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EL NARRATORIO ANTOLOGIA LITERARIA DIGITAL NRO 75 MAYO 2022

Antologia de cuentos de autores de habla hispana

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO

ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL

AÑO 7 NRO 75 — MAYO 2022

ISSN

2591—3123

Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder

Imágenes:

Pixabay Freepik

PXHERE PEXELS

Copyright:

EL COPYRIGHT DE LOS CUENTOS PUBLICADOS PERTENECE A SUS

AUTORES, QUIENES RESPONDEN ACERCA DE LA AUTORÍA Y ORIGINALIDAD

DE LOS MISMOS.

Bajo Licencia Creative Commons Atribución—NoComercial—

SinDerivar 4.0 Internacional

Director y Propietario:

Federico A.Marongiu

Propiedad Intelectual:

N° de Registro 5.348.677

En la Web:

www.elnarratorio.com.ar

www.issuu.com/elnarratorio

E—mail:

elnarratorioblog@gmail.com

elnarratoriodigital@gmail.com

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ÍNDICE

VOLVERÁ A LLOVER CRISTINA CARDENAL 7

RUIDO ROJO GUSTAVO VIGNERA 13

CONTEMPLACIÓN ADÁN ECHEVERRÍA 19

EL HIJO DE LA REINA WILMER ALARCÓN

VÁSQUEZ 27

EL RETRATO DEL MÁS BUSCADO LUCIANA

BONZO SUÁREZ 34

EL ENCUENTRO PABLO GONZÁLEZ 36

EL PIANISTA DIANA BELEN BAIONI 40

JUGADOR GUILLERMO VARGAS VIRGILIO 44

AMENAZAS OSWALDO CASTRO ALFARO 47

TODA ESA NIEBLA JOSÉ A. GARCÍA 52

AURORA AL CAER DE LA TARDE (UNA

HISTORIA DEL “TIEMPO QUE FUE”) CARLOS

M. FEDERICI 56

SE RECOMIENDA DISCRECIÓN DAMARIS

GASSÓN PACHECO 63

EL SÓTANO JUAN BORGES 68

EDIFICIO EQUIVOCADO FRANCOIS

VILLANUEVA PARAVICINO 75

EL ARTE DEL OLVIDO JORGE QUISPE

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CORREA 78

EL VIEJO MOLINO NURIA DE ESPINOSA 86

DECISIONES JAVIER ARTEMIO DELGADO LAZO

91

LA LLUVIA NEFTALÍ NAVA 95

LA venganza de los ilustradores IÑAKI

FERRERAS 99

TAN SOLO FOTOS CLARA GONOROWSKY 104

COSAS DEL AMOR LEDIHER ARMAS SÁNCHEZ

108

MIEDO EN LA NOCHE CARLOS ENRIQUE

SALDÍVAR ROSAS 111

LA LÁMPARA DE QUEROSÉN PATRICIA LINN

117

LA HOGUERA LUCIANO ANDRÉS VALENCIA 123

LUCHARON SIN LÍMITE DE TIEMPO JOSÉ

LUIS VELARDE 126

LOS FULGENTES J.R. SPINOZA 130

ADIÓS A LA VACA LECHERA DIANA

RUGGIERO 136

LA NOCHE QUE NOS CONOCIMOS FEDERICO

ROMAIRONE 143

PINKI MANUEL SERRANO 145

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7


C

erca de donde vivimos hay un bosque al que vamos a pasear

muy de vez en cuando. Ahora, los árboles están pelados, es

invierno, y tan solo la hiedra salpica de verde sus troncos

dormidos. Lo que más me gusta de este bosque es su follaje

de primavera. Sus árboles no son magníficos, ni tampoco demasiado bonitos,

tampoco terribles. Altos y delgados, como chopos rugosos. Pero en primavera

estallan de verde, no hay transición entre sus ramas mustias y las resucitadas en

primavera.

Sus hojas crecen en volutas o en pompones. A mi hija Paola le digo que

es algodón de azúcar verde. Son árboles curiosos, de sus ramas largas salen otras

más pequeñas que se extienden como radiales desde un punto central. Estas

radiales solo se ven en invierno, en primavera quedan completamente cubiertas de

pequeñas hojas redondas que cubren toda la estructura. La hiedra también está,

pero no le presto atención, solo me fijo en las esferas verdes que brotan de las

ramas.

Ahora que camino con Paola hace demasiado frío y no hay volutas

verdes, solo las radiales mustias sobre las ramas secas y la hiedra apretando los

árboles. Ha insistido, es el último sitio al que vinimos todos juntos por última vez,

antes del divorcio. La he traído varias veces a este bosque, pero siempre en

primavera o en verano, nunca en invierno. El único sonido que se oye es el de

nuestras botas golpeando el camino de tierra y alguna bicicleta lejana. Paola

camina en silencio, no ha abierto la boca en todo el día.

—¿Qué te apetece hacer, Paola? —le pregunto.

Mira hacia un lado del camino, hay varios troncos apilados en forma de

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tipi indio. Casi puedo ver los engranajes dentro de su cabecita moviéndose a toda

velocidad. Sus ojos se iluminan, sus pupilas se dilatan, pero solo un momento

antes de que la sonrisa de sus ojos se desvanezca.

—Quiero que llueva.

—¿Qué llueva? ¿Por qué?

—Quiero saltar en los charcos —dice, saltando en diagonal y haciendo

ruidos con la boca. ‘’Splash, splash’’.

—Pero hija, ahora no hay charcos. Pero puedes meterte en los tipis —

digo, apuntando hacia ellos.

Ella niega y me mira, sus párpados medio cerrados y su boca recta.

—No.

Sigue andando y dejo que me adelante, abatido. En verano solemos

caminar por este mismo bosque y echar carreras. Las volutas verdes son tantas

entonces que no se puede ver el cielo. Ahora se ve perfectamente y un tímido rayo

de sol se dibuja amarillo contra su lienzo triste.

Paola se para en medio del camino, saca las manos de los bolsillos y las

apoya en el suelo. Cierra los puños, arrancando pedazos de tierra con las manos.

—VZZZZ —Paola hace ruidos con la boca.

Se levanta, cierra los puños para que no se le escape la tierra. Se vuelve

hacia mí y me sonríe. Camina unos pasos, abre los puños y deja caer la tierra.

Vuelve y arranca más tierra. Al rato ha hecho un agujero bastante grande y sonrío

como un tonto, solo porque ella me ha sonreído.

—¿Te ayudo?

Paola asiente y me deja ayudarla. El agujero se hace cada vez más grande.

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A nuestro lado pasa un ciclista que nos mira extrañado. Pasamos un rato así, hasta

que el sol empieza a desaparecer del cielo. Me cuesta casi veinte minutos

convencerla para marcharnos, pero no sin antes prometerle que volveremos al día

siguiente.

Durante las siguientes semanas venimos casi cada fin de semana y

trabajamos en el agujero, bueno en ese y en otros, porque el que comenzamos es

ya demasiado profundo. Paola insiste en llevar sus botas de agua y yo la dejo,

aunque no ha llovido en semanas, por lo menos no lo suficiente para llenar los

charcos de agua.

—Papá —me dice un día.

—¿Sí? —digo, en voz baja, en voz pequeña, para que siga hablando.

Paola medita, se lleva las manos a la barbilla y hace un mohín con la boca.

Me mira de arriba abajo y niega con la cabeza.

—Necesitas unas botas de agua, va a llover.

Así que me compro unas botas de agua rojas que ahora llevo cada vez

que vamos a excavar nuestro agujero, agujeros más bien. Paola insiste en que me

compre unas nuevas, porque las amarillas que tenemos en casa no me van a valer.

Las de mamá. Hace días que no me fijo en el estado de las radiales de los árboles,

pero juraría que hay un aura verde que se está empezando a formar.

Varias semanas después el camino por el que solemos pasear está lleno de

agujeros. Hay algunos más profundos que otros, pero en general son perfectos

para que una niña de cinco años salte dentro y se ponga hasta arriba de barro. Si

lloviese. Miro la miríada de agujeros que hemos creado, de momento llenos de

tierra y gravilla. Paola salta de uno a otro como una rana. Por el camino ya no

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pasan ciclistas, se ha vuelto demasiado complicado.

Un día simplemente me atrapan los recuerdos. Paola salta de agujero en

agujero, se ha puesto la capucha y finge que llueve. Las volutas verdes aún no se

ven claramente, pero la hiedra de los árboles ha perdido su brillo, su verde oscuro

ha comenzado a palidecer. Huele a polen en el aire, también a humedad.

Me acuerdo de que llovía, aquel día, hace meses ya. Una lluvia torrencial

de verano que sacudía las volutas verdes y amenazaba con disolverlas. La última

vez que Paola y yo habíamos ido al bosque antes de regresar ese invierno, antes de

ponernos a excavar agujeros como locos. Paola saltaba entre los charcos, casi

como ahora, pero haciéndolos estallar en miles de gotas de agua y barro, haciendo

llover desde abajo, de la tierra hasta el cielo. Íbamos juntos los tres, Paola, su

madre y yo.

Después de ese día no la volví a ver, de ella solo quedaron sus botas

amarillas. Por un momento me parece verla a lo lejos caminando hacia nosotros

con sus botas hasta las rodillas, agarrando a Paola de la mano, saltando de charco

en charco. Quise correr hacia ese recuerdo, amarrarme a él como la hiedra a los

árboles.

Entonces noto la lluvia, apenas una pequeña gota, golpear la punta de mi

nariz.

—¡Papá llueve!

Paola corre entre los agujeros que tímidamente empiezan a llenarse de

agua. La humedad inunda mis fosas nasales. Paola me agarra de la manga y tira de

mí. La lluvia empieza a caer más fuerte, espesa casi. Paola salta de charco en

charco, sus botas de agua azules se vuelven marrones poco a poco.

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Miro a lo alto, a las copas de los árboles y sus radiales. Entre tanta lluvia

no alcanzo a ver el aura verde de las volutas llenas de hojas. Paola chilla, contenta.

Me olvido de las volutas verdes y de la hiedra. Con cuidado salto en uno de los

charcos, se me pasa por la cabeza que no quiero ponerme perdido de barro, pero

ya estoy mojado hasta arriba.

Al día siguiente volvemos al bosque, pero ya no se ve el cielo. Las volutas

verdes cubren por completo el camino y los agujeros han quedado mermados,

convertidos en pequeños pozos de barro.

CRISTINA CARDENAL

España

Instagram :@cristina_cardenal

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-¡D

ame todo! —fue lo primero que escuché

cuando un dolor intenso y metálico surgía

entre mis costillas flotantes.

La sorpresa había sido mayúscula, ese día

había vuelto más temprano que nunca,

quería sorprender a Mónica. Había mucha gente en la calle, cada uno en su

mundo, mundos paralelos e inconexos. Algunas madres venían de recoger a sus

críos del colegio, mandándose mensajitos por Whatsapp. El sol quemaba como

nunca en esa tarde de diciembre. Siempre pregoné que para algunos la vida era

como una montaña rusa, pero para mí, hasta las calesitas me producían un terrible

mareo. Lo mío era la tranquilidad, la armonía, nada de sobresaltos, nada de gritos,

ni peleas. Casi una placentera rutina que no quería intercambiar por nada. Ni la

gloria, ni la fama o ni la adrenalina de cualquier adinerado me hubieran hecho

cambiar de opinión. Miré para todos lados y solo podía escuchar sus agudas voces

reclamándome de forma desaforada. Hasta ahora y de forma invariable, mi vida

había sido un estándar, casi guionada, se podría decir. Terminé el colegio

secundario, la universidad, me casé con Mónica, tuve dos hijos hermosos, un gato,

pagaba las cuotas del auto, salíamos al cine y a comer afuera dos veces por mes y

cuando podíamos nos íbamos de vacaciones. Mis días eran copias de un inmenso

Simulcop, que nunca se gastaba. Del hospital a casa y de casa al hospital, siempre

enarbolando el juramento hipocrático, brindando mi vida y mi conocimiento para

hacer el bien sin mirar a quien. De pronto los vi, eran tres. Una nena, la que

llevaba la voz de mando, no tenía más de catorce, apenas le empezaban a resaltar

las tetitas, los otros dos, que parecían hermanos, debían andar por los doce. Uno,

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el más chiquito, empuñaba el revólver con las dos manos, casi no tenía fuerza

para mantenerlo firme. Las personas pasaban al lado nuestro y no se percataban

de que me estaban asaltando. Yo había dejado el auto estacionado en la puerta, ni

siquiera había intentado guardarlo en el garaje, por suerte… Tenía las llaves de

casa en la mano, decidido a embocarlas en la cerradura, cuando escuché el primer

grito de la piba. Miré para la esquina, ya algunos habían caído en la cuenta de lo

que me estaba sucediendo. Cruzaban la calle y aceleraban el paso, no iba a ser

cosa que se le escapara un tiro al pendejo y la ligaran de rebote. El almacenero de

la esquina, bajó la cortina metálica y la vieja de al lado, que siempre está agazapada

atenta a todo potencial chisme, empezó a bajar su persiana. Los coches pasaban y

miraban, pero nadie se sorprendía de lo que estaba pasando. El policía que

siempre está en la otra esquina, esta vez no estaba, igual… no iba a servir de

mucho, si todo el tiempo está mandando mensajitos vaya a saber a quién.

—¡Sacale las zapatillas! —increpó el más grande.

La piba lo miró con desprecio, nadie más que ella iba a dar las órdenes,

por algo era la jefa de esa diminuta y amateur banda de forajidos. Yo me agaché,

no quería que se alteraran, a mí no me importaba quién era el que tenía la voz

cantante. Un par de zapatillas, no iban a ser más importante que mi vida, casi sin

darme cuenta, hice un recuento de la cantidad de pares de zapatillas que había

comprado en toda mi vida, los que había regalado, los que había donado o tirado

a la basura porque ya habían pasado de moda. Con el maletín en el suelo empecé a

desatarme los cordones. El agujero del revólver lo podía ver a la perfección,

podría decirte que hasta imaginaba el recorrido de la bala, si por alguna causa

inesperada las manitas que sostenían el chumbo, hacían un pequeño movimiento y

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dejaban correr el gatillo. Me puse de pie, casi en cámara lenta para no exaltarlos.

Descalzo, les extendí mis zapatillas y hasta las medias les dejé hechas un bollo

adentro de cada una. El pibe más alto las agarró, pero a pesar de mi buena

predisposición, siguieron los gritos.

—¡La guita, danos la guita, la concha de tu madre, viejo pelotudo! —aulló

la nena.

Creí por un instante que estábamos en la jungla y tanto ellos como yo

estábamos buscando la forma de subsistir, en ese momento ellos eran mis

depredadores y yo, que tantas veces había salvado las vidas de muchos de su clase,

ahora me tocaba ser su indefensa presa. Miré para arriba y sentí el sol, que con

toda su fuerza calentaba mi cara. Pude distinguir, que en la vereda de enfrente

había gente en las terrazas mirando el macabro show que estábamos desplegando

los tres chicos y yo. A nadie le importaba nada, nadie había llamado a la policía,

nadie quería involucrarse y tratar de ayudarme de alguna manera, aunque burda,

aunque inútil, aunque estúpida, la gente solo quería alimentar su morbo, con la

escena de tres chiquilines rodeando a un boludo, como tres hienas que tratan de

matar a un venado en el medio de la selva. En el maletín tenía el estetoscopio,

unos recetarios y algunas muestras que me había dejado un agente de propaganda

médica esa mañana. Pensé en gritar, mi esposa seguro que podía escucharme y

llamar a alguien que pudiese ayudarme. Pensé en sacudirlos de un cachetazo, no

me hubiera costado mucho disuadirlos de lo que estaban haciendo, salvo que el

más chiquito, el que llevaba el arma, sin duda, estaba más que pasado de paco y no

hubiera dudado en hacer impactar el percutor con la espoleta de la bala. Quería

golpearlos, zamarrearlos, arrancarlos de los pelos, de las orejas, pero solo podía

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pensar que cualquier movimiento en falso podían acabar conmigo de forma

instantánea. El calor era abrumador. No me importaba por qué, estos chicos

habían llegado a esto, por qué no estaban en el colegio como cualquier pibe de su

edad, cómo habían sido sus vidas, su crianza, sus padres, si habían sido amados o

si habían sido maltratados, solo eran para mí, los seres más dañinos del planeta.

Yo había entrado en su ciclo biológico y era su primer eslabón dentro de su

cadena alimenticia. Seguían los aullidos y la calle ahora había quedado desierta. De

vez en cuando pasaba un auto que subía la ventanilla y aceleraba para no

involucrarse.

—¡Dame todo! —gritó ella mientras me pateaba el talón con todo el odio

que había acumulado en su corta existencia.

Le di el maletín y me saqué la chaqueta blanca que uso en la guardia. Mi

remera blanca estaba toda traspirada.

—¡¡¡Es doctor!!! —reaccionó el más chiquito que seguía empuñando

tembloroso.

—¡Mirá el cartelito! —acotó, mientras advertí en su sucia carita, una

sonrisa cómplice, como quien se encuentra con alguien que admira de toda la

vida.

Escuché que un auto se acercaba detrás nuestro, noté que no iba a pasar

arando como todos los anteriores. El ruido del motor lo predecía. Pude escuchar

los bocinazos alocados del conductor que con ese espontáneo acto quería

salvarme heroicamente. Casi al unísono, sincronizado y fugaz, otro ruido me

aturdió y me dejó sin habla mirando al cielo. De transpirado muté a mojado, muy

mojado. Y me di cuenta de que lo cotidiano también puede ser efímero, frágil,

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insignificante, como el ruido. Otro ruido, un ruido rojo.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/gustavovignera/

Twitter: @vignera

Instagram: https://www.instagram.com/gustavo_vignera_autor

Página WEB: http://www.gustavovignera.com.ar

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19


T

u mejor producto es esta preparatoriana que no cumplió los

quince. Qué hermoso es verla colgada sobre la cabecera. Su

cuerpo no muestra señales de putrefacción después de cinco

meses. Al sacudirle el polvo, que se cuela por la ventana del

patio, creíste percibir que respiraba, y la recuerdas en la prefectura del colegio,

cuando la conociste: reprendías a una niña dark por inhalar coca en los baños del

gimnasio; ella apareció con la nota del maestro consejero que le acreditaba la

tutoría de su compañera. Dejaste que se fueran, y has permanecido atrapado en la

estela de sus movimientos, de sus risas, y por aquella mirada intensa que decidiste

conservar.

La tuviste al alcance de la mano, en silencio, brillosa, soberbia. La

resistencia que pareció intentar su cuerpo fue apagándose con lentitud, después de

haber inoculado esa mezcla de curare, alucinógenos y feromonas que has

desarrollado en el laboratorio del colegio. Siempre te has dedicado con la firme

intención de recrear los secretos de la alquimia que de niño poblaron tus lecturas.

Para qué volver a casa a intoxicarse de soledad, si la química es un reto para tu

inteligencia: te ayuda a compactar el tiempo de esta vida de recluso que has

decidido imponerte. ¿Quién podría descubrir que la elocuencia de tus clases, son

la pantomima inventada para permanecer en el laboratorio? Ya tu madre veía en ti

esa promesa de ciencia, y trató de cultivarla con libros: “después que leas la biblia

y la vida de los santos, te doy estos que conseguí de Julio Verne”. Tan piadosa la

pobre. La escuchabas rezar toda la tarde mientras atrapabas ranas en los charcos

del patio de casa. Cuando empezaban las letanías a la inmaculada, entretenías el

asco descuartizando anfibios, desmembrándolos con paciencia.

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Tu escondite favorito era el ropero. Cuando él llegaba, corrías a guardarte

haciendo caso a mamá: no es que no te quiera, no sabe cómo tratarte, decía.

Desde que fuiste consciente de la rutina de esconderse al entrar la noche, lograste

percibir la transformación que aquel sufría en cada visita: preguntará que cómo

estoy, ¿y tú?, ¿estás bien?, ¿te hace falta algo?, no me sirvas mucho que sabes

cómo se me sube, sabes que no debería seguir viniendo, pero al tercer día no

aguanto más sin verte; ven, siéntate a mi lado, acércate un poco, princesa; ven,

abrázame, pequeña; recemos a dios que perdone nuestras faltas. Reza conmigo

Rosario; reza, porque sabes que no debo tenerte, ¿por qué lo permites?, no debo

seguir teniéndote, tengo que irme; ruega por nosotros, ruega por nosotros, ruega

por noso... hijo, hijo, puedes salir, ¿quieres cenar?; y el burbujeo en el matraz

Erlenmeyer justo a punto de ebullición.

Tuviste que raptarla para consumir el miedo que de noche rasga ventanas

y puertas en esta ciudad que desespera. Una vez a tu disposición, la amaste con

todas las células, inyectando tu energía, tus silencios, al morder su carne. Estática,

inmóvil, con la sangre hirviendo y la mirada retadora e incandescente, no tuviste

problemas para poseerla sin amarras, sin usar la fuerza. La sustancia trabaja rápido

aflojando músculos, desconectando los impulsos del cerebro para dominarlos. La

oscuridad cerró los ojos incapaz de presenciar la consagración de carne virgen

ante el acero. Del mismo modo en que los cerró cuando eras niño y tu madre

llegó con el semblante descompuesto, hecha un guiñapo. Corriste a su encuentro,

mientras caía de bruces sobre el camastro: aquel hombre de las visitas había

muerto.

No faltó quién culpara a tu madre y, por añadidura, se desquitaran

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contigo cuando atrevías los pasos a la calle. Los otros niños del barrio te

regresaban a tu refugio a trompadas y escupitajos de escarnio: “hijo de puta, ¿estás

listo para ser acólito, pinche maricón? ¿Acaso tu madre oficiará las misas ahora?”

Con el tiempo lograste reducir las condenas en la mente para esta ciudad que

quiere permanecer despierta y te mantuviste en las alcantarillas del desprecio.

Recuerdas el aliento de tu madre al desangrarse en tus brazos. Aunque no

logres dilucidar por completo el suceso -tantos años han pasado-, permanecen las

palabras hirientes de la discusión. ¡Solo tenía quince años! ¡¿cómo puedes

juzgarme?! Nunca he estado seguro de lo que pasó. ¡Estabas ahí, fuiste testigo!

Claro que estaba ahí, y lo recuerdo con nitidez, aunque desde lejos, cómo en otro

plano, cómo un observador que siempre te ha contemplado. Puedo verte discutir

con ella, te miro culparla de las injurias que recibes en la calle, te escucho

preguntar por tu padre: “¿era él?”, decías, “¿cómo intentas inculcarme fe, perdón

y esperanza si te revolcabas con un sacerdote?” Puedo verte rompiendo la botella

después de recibir la bofetada. ¡Mientes..., no es verdad! Cuando llegué estaba

herida. Vi salir al asesino. Corrí tras él. Te equivocas, era yo quien corría tras de ti.

Siempre has permanecido oculto, pero desde aquella noche comenzó tu

peregrinar y aprendizaje. Entraste de mozo al colegio y, con empeño y constancia

en el trabajo, lograste llamar la atención del director para que te permitiera

estudiar, siempre y cuando no descuidaras tus obligaciones. Desde la primera vez

que entraste al laboratorio, supiste que eso era lo que querías. Te has esforzado el

doble de lo que cualquier jovencito hubiera hecho. Pero te hiciste huraño,

ganando el respeto de los maestros, pero no la aprobación de tus condiscípulos,

como hasta hoy.

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Con los años aprendiste a percibir que las colegialas abordan a sus

hombres, indóciles a la furia de la iglesia y sus rituales de ceniza; y aunque te

mantuviste esquivo a sus caprichos, no podías soportar el desprecio a quemarropa

que aventaban sobre los vitrales del templo al que comenzaste a asistir, para

cumplir con el dicho de que las aguas siempre toman su nivel. “¿Qué podía hacer,

si no refugiarme en otra religión?” Te involucraste con todas para escapar de la

algarabía de ésas jóvenes inquietas que sitiaban tu mente. Todavía te veo llorar

bajo la regadera, de rodillas, balbuceando, entre sollozos, el padre nuestro,

mientras te limpias el semen de las manos. ¿Hallaste consuelo al introducirte a los

apostolados, o al intentar compartir esa visión de la esperanza en la resurrección

invicta?

Pretendías enredar los días en círculos de seguidores de algún sistema

filosófico, metodista, evolucionado, con tal de alejarte de las mujeres. Pero la

abstracción de ideas no cambia la sensación picante del cerebro: miedo a la

intemperie de violencias: de la carne, del deseo, de la noche. Confiesas la

persecución de las miradas. Miradas como buitres que intentan picotear la calma.

Sabes que solo muy dentro de la sombra encuentras alivio. Estas consciente que

tenía que llegar ese día.

El dolor que esparce sus pupilas intenta arañar la piel, igual que aquella

noche. Ella se incendiaba de estertores al asimilar la mezcolanza. Inyectaste la

dosis final en el cuello: los músculos adquiriendo rigidez. Desde un rincón has

arrastrado dos postes que colocas al centro de la habitación. Ella, todavía

consciente, con su mirar soberbio, traza en el aire la fuerza del espanto. Esa

mirada que se alarga abarcando el espacio del encierro. Descubre paredes vacías,

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blancas, los pisos limpios. De frente una mesita coronada por una biblia abierta

que oculta la foto de tu madre. En el costado opuesto, hacia la derecha, una

ventana: la ruta de escape..., pero... se confirma inválida.

Nervioso, como siempre que una mujer se te ha acercado, palideces. Pero

ahora la tienes quieta, callada, sin riesgo que se aleje o te rechace. No como esa

maestra, que cuando ibas a besarla comenzó a reír y dijo: “no puedo seguir con

esta broma”, y añadió gritando: “¡salgan todos, he ganado la apuesta!”, y salieron

tus compañeros de cátedra en medio de burlas. Esa mujer que ahora alimenta las

flores del jardín. Una madrugada aprovechaste practicar el sueño que has ido

armando con dedicación. Era la oportunidad del primer ensayo. Todo salió mal: el

compuesto no funcionó y al primer clavo, quedaste bañado en sangre. Tuviste que

desmembrarla como a las ranas de la niñez. Conoces tan bien el colegio que no

tuviste problemas para desaparecer su archivo de la dirección, no sin antes lograr

que grabara su voz en la contestadora del rector, explicando la necesidad de irse

con urgencia a cuidar a su madre. Perfeccionaste el sueño utilizando algunas

callejeras. Nada podía fallar. Eras consciente de que solo tendrías una oportunidad

de poseerla.

Y lo has conseguido. La tienes a tu disposición. Vas acercándote y ella,

inmóvil, te mira suplicante, con ternura. Le acaricias la mata de pelo negro

desplegada sobre los hombros. Juras que la cuidarás, que el tiempo no afectará su

carne, su hermoso rostro aceitunado.

Cada noche, sumergido en sacrificios, oraciones, lágrimas, le prometes

pulir su cuerpo, mantener esa tonalidad de piel que te ha hecho escogerla y

adorarla desde que la viste en la prefectura. Y en estos cinco meses has cumplido,

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ella sigue pulcra, saludable y llena de gracia. Esa noche supiste que, por fin, ella iba

a ocupar el sitio que merecía: para contemplarla siempre y rogarle que bendiga los

rituales de abandono a que te sometes. Ella es tu diosa, a quien proclamas los

milagros de la carne.

Mírate acomodar los maderos. Enciendes incensarios: el humo repta en la

piel y se introduce a los pulmones. Es hora de acabar los traumas, diluir las

pesadillas, alejar pensamientos que agobian el espíritu por esta decadencia en que

la ciudad se ha hundido, este olvido en los rincones al que te han arrojado. Ella

será el instrumento de tu salvación.

Desvanecida, la extiendes: vas tallando con aceite el cuerpo inmóvil,

esculpes las facciones del rostro. Aplicas el ungüento que has creado. En cuestión

de minutos los órganos internos quedan secos, deshidratados, pero los músculos

no pierden forma. La piel adquiere consistencia coriácea, tersa, fina.

Extiendes sus brazos y expones la palma de la mano derecha. Escoges el

punto exacto y asestas un golpe limpio. Con lentitud te arrastras por su cuello,

embarras el cuerpo sobre el de tu pequeña: Oh diosa, oh diosa, te necesito...

sálvame... Saboreas las clavículas en la lengua y continúas hasta extender el otro

brazo. Clavas una y dos veces, no corre sangre, ni una gota.

De rodillas contemplas tu obra, la disfrutas. Sientes en el pecho,

disolverse la angustia, crecer la calma de los nervios. Con la mirada atenta a su

rostro, modificas las facciones hasta obtener esa mueca de ternura que te brinda

paz. Recorres las piernas estáticas, un pie sobre otro, clavas una, otra y otra vez;

tienes cuidado en que los huesos sigan intactos y que el cuerpo se encuentre bien

sujeto. Pasas una cadena por las argollas que has fijado al madero horizontal, tiras

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de la palanca y tu crucificada se eleva. Permanece hermosa. Sacudes el polvo y con

cuidado la manipulas para situarla sobre la cabecera de la cama, sobre esa base de

concreto, junto a tulipanes negros que cultivas en tu jardín. Retiras la cadena,

apagas la luz artificial. Permites que se filtre el día a través de las cortinas: amanece

y, rosario en mano, te arrodillas para rezar maitines, como aquella primera vez, a

tu Cristo hembra...

ADÁN ECHEVERRÍA

México

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27


-T

u primo es un matón —le dijo un amigo a Rubén— lo

he visto en acción —señaló.

Ocurrió en una pelea entre pandillas, era de noche, el

cielo estrellado, la luz no derramó suficiente luz sobre

aquella pampa solitaria del pueblo joven, los combatientes se confundían con sus

sombras, podía ocurrir cualquier cosa en el aterrador caos de la batalla, los

cuchillos silbaban en el aire, sacaban chispas cuando sus filos hacían contacto,

rebanaban pieles, herían la carne, tocaban los huesos, las balas perforaban los

cuerpos con tanta facilidad como si fueran de mantequilla, las piedras llovían, una

de ellas impactó en el ojo de Alínder luego de que este, con su verduguillo había

herido de muerte al más malo de sus enemigos, consagrando con ello su

indiscutible liderazgo, los perdedores huyeron lanzando al aire promesas de

venganza. Un niño que había visto desde cierta distancia la terrible escena en la

que cayó el líder de su pandilla comenzó a correr también para dar alcance a sus

compañeros, no podía gritar, solo lloraba y seguía corriendo, deseando no haber

nacido mudo para poder también pronunciar con todas sus fuerzas su juramento

de venganza. Alínder mal herido y aún adormecido por los efectos de la droga fue

llevado al hospital, luego llegó su mamá, los médicos trabajaron duro esa

madrugada para intentar salvarle la vista, pero no lo lograron.

Durante el tiempo que tardó la recuperación, doña Doris aprovechó para

hacer que su hijo pase consulta con el psicólogo, a ver si con eso podía calmar en

algo el mal comportamiento de Alínder, pero luego de varias sesiones no se

produjeron cambios positivos y más bien la cosas empeoraron pues más adelante

el joven entró en el negocio del robo por el que también mató y su mala fama

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terminó llamando la atención de la policía hasta que lo incluyeron en la lista negra

de los delincuentes más buscados de Chiclayo.

Alínder era el menor de los tres hijos de doña Doris y su nacimiento no

fue exento de esa creencia popular de que los bebés nacen con el pan bajo el

brazo. Antes de él, la economía de la familia no iba para nada bien, los negocios

que tenían en el mercado mayorista de Chiclayo fracasaban irremediablemente y

las deudas acumuladas eran un calvario, pero tal situación cambió radicalmente

como por arte de magia con el nacimiento de Alínder. Doña Doris, quien antes

negociaba con manzanas, luego con camotes y más adelante con menestras,

decidió entrar en el negocio de la cebolla con el auspicio del nuevo miembro de la

familia, y no se equivocó pues en adelante todo marchó bien con ello, el negocio

creció como la espuma, el dinero dejó de ser un problema y por tanta prosperidad

se acuño para la matriarca el sobrenombre de la Reina de la Cebolla.

Con los bolsillos llenos, una casa de tres pisos, carro en la puerta y tracto

camión en el corralón, la Reina de la Cebolla, feliz por su buena fortuna no dudaba

en darle Alínder todo lo que este le pedía, aún si para ello tuviera que excluir al

resto de sus hijos de los beneficios que por derecho también les correspondían,

ejemplo de ello fue el colegio, tenía que ser el más caro, el de mayor prestigio, el

San Agustín fue el elegido. La proyección que recaía sobre Alínder aseguraba que

llegaría a convertirse en un gran abogado, médico o banquero quizá.

La Reina de la Cebolla solía tener una buena relación familiar con los

padres de Rubén a quienes visitaba con cierta frecuencia y llevaba a Alínder con

ella, pero todo cambió cuando su niño consentido comenzó a robar las cosas de

Rubén y sus padres protestaron por ello.

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—¡Controla a tu hijo! —reclamaban los papás de Rubén a doña Doris.

—¿Qué puedo hacer?, el niño es juguetón —respondía ella.

Ahí quedaba todo y Alínder seguía con su juego de hacerse el malo sin

recibir jamás un castigo por ello, en consecuencia, el círculo familiar de doña

Doris se fue cerrando.

—Ese muchacho ya no tiene salvación—solía decir la mamá de Rubén

durante las cenas varios años después.

—Ahora que lo buscan, se ha escondido en el corralón en donde guardan

su trailer —dijo la mamá otra noche —¡si lo pescan lo encierran!, no se puede

esconder mucho tiempo ese muchacho, la Doris tiene la culpa, no lo ha criado

con valores.

Rubén escuchaba, siempre en silencio, nunca opinaba nada de nada sobre

el caso Alínder, y era en ese silencio en el que pensaba que lo mejor que podía

hacer era entregarlo a la policía, ese demonio no debía seguir suelto, bastó una

llamada a la comisaría desde un teléfono público.

—El Alínder … al que buscan está escondido en …—denunció Rubén.

—¡Tenemos al maldito!—dijo el policía luego de colgar la llamada.

—¡Pobre Doris!, ¡cayó Alínder!, la cojuda está llora y llora, lo han

golpeado en la comisaría, casi lo han matado los de la PIP —dijo la madre de

Rubén como novedad horas después de la llamada— la Doris no se explica cómo

se han enterado los policías que su hijo estaba en el corralón, alguien lo ha

delatado.

Alínder fue sentenciado y enviado a la cárcel, el juicio fue breve pues

tenía todo en su contra, los años pasaron, el mundo siguió girando y se dejó de

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hablar de él, pero una noche, cuando el café aún hervía espumeante en la tetera

sobre la hornilla de la cocina a kerosene, luego de que la madre de Rubén había

servido la cena, pan ciabatta, huevos fritos, mantequilla, mermelada y leche, luego

de que el padre de Rubén había logrado sintonizar el canal de la televisión para

ver la novela mexicana de moda, luego de todo eso el teléfono sonó.

La madre de Rubén tomó la llamada.

—Hola Doris, ¡qué milagro!

—Primita, estoy a la pasada, llamo para invitarte a un almuerzo el sábado,

mi Alínder ya está libre, seguro supiste, me gustaría que vengan todos, no te

olvides ¿ya…?

—Claro Doris, ahí estaremos, ¿hay que llevar algo?

—No, nada primita, solo vengan, los espero, chau, chau, saludos, chau,

chau.

¡Alínder libre! se sorprendió Rubén, tal noticia provocó en él una mueca

de sorpresa, una de desprecio y otra de miedo por todo lo que implicaba un

eventual encuentro con su primo, seis años de encierro no habían sido suficientes

como para asimilar las eventuales consecuencias por ser parte en la captura de

Alínder, ¡tan pronto salió!, pensó.

—¿Podrás acompañarnos?—le preguntó la mamá de Rubén rescatándolo

de su pequeño momento de ensimismamiento.

Rubén tomó un sorbo de su café, su reflexión sobre lo que implicaba

asistir al almuerzo giraba en su mente con velocidad.

—No se si pueda faltar a mis clases de ese día, ya te digo mañana—

respondió Rubén tras una pausa incómoda.

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El padre no decía nada, estaba concentrado en su novela y fue suficiente

con asentir lo que ya había decidido su esposa. La cena y la novela terminaron y

Rubén se fue al cuarto a estudiar, a recordar y a seguir pensando.

Si Alínder sabe que yo lo delaté me matará, ¡estoy seguro! —pensó,

apretando su rostro con ambas manos— y ahora está libre, ¿y si no voy a ese

almuerzo?, ¿sabrá lo que hice?, ¡maldita sea!, ¡voy a morir!, ¿qué será de mis

papás?, ¿y si voy a la policía?, no, eso no, Alínder puede tener algún conocido ahí,

¿y si aún no sabe?, yo solo me estaría delatando, ¿qué haré?, ¡debió morir en la

cárcel!, ¡Dios mío, ayúdame!, ¿dejarás que el maldito siga dañando a las personas?.

Rubén reparó en la hora al escuchar el canto de un gallo, las horas pasan

tan rápido cuando hay en qué ocuparse, se tumbó en su cama, intentó descansar,

pero en vez de ello siguió inquieto, pensando el resto de la madrugada.

—¿Entonces irás con nosotros al almuerzo?—preguntó la mamá a Rubén

dos días después.

—Iré— respondió.

Había decidido enfrentar el problema y de alguna manera medir el

temperamento de su enemigo para pensar en alternativas que pudieran protegerlo

en el futuro. Era tan desgastante para él tener que ocupar su tiempo en pensar y

repensar las cosas relacionadas con Alínder, pero todas sus reflexiones conducían

a una única salida, verlo, fingir amabilidad, no preguntar más de la cuenta y estar

atento a todas las señales peligrosas.

La noche antes del almuerzo, durante la cena en casa de Rubén, el

teléfono timbró, la mamá contestó, era la tía Doris, su llanto desconsolado se

desbordaba por los audífonos del auricular.

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—¿Qué ha pasado?

—¡Mi Alinder, mi Alinder, lo han matado!— respondió Doris sollozando.

—¡Ay Dios mío!— exclamó la mamá de Rubén.

La llamada se cortó.

Rubén se quedó solo en la casa mientras sus padres fueron en busca de

Doris, intentaba digerir lo ocurrido, la noticia era inverosímil—¿coincidencia?,

¿castigo divino?—pensó .

La fuerza de Dios había dado al cuchillo de un verdugo el impulso

preciso y contundente para dañar el corazón de Alínder, se trataba del hermano

del chico muerto en la batalla de pandillas quien jamás olvidó esa terrible

experiencia de su niñez cuando corría y corría tragando el polvo levantado en la

pampa de muerte, impotente por no tener voz para poder gritar su promesa de

venganza como sí lo hicieron sus compañeros. Desde entonces el niño había

crecido en edad, fuerza y habilidad, alentado por un permanente deseo de matar

por su hermano, hasta que al fin llegó la oportunidad, a la mejor hora y en el

mejor lugar en el que Alínder tuvo que enfrentar su fatal destino.

Rubén respiró hondo, pensó en Dios y en la manera en la que él dispone

de cualquier criatura para cumplir sus designios.

WILMER ALARCÓN VÁSQUEZ

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/wilmer.alarconvasquez

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34


M

ás de mil kilómetros caminaron los kilmes hasta su

nuevo emplazamiento, lejos de su tierra. Los que

sobrevivieron a la matanza alzaron una capilla de adobe

y paja, una casa para las autoridades y un cementerio.

Luego, en secreto, un túnel hacia el río. Este no figuraba en los planos de la

ciudad que más tarde se erigió en el lugar. Sin embargo, los militares lo utilizaron

años más tarde para trasladar a los desaparecidos de la comisaría al hospital y

viceversa.

Por allí vagan las almas de los desterrados, los de ayer y de hoy, los que

no tienen tumbas con sus nombres.

Caminan descalzos hasta el nosocomio y vuelven a la antigua casa de

gobierno, hoy devenida en escuela municipal de arte.

Me topé con algunos de ellos y los seguí, más por necesidad de huir que

por curiosidad: no pensaba pasar otra noche en la comisaría.

Me convertí en uno de ellos, atrapado en un mundo inexistente. Mis

datos figuran en las redes y en los diarios, cuando deberían estar tallados en

piedra.

No todos pueden vernos, pero un estudiante de pintura me retrató, con

una paleta de colores oscuros. Si pudiera llorar, lo haría.

LUCIANA BONZO SUÁREZ

Argentina/Italia

Instagram: bonsuaescritora

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36


C

uando cayó la noche el homínido se encontraba dentro de la

caverna oscura y húmeda a varios metros bajo la superficie del

valle sagrado. Allí mismo sus antepasados completaron el

ritual tal como él mismo lo llevaría a cabo esta noche después

de una larga e intensa preparación. Había sido sumamente meticuloso. No quería

arruinar la ceremonia a causa de un detalle insignificante que lo retrasara varias

lunas hasta que las condiciones fueran benéficas nuevamente. Aún le quedaba

tiempo así que se sentó en el duro suelo de tierra y repasó mentalmente cada una

de las instancias a seguir. Una hoguera en el centro iluminaba el interior de un

color naranja opaco creando una atmósfera lúgubre y pesada. Diversos grabados y

garabatos podían vislumbrarse en las paredes como signos vivientes incrustados

en la roca milenaria. De entre las fisuras de uno de los lados una vertiente de agua

discurría mansa y pura hasta un pequeño declive con base triangular de piedra

caliza donde se estancaba antes de perderse definitivamente en la tierra. Luego de

unos minutos reunió algunas hierbas y sacó de una bolsa de cuero varias piedras

de diversos colores. Extendió una alfombra de fibra vegetal donde dispuso en

orden y con veneración los diferentes elementos que usaría en la ceremonia. Cerró

sus ojos y entonó el monótono mantra con voz cavernosa y profunda que fue

tornándose en un sostenido canto mientras su cuerpo se balanceaba

inconscientemente al ritmo de la melodía. A su momento, tiró un puñado de hojas

al fuego que reaccionó enfurecido vomitando llamas y humo inundando la

caverna con una espesa pared de vapor sofocante. Pequeños relámpagos y

fogonazos provenientes de la hoguera destellaban en el interior y se intensificaban

con la humareda a modo de una tormenta en miniatura.

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El homínido permanecía impávido esperando el momento exacto. Era

extremadamente delgado con el pelo largo y sucio enredado a su hirsuta barba. Le

ardían los ojos y la garganta reseca no le permitía respirar con normalidad. Le

recordaba a esa agua barrosa que debía beber en ocasiones cuando la fuente

madre estaba seca. Poco a poco fue cayendo en el letárgico sopor que le indicaba

que el trance se hacía cada vez más profundo. Se dejó inundar por los penetrantes

aromas de las plantas sagradas quemándose en el fuego y siguió sus consejos al pie

de la letra.

Al amanecer ya no quedaban rastros de la fogata y sus fumaradas y supo

que era el instante de emprender la caza. El sol aún no había despuntado en el

borde del cielo y aprovechó eso para descender del refugio hacia las partes bajas

donde las presas se alimentaban y reproducían; allí donde los peligros acechaban a

cada paso dado, pero también, si la ceremonia de la noche anterior había sido

efectiva le brindaría abundancia y protección por varias lunas.

El sol ya se encontraba en el medio cielo, pero ninguna presa se había

dejado ver. Giró en círculos cada vez más amplios tratando de ensanchar la zona

de caza. Confiaba plenamente en las visiones que las plantas sagradas le habían

hecho vislumbrar así que persistió en la búsqueda.

Y de repente la vio. Al inicio solo fue la alerta del ramaje moviéndose

desordenadamente a poca distancia. Estaba al alcance de su flecha por lo que

tensó el arco y con mano firme sostuvo el culatín conteniendo la respiración. Su

mente estaba alineada en perfecta sincronía con la piedra afilada del extremo de la

vara proyectil. “No te apures, no respires, espera, espera…” se decía a sí mismo. Y

entonces soltó la mano cuando divisó parte del cuerpo del animal abriéndose paso

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entre la maleza. Pero nada sucedió... La flecha aún seguía entre sus dedos y el arco

a punto de quebrarse por la tensión. Y frente a él, el animal más maravilloso que

jamás había visto. No pudo disparar por más que su instinto diera la orden. Su

cerebro se negó a destruir aquella creación sublime. Fue entonces que sus miradas

se cruzaron por un brevísimo instante provocándole un vértigo imposible de

controlar. Tembló como llama devorada por el viento.

―Espera… ―balbuceó hechizado, gesticulando torpemente tratando de

calmar a la criatura.

Ella tenía los ojos verdes como la selva. Labios rojos como fresas y pelo

azul flotando ondulado como corriente de agua límpida. Cargaba entre sus brazos

de barro una pequeña cría de ciervo recién nacida.

―¿Qué eres? ―dijo él.

―¿No me conoces? ―respondió con recelo, tomando distancia.

―Jamás te había visto.

―No de esta manera ―replicó.

―¿De qué otra manera?

―De la tuya.

―No entiendo ―reconoció el homínido.

―Deberías.

―¿Por qué?

―Exacto ―contestó ella con mirada cómplice.

Luego, se reabsorbió en la naturaleza.

PABLO GONZÁLEZ

Uruguay

Facebook: https://www.facebook.com/AparienciaDelictiva

Instagram: https://www.instagram.com/pablo_gonzalezs/

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P

osa sus dedos aún repletos de las cicatrices del invierno sobre el

suave marfil de las teclas del piano. No oye el bullicio que lo

rodea, susurros de entusiasmo y expectación, solo percibe el

repiqueteo de las gotas de lluvias, generosas e insistentes,

rompiéndose contra los adoquines, como aquel domingo gris en la estación. No

siente el invasivo aroma a incienso entremezclado con perfume de mujer y tabaco,

no percibe la fragancia de las flores ni el candor de las cientos de pequeñas llamas

encendidas por toda la nave principal. Solo siente el olor del invierno, el frío

latigazo del viento contra su rostro.

Se sienta en la banqueta sin demasiada ceremonia, sabe que nadie está

pendiente de él. Observa la partitura que tiene enfrente con ojos acuosos, y se

aparta el rebelde flequillo del rostro con desgana. Las siluetas negras sobre aquel

blanco viejo se mezclan en una maraña dentro de su mente, donde solo resuena

una única melodía. La sonata que está a punto de tocar por última vez.

El reflejo de la tarde tormentosa se filtra por los pintorescos vitrales y

hace danzar la luz frente a sus ojos, descomponiéndola en mil fragmentos de

colores. Pero solo puede ver negro sobre blanco. Rojo sobre negro. Y luego solo

gris.

Las pesadas hojas de la puerta se apartan y se abren como pétalos de una

flor en primavera, para dejar paso a la flor más bella de todas. Espera hasta el

tercer paso de ella para dar su tiro de gracia y ejecutar su pieza final.

Comienza a tocar acariciando las teclas, apenas rozándolas con la yema de

sus dedos, como solía acariciar la curva de su cintura desnuda. Las notas inundan

las frías esquinas de la iglesia y resuenan en los oídos de ambos, como ecos que

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llegan a través del tiempo, venciendo los gritos de frustración, el silencio de las

lágrimas, el silbido de la locomotora y el estruendo de las bombas.

Unos ojos café, otrora risueños y ahora cansados, recorren la nave con

desesperación. Un leve temblor recorre sus manos enguantadas y hace bailar los

lirios en su ramo. Todas las miradas se posan en su rostro, pero la suya continúa

perdida, hasta que lo encuentra, y se inunda de lo que su padre y el afortunado

que la espera al final del camino interpretan como lágrimas de felicidad. Pero él

sabe que no es así.

La observa contemplar con estupor al fantasma de un amor truncado y

muerto, que cumple con su promesa de verla vestida de blanco en un día de paz.

Se fija, sin siquiera disimular, en el espacio vacío debajo de su rodilla izquierda, y

él comienza a imprimir mayor fuerza a sus caricias. El piano canta sobre la tarde

en la que se conocieron, durante la fiesta de aniversario de sus padres, sobre una

lujosa casa en Kensington y un maltrecho piso del East End, sobre una guerra

entre águilas y leones, y un tren. Sobre promesas rotas y una que él logró

mantener.

La sonata va in crescendo, acompañada de lágrimas extasiadas de su

público ignorante. Las notas que jamás llegó a tocar resuenan en el aire.

La ve llegar al altar para dar un sí desconsolado, mientras sigue tocando

su adiós con dedos silenciosos. Culmina el prolongado finale con el golpe seco y

rotundo de la tapa cerrándose sobre el instrumento. Se pone de pie ante su propia

obra y la observa marcharse por última vez. Las puertas de la iglesia vuelven a

abrirse y su recuerdo es absorbido por la niebla de un domingo gris, su vestido

vaporoso es agitado por el frío latigazo del viento de invierno, y las gotas de lluvia,

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generosas e insistentes, reanudan su melodía.

DANA BELÉN BAIONI

Argentina

Twitter: @DanaBaioni

Instagram: @danabaioni

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44


P

arado e inmóvil se quedó ahí un momento, acababa de colgar el

antiguo teléfono de baquelita negro, ubicado en la angosta y

oscura entrada del garito.

Nervioso le había confesado a su mujer que no podía resistir los

impulsos de seguir apostando, que una vez más había perdido prácticamente todo

y que cuando terminara, o mejor dicho terminaran con él, volvería a casa.

Aquella noche, y como nunca, muchas veces había pensado en regresar,

pero su tentación era tan fuerte que no lo había podido hacer.

Ya no estaba nervioso. Perdió la inmovilidad y recorrió el breve, pero a la

vez largo, camino que hay entre el antiguo teléfono de baquelita negro y la mesa

verdemente aterciopelada. Y entre confusiones y esperanzas, adormecimientos y

lucideces, se acomodó una vez más. Volvió a perder.

Hasta que de pronto ¡sintió ese golpe de suerte!, sí, aquel golpe de suerte

que solo los grandes jugadores saben distinguir de verdad, y ahí estaba la

posibilidad de ganar. De ganar alguna vez.

¿Por qué no intentarlo?,

y esta vez sí sería por … ¡última vez!

Total, nunca es tarde pensó, para quebrarle la mano a la mala suerte. No

era difícil, solo bastaba jugar lo poco que le quedaba, jugarlo una vez más ... y

jugarlo todo.

Sería el último intento, el último esfuerzo…, y lo hizo con un

convencimiento que no recordaba haber sentido antes.

Y entre una mezcla violenta de fríos y calores ganó, sí, ganó, y fue tanto

lo que ganó, que sintió que superaba todo lo que había perdido a lo largo de su

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vida.

Pensó en su mujer y fue en busca del breve, pero a la vez largo, camino

que conduce al antiguo teléfono de baquelita negro, sí, ese que está en la angosta y

oscura entrada del garito. Fue a llamarla para contarle que había ganado, que

después de toda una vida de derrotas

¡Por fin había ganado!

Y que ahora iba a regresar a casa.

Pero antes de llegar y todavía a poca distancia de la mesa verdemente

aterciopelada … ¡sintió ese golpe de suerte!, sí, aquel golpe de suerte que solo los

grandes jugadores saben distinguir de verdad, y ahí estaba la posibilidad de ganar,

... regresó y se acomodó una vez más.

¿Por qué no intentarlo?,

y esta vez sí sería por …

¡última vez!

GUILLERMO VARGAS VIRGILIO

Chile

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47


L

lego a casa y saludo:

Hola, papá…

No escucho su voz, solo la bulla lejana del televisor encendido.

Debe haberse quedado dormido, pienso. Dejo el celular y llaves

en la consola del recibidor. Voy al baño de visitas para orinar y lavarme las manos.

El espejo me devuelve un rostro cansado por el trabajo diario y las

responsabilidades domésticas. Salgo hacia la sala para bajar el volumen del aparato

y conversar con papá.

Mi padre está sentado en el sillón de siempre y la propaganda televisiva

anuncia las noticias de las cinco. A la distancia veo la rigidez de su postura, las

manos firmes sobre los muslos y la mirada clavada en el infinito. Me acerco y el

ambiente está inundado por la fragancia de Old Spice. Luce bien peinado, con los

pómulos salientes y el mentón prominente. Los ojos muestran la turbidez

incipiente de los recién fallecidos. Por lo poco que sé, papá está muerto y empieza

a perfilar la fascies cincelada de los muertos recientes. Toco su frente y aún sigue

tibia.

Papá murió, tal como pronosticó temprano. Antes de irme a trabajar,

salió de la casa y me obligó a bajar la ventanilla para decirme:

Hoy moriré…

Sí papá, como las tres últimas veces.

Masculló algo entre dientes, agitó los brazos en señal de incomprensión,

dio media vuelta y cerró la puerta con cierta violencia.

Hace seis meses amenazó con morir a media mañana porque la muerte se

le presentó recurrentemente en sueños. Por supuesto, no murió y el mal genio le

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duró una semana. Tres meses más tarde avinagró el desayuno diciendo que

encontraría su cadáver por haberse intoxicado con el veneno para matar caracoles.

Esa tarde lo hallé recogiendo la masacre que había conseguido en el jardín.

Finalmente, hace una semana aseguró que moriría leyendo el horóscopo del

diario. Obviamente, no sucedió y puso en tela de juicio sus premoniciones hasta

hoy…

En honor a la verdad, la vida con papá se tornó insufrible desde la muerte

de mamá. Ella fue la única que comprendió y respetó sus manías y hábitos. No

afirmo que fue un chiflado sino un excéntrico de otra época. Parecía un caballero

colonial injertado en un mundo cibernético y apurado. Antes de su jubilación

acentuó su conducta estereotipada y los años siguientes pasó desafiando la

irreverencia de la moda, confrontando las costumbres y ejerciendo el desapego a

la modernidad. En el ocaso de su existencia llegó a ponerse en paz con lo

circundante para sobrellevar el peso de los días. En estos años, mamá se convirtió

en heroína e institutriz. Al final, le descubrió el internet, la televisión por cable y el

celular. Creo que papá se dio cuenta del tiempo perdido y que debió enderezar su

estilo de vida, acercándose al presente novedoso y alejándose de los paradigmas

arcaicos. Con esa desventaja adquirió la piel de sobreviviente hasta el día en que

mi madre lo dejó. Quien tomó la posta en sus letanías y retrocesos existenciales,

fui yo. La muerte de mamá cerró el circulo de mi condena social y desterró mi

ilusión al amor. Mi juventud se marchitó lentamente y el medio siglo que dobla mi

espalda es el testimonio de mi soledad. Sus amenazas de morir y encontrarlo

siempre vivo, me decepcionaron y frustraron. Realmente quise hallarlo muerto…

Debo llamar al doctor Piñeiro para que certifique la defunción y extienda

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el certificado. Constato la ausencia de pulso en el cuello, coloco mis gafas delante

de sus fosas nasales y no se empañan y veo que ambas pupilas están dilatadas. Es

lo básico que aprendí de un capítulo de CSI Miami y cómo Horacio Caine

declaraba la muerte de un traficante de la Florida. No hay dudas, papá murió.

Bajo el volumen del televisor. Voy al refrigerador por una botella de

cerveza. La destapo y de un sorbo largo y sostenido bebo la mitad. Mi padre

siempre me aconsejó que la cerveza debía beberse bien fría y saboreándola. Mi

estómago, sorprendido por la ingente cantidad de líquido, se enfurece y descarga

la ola de gas que sube por el esófago. Parece que la espuma cervecera saldrá

disparada por la nariz, pero se manifiesta como un sonoro eructo que alivia la

distención abdominal. Mi padre ladea la cabeza hacia la derecha y me sorprendo.

Es un gesto que hacía cuando algo no le gustaba. Incluso deja caer la mano del

muslo. Algo confundido por lo visto, la sapiencia del detective pelirrojo acude a

mi rescate. Recuerdo que alguna vez mencionó que los gases de la putrefacción

podían producir espasmos musculares. Así será, me consuelo poco convencido.

El velorio de mi padre ya empezó con el acto trivial de beber licor.

Experimento extrañas sensaciones sobre él. Tomo asiento a su lado y coloco en

su lugar la mano caída. Se resiste a permanecer quieta y concluyo que la

cadaverización de mi padre empezó. Ya no huele a la loción y la frialdad cutánea

reemplaza a la tibieza del principio. No puedo impedir que una lágrima resbale

por mi mejilla. Sé que papá murió tranquilo, sin dolor y en paz. Cumplió la

promesa hecha a mamá de mantener el jardín libre de plagas y hermosos los

rosales que le gustaban.

Termino de beber la cerveza y su cabeza sigue ladeada, como si

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reprochara algún error. Lo siento, papá, ya no me joderás más, pienso y me

levanto del sillón para dejar la botella vacía en el cesto de basura. Escucho que la

puerta principal de la casa se abre, transcurren unos segundos y luego se cierra.

Qué raro, Matilde tiene llave, pero está prohibida de ingresar sin avisar antes. Voy

a ver el cadáver de papá y no está. El asiento del sillón mullido no está deformado

por el peso de su cuerpo.

El periodista reporta que el atropellado de hace dos horas aún sigue

tirado en la calzada. Lo reconozco.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: OswaldoCastro

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E

ntre el cielo encapotado, las nubes plomizas, la pesada

humedad del aire, los escasos ruidos amortiguados por la

distancia, la comarca parecía más muerta que viva. Mucho

más de lo que habitualmente lo estaba durante los largos y

aburridos inviernos de la región. Tal vez lo estuviera desde la tarde misma en que

la niebla comenzó a descender desde los cerros. Al principio esa niebla se

confundió con las habituales nubes bajas, solo que resultaban ser unas nubes tan

densas y húmedas que ninguna brisa tenía la fuerza suficiente para moverlas, para

desplazarlas, para permitir ver una vez más el sol.

—Me duelen los huesos, la niebla seguirá —dije mirando por la ventana

del salón.

—Es lo único que te he escuchado decir en los últimos meses —

respondió mi esposa concentrándose en el bordado del décimo quinto mantel de

punto que le viera confeccionar desde que comenzara la niebla.

—¿Qué otra cosa quieres que diga?

Los libros se me habían agotado, era imposible trabajar la tierra con este

clima, la radio no funcionaba, y la falta de imaginación para intentar otra cosa me

llevaba, una y otra vez, a quedarme frente a cualquiera de las ventanas de la finca.

Claro que repetía siempre esas palabras, incluso comenzaba a aburrirme de mí

mismo y de que los días fuera iguales entre sí. Hoy era igual que ayer, pero

también mañana sería igual al ayer que es el hoy. Miraba el cielo y ni siquiera era

capaz de decir qué momento del día era.

—Creo que…

—Intentaré dar un paseo —completó mi esposa—. Eso también lo dices

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siempre. Luego te encuentro estático, lívido y sudando parado frente a la puerta.

Y para que entre todavía más humedad en la casa, con la puerta abierta.

Me contuve de responder de la manera en que desearía hacerlo porque

seguiríamos allí encerrados el uno con el otro hasta que todo terminara. Deseaba

haber tenido la predisposición de los criados que huyeron semanas atrás, pero mi

estoicismo, y el miedo a encontrar la única herencia de mi familia usurpada por

alguien más a mi regreso, me impidió hacerlo. Las razones de mi esposa para

quedarse me eran un misterio, para ella la niebla no representaba nada.

No tengo dudas ni certezas de que, al día de hoy, éramos las únicas dos

personas en toda la comarca. Ya ni siquiera se escuchaban los lúgubres ladridos

solitarios de perros perdidos en la niebla. Hasta ellos se habían ido.

Entre la niebla, dentro de ella, todo era silencio.

También en silencio me acerqué a la puerta. En el cercano perchero de

bronce y hierro fundido colgaban los abrigos. Tomé el más pesado y grueso de

ellos y lo coloqué sobre mis hombros convencido de que esta vez lograría salir de

la casa, entraría en la niebla y vería si quedaba algo del otro lado de ella. No me

parecía posible que la niebla durara tantos días, tantas semanas, que el sol se

escondiera con tanto ahínco, y que toda esa humedad hiciera estragos en mis

huesos.

Días enteros con esa sensación resultaba agotador. Aquel paseo era, pues,

necesario, tanto para la salud de mi cuerpo como para mi salud mental, porque

sentía que perdía la cordura poco a poco, como poco a poco avanzaba la

humedad, en mi cuerpo y dentro de la casa, sin nada más para hacer salvo repetir

diálogos y pareceres con la misma persona, perdiéndome en mis pensamientos

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cada vez más oscuros y vacilantes. Necesitaba hacerlo, necesitaba salir y dar ese

paseo tantas veces postergado, aunque más no fuera un círculo en torno a la casa.

Sí, seguro que eso sería más que suficiente para despejarme y volver a pensar con

claridad. Un breve paseo para reencontrarme era todo lo que necesitaba en medio

de tanta confusión, tanta niebla, tanta humedad, tanta oscuridad.

Pude sentir una mano apoyándose en mi hombro por sobre el pesado

abrigo. Otra se apoyó en mi espalda y me hizo girar hacia el interior de la casa.

Luego, entre ambas manos me quitaron el abrigo y volvieron a dejarlo en el

mismo perchero de bronce y hierro fundido.

—Querido —dijo la voz de mi esposa desde la lejanía—. Otra vez con la

puerta abierta. Ya hay demasiada humedad aquí dentro, ¿no te parece? Esta casa

parece más una cripta que otra cosa.

—Sí —murmuré—, lo parece, demasiado.

Sentí a mi espalda que la puerta se cerraba dejando, una vez más, toda esa

niebla del otro lado. Si dentro o fuera, no sabría decirlo.

JOSÉ A. GARCÍA

Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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Like the ghost of a dear friend dead

Is Time long past.

A tone which is now forever fled,

A hope which is now forever past,

A love so sweet it could not last,

Was Time long past.

Percy Byshee Shelley

E

l cielo comenzaba a pasar del azul al violeta, en una paulatina

gama de tonos cada vez más intensos. El sol no se veía ya;

pero sobre el horizonte, hacia el Oeste, una diluida mancha

rojiza marcaba el sitio por donde había sido tragado por las

copas de los árboles lejanos. El aire era cálido y fragante, y una ligera brisa

jugueteaba con las hojas de los eucaliptos y de los plátanos y agitaba los oscuros

cabellos de Aurora.

Ella permanecía inmóvil, ensimismada en los melancólicos pensamientos

que le sugería el semisueño de la naturaleza en la hora del ocaso. Se apoyaba en el

rugoso tronco de un árbol inmenso, cuyo nombre no conocía, y sus claras pupilas

se velaban tras un sutilísimo telón húmedo.

Reinaba un silencio glorioso, roto apenas por el chirrido de algún insecto

o el lejano grito de un ave invisible entre el follaje.

—Ernesto —musitó Aurora—, Ernesto...

Y entonces, un sonido cristalino y vibrante, retador e irrespetuoso, hizo

pedazos la calma tristona del atardecer de Aurora. Una risa..., una carcajada fiera

y desafiante, sensual y cruel.

Se volvió Aurora, sobresaltada, y se halló mirando directamente dentro

de los negrísimos ojos de Isabel.

—¿Qué haces aquí? —logró balbucir.

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Los labios de Isabel se estiraron, sin separarse, en una sonrisa roja. Sus

dedos sensitivos, de largas uñas nacaradas, acariciaron levemente la negra

cabellera.

—Contemplando el crepúsculo... —contestó, mordaz—. ¿O acaso eres

la única que puede hacerlo?

Aurora apretó los labios, sin mirarla.

—A mí también me gusta recostarme en un tronco y pensar... —siguió

Isabel—. Pensar en el amor..., en e1 alma. . . —temblaba la burla en su acento.

La otra no habló. Entonces Isabel la miró de frente —un trozo de vida

anhelante y carnal—, y le echó a la cara:

—¡Boba! ¡Con esos remilgos no se consigue a los hombres!

Hubo un relámpago en los ojos de Aurora.

—Será mejor que me vaya —dijo, y se volvió con intención de alejarse.

Pero Isabel la retuvo por un brazo, obligándola a enfrentarla.

—¡Sí, te lo robé! Pero fue porque supe cómo lo tenía que tratar, ¿me

oyes?

—Déjame. . .

—Tú tienes un cuerpo, ¿no? ¡Eso es lo que cuenta, boba!

—¡Déjame!

Las lágrimas nublaban los ojos de Aurora. Luchó por desasirse.

—¡Dé... jame! —logró soltarse y se alejó corriendo por el sendero

sembrado de hojas amarillentas.

—¡Boba! ¡Boba!

Y la risa cruel hendió el aire del anochecer. El cielo, arriba, estaba

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totalmente vacío de azul. Brilló una estrella. Y muchas más, por todas partes.

riendo.

Exultante, embriagada en el gozo triunfante de su victoria. Isabel siguió

“¡Qué distintas son!”, pensaba Ernesto, reclinado en el lecho, los brazos

detrás de la cabeza.

“Una sola palabra define de modo cabal a Isabel... Basta un único

vocablo para clasificar sus impulsos primitivos, sus actos voraces y egoístas:

hambre. Isabel ha vivido siempre rigiéndose por los códigos que el hambre le

dicta. Todo su ser y todas sus acciones se encaminan a calmar ese hambre que

constituye su principio vital. Toma lo que quiere cuando quiere, sin importarle a

quién se lo arrebata... Su sistema de valores no es complicado: todo cuanto le

importa es satisfacer las exigencias del hambre...”

Ernesto sonrió con alguna ternura, volviéndose hacia la abierta ventana,

en el recuadro de la cual se perforaban los puntos luminosos de las recién nacidas

estrellas.

“¡Qué distintas! Aurora es tan diferente de Isabel como esa estrella

azulada de la llama de un fósforo. Arde una lumbre en ella; pero es suave,

tranquila... Al contemplar la serenidad de sus pupilas se piensa en cosas extrañas,

desusadas... Se piensa en el espíritu inmortal; uno llega a creer que acaso lo posee,

al verse reflejado en los ojos de Aurora... Se piensa en la calma de los

atardeceres...; se piensa en el amor. Quizá, quizá... el amor exista, piensa uno al

mirar su propia imagen —tan distinta, tan clara—, retratada en los ojos de

Aurora...

“Y entonces surge Isabel: un desafío perpetuo; una excitación continua;

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la promesa de un banquete de vida... Uno se sumerge en sus ojos de azabache y

paladea el placer de vivir plenamente, exhaustivamente, con todas las células del

cuerpo...; y uno no desea librarse de la red que el ardor vital de esa mujer

hambrienta ha tejido en su torno. Y la vida es caliente y mareante y dulce como

un vino..., y uno no quiere dejar de apurar la copa. . .”

Ernesto suspiró. Sentado en la cama, se desperezó.

Levantándose, se dirigió a la mesa-escritorio, encendió la portátil y se

ubicó delante de la máquina de escribir, que parecía mirarle sonriendo

diabólicamente con los múltiples dientes de sus teclas...

—Bueno, tengo que decirte adiós—dijo Ernesto.

—¿Te vas?...

—Tengo que decirte adiós —repitió él.

—¿Qué, vas a salir de viaje?

Él la enfrentó.

—No es eso. Creí que ibas a entenderlo.

Los pardos ojos de él, graves, indiferentes, enfocaron los de la mujer.

—Nos conocimos. Estuvimos juntos. Ahora te digo adiós.

—Ah... Es eso.

—Hicimos bien en ser perfectamente claros desde un principio.

Estuvimos de acuerdo en que no nos ligaríamos de ningún modo.

La mujer desvió la cara.

—Si... —murmuró, al cabo de una pausa—. Es cierto.

—Así que... adiós.

Ella no contestó; no preguntó nada tampoco. Había bajado los párpados

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y no se atrevía a levantarlos.

—Fue muy lindo —dijo el hombre.

No había crueldad en su voz; solamente displicencia. ¿Y por qué habría

de ser de otra manera?, se preguntó ella.

—Adiós —dijo él, finalmente— Adiós, Isabel.

Y Ernesto salió de la habitación, y de su vida.

El azul-lila del cielo se fundía, lenta, insensiblemente, en un violeta cada

vez más oscuro. El sol había desaparecido detrás de los árboles, en algún sitio,

allá lejos.

“Le serví. Me usó”, pensó Isabel, apoyada en el duro tronco de un árbol

muy viejo. “Y yo lo supe desde el principio: nunca nos engañamos uno al otro.

Acepté servirle de modelo para el personaje de su novela..., porque iba a ser

divertido... y porque sabía que él sería mío si me veía unas cuantas veces... Y en

realidad fue divertido. Al fin y al cabo, conseguí todo lo que pretendía. Es lo que

siempre he esperado de cualquier hombre. Y sin embargo, esta vez...”

Clavó, sin darse cuenta, las largas uñas en la corteza insensible.

“¿Por qué me siento tan mal? ¿Por qué esta sensación de falta..., este

hambre que no sé identificar? ¿Qué pasó esta vez? ¿Qué pasó?...”

Una ligera brisa movió sus cabellos. Un silencio reverente, turbado

apenas por algún lejano sonido animal, la envolvía.

Palideció. Suspensa, inmóvil, aguardó.

Pero ninguna carcajada le lastimó los oídos.

Entonces fue su propia boca —sin que Isabel lo quisiese, sin que pudiera

evitarlo—, la que empezó a reír, reír, reír...

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Era una risa amarga y fría, burlona y triste a la vez; profunda y extraña...;

una risa nueva en tales labios. Una risa orlada de lágrimas claras.

Era el atardecer. El cielo se iba haciendo más y más oscuro. El sol

acababa de esconderse detrás de la tierra. Caía la tarde.

Pero, para Isabel, amanecía.

CARLOS M. FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici

Ilustración: Walter Popp

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-¿Y

de qué trata esta?

Alfredo dice que es de terror.

¿Otra de terror? No se cansan ¿verdad?

Pues qué te digo, a la gente le gusta

asustarse en el cine y después se consuelan

pensando que era solo una película, que en

la vida “real” no es posible que suceda nada de eso.

Ajá, pues que crédulos, si supieran que…

Chitón, a callarse, que comenzó.

La película era Annabelle, la de la muñeca poseída que estaba bien

resguardada en la casa de los esposos Warren. En voz baja discutían si esto podía

ser real, a medida que transcurría la película:

¿Qué crees tú, Mónica, a ti que te gustaba eso del espiritismo?

¡Oh sí! Más que posible. Claro, ponen esa muñeca horrorosa ahí para

que dé más miedo. Pero la verdadera, una muñeca de trapo común y corriente, a

mí me asusta más porque no lo esperas. En una oportunidad…

¿Se quieren callar los dos, estúpidos parlanchines? ¡Déjenme ver la

película en paz! Claro, si es de tus sandeces románticas hay que callarse ¿No es así,

Mónica? Y si es de las intelectuales también ¿No, Héctor? Pues váyanse entonces.

Yo quiero ver mi sangre y entrañas salpicando tranquilo.

¿Acaso no tuviste suficiente de eso en vida?

No les interesa; además, igual están atados aquí conmigo.

En efecto, estos tres fantasmas estaban atados al cine. En apariencia era

por su gran afición a las películas, pero nada es lo que parece ser a simple vista ¿O

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sí lo es?

Mónica en vida se encargaba de vender la boletería en la taquilla del cine.

De día se desempeñaba como secretaria en la oficina del único contable del

pueblo y de noche en el Teatro Leteo, en especial por el beneficio que le

otorgaban de poder ver las películas cuantas veces quisiera los días que quisiera, y

no porque no pudiera pagar la entrada, sino por la libertad de poder hacerlo.

Veía las películas bajo un estado de embelesamiento, arrobada, sin

importar el género; pero si eran románticas ¡Ahh! No importaba el tiempo que se

mantuvieran en cartelera, las veía diez, veinte, treinta veces, hasta llegar a conocer

detalles que ni el director de las mismas conocería pese a todo el trabajo de

edición y postproducción. A través de las películas se hizo una idea de cómo debía

ser el amor, lamentablemente se apropió de la noción del amor neurótico, que es

el que más vende.

Y así, bajo esta falsa idea del amor, se encaprichó con su jefe. Un hombre

casado, padre de tres hijos, que al principio no soñó con fijarse en esta mujer de

mediana edad sin mayor atractivo (y no es que él fuera un Clark Gable,

precisamente) pero no pudo dejar de notar la forma en que ella lo miraba, con una

adoración que hace tiempo había desaparecido de la mirada de su esposa, si es que

acaso estuvo alguna vez ahí. Y así se enredaron en una aventura que de romántica

nada tuvo, ni fue mucho menos digna de plasmarse en la gran pantalla.

Por su parte Héctor se encargaba de vender las golosinas dentro del

Teatro Leteo, más o menos por el mismo beneficio que obtenía Mónica por su

empleo. Héctor era el bibliotecario del pueblo, y aunque el empleo en el cine le

disgustaba (eso de lidiar con público nunca le gustó) podía estudiar las tramas, los

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giros, el enigma que significaban todas las películas que más le gustaban. Con el

ciclo de Hitchcock casi cayó en el delirio.

Observaba a Mónica desde lejos, al principio con el desprecio que

reservaba a las personas que consideraba frívolas, y luego con un tibio sentimiento

de afecto y camaradería por quien adivinaba era otra alma solitaria amante del

séptimo arte. Hablaban de las películas, de los personajes, de los actores. Él con

su tono erudito y ella con su tono apasionado, tonos que se complementaban,

aunque en ella la neblina de su fantasía no le dejara ver lo que en verdad podía

tener a mano.

Alfredo era el proyeccionista y el guarda de seguridad del teatro. Huraño

por naturaleza y violento en su interior, no quedó ajeno al amor de sus

compañeros de trabajo por las películas, aunque su género favorito distara tanto

del de los otros dos. Aún sueña y recuerda “El exorcista” o “El bebé de

Rosemary”. Con el tiempo, llegaron a reunirse para discutir acerca de sus películas

favoritas, en las que él añadía el toque cruento y mordaz a la conversación. Como

policía jubilado, no tuvo oportunidad de presenciar algún acto sobrenatural, pero

sí de palpar el horror en los actos humanos. Su reserva no le permitió intervenir

en la tragedia que vio venir, pese a que la pulsión de muerte latía en sus instintos.

El momento: Reunidos los tres amigos frente al cine, preparándose para

sus labores de rutina, ella parlanchina y alegre, había logrado progresos en su

relación con su jefe. Uno de ellos la escucha triste pero resignado, el otro

totalmente escéptico.

La hora: Se acerca el jefe enfurecido de celos; lo que le comentaron las

lenguas viperinas era cierto. Su amante coquetea con dos hombres al mismo

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tiempo, esos que ve constantemente en el cine, con la triste excusa de que trabaja

con ellos.

El suceso: El jefe le dispara a Mónica y a Héctor. Alfredo alcanza a

dispararle al jefe, no sin antes recibir un disparo. Confusión, todo el público corre

espantado, llega la policía cuando ya los cuatro no son más que cadáveres

tendidos en el suelo.

Mónica abre los ojos y se encuentra sentada en su butaca favorita, a su

lado derecho está Héctor y a su lado izquierdo Alfredo. Le ofrecen palomitas de

maíz. Nota que ambos tienen disparos y sangran, mira su abdomen y también

tiene una herida de bala que no duele. Pero acaban las presentaciones en la

pantalla, la película va a comenzar ¿Será una romántica? Ojalá, observa con

tristeza a una pareja de enamorados que se besan unas filas más adelante, pero su

pasión la lleva de vuelta a la pantalla. Mientras haya películas los tres vivirán.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson

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68


L

legué a la quinta. Me habían detenido por circular sin permiso

por la calle. Los uniformados transitaban por las noches con sus

cascos, sus guantes plastificados y sus barbijos. Generalmente

de contextura física robusta e intimidante, para causar temor a

los transeúntes que osaran salir a las calles y no portaran su permiso o sus

elementos de seguridad contra la Pandemia, que asolaba el mundo entero.

Similarmente como lo hacía el hambre y la devastación moral de los pueblos,

previa aun a la irrupción de aquella peste devastadora. Los guardianes eran una

fuerza mancomunada de seguridad, procedentes de diversas armas y algunos

simplemente reclutados por su arrojo y vocación. La mayoría de los mortales

permanecían en sus hogares con sus bellas familias, padeciendo en silencio... En

aquellos días se habían multiplicado los femicidios y los suicidios debido al

desconocimiento, el hambre y la desazón.

Los guardianes patrullaban las calles, los barrios, las profundas

oscuridades más tenebrosas. Sus armas largas, sus pistolas eléctricas y sus picanas

para esclarecer a los confundidos La clarificación moral y conceptual era su

misión encomendada por el Superpoder. Todo estaba en sus manos. No había

Congreso Nacional ni Senado, mucho menos consejo deliberante. Ya no era

necesario todo aquello. No era momento de devaneos intelectuales ni escarceos

semánticos. Había que cuidarnos entre todos y, como nosotros no estábamos

facultados para tal fin, estaban ellos. Ellos, los Guardianes. Nos habíamos

adaptado a aquellas normas de subsistencia, no compartíamos pero naturalizamos

aquellos nuevos hábitos de vida.

Aquella noche, cerca de las veinte horas salí en busca de una botella de

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vino para saborear mientras terminaba de leer una novela de Roberto Bolaño;

“Estrella Distante” que justamente hablaba del autoritarismo y el salvajismo de los

seres despreciables que tan solo respiran por la motivación del odio y la pulsión

de muerte. Era una historia muy profunda de un hombre que se había infiltrado

en un grupo de escritores en Chile. Era vibrante y a la vez tenebrosa por la

temática, el tratamiento narrativo del autor y su enfoque evidenciando un

posicionamiento ideológico y moral evidente ante hechos aberrantes. De hecho

siempre había sido uno de mis escritores de cabecera. La ficción era un bálsamo

para sobrellevar aquella coyuntura siniestra .La lectura, la escritura y el divague

filosófico invadían mis días en soledad. Había viajado a aquel pueblo perdido en el

conurbano bonaerense cerca de Pilar y a casi dos horas de donde vivía mi familia.

Por causa de la cuarentena había quedado varado sin poder visitarlos desde hacía

casi dos meses. Estaba alquilando una habitación en un humilde barrio mientras

estaba empleado en una obra en construcción realizando mis tareas de albañil. Era

mi profesión desde hacía años. Anteriormente había logrado trabajar en relación

de dependencia en una fábrica de plásticos. Había sido sin dudas mi trabajo más

estable y duradero. Durante once años estuve allí con una estabilidad laboral

sólida. En esa época comenzó mi pasión por la lectura y el mundo de la literatura.

Pude construir mi casa gracias a aquel empleo, amueblar mi humilde

hogar y comenzar a consolidar una familia, mi sostén, mi refugio en un mundo

que solía castigar a los hombres de barrio como yo, procedentes de sectores

postergados. Había llegado desde mi provincia de origen a los catorce años y

desde entonces me la rebusque como pude. Ingresar en aquella fábrica había sido

un sueño para mí. Después la crisis del 2001 me desplazó dejándome en la calle

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como a la mayoría. La albañilería fue un oficio que abracé con mucho orgullo y

dignidad en aquella etapa difícil.

En mi nuevo barrio, circunstancial debido a la cuarentena obligatoria,

conocí algunas personas que trabajaban en la obra conmigo. Antes de la Pandemia

nos juntábamos a compartir alguna comida y algo para beber. Ahora tan solo

mensajes o alguna llamada eventual pero sin poder reunirnos. Estaba solo en mi

habitación día y noche hasta que nos avisaran que podíamos proseguir con la

construcción. Pedro y Marcelo eran albañiles como yo, eran con quienes había

entablado una amistad más fluida .Sin embargo hacía como dos semanas que no

tenía noticias de ellos. Ni mensajes, ni llamadas, ni memes graciosos. Era muy

extraño ese silencio. Tal vez tuvieran algún inconveniente que yo desconocía.

Ignoraba la motivación de aquella mudez.

Aquella noche a eso de las veinte horas fui en búsqueda de una botella de

vino a un quiosco del barrio que solía estar abierto hasta cerca de las veintidós

horas donde sabía que me atenderían. Estaba a exactamente a tres cuadras de

casa, no era muy lejano. Era simplemente una botella de vino tinto lo que

necesitaba, tal vez algo de pan si hubiera en aquel horario. Caminé una cuadra y

media. La noche estaba invadida por un silencio terrible, nadie caminaba.

Ausencias profundas. Irrecuperables. Cuando estaba por doblar en la esquina vi

de repente un auto estacionado con cuatro hombres adentro como esperando

algún suceso inesperado. Eran guardianes de la noche Cuando me vieron

acercarme salieron del auto y se aproximaron hacia mí. No me preocupé, estaba

en mi barrio. Se abalanzaron de forma muy agresiva:

—¿Qué hacés en la calle, negro? —dijo el más agresivo.

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—Voy a comprar al kiosco —respondí con mucha seguridad.

—No sabés que no podés andar por la calle dando vueltas —acotó un

segundo guardián.

—A este pelotudo vamos a llevarlo por tarado, a estos irresponsables no

les importa la gente buena.

—Ni el barbijo tiene puesto, es un inconsciente.

—Tengo derechos democráticos, no me pueden tratar así —esa fue mi

sentencia.

Comenzaron a golpearme con toda su furia .Me colocaron una capucha y

me esposaron después de empujarme y darme golpes de todo tipo en la cabeza y

las extremidades superiores. Yo gritaba pidiendo ayuda e insultándolos pero se

hacían cada vez más salvajes los golpes que me propinaban. Después uno de ellos

saco un elemento que no pude ver pero sentí muy desgarrador, me proporcionaba

descargas eléctricas muy dolorosas que me retorcían y provocaban espasmos

corporales, podía inhalar el aroma a piel incinerada y las incisiones me atravesaban

causándome mucho dolor. Después me empujaron bruscamente adentro del auto

y, una vez que este comenzó a transitar, siguieron golpeándome y torturándome

sin descanso. Al cabo de un viaje breve, llegamos. Estaba muy dolorido en todo el

cuerpo. Me bajaron bruscamente sin dejar de insultarme. Tenía una capucha que

me entorpecía la vista y el reconocimiento del sitio donde habíamos arribado.

Evidentemente era un lugar abierto y bastante desolado porque no se escuchaban

otros ruidos. Apenas en la lejanía, algunos ladridos de perros y sirenas. Podía

percibir el viento en la cara, muy dolorida, por cierto, de tantos golpes. Después

atravesamos un portón mecánico que apenas ingresamos fue cerrado nuevamente.

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Cruzamos un largo campo, pude advertirlo justamente por ese fresco renovador

que me acarició el rostro lastimado resultando un bálsamo para tanta atrocidad.

Ingresamos a un lugar cerrado donde nuevamente comenzaron a golpearme

durante un largo rato. Me ataron a una columna de cemento y allí iniciaron una

sesión de descargas eléctricas. Posteriormente me quitaron la capucha y me

dejaron allí tirado. Era un sótano muy oscuro. Pude saberlo debido a que al llegar

habíamos bajado una escalera y además sobre mi cabeza podía escuchar pasos en

una sala superior a donde me encontraba. Además de oscuro era un reducto

mínimo y reducido. Había apenas una mesa y una silla muy deterioradas, colmadas

de tierra. Me bastaba para tirarme a descansar un rato después de tanto martirio.

No me habían preguntado demasiados detalles, apenas si tenía algún vínculo

político y mi opinión sobre el denominado Superpoder, si usaba barbijo

usualmente y debido a qué motivación no lo estaba utilizando en el momento de

la detención. El sótano era un símbolo para mí. Sintetizaba la oscuridad de aquella

etapa histórica en el mundo, mi sufrimiento y mi desapego forzoso de mi familia y

todo aquello que tanto extrañaba, mis días en el campo cuando niño jugando con

los animales sin juguetes ni escuela. El sótano simbolizaba la opresión que Vivian

los sectores humildes debido a un sistema injusto que tan solo se movilizaba por

el afán desmedido de generar riqueza en desmedro de la salud que estaba

colapsada y destruida, aquella pandemia había corrido el velo de la destrucción

estructural de un sistema. Aquel sitio sintetizaba la represión a todos aquellos que

osaran transgredir una línea delgada entre la obediencia sumisa y el Ser, el vivir, el

disfrutar. Finalmente quedé dormido y al otro día, al despertar nuevamente, sentí

los golpes y las torturas.

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JUAN BORGES

Argentina

Página WEB: http://elbarrodelsuburbio.blogspot.com

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M

e dijeron: «Este edificio está vacío». Y es cierto. No

encuentro la salida. Tampoco, la entrada. Me he perdido

en sus pasadizos, en sus puertas infinitas, en sus cuartos

que esconden otros miles de cuartos; y, hasta ahora, no

he podido descansar en una cama, un sofá o, incluso, una silla.

Tal vez, he errado al elegir la primera opción de este laberinto gigantesco,

desolado, silencioso. ¿Quién lo sospecharía? Una mansión con miles de

encrucijadas, como una trampa mortal. Y al ver la magnitud del peligro, lloré y

lancé maldiciones, gritos desesperados, golpes furibundos, pero no pasó nada.

A diferencia de laberintos ordinarios —tenebrosos y salvajes como

cárceles infrahumanas, con cientos de peligros—, este tiene las paredes pintadas

de vida y de amor, con cuadros de arte de bello estilo, con candelabros luminosos

como pequeños astros estelares, con armas antiguas y otras colecciones de lujo, o

con dibujos de mapas del Renacimiento. El piso y el cielorraso son de alabastro,

ya con colores de diamante, de las nubes o del juego de los peones y los alfiles.

Pese a este ambiente refinado y pretencioso, no he podido descansar en

un lecho de amapolas y, solo, vagabundo me he perdido. He tanteado entre las

paredes y las entradas sin puertas, y he hallado otros comportamientos

ornamentados, limpios, elegantes; pero por completo vacíos, silenciosos, sin

presencia humana.

«Oh, Dios, guía mis pasos hacia la luz. No me abandones, no me dejes

solo, por favor», suplicaba entre mis oraciones, con las manos juntas; pero —tal

es la magnitud del mal— observaba con terror cuadros artísticos de ángeles

níveos, bellos, solemnes, con bocas y ojos manchados en sangre, como si

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encerrasen en sus figuras etéreas una contradicción espeluznante.

Transcurrieron horas en aquel ir y venir de la deriva, buscando la salida o

la entrada. No podía saber si era de tarde o de día, la hora de almorzar o de cenar.

Aquel pequeño infierno apenas era alumbrado por luces artificiales. Todo me

pareció postizo, artificioso, engañoso, y mis ojos se me humedecieron por la

desesperación.

La sed y el hambre me atacaron con furia. Cada vez que llegaba

desesperado a otro compartimento, rincón por rincón buscaba algo qué comer,

pero todo eran candelabros, colecciones de armas, mapas del Renacimiento o, es

preciso mencionarlo, polvo amargo.

Luego de muchas horas e intentos, abro una puerta que cruje de modo

grotesco, avanzo y, a unos pasos, encuentro una calavera de oro limpia. La sujeto

con ambas manos y, con cierto sobresalto, veo que de sus cuencas y de su

mandíbula emerge un gas venenoso. Sin poder respirar, a punto de perder la

conciencia, derrotado, todavía puedo escuchar el sonido de mi cuerpo

estrellándose contra el piso.

FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/123FrancoisVillanueva123

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M

e llamo Patricia y trabajo desde hace tres años en esta

pequeña editorial. Soy la que ayuda el jefe a seleccionar

los textos que nos envían. Mi trabajo consiste en recibir

el manuscrito, revisarlo y si considero que vale la pena,

derivárselo. A la editorial suelen llegar todo tipo de manuscritos, muchos de ellos

bastante, podría calificarlos, ingenuos e inocentes. A veces me dan ganas de

devolverlos con algunos comentarios o recomendaciones al autor para que mejore

su texto; sin embargo, el jefe nos ha dicho que nos abstengamos de ello. Solo si

un libro ha pasado su filtro, recién nos contactamos con el autor. Caso contrario,

no les respondemos. Anteriormente se les solía remitir una carta de

agradecimiento, pero ahora no.

Llevo en el negocio editorial muchos años, casi treinta. Siempre haciendo

lo mismo. Esta es la sexta editorial donde trabajo. La verdad que el trabajo no me

gusta, pero es la única forma que he encontrado de ganarme la vida sin alejarme

de lo que más me gusta: la literatura. Mi sueño siempre ha sido ser escritora. En el

colegio solía escribir historias románticas que mis compañeros de clase

disfrutaban. Intenté, sin éxito, publicar en alguna revista o en el diario local.

Recuerdo que bajaba corriendo las escaleras de la casa los días domingos para leer

el suplemento del periódico y ver, por primera vez en mi vida, alguna de mis

historias publicadas. Sin embargo, el desánimo porque ello no ocurriera extinguió

mis ansias de seguir enviando mis textos a los periódicos y revistas. Creo que, en

el fondo, trabajar en editoriales ha sido una forma de manejar la frustración de no

haber trascendido mi vocación. Desde mi posición juego a ser dios: decido quién

va y quién no. Bueno, eso en primera instancia, ya que la última palabra la tiene mi

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jefe. Soy, en todo caso, la secretaria de dios.

Para 1967 trabajaba en una importante editorial cuando una mañana,

dentro de la pila de manuscritos o papeles mecanografiados encontré uno cuyo

título me llamó la atención. Lo tomé con la delicadeza de quien manipula un

tesoro. Desde el primer párrafo me atrapó: era perfecto. Bueno, casi. Había una

frase que, en mi opinión, podría mejorarse. Tomé un bolígrafo y sin ningún

miramiento hice una anotación al costado del párrafo con lo que suponía era una

frase más contundente. Al sentir pasos de personas que se acercaban a la oficina

procedí a guardar el manuscrito dentro del cartapacio que nos había brindado la

editorial. En casa revisaría con mayor tranquilidad la obra.

Recién al llegar el fin de semana pude dar una ojeada a las más de cien

páginas de lo que se suponía era el avance de una novela. Estaba ante algo

extraordinario. Hice algunas anotaciones más. Puse una coma. Corregí una

conjugación. El texto tenía bastante potencial para ser explotado, así que decidí

hacer algo por primera vez en mi vida: apropiarme del mismo. Era un riesgo que

podía asumir, pues quién podría reclamarme la apropiación. ¿El autor? Un

colombiano que había escrito tres novelas y algunos cuentos al que me encargaría

de remitirle una carta indicando que su obra sería revisada o que por el momento

estamos abocados en atender otros proyectos editoriales. Mejor aún, no le

respondería. Seguro asumiría que hubo problemas con la entrega del correo o que

entre tantos documentos que llegan a la editorial seguramente se traspapeló o se

extravió. Eso sí, no podría correr el riesgo de presentar el manuscrito como mío a

algún editor no sin antes realizarle varias modificaciones de forma o quizás de

fondo. Así que me esperaba un largo tiempo para avocarme a esa tarea de

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reescritura. Mientras tanto andaba al pendiente que el verdadero autor no

insistiera enviando cartas a la editorial para ver si habíamos recibido su libro (no

todas las cartas las recibía y/o atendía yo, por lo que me atemorizaba que alguna

de ellas llegase a manos de algún compañero). Incluso hasta hubo ocasiones en las

que soñaba que se aparecía por la editorial, merodeando con sus grandes bigotes

negros (sabía cómo lucía, pues había adquirido sus novelas anteriores para

conocer más sobre su estilo de escritura y en ellas aparecía su foto), preguntando

por su texto, acusándome de habérmelo apropiado.

Lamentablemente no pude terminar la titánica tarea que me había

propuesto. Los enredos que sufría entre Aurelianos y José Arcadios hicieron que

no avanzara. Me había convertido en una especie de ser perdido en Macondo. Era

como si Melquiades, el gitano, hubiera lanzado una maldición sobre mí. En

setiembre de 1967, estando en la oficina, me enteré que en junio había sido

publicado “Cien años de soledad” en Argentina y que pronto iban a lanzarse más

ediciones en Hispanoamérica. Tiempo después mi jefe diría en una entrevista que

nunca llegó a leer el manuscrito, pues este nunca llegó a sus manos. Lo cierto es

que, no sé cómo, averiguaron que yo tenía que ver mucho con ese texto y su

desaparición, así que me despidieron. Al llegar a casa lloré con amargura.

Por suerte para mí el tema no trascendió, la editorial prefirió mantener

como versión oficial lo que dijo el jefe en la entrevista. Así, pues, conseguí trabajo

en otra editorial y luego en otra. Jamás pasó por mis manos otro texto que me

cautivara tanto como aquél. Como una forma de autocastigo (pues, como dije, no

me considero buena escribiendo) o redención (necesitaba liberarme) retomé la

escritura. Hasta estuve tentada a decirle a mi nuevo jefe que leyera mis cuentos,

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pero no lo hice. A lo más llegué a mostrárselo a un colega quien me dio como

respuesta: “es una buena historia, pero está muy mal escrita”. Así que para evitar

más decepciones decidí convertirme en una escritora secreta, es decir, escribir sin

que nadie se entere. Sin embargo, la vida o las circunstancias pronto me iban a

ofrecer una segunda oportunidad.

Conocí a Mario Vargas Llosa en enero de 1972 durante un congreso

literario en Barcelona. Hasta allí me había mandado la editorial en la que trabajaba

por aquel entonces con el fin de lograr que firmase algún contrato con nosotros.

Cuando le mencioné el tema, fue muy amable para rechazar la oferta,

argumentando que actualmente ya tenía contrato con una editorial. Fue en esos

momentos que, desde un sofá y caminando lentamente, se acercó Carmen

Balcells, su agente literaria. Hasta cierto punto fue embarazoso para mí. Mientras

Vargas Llosa me presentaba, ella no dejaba de observarme de reojo, como

sopesando la posibilidad de ser gentil o mandarme a la mierda. En voz baja

respondí el saludo y, sin levantar la vista, me retiré a mi habitación.

Debido a que tres años después la editorial inauguró una pequeña

sucursal en Madrid me destacaron a esa ciudad. La mudanza me cayó a pelo, pues

tuve oportunidad de tener mayor acercamiento con Vargas Llosa. Este

acercamiento no era con fines de ficharlo a la editorial, sino más bien con el fin

que nos recomendase a algunos compatriotas suyos a los cuales podríamos

publicar. Tuvo la gentileza de prestarme, para ser leídos en su biblioteca, algunos

libros de sus referidos. Tomé nota de algunos nombres, descarté otros. Hasta tuve

la osadía de un día presentarme con un ejemplar de su libro “Pantaleón y las

visitadoras” editado en 1973 por Seix Barral para que me escriba una dedicatoria.

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Con una sonrisa algo coqueta escribió una fría palabra: cordialmente. Disimulé mi

decepción con un rápido gracias.

Con el transcurrir del tiempo fui tomando confianza con él hasta el punto

que llegué a contarle de mis intentos literarios. Él, más por amabilidad que por

verdadero interés, me dijo que estaría encantado de leer mis cuentos, que se los

hiciera llegar algún día. Con ese ofrecimiento de su parte, pasaron los días, quizás

un año hasta que decidí mostrarle algunos de mis escritos. Hojeó el primero,

leyendo en voz muy alta el título. Luego el segundo, procediendo a leer unas

líneas de él en un tono más bajo. Por último, tosiendo y casi sin mirar el tercero

me dijo si tenía algo más. Procedí entonces a sacar las tres hojas iniciales de aquel

texto de García Márquez que aún estaban en mi poder, guardados como un

recuerdo ingrato en un viejo ropero de mi departamento. Vargas Llosa, al leerlo,

se sorprendió. “¿Esto es una broma?”, preguntó. Así que procedí a contarle la

verdad. O mejor dicho la mentira que había creado para que creyese que el texto

lo había escrito yo. Le mostré las anotaciones que había escrito como parte del

proceso de corrección del texto allá por enero de 1967. Le mencioné hacia donde

iba a derivar la historia (una versión alterna del texto real publicado por el escritor

colombiano). Le conté, entre lágrimas, que un día una de las dos copias que tenía

custodiadas en un cajón de la oficina desapareció y que meses después se enteró

que la novela había sido publicada en Argentina. Cerré el tema exagerando que un

emisario de García Márquez me amenazó en la vía pública si es que intentaba

denunciarlo. “Él es un escritor reconocido, yo soy de esas personas que uno suele

olvidar, ¿qué iba a hacer?”, le dije. En el rostro del escribidor se dibujó una mueca

grotesca.

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La siguiente vez que fui a visitarlo, su secretaria me dijo que había viajado

y que no tenía fecha de retorno. Pensé al inicio que era una excusa, que Vargas

Llosa no quería recibirme porque había descubierto que mi historia no era verdad.

Sin embargo, lo que ocurriría después me haría ver lo equivocada que estaba.

Sucedió que una tarde de febrero de 1976 en México se estrenaba en el

Palacio de Bellas Artes la película “Supervivientes de los Andes” de René

Cardona. Entre los invitados al evento estaban Gabriel García Márquez y Mario

Vargas Llosa. Según cuentan, en un momento García Márquez avistó a Vargas

Llosa y no dudó en acercarse con los brazos abiertos para saludarlo. Fue entonces

que Vargas Llosa propinó un derechazo a García Márquez en el ojo izquierdo. El

colombiano cayó como un saco sobre la alfombra sin emitir ni un lamento. La

escritora mexicana Elena Poniatowska veía atónita lo acontecido.

Si bien ambos escritores nunca han hablado del tema, estoy segura que yo

tuve que ver con ese derechazo. Circula la versión que Vargas Llosa al ver a

García Márquez le dijo iracundo: “¿Cómo te atreves a abrazarme después de lo

que le hiciste a Patricia?”, y luego de eso, ya saben, la sangre llegó al río.

En 1978 vi a Vargas Llosa en el aeropuerto de Barajas. Fue la última vez

que lo vi. Estaba acompañado de una pequeña comitiva de allegados a él y un

buen grupo de periodistas y fotógrafos. Me acerqué para saludarlo, pero al verme

volteó la vista y aceleró el paso sin dejar de responder las preguntas que le hacían

los hombres de prensa. Me ignoró por completo. Coincidentemente, esa semana

fui despedida de la editorial donde venía trabajando. Quizás había descubierto la

verdad sobre García Márquez y yo o, peor aún, sepa que fui yo quien le robó los

apuntes primigenios sobre ese libro que pensaba escribir sobre la guerra de los

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Canudos y que me fue imposible siquiera empezarlo.

Como decía al inicio, ahora que ha pasado el tiempo, trabajo desde hace

tres años en esta pequeña editorial. Soy la que ayuda el jefe a seleccionar los textos

que nos envían en las convocatorias que realizamos a través de las nuevas

tecnologías. El hecho de haber cambiado mi apellido me ha permitido seguir en

esta actividad sin que nadie sospeche de mi pasado. Confieso que aún estoy a la

espera que un día de estos llegue ese texto que me sacará del anonimato literario,

de esa soledad y olvido a la que parece estoy condenada en esta ciudad de perros.

JORGE QUISPE CORREA

Perú

Instagram: JorgeQCA_Escritor

Facebook: Jorge Quispe Correa A – Escritor

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E

staba agotado tras salvar a un pequeño de morir atropellado.

¿Por qué no se callaban aquellas voces? Se dejó caer sobre la

cama con los brazos tras la nuca; debía pensar. La vida tenía

que ser algo más que salvar vidas. Cuando la voz le

despertaba indicándole hacia dónde dirigirse, en el instante y lugar preciso para

evitar alguna muerte, nada ni nadie podía pararlo hasta lograr el objetivo que la

voz le indicaba. Alguna vez se preguntó por qué aquellas personas eran elegidas

para sobrevivir; no obstante, la voz le avisó que nunca debía cuestionar su

autoridad. ¿Pero, la de quién? Aquella vez, la voz fue benévola con él, y no se

llevó a su abuelo, solo fue un aviso lo que sucedió y bien aprendió a no volver a

cuestionarlo.

Recordó la granja de sus abuelos. Allí fue muy feliz hasta que… ellos [...]

Se durmió, pero al despertar sabía que la única solución para hallar algo

de sosiego la encontraría en la granja. Hizo las maletas y se marchó al lugar.

Cuando llegó, el crepúsculo asomaba. Entró en la granja. Los recuerdos de su

niñez despertaban al mirar las fotos que colgaban de la pared. ¡Cuántas razones

para sentirse bien! La charca cercana al molino donde su abuelo molía la harina.

Sintió qué aún podía oler el olor del pan recién hecho. La llamada de su abuela

tras hacer un suculento bizcocho de naranja. ¡Tantos recuerdos! Nunca debió irse

tras el accidente de su… y [...] cerró su mente para no recordar.

Dejó la maleta en el salón. Quitó las sábanas que protegían los muebles.

María y Pablo, los cuidadores de la granja se habían encargado de llenar el

frigorífico. Se preparó unos huevos revueltos. Tenía hambre, así que los

acompañó con un poco de tocino y pan. Llevaba tanto tiempo de un lado para

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otro del mundo, que ahora mientras miraba su copa de vino se dio cuenta de que

las voces no habían vuelto a hablarle desde que había llegado al lugar.

Ojalá no vuelvan, pensó. Su corazón golpeaba su pecho con fuerza,

abrumado por tantos recuerdos. De repente, vio una luz en la planta superior del

molino. Que extraño, se dijo. Pablo no me avisó que tenía que volver mientras yo

permaneciera aquí. Salió hacia el molino. La puerta de acceso a las escaleras de

entrada estaba abierta de par en par. De repente una voz en su cabeza, gritó: —

cuidado, él está ahí. No subas—. Pero, qué o quién estaba en el molino, debía

saberlo.

Se apoyó en el pasamanos de la escalera y subió despacio varios peldaños,

un fuerte golpe contra la pared le hizo parar. De nuevo la voz: —no, no

continúes, él puede matarte, detente— se preguntó por qué realmente se

encontraba en aquel lugar, si todo no lo habrían planeado las voces; las mismas

voces que le despertaban para ir a miles de kilómetros a salvar una vida; y de ser

así por qué ahora le decían que corría peligro. Estaba cansado, muy cansado de su

vida, esa vida lo consumía. Continuó subiendo, esta vez el golpe fue en la puerta,

dedujo que de la primera planta. Aún así, siguió avanzando escalón a escalón hasta

la entrada de la primera planta. Entró. Todo estaba oscuro, en silencio. Algo brilló

a través de la ventana. Al mirar vio unas luces de color ámbar y verde que

parecían flotar en la pequeña charca. Sintió que la penumbra se volvía rancia.

Retrocedió y salió. Subió a la segunda planta. Olfateó un olor a azufre envolvía la

única habitación.

Pasos. Golpes. Un gran “te avisé” sonó en su mente. Corrió hacia la

salida. Las sombras parecían querer atraparle. De repente se paró en seco

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quedando completamente inmóvil. Se dijo que todo estaba en su propia cabeza

que lo sugestionaba. De nuevo el reflejo de luz atravesó el ventanuco. —No, no

vayas por favor, te matará — suplicó la voz.

No, esta vez no te saldrás con la tuya, murmuró. Salió del molino hacia la

charca. Esta vez las luces eran de un intenso violeta. Al acercarse vio que las luces

cambiaban a un rojo intenso para quedarse en un negro, tan negro, como la

muerte. Sin embargo, siguió acercándose más al borde; —aquí me tienes, —

gritó— qué quieres de mí. Durante varios minutos solo sintió el sabor amargo de

la sangre en sus labios, las sombras pétreas de la noche estrujaban su mente. Sus

manos frías, se volvieron pesadas, sin tacto, como si estuvieran vacías. En un

instante, algo que parecía una cortina de humo negro y denso, apareció

emergiendo de las entrañas de la charca en un siniestro susurro que decía: —Te

quiero a ti. Mario, desapareció para siempre bajo las aguas de la charca y el molino

comenzó a girar sus aspas. Al amanecer Pablo fue a la granja y vio las maletas de

Mario. Lo llamó una y otra vez por todas partes. Subió al molino y miró desde el

ventanuco de la primera planta; la charca parecía brillar de forma extraña, incluso

juraría que el rostro feliz de Mario había aparecido en ella, un solo segundo, pero

suficiente para que él pudiera verlo.

Ahora comprendía porqué el molino había vuelto a funcionar; Mario

siempre decía que él molino, parecía tener vida propia, qué a veces, cuando era un

niño de solo diez a años, podía oír como le susurraba; sentía como algunas veces

una voz le hablaba dentro de su cabeza, y ahora estaba convencido de que Mario

estaba en los brazos de su amada abuela, ella que murió ahogada en la charca de

una forma extraña, por fin había logrado reunirse con su nieto. Ahora comprendía

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porqué su abuelo que había quedado inválido al caerse supuestamente en la charca

y al que todos los días visitaba en la residencia, aquella mañana sonreía, con la

mirada perdida dentro de la foto del viejo molino que mantenía fuertemente con

sus manos, murmurando entre sollozos: —Ya voy con vosotros, ya voy.

NURIA DE ESPINOSA

España

Blog : https://escritoranuriadeespinosa.blogspot.com

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A

ún recuerdo esa mirada que entraba por mis ojos y recorría

cada uno de mis sentidos. Una sonrisa dispuesta que ilumina

hasta el día más oscuro. Una invitación permanente llena de

esperanza, para vivir con alegría cada nuevo amanecer. La

danza perfecta entre juventud, inocencia y picardía. Un

trazado que permite apreciar el corte y la confección de un uniforme hecho a la

medida. Conjunto de cualidades que forman una fina mezcla de equilibrio entre la

ilusión y el deseo. Una lucha infinita por la búsqueda de un amor incondicional y

la pasión por devorar la exquisita dulzura de la fruta anhelada.

Imposible olvidar aquellos días de escuela. Un calor corporal incesante,

una sed insaciable y un deseo enorme por existir. Resistir. Un conjunto de

emociones que parecían nada, al compararlas con la combustión provocada por el

encuentro casual y casi predecible entre aquella manzana que se remonta a los

inicios de los tiempos y la curiosidad por desobedecer lo moralmente establecido.

Una historia con un principio y un final, condicionada a lo previamente escrito.

No sé si era el destino o un simple capricho de la causalidad.

Es increíble cómo se logra un balance entre un saludo tímido que grita en

silencio y una mirada que deja caer en cascada el albedrío que cambia el concepto

del desierto. Cada contacto era un futuro construído, algunas veces rosa y otras

azul, pasando por cada uno de los colores del arcoiris y en ocasiones por la

ausencia de ellos. Una vida paralela que solo existía en la imaginación, o al menos

en la mía. Es tiempo de cruzar la barrera del silencio, ser fuerte para soportar la

decepción de la idea de una realidad que tiene más vida que la vida misma.

El día anhelado llegó, en un momento de debilidad, mi hermana pidió

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apoyo para la elaboración de una tarea. Su mejor amiga mostraba una sonrisa de

complicidad. Era increíble cómo se mantenía una comunicación sin mencionar

una sola palabra. La tensión se sentía en el ambiente. Rozar su mano semejaba al

golpeteo de las olas en un mar en calma. Ver como coinciden las miradas cada vez

que mi hermana se distraía, realmente era excitante.

Después de cumplir con las labores educativas y sin explicación alguna, la

comunicación como la conocemos se dio de forma natural. Es la primera vez que

intercambiamos palabras, pero pareciera que nos conocemos desde siempre. La

plática y el juego se desbordaba en una confianza inusual. Por momentos

pareciera alejar a mi hermana o nosotros de ella. El acercamiento se volvió más

intenso y duradero. Los dos sentíamos lo mismo, pero no decíamos nada.

En un instante el tiempo se detuvo, las miradas se entrelazaron y los

alientos se fundieron en uno solo. Los labios ya estaban húmedos y preparados

para cumplir su destino. El silencio, concentración y entusiasmo no permitían

escuchar el insistente golpeteo de una puerta que por fuera exige ser abierta, pero

por dentro está sellada por la pasión y deseo de un inocente beso que quiere ver la

luz por primera vez. Sin pensarlo, una voz que nace desde lo más profundo del

subconsciente, silencia todo prematuro deseo, junto con el estruendoso golpe de

la hermana. La puerta se abre y el universo se divide en dos.

Las horas continúan. Lo que parecía ser un juego inocente, se convirtió

en una cacería. La balanza perdió el equilibrio. El deseo pierde el cauce y la

humedad se hace presente. Por un lado, el arrepentimiento de no concluir el plan,

mientras que por el otro, se desataba una batalla entre escuchar los susurros del

alma por hacer lo correcto o dejar que la tormenta de instintos carnales tome su

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estado natural. A pesar de la insistencia, en esta ocasión, el calor se apaga de

golpe. Solo queda una ansiedad enorme por lo que hubiera sido. El hubiera no

existe, al menos, eso piensa la gente. Un recuerdo que se repite en constantes

ocasiones. Una mirada que entraba por mis ojos y recorría cada uno de mis

sentidos. Una vida dividida por una decisión.

JAVIER ARTEMIO DELGADO LAZO

México

Facebook: https://www.facebook.com/artemiodelgado247/

https://www.facebook.com/lideres247/

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T

odas las mañanas, la Lluvia comenzaba a cantar, clamando salir

al jardín. Brincando de un lugar a otro… Ella, tan diminuta y

amarilla, inundaba con su melodía ferviente toda la casa. Al

escuchar aquella placentera canción, me levantaba e iba hacia

ella y la descolgaba de la pared… cambiaba su agua y después le ponía un pepino

verde, grande y fresco para que comiera. Una vez afuera, esta comenzaba, de

nuevo, a vociferar armónicamente. No he escuchado una pieza tan placentera y

suntuosa como la que Lluvia emitía. Quizás, su cántico se podría comparar, hasta

cierto punto, con el gorjear de las palomas. Pero el aria de ella es más hermosa.

No sabía —y no pretendía saberlo— en qué clave se tocaba aquella pieza, porque

a mi parecer, a veces era una canción de alborozo, de regocijo. Por el contrario, en

otras ocasiones me parecía que era una canción de auxilio, de socorro. Aquel

dilema no solía planteármelo mucho, quizá se debía al pavor de la respuesta.

A veces me pasaba grandes lapsos observando a la Lluvia. Ella andaba

saltando, moviendo su cabecilla de un lugar a otro, en busca de las aves. Supongo

que estaba exasperada y ansiosa. Lo notaba en sus ojos. Ojos tan pequeños, tan

negros, tan anhelantes, como dos diminutas nubes de tormentas torrenciales. Era

un deleite para mí mirar a la Lluvia, tan cándida ella, un ser muy enigmático. Me

perdía en su amarillo amanecer, en su sinfonía, en sus movimientos restringidos.

Ahora solo veo su espectro en el jardín.

Siempre cuando comenzaba a llover, metía a Lluvia de nuevo a la casa.

No quería que se empapara, que se diluyera. Cada vez que lo hacía, aquella pieza

del cielo me refunfuñaba, emitiendo chillidos demasiado agudos y lacerantes.

Estoy seguro de que me reprendía. Ella no quería meterse. Ella, solo quería ser

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lluvia.

Comencé a ver la paulatina decadencia de la Lluvia. Su canto dejó de ser

mi despertar reconfortante de las mañanas, pues ahora solo emitía un chillido

angustioso. Sus brincos habían cesado, ahora solo la veía parada en un lugar

específico de sus rejas. Aquellos ojos negros azabache, se transformaron en unas

nubecillas grises y opacas. Su color amarillo amanecer, ahora solo era un amarillo

nauseabundo, como el de un vómito. Aquel ente minúsculo ya no era mi Lluvia

rauda y fresca.

Tardé mucho en decidirme, pero al ver en el estado en que se encontraba,

opté por considerar la opción más conveniente para ella, pero dolorosa para mí.

Semanas enteras aquella decisión garrafal dio vueltas en mi cabeza, pero yo me

negaba. Así que hice todo lo posible por revitalizar a la Lluvia: mimarla, silbar

para ella… llegué a acariciarla, e inclusive a besarle su frente. Ante mi fracaso,

tuve que amarrarme los pantalones, hacerme un nudo en mi garganta y hacerme

uno en mi corazón, pues me negaba a la idea de vivir sin ella. No podía concebir

mi casa, mi jardín, mis oídos sin su música. Pero al verla tan abatida y escampada,

tomé la difícil decisión: con todo mi cuerpo hecho nudo, decidí liberarla.

El día en que iba a liberar a Lluvia, era gris y helado. Agua caía del cielo a

cántaros, así que postergué la liberación. El siguiente día, fue igualmente funesto y

acuoso, y el siguiente, y el próximo…y así fue por toda una semana. A mi octavo

intento, divisé de nuevo el agua y sentí el frío, por consecuente desistí de la

liberación una vez más. Pero al escuchar el chillido agudo y melancólico de la

Lluvia, todo se me esclareció, y cimbró dentro de mí un eco avasallante. Con

lágrimas en los ojos, y con la incertidumbre de saber si sería capaz o no de dejarla

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ir, tomé a mi pequeña nube y la saqué al jardín empapado y gélido. Abrí la

puertecilla de su recinto carcelario, la cogí con mi mano, y la miré. Entre sollozos,

la acerqué a mis labios y le planté un beso triste. Le pedí perdón por si le llegué a

hacer algún daño. Le silbé por última vez y la dejé irse. Abrí mis manos y Lluvia se

fue volando. Sus aleteos eran torpes, pero comenzó a agarrar fuerza con el soplo

del aborregado cielo. Escuché, de nuevo y por última vez, su canto de alborozo. Y

vi nuevamente aquel cuerpo amarillo, revitalizado por un distante y fugaz rayo de

sol. Observé a la Lluvia perderse en el firmamento, revoloteando, diluyéndose y

volviéndose una con la lluvia.

NEFTALÍ NAVA

México

Twitter: https://twitter.com/NeftaliNava6

Instagram: https://www.instagram.com/neftalinava1881/

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J

osé, escritor de postín de mediana edad y bajo nivel económico

comprobó su cuenta bancaria y se llevó una gran sorpresa: le habían

robado casi todo el dinero que le quedaba. Lloró un rato, pero luego

se repuso con resolución y fue a denunciarlo a la Policía. Se quedó sin

un euro. No era mucha cantidad, pero para él suponían los ahorros de

todo un año y eran los únicos que le quedaban. Había malgastado

mucho en sus años de vino y rosas. Ahora, tenía que conseguir un segundo

trabajo para poder volver a ahorrar: Era de los que tenía que reponer lo gastado;

quito de aquí y pongo de allá. Esta estrategia siempre le había funcionado. Pero el

problema era cómo pagar a los ilustradores de su nuevo libro. Les había

prometido una cantidad a cada uno y no podría hacerlo. No sabía qué decirles.

No le creerían la verdad. Pensarían que era una excusa. Sabían que muchos

escritores eran unos “ratas” y que se valían de su buen nombre para abusar de sus

colaboradores.

Les llamó uno por uno, a los tres. Les contó lo que había ocurrido. Y, tal

y como había previsto, ninguno le creyó.

El primer ilustrador en ser comunicado fue el más duro. Pero los otros

dos tampoco se quedaron cortos.

¿Te crees que soy tonto..? Otro escritor de postín me hizo una jugada

similar hace dos años…Ya no os creo a ninguno. Y lo peor es que ya tienes mis

dibujos.

El segundo se hizo la víctima.

¿Y ahora, cómo voy a llegar a fin de mes? ¿Qué le voy a decir a mi

mujer?

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Y el tercero le dijo que nunca más le llamase.

Estos dos también le habían entregado sus respectivos trabajos…

Los tres ilustradores, antiguos compañeros de la Escuela de Ilustradores

de Madrid, decidieron reunirse y comentar lo sucedido. Establecieron una

estrategia de venganza. Estaban rabiosos porque ya les habían timado otras veces

fruto de su buena fe con varios escritores que se las daban de guaish, pero, que en

el fondo, vivían de las puras apariencias.

El cabecilla del grupo contactó con José. Frente a un café en el lugar de la

tertulia que él dirigía, le dijo que sentían mucho lo que le había ocurrido en la

cuenta bancaria y que para compensarle el dolor por el dinero perdido le

proponían el siguiente trato: realizar nuevas y mejores ilustraciones para su libro, a

cambio de que les pagara cuando pudiera. Y él, muy agradecido y con lágrimas en

los ojos, accedió.

De modo que los ilustradores, llenos de rencor, se pusieron manos a la

obra y en un breve plazo inusitado de tiempo, le entregaron verdaderas obras de

arte.

¿Pero no son demasiado buenas vuestras ilustraciones para mi

modesto libro..?

José no salía de su asombro. Pero su vanidad le pudo y las aceptó todas.

Y de este modo, llegó el día de la presentación de la obra literaria. A ella

acudieron todos sus amigos escritores, alumnos, familiares y algunos artistas,

además de los tres ilustradores contratados por él. El aforo fue completo. Los

ejemplares para vender estaban situados en la mesita de entrada del local y, una

vez finalizado el acto, se vendieron casi todos. De repente, un comentario de uno

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de los compradores.

¡Qué maravilla de libro! ¡Qué ilustraciones! Es una obra de arte.

A este comentario, le siguieron otros y otros por el estilo.

En un principio, a José se le caía la baba por haber conseguido vender tal

número de ejemplares, sobre todo, en estos tiempos de crisis…Pero, pasadas unas

semanas, empezó a recibir llamadas de muchos de sus lectores.

Querido José, tengo que decirte que literariamente hablando, tu libro

deja mucho que desear. Es el peor de todos los que has publicado. Pero

artísticamente, es con mucho el mejor. ¿Quiénes son los artistas de los dibujos?

Quiero contactar con ellos.

A esta llamada, le sucedieron muchas similares. Y José comenzó a tener la

mosca detrás de la oreja. ¿Por qué le habían enviado las nuevas ilustraciones, si las

primeras ya eran buenas de por sí…?

Un lluvioso día de otoño, José estaba comenzando a escribir su nuevo

libro y le sonó el teléfono. Era el cabecilla de los ilustradores reclamándole el

dinero prometido.

¿Cuándo nos vas a pagar..? Ya ha llegado la fecha.

Es cierto, la semana que viene. Pero te voy a decir una cosa. El libro

solamente gusta por vuestros dibujos. No ha habido un solo comentario que se

haya referido a mis relatos, ni uno. Habéis realizado verdaderas obras de arte, pero

habéis destrozado mi literatura.

¡Ja, ja, ja! Precisamente, pretendíamos eso. Nos engañaste con el

cuento del robo de tu cuenta bancaria y nos vengamos.

¡No me lo puedo creer! Pero si fue cierto que me robaron y que me

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quedé sin un euro. Mira, la prueba está en que hago horas extra de camarero en la

cafetería de mi tertulia.

¡Qué vergüenza, José, qué vergüenza! Moderador de una tertulia

literaria reconocida, al tiempo que camarero. Tu honor ha caído por los suelos y

tu literatura, bajo tierra. Anda, páganos y olvídanos. ¡Mentiroso!

José colgó el teléfono lleno de furia y desdén por los artistas. Abrió el

ordenador, pinchó con el cursor la opción de las transferencias y les transfirió a

los ilustradores la cantidad prometida y… se volvió a quedar sin un euro y, acto

seguido, salió corriendo con el traje de camarero a trabajar ocho intensas y

agotadoras horas en el lugar donde, al día siguiente, desde hacía catorce años,

moderaba su tertulia de poetas.

IÑAKI FERRERAS

España

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104


B

ajé la vista y entre la ropa de los bañistas que se habían lanzado

al mar divisé el raído sobretodo de Feliu y la negra túnica de

Nani. Presentí que ya no los volvería a ver.

Después de visitar la Catedral de Barcelona y observar largo

tiempo al mendigo que yacía en su escalinata, regresé al hostel con una idea fija:

hacer una sesión de fotos del vagabundo y enviarlas a “Espacio turístico”, una

revista con la que trabajaba freelance.

A la mañana siguiente tomé la cámara, y partí a instalarme frente a la

iglesia.

Grande fue mi sorpresa al llegar cuando vi al vagabundo acompañado de

una mujer sin tiempo, envuelta en una larga túnica negra que solo dejaba ver sus

ojos.

Observé que se comunicaban en lenguaje de señas lo que me llevó a

pensar que quizás ella era muda.

Permanecí horas tomando fotos desde distintos ángulos, me deleité con

los primeros planos, intenté leer el enigma de la mirada de ella.

A mediodía él sacó de su bolsa un sándwich y lo compartieron.

En eso, unos chiquillos se acercaron y les gritaron: “Adéu Feliu, està la

téva nuvia. Nani, núvia de Feliu, núvia de Feliu”.

El mendigo les tiró un pedazo de pan que logré captar con mi cámara

cuando estaba en el aire; con carcajadas y empujones, los niños salieron corriendo.

Noté que mientras se desarrollaba la escena la mujer ocultaba su cabeza

entre los brazos.

Regresé al hostel con la idea de descansar para después ponerme a

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procesar las tomas en la computadora. Con una sonrisa pensé que la jornada me

había sumado una doble información ya que pude conocer el nombre de los

protagonistas y una supuesta relación aunque esto era más endeble.

Al atardecer, finalizada mi tarea, tuve la compulsión de volver al lugar

pero llegué en el momento en que ambos personajes partían. Me llamó la atención

comprobar que ella caminaba con dificultad, se balanceaba y arrastraba el traje

negro que la cubría. En ningún momento pude ver sus pies. Esa toma quedaría

para otro momento.

De regreso al alojamiento, el recepcionista me comentó sobre la fiesta de

plenilunio que se llevaría a cabo en la playa naturista El Prat de Llobregat distante

a dieciséis kilómetros de Barcelona.

—Es una fiesta que se celebra las noches de plenilunio durante todo el

año, —me dijo—, los nadadores van vestidos a la playa, se desnudan, ofrecen sus

prendas de regalo al mar y luego se bañan y cantan canciones que aluden a la luna.

Me entusiasmó la idea de ir aunque tenía en claro que no formaría parte

de la ceremonia pero sería un bocado nada despreciable para mi golosa cámara.

Esperé hasta cerca de la medianoche, me calcé el short y las ojotas,

colgué mi mochila al hombro y partí. Mi corazón palpitaba emoción.

Mientras esperaba el colectivo que me llevara al Prat, un auto con unos

jóvenes se detuvo y me invitaron a ir.

—¿Vas a la fiesta del Prat, muchacho?

—Sí, estoy esperando el bus.

—Ven con nosotros, será una noche muy intensa.

En el corto trayecto me contaron el significado del festejo, sus inicios, sus

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ritos y cantaron las canciones que ellos habían preparado para ofrendarle a la luna.

También me explicaron que debíamos caminar bastante pues la playa es muy

extensa y profunda, el mar está muy alejado pero el plenilunio atrae las aguas y la

marea sube en toda su plenitud y revuelca a los bañistas.

El reventón de una cubierta hizo que nuestro viaje se demorara y

llegamos al lugar pasada la medianoche.

Cuando arribamos, se veía montoncitos de ropa desperdigados a lo ancho

de la playa, del agua plateada salían risas y canciones.

De pronto, el mar creció de una manera inusual, una cortina de agua

empezó a avanzar hacia nosotros, los cantos se convirtieron en gritos. Alcancé a

ponerme a salvo. A mi lado, pasaron flotando las prendas archiconocidas y las

zapatillas rotas.

Escuché cómo una de las víctimas que se salvó de la avalancha de agua

comentó que vio emerger del torbellino un grupo de sirenas que daban la

bienvenida a una que iba abrazada a un hombre de pelo y barba ensortijados.

Ya no me quedó duda de la suerte corrida por ellos.

CLARA GONOROWSKY

Argentina

Blog: poesiadesdeelsentimiento.blogspot.com

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108


L

a iglesia Nodivursium era reconocida por dedicarse

exclusivamente a formalizar matrimonios en Troke. Lucía una

imagen deslumbrante, toda iluminada, cada santo muy bien

vestido, cada acorde donde era preciso.

No se trataba de un capricho de Sole la decisión de casarse ante los ojos

de Dezeus. Nadie en su familia ostentaba estado civil distinto al soltero y aquella

tradición le provocó un encabronamiento de mil demonios en cuanto tuvo uso de

razón. Sentía que, con el casamiento, brindaba una especie de retribución a la vida

por posibilitarle conocer las delicias y desmanes del amor en compañía de Elos.

Allí estaba, al pie del altar, risueña y poderosa. Relucía de blanco hasta las venas y

reservaba todo lo negro para el pelo y el pensamiento. Pies finos en tacones

pequeños eran puntos finales de piernas delgadas bien tonificadas. Al abrirse las

puertas de la iglesia, todos se voltearon cual miembros de una coreografía trillada

en largas horas de ensayos. Otra sonrisa fue motivo de calma en los corazones de

los volteados y un evangelio en extinción para el Santo Padre. Junto a este, Sole

no razonaba bien cuanto sucedía. El éxtasis le mantenía nublado el sentido. De

frente a la puerta, solo veía y entendía que allí, al final del pasillo estaba su

hombre. Sí, su hombre porque la boda era un anhelo suyo que no limitaba su

tierna posesión sobre él. Para Sole era una ilusión ser de las pocas trokianas en

formalizarse en santa unión y en Nodivursium. El esporádico servicio del

santuario disminuía la capacidad de autofinanciamiento para el mantenimiento del

edificio y las obras destinadas a conservar la estética corrían a cargo del diezmo.

Elos atravesó el pasillo recorriendo la distancia de la alfombra. Al final de

la travesía y al inicio de su vida matrimonial, se tomaron de las manos y se

109


miraron fijamente. Estaban saturados de un amor pegajoso y propio, resultado de

la mezcla de otros tiempos con los suyos.

El padre inició la ceremonia y el júbilo afloró en el rostro de los invitados

que se volteaban ahora de frente al altar. Disminuyó el volumen del coro, mas no

fue menos el embeleso embriagador. Cada palabra del padre y todo juramento de

los novios eran escuchados con atención.

—Puede besar a la novia —dijo el cura y fue todo lo que Elos necesitaba

oír para sentirse en medio de una dicha incontrolable que le enredaba la lengua y

entorpecía el oído.

Entonces la besó en un lapso que no se quebró ante el regocijo de las

terceras personas. Más tarde se marcharon a la luna de miel e hicieron del amor

un acto de blanda compenetración. Sole lo amaba, estaba desquiciadamente

enamorada de él. Sin embargo, al dormir, soñó con el Santo Padre.

LEDIHER ARMAS SÁNCHEZ

Cuba

Página WEB: elblogdelediher.wordpress.com

Colaborador de la Web: uncuadernoenblanco.com

Facebook: Lediher David

Twitter: @Lediher3

Instagram: lediherdavid

110


111


H

ugo corría sin descanso en las calles perdidas de la ciudad.

Sabía que debía salir de San Juan de Miraflores lo más

pronto posible, quizá de ese modo terminara su suplicio.

Aún se hallaba en la zona A, muy cerca del temido Parque

de la Hoya, al que pocos vecinos de la ruta llamaban por su nombre original:

Parque José Abelardo Quiñones. No. No necesitaba más problemas; los

drogadictos viejos y los vendedores campeaban a sus anchas a esa hora, a pesar de

que el toque de queda se había decretado a la 1 a. m. Miró su celular, se dijo que

había resultado una fortuna que no se lo olvidara en su vivienda; después de lo

ocurrido, ¿quién tendría cabeza para escapar con lo adecuado? Se lamentó. Sin

embargo, no había lágrimas en sus ojos. Su pobre mujer y su adorada hijastra…

Y ese bicho... ¿Qué diablos era? No debería existir.

Vio la hora: 1:30 de la madrugada. Aún le quedaba mucho camino, se

encontraba en la calle Genaro Numa Llona. No podía ir por Manuel Jaramillo ni

por Jesús Morales. De hecho, en el sitio donde se ubicaba en ese momento estaba

el peligro de toparse con un delincuente, de esos que acechan en cada esquina, ya

sea de noche o de día, en aquel golpeteado distrito, donde hasta la alcaldesa fue

encarcelada por corrupción. Maldita sea, ¿qué voy a hacer ahora? Al menos llevaba

una pistola, que había adquirido barata semanas atrás por medio de su vecino,

quien se dedicaba a robar en moto en San Borja y otros sitios pudientes. Le

atemorizó saber que aquel personaje tan cercano a él tuviera un objeto capaz de

quitarle la vida a otro ser humano. No importa, un arma es un arma, así me defenderé.

Era una Glock, contenía seis balas. Presentía que eventualmente habría de

utilizarlas.

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Ya llevaba media hora fuera de su domicilio, su pantalón marrón estaba

desgarrado, su camisa blanca estaba cubierta de sangre. Fue un milagro que

lograra escapar de esa cosa.

Había escuchado de niño, en su colegio, historias sobre ello. La mano

peluda que sale de la basura. Pensó que el concepto de «basura» era bastante amplio,

mas en ese caso resultó literal. Había una bolsa de desechos que olvidó sacar

afuera para que se la llevara el camión de recojo de desperdicios, y de ahí surgió,

ávida por devorarlo.

Ya había decidido irse por la avenida San Juan. Tomaría la Avenida Los

Héroes hacia el distrito de Santiago de Surco. Menos peligro para él. No obstante,

no dejaba de atisbar malandros caminando en la oscuridad apenas iluminada por

la luz lunar. Le pareció tonto que en los parques, donde se acomodaban los

fumones, sí reluciera la electricidad. Muchas de esas lacras poseían canes bravos

para amedrentar a sus víctimas o a quien osara invadir su territorio. Hugo sabía

que ese era su distrito, su hogar, pero esa noche el intruso era él y debía evitar ser

atacado a como diese lugar. Tenía que ahorrar balas por si el plan de alejarse lo

más posible no diera resultado. No para dispararle a esa aberración, sino para

ultimarse a sí mismo y eludir el cruel tormento al que sería sometido, mucho peor

que los que sufrieron Ada y la pequeña Adelina.

Empero, la suerte no estaba de su lado, ya que al salir a la avenida San

Juan (creyó que habría menos conflicto en un lugar abierto en vez de avanzar

entre calles) se topó con dos sujetos vestidos como barristas bravos, es más,

vestían casacas gruesas con el emblema futbolístico de un equipo al que odiaba.

Los ladridos del pitbull lo dejaron sordo unos instantes y no pudo

113


enterarse de lo que dijeron el par de tipos. Uno de ellos se le acercó, le dio un

cabezazo y, cuando Hugo cayó, le rebuscó en los bolsillos. El agredido sacó su

pistola, la cual llevaba en su cintura, sujeta a la correa, y le dio un tiro en la cara al

criminal. El otro se quedó estático. Soltó al canino que se iba lanzar contra Hugo.

El animal también recibió un proyectil, en el cráneo.

El segundo hampón quiso largarse, pero se tropezó con sus propias

piernas y un balazo en el corazón, cuando se dio la vuelta a mirar, acabó con su

vida. No pudo ni rogar. En su semblante inane Hugo notó cierta similitud con el

de su pareja fallecida y con el de la niña.

Adelina, oh, Adelina.

Hugo se puso de pie cuando las luces de la casa adyacente se prendieron,

no vio a nadie, mas se percató de que debía correr, sin parar, porque solo le

quedaban tres balas y menos tiempo. Dos ratas muertas atraerían más pericotes.

No solo eso, la policía rastrearía la zona.

No podía ni esconderse, debía avanzar, lo más lejos que su cuerpo

pudiera conducirlo.

No le importaba Ada, nunca la amó realmente. Solo le dolía el recuerdo

de la pequeña de siete años. No debió acabar así. Hugo se preguntó si existiría el

Cielo o el Infierno. Deseaba que Adelina se hallara en el Paraíso, aunque en su

hogar, donde vivió desde hace dos años, no eran creyentes. No importaba. Aquel

monstruo piloso no se fijaba en religiones, atacaba sin considerar edad o

condición social, era un ser amoral.

Una criatura obscena a la cual creía ver cada vez que miraba una bolsa de

basura. De un momento a otro, en tanto corría, imaginaba que un paquete negro

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se abría y salía la bestia. No. Tal vez esa cosa no era real, sino un producto de una

momentánea locura.

Ya estaba llegando a la avenida Los Héroes. Era el sitio más peligroso de

todo el distrito, pero qué más daba. Podría disparar al aire si veía grupetes

amenazantes, antes gritaría: «Fuera, conchesusmadres». No. No quería perder más

proyectiles. ¿Y si iba a la comisaría? Contaría su historia, a lo mejor así se hallaría

protegido. No, todavía no; veré qué ocurre con el paso de las horas, que amanezca, que

anochezca de nuevo, y sabré cómo proceder.

Estaba aterrado y agotado, no lograba dar un paso más. Lo peor es que

veía sombras pasar por el frente de la avenida. Había vagos, extranjeros

durmiendo a la intemperie, una que otra silueta femenina con un bolso. No lo

conseguiría a pie, tal vez si tomaba algo de aliento. Sin embargo, la suerte no le

duró porque escuchó el claxon de una patrulla. Intentó esconderse en un pasaje.

Por lo que dedujo, el vehículo estaba ubicado a un par de cuadras.

Además siempre hacían rondas. ¿Por qué lo buscarían a él precisamente?

Siguió caminando y un policía le apuntó gritándole: «¡Alto, no se mueva!»

Estaba perdido, lo había visto algún vecino y lo describió. Además no era

común otear en la noche a un tipo robusto, con el cabello largo y la camisa llena

de sanguinolencia que, al parecer, no secaba. El agente se acercó con mucho

cuidado y sonó su comunicador. Hugo aprovechó el descuido para dispararle en

el cuello. El guardián de la ley se desplomó como agua que es vertida de un balde,

se sujetaba la herida, pero su carótida se desangró rápido.

Hugo sintió un golpe en la nuca. Era una joven policía a la que consiguió

ver cuando se derrumbó de espaldas. Ella dudó entre doblegarlo o ir a ayudar a su

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compañero (que ya estaba muerto), pero Hugo la pateó en el estómago y le

disparó en el muslo izquierdo. La chica cayó sentada, gritando, perdió su pistola y

miró con odio al asesino. Él le dijo que no la mataría, que solo le quedaba un tiro

y era para él, que todo había terminado.

La muchacha se puso una venda que sacó de su bolsillo y le dijo que

mejor se matara, que todos lo estaban buscando, por lo que les hizo a las dos

féminas allá, en la pequeña casa de un piso de Valle Sharon. Hugo recordó, la culpa

la tuviste tú, Adelina, por ser tan linda, tan perfecta, por eso me emparejé con tu mamá, para

estar cerca de ti. Y, sobre todo, fuiste la culpable por tener la costumbre de levantarte a

medianoche; la mano peluda busca a los niños que hacen eso. Tú la trajiste, preciosa. Cuando

gritaste y tuve que estrangularte, tanto que te rompí el cuello. Tu madre vino a auxiliarte, pero le

clavé el cuchillo en el vientre. Ese día solo tenía que consumar mi acto y marcharme para siempre

de las vidas de ambas. Pero no pude poseerte, hermosa. ¡Porque ese demonio vino del patio!

La joven policía vio con horror como el pecho de Hugo se abría, antes de

que disparase a cualquier lado, y una enorme garra del tamaño de cuatro cabezas

humanas emergía para atraparlo desde el cráneo y jalarlo hacia adentro de sí

mismo hasta que no quedó nada de él.

A una dimensión de tortura, pues Hugo le arrebató su presa (la niña) a la

voraz entidad.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS

Perú

Blogs: https://el-muqui.blogspot.com/ - http://babelicus.blogspot.com/

Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas/

116


117


F

inalmente llegaron a Lourmarin. Era un pueblo tranquilo

situado en el valle del Luberon rodeado de un hermoso paisaje

lleno de verdes, ocres y amarillos en el que abundaban los

olivos, los viñedos y los almendros. Después de recorrer algunas

calles angostas y sinuosas, serpenteando a través de hermosas casas, plazas y

fuentes, el carruaje se detuvo frente al hotel que les habían recomendado. Se

sintieron aliviados al detenerse, el viaje había sido largo y movido, el carruaje,

aunque sólido, no era muy cómodo y del camino mejor no decir nada.

Nunca habían estado en este pueblo pequeño adonde habían decidido

quedarse un par de días para pasear y descansar de su viaje al este. Venían desde

Avignon, a unos cincuenta kilómetros, donde residían, y seguirían a Mónaco Ville,

donde vivía la prima de Marie, quien había tenido un bebé recientemente. Pronto

sería el bautismo y Marie había sido elegida como madrina. Alan estaba encantado

de acompañarla, la oportunidad de viajar, ver paisajes diferentes y conocer gente,

era para él como una puerta abierta a la vida, así que le sugirió a Marie un par de

escalas en lugares desconocidos para ellos, para caminar y conocer un poco la

Provenza. Ella aceptó, pero más que nada para complacerlo, se sentía un poco

impaciente por llegar a Mónaco Ville, ver al bebé, tenerlo en sus brazos y también

ver a su prima y hablar sobre su experiencia de embarazo y parto.

—Estoy exhausta, espero que las camas sean buenas en este hotel porque

necesito un colchón mullido.

—¿Para qué lo necesitas? —le dijo Alan con picardía.

—Solo descanso, me duele todo.

—Me das la razón, entonces, de quedarnos unos días, imagínate subiendo

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a un carruaje mañana en la mañana, en cambio al quedarnos descansarás y para

cuando tengamos que retomar el viaje te habrás olvidado de los saltos y subirás al

coche con más entusiasmo.

—Probablemente, pero ahora no me recuerdes el carruaje.

—Dejaremos descansar al carruaje y a los caballos, y caminaremos, quiero

ir hasta la iglesia que entiendo fue construida en el siglo XI, y el castillo que fue

construido unos siglos después.

—Ni de caminar tengo ánimos, realmente estoy cansada, mañana lo

discutimos.

—De acuerdo, ahora vayamos al comedor. Una buena cena nos hará

sentir mejor.

Cenaron unos deliciosos crêpes de verduras con salsa de champiñones

acompañados de una copa de vino blanco, y una crème brûlée para postre. Tal como

Alan había previsto, se sintieron mejor.

La pieza era agradable, aunque mínimamente amoblada. Lo principal, la

cama, ocupaba casi todo el espacio. Era de hierro forjado, pintada de blanco, más

linda que la que tenían ellos y menos ruidosa también, lo que agradó a Alan, ya

que pensaba que ella no se pondría mojigata diciendo que los iban a escuchar.

En un rincón había una mesa redonda con un despojador que tenía una

hermosa figura de porcelana blanca representando a una ninfa desnuda parada al

lado de un tronco. Cuando Marie hizo un comentario sobre la belleza de la figura,

Alan le dijo, riendo:

—Tú eres más linda, tu piel blanca sobre pura carne humana es mucho

más atractiva que una porcelana.

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—No me vas a comparar, Alan, con esa diosa del amor, además, la carne

es un poco impúdica.

“Eso es lo bueno”, pensó Alan.

Del otro lado de la cama había una cómoda chica, con varios cajones. Y a

los pies de la cama había una mesa con una lámpara de kerosene a mecha, muy

hermosa. El soporte, que incluía el tanque para el combustible, era de bronce

tallado, con arabescos, la tulipa tenía forma esférica, era de opalina color azul cielo

sobre la que estaban pintadas unas flores, el tubo de vidrio que cubría la mecha

era largo y sobresalía un poco de la tulipa. Nunca habían visto una lámpara así tan

decorada y tan alta.

—¿Cómo se apaga esto? —decía Alan.

—Baja la mecha —le sugirió Marie.

—No hay tornillo para bajarla, debe de estar debajo de la tulipa, pero está

muy caliente, y no puedo sacarla.

—No importa la lámpara, el cansancio me dormirá con o sin luz,

acostémonos.

A pesar de las intenciones de Alan se acostaron como siempre muy

arropados con sus pijamas abrigados.

Marie daba vueltas en la cama, era cómoda, pero su excesivo cansancio

no le permitía relajarse, y la luz, al contrario de lo que había creído, le molestaba.

Finalmente se levantó decidida a encontrar la forma de apagar la lámpara. Era

muy alta para que ella pudiera soplarla, debía de haber una capucha metálica o de

vidrio para tapar el acceso de aire por el tubo largo, pero no encontraba nada. Así

que finalmente se paró sobre el colchón tomándose del pie de cama y estaba

120


pronta a soplarla cuando Alan le dijo, riendo:

—Te ves hermosa. Sería mejor que te desvistieras antes de apagarla así

puedo ver tu figura y tu piel blanca como la porcelana de la diosa.

Ella se dio vuelta y rio con él. Pensó: “si quiero un bebé voy a tener que

quedar embarazada”.

—Me desvestiré, sí, —le dijo, y se sacó primero el camisón debajo del

cual quedaba su muy elaborada ropa interior, el corsé-sostén moderno, de

algodón, sin piezas duras, y unos calzones que cubrían medio muslo y llegaban

más arriba de la cintura. Le dio pudor seguir desvistiéndose así parada al pie de la

cama frente a Alan y entonces le dijo:

—Ahora te toca ti.

Él, encantado, se quitó su camisa de algodón grueso y dejó a la vista su

pecho con bastante vello.

—Quizás tengas razón Alan, en una pieza de porcelana no pondrían el

pecho de un hombre con vello, y a mí me gusta.

Él se sonrió, y se acercó a ella a terminar de desvestirla. Primero le quitó

el corsé, dejando sus pechos al aire, pero ella los cubrió enseguida con sus brazos,

y luego los calzones largos con puntilla. Ella miraba para otro lado, siempre se

ponía tímida cuando quedaba desnuda, entonces, él la tomó en sus brazos, la

acostó y tapó con la sábana, alejando las frazadas al pie de la cama. Después de

sacarse él su pantalón de pijama y su calzón, se introdujo entre las sábanas con

ella, y la abrazó. Ella cobijó su cabeza entre el pecho y brazo de él.

—Hace frío —se quejó.

—Tonterías, ven más cerca, mi calor te abrigará —le dijo Alan—, ahora

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mírame.

Marie levantó la cabeza, lo miró, se miraron y despacito comenzaron a

besarse.

Esa noche se amaron apasionadamente como las primeras veces y

quedaron tendidos disfrutando el cuerpo anestesiado, insensible a las rugosidades

de las sábanas, al frío. En medio de ese relax placentero Marie se durmió y Alan

quedó mirando su piel de porcelana blanca y pensando qué bueno que era un

cambio de contexto en su relación marital, que este viaje sería realmente una

puerta abierta a la vida.

PATRICIA LINN

Uruguay

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123


L

a vi entrar a la Estación de Ferrocarriles y buscarme con la

mirada. Cuando me vio dejó escapar una sonrisa que

contrastaba con el miedo y tristeza de su rostro. Detrás de ella

entró ese infame hacendado que nos miraba con odio. A su

lado estaban los matones fuertemente armados.

Sabrina había estado con ese hombre siniestro desde que prácticamente la

raptó de su hogar familiar siendo una adolescente y la llevó a su hacienda.

Permaneció bajo su yugo varios años hasta que consiguió escapar y comenzar una

nueva vida.

Yo la conocí porque trabajaba de moza y limpieza en el bar a donde iba a

almorzar en mi descanso del trabajo, en una fábrica cercana. Primero nos hicimos

amigos, y luego tuvimos una hermosa historia de amor. Fueron solo unos meses,

pero tuvieron la intensidad de una vida.

Hasta que el siniestro hacendado dio con ella. A mí me golpearon sus

matones en la calle dejándome maltrecho. No supe de ella por varios días, hasta

que recibí una carta indicándome el día y la hora en que podíamos encontrarnos

en la Estación.

—Debo regresar con él —me dijo—. Mi madre está muy enferma y

amenaza con quitarle el seguro si no lo hago. Tiene el poder para hacerlo. Sin los

medicamentos morirá. Mis hermanos trabajan en una acopiadora de granos de la

que es socio. El mayor tiene una familia que mantener, el menor paga sus estudios

con ese trabajo. No puedo dejar que los eche a la calle. Solo me concedió cinco

minutos para que me despidiera. Me lleva a sus campos en el otro extremo del

país para alejarme de tu presencia.

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La acaricié dulcemente en el rostro mientras a ambos se nos abrillantaban

los ojos:

—¿Podrás perdonarme? —me preguntó.

Yo la abracé tiernamente.

—Tu no eres la culpable aquí —le dije mientras miraba con odio a ese

hombre que parecía regodearse de arruinarnos la vida.

No naturalizo las injusticias. Deseaba acercarme y golpearlo furiosamente

hasta matarlo. Pero sabía que sus matones, los mismos que me atacaron, portaban

facones y armas de fuego. No tenía posibilidad y solo daría más sufrimientos a

Sabrina.

Antes de despedirse acercó mi mano a su cintura:

—Le haré creer que es suyo —dijo—, pero es nuestro el hijo que llevo en

mi vientre. Cuando crezca le diré que su padre no es un malvado señor feudal,

sino el amor de mi vida. Esa será mi venganza.

No solo sería una venganza, sino también era una esperanza de

reencuentro. Las injusticias no pueden durar por siempre. Supe inmediatamente

que volveríamos a estar juntos. Ya se acerca el día en que los obrajes arderán, y los

explotadores serán quemados en las hogueras que crearon.

LUCIANO ANDRÉS VALENCIA

Argentina

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126


L

evanta la mirada.

Es lo único que puede incorporar desde el suelo donde yace.

Enfoca los ojos en el rostro de su enemigo hoy victorioso. Lo

ve instalarse en la altura del triunfo para celebrar en la media

noche extendida sobre la calle desierta. Ambos saben que muchos atestiguaron la

lucha desde la sombra. De seguro ya se cobran apuestas, pululan traiciones,

renacen odios y se pronostican combates por el arribo del nuevo líder de la

pandilla alzado sobre las hojas secas del otoño y los ladridos de los perros

omnipresentes. Es claro también que nadie responderá con veracidad cuando

lleguen paramédicos, periodistas y policías para investigar el crimen e iniciar los

interrogatorios entre todos los habitantes cercanos al enfrentamiento.

Las excusas irán como cada vez que alguien es sorprendido in fraganti del

“no conozco a nadie en el barrio” hasta esconderse en el sueño, los niños, el

cansancio y el miedo; sin dejar de mencionar la música arraigada en los corazones

para enmudecer a los posibles delatores.

Afuera resuenan cumbias y canciones gruperas en profunda

reverberancia. Pareciera que todo el vecindario tocara las mismas piezas, pero

iniciadas en distintos momentos. Entre los acordes dispares y coincidentes como

en una fuga de Bach, el caído se esfuerza en mantener sus ojos en la visión del

rival que detiene la danza y los contoneos arrítmicos.

Encandilado sucumbe ante el contacto visual establecido a su pesar.

Titubea cuando pregunta con tonos sincopados.

—¿Qué tanto me miras si ya te moriste?

Sabe que al hablar demerita su victoria, por contradecir sus propias

127


recomendaciones donde siempre manifiesta que el ganador debe tomarlo todo y

nunca demostrar clemencia, pues se gana y se pierde en silencio tal como debe

ser.

No logra evadirse de los ojos clavados más allá de las propias órbitas

oculares. Escupe con desprecio al caído y nota que la saliva no puede ir más allá

de los labios. Ve el hilo espeso que regresa pendular hasta estrellársele en la boca.

Agita la cabeza con asco para espantar las náuseas que lo invaden. Los efectos del

último golpe encajado se manifiestan apenas. Un coágulo desprendido del hígado

ya se incrusta en un vaso sanguíneo del lóbulo frontal.

El hombre balbucea palabras ininteligibles, mientras el lado izquierdo del

cuerpo se deforma y deteriora. No puede controlar los espasmos que lo deforman

como si los huesos hubieran desaparecido.

Babea ante la mano retorcida e inservible.

Enmudece.

El tendido a media calle sonríe antes de morir.

Los espectadores abuchean el colapso del supuesto triunfador. Lo ven

derrumbarse junto a quien creía haber derrotado. Antes de perder el

conocimiento nota una sonrisa frente a él. Surge debajo de unos ojos que se

cierran para siempre.

El muerto se va en paz tras saber que el otro experimentará una agonía ya

manifestada cruel y sin límite de tiempo como en la Arena Coliseo, el embudo de

la colonia Lagunilla dónde aprendió el golpe prohibido que ni siquiera el

Cavernario Galindo se atrevió a emplear contra El Santo, el Enmascarado de

Plata, su detestado rival, en los días en que el atleta más salvaje de la lucha libre

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mexicana era el ídolo de un niño pequeño y belicoso que con frecuencia se colaba

en los vestidores y en los entrenamientos para aprender los secretos del pancracio.

Las artimañas prohibidas por los códigos de honor que nunca respetó cuando

tuvo la necesidad de combatir una y otra vez en el vecindario.

Las sirenas ululan más allá de los caídos y los aullidos de los perros. Se

aproximan hasta confundirse con la música estridente que solo desaparecerá poco

después del amanecer.

JOSÉ LUIS VELARDE

México

Página web: Literatura Virtual

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130


“Entonces dijo Dios: Sea la luz. Y hubo luz.

Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas”.

—Génesis 1, 3-4, La Biblia de las Américas.

E

xiste una parábola taoísta sobre un granjero y su hijo. El

sentido final de esta es la reflexión, trata de que las cosas que

suceden no son buenas ni malas, simplemente son. Me

explico: el relato comienza cuando el caballo del granjero

escapa, pero luego regresa con una docena de caballos salvajes, sin embargo,

mientras el hijo intenta domar esos caballos se rompe una pierna, pero al día

siguiente vienen los militares a reclutar a los jóvenes para la guerra, el hijo del

granjero se salva debido a su lesión. Y así continúan pasando eventos a los que

nosotros podríamos dar alguna connotación positiva o negativa. Algo similar me

pasó a mí cuando quedé ciego a los ocho años.

Comenzó con fotofobia. Me molestaba la luz que se filtraba por el vidrio

del auto. Mis ojos empezaban a lagrimear y se mantenían así por minutos. Aún

recuerdo el llanto de mi madre cuando llegamos a la casa después de ver al

oftalmólogo. Glaucoma. Uno muy agresivo. Cada día veía un poco menos.

Bastaron tres meses para que se apagaran las luces. He hablado con ciegos de

nacimiento, ellos, a diferencia de mí, dicen que no pueden ver nada, el

oftalmólogo me explicó que es el equivalente a tratar de ver con el codo. Yo, en

cambio, estoy en penumbra todo el tiempo. Sumergido en la más completa

oscuridad. Durante años odié mi ceguera. Recuerdo que lo primero fue dejar de ir

a la escuela. Fantaseaba con eso antes, hasta que se hizo realidad, entonces se

convirtió en mi mayor fuente de desdicha. Primero mis amigos me visitaban cada

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semana, luego cada mes, luego me descubrí armando Legos con mamá. No podía

ver a las personas, pero sentía la lastima en su voz cuando hablaban conmigo. Mis

primos me evitaban, como si mi ceguera se les fuera a pegar. Cuando cumplí diez

ya tenía ideas suicidas. Quizá lo hubiera hecho, de no ser por lo que pasó después.

El tiempo da y quita, con el tiempo uno puede ver el plan. Hoy, doy gracias a

Dios, al cielo o a quien quiera que sea el responsable de dar esperanza a los

malditos. Porque gracias a mi condición sigo con vida y, gracias a ello, tengo la

oportunidad de salvar a la humanidad.

Ayer soñé con mi madre. Con el tiempo he olvidado el rostro de las

personas, pero me he esforzado por mantener el de mamá. Con sus dientes

blancos, la frente amplia y la nariz delgadita. Soñé que me cantaba mientras

acariciaba mi cabello. Los últimos días, antes de perder la vista, me compuso una

canción.

Hoy mi niño entra en la noche,

pero no perderá su luz,

pues el corazón brilla con amor,

y yo viviré en él… y yo viviré en él.

Mi madre murió hace quince años. El día que ellos llegaron.

La noticia de que una nave espacial sobrevolaba Texas conmocionó al

mundo. Estuve pendiente de aquella transmisión. Mamá dijo que quizá era otra

pantalla de humo, de esas que les gusta sacar a los gobiernos en tiempos de crisis.

Se desplegaron cientos de militares, equipo terrestre y aviones de caza. Todo esto

lo supe gracias a las narraciones de los periodistas, ya que para entonces tenía tres

años sin ver. La nave tenía el diámetro de un estadio de béisbol. Esa misma

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mañana descendieron otras cinco de dimensiones similares.

Recuerdo cuando el reportero dijo que las compuertas se estaban

abriendo, mamá me había hecho hot-dogs y estaba sentada a mi lado siguiendo la

transmisión. Escuché el sonido de vidrio al romperse al mismo tiempo que se iba

la señal de televisión.

—¿Mamá?, ¿estás bien?

Me agaché para buscarla. Mientras palpaba el suelo sentí una herida en mi

mano derecha, me había cortado con uno de los vidrios. Cuando encontré su cara

lo supe. Pero me quedé con ella, le llamé, le rogué, la moví y luego me acurruqué a

su lado.

Aún no sé cuánto tiempo permanecí así, si fueron horas o un día

completo. Fue el sonido de un megáfono el que me hizo ponerme en pie. Estaban

pidiendo a los sobrevivientes reunirse en la alcaldía, permanecer con la vista en el

suelo y bajo ningún motivo levantar la cabeza. Me engañé pensando que iría por

ayuda para enterrar a mamá, aunque en mi corazón presentía que jamás iba a

volver.

Los llamaron los Fulgentes; al día de hoy desconocemos si son

extraterrestres, criaturas de otra dimensión o siquiera si son seres vivos. Sabemos

que no duermen, no defecan y no estamos seguros si comen o no. Emiten una

intensidad luminosa de tres millones de candelas, muy superior a la del Sol. El día

de su llegada eliminaron a poco más de dos quintos de la población mundial. El

siguiente mes comenzaron a desplegarse por todo el planeta. Lo que ocasionó que

comenzáramos a vivir bajo tierra. Hoy vivimos en Duniápolis, situada debajo de

los antiguos países de Brasil, Bolivia y Paraguay.

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Con el tiempo la gente se dio cuenta que los ciegos teníamos una ventaja

sobre el resto de la población. Podemos pasar junto a los Fulgentes sin peligro, ya

que estos no atacan físicamente a los seres humanos. Muchos comenzaron a

sacarse los ojos. Hoy, solo “los científicos” conservan el sentido de la vista. Me

hice amigo de ellos, cuando tenía catorce me escabullía a escuchar de lo que

hablaban, cuando me descubrieron Vanya me dio un mp3 con quinientos

audiolibros de lo más variados desde Los Tres Mosqueteros hasta El universo elegante.

¡Qué gran invento los audiolibros!, que junto con el braile permitieron que

subsistiera la cultura.

Cada año los Fulgentes esparcidos por el mundo comienzan un

peregrinaje a Texas, al punto donde aterrizaron, permanecen ahí las veinticuatro

horas del 21 de diciembre y luego vuelven a esparcirse. (Es importante que lo

mencione, apreciable lector. Posiblemente se esté preguntando, ¿qué hay de los

animales?, ¿los fulgentes también los eliminaron? Y me temo que la respuesta es

ambigua. Hemos encontrado animales sin vida, muertos sin ninguna señal de

lucha, lo que nos dice que el poder de los invasores les afecta también. Pero de

alguna manera los animales e insectos han sabido resguardarse y evitar contacto

con estos seres. Estimamos que hay entre diez y veinte mil Fulgentes

deambulando por todo el planeta. Por lo que incluso “los científicos” pueden salir

de vez en cuando a tomar el sol).

Les estaba comentando sobre el plan. Ahora mismo me encuentro a tres

kilómetros de su punto de reunión anual. Vanya y los otros han trabajado

jornadas de dieciséis horas todos los días desde que les conozco. Todo con un

objetivo claro: eliminar a los Fulgentes.

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A medida que me acerco puedo escucharlos. Hacen el sonido de un foco

encendido. ¿Qué no hace ningún sonido?, sí que lo hace, pero necesitas tener

desarrollado el oído para poder escucharlo. Es energía, tenue, disruptor. Ese

sonido multiplicado por miles es casi intolerable. Apenas puedo escuchar mis

pensamientos. Aun así continuo avanzando, mi bastón me ayuda a evitar chocar

con un edificio o caer en algún pozo. La mochila que cargo en mi espalda

contiene un acelerador de partículas, uno en miniatura. Cuando lo encienda creará

un agujero negro del tamaño de una moneda que, después de setenta y dos

minutos se consumirá a sí mismo. Una buena porción del planeta quedará

devastada. ¿Qué hay de mí? Pues moriré con ellos. A mis veintiséis años no

conocí más amor que el de mamá. Logré hacerme de unos cuantos amigos y

encontré sentido y fuerza en la literatura. Soy feliz, porque en unos minutos podré

vengarme. Porque le daré esperanza a la humanidad.

Hoy mi niño entra en la noche,

pero no perderá su luz,

pues el corazón brilla con amor,

y yo viviré en él… y yo viviré en él.

Canto mientras programo la máquina. Aquí termina mi grabación. Hágase

la oscuridad.

J.R.SPINOZA

México

Facebook: https://www.facebook.com/escritorspinoza/

Instagram: @winchesterrudy

Twitter: @r_spinoza

135


136


E

sta historia tiene lugar en muchos lugares, aunque podría

parecer que sucede en Argentina. Esto es en los años sesenta

más o menos. La protagonista Norleo.

Ella, una mujer alta, bella, de pelo negro. Una piel blanca

como la porcelana, y una suavidad inexplicable. Tendría unos veinte y tantos años.

Vivía con su madre, Mindaer, su padre Colani, y su hermana a la que le llevaba

diez años. Su hermana, pobrecita, no había heredado ni la altura ni la belleza de su

hermana, y entonces, por eso solamente, ya la celaba. Su nombre es Lena, o

Tamar o Nuelama. Tenía tantos nombres como caras. Norleo era una belleza por

fuera y por dentro, solo quería dar amor y recibirlo, sufría cuando esto no era así.

Norleo tenía varias personas en su vida que no tenían el mejor interés

para su existencia. Empezando con Nestoer, que luego la conoce, se casa con ella,

pero porque se enamoró de lo que él pensaba que ella era, y no por lo que ella era

en verdad. La otra piedra, su madre, Mindaer, que le controlaba hasta lo más

mínimo de su existencia. Lo que vestía, lo que pensaba, a quién amaría. Mindaer

no quería a Lena, nunca la quiso tener, por eso se la regaló a su madrina cuando

nació. “Al menos hasta que termine de amamantar, ya no lo aguanto”. Y Lena, se

vengaría de esto. Terriblemente, ocupándose de un post operatorio de su madre y

dejándola morir.

Norleo era médica obstetra, y para médica era una modelo. Cada vez que

entraba en un cuarto no había persona que no la mirara. Era una luz, una belleza,

un ser especial. Era feliz ayudando a mujeres a tener hijos, pero no era feliz

cuando su madre la forzó a hacer abortos para ganar más dinero porque esto era

ilegal y rendía mucho dinero.

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Norleo existía lo mejor que podía y sabía que no estaría mucho en este

mundo, pero el poco tiempo que estuvo hizo lo mejor que tenía a la mano. Hizo

todo. Le cerraron las puertas, le dijeron que no, no la dejaron ser.

Norleo no tenía porqué existir más. Solo que luego de su casamiento en

1969, quedaría embarazada, tendría una hija en 1973 y ella se moriría en 1975,

dejando a la niña, Nadia, sola.

Norleo, según muchas de las personas que la conocían, era una de las

personas más bellas no solo por dentro sino también por fuera. Dicen que cuando

entraba en una habitación todo el mundo se daba vuelta, como que no había

escapatoria para su presencia, como si el aire se llenará del humo de su alma y que

todo a su alrededor se encantara por sus pasos, por el sonido de su voz, por el

movimiento de su cuerpo y el de sus manos. “Tu mamá era un ángel”, decía Lena

como con una ironía celosa. Lena odiaba a Norleo. Pero era su hermana mayor,

tenía que ocultarlo. Y no era para menos que la odiara, ya que la genética había

hecho que Norleo ganara todos los sorteos de la lotería y Nena quedase con los

peores. Lena no le llegaba ni a los talones a Norleo ni físicamente, ni

espiritualmente. Lena, mitómana, mentirosa compulsiva, mentirosa patológica,

embrollera, quilombera, celosa, dañina, mal augurio, sentimientos encontrados y

muchas cosas más. Su karma primero: el no parecerse en nada a su hermana.

Segundo, siempre haber estado a su sombra aún después de su muerte. Su otro

karma, su compañero de vida, que no merece ni que lo nombremos en este

cuento. Una persona desagradable, siempre gritándole, siempre tratándola mal,

siempre criticando, un príncipe azul.

Lo cierto es que el día antes del parcial de medicina (porque Lena y su

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novio Llermogui de ese momento) estaban estudiando para ser médicos y

Norleo, siendo médica, ayudándoles, y se tomaron un té todos juntos. Al menos,

esta es la versión de Lena, que como sabemos, mucho no se le puede creer, pero

convengamos que esto es cierto. Norleo se prepara un té, va a la cocina donde

Lena y su novio estudiaban, se despide como cualquier otra noche, no hay una

despedida emotiva ni nada. Todos se van a dormir, pero, con el problema de que

al otro día, al levantarse, supuestamente la encuentra su madre, Mindaer, ya

desmayada, con una nota en el brazo que decía: “Aquí se termina la vaca lechera”.

Entre este día y el día que falleció, supuestamente, hay una semana, Norleo fue

internada y, al parecer, se recuperó pero luego terminó con un edema de pulmón

y una traqueotomía, con lo que el final de su vida fue inminente. Un día triste. Un

24 de diciembre. ¿Quién muere un 24 de diciembre? Un día de mierda para

morirse de verdad. Justo el día que nace Jesús, Norleo nos deja. Y la vida de

muchos jamás sería igual. Su brazo decía “acá se va la vaca lechera”. Qué

interesante que la muerte de alguien pueda influenciar tanto en la vida de otros,

así como Jesús murió por todos nosotros para perdonarnos nuestros pecados,

Norleo murió para atormentar la vida tanto de su madre y su padre, como la de su

esposo, que jamás, y repito, jamás, se recuperaron de esta tragedia. Se hicieron

juicios, se demandaron, se pelearon por la tenencia de Nadia. Lastimaron a Nadia.

Todos. Norleo la primera, por abandonarla y supuestamente dejarla en manos de

personas que la iban a cuidar mejor que ella. Qué poco sabía de lo que iba a pasar,

qué tragedia tan enorme, que una mujer tan hermosa y tan preparada y con tanto

por delante, se quite su vida, solo para seguir el deseo de los demás, las demandas

de los demás, y hasta cierto punto, hacer feliz a su hermana, porque quizás si ella

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no existía alguien se fijaría en ella. Pero esto tampoco ayudó, porque Lena siguió

siendo la misma porquería de siempre. Perdónenme mis queridos lectores, que no

sea más positiva en este relato pero realmente esta es una familia de mierda y la

saga continúa. Es tan increíble, tan pero tan increíble, la falta de empatía, la falta

de cariño, la falta de muchas cosas: la envidia, los celos y las ganas de joder a otros

que tenía que escribirlo. Hay mucho encerrado y mucho que no se sabe. Pero no,

Norleo está aquí con nosotros, contando esta historia a través de estas palabras

ella puede decir lo que verdaderamente pasó y aunque muchos no crean que las

personas que ya no se encuentran aquí físicamente pueden volver en forma de

espíritu, y contar lo que les pasa, pues van a tener que empezar a creer.

El mensaje es claro, ustedes son todos unos egoístas, a nadie le importa

el otro más que su propia historia, somos egoístas y somos posesivos y nos

interesa solamente nuestro propio ser.

Nadia quedaría a la merced de cualquier persona que tuviera la

disposición de cuidarla porque nadie se hizo cargo de ella, Nestoer se escapó un

día con la pequeña para que no viviera la fe de su madre. La palabra utilizada fue

“se escapó”, yo no entiendo por qué un padre se escapa con su hija, si es tu hija.

Pero así decían que se escapó y fue a golpear a la puerta de sus ocho hermanos

que uno a uno le dieron vuelta la cara, hasta que una sola persona, una sola abrió

las puertas: Lenae. Ella tenía hijos grandes, ya en sus cuarenta, según dicen,

accedió a tener a la niña porque tenía los medios económicos para hacerlo. Como

si se tratase de una transacción o de comprar un perro. Tenía ya cuatro hijos de

apellido español, era hermana de sangre del padre de Nadia. Su esposo jamás

aceptaría a la niña en la familia. Nunca la quiso. Para él era un gasto, nada más.

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Cuando estaba sentada en la mesa comiendo, la ignoraba. Hacía de cuenta que no

existía. Esas cosas que no se hacen y menos a una niña pequeña, la cual no tenía

familia. Nestoer estaba muy deprimido, no aparecía por la casa donde Nadia vivía,

y lo criticaban por irresponsable. Especialmente el señor jefe de casa para el cual

Nadia era solamente un gasto extra.

Para volver un poco el tema de Norleo, sabemos que su medio de

ingresos erá hacer abortos. También la venta de niños, por lo cual le quitaron el

título y casi no se lo devuelven, hubo una suspensión momentánea. Su madre se

convirtió en enfermera para ayudar con las labores. Tengamos en cuenta que el

esposo de Norleo estaba completamente en contra de los abortos y

supuestamente le ponían pastillas para dormir en la comida y en la bebida para

que no molestaste, para que los abortos fueran hechos con tranquilidad. Había

fetos tan grandes que había que ahogarlos porque para que fuesen abortados

primero había que hacer el proceso de parto y después de los cuatro meses, el

parto es vaginal.

Mindaer, la madre de Norleo, era una bruja. Supuestamente quemaba

fotos de familiares y de Nestoer.

Una familia de inmigrantes en un país de inmigrantes que traían consigo

costumbres, ideologías y formas de ser que quizás no eran tan compatibles con lo

local, como todo inmigrante poniendo sus frustraciones en los hijos para que sean

mejores para que salgan adelante, para que aprendan el idioma bien y que tengan

profesiones para, de una manera, salvar a la familia.

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Cuánto daño puede hacer una familia a sus miembros, cuánto daño

puede hacer este pequeño culto que le hacemos a la conexión genética de unos

con otros. Así como en la tierra somos un teatro de egos, también actuamos de

diferentes formas de acuerdo a la relación que tengamos con la otra persona y

siempre llevamos con nosotros lo que hemos aprendido de niños a sobrevivir a

sobrellevar. El que ha vivido con mentira no cree en nadie, el que ha vivido con

muerte cuando pierde alguien no llora. El que ha sufrido tanto trata de no sufrir

más. Somos víctimas de víctimas. Estamos aquí para aprender, para no cometer

los mismos errores y sin embargo hemos trabajado en nuestros programas que

nos hacen repetir una y mil veces lo mismo.

Como en un infinito de repeticiones en una danza de egos en donde no

despertamos, a menos que nos pase algo que nos haga despertar.

No creo que nadie tenga que morir para hacernos dar cuenta de nada. No

gracias. Sin embargo, la muerte de Norleo fue un tatuaje álmico, que jamás

pudimos sanar. Nadia.

DIANA RUGGIERO

Argentina / Estados Unidos

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E

Para inti

stuvimos juntos unas horas, apenas una noche. Cenamos

unas papas fritas y tomamos una cerveza, luego otra más.

Sostuvo mi mirada unas cuantas veces y sonrió siempre,

tomó mi mano y nos acariciamos la cara. El resto del tiempo

dejó que recorriera suavemente su piel con mis besos, pidió que me quedara a

vivir en su cuello y que la abrazara hasta el amanecer.

La relación de ella con el dolor era tan privada como lo sería conmigo.

Nunca pude confesarle la angustia que me perseguía. Todo lo que nos pasaba, y

no decíamos, sería determinante en el futuro.

Me vió alejarme por la avenida con la resaca del sol naciente, y ahí

comenzó nuestra historia de amor truncado.

FEDERICO ROMAIRONE

Argentina

Instagram: fede.romairone

Twitter: vivoenbares

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N

unca pensé que mi acción pudiera tener tales

consecuencias. Me llamo Pinki. Ese el nombre que me

puso mi ama, Laura. Soy un gato callejero, sin más, con

rayas como los tigres. Llevo en esta casa desde antes de

que ella naciera. La verdad es que era el rey de la casa hasta que apareció él. Él

tuvo la culpa de todo.

Cierto día llegó a casa un objeto extraño. Lo trajeron tapado con un trapo

negro. Yo oía algunos ruidos metálicos. No pude apartar los ojos de eso y cuando

lo destaparon no era ni más ni menos que una enorme jaula con un pájaro dentro.

¡Qué alegría me llevé! Un pájaro. Un manjar. Toda la familia corrió a decirle

tonterías al pajarito que yo imaginaba en mi tripa.

Poco a poco me fueron dando de lado. No querían que me acercara al

bicho alado. Para colmo le pusieron Piolín. Se pasaban las horas muertas

diciéndoles cosas para que las repitiera y cuando le salía algún ruidito, enseguida

decía, «ha dicho papá», «no, ha dicho mamá» y así días y días. Y yo desde el sillón

los miraba con los ojos muy abiertos y sin decir nada. Solo pensaba en lo rico que

estaría Piolín.

Después del episodio de entrenamiento vocal, pasaron al adiestramiento

de vuelo. Lo sacaban de la jaula. Intentaban que fuera con ellos, que les diera

besitos, que se les posara en el dedo y chorradas de esas. Eso sí, yo tenía que estar

en otra habitación. Quizá fuera porque el primer día casi lo engancho de un

zarpazo.

Pasé unas semanas muy triste. Ya solo me hacía caso Laura por la noche,

cuando le volvían a poner el trapo al pajarraco.

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Ayer toda la familia salió de casa y dejaron a Piolín suelto en el comedor y

a mí, en la cocina encerrado. Yo lo oía cantar feliz por estar en libertad. Cada vez

me ponían más nervioso sus trinos agudos e incluso sus intentos de palabra. Sin

dudarlo me lancé contra el picaporte de la puerta de la cocina y, ¡oh milagro!, se

abrió de par en par. Ahora solo me faltaba abrir la del comedor. Esta era más

fácil, ya que lo había hecho muchas veces.

Di dos potentes saltos y conseguí flanquear la puerta. Ya estaba dentro.

En cuanto el animalito me vio presintió lo que le iba a pasar. Me miraba y piaba.

Creo que de miedo. Incluso vi como se hacía caquitas. Y comenzó a volar de un

lado a otro. Yo lo seguía con la mirada y cuando se me acercaba, saltaba a ver si lo

cazaba. Tanto voló el tonto del pájaro que al final, quizá fatigado, midió mal el

lugar de aterrizaje y se pegó contra un mueble. Cayó desmadejado, como un saco.

Esa era la mía. Me acerque con sigilo. No se movía. Le di un golpecito con la pata.

Nada. Llegué a pensar que estaba muerto. Hubiera sido un fastidio. Pero no, no

estaba muerto. De repente abrió los ojos, me miró asustado e intentó escapar

volando. Eso era lo que estaba esperando. Lo alcancé con las zarpas y me lo llevé

a la boca. Un montón de plumas y de sangre caliente del animalito llenaron mis

bigotes. Lo dejé muerto sobre la alfombra y fui a beber agua. No se iba a ir a

ningún sitio. Mientras estaba en la cocina, llegó la familia. No veas el grito que

pegaron cuando vieron al animalito amarillo pintado de rojo y un montón de

plumas por el suelo.

Se lo llevaron al veterinario. Si me hubieran preguntado, les hubiera dicho

que no hacía falta que se gastaran el dinero: el bicho estaba muerto y bien muerto.

Regresaron al cabo de media hora. Tristes y abatidos. Parecía que se les

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hubiera muerto el gato. Los tres me pegaron una bronca enorme. Laura lloraba

por el pajarito muerto. Me decía. «Pinkí, eres un gato malo» apuntándome con el

dedo.

Salieron al jardín, cavaron un hoyo y lo enterraron como si fuera

necesario. Lo podían haber tirado a la basura y ya está. Pero no, le hicieron un

enterramiento casi de jefe de estado.

Laura y sus papás lloraban desconsolados mientras enterraban al perico.

Y yo pensaba, «si llego a saber que les iba a afectar tanto, me lo como con

plumas y todo, y después digo que se ha escapado».

MANUEL SERRANO

España

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