habrá escuchado
yo no soy más que mi silencio
(soy lo que escucho en mi silencio)
y la voz repugnante y hermosa que le atribuyo
no es otra sino la única
que pudiera de alguna manera
llamar mía
II.
escucho los crujidos secos y ese rumor casi
lluvia
que he aprendido a asociar con el fuego
a la vez que miro ennegrecerse el cielo y arder
los edificios que hemos construido
a la vez que respiro un aire anaranjado a veces
azul a veces a bocanadas
irregularmente
lo respiro
a la vez que te busco y te lloro y te llamo
y te llamo y te llamo y te llamo
y te llamo
con una voz que quizás
ya no reconozcas
a la vez que todo va explotando y la piel
esta piel mi piel
me atrapa dentro
de un cuerpo que no es mío
a la vez que la voz se quiebra
a la vez que la voz se quiebra
a la vez que el oído intenta refugiarse
del golpeteo inmenso
de un par de alas que los ojos confunden
tal vez con nubes
tal vez con nada
a la vez que se desbordan las casas
creo que eran casas y se huele
sólo el vidrio estrellado
atravesando la carne
a la vez que me siento y miro
lo que fueron mis manos y las tuyas
tus pensamientos y los míos (y todo se detiene
salvo la sangre y el silencio)
a la vez que la voz se quiebra
en versos con la esperanza
de seguir cantando
a la vez que la voz
esta voz que recién tuve
parece alejarse
a la vez que la voz esta voz
que es tuya y sólo tuya te es devuelta
con estas palabras
esta voz tuya me destroza la garganta cuando
por fin la exhalo (y todo se detiene
salvo la sangre y el silencio).
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SOFT AND
FOREIGN
ARE THE
SOUNDS
Por MATHIAS BALL ESCAMILLA
Este poema es un collage; sus partes fueron elegidas al azar.
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Soft and foreign are the sounds
That the tiny sparrow makes as it
Flits ‘round the floral patterns on the carpet
Tired of Aeolus’ wintry gales, perhaps,
That beset the world without my window
It breaches my homely sphere uninvited,
Yet not unwelcome
Whereas its relatives remain outside —
Veiled in snow, flying through the skies
twice-sunbathing
First, in the sun’s rays
then, in the snow’s glare —
This solo-flyer has forsaken, if only momentarily,
The browns and ochres and dusty whites of its native wood
For the imagined grandeur of the Hokusai on my mantle
Admiring this brave coward
Staking out new territories unreal
I see myself reflected in its beady eye
For I
As well
Have carved out niches for myself
To hide away in fiction
From what in fact I cannot face
Ilustración por FRANCISCO ARROYO
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Suave y extraño es el sonido
Del gorrión diminuto
Cuyo revuelo elevado
Acerca las flores de la alfombra
El aliento invernal de Eolo acecha fuera
Y él irrumpe en mi morada, jadeante.
Acaso la ventisca lo quebranta,
Y él se refugia, oportuno, entre mis muros.
Afuera, se cubren de nieve allegados y paisajes
El cielo aletea, las alas clarean
Y a través de la luz y su reflejo
los gorriones se asolean
Este perdigón solitario
Momentáneo desertor de las alburas, los ocres, las horas castañas;
Quisiera anidar el mar, cambiar los bosques por las olas
Quisiera cambiar de hogar, saberse cuadro bajo el manto.
Admiro a aquel valiente, pero temo sus conquistas;
Veo sus ojos
Y esculpo
En su brillo
Mis cuencas
Veo su rostro oportuno y, en sus alas,
Sepulto los secretos que ya nunca silbaré.
Traducción por Bruno Armendáriz Torroella
Los álbumes que inspiraron el poema son los siguientes:
Soft Sounds From Another Planet de Japanese Breakfast
Come Pick Me Up de Superchunk
I Hate Music de Superchunk
American Football de American Football
Relatives in Descent de Protomartyr
Sunbather de Deafheaven
Bark Your Head Off, Dog de Hop Along
Moving Mountains de The Casket Lottery
New Bermuda de Deafheaven
The Con de Tegan and Sara
Foto por ANDRÉS DURÁN
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El arte del
azar en la
creación
del arte
humano
Por AMBAR LORENA DELGADO MEJÍA
¿Qué es el azar? Hay quienes lo ven como la suerte declarada por el poder divino, pero también hay
quienes lo ven como posibilidades que se pueden controlar. A la humanidad le encanta el azar, la
adrenalina que provoca la ilusión de controlar aquello que no podemos dominar. Ya sea en un simple
juego de póquer, apostando a un número y un color, o bien retando a nuestro propio destino, la mínima
probabilidad de salir con éxito nos parece estimulante. Pero el azar siempre nos supera; cada que
algo parece imposible pero, contra todo pronóstico, sucede, le llamamos de dos maneras: maldición o
milagro. Todo depende de nuestros intereses. Lo cierto es que muchas personas han entendido el azar
como los millones de caminos por los que podría llevarnos la vida: el karma, los hilos del destino, los
multiversos cambiantes con cada decisión de un ser vivo, el efecto mariposa y un sinfín de nombres
más. Así como existen miles de historias nos enseñan que intentar huir del destino simplemente nos
llevará hacia él, sin importar lo que hagamos, ¿será aplicable el mismo principio en el arte y la creación?
En el ámbito de la creación, el azar se ha utilizado como una herramienta multiforme que denota
fácilmente la personalidad de quien crea. Está la verdadera improvisación aleatoria, aquello que
fluye libre y con una intención de sensación definida mas no específica, como el vuelo de la mosca.
Pero también está lo que aparenta ser una improvisación; es decir, un trabajo más humano caracterizado
por la ilusión del control regida por patrones, medidas, normas, cuyo mérito está en la habilidad
y destreza para cumplir con esta simulación a través de la técnica. Ahora bien, no faltará quien se pregunte:
¿al final qué diferencia habrá para la audiencia? Aquí entra el egoísmo creativo, la necesidad de
anteponer el interés propio al del público: ¿acaso un(a) artista se centra en lo que desea que la audiencia
sienta o, más bien, pondera su proceso creativo por encima de la experiencia ajena? Cualquiera de
las dos opciones es respetable y no significa que haya más o menos valor creativo en una o en otra. De
hecho, ambos caminos requieren un alto dominio técnico y una cierta entrega al destino en tanto que
implica el contacto con la audiencia: el público es algo que ningún agente creativo puede controlar.
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Cuando un(a) artista se expresa —ya sea a través del color, del sonido, del movimiento, del aroma,
del sabor o del lenguaje—, su obra viaja a los sentidos de otro ser —a la vista, al oído, al tacto, al
olfato, al gusto; al centro receptor que es nuestro cerebro—. Ahí termina el camino del control e inicia
el de la magia; nos encontramos ante el fin del muelle que es el ego humano y nos lanzamos definitivamente
al mar del destino. Al igual que los caminos del azar, cada alma receptora es un universo único
que reinterpretará la obra según su experiencia, sus conocimientos, sus preferencias, sus sentimientos
latentes y un sinfín de posibilidades más. ¿Será ésta la verdadera belleza del arte? Para mí, ésta es su
verdadera esencia: el azar. Jamás escucharemos, observaremos o sentiremos exactamente lo mismo,
somos seres cambiantes cuyos conocimientos y saberes mutan con cada segundo que transcurre. Esta
constancia y contingencia propias del azar afectarán nuestra percepción y generarán nuevas posibilidades
de recepción, entendimiento, aplicación, ejecución, interpretación y creación.
Es por eso que quien crea debe tener la mente de un bebé; es decir, mantenerse curioso ante los
fenómenos del mundo tanto a nivel intelectual (con conceptos, sistemas y conjeturas) como a nivel
sensorial: ¿cómo se siente el resbalar de mi pincel al trazar una línea?, ¿cómo siento la vibración de mi
cuerda al frotarla?, ¿cómo siento mis pies al aterrizar de un salto?, ¿cómo fluyen las ideas en mi mente
antes de teclearlas? Al detenerse y sentir todos estos detalles, la mayoría de la gente queda maravillada
y aparece exhorta en la novedad de una sensación que ha estado ahí todo el tiempo. Al igual que un
grupo de infantes que descubren el pasto con sus pies o recuerdan el olor de su madre, una persona
adulta puede experimentar un éxtasis similar al percatarse de las texturas y los movimientos que antes
pasaba por alto. Entonces la ilusión del control desaparece porque estamos viviendo el momento presente,
sintiendo el vibrar de nuestro arte en tiempo real y reconectando nuestro universo interior con
el camino que el destino ha puesto frente a nosotros/nosotras; allí iniciará la verdadera creación, con
sus millones de posibilidades siempre regidas por el eterno azar.
Ilustración por FRANCISCO ARROYO