Edicion 02 de Noviembre de 2022
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Opinión
8 Miércoles 2 de noviembre de 2022 Diario Co Latino
Sociología y otros Demonios (1,132)
Sociología del tacto: la conciencia se toca (2)
René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)
Yendo de lo tangible a lo simbólico
de las relaciones sociales en las que
la piel es elemental, podemos
afirmar que el tacto es un brujo
infalible que nos transporta a
través del tiempo que hemos sentido
en poros propios. El roce de
una piel tersa e inédita me empuja
a la primera novia y a mis juegos
de pelota en el atrio de la iglesia
abandona de Ciudad Delgado. Otras
sensaciones que se combinan en la dura cotidianidad,
o en la levedad de la nostalgia,
convierten al corazón en un potro desbocado
cuyo galope tiene de sufrimiento y tiene
de alegría. La piel es un demonio desterrado
que se venga del cuerpo y, al mismo tiempo,
es un demonio bueno que invoca a la memoria
para que la conciencia social surja y
triunfe sobre la inconciencia.
Ciertamente, para unos, para quienes no
podemos olvidar, la piel evoca recuerdos
que desplazan a los olvidos debido a que las
presencias ganan la partida. Como ser social,
recordamos a partir de la necia sucesión
de rozamientos que nos ponen en contacto
con los otros y con la realidad: la extraña
textura y temperatura de cuando perdimos
la inocencia en una calle sin testigos,
ni nombres propios, ni penicilina; los
colmillos del torturador en la cárcel clandestina;
el calor de los brazos de la familia
orando por los frijolitos a tiempo; el frío
del confesionario del domingo que olía a
Publicación de la Sociedad Cooperativa de Empleados de Diario
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131 AÑOS INFORMÁNDOTE CON CREDIBILIDAD
incienso de pecado carnal. Esos eran tocamientos
santos y olorosos que nos invitaban
a ser mejores seres humanos. Y es que,
literalmente, nuestra piel es capaz de sentir
el aroma de las noches de los días festivos
que forjan nuestra conciencia social,
caricia a golpe, porque ésta entra
por los poros y hace tangible, como
si fuera propio, el dolor de quienes
viven en la miseria más inhumana e
hiriente. Y entonces comprendemos
que la conciencia sólo es posible en las
relaciones sociales piel a piel, ya que las
presencias son las que le dan razón de ser a
nuestra esencia.
La casa, la calle, la iglesia, la escuela y
la universidad son los lugares de encuentro
de los cuerpo-sentimientos, y son, además,
los territorios privilegiados para sembrar
y cosechar recuerdos dérmicos que permanecen
a flor de piel en el imaginario hasta
el día que morimos. Todos recordamos,
como algo cercano y real: la textura indecible
de las manos milagrosas de la abuela curándonos
la calentura; la firmeza del lápiz
con el que dibujamos nuestra primera gatita;
la densidad tibia de la sangre del compañero
que fue masacrado en la calle a plena
luz del día de la nocturnal dictadura militar,
sangre que se convirtió en parte orgánica
de nuestra conciencia utopista; la viscosidad
fría del engrudo blanco con el que, a
solas y en silencio, pegamos nuestros recuerdos,
negramente cívicos, en la boca de una
urna mentirosa colocada, adrede, bajo el inclemente
sol de una calle desolada; el cosquilleo
de las gotas de sudor que, una a una,
bajan por el cuerpo después de jugar al futbol
por las tardes o trabajar, sin descanso,
en la fábrica sin horas extras. Seguramente,
todas las casas y escuelas y calles y universidades
tienen la misma textura inconfesa en
el imaginario de la piel y en la piel del imaginario,
pues ésta es una forma de memoria
pactada con la conciencia a partir del ser social
y, por eso, perduran más allá de sí mismas
para que nosotros no seamos los mismos…
ni lo mismo.
Lo elemental de lo anterior (en torno a
la afirmación de que la conciencia se toca
por ser producto exclusivo de la presencia)
es que la piel es una de las fronteras (la más
grande) entre los hechos y la memoria, y entre
la agonía ajena y la conciencia social, y
la única visa que necesitan las dos para traspasar
esa frontera es la de tramitar el roce de
los cuerpos y autenticar la constancia de los
sentimientos mutuos a través de la socialización.
El dolor físico y el orgasmo dérmico
-que no son más que una escandalosa protesta
o un grito de júbilo del sentido del tacto
al saber que hemos sido invadidos por otro
-o por lo otro, que es la realidad- son condiciones
de la conciencia social simbólicamente
recíprocas o enfrentadas. Las buenas experiencias
en la piel corresponden: a las caricias
carnales, fraternales o medicinales que
recibimos en el tú a tú de las relaciones sociales;
a los roces inéditos con las personas
cotidianas, incluso las que no conocemos;
y al choque áspero en el transporte público
con los otros que se levantaron temprano.
Incluso el dolor que, diariamente, nos hace
sentir el salario mínimo que derrotamos en
el mercado se siente bien porque evoca un
buen recuerdo: el recuerdo de la intimidad y
de saber que no estamos solos… situaciones
con las que aprendimos a ser ciudadanos.
Entonces, los significados de las sensaciones
en la piel son una construcción social con la
que construimos la conciencia.
El dolor, el placer y el recuerdo de ambos
-decodificados como significado cultural
que es tangible e intangible- están mutua
e íntimamente determinados, y se ocultan
en el fondo de nuestro almario todo el
día, todos los días, debido a que la conciencia
que mana del tocar es el faro de nuestro
comportamiento individual y colectivo,
de modo que nuestra presencia en las calles,
las casas, las universidades, las escuelas, etc.
es elemental para que seamos personas con
conciencia social y con noción del bien social
y de lo social, pues en eso consiste básicamente
la socialización… y la educación no
puede ser tal sin ella por una razón imbatible:
también se aprende con la piel.
Afirmar que la conciencia se toca -y que
somos tocados por ella- es otra forma de decir
que, sin las relaciones sociales, piel a piel;
sin la cotidianidad signada por las presencias
de las que habla la sociología, estamos
condenados a perder nuestra esencia humana
y seremos un apéndice de la tecnología.