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Las aventuras de Pinocho

Carlo Collodi

Viendo que los ojos de madera lo miraban, Geppetto empezó

a ponerse incómodo y dijo un poco molesto:

–¿Por qué me miran, ojuchos de madera?

Nadie respondió.

Entonces, después de los ojos, le hizo la nariz. Pero la nariz,

apenas acabada, empezó a crecer, y creció, creció y creció,

y en cuestión de minutos se volvió una narizota interminable.

El pobre Geppetto intentó recortarla, pero mientras más

la recortaba y la reducía, más larga se volvía esa nariz impertinente.

Después de la nariz le hizo la boca.

No había terminado de hacerla cuando esta empezó a

reírse y a burlarse de él.

–¡Deja de reírte! –dijo Geppetto molesto, pero era como

hablarle a una pared.

–¡Te digo que dejes de reír! –gritó con voz amenazante.

Entonces la boca paró de reírse, pero en cambio asomó

la lengua.

Para no amargarse el día, Geppetto hizo como si no se

diera cuenta y siguió trabajando. Después de la boca le hizo

el mentón, después el cuello, después los hombros, el estómago,

los brazos y las manos.

Apenas terminó las manos, Geppetto sintió que le jalaban

la peluca de la cabeza. Y cuando levantó la mirada, ¿qué

vio? Vio que el títere tenía en sus manos la peluca amarilla.

–¡Pinocho!... ¡devuélveme ya mismo mi peluca!

Pero Pinocho, en vez de devolvérsela, se la puso en la cabeza,

quedando un poco ahogado bajo ella.

Ante esa broma insolente y burlona Geppetto se puso

triste y melancólico como no se había puesto en toda la vida

y, girándose hacia Pinocho, le dijo:

–¡Qué niño tan patán! ¡Ni siquiera estás terminado y

ya empiezas a faltarle al respeto a tu padre! ¡Muy mal, hijo

mío, muy mal! –y se secó una lágrima.

Aún quedaban por hacer las piernas y los pies.

Cuando Geppetto acabó de hacerle los pies, sintió que le

pegaban una patada en la punta de la nariz.

–¡Eso me pasa! –se dijo entonces–. Debí pensarlo antes,

ahora es demasiado tarde.

Entonces agarró al títere por debajo de los brazos, lo bajó

de la mesa y lo puso en el piso, para hacerlo caminar.

Pinocho tenía las piernas acalambradas y no sabía cómo

moverse, pero Geppetto lo guiaba de la mano y le enseñaba

a dar un paso tras otro.

Cuando las piernas se le fueron soltando Pinocho empezó

a caminar solo y a correr por el cuarto hasta que, enfilándose

por la puerta de la casa, saltó a la calle y salió a perderse.

El pobre Geppetto corrió tras él sin poder alcanzarlo ya

que el pícaro de Pinocho daba saltos como una liebre y, golpeando

con sus pies de madera sobre el camino empedrado,

hacía un ruido como de veinte pares de botas de campesino.

–¡Agárrenlo, agárrenlo! –gritaba Geppetto. Pero la gente

que estaba en la calle, al ver a este títere de madera que corría

como un rocín, se quedaba encantada mirándolo, y reía,

reía y reía, asombrada.

Al final, por suerte, apareció un carabinero que oyendo

el ruidajero y creyendo que se trataba de un potro que se le

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