EL NARRATORIO ANTOLOGIA LITERARIA DIGITAL_ NRO 81 NOVIEMBRE 2022

Antología de cuentos de autores de habla hispana Antología de cuentos de autores de habla hispana

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO

ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL

AÑO 7 NRO 81 — NOVIEMBRE 2022

ISSN

2591—3123

Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder

Imágenes:

Pixabay Freepik

PXHERE PEXELS

Copyright:

EL COPYRIGHT DE LOS CUENTOS PUBLICADOS PERTENECE A SUS

AUTORES, QUIENES RESPONDEN ACERCA DE LA AUTORÍA Y

ORIGINALIDAD DE LOS MISMOS.

Bajo Licencia Creative Commons Atribución—NoComercial—

SinDerivar 4.0 Internacional

Director y Propietario:

Federico A.Marongiu

Propiedad Intelectual:

N° de Registro 5.348.677

En la Web:

WWW.ELNARRATORIO.COM.AR

www.issuu.com/elnarratorio

E—mail:

elnarratorioblog@gmail.com

elnarratoriodigital@gmail.com

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ÍNDICE

ETÉREA FRIDA SÁNCHEZ 7

LA CORBATA AZUL GILBERTO MIRAMONTES 12

LA TAZA GABRIELA LEMA CAJAL 16

MUDANZAS MARINA GÓMEZ ALAIS 20

UN SUEÑO EN NÁPOLES OSCAR PEÑAFIEL 23

VARELITA MARCELO MEDONE 31

ERROR DE PRINCIPIANTE LEOPOLDO TILLERÍA

AQUEVEQUE 39

EL LLAMADO DEL SOL JONATHAN OCMIN GÁSLAC

45

EL ARQUERO QUE NO ATAJABA PENALES

GUSTAVO VIGNERA 52

LOS CULTIVOS OSWALDO CASTRO ALFARO 59

PARICIÓN EN TIEMPOS DE SEQUÍA CLARA

GONOROWSKY 63

FLOR ETERNA SAMANTHA NIÑO PARDO 66

UN CAMINO HACIA EL PAíS DEL SOL CARLOS

M. FEDERICI 73

BALBI, LA MONJA INSACIABLE IÑAKI

FERRERAS 80

OTRA LUCIANA ELSA BONZO SUÁREZ 85

CITAS VERÓNICA GONZÁLEZ CANTÚ 87

EL PODER DE LA ORACIÓN REYNALDO BERNAL

CÁRDENAS 92

El MITO DE NAIKALA AZUCENA G. ROBLERO 96

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UN BUDA ROJO FRANCISCO SALVI 100

PARA CAMBIAR A CUALQUIER PERSONA JOSÉ A.

GARCÍA 104

A UN MUNDO DESCONOCIDO CARLOS ENRIQUE

SALDÍVAR 108

DE SIETE Y MEDIO JUAN ROGELIO 114

LIZBETH J.R SPINOZA 117

DÍAS DE CARNAVAL FRANCOIS VILLANUEVA

PARAVICINO 121

HIJO DE LA NIEBLA LAIA LEÓN SERRÁN

127

EL REGALO DE RUBÉN PATRICIA LINN 133

TIEMPO ERNESTO MÓNACO 138

MAR ABIERTA, TORMENTA NEGRA NURIA DE

ESPINOSA 141

EN EL RÍO MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

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-¿M

e escuchas? ¿Puedes oírme?

Etérea se sienta al borde de la cama y

gime. Cada mañana hace lo mismo,

porque no sabe hacer otra cosa. El frío

de la habitación le enchina la piel

húmeda. En el silencio de ese espacio

árido, de paredes blancas y luces densas, comienza a escucharse una

voz holgada; ella agacha la cabeza, pues siente que ese ente la

observa desde todos los ángulos.

—¿Me escuchas? ¿Puedes oírme? —Vuelve a escuchar a la

voz. Los gestos de su cara comienzan a deformarse hasta convertirse

en una sonrisa irónica y grandota —¡Qué manías dices! —grita en

medio de la nada y acomoda sus enormes nalgas en la cama.

La mujer, cuyo cabello es gris y ha perdido fuerza por el paso

de los años, siente cómo algo crece dentro de su cabeza, como un

fuego furioso que se enciende dentro suyo hasta envolverla. Detrás

de las paredes del cuarto 567, escucha un golpeteo seco y firme que

le agobia la mente. Ella, agotada, cierra los ojos y se sueña a sí

misma.

Se mira con el cabello rizado y húmedo. Joven, con la piel sin

manchas ni arrugas. Está semidesnuda en un baño de paredes

blancas, con la toalla cubriendo la mitad de su cuerpo. Se mira al

espejo, la piel blanda y fresca, un cuerpo nuevo, como un bolillo

recién hecho, previo a entrar al horno para salir tibio y crujiente.

La mujer le canta a su reflejo y baila un soliloquio que apenas

alcanzan a percibir sus oídos. Con los ojos cansados, se mira las

rodillas, medio rojas por los golpes y las caídas; se mira las

pantorrillas chuecas, los dedos de los pies, deformes; ese aspecto que

ha tomado su cuerpo, medio desaliñado, torpe, le recuerda a su

madre y le provoca enojo.

Sube la mirada un poco y entonces mira sus muslos, repletos

de cicatrices viejas, blanquecinas, en las que el vello no volvió a crecer

porque aunque el tiempo logró cerrarlas, jamás pudo borrarlas.

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Etérea, por dentro sufre. Se sienta en el borde del WC y gime. Cada

día hace lo mismo, porque no sabe hacer otra cosa más que mirar su

reflejo en el espejo y tumbarse a sentir las lágrimas del pasado.

En medio de sus sollozos, aprieta los ojos hasta quedarse

dormida y se sueña con el cabello despeinado y las piernas

descubiertas.

Ella, mucho más niña, danza en su habitación, sola y

desesperada, en un intento por evitar que la voz ataque de nuevo.

La muchacha baja a la cocina y lo destroza todo, en un

arranque de esa furia que emerge de sí misma y que la condena.

Levanta un trozo de vidrio roto de lo que alguna vez fue una taza y lo

aprieta entre sus dedos hasta sentir cómo le brota la sangre.

Sube las escaleras con prisa, sin hacer pausas y entra a su

habitación de nuevo para mirarse al espejo. Ante ella, está un cuerpo

joven, limpio de cicatrices. Tan puro que le provoca repugnancia.

—¿Me escuchas? ¿Puedes oírme?

La voz la turba desde la espalda, entonces oprime el vidrio

sobre sus muslos y raspa. Con fuerza, corta la carne hasta dejarla al

rojo vivo. Aquel dolor autoinfligido la impacta, pero es como destapar

una coladera sucia de la que salen más y más ganas de arremeter

contra su piel, hasta dejarla bofa.

El dolor es tan fuerte que se queda muda de llanto. Suelta el

trozo de vidrio y se deja caer sobre el piso. Ahí, sentada en el borde

de los mosaicos, se mira al espejo y se recuerda de niña, una pequeña

con el cabello dorado y pecas en los brazos.

Observa su cuerpo diminuto, en medio de un mundo lleno de

cuerpos gigantes que con pisadas centelleantes le piden que guarde

silencio, que no hable, que no exija; que no llore.

Recuerda todos esos gritos que le machacaron el alma, los

golpes a su infantil mente y el miedo a lo desconocido. Incapaz de

poder enfrentar aquel dolor, dejó que el vacío se instalara en su

pecho, pero era tan grande ese sufrimiento que le pesaba la vida

entera.

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Podía sentir cómo ese hueco le ocupaba tanto espacio en el

pecho que la dejó encorvada, con las piernas chuecas y endebles,

tanto, que ante sus propios ojos lucía deforme e incompleta.

Así fue que la niña, un día de aquellos, cuando su imaginación

era enorme y no percibía aún el peligro, se miró al espejo turbada y

decidió que detrás de ella, caminaría siempre un ser que sería más

fuerte, más mortífera y más decidida que ella.

Aquel ser suyo, hecho de sí misma, diría todas las palabras

que ella no se atrevía a pronunciar, tendría toda esa valentía que a

ella le faltaba y luciría, por supuesto, más estilizada que ella, tendría

las piernas largas y esbeltas, sin esa curvatura en la espalda que a

ella le hacía cargar el peso de su propia existencia como si llevara a

todos los fantasmas de la tierra sobre sí. Miraría al mundo con ganas;

sería fuerte y viviría por ella, todo eso a lo que Etérea no se atrevía

nunca.

Creció entonces su tulpa de la misma manera en la que creció

ella, conforme maduraba su mente. Siempre que la necesitaba,

estaba detrás de ella, como una sombra gemela.

Etérea, sentada en el borde de la cama, se mantiene muda en

la habitación silente; escucha en el vacío a aquel ser repetirle:

—¿Me escuchas? ¿Puedes oírme?

Ella abre los ojos y asiente. Mueve la boca tantas veces hasta

convertirla en una sonrisa descompuesta y macabra. Afuera de su

cuarto, escucha los gritos de los demás pacientes.

Desde el borde de la cama suelta sus brazos contra las

paredes blancas, hasta hacer un hueco enorme, casi tan grande como

el que se le formó en el pecho de niña. Siente los brazos cansados,

pero no se permite dejar de golpear.

Entonces, suelta un trancazo tan fuerte que retumba hasta el

techo; una vena le explota en la cara y gime. Así, envuelta en sus

sollozos, la mujer se queda dormida y sueña, eternamente, que su

cuerpo, que yace en un charco de sangre, por fin descansa.

Su tulpa, que ahora ha tomado una forma más humana, mira

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dormir a Etérea desde el lado opuesto de la habitación, y engullendo

los últimos pedazos de la cordura de su creadora, sonríe.

FRIDA SÁNCHEZ

México

Twitter: @frida_san24

Instagram: @elsasanchez684

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12


M

ario Chino Sarmiento nació en una barriada de

Manantay, al oriente de Perú. Su hogar era de

paredes frescas a causa de sus tabiques desnudos,

y de piso firme de adoquín. O lo que pretendía serlo,

porque eran en realidad piezas de ladrillo sólido,

acomodadas en algún tiempo con mucho esfuerzo y cuidado por su

padre. El techado era bastante más modesto, ya que no alcanzaba

para una losa de concreto. Lo cubrían láminas de esas que les llaman

galvanizadas, acomodadas a dos aguas y que armaban todo un

concierto dentro de la casa cada que se venía un aguacero.

Mario fue el segundo hijo, después de Jesús, quien le llevaba

tres años. A pesar de la diferencia de edades, o quizá justo por ella,

fueron siempre muy unidos. El hermano mayor era al mismo tiempo

el modelo a seguir y el protector. Pobre de aquel mocoso que se

atreviera a meterse con el pequeño, porque se armaba el chongo y le

llovían golpes.

El oficio de su padre Juan era albañil. Esto lo aprovechaba

para mantener su casa un poco mejor de lo que alguien que no lo

fuera habría podido, con tan pocos recursos. La casita de Mario de

hecho resaltaba de las demás de su calle. Por los vistosos colores de

sus paredes exteriores, y por el tono marrón del impermeabilizante

que su padre retocaba cada dos o tres años. María, su madre,

mantenía el interior siempre limpio y ventilado. Además, sus dulces

de membrillo envueltos en hojas de bijao y sus bastones fritos de yuca

eran conocidísimos en todo el barrio.

Cuando Mario cumplió cinco años y Jesús ocho, su padre les

regalo una corbata a cada uno. Las corbatas representaban para

Juan un sueño y una promesa a la vez: él se imaginaba a sus hijos

adultos, vestidos elegantemente. Quería que fueran algo distinto, algo

más. Se los imaginaba Ingenieros, Abogados, Médicos. La corbata de

Jesús era de color verde intenso, como esmeralda, y la de Mario, azul.

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Pero nada dura para siempre y entonces llegó la tragedia.

Cuando Mario tenía seis añitos, su padre no regresó más. Fue

arrollado por un camión urbano, en el primer tramo del trayecto que

recorría siempre en bicicleta, regresando del trabajo. Al quedar viuda,

su madre empezó a trabajar de afanadora en los negocios cercanos.

Luego también preparaba comida para vender. Aun así, no pudo

conseguir que Mario y Jesús siguieran en la escuela. Agobiada por la

carga económica, se juntó con un albañil, compañero del difunto

Juan. Todos ellos conocían muy poco al innombrable, quien resultó

ser el completo opuesto: un tipo borracho y abusivo a quien todo el

dinero que ganaba no le alcanzaba para llenar su barriga de cerveza.

Este tipo, de cuyo nombre nadie quiere acordarse tuvo un efecto

nocivo en María. Las retahílas de los miércoles a sábado eran

constantes; llegaba a traspiés y despotricando, vociferaba con su

aliento hediondo a cigarro y a alcohol, exigía dinero a María para

seguir la parranda.

La casita se empezó a deteriorar, con goteras por todos lados

y un olor a humedad. María también cambió con sus hijos: se volvió

irascible y violenta. Los golpeaba con el cordón de la plancha

dejándoles gruesos verdugones en sus pequeñas espaldas.

Gritándoles, reclamando que hayan nacido y deseando que también

se hubieran muerto. Mario se consolaba por las noches abrazando la

corbata azul que le regalara su padre, hasta quedarse dormido.

Un día, cuando Mario tenía diez años, Jesús tampoco regresó.

Sintió entonces que le faltaba el aire, que las láminas del techo se le

venían todas encima, haciéndole cortadas que le partían el corazón

en lugar de la piel. Escribió una breve nota a María: «Cuídate mamá

¡beso! ¡Besitos! Yo sé que me amas, que me quieres. Pero lo siento

mamita.» Tomó la corbata azul, amarró un extremo al techo de la

cocina, se la puso en el cuello y se colgó.

Cuando María regresó a casa, encontró el cuerpecito frío

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meciéndose de la viga principal. Lo bajó con mucho cuidado para

recostarlo en su cama y salió apresurada al mercado. Cuando

regresó, lo bañó y le arregló el pelo. Le puso una camisa nueva que

acababa de comprar, abrochando todos los botones de forma que no

se notaran las marcas de su cuello. Le dio un beso y se fue. Nadie

volvió a saber nunca más de ella o de Jesús.

GILBERTO MIRAMONTES

México

Facebook: https://www.facebook.com/gilberto.miramontes.3

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16


E

ran costumbres. De años. Se llevaba una taza de algo

al escritorio. Podía ser café, café con leche. Con cuatro

o cinco cucharaditas de azúcar. La leche, en polvo. El

café, cargado.

Las tazas fueron variando. Se rompían, optaba por

otra, le regalaban alguna.

Buscaba que el tamaño fuera generoso. Que cupiera la

cantidad exacta de café o de café con leche.

No tenían, por lo general, platos que hicieran juego.

Las tazas, las de los bazares comunes y corrientes, hacía años

que venían solas. Tazas huérfanas. Entonces, buscaba platos

acordes, en el cristalero, donde se guardaba esa vajilla especial, la de

antaño, la que venía completa, elegante, con flores ribeteadas en oro.

No combinaban la taza y el plato, pero el plato era

indispensable, por ejemplo, para apoyar la cuchara, o alguna

galletita, o la servilleta doblada en triángulo.

Otra costumbre era tirar en la taza ya vacía, la servilleta que

había usado hecha un bollo, o algunos papelitos inútiles…

En realidad, la taza nunca estaba vacía del todo, siempre

dejaba un fondo de la infusión que se había servido. A veces, era más

que un fondo dibujando el círculo de la taza. A veces, era un cuarto

de taza, incluso.

El café se enfriaba. O el café con leche se enfriaba.

Era inútil que sucediera lo contrario.

No podía sentarse a beber de la taza tranquilamente. Dejaba

la taza cuando estaba con el líquido caliente recién servido, y ese era

el argumento perfecto para ir a hacer otras cosas.

No solía ni podía quedarse quieta. Siempre encontraba cosas

para hacer. Mientras, el tiempo pasaba y el contenido de la taza se

iba enfriando gradualmente.

A veces, bebía el líquido ya casi frío. Era desagradable, pero lo

bebía apenas un poco más, como una ceremonia de gratitud y

reconocimiento. No desperdiciar, pensaba. No llevar la taza al

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fregadero para terminar tirando todo bajo el chorro de agua caliente.

Aquella tarde, con impecable previsibilidad, dejó la taza y fue

al baño a buscar un trozo de algodón y la botellita de quitaesmalte.

Porque siempre le había molestado verse las uñas desprolijas. Por

ejemplo, con el esmalte saltado. Así como no toleraba tampoco verse

las uñas sin pintar.

Llevó los elementos junto a la taza, destapó el frasco de

quitaesmalte y embebió generosamente el trozo de algodón. El

esmalte que iba a quitar era de buena calidad. No salía fácilmente.

Había que pasarlo y refregarlo con fuerza en cada uña de cada dedo.

Lo hizo con afán perfeccionista. Dejó el algodón usado en la bandeja,

junto a la taza. Cerró el frasco de quitaesmalte. Empezó a leer sus

correos electrónicos. Luego fue a las redes sociales. Buscó en la web

datos de una serie española que acababa de ver. Quería saber el

nombre de un par de actrices. Tiró el trozo de algodón usado en la

taza. Se embebió del resto de café con leche y se hundió poco a poco.

Siguió yendo y viniendo. Se subió a una silla para hurgar en

la parte alta del placard, buscando cosas. Se bajó de la silla, se calzó

las chinelas que se había sacado antes. Nunca se subía a una silla

sin sacarse antes las chinelas.

Volvió al escritorio. Era una pena dejar ese café con leche sin

beber, aunque seguro que ya estaba frío. Pero el contenido era mayor

al que solía dejar. Tomó la taza, menos que tibia bajo sus dedos, y lo

bebió rápidamente, sin pensar. Tragó de una sola vez el líquido,

mientras en una fracción de segundo alcanzaba a divisar un fondo de

algodón marrón y aplastado en el fondo de la taza.

En la misma fracción de segundo, notó el sabor del alcohol,

del ácido, de la glicerina y las proteínas de seda que anunciaba la

etiqueta del frasco de quitaesmalte.

En la misma fracción de segundo, deseó que ese largo trago

desandara su camino, que subiera a su garganta y trepara por la

campanilla y la lengua, que pasara entre los dientes y chorreara hacia

afuera por sus labios, que se escurriera por la barbilla y goteara por

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encima de la superficie del escritorio.

Pero nada de eso sucedió. El líquido repugnante, frío, mezcla

de café y náusea y terror ácido, bajó veloz por su garganta y así cayó,

pesado y determinante, en el interior de su estómago.

En la misma fracción de segundo, pensó que aquello era el

final.

Se sentó tiesa en la silla del escritorio. Fijó la vista, con

desesperada obstinación, en los datos de la pantalla de la

computadora.

Quería leer los nombres de las actrices que habían trabajado

en la serie española.

GABRIELA LEMA CAJAL

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/gaby.l.cajal

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20


C

uando miro la casa que queda cruzando la calle, un

escalofrío me recorre el cuerpo. Cambió de dueños

demasiadas veces. Suficientes como para imaginar que

allí dentro, algo malo pasa.

Ahora está deshabitada. Así vacía, la siento como una

amenaza. Me perturba que en el piso superior, hayan olvidado abierto

el postigo de una ventana.

Esta nueva obsesión es culpable de mi insomnio. Noche tras

noche, me prometo no quedar en vela vigilando la fachada, mientras

mi sospecha, crece hasta alcanzar estatus de certeza: algo va a

suceder muy pronto.

Una fuerza superior a mi voluntad me obliga a espiar detrás

de las cortinas. La luz de la calle choca contra los muros y dibuja

sombras inquietantes. Hay ratas caminando en la penumbra, saltan

por las cornisas y trepan los desagües de zinc. Sin embargo, sus

movimientos ágiles no me confunden con lo que yo espero que se

manifieste de manera inminente. Sé que la voy a ver. La constancia

es una de mis fortalezas.

De día, paso por la puerta y levanto la vista. La hiedra del

muro se secó, es otro de los indicios. Escucho crujidos que provienen

del interior. Los maderos normandos cruzan el frente en secuencias

de equis, sospecho que la seriación no es casual, sino que guarda

una clave secreta.

Esa no será otra noche más de guardia. Pasará lo inesperado.

Parada detrás de la ventana de vidrios repartidos, descubro

mi propia figura espectral. Cruzamos una mirada unánime y

pensamos horrorizadas, que no es físicamente posible estar en dos

lugares al mismo tiempo. Desde la casa deshabitada, veo con espanto

estallar los vidrios del ventanal de mi cuarto y mi cuerpo volando a

través del marco, hasta reventar en la vereda como un mazacote de

carne y de sangre.

Todavía con la mirada fija —quizás en una última

exhalación—, persiste mi obsesión enfermiza con ese maldito postigo

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abierto, de par en par, y me observo aterrada como la nueva habitante

del chalet vecino.

Cada vez que ocupaban la casa, lo que más me intrigaba era

la ausencia de mudanzas previas.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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23


-S

oñé contigo anoche, estábamos en Nápoles.

—¿Por qué Nápoles?

—Qué se yo, es un sueño, supongo que se me quedó

en la cabeza el otro día cuando vi una película, Fue

la mano de Dios, ¿la viste?

—No, pero si es otra cuestión de Maradona o de fútbol, no me

interesa mucho en verdad. No sé cómo siguen poniendo a ese gallo

tan en alto, después de todo lo que se ha sabido de su vida, el huevón

era bueno para la pelota no más, tremenda gracia.

—¡Pará ahí! ¡No te metás con El Diego che! ¡No te metás con el

fúbol! No, no es una película sobre Maradona, o sea tiene mucho que

ver con Diego Armando y su llegada al Nápoles, pero más allá de eso,

es una película hermosa, con una muy bella fotografía de la ciudad,

yo creo que por eso me quedó y tuve el sueño. Podríamos verla en la

tarde

—Buena idea. Ahora cuéntame del sueño.

—Sí. Bueno, caminábamos por Nápoles…

—¿Has estado en Nápoles?

—No. Te dije que debe haber sido por la película.

—¿Y cómo estás tan seguro de que era Nápoles?

—¡Pero qué importa eso! Capaz que ni haya sido realmente

Nápoles, pero es mi sueño, y nosotros estábamos en Nápoles. ¿Sigo?

—Dale, sigue.

—Bueno, al principio caminábamos por ahí, no tengo muy

claro ese momento inicial, pero de pronto estábamos en un roquerío,

como a la salida de un túnel o de una caverna. Estábamos sentados

ahí, debe haber sido mediodía…

—¿Cómo sabes que era mediodía?

—Es un sueño, esas cosas nada más se saben.

—¿Y es importante que haya sido mediodía?

—No sé si es importante, pero por algo lo recuerdo. Es lo que

siento del recuerdo, así voy armando el relato de mi sueño.

—Se te puede haber ocurrido ahora.

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—¿Tiene alguna importancia eso?

—Querría decir que no me estás contando tu sueño, sino que

estás inventado un relato tuyo, a partir de un sueño.

—De todas formas, el sueño es un relato mío, y ahora te

cuento lo que recuerdo, ¿o hay algún relato que sea cien por ciento

fiel al hecho?

—O sea, una cosa es construir un relato sobre algo. Otra cosa

es agregarle de tu cosecha en el camino, y entonces ese algo ya es

cualquier otra cosa y, tratándose de un sueño, sería bueno que

intentes contar lo que realmente soñaste, no que te pongas a inventar

un cuento a partir del sueño. Te apuesto que ya estás pensando en

cómo escribirlo.

—No puedo saber qué fue lo que realmente soñé, ni qué es lo

que le estoy agregando. Y sí, siempre pienso cómo escribir. ¿Quieres

que te lo cuente?

—Cuéntamelo, solo trata de no inventar.

—Bueno, sigo. Estábamos sentados en este roquerío, un poco

apartado de la ciudad, que se veía a lo lejos. De pronto te miraba, y

éramos escolares, estabas con jumper, yo con camisa blanca y

pantalones grises, nos estábamos fumando un pito en las rocas,

cagados de la risa…

—Nosotros no nos conocimos de tan chicos, y no estoy segura

de que en Italia usen ese uniforme escolar.

—No me está gustando la broma de la interrupción. ¡Es un

sueño!

—Ya, no te enojes, tápame mejor que hace frío. Ven, abrázame

fuerte.

—Me gusta tu cuerpo pequeñito.

—Y a mí tus manos grandotas. Sigue.

—Dale, pero no más interrupciones.

—¡Prometido!

—Estábamos ahí riéndonos y, de pronto, nos sacábamos la

ropa y nos metíamos al agua. El agua estaba muy rica, nos

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hundíamos, nadábamos, nos tirábamos agua, nos reíamos mucho.

El sol te pegaba en la cara y las gotas que te recorrían generaban un

reflejo intenso, tus ojos brillaban enormes. De pronto, te pusiste de

espaldas a flotar y te alejaste, nadando suave. Yo intenté nadar y

alcanzarte, pero a pesar de que braceaba con todas mis fuerzas, no

lograba avanzar ni un centímetro. Tú me mirabas, te alejabas, me

sonreías. Te despediste, desapareciste.

—¡Cómo desaparecí!

—Así no más, desapareciste. No estabas en ninguna parte,

desapareciste en medio del mar, entre las rocas y la ciudad que se

veía al otro lado de la bahía. Yo me quedaba ahí, sin entender qué

pasaba, solo sentía el ruido del mar golpeando en las rocas, y

empezaba a hundirme, me refugiaba en el silencio ruidoso del fondo

del mar. No sentía pena, sentía una calma enorme.

—Cómo no sentías pena, si yo desaparecía.

—Pero es un sueño.

—¡No te rías! Te pasaste, cómo tu sueño puede terminar

contigo sintiendo una enorme calma después de que yo desaparecía

en medio del mar.

—Todavía no termina.

—Ojalá mejore. Voy a hacer café, ¿quieres?

—Pero queda sueño aún.

—Vamos a la cocina, me lo cuentas ahí. Aprovechemos que a

esta hora llega un poquito de sol, ¿me prestas tu polerón?

—Dale, yo paso al baño y voy.

—Yo lo preparo por mientras.

—Qué rico huele ese cafecito. ¿Sigo?

—Sí, obvio. Mira, piqué estas frutitas también.

—¡Exquisito! Bueno, de pronto aparecíamos caminando en

medio de la ciudad. Ya no éramos niños. Tampoco éramos viejos, no

sé, unos cincuenta años o más.

—¡Viejos po!

—Viejos sería si tuviéramos setenta o algo así. Teníamos

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cincuenta, éramos personas adultas.

—¡Y viejas!

—Gente adulta... Sigo

—Viejos… Sigue

—Bueno, caminábamos por unas calles de piedra, muy

estrechas. Edificios a ambos lados, con balcones, ropa muy colorida

colgando de hilos que cruzaban los balcones. Puros clichés de una

imagen típica de Nápoles…

—De cómo te imaginas Nápoles, nunca has estado ahí.

—Pero he visto imágenes.

—En una película.

—En varias películas. Y he leído novelas que suceden en

Nápoles.

—Pero nunca has estado ahí.

—Cierto, pero era Nápoles en mi sueño, eso es seguro, aunque

podría ser cualquier pueblo o ciudad del Mediterráneo. Pero en el

sueño, era Nápoles.

—No sé para qué sueñas con Nápoles o el Mediterráneo, si lo

más seguro es que nunca en tu vida puedas ir allá. Por qué mejor no

alguna playa del litoral, como la otra vez cuando estuvimos en las

rocas en El Tabo, ¿te acuerdas? Esa tarde fue para mí un sueño.

—Pero este es un sueño real, no una realidad de ensueño.

Estoy escribiendo un cuento que tiene mucho que ver con esa tarde

en El Tabo, ahí puedo tomar decisiones. Pero, ahora te estoy

contando un sueño. Cuando termine el cuento te lo muestro y me

haces sugerencias, le damos vueltas, le hacemos cambios, como

siempre. Pero este es el relato de un sueño, ya está ahí, ya fue escrito,

yo solo lo estoy contando.

—Deberías escribir sobre este sueño.

—Sí, y sobre ti interrumpiendo todo el rato.

—Nos transformaríamos en un cuento, un cuento sobre un

sueño, y podríamos existir en tres planos, tu sueño en Nápoles, tu

cuento sobre el sueño, y tu cuento en El Tabo.

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—¡Y una cuarta dimensión también! Nosotros acá en la

cocina, aprovechando este pequeño espacio con sol, tomando café, el

humo delgado que sale de la taza cruzándose con la luz que entra

refractada por el vidrio, bailando…

—Te pusiste a escribir otro cuento. Podríamos estar así para

siempre, el cuento sobre el sueño, sobre el cuento que escribiste

sobre esa tarde que parecía un sueño y el cuento sobre el momento

en que me contabas el sueño. Sería como estar entre dos espejos. Si

estuviéramos en una pieza, solo con paredes de espejos, ¿seríamos

capaces de distinguir los reflejos de la realidad?

—¿Serían irreales los reflejos?

—Volvamos mejor a Nápoles.

—¡A Nápoles los pasajes! Estábamos caminando por esas

calles, pero era raro, estaban vacías. No se escuchaba ruido desde las

casas, no se veía gente en los balcones. Sólo había un boliche abierto,

pero todas sus mesas estaban vacías. Entrábamos a tomar una

cerveza y comer algo, pero no había nadie, así es que sacábamos un

par de botellas de la heladera y seguíamos caminando. Subíamos por

unas escaleras cerro arriba. Nos agotábamos, no queríamos seguir

subiendo. Las escaleras no terminaban nunca, eso nos provocaba

una ansiedad enorme, sentimos miedo de que tuviésemos que estar

condenados a subir por siempre.

—¿Y por qué no me preguntaste por qué desaparecí?

—¡Calma! Cuando ya estábamos a punto de no seguir

subiendo más, se abrió un plano con una vista increíble del

Mediterráneo, todo el golfo de Nápoles ante nuestros ojos, una

hermosura…

—No me digas que era una puesta de sol de un atardecer en

el Mediterráneo.

—No sé si el sol se pone en el mar en Nápoles, pero tengo un

límite para los clichés ¡Así es que no! No había puesta de sol, solo el

mar en su inmensidad, encontrándose en el horizonte con un cielo

azulísimo. Casi todos los colores del sueño eran muy brillantes,

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cromados, el mar, el cielo, la ropa, los balcones, el reflejo de las gotas

de agua que caían por tu cara, tus ojos enormes, todo brillaba de una

forma muy particular. Y los sonidos, también eran extraños. En

verdad, era como un gran silencio, denso, y siempre un viento fuerte

soplando.

—¿Y me preguntaste por qué desaparecí?

—Pame ¡Es un sueño! Además, no es tan importante la

historia. Te estoy tratando de transmitir lo que sentí. Me desperté con

esas emociones, con una sensación extraña que no me ha dejado en

toda la mañana.

—¿Cómo así?

—No sé, me desperté y te miré. Te miré mucho rato mientras

aún dormías. Y sentí ese silencio, sentí esa calma que sentía cuando

me hundía en el mar, cuando desaparecías. Mientras te miraba y te

acariciaba la espalda, sentí nostalgia de cuando nos reímos en esas

rocas y volvió la ansiedad que me provocó el miedo a que no se

acabaran nunca las escaleras. Me acurruqué en tus hombros y

mirando los bellos de tu piel a la luz del sol, sentí el mismo asombro

que sentí frente a la inmensidad del Mediterráneo. Y ahora, todo este

rato, mientras te lo cuento, no ha dejado de acompañarme la

atmósfera del silencio abrumador que acompañaba el sueño.

—Quizás aún no te has despertado.

—Claro, quizás tú misma no existes, o esto es sólo un cuento.

—Quizás estás en Nápoles, soñando conmigo.

—Quizás. Bueno, la cosa es que nos sentamos en una banca

a descansar. Fue ahí cuando te pregunté, “¿Por qué desapareciste?”

“La verdad es que nunca estuve”, me dijiste. Debí haber indagado

más por ahí para saber qué querías decir, pero en cambio te pregunté

“¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?” “Viviendo”, me

respondiste, “sólo viviendo”. "¿Y por qué volviste?", seguí con mis

preguntas. "Nunca me fui. Tú desapareciste bajo el mar. Yo he estado

acá, subiendo estas escaleras", respondiste. “¿Y por qué estamos en

Nápoles?”, hice mi última pregunta. “Porque me gusta Nápoles, pero

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esto no es Nápoles”, me respondías, “es sólo un sueño. Un sueño en

Nápoles”.

OSCAR PEÑAFIEL

Chile

Instagram: @canokniki

30


31


N

o todas las cosas son como parecen. ¿Querés que te

cuente la historia, papá? —me preguntó Jaime

Varela, haciéndose el distraído mirando por encima

de mi hombro. A esa hora no entraba nadie al bar,

así que ni me molesté en averiguar a quién miraba. Seguramente era

parte de su actuación.

—¿No será otro de tus guiones frustrados para la televisión?

—le dije.

—¿Me estás poniendo a prueba? —me respondió.

—Ya me mentiste demasiadas veces. No me extrañaría otro

cuento inventado viniendo de parte tuya. Tenés buenas ideas, pero

las contás muy mal. Igual, siempre me hacés entrar.

—No, posta. Esta vez todo es verdad. Silvina existe. O existió,

no sé. Como sea.

—¿Sabés en lo que fallás siempre, Varelita? Nadie compra tus

relatos. No son creíbles. Tus diálogos son forzados, con un lenguaje

cursi y ramplón. Si los leés en voz alta ni vos mismo te los creés.

Disculpame la sinceridad, viejo. Capaz que ni tengo que decirte estas

cosas. Si querés, echale la culpa de mi frontalidad a la cerveza.

Sin inmutarse, me dijo:

—Tanto tiempo en Indochina te hizo mal.

—Filipinas, Varela. Filipinas.

—Quedan cerca, ¿no?

—Cerca, pero no son lo mismo.

—Como sea, Filipinas. ¿Te cuento?

—Tenés cinco minutos —le dije. —Lo que tardemos en

tomarnos lo que queda de la cerveza.

Varelita sonrió, se bajó su vaso de un trago y me dijo:

—Pedite otra y te cuento la historia completa. Incluyendo las

partes prohibidas para menores.

Le hice señas al mozo de que me trajera otra botella de cerveza

y la cuenta. Varelita hizo una mueca de semisonrisa: alegría porque

había conseguido que le pagara otra botella y decepción porque se le

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iba a terminar el asunto de tomar gratis. Yo ya había calculado una

última cerveza para mi ex compañero de secundaria devenido en

borracho melancólico. Varela había envejecido y engordado, pero

además estaba en perdedor. No era que yo fuera muy diferente a él

visto desde afuera, pero yo tenía otra dignidad. Y unos pesos más en

la billetera. Además, luego de más de veinte años viviendo en la otra

punta del mundo, manejando las grúas en un puerto asiático, tenía

ganas de ponerme al día con mi barrio, con mi país. Aunque más no

fuera de labios de mi poco confiable amigo.

Tratando de sonreír, le dije:

—Te acabás de ganar quince minutos más, Varelita.

Solamente porque me interesa saber qué pasó con Silvina.

—¿No te acordás de ella?

—¿Debería?

—Después de que te cuente todo, te vas a acordar, seguro.

—Te quedan menos de quince minutos.

—Agregame dos minutos más que voy al baño a desagotar: el

llamado de la Naturaleza —dijo. No me dejó responderle; se levantó y

encaró para el fondo.

Casi enseguida, el mozo trajo la cerveza, un platito con palitos

salados y la cuenta, que la colocó debajo del platito. Se ve que

andaban con ganas de cerrar temprano. Le pagué, le dejé una buena

propina como para que no nos molestara por un rato, me tomé lo que

quedaba de mi vaso y serví otra vuelta. Justo a tiempo para el regreso

de Varelita, que se sentó con ánimos renovados. Le dio un sorbo a su

cerveza y comenzó su relato.

Silvina era la mina más linda del grupo, del barrio y del

planeta. Tenía una legión de pretendientes. Pero no le prestaba

atención a ninguno, los ignoraba. Todos se desvivían por atenderla,

por cortejarla, por complacerla. Estaban Garmendia, Bulacio, el Fefo

Gómez Sicardi, Paredero, el flaco Fontana, el ruso Milanovich.

Absolutamente todos rendidos a sus pies. Pero ella, como si fuera la

princesa más impenetrable del reino, les denegaba audiencia.

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Sus compañeras del Secundario y el resto de sus amigas se

sentían a la vez atraídas y repelidas por ella. La mayoría la veía como

una amenaza, una competencia para sus novios o candidatos. Otras

la odiaban por todo lo que parecía tener naturalmente. Algunas se le

acercaban fatalmente atraídas como puede atraer una diosa Venus a

sus adoradoras mortales. Y absolutamente todas la envidiaban.

Nunca tuvo una amiga íntima, una confidente, una compañera de

ruta. Tampoco parecía que la necesitara. Silvina brillaba en su

firmamento adolescente como la estrella más luminosa y la más

atractiva, alrededor de la cual giraba todo el mundo.

Hasta que un día, cuando recién había cumplido los

veintiuno, Silvina desapareció. Así como de la nada. Se hizo humo.

Todos supusieron que había cumplido con su amenaza de irse

a descubrir mundo, que Buenos Aires y la Argentina le habían

quedado chicos. Algunos la hacían en París, modelando para un gran

diseñador; otros ya la veían en Hollywood, comenzando una

meteórica carrera de actriz.

Pero no todos confiaban en que Silvina se hubiera marchado

felizmente. Su familia estaba alarmada: sus padres juraban que no

se había despedido de ellos y que algo funesto le había sucedido. La

Policía se ocupó de su caso como el de tantas otras chicas que

desaparecen, escapando de su casa tras un amor pasajero. Los más

iluminados y agoreros del barrio decían que a las muchachas jóvenes

y bonitas solamente les ocurren desgracias, como ser raptadas o

hasta asesinadas por un maniático. La cuestión es que nadie supo

nada más de Silvina.

Su legión de embobados admiradores masculinos y de

envidiosas admiradoras femeninas increíblemente pronto la

olvidaron, como quien da vuelta una página en una revista de modas

para encontrarse con la foto de una nueva modelo a la que también

pronto olvidarán al dejar tirada la revista en un rincón. Ignorar su

desaparición y seguir con sus vidas como si nada hubiera sucedido

era para muchos su forma íntima de venganza, de devolución de

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gentilezas por el desprecio durante tanto tiempo recibido.

Sus padres vivieron sumergidos en la pena de no haberla

encontrado nunca y fallecieron años después, una noche de

tormenta, incrustándose con su auto contra un camión. Dicen que el

padre estaba borracho cuando ocurrió el accidente fatal. Su hermana

menor, la fea de la familia, se había suicidado tomando pastillas poco

después de la muerte de sus padres. No le quedaba otra familia.

Entonces, después de veintiún años, Silvina regresó. Sin

demasiado ruido. Sin dar explicaciones a nadie. Regresó al mismo

barrio en donde había vivido. Alquiló una casa chica a pocas cuadras

de su antigua casa, en la que ahora vivía gente nueva, de afuera. Ni

se molestó en reclamarla.

Empezó a moverse por los mismos lugares de siempre,

cruzándose con los mismos conocidos, los mismos contactos.

Los que presenciaron su retorno quedaron maravillados:

Silvina estaba tan hermosa y radiante como siempre, lo que no era

de extrañar por sí solo. Lo más asombroso era que no se le notaban

los años: parecía que para ella no había transcurrido ni un solo día

desde su partida. Veintiuno más veintiuno daban cuarenta y dos

años. Silvina había duplicado su edad, pero parecía la misma de

siempre. Algunos murmuraban que la Silvina original, la que todos

habían conocido, había huido embarazada y la que había regresado

era su hija, idéntica a ella. Como dos gotas de agua.

Pero no: no cabían dudas de que era Silvina. Sus antiguas

compañeras de colegio la abordaron y rememoraron viejas anécdotas

de adolescentes, con infinidad de detalles que solamente las

protagonistas conocían. Pronto las convenció de que era en verdad

ella misma, que se había mantenido joven gracias a una vida sana y

quizás una excepcional genética. Ellas solamente pudieron envidiar

su cutis de adolescente, su sonrisa siempre perfecta y juvenil, sus

carnes firmes y su cuerpo todavía ágil, cuando el resto empezaba a

acumular arrugas, piel dañada y flaccideces varias.

Sus antiguos pretendientes se sintieron doblemente

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estimulados: Silvina representaba la revancha largamente esperada

en el juego de la conquista, que sumaba a su eterno atractivo la

promesa de una juventud contagiosa.

Contra la costumbre y contra todo pronóstico, Silvina fue

aceptando a sus galanes sin más vueltas: se dejaba seducir

abiertamente, les sonreía, los enamoraba y se los llevaba a la cama.

Jugó a varias puntas, manteniendo una legión de amantes, que se

desvivían por complacerla y en seguirle el ritmo sin suerte. Porque

las energías de Silvina eran inagotables. Cuantas más conquistas,

cuantos más trofeos acumulaba, más radiante se la veía. Por el

contrario, sus galanes aparecían cada vez más cansados, más

desganados, incluso más avejentados. Como si el esfuerzo de la

conquista amorosa les llevara la vida.

Hace poco, luego de una noche de apasionado romance con

uno de sus amantes, sucedió algo difícil de creer. El involucrado era

el flaco Fontana, uno sus más fieles admiradores de la primera hora,

de aquellos que la conocían a Silvina de toda la vida y que había

esperado pacientemente más de veinte años para tener su

oportunidad. Y lo había logrado: desde hacía dos semanas era su

amante favorito. El Flaco había estado atormentado porque

sospechaba que Silvina repartía su amor entre varios pretendientes,

aunque no estaba del todo seguro. Esa noche le dijo:

—Silvina, vos sabés que sos el amor de mi vida, lo que más

deseo, lo más grande que me ha pasado alguna vez.

Silvina lo miraba sonriendo burlonamente o quizás con

picardía, acostada desnuda atravesada en la cama, empapada en

sudor luego de la batalla íntima. Pero no le decía nada.

El flaco Fontana siguió:

—No duermo pensando en vos. No respiro de tanto que te

extraño. ¿Vos, me querés?

—Te quiero. Te quiero para mí —le dijo mientras le acariciaba

la cara con un pie. Luego se incorporó, lo besó en la boca, lo soltó

enseguida y se recostó otra vez, mirando el techo.

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El Flaco le dijo:

—¿Hay alguien más en tu vida?

Silvina no se inmutó. Ni siquiera lo miró: seguía con la mirada

clavada en un punto abstracto del cielorraso. Le respondió:

—Quiero que te vayas y desaparezcas de mi vida. Ya no te

necesito.

El Flaco comenzó a temblar, desesperado. Le dijo:

—No me podés hacer esto, Silvinita. Te esperé todos estos

años, a pesar de que nadie se acordaba de vos. Yo sabía que ibas a

regresar. ¡Ahora no te voy a dejar ir! ¡Prefiero estar muerto!

Silvina se incorporó y se le acercó al Flaco, blandiendo las

uñas afiladas como garras frente a sus ojos aterrorizados y le dijo:

—Entonces puede ser que se te cumpla tu deseo. Te matás

vos o te mato yo: ¿qué preferís? ¡Andate de una vez, infeliz!

El Flaco, desconsolado, abandonó el cuarto de Silvina

supuestamente para irse de la casa. Pero no fue así: se quedó

escondido, buscando la manera de regresar y reanudar esa relación

unilateralmente truncada.

Luego de una hora de rondar, indeciso, regresó al dormitorio

de Silvina, cuando calculó que su amada ya estaría durmiendo. El

flaco Fontana se quedó helado. No podía afirmar que ese ser que yacía

en la cama en la que habían estado haciendo el amor hacía no tanto

tiempo fuera la misma Silvina, la diosa, la eternamente joven y bella.

Por el contrario, estaba frente a una anciana surcada de arrugas, que

respiraba entrecortadamente como un pez moribundo fuera del agua,

con los cabellos blancos y desgastados, la piel seca y manchada, los

pechos péndulos y fláccidos, la boca desdentada y los miembros

raquíticos con las manos crispadas por la artritis. Una anciana

decrépita, un vejestorio descascarado de noventa o cien años.

Horrorizado, el Flaco salió corriendo de la habitación y jamás

regresó a esa casa.

Todo esto me lo contó el mismo Fontana unos meses después,

con los nervios destrozados. No se había matado: se había hundido

37


en el alcohol.

Varelita sonrió, satisfecho con su historia.

Miré la hora en mi celular y me di cuenta de que hacía

demasiado tiempo que estábamos sentados en esa mesa de bar. Los

mozos ya habían dado vuelta las sillas sobre las demás mesas. Jaime

Varela comprendió, resignado, que su sesión de las Mil y una noches

había terminado.

Me levanté, le di un abrazo palmeándole la espalda y le dije:

—Un gusto verte de vuelta, Varelita. Saludos al flaco Fontana.

MARCELO MEDONE

Argentina

Facebook: Marcelo Medone

Instagram: @marcelomedone

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39


J

oe Moretti pasea la vista por la hermética bóveda color

aguamarina. Tiene sólo unos segundos para contemplarla,

aunque no ha ido allí precisamente para eso. El azar quiso

que fuera el primero de la banda en estar frente a ella. Él,

que ni siquiera ha tenido otras experiencias asaltando

bancos, menos aún al más grande de Arizona. Moretti, el

último en ser reclutado, el mismo que ahora, parado bajo esa

puerta metálica, no para de sudar por cada poro de su pequeña

humanidad.

Recuerda como un destello lo que Frank llamó tan

sueltamente «un trabajo fácil».

—No son menos de cuatro mil de los grandes —espetó Ricci,

mirando sostenidamente a cada uno de los tres hombres que estaban

sentados junto a él. No estaba para perder el tiempo, y menos aún

esa cantidad de dinero. Conocía desde hacía varios años a Frank y a

Cara de cera, pero a ese tal Moretti no. Sin embargo, algo en su

interior le decía que con esa conversación bastaría.

—¡Yo acepto! —dijo Frank—. No me he bancado esta bonita

condena para quedarme de brazos cruzados, ¿no creen? —sentenció,

dejando en claro que Ricci no se había equivocado al pensar en él, a

pesar de sus problemas con el alcohol.

—¿Cuáles son las probabilidades de salir con la “pasta” y…

con vida? —preguntó Moretti, queriendo aparentar que aquello

último sonase como algo secundario.

—Cincuenta y cincuenta —contestó algo molesto el jefe de la

banda. El mayor problema no es llegar a la bóveda, sino el tiempo

que tarde en reaccionar la policía. Debemos trabajar a contrarreloj.

Ricci —cuyo verdadero nombre era Ricardo Calabrese— miró

a Moretti directamente a los ojos. Sabía de las habilidades del

jovencito pelirrojo que tenía sentado frente a él. Frank se lo había

recomendado de entre varios otros candidatos: «No hay un “abrelatas”

como él, Ricci. Es justo lo que necesitamos. Ya sabes… no es cosa de

entrar y salir, así como así, de un “hoyo” como ese, menos en Tucson».

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—A ver si me hago entender —dijo—. De nosotros depende

que la balanza se incline del lado de esos hermosos cuatro mil

verdes… De nosotros, y del tamaño de los huevos que tengamos. —

El hombre de traje oscuro que hacía de jefe repasó a Moretti con su

habitual elegancia.

El cuarto integrante del grupo, a quien todos llamaban Cara

de cera por el tono brillante de su piel, era el brazo derecho de Ricci.

No dijo nada porque simplemente no hacía falta. Ricci sabía de

antemano su respuesta. Su misión consistía en prepararse para una

conducción rápida y —en todos los casos posibles— arriesgada, y por

supuesto colaborar en la contención si llegaban los polis antes del

tiempo que tenían calculado. Eso, sin contar con que era el soplón

del jefe. Una vez que Moretti aceptó integrarse al grupo, los cuatro

rufianes apuraron sus tragos y discutieron distraídamente sobre si

los Aviators podrían ganarle a los Arizona Diamondbacks en el

esperado juego del fin de semana.

El día del asalto, y desde la madrugada, la lluvia ha caído con

inusitada fuerza sobre toda Arizona. Pareciera que también es parte

del plan ideado por Ricci. Tanto mejor, piensan los cuatro, mientras

Moretti, Ricci y Frank bajan concentrados del Peugeot 607 gris seda

y cruzan rápidamente la calle en dirección a las puertas del Banco.

Con el motor del coche encendido, Cara de cera radiografía a cada

sujeto vestido de azul que se acerca a menos de cien metros y a cada

vehículo que parece traer más prisa de la normal. Con su rostro de

estatua de museo, está entrenado para disparar y acelerar a la misma

velocidad.

A las ocho en punto, como si fueran tres madrugadores

clientes, los tres asaltantes entran por la doble puerta de vidrio del

Banco, por la misma que han ingresado minutos antes nueve

empleados y un guardia de seguridad. Saben que cuentan con sólo

tres minutos para salir con el botín y abordar el vehículo que los

llevará donde uno de sus contactos, que a esa hora ya los espera en

una combi con vidrios polarizados para llevarlos a un viejo garaje en

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las afueras de la ciudad.

—¡Todos bocabajo! ¡No toquen nada y nadie saldrá herido! —

ladra Frank, mostrando en alto su Jericho 941 de dos cargadores y

su cara desfigurada por la media que se ha puesto hace un momento,

en una maroma ensayada decenas de veces. Se oyen varios gritos

agudos, pero no hay nadie de pie. No al menos en el campo visual del

pistolero.

Moretti apunta directamente a los ojos del guardia, y, tras

desarmarlo, lo lleva hacia el pasillo que conduce a la bóveda de

seguridad. Se saben de memoria el plano del Banco. Ricci levanta a

la empleada que tiene más a mano con la violencia necesaria para

demostrar que la cosa va en serio. La joven trigueña emite un

pequeño gemido, pero obedece.

—¡La combinación de la bóveda! ¡Ahora o le vuelo los sesos

aquí mismo! —grita, frenético, mientras la pobre chica tirita en medio

de lo que ya es una gran poza de orina—. ¡Uno…dos…! Como en

cámara lenta, y antes de que finalice la cuenta, una mujer de unos

cuarenta años se pone de pie dificultosamente. Tiembla de pies a

cabeza, convertida en un esmirriado flan humano. Ricci arrastra del

pelo a la chica hasta donde está la empleada que —es obvio— conoce

la clave. Obliga a la trigueña a tirarse al suelo y se lleva a la otra con

el arma —una Springfield de 9 milímetros— casi perforándole una de

sus sienes. La mujer empieza a rezar en silencio, asumiendo que será

la primera víctima del atraco.

En la entrada Frank sigue igual de nervioso, aunque ya ha

comprobado que adentro están todos tendidos en el reluciente piso

de mosaicos blancos y negros. Mira en todas direcciones: a la calle,

al reloj analógico que hay sobre las cajas, a las cámaras que lo están

grabando, al pasillo por donde deben aparecer Ricci y Moretti en un

par de minutos. En medio del diluvio, dos clientes que entran al

Banco para su primer trámite del día, son rápidamente reducidos por

el exconvicto y obligados a permanecer botados con las manos en la

nuca.

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—¡Escúchenme bien: al primero que se mueva lo mato! —

escupe Frank, sabiendo que debe seguir ejerciendo presión, pues

quedan exactamente dos minutos para que los tres puedan salir por

esa misma puerta que tiene frente a sus narices. Oye súplicas

mezcladas con oraciones y sollozos, que lo ponen todavía más

impaciente. Pero sólo piensa en que ni su jefe ni el maldito novato

aparecen por ese pasillo con las malditas bolsas de ese maldito

dinero. Calcula mentalmente. Quedan sólo treinta segundos para que

la policía active su respuesta a la alarma silenciosa, que —de

seguro— alguno de los empleados apretó cuando se dio cuenta de

que eran asaltados.

Más sollozos.

Veinte segundos. Piensa en salir solo, porque es obvio que algo

anduvo mal —y muy mal— allá adentro. «¡Maldita sea!». Habían

entrenado cien veces el asunto del tiempo. Debe ser un problema con

la clave o sencillamente se encontraron con alguna sorpresa. Al verlo

correr sin Ricci y sin Moretti —quiere creer—, el otro entenderá y

podrán huir justo a tiempo. Eso también se planificó. «Ricci estuvo

de acuerdo», se justifica.

Quince segundos. Ricci mete los últimos fardos de billetes en

las dos grandes bolsas color blanco lino que llevaba en su chamarra.

Se mueve como una ardilla, una elegante ardilla devora billetes.

Moretti, al estilo del mejor capo siciliano, mantiene a la empleada

cuarentona y al guardia bocabajo. Ella ha perdido los lentes en la

caída, pero igual cierra los ojos, como entregando una prueba

empírica de que no merece morir ejecutada. Sin embargo, el asaltante

ha cometido un error de principiante. Exactamente lo que es. Con la

ansiedad, ha olvidado esposar al guardia, al mismo que hace unos

minutos acaba de desarmar. No cuenta con la preparación táctica del

hombre encargado de la seguridad. Faltando doce segundos, decide

ayudar a Ricci a sacar más billetes de los estantes. Segundo error:

cree que con esa maniobra alcanzarán. Como pueden, llenan las dos

bolsas y salen.

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Cinco segundos. El guardia, al ver que sólo Moretti tiene el

arma en su mano —Ricci está preocupado únicamente de cargar el

dinero—, decide actuar. Es una cuestión instintiva. A la velocidad de

un rayo, se para y se abalanza contra el más bajo y delgado de los

enmascarados. Moretti, con el rabo del ojo, apenas lo divisa. Con la

adrenalina por las nubes, gira y jala del gatillo. También es una

cuestión instintiva. Como si su blanco fuera una piñata llena de

dulces, la Taurus semiautomática de Joe Moretti se hace un festín

con la cabeza del pobre infeliz vestido de azul.

Un segundo. Tres hombres armados que llevan sus rostros

cubiertos con medias cruzan corriendo la calle, cargando dos bolsas

blancuzcas con lo que debe ser dinero robado del Banco. El sedán

gris seda que los espera acelera ruidosamente y se pierde bajo la

lluvia, mientras los asustados transeúntes no logran dar crédito a lo

que acaban de ver.

Siete minutos después, el guardia de seguridad Tim Díaz, de

cuarenta y tres años, llega muerto al Tucson ER & Hospital, pese a

los desesperados esfuerzos de los paramédicos que lo trasladaban por

salvarle la vida.

Vuelve a pasear la vista por la bóveda octogonal color

aguamarina. Su puerta metálica de forma elíptica se cerrará en pocos

minutos, con un movimiento rígido del timón acerado que funciona

como mecanismo de seguridad. La cámara de gas de la Prisión Estatal

de Arizona cobrará su primera víctima en catorce años. Son los

últimos segundos de vida de Joe Moretti, el mismo que ahora, antes

de ser atado de pies y manos a la silla con diminutas perforaciones,

no para de sudar por cada poro de su pequeña humanidad.

Leopoldo TILLERÍA AQUEVEQUE

Chile

Twitter: @L_Tilleria

Facebook: https://www.facebook.com/leopoldo.tilleriaaqueveque

Instagram: leopoldo.tilleria

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45


L

as edificaciones eran colosales y se presentaban,

imperturbables y lisas, al contacto con sus cálidas

manos. Se detenía en cada uno de los altos muros y, al

tocarlos, cerraba los ojos. En esos momentos casi podía

jurar que estaban vivas, que respiraban. Luego, vio el

reloj solar y se acercó a él.

—Fascinante… ¿Cómo es que se llamaba?

—Intihuatana. Donde se amarra el sol —contestó el hombre

de rostro milenario y serio.

El viento había empezado a ulular en medio de la edificación

y el frío se iba incrementando a medida que llegaba la noche y los

últimos rayos del sol se desvanecían con su tenue naranja en el

horizonte oculto por las enormes montañas.

—¿Me dice que una grúa mecánica la destruirá?

El sacerdote creyó entender la pregunta.

—Una bestia plateada la golpeará. Mucha gente alrededor. No

entendí qué hacían. Comercial decían. Perú. Atentado. Patrimonio,

repetían.

—¿Y eran como yo? —dije, señalándome

—Blanco —dijo y asintió.

—Lo siento mucho.

El anciano permaneció en silencio.

***

La noche que llegamos a Cuzco el frío seco de la ciudad nos

recibió apenas cruzar la puerta del avión. Magdalena estiró los

brazos, desperezándose, ni bien salió. El cielo estrellado de

medianoche nos recibió y, en su composición, no parecía distinto al

de otros tantos lugares que hubiéramos visitado años atrás: limpio,

puro y del azul oscuro más hermoso que pueda encontrarse. Magda

se frotó los brazos, aclimatándose, y volteó a verme. Sus claros ojos

expectantes hacían juego con la ligera sonrisa que se le iba dibujando

en el rostro.

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—¡Llegamos! —dijo, emocionada, a media voz.

—Llegamos… —repetí agotado por el viaje.

Recogí las maletas y tras salir a la calle tomamos el primer

taxi en dirección al “Palacio del Inka”, un bello y acogedor hotel

ubicado a pocas cuadras de la plaza de armas de la ciudad. El nombre

me pareció bastante elocuente para nuestro deseo de vivir la

experiencia completa cuando, una semana antes, realicé las

reservaciones previas al viaje. Al llegar Magdalena quedó encantada

con el nombre y el lugar. El hospedaje había sido un golazo.

Aquella primera mañana el frío seco de la ciudad nos

despertó. Tomamos desayuno en el hotel y después de cargar

completamente lo necesario: celulares, audífonos y cámaras y de

verificar las mochilas, nos dirigimos a la plaza para recorrer sus

alrededores y visitar las agencias turísticas. En cada una pedimos

información sobre los recorridos más completos a fin de no olvidar

visitar ninguna de las ruinas o espacios arquitectónicos en la zona:

Saqsaywaman, la catedral del Cuzco y el resto de las iglesias, el

Amarucancha, el Templo del Sol, Chuspiyoq, Qoricancha,

Tambomachay, etc. El centro arqueológico de Moray, Pisac,

Ollantaytambo, la laguna Humantay, el Valle sagrado de los Incas y

el infaltable Machu Picchu se repetían en la mayoría de las

propuestas. Al ver en su cara el dilema mientras buscábamos un

lugar dónde almorzar, le sugerí:

—Podemos escoger con calma. No hay apuro.

Ella me miró con alivio y luego de un hondo suspiro, asintió.

Bajamos las empedradas calles cercanas a la plaza y, durante

aquel primer día, recorrimos la ciudad acostumbrándonos a la altura,

al clima y a la arquitectura de sus edificios, casas e iglesias. Durante

los días posteriores recorrimos Pikillacta: una ciudadela que, según

lo explicado por el guía, era originaria de la cultura Wari y que luego

pasó a dominio del imperio. La siguiente semana visitamos el popular

Valle sagrado de los Incas con su extensísimas vistas, Ollantaytambo

y Machu Picchu, lugar que no queríamos dejar para el final y que

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pensábamos visitar cuanto antes y, de ser posible, más de una vez.

Nunca he sido supersticioso, pero debo admitir que durante

los días previos al evento principal una especie de energía se

acentuaba en el ambiente cuando lograba, retrasándome a propósito

del grupo, apoyarme en las ruinas o intentar percibir algo más allá

del silencio de las montañas y los valles. Algún eco prehispánico que

ululaba con el viento llegaba vagamente a mis sentidos. El primer

incidente ocurrió cuando, a poco de tocar la piedra de los doce

ángulos, ubicada a pocas cuadras de la plaza central, un

estremecimiento físico que yo interpreté como producto del frío de la

región y la desnudez de mi mano, me hicieron palidecer hasta casi

desvanecerme.

¡Ah, Magda! aún recuerdo, vagamente, la caminata nocturna

de ese día. Recorrimos tomados de la mano la Plaza Principal del

Cuzco cuyos faroles nocturnos le daban un hálito fresco, íntimo y

señorial. Recuerdo que durante todas aquellas tardes tras esos

episodios me decías con auténtica preocupación: «¿seguro que estás

bien?, ¿no prefieres ir al hotel?»; Y yo te repetía hasta el cansancio

«ya te dije mujer, no te preocupes», mientras te acariciaba lentamente

la mano.

La mañana siguiente rumbo a las ruinas salimos a primera

hora y soportamos el camino en campo abierto mucho mejor que el

resto, probablemente, por la expectativa puesta en el evento. Atrás

habían quedado tus preocupaciones de los primeros días, cuando

palidecía al contacto con las edificaciones o me detenía absorto frente

a la inmensidad del paisaje. Cómo explicarte que en aquellos

instantes el cielo se volvía rojo cenizo y el día y la noche se unían para

dar paso a un eclipse repentino, las nubes avanzaban más rápido que

mis pensamientos, la gente y los objetos se percibían como estelas de

luz repitiéndose a cada segundo, en donde en el mismo espacio

convergían el pasado y el presente; y autos y carruajes parecían tan

ajenos a mis memorias como el inicio del mundo.

Cuando llegamos a la última cumbre, previa al mirador desde

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donde se puede admirar la ancestral ciudadela y en la que los

visitantes suelen ubicarse para las tan ansiadas fotos para redes

sociales, te vi por última vez con toda la lucidez que mis treinta y

cinco años podían darme. Tu cabello rizado color castaño oscuro

bailoteaba mientras dabas pequeños brinquitos de camino hacia mí.

Tus ojos ligeramente rasgados y vivaces. Sí, el viaje había sido un

golazo. Desde los selfies que nos tomamos ahí, teniendo a nuestras

espaldas las imponentes ruinas incas, mis recuerdos ya se hacen

difusos y vagos.

…Desarrollaron un ingenioso sistema de regadío. Recolectaban

el agua de lluvia, construidas fuera de las corrientes…

Recuerdo haber recorrido el interior de la ciudadela mientras

el guía iba hablando y que te sorprendiste de muerte al ver las

escaleras más diminutas del mundo en mitad de la montaña por

donde, antiguamente, accedían a ella los pobladores oriundos de

estas tierras.

—¿Eres peruano? —recuerdo haber escuchado a alguien

preguntarme.

—¡Oh, no, no! Nació aquí, pero ha vivido en Europa casi toda

su vida —te oí replicarle a uno de los guías.

…Los chasquis incas, mensajeros, eran capaces de recorrer

más de 200 km. por jornada…

—Entiendo… dicen que a los peruanos que llegan aquí les

afecta más la mística de la zona, por eso creí que era de aquí. Se le

ve algo absorto —dijo él mientras veía mi rostro algo aturdido pero

entusiasmado—. Cualquier urgencia no duden en acercarse.

Recuerdo haber reposado, de rato en rato y por petición tuya,

en algunas de las rocas hasta que nos cruzamos con el mutilado reloj

de la ciudad cercado por débiles cadenas que fungían de perímetro.

Su presencia soberana y silenciosa en medio de todo era

contundente.

…imperio más grande de la américa precolombina: Perú,

Colombia, Ecuador, Argentina, Bolivia, Brasil y Chile…

49


—Señor, está prohibido acercarse ahí… —replicó otro guía de

trato amable cuando me encontraba extendiendo la mano para tocar

la piedra.

—Disculpé —contestó, Magda intentando traerme a su lado,

pero ignoré a ambos.

El pequeño disturbio había empezado a incomodar al resto de

visitantes.

…La red vial del Tahuantinsuyo alcanzó más de 30 000

kilómetros, comunicando las principales ciudades y pueblos de la

sierra y de la costa. Alcanzaba ciudades tan distantes como Quito y

Tucumán…

Apenas había tocado la base de la roca durante unos

segundos cuando el guía, quien inútilmente había intentado que lo

obedeciera, se acercó para apartarme. Mi indiferencia por alejarme

hizo que tirara de mí justo cuando acariciaba uno de los bordes

derruidos hacía años atrás. El filo de la piedra me hizo sangrar y el

cielo se volvió rojo bermellón y el viento y el tiempo se detuvieron; y

las ruinas se vaciaron.

Volteé sobresaltado, pues estas visiones tenían la tendencia a

presentarse levemente y a darme cierta sensación de anticipación al

evento, lo cual no fue el caso. Desde el interior de aquellas rocas

hombres y mujeres de distintos tamaños y facciones brotaban uno a

uno. Algunos, los más lejanos, parecían tener ciertos rasgos

caucásicos y más contemporáneos.

Algo pasmado esperé el sacudón de Magda que siempre me

interrumpía en aquellos trances, pero con cada segundo que pasaba

me iba convenciendo de que no llegaría, si es que acaso Magdalena

jamás existió. Ante mí, vestido de modo ceremonial, el más ancestral

de los hombres nacidos de las piedras me habló. Un hermoso

quechua antiguo salía de su voz.

—Eres hijo del sol. Del sol y de la tierra. El viento, el agua,

todo te ha traído aquí —sentenció.

De inmediato entendí a qué se refería.

50


Me explicó que este pueblo encierra la energía del sol que es

la energía del tiempo. Un tiempo cíclico, eterno. Y que somos el

pasado, el futuro, el porvenir de las eras; y que confluimos todos en

un instante, cada segundo a la vez, pero que la mayoría de la gente

no puede verlo. Y que somos la energía de todos aquellos que han

pasado a través de los resplandecientes rayos del sol, hijos de una

misma tierra, y nos hemos dejado maravillar por la incuestionable

verdad que encierra la vida con su fugaz belleza sin importar de qué

rincón venimos. Y, mientras me disculpaba por el Intihuatana

destruido, me repetía que todos somos tiempo: un tiempo infinito,

ancestral, del que nunca nos vamos porque a él pertenecemos.

Porque estamos en él todo el tiempo. En todos los tiempos.

JONATHAN OCMIN GÁSLAC

Perú

Página WEB: https://cinentremeses.wordpress.com/

Instagram: https://www.instagram.com/jonathan.jog/?hl=es-la

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52


T

ito era el arquero de uno de esos equipos del Nacional

“C” que prefiero no nombrar para no herir

susceptibilidades. En un país donde el fútbol es

patrimonio nacional estar en la Primera “C” no es algo

con lo que alguien se pueda sentir orgulloso. Nadie te

iba a pedir autógrafos y ni siquiera te saludan al finalizar los partidos.

Jugar en la “C” era más bien, una especie de entretenimiento de fin

de semana más parecido a los encuentros de solteros contra casados

que a una verdadera pasión de multitudes. Tito era hijo único, sostén

de madre viuda, hacía algunas changas como ayudante de pintor en

el pueblo donde vivían. Era un buen hijo, quería mucho a su mamá,

si por alguna razón alguien la insultaba no le importaba ni el tamaño

y ni la cantidad con los que tendría que enfrentarse, a golpes de puño

siempre les daba su merecido.

Tito, era muy bueno como arquero, medía casi dos metros,

ágil, aguerrido para encarar a los delanteros, salidor, gran pateador,

pero con un único defecto que lo dejaba afuera de cualquier

calificativo. Todos sabemos que el momento cumbre de lucimiento de

cualquiera que se precie ser un buen guardavalla, es la heroica

proeza de atajar un penal. Tito, en cambio, jamás había sido

ovacionado por la hinchada por esa tarea. El hecho de encontrarse

frente al contrincante sobre la línea de gol a la distancia de los doce

pasos, bajo los tres palos, lo aterraba tanto que quedaba tan

bloqueado que su cerebro no podía transmitirle ningún tipo de señal

ni a sus piernas ni a sus brazos quedando petrificado en el medio del

arco a manera de esfinge egipcia. Era algo así como encontrarse

contra el paredón de fusilamiento de Camila y Ladislao, pero en este

caso él era Ladislao más solo que un perro huérfano y sarnoso.

Hace un par de años habían tenido una gran campaña,

recuerdo que les prometía a los defensores hacerles un asado en su

casa el domingo por la noche si no cometían ninguna falta dentro del

área que lo expusiera al tremendo castigo de tener que enfrentarse al

contrario para atajar un penal. Era el último partido del campeonato,

53


matemáticamente hablando solo con un empate el equipo de Tito

quedaba como campeón de la temporada y ascendía

automáticamente a la primera “B”. El partido había sido bastante

parejo y ninguno de los equipos había inaugurado el marcador.

Faltaban tres minutos para terminar el partido y el equipo de Tito se

cansaba de tirar centros al área contraria, malogrando en todos los

casos la posibilidad de convertir y dar por finalizado el encuentro. El

referí miró el reloj y marcó dos minutos de suplemento. Tito notó que

sus defensores, en el afán de rematar el partido, estaban demasiado

adelantados.

El colorado Figueroa se preparaba para patear un córner,

quizás la última jugada del partido, quizás la última posibilidad de

cerrar el campeonato con una victoria y empezar a degustar las

mieles de la fama en el torneo de la nueva categoría. La pelota voló

como un cometa atravesando el área chica y el wing derecho voló en

palomita a su encuentro pegándole un tremendo frentazo que dejó

sin aliento a todos los que estaban viendo la jugada. La pelota se

estrelló contra el ángulo que forma el travesaño y el poste y salió

despedida como expulsada por un resorte hacia el círculo central. El

más veloz de la camiseta contraria la paró de pecho y empezó a correr

como loco hacia el arco donde estaba Tito agazapado. Los dos

defensores salieron al encuentro.

El primero fue eludido como si estuviese en silla de ruedas. El

segundo que fue a interceptarlo le tiró una plancha que si el referí no

hubiese aplicado la ley de la ventaja hubiera sido expulsado y

reportado a la cárcel con cadena perpetua. Un tercero, que estaba

más adelantado, lo corría de atrás, Tito se bamboleaba de derecha a

izquierda tratando de determinar si estaba cubriendo el arco de

manera proporcional sin dejar huecos que pudiese aprovechar el

delantero con un tiro de media distancia o emboquillada. Tito seguía

con los brazos extendidos, viendo cómo su defensor perseguía, al que

se escapaba solo con la pelota con furia demencial. Al momento en el

que este cruzó la línea blanca del área ve cómo un botín se cruza con

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tanta fuerza que hace rodar al delantero dejándolo fuera de juego por

varios meses.

Entraron los camilleros sin autorización y Tito buscaba donde

estaba el referí esperando lo peor y lo inevitable. El sonido del silbato

no se hizo esperar, era un penal más grande que una casa y Tito

debía atajarlo si querían ascender a primera “B” Nacional esa tarde

de sábado. Tito se agarró la cabeza, pero rápidamente trató de

disimular el terror que corría por sus venas. Se paró en la línea del

gol y empezó a rezar. Tito no era de ir a la iglesia, pero en ese

momento recordó las oraciones que le había enseñado su mamá

cuando lo mandaba al catecismo. Era su peor momento, solo faltaban

unos minutos y si no hubiera rebotado la pelota en el arco contrario

ya estarían en primera “B”. Flexionó las rodillas extendió los brazos

y un dolor intestinal cubrió su abdomen. Cerró los ojos un instante,

al abrirlos pudo escuchar el silbato del referí y ver cómo los jugadores

contrarios corrían festejando hacia el centro de la cancha. Antes de

lo que canta un gallo se escuchó un segundo silbato que daba por

finalizado el encuentro.

Habían quedado segundos, sus defensores lo miraban con

odio, y Tito, aún aturdido, ponía cara de resignación, aunque por

dentro hubiera matado al defensor que le había atravesado la pierna

de forma criminal al delantero contrario. Fueron al vestuario y el

Director Técnico lo llevó aparte para conversar. Le echó en cara que

él había sido el culpable del fracaso, y que ni siquiera había hecho

un mínimo esfuerzo para tratar de alcanzar la pelota que rozó su

mano a solo veinte centímetros. Él no había percibido nada de lo que

le recriminaba el DT, para él estar frente al contrario esperando

patear un penal era como desfallecer, desmayarse, entrar en estado

de coma por un instante y volver en sí cuando la pelota ya había

impactado contra la red que yacía a sus espaldas. Antes de ir a hablar

con el resto del equipo el Director Técnico le dio un ultimátum. Aún

quedaba el mini encuentro reducido con los cuartos de final. Se

jugarían a doble partido de local y visitante, el ganador de ese torneo

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obtendría el segundo ascenso a la primera “B”.

Durante la semana, en los entrenamientos, solo lo ponían a

atajar penarles, y como era de esperar no atajaba uno ni de

casualidad. Meterle un gol a Tito en esas condiciones era más fácil

que embocar un salvavidas en una pileta olímpica desde el trampolín.

A pesar de eso, en varios fines de semanas se disputaron los partidos

con muy buenos resultados y una excelente participación de Tito.

Casi sin darse cuenta llegó el último partido con la valla invicta. Ese

día se definía a todo o nada la última chance de salir de la malaria de

estar en la “C”. Tenían que ganar sí o sí, un empate los llevaría a

definición por penales y eso sería el fin. Para colmo, el mejor de los

delanteros del equipo de Tito no iba a jugar ya que había tenido una

rotura de ligamentos que lo dejaba afuera de todos los partidos que

quedaban de este y del próximo torneo. La noche anterior, Tito no

pegó un ojo, no sabía si tomarse una sobredosis de laxantes y

declarase enfermo o hacerse secuestrar por algunos vagos conocidos

y desaparecer del planeta. Pensó en decir que estaba lesionado

fingiendo un esguince producido en el último partido, pero sabía que

no iba a poder sostener la mentira durante la revisación medica

obligatoria. Estaba en el horno, más que nervioso, perder durante el

encuentro era una cosa bastante mala por cierto, pero perder en la

definición de penales sería el fin de su carrera como guardavallas.

Tito, estaba convencido de que los equipos contrarios ya sabían de

su punto débil, que con un pequeño esfuerzo y una mínima puntería

meterían todos los balones adentro. Empezó el partido y Tito había

invocado a todos los santos del almanaque. A los cinco minutos, un

centro en comba sobre el área deja la pelota casi congelada en el aire

servida para que el centro half del oponente cabeceara con tanta

energía que la pelota se le coló entre sus manos dejando a su equipo

en ese instante fuera de toda chance. Si bien, no era bueno lo que

estaba sucediendo, esa situación lo tranquilizaba mucho a Tito,

entendiendo que si perdían esta vez no iba a ser a causa de su terrible

pánico a atajar penales. Terminaron los primeros cuarenta y cinco

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minutos y todos se fueron a los vestuarios. En el entretiempo, Tito

estaba bastante relajado. Sus compañeros, por el contrario, estaban

exacerbados, enloquecidos, querían comerse al primero que se le

cruzara por el camino. El DT los arengaba a que salieran a matar,

que esa era la última oportunidad de sus vidas para ser reconocidos,

y por qué no, hacerse de una nueva carrera en el exterior, llena de

lujos, dinero y mujeres. Salieron a la cancha, el partido estaba muy

cerrado, nadie arriesgaba nada. Tito solo esperaba que nada

cambiara, a pesar de que ese resultado también era perjudicial para

su carrera. Nada era peor para Tito que ser el padre de la derrota.

Casi por arte de magia, cuando solo faltaban diez minutos

para terminar el partido, en uno de los avances del equipo de Tito,

uno de los defensores es sorprendido cerca del área contraria y el

colorado Figueroa le roba la pelota, elude al arquero e introduce

suavemente la pelota en el arco como una bola de billar entra en la

tronera. Estaban empatados y si todo seguía así ni un milagro lo

salvarían a Tito de la definición por penales. Y así fue, se escuchó el

silbato y los del equipo contrario ya empezaban a festejar, todos ya

sabían que vencer la valla de Tito sería un juego de niños, solo un

trámite como dirían algunos relatores. El DT seleccionó a los cinco

que ejecutarían los penales y miró con odio a Tito, sabía que debía

haber hecho el cambio por el arquero suplente antes de que finalizara

el partido, pero se durmió con el entusiasmo que le había producido

ese gol tan milagroso del colorado. Ya no cabían alternativas, solo

quedaba encomendarse a Dios y que Tito hiciera lo que pudiera.

Empezaron la secuencia de tiros, el equipo de Tito

convirtiendo en forma espectacular. La hinchada festejaba

enardecida hasta que le tocó el turno de ejecutar a los contrarios y

Tito, como una momia, se quedó tieso como un tercer palo esperando

que se cuele la pelota en el fondo del arco. Volvieron a ejecutar los del

equipo de Tito en forma exitosa, pero esta vez la hinchada se quedó

en silencio. Otra vez Tito, más duro que pan de la semana pasada,

aguardaba como se metía el balón despacito, rodando cerca del palo

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derecho. Y así fueron pasando los tiros, los pateadores del equipo de

Tito tuvieron cien por ciento de efectividad, al igual que los contrarios,

con la única diferencia que para estos era lo mismo que patearle

penales a una estatua. Estaban cinco a cuatro, era la última chance

que tenían los otros para cerrar esa secuencia y empezar con la

muerte súbita. Tito tenía los ojos bien abiertos, los brazos estirados,

solo escuchaba el latido de su corazón que por poco le salía por la

boca. Estaba agitado, podía distinguir a cada una de las personas

que estaban en la tribuna esperando lo inevitable. Sus compañeros,

lo miraban con una mezcla extraña de lástima y rencor. A lo lejos se

escuchó el grito afónico de “¡¡¡Vaaaaamos, Titoooo!!!, la

rrrreputamadre que te pariooooo”. Al unísono el delantero, muy

tranquilo, empezó a correr tranquilo hacia la pelota. El golpe del botín

embarrado contra la pelota se escuchó en todo el estadio. Tito cerró

los ojos como siempre, pero esta vez fue distinto, parecía que el

insulto había hecho que la sangre corriera por sus venas. Casi

espasmódicamente saltó como un pájaro hacia el palo izquierdo. La

pelota pegó de lleno en sus genitales dejándolo sin aire revolcándose

por el piso. Sus compañeros lo cargaron en andas y festejaron el

ascenso dando la vuelta olímpica. El Director Técnico, sacó su libreta,

un lápiz y anotó “putear a la madre de Tito cada vez que deba atajar

un penal.”

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/gustavovignera/

Twitter: @vignera

Instagram: https://www.instagram.com/gustavo_vignera_autor

Página WEB: http://www.gustavovignera.com.ar

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59


S

iempre he creído que diariamente se aprende algo nuevo.

Ha sido la conducta que gobernó mi vida como médico y,

tras medio siglo de ejercer la profesión, sostengo que aún

sé muy poco. Desde las aulas universitarias me enseñaron

que no hay enfermedades sino enfermos y este principio

me motivó a experimentar tratamientos atrevidos, innovaciones

quirúrgicas y formas elegantes de practicar la eutanasia. Sería

inadecuado e indecente afirmar que nunca he perdido un paciente.

El médico no es un dios sino un ser de carne y hueso con

sentimientos, frustraciones y capacidades limitadas. No siempre le

gana a la muerte. Me jubilé hace un año y conservo la lucidez y

cordura de mis años mozos. El retiro oficial no me cogió de sorpresa

y luego de un par de meses reflexivos, y por momentos deprimentes,

decidí dar un giro a mi futuro. Conocedor de la mente y fisiología

humanas me fue muy sencillo reordenar mis prioridades para no

encajar en la tropa de desempleados neuróticos e hipocondríacos.

Lo primero que decidí fue dedicarme a la jardinería. Lo hice

porque las plantas son seres vivos, llenos de sorpresas y expectativas.

Fue así como edifiqué un pequeño invernadero en el jardín de mi

casa. Diseñé un domo transparente con humedad y temperatura

controladas, suministro permanente de agua ozonizada, luz

ambiental modulada y sistema de control de plagas semi automático.

En pocas palabras, recreé el hábitat ideal para sembrar componentes

biológicos y no vegetales como fue mi intención original. Inicié este

pasatiempo con los cabellos, por el simple hecho de que siguen

creciendo después de la muerte terrenal. Empecé sembrando

mechones biológicamente viables en musgo crecido a más de cuatro

mil metros de altura y regados con fórmulas que mezclaban líquido

amniótico, células madre, factor anti necrótico y sueros potenciados

con probióticos y enzimas. Para ello examinaba al microscopio las

muestras y me aseguraba que el folículo piloso y estructuras

vasculares estuvieran indemnes. La proliferación de los mismos en

las macetas fue la observación inicial. Las matas de cabello

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cosechadas mostraban colores firmes, resistencia al quiebre y

volumen envidiable. El primer paso había sido dado y la siguiente era

trasplantarlo en la tierra orgánica enriquecida. Mi objetivo, además

de la satisfacción personal, era obtener niveles de producción que

permitieran establecer flujos de rendimiento económico en la

industria cosmética. Puedo afirmar que los resultados obtenidos en

la madre tierra superaron mis cálculos.

Sin embargo, hubo uno que llamó mi atención. Era

marcadamente diferente al resto. La característica sobresaliente de

este espécimen radicaba en que los cabellos habían crecido sobre una

superficie epitelial, tal como lo comprobé en los cortes histológicos.

Visto con ojos científicos y mente amplia, había replicado el

nacimiento de un cuero cabelludo; no tenía dudas. La pregunta que

me asaltó por varios días era cómo había obtenido ese cultivo. Sin

ánimo de misiones detectivescas me limité a creer que la muestra de

cabello vino con algunas células extras, probablemente dérmicas.

Pasó un mes y decidí desenterrar esa curiosidad. Con sumo

cuidado fui despejando la tierra circundante y extraje una especie de

raíz de treinta centímetros que desplegaba raicillas secundarias hacia

los costados. No podía dar crédito a lo que la tierra me brindaba.

Había creado una estructura vertebral primitiva sin cráneo. Tenía a

la vista el cuero cabelludo desollado desde la base de implantación,

que se prolongaba hacia abajo siguiendo el eje axial geotrópico.

Faltaba el sustento óseo para enraizarse. Lavé bien el cultivo y lo

trasplanté en un pedazo de tierra más amplio. Mi proveedor de

cabellos, un antiguo maquillador de cadáveres, se entusiasmó con mi

nuevo pedido. Debía tomar discretamente y sin despertar sospecha

en el rostro del muerto, una muestra más profunda de cabello que

comprendiera cuero cabelludo y un fino filamento de hueso de la zona

occipital derecha. Evidentemente sus honorarios aumentaron y

cuando recibió la paga no abrió la boca y se marchó sin preguntar.

Así trabajábamos desde el inicio de mi proyecto y contaba con su

lealtad a toda prueba. Una semana más tarde se presentó con cuatro

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bolsitas en las que nadaban en solución fisiológica los pedidos

hechos. Realicé la primera etapa del protocolo y a los treinta días las

cuatro muestras estaban siendo trasplantadas verticalmente en la

tierra destinada. Luego de seis semanas se insinuaban las frentes y

cejas y una quincena más tarde las cabecitas estaban casi formadas.

Una de ellas tenía ojos azules, otra marrones y las restantes no

definían el color pero sí los labios sensuales. Un mes más de espera

y estarían listos para la cosecha preliminar. Mientras tanto las

cabecitas se miraban extrañadas y hacían pucheros cuando les

apagaba el televisor colocado frente a ellas. La hora de dormir se

respetaba escrupulosamente. Nunca noté en ellas algún atisbo de

hambre o dolor. El riego nutricional era diario y gozaba con la alegría

reflejada en sus caritas.

El momento esperado llegó. Cubrí con antifaces los ojos de

tres cabecitas y desenterré la de los ojos azules. Mientras lo hacía

sentía que me miraba tiernamente y me pareció escuchar unas

palabras de agradecimiento. Incluso me llamó “papá”. Cuando tuve

la cosecha sobre la sábana que servía de lecho, noté, con el dolor de

mi corazón, que no existían brazos, piernas, tórax ni abdomen. Era

un amasijo de pelos enredados que dejaba ver, al separarlo, la

inexistencia de un cuerpo. Le acaricié la cabecita y procedí a darle el

primer baño de su existencia. Lo coloqué sobre el hoyo preparado

para recibirlo y lo cubrí con tierra, dejándola tal como al principio.

Tanta emoción vivida la durmió rápidamente. Me dirigí hacia las otras

tres cabecitas y les quité los antifaces. Observaron a su hermano

durmiendo y me miraron con amor y reverencia.

Las acaricié, peiné, perfumé y les canté una canción de cuna

para dormirlas. Con gran pesar me dirigí hacia el pañol de

herramientas para extraer el machete y terminar con esta estupidez

de viejo ocioso.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: OswaldoCastro

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63


R

ybar corría sin parar entre los árboles añosos, su

objetivo, llegar al río Elba. Necesitaba juntar agua para

su desfalleciente madre que había quedado tirada en la

cama tras el alumbramiento de la pequeña Raina, su

hermanita. “Agua, agua” era lo último que le escuchó

decir, vio sus labios cuarteados, tomó el balde y partió. La travesía

no le resultaba fácil, el calor golpeaba como nunca y la sequía

reinante era como un tronco más de leña al fuego. Los últimos restos

del preciado líquido se habían acabado el día anterior y la mañana

sorprendió a Mirka con los dolores de parto tan intensos que

inmediatamente comprendió que estaba a punto de parir. Y así fue,

a los pocos minutos asomó la cabecita de Raina entre las piernas de

su madre que yacía tirada en el camastro. Rybar observaba con susto

la escena, quería ayudar, pero qué podía hacer un niño de apenas

nueve años. Su padre había partido quince días atrás en búsqueda

de trabajo y no había vuelto a dar señales de vida. Volvió a observar

a la recién nacida, envuelta en sangre, a su madre que pedía entre

gemidos agua, tomó el balde y partió. El río Elba pasaba a un

kilómetro de su casucha y sabía que, si corría con todo el impulso

que le daban las circunstancias, en poco tiempo podría calmar la sed

de su madre, pero a medida que se internaba más en el bosque, sus

fuerzas iban flaqueando, aunque no su voluntad. Así, a lo lejos, divisó

unos peñascos muy grandes que no recordaba haber visto antes; allí

abajo, en un hilo, el río se desplazaba sin pausa. Llegó a la piedra y

vio una leyenda tallada; la leyó: “cuando me veas, llora”. Nunca

imaginó cuán cerca estaba de desentrañar el misterio de esta. Bajó

con dificultad, quedó petrificado ante el paso de una serpiente quien

ignoró la presencia del niño. Con los pies lastimados por la travesía,

Rybar se acercó al río y llenó el recipiente. Comprendió que el regreso

sería más lento pues debía evitar derramar el preciado tesoro, además

el peso y el cansancio constituían una valla. El atardecer lo acompañó

en el reencuentro con su hogar, al avistar la choza tan cerca una

sonrisa dibujó su compungida alma. Estaba a pasos de poder

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complacer a su madre. Abrió con un gesto triunfal la puerta de la

choza y vio a su progenitora aún tirada en la litera, en un baño de

sangre y a Raina, prendida a su pecho fláccido. Se acercó para

mostrarle su logro, pero ninguna de las dos dio señales de vida; les

gritó, las zamarreó, pero la respuesta fue la misma, silencio de

muerte. El niño ahogó en un grito su llanto y la inscripción de la

piedra golpeó como un martillo su mente: “cuando me veas, llora”

CLARA GONOROWSKY

Argentina

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66


P

odrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la

primavera. Para Mark esto significaba que no podrías

cortar algo que evidentemente volvería crecer, no podías

acabar con algo que volvería a surgir.

Mark nació con una pequeña y problemática habilidad,

le era imposible ocultar sus sentimientos. Su habilidad se describía

como un desafío cuando se trataba de hacer amigos. La primera vez

que hizo presencia sucedió cuando tenía cuatro años, su amigo de

juegos le rompió su carrito. El niño se dio la media vuelta,

inconsciente del dolor que le provocaba al pequeño Mark, la

respuesta natural hubiese sido ir llorando con su madre, incluso

habría válido un grito o pataleta, pero Mark no era un nene normal,

de sus brazos comenzaron a brotar pequeñas e inofensivas jazmines

azules, las raíces de estas abrazaban sus brazos sin intenciones de

desaparecer, con cada lágrima que rodaba por su mejilla, de los

brazos del pequeño Mark crecían florecitas. De cualquier forma, su

madre (observadora como la mayoría), notó la extraña condición de

su hijo y decidió llevarle con un doctor.

Al principio el médico dudó de las palabras de la madre y

pensaba que aquel arbolito de jazmines, había sido colocado de

alguna manera por un ingenioso niño, más aún que pasado el

exabrupto, la mayoría de las flores se habían secado y las raíces

apenas eran visibles. La madre, desesperada porque el doctor

comenzaba a tratarla de loca, pellizco a su hijo, provocándole el

llanto.

Los jazmines reverdecieron y las flores lucieron sus pétalos

con más vida que la primera ocasión.

Al ver aquella rareza el médico solo pudo llegar a una ingenua

conclusión “Probablemente su hijo se comió un puñado de semillas

de jazmines”. ¡Claro!, definitivamente eso sucedió. En ocasiones las

personas con mucho conocimiento se niegan a admitir su propia

ignorancia, lo que los lleva a crear teorías disparatadas como la que

el histérico doctor formuló a la madre de Mark.

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La mujer estaba por marcharse y estando en el umbral de la

puerta el médico la detuvo, “preséntelo a un florista, al menos

podremos descartar la idea de una intoxicación, o podrá cortarle las

plantas”.

II

Un florista muy emocionado se abalanzó sin vergüenza alguna

sobre aquel árbol de jazmines, tomando la mano de la madre de Mark

y sacudiéndola en forma de saludo.

—Mi nombre es Jackson, es un gusto —era un hombre

delgado y alto con un alto sentido de la moda y la estética. Usaba un

piercing en la oreja izquierda y su mano derecha era decorada por el

tatuaje de un bonsái.

La madre le arrebató al “arbolito”, y le explicó la situación al

joven florista el cual no pudo contener su emoción. El florista tomó a

Mark y lo sentó en una mesita alta, haciéndole todo tipo de

preguntas, y cuando los ojos del pequeño Mark se encontraron con

los de aquel hombre, una sonrisa le iluminó el rostro, el niño se quitó

la playera y ambos adultos observaron una decena de girasoles

brotarle del pecho. No solo la madre y el florista se sorprendieron,

sino que el mismo Mark no tenía idea de lo que sucedía.

Con el tiempo Mark y su madre se volvieron clientes

recurrentes en aquella florería, y claro que Jackson era muy bueno

en su trabajo e incluso intentaron de todo, desde cortar las flores

hasta extraer sus raíces, pero esto era prácticamente imposible, ya

que para Mark era más doloroso arrancar una de sus flores, que una

de sus extremidades, estas dolían cada vez que crecían con una

emoción negativa e incluso estas eran aún más sensibles que su

propio cuerpo, si las tocabas con demasiaba brusquedad le

provocaban un hondo dolor físico y si las tocabas con delicadeza estas

le daban cosquillas. Jackson sabía justo donde tocar, sus dedos eran

de seda y cada vez que Mark experimentaba una nueva flor, este iba

a aquella florería con su florista personal a descubrir su significado

mientras sus caricias calmaban el dolor.

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III

Durante su infancia, gracias a la comprensión y amistad de

Jackson, Mark sobrellevó su “don”. Fue al cumplir los quince años y

en plena adolescencia que comenzó a odiarlo. No fue algo

instantáneo, la aversión comenzó el 22 de marzo, un día después de

su cumpleaños, aquella niña bonita se había unido a su clase. Mark

era un desastre, millones de margaritas adornaban sus brazos. Las

margaritas, son símbolo de inocencia y un amor tan puro como el

color que las adorna. Si hubiera sido un poco más cuidadoso

probablemente nadie se hubiera dado cuenta que eran dirigidas a

aquella chica, si no que cada vez que ella cruzaba la puerta del salón

de clases sus margaritas surgían, cada vez que el nombre de Hannah

era mencionado, sus margaritas enloquecían, y cada vez que se

acercaba a Mark estas parecían multiplicarse. La aversión a su “don”

fue in crescendo mes tras mes, para junio, era ya insoportable. Mark

creció y los demás chicos también. Lo que en algún momento pareció

magia, se había convertido en un mal sueño.

Debido a las burlas que recibía por sus sentimientos terminó

huyendo de la escuela para ir a refugiarse con Jackson en su florería.

IV

Su madre murió de un infarto (algo poco común en las

mujeres) aquel verano. Mark se negó a salir de la florería por más de

un mes, y cada vez que Jackson (quien gracias al testamento de la

madre se había quedado como tutor del chico) lo veía sumirse en la

depresión. Recordaba la primera vez que madre e hijo llegaron a aquel

lugar, podía jurar que Mark estaba incluso más cubierto de jazmines

que aquella vez. Jackson solo lo abrazaba mientras él lloraba. Y así

las estaciones pasaron.

V

Para combatir la soledad, Mark trabajaba en aquella florería

como aprendiz, los rumores no se hicieron esperar y sus compañeros

inventaban miles de historias, “Jackson era el novio de su mamá”

69


“Jackson lo convirtió en una flor viviente” “Jackson mató a su madre

para quedarse con el niño flor”, “probablemente solo son hermanos y

no lo saben”. Los rumores solo duraron algunos años y lograron algo

parecido a la normalidad, Mark y Jackson crearon una rutina,

disfrutando el oficio de la florería.

VI

A sus diecisiete años sus amigos (sí, pocos, pero logró hacer

amigos de nuevo) tenían una extraña obsesión con las películas de

terror, y para Mark esto se llamaba masoquismo, ya que al día

siguiente estos llegaban a la escuela con unas ojeras más grandes

que las de un poeta en depresión. Lo habían retado varias veces y el

siempre rechazaba, pero un día una pequeña feria llego a la ciudad,

por lo que sus amigos recurrieron a invitarle a la casa embrujada de

aquella feria, al principio Mark se excusó con tener que ayudar a

Jackson en la florería, aun así, todas sus excusas fueron ejecutadas

con solo un “¡Vamos Mark!” de Hannah. Aquella noche Mark parecía

un ramo de tulipanes morados, esta era sin duda una nueva flor, sus

amigos ni siquiera se dieron cuenta cuando se fue corriendo, ni

siquiera se despidió de Hannah, ni siquiera entró a la casa

embrujada. Salió corriendo a la florería de Jackson, encontrándolo

mientras este dormía plácidamente y otra flor que nunca había

brotado de él, brotó. Una gardenia, seguridad.

VII

El sol estaba en el punto más alto de la ciudad y el viento

soplaba ligeramente, provocando que las hojas secas de otoño se

alborotaran. El escenario pudo haber sido perfecto si no fuera por un

Mark luciendo como un árbol humano lleno de claveles blancos.

Había presentado el examen de admisión para la universidad y

debido a sus nervios no pudo controlar a sus plantas, por las que se

salieron de control, cubriéndolo, incluso su pelo tenía claveles.

Al llegar, después de una larga caminata, ahí se encontraba

de nuevo contándole a Jackson sobre su día y como nadie en aquel

70


examen lo había volteado a ver a pesar de que tenía más flores en su

cabeza que en el florero de sus casas. Les gustaba disfrutar la

compañía del otro, a veces Mark solo le ayudaba a Jackson con los

ramos, a veces solamente se recostaba en el piso del local, pero lo que

era seguro, es que al estar con él, sus brazos se llenaban de girasoles.

Nadie lo hacía sentir más seguro que su florista… y Hannah quien

ocasionó que las primeras rosas rojas crecieran en él, y justamente

fue Jackson quien trabajó más que nadie en aquella relación, ya que

no permitía que Mark regresara a la casa sin que este le confesara

sus sentimientos o al menos le mostrara sus rosas, por lo que gracias

a Jackson, Mark y Hannah comenzaron a salir.

VIII

Eran las únicas dos personas que se habían tomado el tiempo

de aprender acerca de sus flores aparte de su madre. Incluso Jackson

le solía prestar a Hannah el cuadernito en donde anotaba cada nueva

flor que brotaba en Mark. Este pequeño cuaderno tenía cada una de

las flores que Jackson había visto en Mark desde aquel día que lo

conoció, e incluso contenía dibujos de cómo estas lucían y se

aferraban a sus brazos, que emociones eran las que las traían a brote,

y que le gustaba a cada una, a los girasoles les encantaba el contacto,

mientras que a los tulipanes les disgustaba, los jazmines necesitan

mucha agua, que aproximadamente consistía en una ducha de dos

horas, pero para las margaritas con quince minutos sería suficiente.

IX

Mark desapareció un día antes de entrar a la universidad,

nadie lo había visto desde la tarde, ni siquiera Jackson sabía dónde

se encontraba, no respondía el teléfono, e incluso salieron a buscarlo.

Pero nadie lo había visto salir. Las semanas pasaron y Mark no

apareció, se abrieron investigaciones, pero después de tres semanas

abandonaron el caso, que según los policías se trataba de “una

rebelión adolescente”, pero Mark jamás volvió, y si el caso de la

rebelión era cierto, Mark no se redimió.

71


Jackson cambió el nombre de su florería, cuatro letras

luminosas adornaban la parte superior del local, decorado con flores

y luces de colores. Jackson se encontraba ocupando el lugar de Mark

detrás del mostrador. El sonido característico de una campanita

indicó que un nuevo cliente había entrado a solicitar un ramo.

Jackson tomó la orden y le dijo a la clienta que podría pasar por el

ramo en aproximadamente dos horas. Bajó las escaleras en busca de

las flores necesarias en su pequeño ático que usaba como

invernadero, mientras sacaba su pequeño cuaderno que tenía escrito

“Mark” en la portada, aquel donde anotaba todo acerca de sus flores.

Al abrir la puerta, caminó hacía Mark que yacía atado al suelo con

cadenas en sus extremidades, puestas con delicadeza para no dañar

sus brazos.

Mark muchas veces se había puesto a imaginar su muerte,

había llegado a la conclusión de que sus flores se alimentarían de él

hasta que no quede más que sus huesos, la muerte más bella que

jamás pudo imaginar, podría ser incluso retratada en una pintura,

seguiría retratando dolor pero no dejaría de ser hermosa.

Al ver a Jackson acercarse no pudo evitar que un escalofrío

recorriera su espalda. Jackson lo tomó de la barbilla, se acercó a su

oído y susurró:

—Tienes dos horas para convertir esos tulipanes morados en

rosas… ¿o necesitas que traiga a Hannah para ayudarte?

Mark lo tomó del cuello para responder con una voz cansada.

—Podrás cortar todas las flores, pero no podrás detener la

primavera.

Al final uno de aquellos rumores era cierto.

SAMANTHA NIÑO PARDO

México

Instagram: https://instagram.com/sam_heavens.cloud?r=nametag

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73


E

n la calle:

Caminaba a paso regular. Los tacos golpeaban con

un sonido neutro las baldosas de la gastada acera;

el aliento formaba nubecitas en el aire frío. Tenía las

manos en los bolsillos del sobretodo, y no pensaba conscientemente

en algo determinado. Los árboles de troncos negruzcos se

sucedían en grotesca fila; arriba, un cielo gris. Las antenas de

televisión asomaban por sobre las azoteas como insectos fantásticos

de otro planeta. ¿Cuánto hace, pensó absurdamente, que no es

verano? Y entonces volvió aquella idea: un camino hacia aquel país

dichoso; un camino hacia el país del Sol.

En las paredes, los carteles de propaganda política, los

avisos comerciales, las palabras toscamente emborronadas con

pintura roja o con alquitrán, se oponían y se superponían en una

extraña lucha a la vez muda y estridente:

¡FUERA YANQUIS IMPERIALISTAS DE VIETNAM!; ESTA NOCHE: ORQUESTA

TÍPICA DE; PRESUPUESTO sí, SANCIONES NO; Los FASCISTAS ASECINOS SON UNOS

HIJOS DE; EL CANAL DE LAS FAMILIAS: SIEMPRE LOS MEJORES PROGRAMAS;

REPUDIO A LA AGRESIÓN POLICIAL.

Un camino, pensaba él, un camino hacia el pasado... Atrás,

atrás, a aquellos tiempos más felices, cuando el mundo todavía no

había perdido el rumbo... Tengo que hallar el modo de volver atrás...

Tengo que encontrarlo.

Se detuvo. Había llegado a la parada del ómnibus. La calle

estaba desierta en aquel helado atardecer. Consultó el reloj,

maquinalmente, sin enterarse de la hora que indicaba. Volvió los ojos

a la larga avenida que había recorrido. La solitaria perspectiva era un

tanto borrosa a causa de la neblina y de su propia miopía. Atrás,

atrás, se repitió; tengo que encontrar la manera.

En el ómnibus:

Semiacurrucado en el asiento de cuero raído, envuelto en la

bufanda, miraba sin verlo su propio reflejo —rostro pálido, ojos

74


enrojecidos, pelo oscuro—, sobre la ventanilla. Fragmentos de

diálogos de otros pasajeros, risas, sonidos, rumores, le golpeaban

los oídos.

—...la última materia, ¿sabés? Pero le tengo miedo a ese

profesor; dicen que es un amargo, ¿sabés?

Atrás, atrás, pensaba. Tengo que volver. El pasado no ha

muerto: el tiempo no muere, como no mueren las calles que este

ómnibus va dejando atrás. Yo sé que existe un modo de regresar y lo

voy a encontrar. El presente es un asco; no comprendo este mundo de

hoy; no pertenezco a él; lo detesto.

—...¡déjelos, no más! ¡Van a provocar otra Corea, eso es lo

que van a conseguir! ¡Otra Corea! ¡Eso!

—...Subió a trescientos pesos. ¡Esto no puede ser! ¡Si

cuando yo te digo que este país va cuesta abajo! ...

...El tiempo es una dimensión, como la altura, como la

distancia. Podemos viajar horizontalmente, hacia adelante y hacia

atrás, simplemente caminando. Podemos ir hacia abajo, haciendo un

pozo, sumergiéndonos en el mar, cayendo... Pero para ir hacia arriba,

¡se necesitan vehículos especiales! De otra forma, no es posible desplazarse

en esa dirección... Las dificultades aumentan de acuerdo a la

dimensión en que se quiera moverse... ¡Es raro que nadie haya

pensado en eso!

—...son todos riquísimos. Pero el que más me gusta es

George... Ringo tiene un no sé qué que me hace erizar... ¿A vos

no? ¡Me enloquecen los...!

...¿Y cuál puede ser el vehículo apropiado para viajar en el

tiempo? ¿Una máquina, como las de las novelas de ciencia ficción? No.

¡Algo mucho más simple... y a la vez inmensamente más complejo!

¡Curioso que nadie lo haya pensado!...

—...son divisas que el país pierde. ¡Es una inconsciencia!

—...él la quiere con locura. Se desespera por verla, la llama

por teléfono, le regala flores... Es un amor con ella. La quiere de

verdad y...

75


...¡La mente! Es la única solución. Solamente mediante el

pensamiento, o el poder mental, o lo que sea (los nombres no importan),

se puede viajar al pasado. Parece fantástico; pero lo que ocurre

es que se trata de un concepto totalmente nuevo y distinto. Todo lo

estructurado anteriormente no sirve de nada ante esta nueva

concepción. El adelantarse a ella requiere todo un esfuerzo mental; es

cierto. Pero si se reflexiona un poco, se llegará inevitablemente a la

misma conclusión a que yo llegué... Lo único que nos llevará al pasado

es la mente... ¡Y yo tengo que llegar! Atrás, atrás..., a aquellos

tiempos mejores y más felices...

—...¿Viste “El Show de las Risas”? Es bárbaro; bárbaro, te

digo...

—...¿a trabajar en el Banco? Te felicito, pibe. ¡Tenés un

porvenir seguro!... Hoy en día...

...Volver... volver. La Historieta era un arte entonces, y se

escribía con mayúscula... Todo el mundo conocía a sus personajes

y a sus dibujantes... Yo hubiese podido ser algo en esa época: me

habría destacado en ese género... Ahora... Ahora no me queda nada;

no puedo esperar nada; no veo ninguna luz delante de mí... ¿Qué

puedo hacer en este mundo que no entiendo y entre esta gente que

desprecio?... Televisión, TV, hoy, serial, show, Nueva Ola... solo se

habla de eso. ¡Cómo ha decaído, cómo se ha deformado la mentalidad

del público! No leen, no van al cine, y menos al teatro; no piensan.

No hacen otra cosa que sentarse frente a una pantalla a mirar

tonterías todo el día... Tengo que volver atrás...

—...¡Si es usted el que empuja, imbécil!

—...no es que no sepan, viejito. ¡Que se lo cuenten a su tío! Es

que son unos sinvergüenzas y nada más. Se dedican a robar en vez

de gobernar... ¡Eso...!

—...porque está “Misión Imposible” y no me lo quiero

perder...

—...El diario, nada más. Pero no tengo tiempo de agarrar

libros... Además están por las nubes...

76


—...dos bailes seguidos; uno de quince, con la orquesta de...

—...¡Por supuesto! Si no gana bien, no. La nena no puede...

...Un camino. Un camino hacia el pasado. Atrás, atrás...

En la casa:

Por suerte no hay nadie, felicitose interiormente; podré

experimentar. La última vez casi lo consigo. Recordó que se había

tendido en la cama, relajando los músculos y tratando de poner la

mente en blanco. Después se había concentrado intensamente...

Atrás, atrás... atrás... Creía recordar todavía la humedad del sudor

que le cubrió la frente y el esfuerzo tremendo a que sometió a su

cerebro. ¡Y había logrado algo! De pronto se halló tendiéndose en la

cama una vez más; ¿o sería la misma vez?... No recordaba haberse

levantado en ningún momento; así que ¿cómo podía estar

reclinándose de nuevo? ¡Era que había tenido éxito! ¡Había logrado

retroceder en el tiempo!

Unos minutos... acaso solamente unos cuantos segundos...

pero había tenido éxito. Él necesitaba remontarse dieciocho años

atrás, al principio mismo de aquel lapso feliz que

añoraba... Le iba a costar mucho más, naturalmente, pero llegaría.

Estaba dispuesto a sufrir lo que fuese, con tal de llegar. El

experimento exitoso le había costado tres días de terribles dolores de

cabeza..., dolores tales como jamás creyó se pudiesen padecer...; pero

estaba decidido a continuar hasta el fin. Porque debía encontrar el

camino hacia aquel tiempo de Sol, atrás, atrás.

Se tendió en el lecho, cerrando los ojos y aflojando el cuerpo;

ya podía conseguir esto con entera facilidad. Después se concentró:

Atrás. Atrás. A aquellos tiempos dichosos en que los quioscos

exhibían abigarrados montones de revistas de historietas. Cuando

todo el mundo conocía a los personajes de las tiras diarias y de los

comic books: Mandrake, El Príncipe Valiente, Flash Gordon, El

Hombre Plástico, Spirit, Cuentos de Brujas... En aquel tiempo en que

los dibujantes eran estrellas refulgentes: Cullen Murphy, Raymond,

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Lubbers, Powell, Wood, Eisner... Entonces, —atrás, atrás—, cuando

aparecían los primeros puestos callejeros de venta y canje de

revistas; puestos de madera claveteada, donde se amontonaban los

muchachos revolviendo en las pilas de revistas de historietas;

muchas, muchísimas; todas distintas y todas de buena calidad;

hechas con cariño, como una obra artística —porque entonces la

historieta era un arte—, por hombres que sabían su trabajo y

conocían el valor del mismo... En ese tiempo en que él era uno de

esos muchachos —quizá el más aficionado—, que todos los días

rebañaba de sus monedas sueltas para comprar revistas, y se pasaba

las horas en aquel puesto callejero —cuatro estantes de madera

junto al cordón de la vereda, casi en la esquina—, inclinado sobre

las tapas de colores y las páginas manoseadas, buscando,

gozando... Atrás...

En el país del Sol:

...es hoy, ahora. Supo que lo había conseguido. Estaba en

una calle soleada, alegre. La gente discurría gozosamente por las

aceras tibias; los automóviles circulaban discretos, sin demasiada

prisa, sin demasiado ruido.

Caminaba a paso regular sobre las baldosas cálidas como

carne, llenos los sentidos de aquello. El cielo azulísimo, el aire

suave y tibio, el sol brillando tan magníficamente que hacía doler

los ojos. Nunca creí, pensó maravillado, que pudiera verse tanto cielo;

nunca esperé que hubiera tanto sol y tanta luz. Entonces notó que

las azoteas estaban limpias de los fantásticos insectos de metal que

las oscurecían en otro tiempo...; aquello permitía que la luz y el calor

del sol se derramasen por entero y sin obstáculos sobre las calles,

sobre la gente, sobre él, bañándolos cálidamente, revivificándolo

todo...

El país del Sol, pensó; ¡el país del Sol!

Y entonces lo vio. Junto a la acera, casi en la esquina de la

calle, pleno de colorido y de olor a papel —delicioso olor—;

78


flanqueado por docenas de muchachos inclinados sobre las

estanterías repletas. El puesto de revistas usadas. Aquel puesto.

Se acercó, y al hacerlo se sintió estremecer. Porque había

reconocido una forma familiar, una inclinación particular de

hombros y espaldas... Sabía quién era ese muchacho que revolvía

infatigable y ansiosamente los montones de revistas. Se aproximó,

empapado en la dulzura cálida del Sol, colmados los oídos y las

narices y los ojos y la piel de aquellas deleitosas sensaciones.

Entonces se volvió el muchacho. Era pequeño y delgado, de

grandes pupilas luminosas.

—Hola..., Pablito —dijo él, pronunciando las sílabas con la

deliberada lentitud del que las saborea.

El chico sonrió.

—Hola, Pablo —respondió.

Se dieron la mano, y el sol esplendoroso se agigantó hasta

inundarlo todo.

***

—...Derrame cerebral —diagnosticó el médico, cubriendo el

cuerpo con una sábana.

—¡Pobre Pablo! —se lamentó el padre—. ¡Con tanto futuro por

delante!...

—¡Hijo mío!... —sollozó la madre—. ¡Cuánto debió de sufrir!

CARLOS M.FEDERICi

Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici

Nota del autor: Dos palabras previas relativas a este cuento. Pertenece a mis etapas iniciales; aunque se publicó en 1970,

en el Nº 16 de la revista “Nueva Dimensión”, lo escribí algunos años antes, en la primera mitad de los 60. En esos

tiempos, el panorama de la historieta mundial aparecía singularmente sombrío, y muchos veíamos en camino un proceso

de extinción (bajo la damocliana influencia de la emergente TV) que se antojaba irreversible. De ahí la zozobra del

emblemático protagonista, comprensible, pienso, si se considera que en aquellos días el mismísimo Stan “The Man”,

según se cuenta, se echó a llorar desconsolado frente a Jack Kirby, ante la inminente hecatombe que veía avecinarse.

Por fortuna “The King” asumió una actitud mucho más firme y resuelta, empeñándose en lo suyo hasta lograr encaminar

a ambos, décadas más tarde, a los auspiciosos resultados de todos conocidos.

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80


B

albi, la monja insaciable, se comió de una vez cuatro

tarrinas de nocilla. Su apetito era voraz. Su estómago

siempre le pedía más y más... Desde que nació

sobrepesada, con cinco kilos, siempre había tenido

demasiado apetito. En el hospicio donde nació y vivió

su infancia y parte de la adolescencia, todos estaban altamente

asustados porque la cría les gastaba buena parte de su exiguo

presupuesto. No le gustaba jugar, ni bailar, ni siquiera dormir

(pasaba las noches en vela pensando en llevarse algo a la boca). Sólo

anhelaba engullir. Era una verdadera mini trituradora y tragadora de

comida...

Posteriormente, cuando llegó a la temprana madurez y con 90

kilos de peso y 1,5 metros de estatura, su ansiedad —que nadie se

explicaba de dónde provenía, aunque podría provenir de su

orfandad— se fue acrecentando y acabó robando en las tiendas de

ultramarinos y en las huertas de los vecinos de al lado del convento

donde acabó viviendo. No tenía amigas, tan sólo enemigos por todos

los rincones del sagrado sitio. Pero nadie se atrevía a denunciarla a

la Policía porque, en el fondo, daba mucha pena y Dios sabe que la

madre superiora y el resto de las hermanas hacían todo lo que podían

por controlarla… sin éxito.

De modo que, un buen día, la madre superiora no tuvo más

remedio que meterla en una celda para ver si, de este modo, el

Santísimo se apiadaba de ella y se reformaba de una santa vez,

comiendo como el resto de los mortales, en su caso, como el resto de

sus compañeras, las otras monjas; es decir, poco.

Ella nunca había deseado los hábitos porque un día de esas

escapadas que, en ocasiones hacía para robar comida en el pueblo,

conoció a Justico —un mozo lelo perdido, pero con buen paquete— y

se enamoró de él perdidamente. Pero su amor estaba condenado a

extinguirse como los pecadores en el fuego del Infierno porque las

pocas escapadas que hacía le resultaban pecata minuta al muchacho,

quien necesitaba fornicar constantemente.

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De modo que Balbi se convirtió en una monja joven adulta con

muy mala leche: llegó a dudar de la existencia de Dios y odiaba a sus

compañeras religiosas porque les había robado no pocas veces en la

huerta del convento y éstas le tenían fichada con creces. Además,

todas le resultaban demasiado beatas. Y Justico se quedó solo y

deprimido.

Después de engullir las tarrinas, la novicia rebelde abrió la

nevera y se dedicó a los yogures. Comió ocho de un tirón: cuatro

naturales y otros tantos de sabor de frutas del bosque. Sentía especial

predilección por estos últimos porque se imaginaba libre en el

bosque, haciendo lo que le venía en gana, cual liebre campestre

saltimbanqui.

La puerta de la cocina se abrió de golpe. Sor Creofasia, la

madre superiora, le pilló in fraganti y, sin mediar palabra, le propinó

una buena bofetada. La cara de Balbi se hinchó de repente, pero, en

vez de llorar, comenzó a reír como una posesa.

—¡Tú, de mayor, vas a ser una cínica!

La madre superiora le gritó estas duras palabras con todas

sus fuerzas a la cara. Y esto provocó que la novicia soltase dos

carcajadas diabólicas y saliese corriendo hacia el precioso claustro

románico donde los limoneros se hacían querer por los olivos en un

ambiente colmado de paz y oración.

Para sor Creofasia —una vieja amargada, larguirucha y con

nariz de corneja y ojos de búho— un convento de monjas es el mejor

lugar donde una joven puede encontrar el camino en la vida, lejos de

los vicios terrenales. Y si la candidata a monja es fea, tanto mejor

porque, de este modo, no se preocuparía de casarse ni de arrejuntarse

con hombre alguno. De modo que en su convento todas las hermanas

eran feas per se, a la par que castas y devotas por obligación religiosa

o, al menos, en apariencia… Ella misma nunca tenía reparos en

reconocer que había optado por los hábitos porque no había hombre

que la hubiera soportado.

Era la hora del rosario y Balbi se unió al resto de las

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hermanas. Después de los rezos, todas entraron en el refectorio a

merendar, todas menos ella, que llevaba una semana castigada sin

la merienda por ser una glotona. Estaba muy disgustada porque cada

vez se veía más marginada en el lugar y, además, echaba de menos a

Justico.

Esa noche, después de la cena, la monjita no pudo dormir.

Una voz entró en su mente, un susurro de tono dulce e indefinido,

entre femenino y masculino. Ella pensó que era el Espíritu Santo, que

se le acercaba a darle consejo.

—Tu enfermedad tiene cura, Balbina. Tú lo que necesitas

alguien que de verdad te quiera porque naciste huerfanita y de ahí,

proviene tu ansiedad. Sal rauda y veloz del convento y cásate con

Justico.

¡Balbi pegó un brinco y cayó desmayada en el suelo! Su vientre

paquidérmico botó arriba y abajo. Al poco rato, se repuso y comenzó

a pensar que la voz tenía razón. Pero temía que, si se daba de baja de

monja, Justico —a quien hacía un año que ya no veía— ya no la

quisiera porque había engordado y afeado. Cayó dormida de lado en

la cama con grandes lágrimas en los ojos.

Al día siguiente, la monjita se desayunó opíparamente: alegó

que se encontraba enferma para no tener que madrugar y, cuando

todas sus compañeras habían abandonado el refectorio con el

objetivo rezar en la capilla, volvió a la cocina a ponerse las botas. Pero

lo hizo con tan mala suerte que Sor Creofasia le volvió a cazar y esa

vez, le flageló veinte veces para, posteriormente, atarle a la pata de

una cama durante todo el fin de semana y ponerla a régimen de pan

y agua.

Como consecuencia del castigo, la novicia adelgazó cinco kilos

y, cuando finalizó la penitencia, se miró en el espejo de su cuarto y,

de repente, se dio cuenta de que estaba más guapa cuanto más

delgada.

Por primera vez en toda su vida, sintió una cierta autoestima.

Además, se sentía muy rebotada con la madre superiora por el

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desmedido castigo que la había propinado, por lo que la rabia

también le dio añadidas fuerzas. De modo que, desde ese mismo día,

se puso a régimen severo.

Al cabo de varios meses, ya estaba irreconocible: con no poco

esfuerzo, había adelgazado treinta kilos, casi recuperado su peso

normal para la estatura que tenía y todas sus compañeras, incluida

la madre superiora, se quedaron atónitas por este inusitado progreso.

Comenzaron a sentir celos de ella… Una tarde, posteriormente ca la

siesta y la merienda, Balbi acudió a confesarse para no sólo

arrepentirse de sus pecados, sino dar gracias a quien fuera por el

milagro obrado en su hasta hace poco malogrado físico. Cuando

terminó de hablar, una voz familiar la absolvió. Ella dudó dos veces

antes de preguntar…

—¿No serás quien yo pienso? No, estoy teniendo

alucinaciones. No puede ser…

Se puso de repente nerviosa y para su gran sorpresa, del

confesionario salió vestido con sotana un Justino pletórico de amor.

Ella se desmayó en sus brazos y él, que se había convertido en todo

un mozo elegante, prometió sacarle del convento lo antes posible. Y

así sucedió por gloria y gracia del Espíritu Santo y, sobre todo, por el

tesón de Balbi, la monja insaciable…ahora, de amor…

Iñaki FERRERAS

España

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N

o me reconozco. Espero que se desocupe el teléfono,

mientras pienso qué le diré a mi madre cuando me

atienda.

Alguien me empuja y avanzo. El tubo cuelga y apago

un chillido al apretar la horquilla. Disco. Espero.

Ayer preparé su comida preferida para nuestro aniversario y

los niños quedaron con mi madre.

—¿Por qué brindamos, querida? —me preguntó. No hubo

collar ni perfume y, sin embargo, el resumen de su tarjeta de crédito

acusaba gastos importantes en la joyería y en la perfumería.

Hoy salí de casa con el monedero lleno después de romper el

chanchito de cerámica que había estado engordando poco a poco

durante los diez años que duró mi matrimonio. Nunca le devolví a mi

marido ni una moneda.

Del montón de modelos elegí una y le señalé a la peluquera la

foto de la revista.

—Quiero ese color y ese corte.

Con la manicura recién hecha ya no parecía una ama de casa.

Después me deshice del simple vestido de entrecasa, aunque

lo más difícil fue caminar sobre los tacos nuevos, altos, delicados. Me

detuve frente a una vidriera del centro para contemplarme. Solo

conservaba algo de mi amargo pasado: la alianza.

La empeñé y volví a llenar la cartera con billetes y monedas.

Recuerdo haber ensayado alguna risa con el encargado de la tienda,

aunque no sé qué era tan gracioso. Algo le dije del veneno para ratas

y de la rata de mi difunto marido.

Alguien me metió en un patrullero.

—Mamá, cuidá a mis hijos —dije y reconocí mi voz.

Soy otra, pero sueno igual.

LUCIANA ELSA BONZO SUÁREZ

Italia - Argentina

Instagram: Bonsuaescritora

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87


E

l deseo sexual hace que nuestro lado más animal salga

al exterior. Es casi inevitable. Basta con echar un

vistazo a cómo actuamos mientras mantenemos

relaciones sexuales. Nuestras posiciones, caras y

sonidos son bestiales. Se salen de control nuestros movimientos

corporales, nuestras pupilas se dilatan y la temperatura aumenta. El

deseo es cínico, no se puede esconder, se desborda. Por ejemplo, si

su cadera nos provoca nos inclinamos en su dirección; si sus ojos

nos atraen no paramos de parpadear; si su boca nos seduce lamemos

nuestros labios para estar listos para la primera oportunidad de

besarlos. Movemos el cabello; acariciamos nuestras manos;

mordemos nuestros labios; abrimos más de lo normal los ojos;

respiramos con rapidez. Obviamos nuestras ganas. Mirando de frente

a lo que deseamos jadeamos igual que un animal frente a su presa, y

al percibir el mínimo peligro de perderla, atacamos con prisa.

Él pasaba del metro y ochenta de altura; tenía el cabello

castaño, largo y rizado; ojos cafés claro; nariz pequeña y afilada;

pestañas largas. Sonrisa franca, amplia, blanca, dulce, infantil.

Labios rosas y carnosos. Complexión delgada, brazos y piernas

largas. Manos marcadas por venas y huesos sobresaltados. De poco

intelecto, muy risueño; conversación banal, nula conexión intelectual

conmigo.

Nos invitamos casi al mismo tiempo a tener una cita. Cuando

finalmente “salimos” nos vimos muy cerca de su casa. El plan ya

estaba hecho. Veríamos una película donde explican cómo es que el

agua en contacto con sonidos y palabras agradables cambia su

estructura molecular, entre más cosas que suceden dentro del filme.

De nada valió la película y sus metáforas supuestamente profundas,

a mitad de la cinta yo ya le estaba diciendo mi monólogo de “ligue

infalible”.

Me sobrepasaban las ganas de comerme esos labios rosas y

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lamer uno a uno esos impecables dientes. Él en verdad estaba

deseoso por platicar. Fue una fatiga la larga conversación. Tantas

veces ya me había reído de los mismos chistes; tanto había contado

él las mismas anécdotas, ¿para qué seguir esforzándonos por convivir

más tiempo si sólo queríamos coger? Pensé.

Al fin pude iniciar mi cuento. Aquella infalible historia del

universo y su perfecto orden, muy ad hoc con el tema de la ya

olvidada película. Se acercaba la conclusión de mi historia y él estaba

muy distraído. Carajo, ¡la historia no funciona si no pones atención!

Entonces hice mano del segundo recurso: el creativo. La historia de

la experiencia extrasensorial de crear arte y la conexión con el

universo y las musas. Ese supuesto momento mágico que decide tu

vida y su camino. Esa mínima decisión que sí no tomas por cobarde,

(y esta parte es muy importante porque es cuando le convences de

que no actuar impulsivamente es ridículo), ese momento en que

debes hacer lo que te dé la gana, sin temor al rechazo y... ¡pum! Se

acercó a besarme, como loco desesperado. El segundo recurso

funcionó.

Comencé a desnudarlo, como quien le quita la envoltura a un

dulce. Moría por ver ese pecho, abdomen y brazos desnudos. El

momento de sacarle la camiseta y que apareciera su sonrisa fue como

ponerle una corona al rey. Sentí que casi lo quería. La sonrisa más

bella que había visto en la vida, su ternura infinita. Por nada le pido

que me repita la última hazaña que hizo, pero mi humedad

acrecentaba y no había tiempo para escuchar historias.

Su piel era dulcísima, sus vellos suaves, realmente lo estaba

disfrutando. Mirarlo ahí de pie, sin camiseta, excitado, con el bulto

creciendo dentro del pantalón, vulnerable... ¡hermoso! Entonces se

metió a la cama, se cubrió la cabeza con la cobija y me invitó a hacerlo

junto con él. Me metí, nos abrazamos y nos desnudamos. Sentía que

compartíamos el cuarto con un invitado invisible, imaginario de quien

nos escondíamos. El calor bajo la cobija en pleno abril sumado al que

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desprendían nuestros cuerpos era una bomba de alta temperatura

que se volvió absolutamente excitante.

Sus manos empezaron a moverse sobre mí cuerpo, empezó a

apretar mis muslos; me dijo al oído tres burdas, sucias, magníficas y

asquerosas palabras que erizaron los vellos de mi nuca y cuello. El

"niño" sabía lo que hacía.

La cobija la usaba igual que como un súper héroe usa su capa.

Se levantaba de la cama sin soltar las puntas de la tela sobre su

cabeza. Observaba un poco, con la mínima ayuda de la luz de

televisión, miraba, se alejaba y regresaba. Me hizo reír mucho. Se

movía como en un juego, subía y bajaba besando mi cuerpo. Me lamió

la punta de los dedos de los pies, las orejas y las rodillas. Se acercó a

mi sexo y con su pequeña nariz aspiró fuerte y seguido, eso nos

provocó un ataque de risa. Fue divertido, loco, feliz. Entonces me besó

en la boca por segunda vez. Me dio un beso increíble; de los mejores

que había recibido hasta entonces. Un beso largo, húmedo,

asfixiante, suave, tierno, dulce, increíble, realmente increíble. Metió

sus rodillas entre mis piernas y mientras me besaba se abrió paso.

Le expuse mi sexo, lo penetró. Tenía un sexo enfundado ya en un

condón, un pene dulce, cálido, duro, tierno, desesperado, ansioso,

cohibido, pleno, increíble, realmente increíble, como su beso.

Me abrazó con esos lampiños, largos y blancos brazos y me

sentí adentro de un horno. Sentí que hervía y de la nada lamió mi

cuello como un gato lame sus patas. Sentía su saliva como un hielo

contra mi piel. Me tenía atrapada, sin querer escaparme jamás de ese

abrazo voraz. Su pene no dejaba de entrar y salir de mí, mi vagina se

hinchaba y reducía, palpitante. Latía. Vida.

Terminó. Terminé. Terminamos. Me dijo en mi oído tres

palabras hermosas, tiernas y perfectas. Nos abrazamos y finalmente

dormimos.

Por la mañana la luz del sol me dio una bofetada hacía la

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realidad, seguro ya pasaban de las nueve de la mañana. Lo miré a mi

lado, él tan guapo, tan dulce. Me escapé de sus sábanas cómplices,

bajé de la cama en total silencio, mejor que como un ladrón lo hubiera

hecho. Tomé mis zapatos de debajo de la cama, recogí mi bolsa de la

silla en la entrada, levanté mi ropa del piso, me vestí rápido y no eché

un último vistazo hacía la cama.

Salí de su departamento. Al cerrar la puerta me puse los

zapatos sentada en la escalera que llevaba al patio, todo esto a la

vista de una vecina intrigada por mi presencia. Entonces corrí a tus

brazos. Tenías dos horas de haber llegado a México y era tu

cumpleaños. Imposible faltar a mí segunda cita de un fin de semana

largo de abril.

VERÓNICA EDITH GONZÁLEZ CANTÚ

México

Instagram: https://www.instagram.com/escribocuento/

Twitter: https://twitter.com/veroglezca

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92


A

quel día, temprano, un resplandor leve y caprichoso se

coló por el ventanal y tuvo efecto estimulante sobre mi

creatividad aletargada. Hacía días que sentía como

que cargaba siglos de infecundidad creadora; no había

ideado nada importante en mucho tiempo y mi vida se

blandía en una sensación de mansa inexistencia. Desde luego

aproveché el carácter propicio del momento (que con la edad suele

presentarse con menor frecuencia) y después de una ducha tibia, y

un ligero desayuno, me aboqué por rutina al asunto en la

tranquilidad de mi estudio. Tomé una hoja de papel, la puse en la

máquina de escribir y la numeré. Moví los dedos sobre el teclado y

los estiré tres, cuatro veces, hasta que la tensión cedió por completo.

Miré los tipos con un arrojo incierto, saqué de mi escritorio algunas

fichas en las que había tomado notas sobre el cuento que quería

escribir y las leí. Entonces, cuando una idea ambigua del primer

párrafo por fin apareció, me dejé ir hacia las imágenes de ficción

instaladas por meses en mi cabeza y que ahora reclamaban

autonomía para buscar su propio color y movimiento; clac, clac: “La

mujer recibió el vaso con agua, se tragó la pastilla y temblorosa sorbió

el líquido hasta que sintió alivio en su garganta volcánica…” ¡No! el

término “volcánica” suena fatal. Ummm. Ya lo revisaré, me dije, y

volví a entregarme a la familiar felicidad de ver correr dócilmente las

frases.

Había que esmerarse con las primeras líneas, claro, aunque

por primera vez intentaría proseguir sin detenerme a corregir.

La premisa, nada original, desde luego, era retratar las

circunstancias tortuosas que hundían en la adversidad las vidas de

una mujer enferma y de su hija de ocho años (que para efecto de la

historia constituía su única compañía), tejerlas con delgados hilos

narrativos y valerme de los artificios literarios para esbozar en el

argumento mis inflexibles convicciones ateas. Intentaría demostrar

que el concepto de Dios era una argucia bien diseñada; nada distinto

al consuelo simple de cualquier desventurado. Eché mano de aquella

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situación lastimosa porque me pareció que bien podría ser real y se

ajustaba a la intención y efecto que buscaba. Por otro lado, para

sugerir la percepción de verosimilitud y profunda zozobra, ambienté

el cuento en el extrarradio de los barrios bajos de una ciudad

cualquiera y en la intimidad de un pequeño rancho de latas

desbordado de pobreza infame, donde el infortunio rompía,

implacable, los diques debilitados de la voluntad de las dos mujeres.

Volví la vista a las fichas. ¿Qué escribí en ésta? Ah, sí: “…por

las noches, a la luz de una flébil lamparilla, la niña velaba con

estoicismo las horas de aflicción de la madre y por las mañanas se

dirigía, con el sueño aún adherido a los párpados, a los vertederos

donde rastreaba cualquier cachivache que pudiese vender para

comprar las medicinas, o bien, allegándose con un carretón de

mercado y rescatar mercadería vencida o frutas a medio pudrir que

aún pudiesen ser consumidas…” ¡Sí, tenía ya la estructura

argumental más o menos definida! El tipo de narrador sería

omnisciente, por supuesto; era el que mejor me iba. “Un gran

progreso”, pensé.

Seguí estudiando posibilidades mientras escribía frases

deshilvanadas que claramente cambiaría después, en la corrección;

así avancé unas cuantas páginas. Inferí también que debía mostrar

al lector un grado de extrema adversidad acechando a los personajes

a lo largo de la historia, pues eso reforzaría la impresión de que un

ser todopoderoso, al cual iba referirme posteriormente, no podía

existir advirtiendo indiferente tal infortunio, ni siquiera en la ficción

literaria. De modo que llevé a los personajes al límite. Ummm. Ahí me

detuve. Releí. Estaba cayendo en un lugar común. El relato —pensé—

sería un burdo melodrama si la madre se recuperaba y todos

contentos. Para no arruinarlo, indefectiblemente debía morir.

En eso estaba cuando me di cuenta de que, luego de veintidós

páginas, diez horas de obcecada labor de escritura, y veintitantos

cafés, la noche me había encontrado peinando mi blanca barba con

la mano y buscando la manera más justa de dar por terminada la

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historia; quería encontrar un final inesperado, por completo

asombroso, fantástico quizá.

De tarde, y ya vencido por la fatiga, tuve que irme a la cama

dejando el cuento inacabado. Me dormí en la certidumbre de

terminarlo con las primeras cenizas del alba, sabía que algo se me

ocurriría. Y sucedió que, en fondo de mi sueño, vi a la niña arrodillada

del lado del lecho de la mamá (me sorprendió lo reales que eran,

¿tendría ya mi final?) con las palmas de sus manitas juntas,

buscando el cielo ilusorio de mi estudio e implorándome en oración:

“Sabes que me he portado bien, te pido que no te lleves a mi mamá.

¡Eres un buen Dios y no querrás quitármela…!” Y continuó el rezo

por varios minutos con tanta devoción que yo, en el sueño, sentí que

debía —y podía— tocar su pequeño corazón. Y lo hice. Así que aquel

personaje infantil tomó la mano de la madre, que reposaba sobre una

biblia que acababa de ponerle en el pecho, miró a lo alto con entereza

y sonrió esperanzada.

Fue entonces que tuve conciencia de mi propia realidad. Tras

una mullida sensación de levedad que no puedo explicar (de repente

perdí adherencia, quise asirme con desespero a cualquier forma de

materialidad), comprendí que no iba a despertar del sueño en el que

creía estar, porque la aserción de mi existencia gravitaba en la certeza

de mis propias convicciones, así que cuanto creía ser no pasaba de

una mera ilusión. Todo quedó claro en un instante: yo no había

imaginado una historia y unos personajes. Ellos me imaginaban a

mí.

REYNALDO BERNAL CÁRDENAS

Colombia

Facebook: Reybenclavetres

Instagram: @reybenclavetres

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96


D

espiertas. Abres los ojos bajo el agua, tus manos

están sujetas a mis raíces que no podrías abrazar

con todo tu cuerpo, aunque así lo quieras.

Permaneces de rodillas, peinas la tierra con tu

cuerpo, la aplanas. Te llamas Naikala pero ya no eres

tú, eres mía, de mis raíces. Alguna vez pensaste que nosotros, los

seres del bosque, no existíamos; es el año 1529, dudaste de ti y de

mí, la vieja del árbol.

Abres la boca y gritas, tragas agua. Quieres sacar la cabeza,

pero estás obligada a mirar bajo el agua. Cierras los ojos, los abres,

hasta que te agotas. Estás agitada. Sientes que el corazón se te sale

por el pecho porque ahí está, como nunca antes, te dice clak clak clak

clak clak… cada vez más rápido hasta que sientes que lo vomitas.

Tragas agua, intentando devolverte el corazón, pero sigue palpitando,

cada vez más rápido, te retumba en los oídos, clak clak clak clak

clak.

Cierras los ojos, los oprimes con fuerza, ves tu corazón

agrietado, eres capaz de ver tu interior. El corazón está sangrando,

saca por las grietas ese líquido rojizo que tanto odias, puedes olerlo.

Está hecho de barro, al fin te das cuenta, está desenfrenado. Te da

asco, es por el corazón por donde te estás desangrando, por donde

todo este tiempo has adolecido. Ahora que lo ves, así, grisáceo,

arrugado, con olor fétido y un ritmo desenfrenado te decides a

matarlo.

Dicen de mí, de la vieja del árbol, que ataco a mis víctimas por

las noches, que retengo sus almas para hacerlas mías, y que quienes

me ven nunca vuelven a ser los mismos. Nunca he sido yo, eras tú,

¿te das cuenta Naikala? Al ver tu corazón te han dado ganas de

arrancarlo. Sólo tú y yo sabemos lo que se siente ver de frente el

origen de todos nuestros males, es tu reflejo lo que más te aterra, y

aún viene algo peor, algo por lo cual te ajustaré el pecho.

Abres los ojos, tienes la boca cerrada. Tu cara sigue bajo el

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agua, mientras tu cuerpo se planta en la tierra. Tomas fuerza. Te

sujetas de las ramas de mi tronco, ahí aferras tus manos. Inhalas

agua, concentras tu fuerza en el estómago, cierras los ojos por el

reflejo, abres muy grande la boca y vomitas ese corazón fallido. Sale

hecho pedazos, con coágulos, trozos de venas que son arrancadas de

tu pecho, finas capas del órgano parecen pelusas, y unos cachos más

grandes parecen carne que no masticaste bien. Sale un chorro, luego

otro más grande, luego otros menores. Algo se atoró en tu boca, es

una arteria muy larga, puedes ver su hilito frente a ti, sigues

vomitando. Es inútil, solo sigues sacando grumos más chicos que se

atoran en tus dientes. Pareces una leona recién alimentada de

vísceras.

La arteria sigue ahí, cierras la boca con un pedazo dentro y

otro flotando en el agua, de a ratos con el movimiento de la corriente

te acaricia la nariz. Ese pedazo de arteria está esperando de un tirón,

solo un pequeño esfuerzo. Pero no puedes, tus manos están

enraizadas. Te resignas a tenerlo ahí, a cambio, sabes que te has

deshecho de ese asqueroso órgano. Estas feliz, pero dicen de mí que

hago daño, que las vuelvo locas, que ya no son madres, que no saben

de amores, agrias como la tierra infértil, también como la tierra

quemada y explotada. Eso dicen de la vieja del árbol.

Ahora que estás más tranquila comienzas a observar tu

alrededor. Ya no está el ruido presuroso de tus latidos que te

irrumpieron, ahora hay silencio. Con calma, así como yaces, al fin

empiezas a escucharme. Te acercaste a mirar tu reflejo, pero me

encontraste. Viste el oráculo. Era tu cara pálida sin tu típico color

cacao, era tu ropa rota, ríos de sangre sin agua, tu cuerpo colgado en

mi tronco, bebés enterrados tu vientre y lazos de metal amarrados a

tu garganta.

Estás aquí Naikala, porque tu temor fue más grande que tu

curiosidad. “¿Dónde está Naikala? ¿qué le pasó?”, eso van a decirte

cuando aprendan a verte como tú te has visto, cuando los

conquistadores vengan y te cambien a través de un espejo, esa cosa

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que es más mortal que el piquete de un alacrán. Es el oráculo, es la

historia de tus hijas, de sus hijas, de sus nietas y las tuyas.

Otra vez el miedo. Esta vez te delatan tus respiros. Inhalas

más de lo que necesitas. Niegas con la cabeza, te estás convenciendo

de que nada de lo que digo es verdad, quieres que todo termine. No

creías en la vieja del árbol, y aún ahora lo dudas. Sin duda ya no

serás la misma, porque yo nunca dejo que nadie vuelva a la vida sin

haber sentido la muerte, sin tener una misión en la tierra.

Naikala, aún eres tú, aunque te digan que fui yo, la vieja del

árbol la que te maldijo. Deja de mirar hacia adelante, hacia atrás,

hacia aquello que no puedes controlar. Tomaré esta arteria para

arrancarte lo que queda de tu corazón, cuando vuelvas, asegúrate de

que el resto tenga uno, y recuerda que, aunque el agua ahogue no

debes vomitar tus memorias.

Aún eres Naikala, vivirás con un hueco en el pecho, pero ya

no olvidarás quién eres. Hay cosas que se pueden enterrar y otras

que ya no vuelven más, tú serás el eco de aquello que no puede ser

enterrado, de las que van sin corazón, sin respirar aire, pero van.

AZUCENA G. ROBLERO

México

Facebook: https://www.facebook.com/shimizu.azu.LarcEC/

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100


E

sa mañana fui temprano al centro. Desde hacía un

tiempo estaba sin trabajo y ese era día de cobro del

seguro de desempleo. Andaba por las calles,

caminando de aquí para allá, mientras trataba de

perder tiempo hasta que abrieran los bancos, cuando

entré a una tienda llena de Budas.

Recuerdo que me sentí atraído por un dulce olor a jazmín que

no sé bien porqué, asocié con algún recuerdo triste de mi infancia.

En realidad, todo el lugar estaba impregnado por suaves fragancias

de sahumerios. Llegaba hasta mis oídos, el sonido de un instrumento

exótico que provenía de los parlantes colgados en el techo. Creo que

todo eso junto: los aromas y la música, lograron transportarme a

lugares lejanos.

Me pareció raro que nadie viniera para atenderme. De todas

maneras, seguí recorriendo los pasillos y me sumergí entre los sabios

apilados en los estantes. Los había de todo tipo y tamaño. Uno, de los

de piedra tallada en la repisa de abajo, tenía en los ojos manchas que

parecían lágrimas de sangre. En un principio pensé que podía

tratarse de un milagro; pero según tengo entendido, no es la manera

que Buda elegiría para transmitir su mensaje. Tenía que ser otra

cosa.

Tratando de averiguar, seguí por el pasillo hasta el fondo.

Pronto las gotas en el piso se transformaron en un enorme charco,

que primero era rojo y luego se volvía cada vez más espeso y oscuro.

Con el mayor de los cuidados seguí avanzando, intentando no

manchar mis zapatos. El camino me llevó a la parte de atrás de la

tienda, dónde encontré recostada en el suelo a una joven herida, que

con ambas manos se cubría el abdomen enrojecido.

Le pregunté quién había hecho tal cosa, y sin dejar de mirar

hacia los estantes de atrás, me dijo con voz entrecortada que había

sido él, señalando por encima de mis hombros. Quien fuera que sea,

supuse que era una amenaza también para mí. No me sentía nada

cómodo sabiendo que el atacante se hallaba a mis espaldas. Pero al

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darme vuelta me encontré con algo muy distinto: se trataba de un

joven delgado, en apariencia inofensivo. Vestido con una túnica

gastada y caracoles en la cabeza en forma de turbante, que intentaba

desesperado esconderse detrás de unas cajas.

Al acercarme huyó corriendo, le grité para que se detuviera,

pero no lo hizo. Entonces comencé a perseguirlo, al llegar a la puerta

que daba a la calle lo alcancé; forcejeamos, y en medio de la pelea le

quité el cuchillo que llevaba en una de sus manos. Mi actitud

desafiante parecía haberlo sorprendido. Pero reaccionó pronto y

valiéndose de su sabiduría hizo que todo diera un giro inesperado.

Primero se detuvo y extendió un brazo hacia adelante, luego con la

palma de su mano abierta cómo queriendo detener mi avance

comenzó a retroceder. Tomó la suficiente distancia y cuando creí que

se alejaba para por fin escapar, justo ante mis ojos, se convirtió en

una estatua de piedra. Después de ver eso quedé desconcertado. Me

costaba creer que lo sucedido fuese real.

Tardé varios minutos en reponerme. Hasta que mí sentido

común, cansado de buscar una explicación lógica prefirió, al menos

en ese momento, atender lo que ocurría con la joven. Cuando volví en

mí, todavía se oían quejidos en la parte de atrás. Con el arma que le

había quitado al atacante aún en mi poder, volví para socorrer a la

chica. Ella alcanzó a darme las gracias antes de dejar de respirar.

Entonces cerré los ojos por un instante y el tiempo pareció

detenerse. Por extraño que parezca me sentí parte de su sufrimiento

y también de su posterior liberación. Como si hubiese tomado

conciencia de ese poder que estaba experimentando, y esto hizo que

mi mente se inundara de una inusual belleza. Me había conectado

con su muerte. Fue un pequeño momento de agitación, que me

provocó una rara felicidad, disfrazada por una mezcla de hedonismo

y culpa. Luego se oyeron sirenas. Mis huellas estaban por todas

partes cuando llegó la policía.

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FRANCISCO SALVI

Argentina

Instagram:franciscosalvi


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E

n la agreste y solitaria playa la arena gruesa, llena de

pedruscos y en parte mezclada con arcilla que algunos

llaman sábulo, palabra que pocos conocen en la región,

daba paso, un poco más arriba de las primeras rocas,

a una tosca escalera labrada en la pared del acantilado. Desde los

pies de esa escalera, en la transición entre uno y otro terreno, entre

uno y otro mundo, no puede adivinarse lo que se encuentra en la

cima por más que se mire entre las rocas buscando algún indicio.

Sólo dos tipos de personas se atreven ante esos escalones: los

curiosos e impulsivos que anhelan riquezas o fantasías similares, y

aquellos que, sabiendo en efecto qué es lo que encontrarán arriba, de

todas formas suben.

Yo fui, yo soy, ambos. La primera vez que pisé cada uno de

estos escalones atravesados de tiempo, desgastados por incontables

pies antes que los míos, me impulsaba la curiosidad de haberme

topado con ellos sin que nadie me advirtiera de su presencia en esa

playa sobre la que nadie en la comarca hablaba, de la que nadie

parecía querer saber. Como si un pertinaz silencio obligara a las

personas que vivían en las cercanías a callar lo que pudieran saber

sobre quiénes labraran esos escalones y lo que se encontraba en la

cima del acantilado. Nadie decía nada, nadie sabía nada, nadie subía

por ellos, nunca. Sin dejarme amilanar ante tantas reticencias, yo sí

lo hice, yo los subí.

Al bajar por esos mismos escalones, no era el mismo que era

al subirlos. No podía serlo. No quería serlo. Lo que se encontraba en

la cima del acantilado era lo justo y necesario para cambiar a

cualquier persona lo suficientemente viva como para saber que

algunas veces eso mismo, cambiar, es necesario.

Milenios más tarde, aunque quizá sólo fueran algunas

décadas que se sintieron como milenios, regresé. La playa continuaba

siendo la misma zona agreste y solitaria que antes. Nada había

cambiado entre el momento en que creara mi recuerdo y el

encontrarme otra vez en ella. Las mismas casas, las mismas

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personas, los mismos árboles, las mismas calles vacías me recibieron.

Otra vez, al igual que en mi primera visita, nadie me detuvo. Ninguna

palabra suya hubiera sido suficiente para detenerme. Caminé sobre

la misma arena gruesa, llena de guijarros y conchillas que ya no

lastimaban las endurecidas plantas de mis descalzos y cansados pies.

Fue así que, entre el aroma de la sal y la resaca de antiguas

mareas, volví a encontrarme frente a esos escalones viejos y gastados

labrados con manos torpes en la piedra dura y fría. Me detuve junto

al primer escalón, que también podía ser el último, y lo contemplé en

silencio. Esta vez sin curiosidad, sin desafío en la mirada, solo

cansancio y la necesidad de estar una vez más allí arriba, en la cima,

entre el viento, las nubes y eso otro que sabía que encontraría.

Uno a uno volvieron a pasar bajo mis pies los mismos

escalones que ya conocía mientras la pared de roca crecía

alternativamente a mi derecha o a mi izquierda, debajo y sobre mí.

Sin nostalgia ni sorpresa reconocí o recordé antiguas marcas, así

como también encontré otras nuevas. Ni una sola vez durante mi

ascenso miré atrás. Si lo hacía mi decisión podría flaquear, o tal vez

no, la duda era suficiente para no hacerlo.

El olor de la sal, del mar, pronto quedó abajo. Pero no

esperaba que un aroma acre, un tanto dulzón y mezclado con el

viento, lo reemplazara. Lo reconocí de inmediato, aunque no quise

creer que algo semejante fuera posible. Seguí negándolo al sentir bajo

mis pies las cenizas como antes sintiera el frío de las rocas y aún

antes la arena gruesa de la playa.

Al llegar a la cima y verlo, ya no pude seguir negándome a lo

evidente. El fuego había arrasado con todo. Un fuego tan voraz que

no había dejado nada a su paso. El que la ceniza aún estuviera tibia

lo volvía más angustiante. Creí, pensé o supe que de haber llegado

tres, dos, o tal vez sólo un día antes podría haber vuelto a verlo.

Podría haber vuelto a sentirme como aquella primera vez. Era tarde.

No quedaba nada. Mi presencia allí arriba sobraba, como antes, como

siempre.

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Sabiéndolo todo perdido respiré las cenizas, mastiqué y tragué

todo lo que pude antes de que mi estómago se revelara. Cubrí mi

cuerpo con ellas y como un tizón llevado por el viento me arrojé al

vacío de las aguas, para que el frío, la marea, la sal hicieran conmigo

lo que mejor les pareciera.

JOSÉ A. GARCÍA

Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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108


-¿A

dónde vamos, papi? —preguntó la niña.

—A un mundo desconocido —respondió el

padre.

—No te preocupes, estaremos bien —dijo la

madre.

—Pero ¿a dónde vamos, mami —insistió la

pequeña.

—A otro planeta, se llama Zad, es parecido a la Tierra —dijo

papá.

—¿Y por qué nos vamos, papi? No quiero irme. —Comenzó a

lagrimear.

—Te lo diré ni bien estemos en la nave, mijita. Cuando

lleguemos, estaremos seguros.

Alex no se sentía muy alegre con la travesía, sus vecinos sí

lucían contentos. A la gente le gusta viajar. Mil personas de su distrito

fueron seleccionadas para iniciar la caminata hacia el amplio terral,

donde se hallaba la nave espacial que los conduciría al «mundo

precioso», como le llamaban algunos. El hombre de treinta y ocho

años se sentía de muchas maneras, en especial estaba fastidiado por

no haberle explicado a su hija de ocho años hacia dónde iban. Era

un trayecto corto, a pie: media hora. Algunos iban en carro, otros en

moto, otros en bicicleta. Alex lamentó no tener en qué vehículo llevar

a su familia. Al menos estaban juntos, Daria, su querida esposa, y la

dulce Sofía. «Sofita», le decían ambos, o «mijita», no tenían la

imaginación suficiente para brindarle otros adjetivos. No eran papás

fríos, sino muy cariñosos. Hubieran deseado otro hijo, pero, por

conflictos en el parto, Daria quedó estéril; no importaba, se alegraron

de tener solamente a Sofía. Con más niños el éxodo hubiera sido

complicado. La coyuntura actual de la Tierra era insostenible. Se

controló el COVID-19, aunque otra maldición surgió de pronto:

fenómenos naturales se desataron. Hubo terremotos, erupciones

volcánicas e inundaciones. Era el año 2022, el coronavirus había

desaparecido del planeta; los zadianos ayudaron mucho, ellos fueron

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la clave, lograron con su tecnología que los sobrevivientes de los

desastres ambientales de 2021 fuesen vacunados. Ya no había

ningún infectado. Se perdieron millones de vidas por la pandemia,

pero se extinguieron más con las catástrofes ambientales. Los

científicos trataban de explicar el porqué de los acontecimientos, y

nadie les creía que el calentamiento global se había intensificado en

meses, que el globo usaba mecanismos de defensa contra la amenaza

humana. El caso fue que el 3 de julio de 2022 los alienígenas se

hicieron presentes en sus ciclópeas naves, se comunicaron con los

líderes mundiales utilizando poder mental y les informaron con

pruebas que el tercer planeta iba a fenecer, estallaría desde su centro

en pocos meses. Al terminar el año, no quedaría nada que habitar.

Quienes se quedaran en el globo fallecerían. La solución era partir

hacia otro mundo, uno seis veces más grande que la Tierra, y este era

Zad, ubicado en la galaxia Alfa Centauri. Las naves de los zadianos

llegaban por montones, cada una podría transportar a mil seres

humanos. Los extraterrestres no dieron mucha información, dijeron

que había pocos de ellos en su planeta, que su hogar tenía diversidad

de climas, no obstante, era habitable para los humanos, y en cuanto

llegaran podrían empezar desde cero, crear nuevas comunidades; si

deseaban podían mantenerse divididos entre países. El caso es que

hallarían un lugar donde existir en paz y salvarían la vida; añadieron

que debían darse prisa, el abordaje de las naves no debía durar más

de unos días, las máquinas estelares se ubicarían en distintos puntos

del planeta azul. Los habitantes fueron censados rápido y de mil en

mil tenían que ir a las naves, ingresar a estas, y contarían con

alimentos, diversión y medicinas en un viaje que, gracias a la

capacidad tecnológica de los zadianos (los cuales manejaban una

velocidad superior a la de la luz) duraría pocos años.

—¡No es verdad, todo es falso! —empezó a gritar Raúl, un

vecino—. Esos monstruos nos engañan. Los zadianos están felices

con los desastres naturales, nos desean, no me pregunten cómo lo

sé, han matado individuos, usaron su telequinesis, además pueden

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leer mentes y manipularlas. Nos han espiado durante mucho tiempo.

Nos necesitan. No sé qué quieren exactamente de nosotros. Pero no

me uniré a tales engendros. ¡Me largo de aquí! —Sacó a su esposa y

a sus dos hijos del grupo de caminantes.

—¿Qué le pasa a ese loco? —dijo Daria—. Se marcha en la

dirección opuesta, regresa a su casa, ¡se va a morir! ¿Quiere sacrificar

a su familia?

—No importa, no conozco mucho a Raúl —mencionó Alex—.

Debemos preocuparnos por nosotros. Hay que seguir, en diez

minutos nos hallaremos en el punto de encuentro, y en unos pocos

años veremos de nuevo a nuestros familiares, tómalo como una

especie de «nuevo confinamiento». Ya lo hemos vivido no hace tanto

con la pandemia.

—Sí, amor, pero… ¿no te sientes un poco ansioso? Dejaremos

nuestro planeta y nos iremos a otro, del cual no sabemos gran cosa.

Apenas si sacamos tres maletas, una para cada uno, tú dejaste tus

libros y tus trabajos artísticos.

—Tengo muchos libros en la tableta. No habrá más internet,

claro, pero la nave nos dará la energía necesaria para cargar mi

dispositivo y conseguiré leer, aparte, lo he pensado, soy artesano,

podré hacer nuevos diseños en Zad, no hay problema. Nos irá bien

allá, como nos ha ido bien aquí. Quizá ahí vivamos mejor.

Su nena se había dormido. Ambos continuaron andando. Alex

cargaba a Sofía, ya le explicaría durante el viaje todo lo concerniente

a su situación, ella entendería, maduraría rápido, era el futuro y

debían protegerla a como diese lugar. No más dudas. Raúl estaba

loco, solo espetó tonterías, más nadie le hizo caso. Era imposible que

los zadianos fueran malos. Esos humanoides tan amables, de cuatro

metros, con trajes plateados, calvos y de piel pálida, con rostros y

cuerpos semejantes a los humanos. No poseían orejas, su nariz era

diminuta, su boca grande, había tres ojos en sus caras y tenían un

cuarto en la nuca. Ellos estaban salvando a los terrícolas; eran

fabulosos y solo restaba seguirles, la otra opción era quedarse en la

111


Tierra y perecer.

Raúl, su esposa, y sus dos hijos varones, de doce y diez años,

se hallaron en una calle desolada. Los terrestres estaban evacuando

la Tierra. Pero Raúl no se iría, había escuchado historias, de personas

que habían desaparecido sin dejar rastro. Un zadiano los ubicó e hizo

estallar con su mente la cabeza de su hijo mayor. A continuación,

destruyó el corazón de su hijo menor. Siguió con el estómago de la

esposa. Raúl gritó al ver tanto horror, sollozó.

—¿Por qué? ¿Qué quieren de nosotros, bestias? —musitó el

hombre.

—Los demás lo sabrán al llegar —dijo el zadiano—. Esclavos,

comida, entretenimiento, para eso servirán tus iguales. Tu planeta

morirá; debiste aceptar el abordaje, criatura. —Hizo que las piernas

y los brazos de Raúl explotaran—. Base: anuncio el exterminio de

cuatro desertores más.

—Bueno, ya estamos aquí, ¿qué opinas? —dijo Alex

—Es un ambiente hermoso. No despiertes a Sofita —comentó

Daria.

—Tenías razón, estoy inquieto, por volar a un mundo

desconocido.

—A un «mundo precioso». Descuida, cariño, nos irá

perfectamente.

—Lo sé. Todo sea por nuestra hija: nuestro futuro.

—Los zadianos son buenos.

—Sí, son maravillosos.

—Nos salvaron.

—Te amo, Daria, y a Sofía.

—Nosotras también te amamos.

La compuerta de la nave se cerró.

112


CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

Perú

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113


114


L

as rondas pasaron y pasaron, y la ropa de las jovencitas

fue abandonando sus cuerpos, progresivamente. Fue

mucha la sorpresa de Daniel cuando, estando ya las

cinco chicas en ropa interior, y mostrándole bastante de

sus encantos, Natalia, aquella chica que no había dicho

nada, fue a derrotarle limpiamente. Daniel le lanzó una mirada de

preocupación, pero la que les lanzó a las otras cuatro, fue de

coquetería total. Se quitó la playera y la arrojó lejos.

Creyó morir cuando perdió nuevamente. Se vio obligado a

despojarse de su pantalón de mezclilla, quedándose únicamente en

calzoncillos.

—Estamos empatados, nenas —dijo él—, pero ni crean que

me ganarán, ¿eh?

—Natalia ya te ganó dos veces, chiquito —dijo una de las

jovencitas.

—Muy bien por ti, Naty —le dijo Daniel a la chica,

sonriéndole—. Debes sentirte muy orgullosa, ¿eh? Nunca me habían

derrotado antes en este juego.

Ella no le respondió nada y esperó a que empezara la ronda

que definiría todo, la que haría que o cinco o solamente una de las

personas en esa habitación quedaran completamente desnudas.

Daniel decidió no seguir recibiendo cartas, y vio como todas

las otras sí le pedían más. Natalia, por su parte, le pidió tres. Al

lanzarle lo que le pidió, Daniel imploraba, con todo fervor, que no

ganara una vez más, que los naipes que había pedido no le fueran

útiles para salir victoriosa. Pero sus anhelos no se cumplieron aquella

vez. Por fin, después de haber desnudado a tantas chicas, su juego

se ponía en su contra.

—¡Mucha ropa! ¡Mucha ropa! —Empezaron a corear las

muchachas.

El joven se ruborizó. Natalia le sonreía con malicia y le pedía,

visualmente, que se quitara los calzoncillos.

Daniel no pudo evitarlo…

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Las carcajadas de las cinco que estaban ahí empezaron a

resonar, y Daniel no encontraba la manera de acallarlas. Las miraba,

únicamente, y aquello, una causa, al fin y al cabo, como todas en el

mundo, tuvo su consecuencia, que fue una muy pequeña erección,

que apenas si hizo que su pene creciese. Al notarlo, las chicas

señalaron a su miembro y se carcajearon todavía más.

—Vean —dijo una, entre risas—. ¡Apenas si se le para!

—Pobrecito —dijo otra, señalándole—. Eso no sirve para nada.

—Yo creo que ya aquí le paramos, Danielito —se rio Natalia—

. ¿Cómo nos vas a pagar si vuelves a perder?

—¿Con esa miseria? —Dijo otra, carcajeándose—. No,

papacito, gracias, pero no.

Daniel no sabía ni a cuál de las muchachas debía prestarle

atención. Lo que sí sabía era que su reputación se había terminado

definitivamente…

JUAN ROGELIO

México

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117


C

ómo será no existir? Disolverse en el vacío. ¿A quién le

cuento esto? ¿A mí? A veces solo nos tenemos a

nosotros. A veces ni eso. No creí que fuese a terminar

así.

La primera vez que Lizbeth me visitó en sueños estuve

muy feliz.

—Estás soñando —me dijo mirándome fijamente con sus ojos

grandes y azules.

—¿Qué cosas dices? Entonces, ¿eres producto de mi

imaginación?

—No, he venido desde mi sueño a jugar contigo. ¿No me crees?

Está bien. Intenta cambiar el escenario. Piensa en otro lugar.

Le obedecí y pasamos del cuarto de mi casa a una soleada

playa que visité con mis padres hace un par de meses. No fue como

en aquellas películas en la que en los sueños se abre una puerta y

esa puerta da a otro lugar. Tampoco comenzó a materializarse la

playa poco a poco. No. Fue instantáneo. La décima parte de un

segundo.

En ese momento desperté.

La noche siguiente Lizbeth volvió.

—Te fuiste muy rápido. Solo debes concentrarte en seguir

soñando —me dijo después de volverme a convencer que estábamos

dentro de mi sueño.

—¿Qué podemos hacer aquí?

—Podemos ser lo que queramos. Juguemos el juego de la

transformación.

Lizbeth tenía la cara redonda, la piel blanca y el cabello de un

café cercano al rubio. Había sido mi amiga desde la primaria. Me

gustaba desde hacía tres años, pero siempre temí que decirle

arruinaría nuestra amistad. ¿Hubiese cambiado algo de habérselo

dicho? ¿Quizá?

Le pedí a Lizbeth que me explicara el juego.

—Yo me transformo en algo, luego tú te transformas en algo

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que lo derrote. Y pierde el que se queda sin ideas.

—Está bien, comienza tú.

—Soy un bello pajarito —dijo Lizbeth que tomó la forma de

una pequeña ave —. Te toca —me dijo. En el sueño podíamos hablar

siendo animales y respirar bajo el agua.

—Soy una tarántula Goliat —dije, al momento que sentí mis

brazos delgados y mi visión fragmentada. Brinqué sobre Lizbeth y le

di una mordida. Sentí sus huesos romperse. Me preocupé hasta que

la escuché reír.

—No seas tontito, no puedes morir en un sueño —de un

momento a otro había desaparecido de mi mandíbula y estaba frente

a mí, riendo con la cara roja como tomate. Me encantaba verla

ponerse de ese color—. ¡Voy! Soy una rana toro.

Liz se transformó en la rana más grande y fea que haya visto,

antes de que pudiera comerme cambié mi forma a la de una crotalus

y le di una veloz mordida. Soné mi cascabel para indicarle que iba

por más.

La rana que era Lizbeth se retorció un poco hasta que dejó de

moverse. Al segundo transmutó en un águila real. Me atrapó en sus

garras y me elevó al cielo.

Estaba perdiendo. Qué animal puede vencer al águila, pensé

en un tigre, pero la caída me mataría. Luego se me ocurrió la idea.

Crecí en todas direcciones y en poco tiempo Liz fue incapaz de

seguirme sujetando. Me había transformado en un Pterodáctilo.

—¡Ey, eso es trampa!

—No especificaste las reglas.

—Ya verás.

Mi amiga desapareció. Creí que se había ido hasta que vi que

una enorme roca obstruyó el sol. Un meteorito.

A la mañana siguiente me visitó en persona.

—Me divertí mucho anoche.

—Entonces, ¿fue real?

—Sí, deberíamos jugar diario.

119


Me volví muy bueno en el juego. Una parte de mí siempre

esperó que ella se hartara de eso y pasáramos a otro tipo de juegos.

Cuando pidió quedarse conmigo, creí que mi suerte cambiaba.

—¿Quedarte en mi sueño?

—No en tu sueño, en tu mente. No volver a mi cuerpo.

—Si no vuelves a tu cuerpo, entonces, ¿no despertarás?

—Correcto.

—¿Y por qué querrías tal cosa?

—Quiero estar contigo… además, mi padrastro… am… no

importa… si quieres que me vaya, me iré.

—No —corrí a abrazarla—. Quédate conmigo cuanto quieras.

Nos divertimos mucho los siguientes días. Era como tener un

copiloto dentro de mi cabeza.

—La comida de tu mamá es muy rica, pídele otra papa rellena.

—Está bien, no tengas miedo, quiero verlo, ¡Wow! Está

grandote.

—Sí, es un lunar de nacimiento, ¿no te da asco?

—No, creo que es genial.

—Llamó la madre de Lizbeth —dijo mamá una mañana—.

Está en el hospital.

Me sugirió ir a verla. Salí de casa a las diez y al siguiente

momento eran las nueve de la noche. Descubrí un taco de billar en

la mano y el olor a cigarro en el aire.

“¿Qué hago aquí?”.

“Tenía ganas de jugar”.

“Tú me trajiste, ¿dónde estuve?”

“No estuviste. Estarás mucho menos a partir de ahora. Lo

siento, dos tigres no pueden regir sobre una misma montaña”.

J.R.SPINOZA

México

Facebook: https://www.facebook.com/escritorspinoza

Instagram: @winchesterrudy Twitter: @r_spinoza

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121


E

l camión aguarda estacionado en la esquina de la calle,

bañándose de luz bajo el sol, tocando su claxon

frenéticamente, el sonido aviva la palpitación de mi

corazón. «¿La motosierra?», pregunta Jack, mi

hermano, sujetando un balde con refresco. Nuestro padre responde:

«La gringa les dará arriba». Yo llevo en mis manos una caja con

cerveza. Salimos a la vereda al pie de la galería Esmeralda. Subimos

al vehículo pesado gracias a Harry y a Lugo, quienes nos prestan sus

manos para apoyarnos. La puerta trasera de pino se cierra y el

camión arranca. Padre está en la vereda del pequeño centro comercial

cubriéndose con la mano derecha la frente, tapándose del sol, y con

la otra nos despide.

Somos siete los que vamos en el camión. Está el chofer, un

hombre tripudo que usa gafas de monturas y lunas gruesas. Repta,

tipo fornido y descuidado en el vestir, va junto al chofer en la caseta;

es padre de Crespo, quien va en la parte posterior del camión con el

resto. Ahí está también Lugo, un conocido de la familia, un poco

gordinflón y bajo de estatura, y su hijo Harry, que tiene mi edad, es

robusto, más alto que su padre, de carácter zumbón, jovial, con

apariencia de pacífico y de buena gente. Yo y mi hermano somos

flacos, y los más altos del grupo junto con Repta. Ya es mediodía.

Nos detuvimos en el último grifo de la salida de San Francisco.

La hija de la dueña del servicio, una niña de diez años, intenta

mojarnos con globos bermellones inflados con agua. Harry aprovecha

para lavarse la cara y refrescarse. Estos incidentes me recuerdan el

día de mi llegada, hace poco. Bajé de la camioneta y un ambiente

carnavalesco me recibía con globos llenos de agua, baldes con agua,

betunes negros y marrones, un concurso de comparsas en la plaza

Cuatro de Octubre, agua por aquí, agua por allá. El piso estaba

húmedo, como si hubiese llovido torrencialmente, cosa muy probable

pues era temporada de lluvia. El camión volvió a arrancar.

—Hay un buen panorama de San Francisco en esa curva —

dice Harry de pronto. Pasamos por la curva—. Diablos, por Dios, me

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olvidé mi cámara.

—La caja nos quedará chica —dice Lugo en son de broma. Se

le miran los dientes de piraña. Todos reímos—. Pero lo suficiente para

la tarde.

—Estos días estoy tomando mucho —lanzo un comentario—.

Yo no puedo tomar mucho.

—Solo hasta hoy. Mañana por la mañana termina la fiesta.

Depende de nosotros que sea inolvidable, tenemos que festejar como

Harry en los Bajos Mundos —responde Crespo y todos reímos.

El camión trastabilla, voltea curvas y curvas, avanza con

lentitud. La selva frondosa es un collage de imágenes verdosas.

—¿Creen que necesitaremos ayuda? —pregunta Harry.

—Con la cerveza, no por Dios. —Todos vuelven a reír.

Conversamos entretenidos por el lapso de diez minutos, hora

que llegamos a nuestro destino. El camión se estaciona en un extraño

paradero de tierra y de piedra. Bajamos adormecidos. Había una casa

de madera a nuestra izquierda, a la orilla del camino, y otra de

material noble al lado derecho. Nos esperaban una señora muy

blanca, un fornido señor barbudo, y un joven flaco que sería ¿su hijo?

Al lado de la casa de cemento, que tenía dos pisos, había un camino

de hierba hacia arriba, como quien va al cerro. Nos saludamos, y

Repta y el chofer se acercan a los señores.

—¿Dónde está el árbol? —pregunta Repta en voz alta.

—Arriba, siguiendo ese camino —responde el señor barbudo

y apunta el camino de hierba—. Yo y mi hijo los llevaremos. Ya

estamos listos. ¿Ustedes?

—Nosotros también —contesta el chofer.

—¿Cómo es el dicho árbol? —pregunta Repta.

—Es especial para los cortamontes —dice la gringa.

—Es recio y alto —dice el esposo de la gringa—. Eh, Julián,

saca la motosierra —dice dirigiéndose a su hijo—. ¿Trajeron la

gasolina?

El chofer le muestra el galón con gasolina. Sin más, nos

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dirigimos por el camino de hierba. El piso está embarrado, fangoso,

y las hierbas están rociadas con lluvia, lo que forja más difícil mi

subir cargando la caja con cerveza. Caminamos en medio del rumor

de la selva, entre vuelos de libélulas, palomas y mariposas, cual

jardín del edén. El hombre barbudo de pronto me ofrece una bolsa

con hoja de coca y un cigarrillo encendido que ha venido ofreciendo

a todos. Me detengo, cojo el cigarrillo, doy dos pitadas y se lo

devuelvo. Hace un calor engorroso. Cada tramo que subimos hay más

exuberantes plantas. Hubiese preferido avanzar escuchando la

música de un mp3, aunque me distrajera de apreciar el paisaje y de

sufrir la sensación de ir de campamento. Hubiese sido, sin embargo,

una orquesta magnífica. Además, resultaría gratificante.

Llegamos a una vuelta hacia la izquierda. El esposo de la

gringa sube una pendiente, saliéndose del caminito, hacia mi

derecha. «Por aquí, síganme», dice con voz fuerte. Subimos y la zona

es espantosa. La tierra está totalmente fangosa, enlodada, húmeda.

Crespo se va por otro camino a coger naranjas. A unos diez metros,

en medio del boscaje, un árbol recio, un señor árbol de espesas ramas

y abundantes hojas verdosas, nos recibe con imponencia.

Suspiramos. Por fin me libro de la carga y lo coloco en la tierra con

cuidado.

—Es magnífico —dice Repta—. Bueno, lo tumbamos primero

o primero nos acabamos la cerveza. Está haciendo fuerte calor y tengo

sed.

—Tumbarse ese árbol, aunque no lo crean, es fácil con la

motosierra. Nos tomará como máximo veinte minutos —dice el

hombre barbudo—. Acabemos primero la cerveza para matar el sol.

Los hombres empiezan a beber sonrientes, sedientos y

contentos. Conversan sobre los primeros invasores del valle, cómo

llegaron junto con la construcción de la trocha carrozable, algunos

vendiendo comida a los trabajadores de la construcción. También

refieren sobre los primeros hacendados de la zona que viajaban en

avión, los mismos que exportaban barbasco para la fabricación de

124


dinamitas en la Segunda Guerra Mundial. Cambiamos de tema, y

abordamos historias de sirenas, yacurunas, bufeos o capusas de la

amazonía peruana, que se acostaban a las orillas de los ríos con los

boteros o señoritas enamorados de su canto.

—Recuerdo una tarde, luego de discutir con mi madrecita, me

escapé a Sivia —empezó a contar Repta de pronto—. Me fui a la

chacra de don Julián, quien, a cambio de ayudarle con las faenas en

el campo, me invitó el almuerzo y la cena, además de darme un

cuartito con cama adentro, aunque sin puerta. Lo curioso fue que, en

la noche, cuando yo roncaba a piernas tendidas, soñé con tres

mujeres rubias, esbeltas, de ojos verdes y de labios carnosos. Ellas

me llamaban por mi nombre con una voz endemoniadamente dulce,

tiernísima, casi angelical, y yo en mis fantasías soñadoras empecé a

seguirlas enceguecido y atraído de modo fatal. En mi mente ellas me

llamaban y entonces yo solo estaba a corta distancia de tocarlas, y

cada minuto que pasaba las sentía cada vez más cerca a abrazarlas

y acariciarlas, besarlas y amarlas. Sin embargo, de la nada sufrí

varias sacudidas e, incluso, un sopapo que me hizo ver el brillo de

una lámpara. Abrí los ojos por completo y distinguí a don Julián, con

una lámpara en la mano derecha y con la izquierda aferrada a mi

garganta, diciéndome que despertara. Al reconocerlo y preguntarle

qué diablos pasaba, me respondió: «Oye, cojudo, si no te detengo te

metías al Apurímac para siempre». Y yo, todavía incrédulo, escuché

el rumor milenario del Apurímac, deslizándose a pocos metros de

donde estábamos.

Lo escuchamos asombrados y festejamos su anécdota con

varios brindis. Luego, mencionamos a los chullachaquis o demonios

de las selvas, a la yacumama o la sierpe enorme, al yanapuma o puma

negro y el amaru o monstruo en forma de dragón mitológico.

Proseguimos, ampliando los temas de conversación, con las

respuestas a cómo cobró fuerza la siembra de la hoja de coca en el

valle, aquella milenaria planta admirada por los ancestros del pasado

y del presente, cayendo en la cuenta de que debió ser así desde

125


siempre. No sé cómo llegamos al tema de los Bajos Mundos, donde se

escucharon anécdotas de amores contrariados, lujurias tórridas,

condimentados de chistes rojos y atribuciones carnavalescas.

Cuando se termina la caja de cerveza y se pone de prioridad

los deberes, pese a algunas quejas y ciertas propuestas de proseguir

con la dipsomanía, decidimos cumplir con nuestra misión. Utilizando

unas sogas gruesas, las afiladas sierras mecánicas de la motosierra,

el empeño de los nueve hombres casi embriagados, tumbamos el

árbol imponente, que cayó primero sumisamente y luego con

brusquedad. De pronto, cada uno nos servimos vasos de refresco, que

lo bebimos reconfortados ante un clima caluroso. Unos minutos más

tarde, festejaríamos el triunfo en la casa del esposo de la gringa y del

hombre barbudo. Y más luego, llevaríamos en el camión arrastrando

a nuestra víctima, mientras los pobladores mirarían y exclamarían

emocionados: «Hoy es el cortamonte de la galería Esmeralda».

FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/123FrancoisVillanueva123

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126


127


L

a niebla había estado allí siempre. Extendiéndose. Sin

embargo, todo ese tiempo parecía haber estado

esperando a Lovius.

Cuando Lovius nació había niebla. Tras largos minutos

los gritos de dolor de la mujer se apagaron y solo

quedaron los sollozos de un bebé que miraba los ojos sin vida de su

madre.

Lovius recordaba poco del orfanato. Noches frías y lluviosas.

Los azotes de las Silenciosas. Los niños crueles, a los que Lovius

entretenía para que olvidaran reírse de él.

Pero lo que más recordaba Lovius eran aquellas noches en que

la niebla recorría el pueblo. Cuando los niños dormían ya, Lovius

salía al exterior, aunque fuera la noche más terrible del invierno.

Algún día seré como la niebla, pensaba, libre. Lovius extendía

la mano intentando tocar la niebla en vano. Sin embargo, siempre lo

intentaba, y cada día extendía la mano un poco más. ¿La niebla lo

llevaría lejos de allí? ¿Lejos de los niños y las habitaciones apretadas?

Si extendía la mano un poco más…

Así pasaba la noche hasta que los niños despertaban, y volvía

a su dormitorio, fingiendo dormir. Se burlarían de él si lo encontraban

mirando la niebla.

Fue curioso cómo, una de aquellas noches especiales, todo

cambió. Si no hubiera estado allí… Pensaba. Si me hubieran

castigado…

Pero Lovius extendía la mano, como de costumbre. Un poco

más… Casi la rozaba. No importaba que estuviera a punto de caerse

del tejado.

Oyó los gritos. No eran las quejas de algún niño; eran gritos

de dolor. Antes de que pudiera hacer o decir algo, la niebla se acercó

a él, y le rozó. No era suave como había imaginado. Eran manos

huesudas, pero fuertes como el hierro. Tiraron de él, y por primera

vez, Lovius se aferró al tejado del orfanato. Pero la niebla lo cogió con

sus garras.

128


Eres mi hijo… Todo era blanco. De un blanco tan puro e

infinito que era aterrador.

Hijo de la niebla… Lovius intentó aferrarse a algo, cualquier

cosa material, para escapar. Pero allí nada era sólido. Todo se

deshacía en sus manos, sin valor. ¿Era esa su estimada niebla? ¿Lo

que había estado observando noches y noches?

Hijo de la niebla. Los párpados le pesaban cada vez más. No

tenía fuerzas, y todo se quedó blanco.

Lovius despertó en un lugar tan blanco que al principio creyó

que era la propia niebla. Pero no, porque lo que había alrededor era

sólido. El simple hecho de poder palpar las paredes puso eufórico a

Lovius. Hasta que por la puerta entró la misma niebla.

Tenía, en apariencia, la forma de un hombre: piernas y

brazos, ojos y dientes. Y no se parecía a un hombre en absoluto. No

era sólido. Su forma cambiaba. Sus ojos no tenían el brillo de la vida.

Era un disfraz.

La niebla habló, inexpresiva. —Eres un hijo de la niebla. Me

perteneces.

—Yo no pertenezco a nadie.

La niebla parecía estar preparada para las respuestas de

Lovius: —Cuando naciste había niebla. Te reclamé, como

corresponde. Y tu madre dio su vida para ello. Y los del orfanato. Para

que yo pudiera criarte.

Lovius no entendía lo que había delante de él. No entendía

como la niebla podía tener la forma de un hombre, ni porque la noche

en que nació lo había reclamado. Pero sí entendió que su madre había

muerto por él. No por el parto. Había sido la niebla. «Si la niebla te

reclama, le perteneces».

Por primera vez echó en falta el orfanato. Y supo que su vida

no sería la misma a partir de ese momento.

Pronto se convirtió en un hijo de la niebla más. Lovius

comprendió porqué estaba allí: era el hijo de quien debía obedecer.

Eso hizo. Sus maestros se lo explicaron. —La niebla te ha reclamado,

129


y es tu deber obedecer. Ella quiere extenderse y tú le ayudarás a

hacerlo. Puede ir por tu mundo y por el de los sueños. Aprenderás a

viajar y a extenderla, y a buscar a los futuros hijos de la niebla.

Por un tiempo, Lovius lo aceptó. Viajó por el mundo del sueño

dónde todo era posible. Sin perder la cordura. Buscaba en los sueños

de las madres el perfecto futuro hijo de la niebla. Encontró a algunos,

y se los entregó a ella. Aprendió que la niebla debía extenderse.

Una noche Lovius vagaba por el mundo de los sueños. En un

principio no reconoció por donde caminaba. Había pasado demasiado

tiempo. ¿Meses? ¿Años? No le importaba. Su misión era ayudar a la

niebla a extenderse sin importar cual fuera el precio.

Lovius oyó algo que le llamó la atención. Las campanadas de

una Iglesia. ¡Como la de cualquier aldea! ¿Qué hacía deteniéndose

por un sonido tan insignificante? Tenía que continuar. Tenía que

ayudarla a ella, a extenderse, extenderse y extenderse…

Las campanadas volvieron a sonar. Lovius recordó el tejado

por el que casi se caía cuando intentaba tocar la niebla en sus noches

especiales. Los niños. Y la choza donde nació, donde la niebla se

extendía, reclamándolo…

Corrió hacia su choza. Lovius ya sabía dónde estaba el niño

que la niebla necesitaba. Estaba en el mismo lugar donde él había

nacido. Volvió al mundo real, donde los sueños eran algo que solo

vivía dentro de su propia mente. Corrió hacia la choza. Otro hijo de

la niebla ya estaba allí, cogiendo al niño en brazos. El cuerpo de la

madre yacía en la cama, inerte.

Lovius imaginó el futuro no tan lejano del bebé: vagando por

un mundo de sueños, extendiendo la niebla. Nunca aprendería que

había otra opción. Lovius había vivido en el orfanato para compararlo.

Y ahora al fin lo recordaba.

Rápido como un rayo Lovius cogió al niño, y lo trajo con su

mente al mundo del sueño. Por mucho que corriera Lovius sabía que

no podría escapar por mucho tiempo.

El camino por el que corría se hacía cada vez más tortuoso.

130


Intentaban detenerlo. Unas manos lo sostuvieron por los tobillos.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que el bebé no cayera de sus

brazos. Lovius forcejeó, impotente.

Las manos habían salido de la tierra misma. En el mundo de

los sueños todo era posible. Lo rodearon los hijos de la niebla. Sus

hermanos. Lovius reconoció a algunos.

Habían sido hermanos. Pero ya no importaba. Porque Lovius

no les estaba dejando cumplir su misión: extender la niebla. Lo más

importante era la misión. ¿Entonces por qué a Lovius le importaba

tan poco? «Porque has tenido otra vida».

Llegó la niebla misma, con la apariencia de un hombre. Los

hijos de la niebla no se movieron. Esperaban una orden. —Apresadlo.

Y traedme al niño con vida.

Los hijos de la niebla se abalanzaron sobre él. Lovius nunca

había tenido tanto miedo.

«En el mundo del sueño todo es posible», recordó. Si era

posible que unas manos lo cogieran de los tobillos, que la niebla

misma y sus hijos aparecieran de repente, era posible escapar. Lovius

soñó. Soñó con un lugar aislado, seguro.

Lovius abrió los ojos. El bebé seguía en brazos. Estaba en una

habitación vacía. Pero la niebla seguía allí, con su apariencia

humana.

—La niebla puede extenderse a cualquier lugar, chico. ¿Cómo

si no vienes al mundo de los sueños? Yo me extenderé siempre.

«¿Cómo si no vienes al mundo de los sueños?». Esas palabras

fueron el peor error de la niebla. Lovius entendió. Desde que la niebla

lo reclamó era hijo suyo. Y eso significaba que él también era niebla,

porque se había extendido dentro de él. ¿Y cuando los hijos crecían

no se hacían más fuertes que sus padres? Lovius no era ya un niño.

Podía igualar a su madre.

Sin embargo, nunca se había convertido en niebla. «En el

mundo de los sueños todo es posible».

Lovius soñó con extenderse por esa habitación. Un cuerpo que

131


no fuera sólido. Y ocurrió. Estaba en toda la habitación. No tocaba

nada y a la vez tocaba todo. Lovius vio a su madre. La niebla también

se hizo incorpórea.

Entonces Lovius vio el alma de la niebla. Un guerrero fiero,

que sujetaba una espada. Había algo corpóreo en la niebla. Lo que

había dentro de ella.

Lovius también se dio cuenta de que había algo sólido dentro

de él. Ahora solo quedaba luchar. Acero contra acero. Lovius se dio

cuenta de que los movimientos de su madre eran lentos y torpes. No

importaba cuántos hijos tuviera la niebla, cuánto se extendiera.

Estaba envejeciendo.

Pronto el filo de la espada de Lovius rozaba el cuello de su

madre. En sus ojos, que siempre habían estado vacíos, había miedo.

—He crecido, madre —Lovius se forzó a mantenerse sereno—

. Y te he ganado. Ahora me perteneces. Tú estarás dentro de mí, y el

poder de la niebla será mía. Solo mía. Serás mi madre, mi posesión y

mi arma.

La niebla se condensó dentro de Lovius. Fue un proceso

doloroso, pero cuando terminó, Lovius supo que era el rey de la

niebla.

LAIA LEÓN SERRÁN

Barcelona, Cataluña

132


133


S

obre la nueva colcha de mi cama que mi madre había

confeccionado, tenía una caja grande y roja en la que

guardaba juguetes de cocina. Tuve miedo de que mamá

protestara si al vaciar la caja ensuciaba la colcha.

Mamá era muy buena costurera. La colcha la armó

cortando un rectángulo de tela que cubría exactamente la parte

superior del colchón. La tela tenía un diseño de rayas rosadas y

blancas de aproximadamente medio centímetro de ancho que iban a

lo largo de la cama. Después, para los costados, utilizó trozos de tela

de color rosado claro, cosidos al trozo rectangular de forma que el

conjunto calzaba justo sobre el colchón como si fuera la tapa de una

caja.

La almohada tenía su propia funda, hecha con una

combinación de ambas telas, la rayada y la lisa, y la colocó en el

medio de la cama recostada contra la pared. Además, había agregado

dos almohadillas chicas forradas de un color turquesa claro a cada

lado. Estas combinaban con las alfombritas, una al lado de mi cama,

otra al lado de la de mi hermana, que eran cueros de oveja teñidos de

turquesa. Las cortinas estaban hechas con la misma tela de la colcha,

la de tiras rosadas y blancas.

No vimos a mamá coser todo eso, nos dio una sorpresa. Un

día, cuando mi hermana y yo llegamos del colegio, encontramos el

cuarto con la nueva decoración. Era un cambio importante, el cuarto

se veía mucho más lindo, supongo que nos alegramos, estaba todo

muy hermoso, pero no recuerdo que fuéramos muy expresivas como

quizás esperaba mi madre.

El asunto es que como estaba todo muy nuevo y prolijo me

frené un poco antes de vaciar la caja, pero mi prima Elisa insistía en

ver mi famoso juego de té rojo. Entonces saqué la tapa de la caja y

volqué su contenido que quedó todo esparcido sobre la colcha.

—Tenés de todo —dijo Elisa.

—Sí, pero ves que la mayoría es del juego rojo.

—¿Qué tal si separamos lo rojo de lo demás?

134


Y así empezamos a formar dos pilas, una con platitos de latón,

teteras y jarras de plástico blancas, tazas verdes, etc., y otra con todo

lo que fuera rojo. Completada la clasificación empezamos a quitar de

la pila roja lo que a la vista se notaba que era distinto, como la tapa

de latón de una olla pintada de rojo. Al final nos quedó el juego de

té.

—¿Está completo? —preguntó Elisa.

—No sé, armémoslo.

Buscamos emparejar los platitos con las tazas y cucharitas y

revisamos que hubiera una jarra, una tetera y un azucarero con sus

correspondientes tapas, y había unos platos más grandes, tipo plato

de torta. En total había seis platos y seis platitos, cinco tazas y cinco

cucharitas, así que faltaba una taza y una cucharita, casi podríamos

decir que estaba completo, considerando el tiempo que lo tenía.

—Es lindo, ¿verdad? —le pregunté.

—Sí, me gusta ¿quién te lo regaló?

—Un novio que tuve hace muchos años.

—¡¿Tuviste un novio?!

—Sí, cuando estaba en jardinera.

—¡Pah! ¡y todavía tenés su regalo!

—Sí, es que ves que no se rompe, es muy bueno, mirá estas

jarritas blancas, tienen el pico roto, y las tazas verdes algunas tienen

la agarradera rota, pero estas, las del juego rojo no.

—¿Quién iba a decir que tú, tan tímida, habías tenido un

novio? ¿Y qué pasó? ¿Se pelearon?

—No, la última vez que lo vi fue cuando me regaló este juego.

Era el día de mi cumpleaños, en diciembre, ya habían terminado las

clases, mi madre organizó una fiesta invitando a todos mis

compañeros, como la mayoría eran varones yo me pasé la tarde en el

dormitorio con otras dos niñas porque si salíamos al jardín los

varones nos empujaban. Mamá me dijo que como yo había pasado el

año muy quieta y callada, al ver el grupo de mis compañeritos, decidió

que ese ambiente era lo que me hacía mal y que debía sacarme de

135


allí. Al año siguiente empecé primer año en el colegio de monjas al

que voy ahora, para niñas solamente. No vi más a Rubén.

—¿Rubén se llamaba? ¿Y cómo fue que te ennoviaste? —me

preguntó Elisa con mirada curiosa—. Yo nunca tuve novio. ¿Te dijo

algo?

—No sé cómo ocurrió. No recuerdo mucho. Normalmente yo

estaba sola en los recreos, me recostaba contra un árbol grande que

había en el patio de hormigón, y miraba a todos corriendo o

caminando por ahí; o me paraba cerca de donde había que hacer fila

cuando tocara el timbre, para ser la primera. Y de pronto me recuerdo

caminando del brazo con Rubén. En un rincón del patio había una

arenera, no muy grande, que ocupaban los más poderosos, yo ni me

animaba a pedir que me hicieran lugar. Pero cuando fuimos hasta

ahí con Rubén, se corrieron y pudimos jugar con la arena. Yo estaba

feliz. Los dos estábamos felices.

—Y después ¿Qué pasó?

—El día de mi cumpleaños cuando él llegó lo llevaron a mi

dormitorio donde yo estaba con las niñas para que me saludara y

diera el regalo. Sobre la cama tenía muchos regalos, pero ninguno

tan grande como el que traía Rubén. Era una caja grande, es esta,

roja, que ahora está un poco vieja. Mamá y las niñas hicieron

comentarios sobre el tamaño de la caja, y recuerdo a Rubén parado

muy derechito sonriendo, mientras yo abría el paquete.

—Estaría contento de haberte dado el mejor regalo —dijo

Elisa.

—Sí, eso es lo que me contó mamá. Me dijo que se le veía

orgulloso.

—¡Qué emocionante! Mirá si te lo encontrás algún día y te pide

ser su novia.

—No, ¡qué tontería!

—Juguemos a que estás casada con él y que yo era tu cuñada

y venía a tomar el té.

—Bueno.

136


—¿Qué podemos usar como torta?

—¿Te parece que traiga unas galletas?

—Sí, y trae agua para la tetera.

—Bueno, pero no podemos hacer migas ni volcar el agua,

mamá puede enojarse si ensucio la colcha o la alfombra.

—Tendremos cuidado, ah, y trae azúcar.

Justo pasó mi madre y desde la puerta nos dijo:

—¿Oí azúcar? No hagan enchastre. No, no jueguen con

azúcar. Y después guarden todo, dejen la cama ordenada y limpia.

Va a venir la abuela y quiero que vea qué lindo quedó el cuarto.

PATRICIA LINN

Uruguay

137


138


E

staban los dos, sentados en la playa, mirando el Mar,

cuerpos jóvenes con sus pieles tersas, vírgenes de cicatrices

y rugosidades, cuando él soltó al aire diciéndole: —Amaría

eternamente poder compartir mi tiempo contigo siempre...

volar, crecer... juntos.

Ella lo miró, acariciando su cara diciéndole: —A mí también cariño... sólo

dame tiempo.

Él se quitó el reloj y se lo entregó. Le dijo: —ten, llevas mi tiempo contigo.

Cuando sientas que es el momento me vienes a buscar, tú ya sabes dónde.

Ella tomó el reloj y se lo puso en la muñeca. Le dio un beso dulce

en los labios y se levantó. Caminó sin rumbo por el refugio de su playa y

justo donde el sol se despedía con sus rayos, como si fuera una figura de

luz, desapareció en el horizonte.

Él la miraba mientras marchaba, pensando: —Que le dé tiempo.

Pero ¿cuál? ¿El tiempo en que duran las olas en convertirse en espuma?

¿El tiempo en que la Luna pasea por las noches y llama luego al Sol para

abrir e inaugurar el día? ¿El tiempo en que la oruga se transforma en

mariposa? ¿Veintiséis días como alguna vez leyó por ahí? ¿Cuántos días?

¿Diecinueve? ¿Cuántas noches? ¿Quinientas? ¿Cuál tiempo le iba a dar?

¿Aquel en el que la Tierra tarda en darse una vuelta completa alrededor del

Sol? ¿Ese tiempo en el que cuando pestañeas sientes que han pasado como

diez años? ¿Cuál tiempo te voy a dar si el tiempo no para? Si los que

paramos o seguimos somos nosotros, subiendo o bajando al tren o

simplemente dejando que pase.

Y por supuesto pasó el tiempo. Chronos insultante había manejado

expresamente y con sabiduría cada segundo que había transcurrido entre

ellos. Y sucedió que ambos jamás se dieron cuenta que a pesar de portar

en sus sienes arrugas de todas las cualidades, siempre permanecieron

juntos, a pesar de los viajes individuales. Y se miraron otra vez apartando

brevemente sus miradas que estaban fijadas en las olas del mar, se vieron

y se reconocieron propios desde el día mismo día en que sus almas se

aferraron siendo una. Sentados juntos a la vera del mar, volvieron a

abrazarse. En la muñeca de ella, el reloj que él le había dado aún seguía

marcando con sus agujas la misma hora, en el mismo lugar, en sus mismos

cuerpos madurados y en sus mismas almas de siempre.

139


140

ERNESTO MÓNACO

Barcelona

Instagram: @b_sidereflexions


141


Y

a amanecía cuando el barco, tras varias semanas de

dura travesía por aguas bravías llegaba al embarcadero

del pequeño pueblo de Saron. Raúl, al principio, no

tenía claro su porvenir, pero la primera vez que vio un

pesquero supo cuál sería su cometido en la vida,

[navegante], en ocasiones tuvo dudas, aunque dejó de tenerlas

cuando tuvieron que enfrentarse a las embestidas el mar: casi

naufragan en el viaje; aún recordaba los cinco días que estuvieron

tras la pista de un banco de peces. Al dar con él, echaron las redes y

el clima favorable facilitó que la pesca fuese abundante. Ahora, tras

la estiba, se mantenía fresco en la bodega del barco cubierta de hielo.

Pero el resto del tiempo mientras se dirigían a la ciudad del emir, su

angustia lo ahogaba y cuando creía que todos dormían rogaba a la

virgen del mar que la mercancía llegara en buen estado. Sufrieron

días de fuertes tormenta en los que entró mucha agua en el barco y

temía que la hubiera humedecido; entonces jamás le permitirían

dejarlo.

Se desplazó el aire por el embarcadero, como un murmullo, el

viento encaramado sobre las ramas de los árboles deambuló entre el

follaje que chocaba con violencia contra la tierra, a la vez que emitía

un leve gemido. El cielo plomizo parecía turbado.

Raúl, un hombre alto, de grandes hombros, rostro serio, y

espesa barba, tiraba de la jarcia y daba órdenes con un movimiento

de manos. El aprendiz enrollaba la red escollando las órdenes. El

capataz con un estruendo de voz y los ojos abiertos como platos le

advirtió de su despiste. Después escupió en el suelo. El joven lo miró

con cara de asco.

El invierno arreciaba y el frío calaba los huesos como una

espada que atraviesa. En ese momento llegó el mercader. Raúl le

indicó que comprobase la mercancía.

—Me siento viejo, —dijo compungido, pero en realidad lo que

deseaba era perder de vista para siempre al mercader porque su sola

presencia le asqueaba.

142


David, un bondadoso pescador que llevaba años junto a él

aparentó estar atareado para no responder, no obstante, no perdía ni

un ápice de lo que sucedía a su alrededor. Acostumbrado a dormir

entre tablones y lavarse en días de tormenta, recorría el puerto con

la mirada vigilante. Los pájaros salían de la bruma estirando las alas

al viento como si de un ritual se tratara.

—El producto que traes tiene muy buena calidad —señaló.

Raúl asintió con la cabeza.

—Debemos zanjar este trato con premura antes del alba, el

cielo empieza a aclararse.

El hombre le entregó el maletín, recogió el fardo y se marchó.

Raúl a pesar de lo violento que se había sentido, reservó su

angustia porque era la última venta con esta clase de individuos de

dudosa reputación. Por fin, se retiraba de ese negocio que durante

dos años le había arrugado el alma. Nunca imaginó que, para no dejar

a su fiel tripulación (a los que consideraba su familia) sin trabajo,

tendría que aceptar hacer viajes de contrabando. De profesión

estibadores ordenó el descargue del pescado por el que obtuvo un

buen precio. Suspiró aliviado. El dinero le permitiría continuar hacia

las próximas capturas, si el tiempo y las condiciones eran propicias

podría continuar con desahogo durante varios años.

Dirigió la mirada hacia los tripulantes del pesquero y al fijar

la vista en David vio extraña su forma de actuar, cabizbajo como si

no prestara atención. No era habitual en él que no se le escapaba

nada.

—David, ¿qué sucede? —preguntó algo inquieto y más

preocupado que un toro cuando sale al ruedo, o un árbol en día de

tormenta, pues no estaba acostumbrado a verlo en silencio.

—¿Tú crees que nos dejarán? No estoy tan seguro.

Raúl esquivó su mirada, respondió molesto con un zarandeo

de manos mostrando su enojo. En aquel momento parecía que el aire

podía cortarse en dos.

—¡No es momento de volver sobre lo que está hecho!

143


Una ráfaga de aire brotó del viento. El silencio respondió.

Algún día volvería la vida de antaño

—No quiero disgustarte, pero hay alguien encaramado a la

rama del árbol que está cercano a nosotros, debemos zarpar de

inmediato. Los hombres ya han llegado las garrafas con agua del

aljibe.

Isaac, ayudante del cocinero, desde el barco, enseñó varios

tordos, que formarían parte de la cena cuando toda la tripulación

estuviese a bordo. Con un gesto del brazo izquierdo indicó que se

dieran prisa en subir los aparejos.

Juan, el aprendiz, un joven imberbe que se había unido en el

último año, jadeaba mientras subía las redes al barco. Raúl no pudo

evitar una carcajada y ordenó a Samuel que lo ayudase. Cuando

todos los aparejos de pesca se encontraban de nuevo en el barco, la

tripulación subió a bordo.

Tom, el cocinero, daba el aviso, era hora de cenar. Los

pescadores, botella en mano no tardaron en sentarse a la mesa. Raúl

se unió a ellos.

—¡Madre mía Tom!, ¡Qué pinta tiene el pescado!

—Prueba mis patatas y después juzga, patrón.

—Yo probaré los dos, —dijo Juan que tenía más hambre que

los bebés cuando piden su ración de leche.

La estrepitosa carcajada de sus compañeros hizo crujir la

madera del barco. Comieron, bebieron y rieron como nunca sabiendo

que había sido la última vez que recogían carga de contrabando y se

la entregaban a otros contrabandistas más sinvergüenzas aún. Sin

embargo, ninguno se dio cuenta de aquel hombre que se había colado

en el barco y sigiloso se ocultaba dentro de uno de los botes

salvavidas.

—Capitán, —advirtió David— alguien ha entrado en el barco.

—¿Qué dices? ¿Estás seguro?

—Tanto, que le he visto colarse en uno de los botes salvavidas.

—Maldita sea, —farfulló y salió disparado hacia el bote.

144


La tripulación lo seguía. Isaac cogió un cuchillo y les siguió.

—¿Quién se atreve a subir a mi barco sin permiso? Salga de

ahí inmediatamente.

Su voz sonó amenazante. El hombre que resultó ser un

muchacho en plena adolescencia salió del bote aterrado. Raúl en

cuanto lo vio se sintió relajado.

—A David no se le escapa nada en este barco hijo, —dijo

poniéndole una mano en el hombro—. Y ahora dime que narices

haces aquí.

—Mi padre me ha echado de casa porque dice que no valgo

para nada. Quiero ser pescador. Le voy a demostrar que soy un

hombre. Traeré dinero y mi madre no tendrá que lavar más la ropa

de nadie.

Raúl socavó durante unos minutos cuanto acababa de oír. Los

pescadores esperaban en silencio la decisión de su patrón.

—Tom, dale de cenar al nuevo tripulante. Salimos de

inmediato. ¿Estás seguro muchacho, tardaremos alrededor de un año

en regresar a Saron?, aunque esta vez será con una buena cantidad

de dinero. ¿Cuál es tu nombre?

—José, señor, y estoy de acuerdo. Soy espabilado y

trabajador, no se arrepentirá.

—Muy bien muchacho, así me gusta. Zarpamos.

Varios meses después, José comprobaba el estado del

congelador que contenía el hielo destinado a mantener el pescado

fresco y ordenaba las cajas de madera de la bodega para la próxima

entrega del pesquero. Su carácter cariñoso y afable había hecho que

toda la tripulación le tomara en gran estima y él, que nunca dudó de

sus posibilidades, se adaptó a la dura vida de altamar con total

maestría. Se estaban acercando a un banco de peces y esperaban que

fuese una buena captura.

—Estamos muy cerca, —gritó Juan— todos a sus puestos.

David ordenó que revisasen la red y los ejes de arrastre.

—Todo en orden patrón.

145


Raúl respondió con un gesto de mano sin soltar el timón.

—¡Atentos! Soltar la Red, —gritó Juan.

Todos a una, cumplieron con su tarea, atentos a que nada

fallará. Cuando Juan observó desde lo alto del mástil que la red

estaba a rebosar de peces dio la orden de subirla de nuevo al barco.

Raúl mantenía el timón firme pendiente de sus instrucciones.

Una vez que los peces estaban en el barco los metieron en la

bodega dentro de un contenedor lleno de agua, que mantendría los

peces a la temperatura suficiente hasta que llegasen a su destino,

momento en el que serían introducidos en las cajas y cubiertos con

hielo para su entrega.

Raúl fijó el rumbo. Era media tarde y aún no habían comido.

Tom pareció leerle el pensamiento al anunciar que la comida estaba

lista; en ese instante empezó a llover con fuerza. Amparándose en el

interior del pesquero la tripulación empezaba a comer.

—Vaya, veo que hay hambre. ¿No esperáis ni al patrón para

celebrar la buena carga que llevamos?

—Brindemos, compañeros, volvemos a casa, —dijo David

elevando una botella de vino.

Todos bebieron con vino excepto José, que se sintió triste al

recordar en momento en que su padre le había dicho que no era un

hombre porque ayudaba a su madre a fregar los platos: no le

mencionó que había visto a su madre tocarse el vientre con un fuerte

quejido de dolor. Solo esperaba que estuviese bien. Jamás la habría

dejado sola si él no lo hubiera echado de casa.

Varios truenos y relámpagos avisaban que el temporal se

hacía cada vez más fuerte.

David con su sagaz experiencia se puso serio. Raúl al darse

cuenta empezó a preocuparse. Sabía por propia experiencia que si él

se inquietaba era porque presentía que todo podía complicarse.

—Dejemos el festejo. Todos a sus puestos, la tormenta puede

ser más peligrosa de lo que pensamos.

Tom miró a David, que asintió con la cabeza. En pocos

146


minutos todos estaban en cubierta. La lluvia se había acrecentado

tanto que apenas se veía unos metros más allá. Un relámpago cayó

en el barco dando de lleno en el mástil que estuvo a punto de partirse

en dos.

Las olas amenazaban con engullir el pesquero.

—Amarraros donde podáis o las olas os arrastrarán, —indicó

Raúl— no estoy dispuesto a perder a nadie.

Otro relámpago quebró el cielo. El viento, aunque cálido

estaba cargado de humedad a causa de la pertinaz tormenta. Las olas

sesgadas por ondas de espuma zarandeaban el velero como si fuese

un bebé en su balancín, dejando un reguero que se iba estrechando

entre ola y ola. La embestida de las aguas era amortiguada por el

casco que resistía con fuerza.

Poco a poco la tormenta fue amainando hasta serenarse por

completo. Los pescadores se santiguaron y dieron gracias a la virgen

del mar por su protección. El atardecer anaranjado despertaba en el

horizonte calmado; sereno al igual que un pretendiente cuando es

aceptado como futuro esposo.

La travesía continuó sin más sobresaltos ni sorpresas y tras

muchas millas llegaba de nuevo al embarcadero de Saron. Tardaron

cuatro horas en descargar y entregar la carga. Después revisaron los

aparejos de pesca y se aseguraron de que el barco no hubiera sufrido

daños.

Raúl reunió en cubierta a la tripulación y fue entregando a

cada uno el sobre correspondiente a su paga.

—Con este dinero vuestras familias podrán vivir

cómodamente más de seis meses y bien administrado mucho más, —

señalaba Raúl— nos merecemos este descanso. Estaremos atracados

durante un mes, tras el cual volveremos al mar.

Sin más se despidieron y cada cual cogió su macuto. David

esperó a que todos hubieran marchado.

—Me preocupa dejarte solo Raúl. ¿Y si los que se dedican al

contrabando se enteran de que has regresado y vienen con malas

147


pulgas?

—No sufras, eso no pasará. Lo dejé muy claro. Cuatro

entregas y ni una más. Ve tranquilo.

—¿Y a dónde voy? No tengo a nadie y me encuentro tan solo

como tú. Así que me quedo contigo. Hoy nos emborracharemos, yo

invito.

Se dieron un abrazo y se fueron a la taberna. Entre tanto José

llegaba a casa de sus padres. Tocó a la puerta. Al abrir, su padre al

verlo gritó:

—¡Hijo! Creí que te habíamos perdido para siempre,

perdóname.

Lo abrazo con fuerza.

—María, ¡es José, es José!

—Hijo mío, —dijo la madre abrazándolo con fuerza a la vez

que lo besaba en la mejilla.

José estaba atónito. No sabía qué decir. Su padre jamás le

había demostrado afecto.

—Madre se encuentra ya bien, —alcanzó a decir— cuando me

fui vi que tenía dolor en…

—¡Hay hijo! Gracias al doctor que me curó la inflamación que

tenía en el hígado, tu padre trabajó mucho para pagar las medicinas

y la señora Belmont me ayudó en casa.

En ese momento José sacó el sobre de dinero y dijo:

—Nunca más tendréis que preocuparos por el dinero, y tú,

madre, no volverás a lavar la ropa de nadie porque yo trabajaré para

que nada os falte.

Su padre lo miró y dijo:

—Te fuiste siendo un adolescente y regresas un hombre hecho

y derecho.

Los tres se abrazaron emocionados.

Durante años el barco y velero de pesca de nombre “El

Burrian” se hizo a la mar una y otra vez para luego regresar a la

ciudad de Saron cargado de peces. La tripulación se mantuvo unida

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aún en los momentos más difíciles en altamar hasta que ya fueron

demasiados mayores para navegar.

NURIA DE ESPINOSA

España

Página WEB: /https://escritoranuriadeespinosa.blogspot.com

Twitter: @misletrasnuria1

149


150


B

ajamos del trencito en la estación del complejo

deportivo del camping. Llevábamos dos canastos, uno

con frutas y un budín y otro con el equipo de mate y

una caja de leche chocolatada.

Prefería deslizarme sobre las piedras del río, apenas

sobrepasadas por el agua del arroyo y me entretenía mirando a todos

los que hacían picnic a la sombra de los sauces. Allí también se

ubicaba mamá con Vicky para que no estuviera tan expuesta al sol

directo. Pero esa tarde habíamos quedado con los amigos de mi

hermano, en ir a la pileta del polideportivo. Mi padre había armado

partido de tenis con el señor de la carpa vecina. Mi madre también se

reuniría con otras mujeres a compartir mate, cigarrillos y sol. No

había muchas nenas de mi edad ese año, así que quedé seleccionada

para cuidar a mi hermanita.

Al año siguiente repetimos destino turístico y camping, pero

con mis hermanos estrenamos carpa. Dos años después, igual sitio,

aunque la innovación constaba en la incorporación de dos amigas.

En la combi viajamos muy cómodos y hubo reubicación en las carpas.

Mis amigas y yo dormíamos solas.

Antes del comienzo de nuestro último año del secundario

enviamos el equipaje con mis padres y nosotras decidimos viajar en

ómnibus. Además, estuvo oportuna la decisión ya que se habían

incrementado los controles en la ruta.

El fogón de aquella noche marcaría un antes y un después en

mis vacaciones. Al atardecer acomodamos los leños, preparamos las

conservadoras con gaseosas y cervezas, nos bañamos para estar

listas cuando pasaran nuestros amigos a buscarnos, con Nico

encabezando el grupo. No cenamos con nuestros padres. Lo hacíamos

al regreso para así disimular el aliento a alcohol y cigarrillo.

Cuando Nati se enteró de lo mío con Nico, me invitó a

quedarme ese verano en su casa. Zafé del veraneo en carpa.

Disfrutamos de pileta, tragos, disco y salidas en la ciudad. Fue corto,

151


pero intenso y a la vuelta de la esquina me esperaba el ingreso a la

universidad. Último verano en libertad.

Nico también ingresó a ingeniería, pero no pudo con todo y

dejó. Tenía que buscar un trabajo. Había llegado el primer apurón,

que terminó en casamiento. Vivimos un tiempo en casa de su abuela

hasta que nació Ana. Después en un departamento. Día de por medio

yo partía en subte cargada como un camello, para dejar a Ana en

casa de mis padres y luego, camino a la facultad, trataba de afirmar

algo de lo que había estudiado, pero la cuesta se hacía cada vez más

empinada. Fechas y exámenes se iban corriendo para más adelante.

Nico buscaba a la beba cuando salía del trabajo y ya estaba

lista, comida, bañada y cambiada.

Del segundo apurón nos enteramos en Navidad. No lo

comentamos. Esperaríamos que papá y mamá volvieran de Pinamar

con Vicky, que los acompañaba en sus veraneos, siempre que pudiera

invitar alguna amiga.

Llegó Benja en agosto y el año lectivo quedó trunco para mí.

Cesárea, lactancia, salita de tres de Ana. Trajín interminable. Debería

esperar otro tren. Tal vez el año próximo.

Pensamos descansar unos días en Nono. En carpa por

supuesto. Mis padres nos dejaron el auto, porque ellos se iban a

Brasil en avión. Una noche calma y tibia nos asomamos a la playa

del río, allí donde solíamos preparar el fogón. Crepitaban los leños

dibujando siluetas abrazadas, como las nuestras, cuando todo

comenzó.

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

Argentina

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