EL NARRATORIO ANTOLOGIA LITERARIA DIGITAL NRO 82 DICIEMBRE 2022
Antología de cuentos de autores de habla hispana
Antología de cuentos de autores de habla hispana
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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO
ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL
AÑO 7 NRO 82 — DICIEMBRE 2022
ISSN
2591—3123
Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder
Imágenes:
Pixabay Freepik
PXHERE PEXELS
Copyright:
EL COPYRIGHT DE LOS CUENTOS PUBLICADOS PERTENECE A SUS
AUTORES, QUIENES RESPONDEN ACERCA DE LA AUTORÍA Y
ORIGINALIDAD DE LOS MISMOS.
Bajo Licencia Creative Commons Atribución—NoComercial—
SinDerivar 4.0 Internacional
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En la Web:
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E—mail:
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elnarratoriodigital@gmail.com
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ÍNDICE
CUENTAS LUIS PENAS 9
TESTA ROÍDA CÉSAR FRANCISCO LÓPEZ VELARDE
13
CLONACIóN MARINA GÓMEZ ALAIS 16
CENA NAVIDEÑA OSWALDO CASTRO ALFARO 19
LA FE VERONICA MIRANDA 24
EL BAR DE LAS REVELACIONES MAIKEL SOFIEL
RAMÍREZ CRUZ 29
¿A DÓNDE…? ¿A DÓNDE…? LIVIO JABEL
HUARIPAUCAR HUANCAHUARI 32
Distorsión Ileana Stofenmacher 38
ECHANDO DE MENOS A LOS COLEGAS DE ANTAÑO
JORGE ZARCO RODRíGUEZ 41
UN EXTRAÑO EN LA NOCHE VALERIA JUDITH
MARTÍNEZ VILLARREAL 46
EL VECINO DE ARRIBA JOSÉ A. GARCÍA 49
THAUMETOPOEA PITYOCAMPA CRISTINA OLEBY 52
INTRUSA NANCY AGUILAR QUINTERO 57
PATEAR EL TABLERO GUSTAVO VIGNERA 60
FIERA CONTRA FIERA Carlos M. Federici 66
HOY ES UN BUEN DÍA PARA MORIR HAM BASHUR
77
LA LISTA IMPERDONABLE FRANCOIS VILLANUEVA
PARAVICINO 84
7
ONCE CARTAS URGENTES GIANCARLO UBILLUS
CELI 89
UN DIOS A SU MEDIDA FRANCISCO SALVI 98
UN ACCIDENTE, UNA NOTA OCULTA Y UN
COMPLETO DESCONOCIDO NURIA DE ESPINOSA
102
LA ÚLTIMA CARTA XIMENA ELOISE BALTAZAR
VILLANUEVA 111
EL SACRIFICIO ALEJANDRO ZAPATA ESPINOSA
117
QUISIERA ADIVINAR EL PASADO JOSÉ LUIS
VELARDE 123
EL PROFESIONAL ANTONIO MOMPEÁN mayol 128
ENTRE SUEÑOS Y PESADILLAS CLARA
GONOROWSKY 135
EPICÚREO ROBERTO GARCÉS MARRERO 139
VOCACIÓN J.R.SPINOZA 141
EL CASO DEL CANGURO DE LA LECHE RICARDO
BUGARIN 147
RE-VENGE CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR 149
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9
V
uelves a contar cada dólar arrugado con olor a
marihuana, vieja. Un olor que siempre te relaja. El
humo de la varilla de incienso en tu mesa te acaricia
el rostro, y nubla la bombilla de luz que cuelga
encima de los dólares, pero no te molesta. Sonríes al
darte cuenta de que los dólares van aumentando, sonríes con unos
dientes carcomidos, amarillos. Toses. Ahora sí el incienso te ha
fastidiado, y maldices en inglés.
Acomodas tu trasero gordo de tanta Big Mac sobre esa silla
marrón de plástico. Agarras con firmeza los fajos de billetes sobre la
mesa y empiezas, una vez más, a contar cada dólar arrugado.
Sigues: cuentas cada vez más rápido. Tu corazón golpea
salvajemente. Tus ojos se agrandan. Ríes, sobándote la nariz con el
antebrazo, sin soltar el dólar restante. Veinte años, vieja, te ha valido
juntar este dinero.
Habías empezado lavando platos en un pequeño restaurante
latino, que a duras penas te pagaba el mínimo. No comías a veces,
por ahorrarlo todo.
Tenías presente a tu hermana. Ella había sido tu motivación
todos estos años, vieja. Tu motor, tu impulso.
La pila de los dólares sigue en aumento.
Das gracias al cielo, al infierno, a lo que sea. A estas alturas
de tu vida, ya no te importa: solo tu hermana. La regordeta mal
teñida que te miró sobre el hombro aquel día y te dijo: “Yo tengo más
plata que tú, ignorante de mierda”. Tú sonreíste, serena. La miraste
fijo a los ojos y te marchaste, muda, como si no hubiera pasado
nada, pero se te había movido todo por dentro. Hasta amaneciste
con un amargo sabor de boca.
Aquel día tomaste una sabia decisión.
Te largaste de ese país tercermundista que no te había dado
más que unas pocas alegrías y una hermana cagona que te ninguneó
desde el día que naciste. Pero ahora verán, vieja. Verán tu poder y
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sabrán quién realmente eres. Tú, la todopoderosa, la más-más.
Por eso, apenas llegaste a Estados Unidos, empezaste a
ahorrar hasta el último penny, trabajando twenty four-seven.
Te cansaste de lavar platos y te marchaste feliz a trabajar a
una tienda de electrodomésticos. Aprendiste hablar bien el inglés, y
mucho más cuando te enamoraste del negro californiano que le
entraba al negocio de la marihuana. Con él aprendiste que el amor
lo soporta todo.
En tres años te convertiste en mánager de la tienda, y
ganaste mucho más. El negro ya estaba en la cárcel, pero por amor
o por cojuda, le pagaste la fianza. Así, te quedaste con la mitad de lo
ahorrado. Y entonces fuiste más drástica en tu forma de escatimar:
siempre estaba frente a ti lo que te obligaba a privarte de la cena y
a rechinar los dientes.
Vieja, terminas de contar. Son trescientos mil dólares los que
has ahorrado. Y te echas a llorar sobre la mesa regada con esos
ojerosos y soñadores billetes. De repente el recuerdo del negro Joe
aparece como un espectro, te posee, se impone ante el momento,
parece congelar tus lágrimas por un segundo. Él también te cagó,
vieja: te hizo abortar al hijo que tanto deseabas, para después
dejarte tirada en mitad de una carretera.
Pero ahora tienes trescientos mil dólares. Mucho más de los
que gana el dueño de esa tienda que te echó sin más, después de
diez años de servicio, porque te tenía ganas y tú no le dabas el culo
a cualquiera. Te largaste otra vez, con tus ahorros creciendo cada
día. Te fuiste a vivir al valle central de California y te tuviste que
meter de todo —menos de puta, claro—. Hasta trabajaste en el
campo, con el sol destrozándote la nuca por cinco años. Pero ya sin
darle chance al amor: esos ojos grandes color miel que enamoraban
en tus mejores tiempos, ahora, opacados, solo brillan iluminados
por el rencor.
Te levantas de la mesa. Respiras profundo: ahora es tiempo
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de volver, viejita. Mañana irás a esa agencia de viaje que siempre
has visto con ilusión, a comprar tu pasaje de regreso. Aunque ya no
encontrarás a tus padres. Solo tu hermana queda viva y eso es lo
importante. Llegarás a joderla, vieja. Ahora yo tengo más plata que
tú, pues, le dirías, y también que te bese los pies. Que te los lave con
sus lágrimas, si es posible. Ahora podrías incluso comprarla y
hacerla tu esclava hasta que se funda.
Sacando pecho, caminas hacia una tosca alacena que
descansa al lado de la cocina. Abres la puerta despacio y agarras un
cigarrillo. Giras la llave del gas de la estufa para encender el cigarro.
Fallas. No sale el fuego. ¿Esa era la que no servía? Dudas. Abres la
otra hornilla y sale el fuego, vibrante como tus ojos. Acercas suave
el cigarrillo y empiezas a fumar. Apagas el fuego. Te tranquilizas.
Viajarás en dos días para que todos te admiren. Y ríes a carcajadas,
abriendo los brazos, sintiéndote la reina de América. Sintiéndote el
sueño americano en persona.
Ríes, vieja, ríes, y de tanto reír y chuparle al cigarro, te
ahogas y empiezas a llorar. A llorar de ahogo y a llorar de rabia.
Apagas el cigarrillo contra el cenicero. Sientes un leve dolor en la
cabeza, y decides descansar un rato: mañana podrás pensar con
más calma.
Te acuestas y te relajas, olvidando cerrar la hornilla que no
funcionaba.
LUIS PENAS
Perú
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13
A
brigado por cartones, Eddy se resistió a levantarse
hasta sentir a los viandantes de la tarde pasar.
Todavía recostado, había oído los gorjeos de un
ruiseñor posado en un ficus. Escuchó (o eso creía) los
comentarios acusatorios de los vecinos, escuchó a
una excompañera de trabajo burlona, oyó el crepitar de un cuerpo
devorado por el fuego, un ladrido, escuchó oprobios contra él,
insultos, amenazas, escuchó (porque su atención nunca podía
desviarse de aquellas voces ominosas) la sentencia final de su padre.
Era lo mismo, una y otra vez, y durante el resto del día mientras
hurgaba en la basura. Su pata, Cletus Kasady, se lo había advertido.
Ni un momento de reposo, ni siquiera sentado para el cague, Eddy.
Nunca pudo hallar a sus atacantes a esas horas; nunca pudo
sorprender a quienes lo despreciaban tan abiertamente. Cletus
también se lo había comentado; los enemigos eran muchos y
estaban ocultos en todas partes. Marchó al comedor popular, y
mientras tanto meditó sobre el sacrificio que entregaría hoy, ya lo
había decidido. Dios era una boca, Dios era un negociador, una
ligera promesa. Era necesario complacerlo con otras vidas; así lo
hizo, al desembarcar, la familia de Noé. Al ocaso, llamó a un pata,
que no era su pata Cletus Kasady, para que lo ayudara. Había
investigado: la familia se largaba a la parroquia a esa hora y dejaba
abandonado el hogar, y desprotegida a su cautiva. Le pidió a su
compañero que sostuviera uno de sus pies para trepar la reja de
fierro. Dentro, halló lo que buscaba y cortó el tallo con sus dientes.
Era una rosa recién abierta, como las que su madre, cuando vivía,
ofrecía cada noche del domingo. Afuera, le entregó a su pata medio
pan y una moneda, anduvieron un poco, se separaron y oyó
nuevamente a los atacantes. Eddy, reconcentrado y ansioso, caminó
dos horas más, balbuceando. Más calmado, decidió llevar su
ofrenda. La iglesia, no la parroquia, todavía seguiría abierta unos
minutos más, casi una hora. Un desgastado Jesucristo de yeso
aguardaba su llegada; los ausentes feligreses no se escandalizarían
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de su astroso aspecto. Oyó que alguien pronunciaba su nombre, a
lo lejos, pero lo ignoró; se rascó la cabeza con rabia, imaginó el
interior de su cráneo, idéntico a una lámina de anatomía, poblado
de arañas oscuras y mordió sus dedos manchados de óxido, hasta
sangrar. Ingresó a la nave; acarició la rosa en su bolsillo. La depositó
a los pies de la figura. Eddy inventó sus propias oraciones y pidió
sordera y una justicia que alcanzara a todos los que le negaron
tranquilidad. Se golpeó el pecho varias veces y soltó, desesperado,
un alarido de piadoso reclamo. Solo entonces se persuadió de que
había cumplido lo necesario y que ahora, quizá hoy, sí llegaría la
respuesta de Dios y su Providencia. Dio media vuelta, nervioso, y
salió a paso ligero del recinto. Sin embargo, mientras él se alejaba
del altar, la rosa comenzó a cubrirse de un moco negro, un pringue
viscoso que se agitaba. Aquel limo comenzó a emanar un aroma
pestilente, como a esperma y urea, mientras deshacía la flor. En la
puerta, Eddy volvió a oír que lo llamaban. Esta vez volteó a ver: en
lugar de su ofrenda había un pequeño charco inmundo.
CÉSAR FRANCISCO LÓPEZ VELARDE
Perú
Facebook: https://www.facebook.com/profile.php?id=1575618905
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E
l día de su cumpleaños número sesenta y ocho, Juan
Carlos se duplicó. Nunca supo cómo ni por qué, pero
esa mañana amaneció con un gemelo, dormido del
otro lado de la cama.
Su clon tomaba los hechos con total naturalidad
porque era todo lo que conocía, le pasaba como a cualquier hermano
que nace después del primogénito.
No voy a ahondar en detalles acerca de todos los dolores de
cabeza que acarreó este nacimiento por generación espontánea,
empezando por el primordial detalle de que también tenían idénticas
huellas dactilares: no había modo lógico de explicar tal fenómeno y
documentarlo debidamente. Para evitarse problemas, tuvo el primer
impulso de matarlo porque, al fin y al cabo, su existencia no estaba
registrada en ningún lado, pero también temió que eso trajera
consecuencias para su integridad física, desconociendo por
completo las funciones de esta insólita clonación.
Al tiempo, todo fluyó. Como compartían gustos y talles, no
hubo problema con la comida ni con la ropa, tampoco discutían
porque obraban de manera semejante. Terminó sintiéndose tan
acompañado por su doble, que pensó cuán sabio había sido el
destino al no haberles obligado a disputarse un útero, pero sí poder
vivir bajo el mismo techo. Sin proponérselo, había resuelto el agobio
de la soledad. También lograba ver en espejo y de modo objetivo sus
virtudes y defectos, disfrutando de lo primero y corrigiendo lo
segundo, porque se sufría en carne propia.
Su vida, sin duda, había mejorado.
La noche anterior al día de sus cumpleaños, brindaron y
agradecieron por ese primer año de amable convivencia. A la
mañana siguiente, un olor delicioso a café recién filtrado invadió la
casa. Juan Carlos despertó con esa felicidad indescriptible que
produce que alguien más se encargue de hacer tu desayuno.
Cantando con voz de tenor el feliz cumpleaños, salió del cuarto
relamiéndose con ese primer regalo. En el pasillo, se chocó con su
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hermano también recién levantado, que mostraba la misma dicha
de olfatear el aroma a café y pan recién tostado por otro. Tendiendo
un mantel sobre la mesa, los esperaba en la cocina un tercer Juan
Carlos sonriente y servicial.
MARINA GÓMEZ ALAIS
Argentina
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H
ace tres décadas compré la enorme mansión. Las
leyendas e historias que circulaban en el pueblo me
hicieron dudar sobre adquirirla. A pesar de ser una
construcción centenaria, ostentaba prestancia y
aire señorial. Averigüé sobre el primer propietario y
de su tenacidad para replicar una propiedad estilo colonial. El
diseño original cambió con los herederos sucesivos, pero no perdió
el misterio de sus entrañas. La magnífica estructura de techos altos,
maderamen de roble, balcones, columnas y alares de tejas resistió
el paso del tiempo, soportó aguaceros torrenciales y un par de
terremotos.
Solemne como un gigante cansado, don Alfonso Quevedo me
la ofreció una mañana de 1999. El corredor de bienes raíces lanzó
al aire el precio que no pude resistir. La compré y con ella sus
secretos.
Tardé seis meses en refaccionarla y acomodarla a mi gusto.
Presté especial atención a mi gabinete de escritor. Especializado en
literatura oscura, nunca imaginé lidiar con las criaturas fuente de
mi inspiración y que me permitieron obtener premios literarios y
reconocimiento internacional. Al mes de haberme instalado, se inició
lo que en mis párrafos es común. Pareció irónico, pero la soledad
buscada ex profesamente, una vez que los asistentes literarios y
empleadas domésticas se retiraban, facilitó la diversión escondida
en el más allá.
La tranquilidad fue interrumpida por el encendido y apagado
de lámparas de techo, televisores y equipos de sonido. De repente la
tetera empezaba a hervir, se abrían y cerraban los cajones de los
reposteros y el agua escapaba de los grifos abiertos. Otras veces
subían y bajaban las escaleras y hasta escuchaba risitas de niños
correteando en los salones. Toleré estas travesuras hasta que los
más atrevidos empezaron a jugarme bromas de mal gusto a la hora
de dormir. No permití que los espíritus chocarreros se adueñaran de
mi descanso nocturno, tan necesario para mi creatividad.
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Los fantasmas de mi casa eran antiguos y los tenía
plenamente identificados. No estaban familiarizados con la
tecnología y fue fácil filmarlos con cámaras escondidas. Supe de qué
habitación salían, qué paredes atravesaban, a qué hora se reunían
y quiénes eran amigos. Revisé los archivos municipales y los
descubrí. Mis inquilinos integraban una banda de fantasmas
traviesos, irreverentes y completamente inocuos.
Al sentir que mi estado de ánimo empezaba a deteriorarse
por el insomnio, decidí intervenir para que no siguieran
acurrucándose en la cama o quitándome las cobijas. En la noche en
que cambiamos de milenio, atrapé a la señorita Luz, la más
despistada y confundida. Con la aspiradora la metí en un frasco de
vidrio y sus gestos de desesperación por salir asustaron a sus
secuaces.
Llegamos a un acuerdo: Permanecerían en la casa, sin hacer
bulla ni mover las cosas y estaban autorizados para charlar en el
jardín sin molestar a los perros. Acordadas las reglas, disfrutamos
de veinte años de tolerancia y armonía.
Lograda la tregua, me casé con Lucila, mi fascinante
secretaria. Una década después, con dos hijos que crecían
apuradamente, entré en una especie de sequía literaria. La madre
de mis hijos encontró el momento correcto para sacarme del
estancamiento emocional en que estuve ahogándome. Con sapiencia
y amor minimizó las desventuras literarias y sutilmente consolidó el
hogar con las regalías ganadas y la austeridad no melló el confort
que siempre gozamos. Se convirtió en férrea administradora de las
limitaciones económicas y su empuje sacó adelante a la familia.
Paulatinamente, superé el marasmo creativo y recobré el brillo de
antaño. Debo confesar que este periodo también sirvió para dominar
a los fantasmas. Los fui entendiendo y muy pronto se incorporaron
como fuente de inspiración, Algunos de mis más célebres obras
están basadas en sus desventuras.
Llegó el coronavirus y en marzo del 2020 restringí el ingreso
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de visitas y el tráfico humano se limitó al máximo. Los meses
siguientes fueron duros y la pandemia tomó la vida de Lucila. Mis
dos hijos radican en el extranjero. La distancia no es impedimento
para enterarme del acontecer médico de los países donde viven.
Gracias al avance de las comunicaciones y del internet me contacto
diariamente con ellos. La muerte de su madre me hundió en la
depresión y sus voces e imágenes son el bálsamo que me permite
seguir vivo. Enterarme que siguen evitando al mortal enemigo
invisible es el consuelo con que me acuesto. Asimismo, me enteré de
la muerte de varios amigos mayores.
Es viernes veinticuatro de diciembre y la mayoría festejará la
noche buena en soledad o con parientes que viven en la misma casa.
En mi caso, mis familiares se encerrarán en sus hogares.
Estamos navegando la tercera ola de la COVID -19 y, a pesar
de estar vacunados, las autoridades de salud volvieron a instalar las
medidas rígidas de las dos primeras. Los días festivos están
limitados por el aislamiento total. La consigna gubernamental es
minimizar la exposición al virus.
La gigantesca mansión está triste por la ausencia de mis
seres queridos y me refugio en el cariño incondicional de mis dos
perros y de la gata de Lucila. No se respira aire festivo y la decoración
navideña es mínima. La pandemia trastocó el espíritu de diciembre
y castigó a la población con miles de recuerdos desgarradores. A la
hora del brindis, las copas se llenarán con lágrimas por los parientes
muertos o ausentes. El cambio en el estilo de vida de la mayoría
truncó las ilusiones del pasado y reforzó el miedo a morir en
cualquier momento. El asesino despiadado que subyuga a la
humanidad, sin pedir permiso, de manera alevosa y terrible, es
capaz de tornar las risas en llanto.
No armé árbol de navidad ni nacimiento. Pedí a la cocinera
que prepare una cena a la antigua y luego se marche a casa. Sobre
la mesa principal está el pavo horneado, las ensaladas, arroz árabe,
puré de manzana, frutos secos, trufas y mashmellows Las botellas
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de champaña se enfrían en la refrigeradora y las tajadas de panetón
con el chocolate caliente aguardan en la cocina.
Presido la mesa, ocupo la cabecera y mis fieles boxers están
sentados junto a la chimenea apagada. La gata de Lucila descansa
en el lugar de su ama. Observo el festín que se perderá y decido darle
contra a la pandemia. A una orden los magníficos perros se levantan
y preceden mis pasos hacia el jardín. Abro la puerta y los distingo
escondidos entre los rosales y frutales. Los llamo y uno a uno van
apareciendo como fantasmas, eso son. Les hago una reverencia con
la cabeza y sus cuerpos transparentes se van llenando de colores y
formas. La señorita Luz me saluda, el maestro Julián frota las
manos para desentumecer los dedos que tocarán las teclas del viejo
piano, los pequeños hijos de Rosita saltan de alegría y corren a
buscar panetón. Más atrás emerge de entre la bruma don Rosendo,
el primer propietario de la mansión y me agradece el puro que le
obsequio. Al fondo del jardín surgen las hermanas Dorotea y Rebeca,
muertas en el incendio de las caballerizas de principio de siglo. Tras
ellas se percibe el discreto olor a maleza quemada.
La alarma de mi celular indica que son los primeros
segundos del veinticinco de diciembre del 2021.
principal.
—¡Feliz navidad! —exclamo y caminamos hacia el comedor
La celebración está asegurada.
Antes que tomemos asiento, el timbre rompe el protocolo
navideño. Nos miramos extrañados y el murmullo de los fantasmas
deja entrever que no esperan a ningún invitado extra. Uno de los
niños se separa del grupo y se dirige a la puerta principal.
Aguardamos expectantes y el suspenso nos sobrecoge. El niño hace
ingresar a alguien, indistinguible por la poca luz del recibo. La vemos
caminando hacia nosotros y gradualmente su figura adquiere forma.
Es Lucila.
OSWALDO CASTRO ALFARO
Perú
Facebook: OswaldoCastro
23
24
“…Desde aquellos siglos de la gentilidad, época infeliz,
en que ya hacia nuestra América sepultada en las horrorosas
sombras de la idolatría, se hallaban miserablemente
envueltos en ellas todos los naturales de Ocuela y su comarca,
dando ciega adoración y rindiendo cultos a un ídolo, de cuyo nombre,
por la total mudanza de religión y costumbres, aun entre ellos ha quedado
borrada la memoria; y solo se cita, como más probable,
haber venerado a esa falsa deidad con el título de Ostotoctheotl,
cuya interpretación es el Dios de las Cuevas, aunque de ello no hay total certeza…”
Padre Joaquín Sardo, 1810
E
n el siglo XVI los primeros frailes agustinos llegaron a
la cañada de Ocuilan, en donde, observaron que los
pobladores rendían culto a la imagen en escultura de
una deidad puesta en una cueva: Oztoteotl, a quien
dejaban ofrendas como inciensos, perfumes, cajetes,
sangre y corazones de niños. Esto último aterró a los frailes quienes
decidieron derrumbar al ídolo, lo destrozaron en el más profundo
secreto y, “milagrosamente”, en esa cueva apareció un cristo negro.
Hacia el año 1537 edificaron en esa cueva, el santuario de San
Miguel de Chalma. Desde la época prehispánica y tras la conquista,
sigue siendo un centro ceremonial importante para los pobladores
que en distintas épocas del año llegan a ofrecer respetos, dádivas,
bailes, pero también para pedir el milagro que les libere de sus
carencias o sufrimientos, todo ello movido por la fe.
Malinalco, Estado de México.
A las cuatro de la mañana se levantan los pobladores, se
abrigan y van a la iglesia en donde se congregan para preparar la
salida al Santuario de Chalma, encienden cohetes al repique del
campanario. Cargan estoicos y sin penuria, nichos de madera sobre
sus espaldas con la imagen dolorosa del Cristo entre adornos
recargados y burdos. A las cinco en punto, decenas de hombres y
mujeres salen del pueblo en medio de alabanzas y rezos.
Estela y su hermano Javier, son tan solo unos de esos
peregrinos; han ido varias veces, pero en esta ocasión la fe está
puesta en que el Señor de Chalma conceda la salud de su madre
quien tiene dos tumores prominentes en la frente. A nadie se le hace
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extraño que Javier lleve a sus espaldas una silla de madera y sobre
ella un bulto, la hermana la hace de soporte llevando en un morral
tejido con cordeles de malinalli, en donde guarda tlacoyos de haba
con frijol y dos guajes para agua y pulque. El pueblo va quedando
atrás, a la vista la llanura del monte, los barrancos, árboles viejos y
rocas de distintos tamaños. El cansancio va aminorando el paso de
algunos, la carga de los nichos se vuelve pesada, los pies se hinchan,
sangran algunos, el sudor escurre, se convierte en olores pesados.
La maldita fe hace que la resistencia sea extrema y el peso de
aquellos bultos se convierta en penitencia antes de la llegada al
santuario. Estela camina con paso corto, el tributo que ella ofrenda
es llevar los pies descalzos; primero las ampollas, las cortadas y
rasguños, después la sangre, pero no se rinde, levanta la frente
estoicamente mientras reza con fervor apasionado.
Un grito rompe el murmullo de los peregrinos, todos voltean,
es Javier que ha caído. Sobre el tobillo derecho cae todo el peso del
bulto que portaba sobre su espalda. La herida es aparatosa, tal vez
una fractura. Un viejo lo auxilia, le hace una especie de venda con
una camisa, y le pide que desista de su marcha. “Espera aquí,
nosotros llevamos tu promesa al Santo Señor de Chalma”, Javier se
niega e intenta levantarse, cae de nuevo y su hermana Estela lo
sostiene. La procesión sigue, se va, se pierde entre la noche que
avanza. Los hermanos tratan sus heridas con las hierbas que hay a
su alrededor, Estela recuerda que de pequeños iban al monte a
buscar hongos y no pocas veces, encontraban el indicado tanto para
aliviar los dolores como para “volar”.
—Necesitamos esos hongos, verás que después de que los
comas se aliviará tu dolor —dijo Estela al herido Javier.
—Sí hermana, pero por el momento no puedo caminar,
tendrás que ir sola a buscar esos hongos. Toma mis huaraches y
anda, que de aquí no me moveré, seguro.
Al paso de las horas, cuando la noche ha caído y de Estela
no se ve ni la silueta, Javier habla a su madre, que permanece
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impávida en el nicho, con apenas un silbido exhalando de sus labios
doloridos y secos.
—¿Madre? ¿Me escucha? Usted que está enfermita y es muy
buena con dios, pídale que Estela regrese pronto, ya se “requete”
tardó y me dan miedo esas luces que se prenden y apagan en el cielo.
Javier tiembla, el frío de la alta montaña empieza a dejarse
sentir, la fractura duele y hace que un sopor le envuelva, delira en
vigilia extraña. Observa llegar a su hermana, aparece entre la
neblina de la media noche, trae en sus manos los hongos que
aliviaran su dolor, ve que mueve los labios, pero no escucha nada,
entonces grita, le llama por su nombre: ¡Estela! No te escucho, por
favor, ¡ayúdame!
Estela permanece impávida, deja caer los hongos de su
manto. Javier alcanza a recoger algunos, los muerde ávidamente, el
sabor a tierra y gusanos le provoca asco, pero los deglute, los pasa.
Las luces fugaces en el cielo hacen imágenes estroboscópicas de lo
que ahí acontece: Flota Estela, neblina, una mano, los hongos, el
tobillo roto con torniquete de camisa vieja, manchas de sangre, tierra
en las uñas, flota Estela, luces, cielo rojo, hierba, el bulto en la espalda
de Javier, silla, mecate, dientes, sudor, cabello largo, hirsuto, uñas
largas, desnuda Estela, neblina, las luces cesan su orgía visual.
Llana oscuridad, absoluto silencio.
Javier despierta por la intensidad de los rayos del sol cayendo
en su piel desnuda, ya no hay dolor en el pie, aunque lo trae
colgando como un trapo; no sabe cuántas horas han pasado, se
arrastra como puede, no recuerda haberse quitado el bulto de la
espalda, lo observa a unos metros de él y trata de alcanzarlo.
—¡Ay Diosito lindo! ¡Mi madre! No me abandonen ahora,
necesito mucha fuerza. Santo Señor, necesito de ti. —Suplicaba
Javier.
Alcanza el bulto, lo baja de la silla y lo despoja de la sábana
que lo envuelve, espera encontrar a su madre envuelta y pedirle
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perdón por llevarla a ese suplicio, su corazón se acelera, rompe las
cuerdas que atan, y lo destapa.
—¡¡¡¡Noooooo!!! —Un grito escapa de su garganta, mientras
retrocede espantado, no es su madre, es ¡Estela! La que ahora yace
ante él.
—¿Qué hice madre? ¿En dónde estás? —Esas fueron sus
últimas palabras, todo dio vuelta a su alrededor, dentro de su mente
crecieron imágenes jamás soñadas, en donde se veían grutas
inexpugnables y en cada una de ellas, dioses precolombinos
ansiosos por levantarse y derribar los templos que les fueron
robados. Fue testigo silente, amordazado por el miedo y sorprendido
en la inconsciencia del instante previo a su muerte.
Allá, en el santuario del señor de Chalma, se ve llegar a una
mujer de ropa muy humilde, lleva la cabeza cubierta y camina sobre
sus rodillas mientras extiende sus manos y sobre ellas, dos rocas.
Nada fuera de lo común para los cientos de peregrinos que emulan
tal ritual; sin embargo, y ante la mirada atónita de todos, la mujer
se yergue, se despoja de su ropa dejando ver su cuerpo desnudo y
adheridas a su cintura una especie de falda hecha con serpientes
vivas, de su frente dos protuberancias rompen la piel y astan su
rostro moreno. Arroja las rocas que se rompen como huevos y de
ellas emerge Oztoteotl antiguo dios de aquella caverna. Libre al fin,
toma al Cristo y lo destroza en nombre de Huitzilopochtli, la revuelta
había comenzado.
VERÓNICA MIRANDA
México
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28
29
E
lla me observa con el cinismo que deben usar las
meretrices para seducir a sus posibles clientes. Llegó
hace un rato al bar y pidió una cerveza, encendió un
cigarrillo y clavó en mí la mirada de una mujer que
anda en busca de sexo casual, pero encuentra sin
querer algo codiciado. Yo estoy sentado en un extremo de la barra,
de espaldas a la puerta, pero no pude ignorar su entrada, el olor a
puta me obligó a voltear para verla.
Ella es una diva envuelta en un vestido negro peligrosamente
corto ajustado a su figura estructural, un vestido escotado que
promueve un par de tetas magníficas. Tiene el pelo rojizo y suelto
sobre los hombros, y unos ojos claros capaces de provocarle una
erección a un anciano.
Presagio el peligro. Mi economía tercermundista de país
bloqueado no puede con tanto, un escritor que no escribe ni publica,
no tiene como pagarle a una mujer así, pienso, y termino mi trago
dispuesto a marcharme. Sin embargo, ella se acerca y se sienta a mi
lado, pide otra cerveza y paga un trago para mí. Dice que hace
mucho que no sentía deseos de singar gratis. Me pregunto (y le
pregunto) qué vio en mí, soy un cuarentón encorvado y calvo, con
una nariz enorme en medio de la cara. Ella sonríe y no responde.
Imagino que aún tengo mis encantos, mi atractivo. No es por mi
dinero, estoy seguro, incluso un ciego puede ver que soy un
pelagatos.
Me convida persuasiva a perdernos en una habitación en el
hotel más cercano. Me promete una sesión de sexo multiorgásmico
con garantía ilimitada, oferta única, válida solo por esta noche.
Desnudos sobre la cama después de cumplir con su promesa, me
dice que tiene veinticinco años, y que desde los catorce supo que
singar era lo más rico que había en este mundo. Me cuenta que su
primer y único amor fue su padrastro. Él la mimó y la consintió como
se mima y se consiente a una hija, pero ella siempre lo deseó como
una gata en celo, desde bien niña. Él también la deseaba, pero se
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había jurado a sí mismo no hacer nada abominable, reprochable,
insensato. Ella quería estar siempre con él, bañarse en el río,
sentarse en su regazo a ver la televisión, adormecerse entre él y la
madre en la cama matrimonial, y, en las madrugadas, acariciar su
pinga involuntariamente dura mientras dormía. Una tarde de
invierno el padrastro llegó a la casa un poco borracho y la despojó
de la virginidad en su propia cama. Dice que pueblo chiquito,
infierno grande. Que la gente es envidiosa, que todo era perfecto
hasta que la madre un día los sorprendió templando al llegar antes
de tiempo del trabajo, a causa del chisme de un vecino. Se formó
una bronca memorable, y ella terminó en la calle con su ropa dentro
de una maleta. Fue entonces cuando vino a buscar vida a esta
ciudad. Dice que hasta hoy no ha regresado a su pueblo, ni ha tenido
noticias de ninguno, a ella le gusta creer que siguen casados y viven
en el mismo lugar.
Fumamos plácidamente después del combate sexual, yo, a
pesar del cansancio estoy listo para el segundo round. Ella me mira
con el descaro que deben mirar las prostitutas a sus mejores
clientes, sus ojazos claros tienen un brillo excepcional. Entonces se
acerca, y me susurra al oído, que nunca había visto a un hombre
que se pareciera tanto al esposo de su mamá.
MAIKEL SOFIEL RAMÍREZ CRUZ
Cuba
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U
n río furioso del ande arrastra en sus aguas a un
hombre de incalculable edad que manotea
desesperado, revolcándole, hundiéndole,
castigándole. El hombre busca con la mano algo en
qué aferrarse, pero el torrente le hace revoltijo con
los arbustos arrancados, con palos de pescadores improvisados, con
la rocalla agresiva que le rasmilla su cara y los pies, al tiempo que
se desliza por los recodos. Le hunde contra las piedras en la
profundidad, pero él se impulsa y vuelve en sí con una bocanada de
aire que logra en el exterior, manotea hacia la orilla, pero las aguas
le impiden atrayéndolo hacia el centro. De pronto sus manos sienten
las pajas bravas de la orilla y se aferra con las fuerzas que le quedan,
sin tiempo para más, así de automático, así de natural. El consuelo
que encuentra es vivificante. El río se molesta y le mantea con
brusquedad, le golpea con todo lo que arrastra. Él soporta los golpes
y se acomoda para trepar, la corriente hace que se suelte una mano,
pero no está para ceder, se impulsa con fuerza, con devoción única
vuelve a tomar la paja que, para su suerte, no se desprende. El río
prosigue con el trabajo, le quita la ojota que le queda y le va jalando
con voracidad para sumergirlo en sus profundidades, pero él concibe
el momento como un combate en que no debe rendirse. En la
vorágine había perdido ya el sombrero, las provisiones, lo que le
quedaba era la vida, tenía sensación de resucitado, ya no podía dejar
pasar por las aguas esa vida que le quedaba, por eso tomó más
fuerza, se recogió con aplomo y salió del río, tambaleando,
vomitando el agua turbia que había tragado. Se sacude como puede
la ropa que está pegado al cuerpo. Luego escurre la camisa y los
pantalones buscando con la mirada llena de esperanza, un lugar
donde ampararse. Pero no halla por ningún lado, entonces mira más
allá, y más allá las nubes van cubriendo el horizonte.
El cuerpo se le contrae con fuerza. Se recuesta en el pedazo
de orilla que la suerte le ha reservado, precisamente en ese lugar, ni
antes ni después, porque más abajo amenazan rocas ceñudas que
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orillan las aguas bravas. La lluvia sigue cayendo a cántaros, los
rayos agujerean el lomo de los cerros que están envueltos de esas
grisáceas nubes. El hombre no escucha casi nada, se le han tapado
los oídos, por eso percibe solo un rugir lejano. Sigue buscando
alguna esperanza con la mirada, solo encuentra al río que viene
serpenteando, burbujeando, acercándose con ironía y regresando a
su cauce, formando remolinos que le marean, y le llevan la vista
hacia abajo, llamándole, engañándole. El río marcha
inconmensurable hacia la pendiente por los despeñaderos,
rebullendo, cargado de cosas que encuentra, de animales distraídos,
de espumas que revientan como ilusiones tenues. Cuando los
torrentes van haciendo surcos gigantes que crecen y amenazan con
retroceder, el hombre puede oír con la vista el bullicio infernal que
brota de las enormes cascadas y recodos de ese valle, donde no
crecen ni árboles. El rayo retumba en su mente, está seguro de que
hay mucho ruido después de los ruidos.
Imagina una maldición para el descuido que cometió al
cruzar río arriba. Antes de entrar al agua había hecho bien los
cálculos, viendo exactamente por dónde estaba el camino que cruza
y para dar calor al cuerpo había tomado un sorbo de cañazo, con
cuidado, con ceremonia. No era la primera vez que cruzaba aquel río
que nace y crece con las primeras lluvias, como todos los años, él ha
cruzado muchas veces a pie, otras veces montado en caballo, incluso
nadando. Lo que se sabe es que él nunca se había rendido ante el
frío, los diluvios, el calor, ni contra la muerte, porque había eludido
al rayo en muchas ocasiones y se sentía casi como hijo de los cerros
y dioses de las furias naturales. Por eso decía saber sobre el
comportamiento de los ríos de la temporada, que las aguas mansas
ocultan un lado feroz, si alguien tropieza en sus correntadas, se va
derechito al mar, a menos que al río se dé por vomitar el cuerpo.
Primero desciende por toda la cordillera, luego pasa por la selva para
terminar de alimento de los peces del océano, pero él había vencido
en todas, por eso le admiraban en el pueblo.
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Cuando subió del pueblo y avanzaba por el camino de las
lápidas, no se ha percatado que las nubes se habían encaramado en
el cielo porque le abordó un compañero de la promoción de hace
treinta años, quien arreaba un hato por el camino y le preguntó
sobre cosas que estaban sucediendo en el pueblo. Este se pasó
informándole de las elecciones que se venían en un par de meses, el
castigo que recibieron los que han quemado la fauna del pueblo, el
viaje que harán la mayoría de los habitantes hacia la costa cuando
sus hijos salgan de vacaciones, en fin, pero todo con tanto
detenimiento. En las pausas brindaron el cañazo que ambos traían,
intercambiaron de sus piscas, cocas y cigarros, como antaño, como
siempre, cuando iban a las minkas del pueblo. Y de repente el cielo
estaba cubriéndose de lapislázuli, por eso se despidió con prisa.
Caminó con la presteza que le caracterizaba a un hombre andador.
Ya terminaba la llanura extensa cuando un fuerte viento vino
silbando y le zurró en la cara, tratando de tumbarle, arrojándole de
un lado a otro, en esas horas cayeron también las primeras gotas
furibundas de lluvia levantando polvareda que se amenguaron con
más lluvia. La lluvia se transformó muy rápido en sierpes de aguas
que se deslizaron por medio de los pastizales que prestos
absorbieron todo.
Él conocía ese clima y había llegado a aburrirse porque cada
año se presentaba la misma situación que obligaban no a uno, sino
a todos a caminar antes del mediodía. Las épocas de lluvia eran para
él las más ineludibles e indeseables, en realidad, la naturaleza tenía
ese corte friolento, nuboso, salvaje y ruidoso por los rayos y los ríos
aumentaban para estorbar el paso de cualquier caminante. Aquel
día empezaba los estragos de la época de las lluvias locas. Estaba
harto de que la lluvia interrumpiera siempre un viaje cuando menos
lo esperaba y él respondía con lo que mejor sabía, desafiar. Por eso
apresuró el paso y examinó el río que a sus ojos estaban casi turbias,
como esperaba él, como antes había superado sin hacer mucho
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esfuerzo. Para llegar a su estancia de ganados donde le esperaban
toda la familia, era urgente cruzar ese río antes que aumente el
caudal.
El clima de otros lugares era mejor, de la costa, por ejemplo,
a donde él siempre viaja a ganarse la vida cosechando algodón en
grandes sabanas, a comer uvas en las chacras abandonadas,
trabajando en el calor, bañarse con toda la familia en las aguas
nuevas que corren por las acequias. A eso iba, a arreglar sus
ganados para viajar. La costa le esperaba, incluso sentía como si le
llamara, con eso hacía sus cosas apurado y sin miramientos, por eso
cuando tropezó ya era tarde, estaba en el corazón del río.
El hombre no siente que respira, ya no le obedecen los dedos
de la mano. Un dolor metálico le va minando por los pies, le va
entumiendo desde la cabeza que se disemina en la vértebra. Sus ojos
están por abrirse, sus dientes rechinan hasta desgastarse, la lengua
se le aquieta y no le permite proferir su maldición favorita ni pedir
auxilios. Está lejos de todo, aunque grite con toda fuerza y
desesperación, el bramido del río lo ahogará. Es un lugar donde solo
el río acapara la vida. No puede creer que morir en se lugar sería un
destino hecho para él. No lo acepta al tiempo. De su boca se desliza
un líquido rojo que le entibia el mentón, pero esto no parece
preocuparle. Se queda mirando tranquilamente cómo se desliza su
sangre a mezclarse en el río.
El río iba en aumento abarcando las orillas que quedan y
recogiendo lo que queda para arrastrar. El hombre está echado,
abrazado a sí mismo, frotándose para hacer calor en su cuerpo.
Calcula que debe ser horas de la tarde y podría salir el sol para
calentarse, piensa que todavía podría salvarse, llegar donde su
familia. Su imaginación dibuja, casi impreciso y lejano, la sonrisa de
su hijo, trata de imitar aquella sonrisa pero nada puede. La lluvia ya
iba menguando, el sol seguía tenaz con su ausencia, las nubes se
deshilachan lentamente por las faldas del horizonte y el frío congela
el tiempo en la mente del hombre.
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Entonces el río de las aguas turbias hace su último trabajo,
es decir, termina lo que ha empezado. Se pone el hombre al hombro,
este se recuesta en la ola gigante que le alcanza, lo hace como si
fuera a descansar después de un arduo trabajo. El río, alegre,
indómito, enseñoreado va serpenteando, ahíto de tantas cosas que
lleva en las entrañas, pidiendo permiso con rugido atronador,
advirtiendo en voz alta la ley de los ríos procelosos. Va cayendo
pesadamente por las empalizadas descomunales, topándose como
búfalos furiosos en los recodos, invadiendo los valles. Así baja el río
por las pendientes hacia la parte costera del Perú. Entonces la lluvia
ha llegado a esta parte de la tierra, a llenar los ríos secos, a ablandar
el corazón marchito de la tierra, a humedecer la vida y la vida nueva
ha empezado a florecer.
LIVIO JABEL HUARIPAUCAR HUANCAHUARI
Perú
Facebook: https://www.facebook.com/livio.jabel
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38
T
e había amado toda mi adolescencia. Años deseando
poder besar alguna vez esos labios que me cautivaban
cada vez que te veía en el colegio o en las pocas salidas
grupales que excepcionalmente hacíamos. Enamorada
de tus soñadores ojos café y tu cabello negro enrulado,
tu apariencia fusión árabe e hindú, convocaba a mi imaginación a
lugares recónditos del planeta, para mí, una chica nacida y criada
en el conurbano bonaerense. Te imaginaba en un desierto de Arabia
con un camello recorriendo kilómetros y leguas para recoger agua y
rescatar a tu familia de una gran sequía, o fantaseaba con que
fueras mi príncipe de tez aceitunada que me salvara de la abulia de
mi vida de adolescente aburrida y deseosa de amar. Tu piel y tu
sonrisa eran para mí la representación material de todo lo que me
hacía temblar de ilusión y pasión. El chico más deseado. El único
que yo deseaba. Nunca me prestaste atención más que de una
manera distante que yo se la adjudicaba a que no era lo
suficientemente linda para un hombre tan atractivo como vos. Un
efebo de piel aceitunada y sonrisa espléndida caminando por los
desiertos del Sahara, que podía elegir entre toda la población
femenina del universo, ¿por qué elegiría a una chica común tirando
a fea y regordeta nada comparable a las princesas mágicas de los
cuentos?
Hace dos días te volví a ver, veinte años después. Primero no
te reconocí, estábamos todxs los compañerxs de nuestro curso en
uno de esos reencuentros de la secundaria que siempre había
odiado, pues no soy buena surfeando la nostalgia y le temo a las
máculas de los espejos retrovisores de la vida. Vos nunca habías ido
a las reuniones anteriores y siempre me había preguntado qué sería
de tu existencia, si estarías con tu camello en algún castillo lejano
de mi habitáculo del conurbano sur donde me afinqué con mi marido
y mis cuatro hijxs que ya van a la secundaria. Quizás en un país
lejano iluminando a todxs lxs que te rodearan con tu luz y encanto
que me hacía temblar de emoción solo al evocar tu imagen cada
39
noche antes de irme a dormir.
Te volví a mirar y seguí sin reconocerte. Es “él”, me decían
mis antiguas amigas. ¡No! ¿Cómo va a ser él? Les decía yo. No, no,
no. Te miré mejor y te vi realmente por primera vez. Comprendí que
no eras el chico que me enamoraba y que yo había convertido en mi
imaginación en una especie de icono idealizado del príncipe azul de
piel morenita clara y dientes brillantes que emanaba todo el sex
appeal y más y me hacía derretir de deseo. Delante de mí había una
chica de tez aceitunada, cabello negro enrulado a la cintura y
sonrisa sencilla y tímida. Sí, eras vos. Y era yo dándome cuenta de
que siempre había estado enamorada de una mujer pero algún
singular mecanismo de represión interno había transformado la
situación haciéndola pasar por la típica escena de amor no
correspondido entre un chico deseado y una chica del montón. No
eras un príncipe del Sahara, eras VOS. Y era YO. Yo viendo por
primera vez y de frente mi deseo, sacándome las anteojeras de la
represiva sociedad patriarcal y desnudándome a mí misma frente a
mi propia conciencia. Viéndome por primera vez, en el espejo de tu
rostro.
ILEANA STOFENMACHER
Argentina
Instagram: ileana_v_s
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41
S
e vio en el espejo vestido de traje y chaqueta mientras
sonaba Lana del Rey de fondo en su móvil, sintiéndose
impecable con su corbata gris y sus zapatos nuevos de
niño dichoso, a punto de estrenar su primer día de curso
con un punto de ilusión. Y a todo ello, sumándole una
sonrisa maliciosa que hacía alusión evidente a su detective favorito:
Philip Marlowe. Cerró la puerta de su piso y bajó las escaleras,
disponiéndose a reencontrarse con sus viejos compañeros de la
secundaria en una concertada cita amistosa, tras años de voluntaria
ausencia. Sabían quién era, que se apodaba Marlowe y por dónde
vivía y también a qué se dedicaba. Si no se habían molestado en
llamarlo en todos aquellos años, era simplemente porque no habían
querido. Así de fácil. Marlowe no esperaba encendidos abrazos ni
besos llenos de afecto o lascivia, acompañados de furtivas visitas a
los servicios con gomas de sabores exóticos de por medio y promesas
de amor eterno. No, no esperaba gran cosa, a decir verdad. Más bien
se olía que acabaría siendo como un jugador de tercera división
invitado de relleno a una fiesta de primeras figuras, y al que se le
niega la entrada en la zona VIP porque no calza la clase de zapatos
adecuada o no lleva una corbata de determinada marca.
Miró la manga de su chaqueta y no quiso llamarse al engaño.
Aquella ropa falsamente elegante era una impostura comprada a la
desesperada en el bazar chino de la esquina, del bloque en el que
residía. Le había atendido una dependienta tan amable, como
ignorante de unas mínimas nociones de vestuario y unos
conocimientos básicos de presencia de cara a la galería. Un experto
en moda no tardaría en soltar arcadas de nausea y horror ante
aquella pantomima que pretendía imitar antes a uno de los
protagonistas del Reservoir Dogs de Quentin Tarantino, que a la flor
y nata de un desfile de etiqueta. ¿Ropa cara?, no tenía una cuenta
corriente para poder costeársela. Y aquella vestimenta, comprada de
oferta en el chino de la esquina de su casa, era la que podía costearse
sin problemas, ni quebraderos para su cuenta corriente. Llegó en
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bus al lugar de la cita, en parte por su declarada alergia a los taxis.
Parando unas dos calles antes, para evitar que lo viesen venir en
plan pobretón, e hizo el resto de camino a pie.
—El bus es para perdedores —le había dicho Ozzy en una
ocasión. Aquel colega de la escena hard rock / metal al que echaba
de menos, tras verlo desplomarse por una mala mezcla de Speedball
(coca y caballo) en pleno concierto. Mientras sus queridos “colegas”
no dejaban de tocar, esperando qué se pudriese allí mismo y sus
odiosas novias le filmaban con sus móviles, como si aspiraran a
rodar una snuff movie con sus despojos y Marlowe desesperado, le
socorría ante la indiferencia del mundanal ruido.
No tardó en llegar al lugar de la quedada y los vio: Ahí
estaban sus viejos compañeros escolares, veinte años después.
Vestidos de Armani, perfumados con Euforia y calzados con Hugo
Boss tras bajar de un Mercedes de alta gama, y probablemente
estaban a la dirección de una corporación de las grandes. Le
llamaron en un tono socarrón que supuraba el veneno de la falsedad
y le sonrieron con una mueca digna de una sandía. Pero el eterno
admirador del Philip Marlowe con el cinismo del Elliot Gould de “Un
largo adiós” se fijó en sus ojos sin dejar de estudiarlos, y estos solo
expresaban una apenas disimulada repugnancia; cómo si dijesen:
—¿Quién invitó a este pordiosero de mierda? —Sí, aquellos
eran sus compañeros de antaño en él instituto. Neonazis los unos o
Sharps anti sistema los otros en sus viejos tiempos; mientras un
servidor se mantenía siempre fiel a la literatura de géneros y a la
escritura creativa de sabor “Noir” a lo Jim Thompson o Patricia
Highsmish. Aquellas ropas, perfumes, zapatos y coches, se le
antojaron una impostura todavía más evidente y nauseabunda que
la suya. Marlowe se preguntó por qué la “gente guapa” y el hampa,
se solía gastar el mismo tipo de vestuario de cara a la galería. Quizá
porque solo se trataba de un disfraz de cara al mundanal ruido, para
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guardar las apariencias. Ya fueran reyes, estrellas del espectáculo,
presidentes, altos ejecutivos, banqueros, gánsters, oligarcas,
proxenetas o asesinos a sueldo. Se supone que todos “maduramos”,
¿no? Aunque más de un cadáver siempre se ocultase bajo una
alfombra de millones de euros, tejida en Persia.
Marlowe pensó que toda la gente “respetable” necesitaba esa
apariencia de respetabilidad, como un cerdo el día de su matanza
defeca una incalculable cantidad de excremento tras una suculenta
pitanza. Montaron en el Mercedes y Marlowe habló con dos
compañeros de clase que ya eran un admirable matrimonio con
hijos. Preguntas y respuestas llenas de evasivas, dobles sentidos y
mentiras. No esperaba otra cosa mientras se olió una sorpresa final,
como una guinda envenenada que coronaba un pastel lleno a
reventar de cicuta. Y llegaron las tres limusinas a su destino en
aquel palacete de las afueras, custodiado como la residencia de un
presidente ruso adicto al asesinato por correspondencia de
periodistas con inquietudes humanitarias. Marlowe se olió lo que iba
a suceder. La entrada estaba vigilada escrupulosamente por
“armarios” a izquierda y derecha, pidiendo pases y contraseñas.
Marlowe no se extrañó, pero tampoco evitó enojarse.
—Chicos, no me dijisteis nada de esto —Ellos le intentaron
mirar con indiferencia, pero Marlowe captó un brillo de sadismo
apenas disimulado en sus ojos, pero sonrió de medio lado, dejando
en evidencia qué se lo había olido desde el principio. Su grotesca
pantomima.
—No formas parte del club —soltaron como los clasistas
miembros de una logia universitaria mientras Marlowe se metió las
manos en los bolsillos de su chaqueta de veinte euros, comprada de
rebajas en el chino de su esquina y soltó:
—Vale, pues me abro. No esperaba otra cosa de vosotros —
se giró largándose de allí, con la certeza absoluta de que nunca más
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volvería a ver a sus “colegas”. Si es que alguna vez lo fueron. Caminó
al borde de la carretera con toda la tranquilidad del mundo,
mientras rechazaba sonriendo las ofertas de las prostitutas de África
central y Europa del este, que vegetaban esclavizadas por la zona de
una de las carreteras de regreso a la ciudad. Marlowe quizá tardaría
todavía un buen rato en llegar a las zonas de las afueras, pero
rumiando aquellos efímeros viejos tiempos, el camino se le pasaría
volando.
JORGE ZARCO RODRíGUEZ
España
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46
E
l camino a casa es siempre el mismo, los mismos
árboles robustos con sus hojas oscuras, el cielo
nocturno llenando el espacio sobre mí, el viento
rozando mis mejillas, el silencio de la madrugada
ensordeciéndome. Lo advierto, es algo que me
intranquiliza. Carencia de aves, insectos y transeúntes. Las
personas están en sus casas, probablemente dormidas, me digo para
tranquilizarme. Las luces de las casas y negocios apagados. Noto
como mis pisadas tampoco hacen ruido. Pienso en gritar, pero me
arrepiento. Un instinto casi animal cierra mi garganta. Es como estar
en una película muda.
Una ráfaga insonora de viento despeina mi cabello y me hace
cerrar los ojos por un instante, la tenue luz de un poste me revela
una sombra tras de mí. Me niego a voltear, el miedo toma control de
mi cuerpo mientras me descubro incapaz de seguir caminando.
Su sombra se acerca a la mía hasta fundirse en una sola, el
suave e inaudible roce de su respiración en mi nuca, el miedo
recorriendo mi columna vertebral.
—No te resistas —es apenas un susurro, pero le escucho con
total claridad, transgrede el absoluto mutismo del entorno.
Intento moverme de nuevo, es inútil, algo me impide tomar
control de mi cuerpo. Nadie ha drenado mi poder tan fácilmente. He
leído sobre creaturas como tú… en la escuela…, debo calmarme para
pensar con claridad.
Recorro los pasillos de mi memoria con la esperanza de
encontrar algún ser que encajara con lo poco que sé de mi atacante,
Stoker, la palabra viene a mi mente y con ella el grimorio de sangre
y las clases del profesor Van Der Rudd.
Recito en mi mente el hechizo para transmutar mi sangre en
ponzoña. Él acerca su rostro al costado de mi cuello y sin dudarlo
clava sus filosos colmillos en mi piel. Espera, supongo, un festín.
Estoy por decepcionarlo.
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Se aparta con brusquedad, aprovecho su desconcierto para
alejarme, observo su boca manchada con sangre negra.
—¿Qué eres? —me grita y los sonidos de las aves, el viento y
los grillos regresan.
—Supongo que te quedarás con la duda.
Recolecto mi poder de nuevo, emocionada de por fin poner en
práctica las tantas enseñanzas de mi escuela inmortal. Con otro
hechizo, ahora verbal y sonoro, carbonizo su cuerpo.
Ser una bruja tiene sus ventajas.
VALERIA MARTÍNEZ VILLARREAL
México
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49
-A
hí está otra vez —se dijo mi madre mirando
hacia el techo.
Seguí su mirada y vi que la lámpara del
comedor temblaba, apenas, casi
imperceptiblemente. Ese movimiento podía
deberse a cualquier cosa, una corriente de aire, las vibraciones del
tránsito o del motor del ascensor, un temblor en algún lugar de los
Andes, mi imaginación, mis problemas visuales. Solo los ruidos que
llegaban por sobre el sonido de la televisión que mi madre mantenía
encendida a toda hora, daban alguna clave sobre su origen.
—Sí —confirmó—. Otra vez.
Quien fuera el hombre que vivía en el departamento del piso
superior al nuestro tenía una serie de extrañas costumbres
cotidianas, rutinas que repetía tres veces al día, todos los días.
Siempre en los mismos horarios, sin importar que fueran día
laborable, de descanso, fiesta, patrono, cumpleaños, vacaciones, los
idus de marzo, las calendas de abril o las nonas de cualquier otro
mes. No parecía detenerse nunca, por nada ni por nadie.
Eran rutinas muy extrañas, y que duraban entre diez y
quince minutos. Comenzaba con pequeños desplazamientos de algo
pesado, como si intentara acomodarlo en algún lugar muy difícil,
porque eran movimientos rápidos y repetidos, que se tornaban
acompasados y frenéticos antes de llegar a su final. Es de suponer
que si el piso de ese departamento estuviera alfombrado como el
nuestro no tendríamos que escuchar nada de eso, pero al parecer no
era así.
Tantos movimientos deberían de ser un gran esfuerzo para
quien los realizaba, ya que ni bien comenzaban estos también lo
hacían las exclamaciones de dolor que intentaban cubrirse con el
entrechocar de palmas que seguían un ritmo sincopado con los
movimientos del mueble. Estas exclamaciones terminaban en un
gran grito que señalaba, sin dudas, que quien realizaba todo ese
esfuerzo había acabado golpeándose con algo y solo podía seguir
50
emitiendo pequeños gemidos entrecortados hasta que se le pasara
la molestia y se le normalizada la respiración.
Luego escuchábamos la breve caminata de dos pares de pies
con calzados diferentes y la puerta del departamento abriéndose y
cerrándose con fuerza, para que cerrara bien, porque todas las
puertas del edificio tenían el mismo problema de que había que darle
con fuerza para que entraran en el marco. Un poco después
escuchábamos que se abría la ducha y no volvíamos a tener noticias
del vecino hasta que todo volvía a comenzar en el siguiente horario
de su rutina un par de horas más tarde.
—Asqueroso —repetía mi madre cuando el agua comenzaba
a correr.
A mí me resultaba todo muy extraño, más que nada el que
luego de tantas veces de intentarlo todavía no hubiera logrado
acomodar el mueble y también que en cada intento acabara
golpeándose, como si no aprendiera a hacerlo bien. Pero de no ser
porque en esos momentos mi madre subía sin parar el volumen de
la televisión o de la radio y no dejaba de hablar, yo no me daría
cuenta de que algo sucedía del otro lado del techo.
Faltaban varios años para que entendiera, aunque solo en
parte, qué era lo que pasaba en esos momentos. Comprendí también
la reacción de mi madre, el motivo de su enojo, en cambio, si no lo
entendía en ese momento con mis escasos seis o siete años, casi tres
décadas después, continúa siendo un misterio sobre el que nunca
me atreví a preguntar. Algo para lo cual resulta ser ya demasiado
tarde.
JOSÉ A. GARCÍA
Argentina
Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar
51
52
A
mamá no le gustaba que fuéramos solos por la calle.
Siempre nos llevaba al colegio, y luego nos iba a
buscar. Tampoco nos dejaba ir al parque con los
demás niños. Yo pensaba que siempre había sido así,
pero Bastián decía que fue a raíz de lo de papá.
Alguna vez fuimos al parque en algún cumpleaños, después de
mucho insistir, pero no podíamos subir a los columpios, ni al
tobogán. Se ponía muy nerviosa, nos gritaba “¡Cuidado!” todo el
tiempo, intentaba estar siempre a nuestro lado pero, como éramos
cuatro, no lo conseguía y acababa teniendo problemas para respirar.
Nuestra casa de entonces tenía un pequeño jardín trasero.
Estaba tapiado por sus tres costados y para mamá era un lugar
seguro en el que podíamos jugar. Por las tardes nos soltaba en el
jardín y nos vigilaba por la ventana mientras hacía sus arreglos de
costura. En el jardín delantero no podíamos estar porque no estaba
protegido y podía entrar cualquiera. A mí me gustaba más el de
delante porque tenía árboles para esconderse y un tronco tumbado
que parecía un avión.
Mamá nos quería mucho. A mí me daban pena esos niños
que llegaban al colegio con un brazo roto o heridas en las rodillas.
Mamá decía que sus madres no los cuidaban bien. Nosotros apenas
teníamos accidentes, algún chichón contra una puerta como
máximo, mamá tampoco nos dejaba correr por la casa.
Yo sentía que éramos la familia perfecta, siempre juntos. Eso
decía mamá.
Pero había una cosa que envidiaba de mis compañeros: cómo
disfrutaban la Navidad. Nosotros no la celebrábamos, y eso sí que
era desde lo de papá. En casa no había adornos, ni luces, ni dulces
navideños. Por eso cuando descubrí el pino del jardín delantero me
pareció mágico. Tenía unas bolas blancas como de nieve adornando
toda la copa. Me hubiera gustado coger una, pero mamá no nos
dejaba trepar a los árboles. Durante varios días se convirtió en mi
celebración secreta, cada vez que pasaba delante de él, tarareaba
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mentalmente “Noche de paz” y me imaginaba comiendo galletas de
jengibre y mazapán.
Había algo que sí teníamos en Navidad: los regalos. El
veinticinco de diciembre era el cumpleaños de las mellizas y mamá
nos daba regalos a todos. Coches teledirigidos, casas de muñecas
con todos los muebles, bebés que hablaban. Nunca bicicletas o
patines. Pero el regalo de ese año fue especial. Quizá porque ese año
apareció Óscar en nuestras vidas. Óscar tenía una tienda de
ultramarinos en la calle principal. Cuando mamá estaba con él,
parecía otra. Hacíamos picnics en la zona del puente y mamá nos
dejaba acercarnos un poco al río a tirar piedras al agua. Óscar nos
llevaba en su coche a la ciudad y merendábamos bizcocho en una
cafetería que tenía unas cristaleras enormes.
Yo creo que la idea de ese regalo fue de Óscar. La mañana
del veinticinco nos levantamos corriendo para abrir los regalos y
escuchamos unos gemidos que venían de la cocina. Sobre un
pequeño colchón había un perro salchicha negro con el hocico
marrón. Sus orejas caían a los lados de la cara y nos miraba
ladeando la cabeza. Las mellizas corrieron a acariciarlo, Bastián se
quedó en el umbral de la puerta, yo creo que un poco decepcionado,
y yo me acerqué temeroso. Nunca había tenido mucho contacto con
perros. Mamá nos miraba entre alegre y preocupada, y Óscar sonreía
de oreja a oreja. Lo llamamos Pudin; el nombre lo elegí yo y Pudin
me eligió a mí. Me perseguía por toda la casa, se tumbaba a mis pies
mientras estudiaba, jugábamos en el jardín trasero. Huía cuando
veía a las mellizas y se escondía detrás de mis piernas. Yo le daba
de comer y le rascaba la barriga mientras veíamos la televisión. Nos
acompañaba al colegio con mamá y luego nos iba a buscar, y por la
tarde dábamos un paseo los seis por la alameda. A veces nos
acompañaba Óscar, cuando lograba cerrar pronto la tienda. Él
también jugaba mucho con Pudin, y me enseñó cómo conseguir que
se sentara y me diera la pata.
Los días empezaron a ser más largos y por las tardes daba el
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sol en el jardín delantero. Mamá y Óscar se sentaban en las
escaleras de la entrada con una taza de té en la mano y nos dejaban
jugar allí hasta que empezaba a refrescar. Las mellizas intentaban
jugar con Pudin, le lanzaban palos, lo perseguían, pero él solo quería
estar conmigo. Al final se acababan cansando y jugaban a que
viajaban en avión.
Nosotros seguíamos entrenando y, para entonces, Pudin
además de sentarse y dar la pata, sabía tumbarse, sortear
obstáculos y hacerse el muerto.
Las vi cuando ya se estaban alejando del tronco. Parecían
una guirnalda abandonando el árbol de Navidad, no había vuelto a
pensar en él desde que apareció Pudin. Conté más de veinte orugas.
Se arrastraban en fila india, pegadas las unas a las otras, la cabeza
negra de una tocando la parte trasera de la siguiente. Me quedé
hipnotizado observándolas. Cogí un palo y acaricié los pelillos de
una de ellas. Se replegó sobre sí misma y todas se detuvieron. Al
rato continuaron su camino. Luego separé con el palo a una de las
orugas del resto, y enseguida volvieron a juntarse.
Pudin empezó a olfatearlas. Se acercaba, ladraba, se alejaba
y se volvía a acercar. Yo continué en mi empeño de separarlas.
Entonces Pudin empezó a rascarse el hocico con las patas. Al
principio me pareció divertido. Pero entonces noté cómo se le
empezaba a hinchar la cara y sus ojos pedían ayuda. Llamé a mamá
y todos se acercaron corriendo. Óscar cogió a Pudin en brazos, lo
metió en su coche y se alejó por la carretera mientras nosotros
llorábamos y mamá nos abrazaba con fuerza.
Nunca más vimos a Pudin. La siguiente Navidad ya no hubo
bolas blancas en el pino, unos señores habían venido a fumigarlas,
pero nosotros no volvimos a jugar en el jardín delantero.
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CRISTINA OLEBY
Suecia/España
Página WEB: https://cristinaoleby.com
Instagram: https://www.instagram.com/cristinaoleby/?hl=es
Facebook: https://www.facebook.com/cristinaolebyautora
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P
asaba por allí cada día, a las cuatro de la tarde, al
regresar del trabajo y me quedaba un rato
contemplándola. Un camino empedrado con yerbas y
flores silvestres comenzaba en el portón y subía
empinado hasta el porche de entrada. Allí donde dos
ancianos sentados en sendas sillas de mimbre de color blanco,
tomando algo, pienso que era café o té por la taza que sostenían en
sus manos. Sentía tentación de llamarlos y que me la mostraran por
dentro. Aunque ya la conocía, porque esa casa estaba en mis
pensamientos y en mis sueños recurrentes. Era una mansión
antigua, estilo victoriano. Por su aspecto deteriorado parecía
abandonada, pero ejercía sobre mí una fascinación casi febril.
Cerraba los ojos y le daba rienda suelta a mi imaginación. Me veía
abriendo la verja de entrada, y con pasos lentos, recorría la
caminería hasta llegar al porche. Allí saludaba a los dos ancianos
que nunca respondían. Entraba a una inmensa sala con muebles
antiguos y un amplio ventanal que daba al jardín sembrado de
gardenias cuyo aroma exquisito impregnaba toda la estancia. En un
rincón, un piano donde un adusto y serio profesor impartía clases a
una chica rubia de apenas quince años. Se notaba en su cara que
las dichosas lecciones de piano le producían aburrimiento y fastidio.
Una gran escalera de madera de nogal conducía el piso superior
donde estaban los dormitorios. Seguía por un amplio corredor y
llegaba a la cocina, donde una empleada comenzaba a preparar la
cena. Subía la escalera hacia los dormitorios, el principal, siempre
muy ordenado, propio de personas muy metódicas y de costumbres
conservadoras. El otro, el de la chica con papel rosado en las
paredes, cortinas blancas que se mecían con el viento, libros, vasos
y platos con comidas regados por el piso. Una chica rebelde que no
admitía el orden de sus padres. Encima de la cama de sábanas de
terciopelo y encajes, un enorme gato siamés dormía un sueño
profundo. Me dirigía a la biblioteca, donde los libros llegaban al
techo y mi ensoñación me llevaba a lugares lejanos e ignotos. En el
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salón de juegos de mesa, un amplio televisor cubría casi la totalidad
de la pared, donde se reunían familiares y amigos en amenas
tertulias, disfrutando café, whisky y entremeses. Siempre se
discutían temas políticos y no faltaba algún chismecillo sobre
alguien que no estaba presente. Yo los observaba deseando para mis
adentros pertenecer a ese mundo tan ajeno y fascinante. Esta
repetición constante de mis sueños febriles se hizo rutina para mí.
Llegué a conocer a cada uno de los habitantes y amigos que se
reunían en esa mansión y ellos a mí. Pero como todo buen sueño,
este también tuvo un final. Mejores oportunidades de trabajo me
alejaron de mi pueblo y por años me desconecté de la mansión, pero
nunca del entresijo y marañas de mis sueños y pensamientos. Otra
vez por cuestiones de trabajo regresé a mi pueblo. ¿Y qué creen...?
Volví a pasar por ahí, pero ahora sí, decidida a conocer de verdad la
casa de mis sueños. Nada me detendría en mi propósito. Y allí estaba
yo parada enfrente, viéndola, más deteriorada, más vieja y
desvencijada, pero con su mismo encanto y fascinación. La alegría
me invadió y lágrimas inquietas humedecieron mis ojos al ver aquel
enorme cartel con letras muy precisas: **SE VENDE**. Sin pensarlo
mucho, le hice señas a un cuidador que limpiaba el porche donde
años atrás se sentaban los ancianos por las tardes a saborear su
taza de café o té. Me miró asombrado, sus ojos se agrandaron y un
leve temblor recorrió sus manos y piernas. Me intrigaba qué había
pasado con los antiguos dueños y le pregunté por qué la vendían.
En esta casa sale un fantasma. —Me dijo el cuidador con voz
entrecortada—. Una mujer muy parecida a usted recorre la mansión
cada tarde a las cuatro en punto.
NANCY AGUILAR QUINTERO
Venezuela
Nancy Aguilar Quintero | Facebook
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INancy Aguilar Quintero (@mi_baul_de_relatos) • Instagram photos and
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L
a vista se le perdía en el horizonte atravesando las
burbujas de la copa que tenía extendida en su mano.
Solo faltaban un par de minutos para que dieran las
doce y algunos fuegos artificiales se escuchaban de
fondo. Luis tenía ganas de decir sus últimas palabras
antes de brindar e irse de esa casa con el portazo más rotundo que
haya dado en su vida. Estaba harto. Su jefe, quien también era su
suegro, lo miraba de reojo como quien mira una cucaracha a la que
estás aguardado con la chancleta lista para hacerla bosta contra el
piso. Betty, su esposa hablaba con su hermana y con su cuñado en
una competencia feroz por cuál de las dos familias iría al lugar más
ostentoso a vacacionar. Los chicos jugaban, sobre la mesa ratona,
con un tablero de ajedrez que le había regalado el abuelo utilizando
reglas más parecidas al metegol que al juego ciencia.
Su suegro siempre lo basureaba en las reuniones de la
fábrica, lo ponía en ridículo delante de los demás vendedores y
gerentes, ya era el hazmerreír de todos en los pasillos y en cualquier
reunión fuera de hora. Maldecía cada segundo de su vida haberse
casado con Betty y haber rifado su vocación de médico para
convertirse en el esclavo del señor amo. Obviamente, tenía claro que
todo lo que había alcanzado en la vida lo había conseguido con los
privilegiados cheques que su suegrito firmaba religiosamente todos
los meses. Su auto último modelo de marca importada, su casa en
un country de lo más refinado de la zona norte, los chicos en los
mejores colegios bilingües, vacaciones dos o tres veces por año por
los lugares más recónditos de la tierra y alrededores, nada que con
un miserable sueldo conseguido en guardias los fines de semana en
hospitales públicos pudieran pagar. Su amor por su mujer ya se
había diluido, ella ya no era esa muchachita pizpireta de ojos claros
que lo había deslumbrado en aquel baile de carnaval, ahora era algo
mucho más parecido a un gendarme retirado sin afeitar que había
heredado las mismas actitudes de humillación que el gran jefe.
Hasta la mucama le había perdido el respeto, cuando llegaba
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sediento de la calle esas tardes tremendas de diciembre y Luis le
pedía un vaso de agua fresca, ella le apuntaba con su dedo índice a
donde quedaba la heladera y cuando él dirigía su mirada al
electrodoméstico que lo esperaba sin chistar, la chica con su dedo
medio le completaba el acalorado recibimiento con un silencioso
“Fuck you” y su correspondiente corte de manga. Sus hijos, su única
esperanza, ya hacía unos cuantos meses que no lo saludaban por
las mañanas, aunque él era quien se levantaba, les daba el desayuno
y los cargaba en el auto para llevarlos en forma puntual y rigurosa
a la prestigiosa institución. Su mujer siempre tenía clases de
cualquier pavada que se anteponía a la obligación de acompañar a
los críos en sus estudios. Mientras reflexionaba, los chicos se
estaban pegando con las fichas, hasta que el más chiquito vino
llorando porque el otro le había clavado el alfil en medio del ojo.
—No es nada —le dijo consolándolo ya que ninguno de los
comensales se había percatado de los aullidos de dolor del pequeño.
El dolor que el pequeño sentía en el globo ocular no tenía
punto de comparación con el dolor que Luis sentía en el fondo de su
corazón esa festiva noche. Parecía que involuntariamente había
vendido su alma al diablo, que había vislumbrado una vida llena de
gratos momentos, placeres y confort y se había cortado la yema de
su dedo pulgar para firmar con sangre ese contrato con el
mismísimo demonio. Estaba harto, quería terminar de una vez con
toda esa farsa, y aguantarse el chubasco que le presentara la vida,
aunque tuviese que volver a la facultad y volver a cursar todas esas
materias que había aprobado con tanto sacrificio. Estaba
convencido de que, para ser feliz, debía volver a empezar. Luis miró
al sargento primero de su esposa y al jefe supremo de su suegro y
se dio cuenta de que, en esa estructura castrense, él era lo que se
denomina el último orejón del tarro que ni para compota servía.
Mientras veía a las finas burbujitas, de uno de los champagnes que
solo unos pocos pueden darse el lujo de degustar, recordó la última
reunión de directorio donde le brindaron el privilegio de poder
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participar. Estaba callado, no quería expresar ningún comentario
que pudiese ser tomado como punta del ovillo para ser descocido
frente a todos como si fuese un muñeco de trapo. Esas reuniones
eran maratónicas, cuatro o cinco horas de promedio, en las que se
escuchaba al magnate y a los chupamedias hablar de los logros de
la compañía y de cuáles serían los pasos estratégicos para lograr
conquistar la industria y convertirse en el monopolio absoluto del
sector, lo que era una tremenda ridiculez dado que ellos eran una
autopartista que solo fabricaba espejos retrovisores para la mayoría
de las marcas de autos nacionales, ni más ni menos.
Sobre la mesa del directorio siempre el viejo lucía los trofeos
de sus torneos de ajedrez que había ganado en su vida y cualquier
análisis que alguno de sus colaboradores expresaba era siempre
seguido de un comentario asociativo en términos ajedrecísticos. Por
ejemplo, si tenían que desarrollar un nuevo tipo de espejo para un
nuevo modelo deportivo, decía “cambiaremos el caballo por la torre
y así nos defenderemos de las industrias falsificadoras en forma
paralela”. Si tenían que reducir al personal, porque había bajos
requerimientos de las terminales, decía “tenemos que sacrificar
algunos peones para hacer más agresiva nuestra estrategia a futuro
y darle jaque mate a la competencia” y así siempre rematando con
una sarta de pelotudeces. Aquel día, a Luis le picaba la nariz y tuvo
la feliz idea de rascársela. De forma instantánea, su suegro
interpretó el natural gesto como que su yerno quería acotar algo a la
importante reunión.
—¡Vamos, Luis! ¿A ver si hace algún aporte que tenga algo
de valor para esta compañía? —le dijo inquisitivamente con los ojos
clavados en su frente.
—No, nada, nada que ver. —contestó Luis asustado como
gordo sentado en silla plástica.
—¿Nada que ver? Usted no tiene nada que ver con esta
compañía, usted es un parásito, una liendre, una larva, un gusano,
una lombriz solitaria, usted no es nada, menos que nada, si no fuera
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porque es el marido de Betty ya lo hubiera exhumado —le gritó
desaforado apoyando sus dos puños sobre la tapa de cuero de la
mesa de directorio.
Luis, se quedó solo en la sala cuando todos se habían ido y
se dio cuenta de que le había dicho “exhumado” y no “despedido” o
“expulsado” que hubiera sido más apropiado. Eso marcaba que ya
no era considerado una persona, que ya se había convertido en un
cadáver, era un muerto en vida. Esa noche debía ser la última, debía
dejar de ser un monigote, una marioneta de papel para convertirse
en Luis, un ser con todas las letras, con expectativas, ideales y
sueños, alguien que podía valerse por sí solo sin necesidad de que
le banquen los gustos y mucho menos que los basureen en público.
Los chicos se fueron corriendo al jardín para ver cómo se
pintaba el cielo de colores por los fuegos artificiales. El reloj cucú
empezó a dar las campanadas que auguraban un nuevo año. Sus
suegros se pusieron de pie para abrazar a sus hijas y a su otro yerno
y Luis miraba a esa familia, a la que ya no pertenecía, cada vez más
lejos. La mesita ratona con el juego de ajedrez con sus fichas
diseminadas los separaba del primer saludo del año. El borde del
tablero asomaba por una de las aristas de la mesa. Unas copas que
había tomado de más se notaron cuando se levantó del sillón para
saludar. Estas le hicieron perder el eje. En su trayecto para besar a
Betty, Luis trastabilló pateando el tablero con tanta fuerza que
desparramó las fichas de madera por todo el living.
—Peroooooo… ¿qué está haciendo? —se escuchó el alarido
del suegro que se contuvo para no acompañar la pregunta con algún
habitual apelativo despectivo y arruinar la noche.
Betty, su madre, su hermana y el marido de su hermana se
quedaron perplejos esperando la reacción de Luis que estaba de
rodillas con su copa vacía extendida frente a ellos. Este carraspeó,
acomodó su mueca desencajada a una sonrisa fingida de oreja a
oreja. Con voz que denotaba su estado de ebriedad les dijo:
—Nada, nada que ver, ¡Feliz año, hermosa familia!
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GUSTAVO VIGNERA
Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/gustavovignera/
Twitter: @vignera
Instagram: https://www.instagram.com/gustavo_vignera_autor
Página WEB: http://www.gustavovignera.com.ar
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66
M
i hermana Mylène siempre había sido un enigma
para mí. No por su belleza, inalterable a través de
los años, sino por sus ocultos sentimientos, que
parecían esconder una extraña contradicción,
reflejada, de alguna manera, en lo oscuro de sus cabellos y el azul
claro de sus ojos.
Y no dejó de serlo la noche en que nuestra apacible vida en
aquel valle escondido, alejado de los teatros de la terrible guerra que
padecíamos desde hacía más de un lustro, se transformó en un
infierno.
Aquel demonio, o fiera encarnada en hombre, irrumpió de
súbito en nuestra chata cotidianeidad campesina, la mirada de un
frío glacial, las ventanas de la nariz dilatadas como las de un lobo
en celo. Y la amenaza letal de una Luger P-8 encañonándonos...,
otro ojo gris y negro, portador de sombras y tragedia, de peligro
inminente.
Pero el bretón tozudo y rebelde que era mi padre lo impulsó
a la resistencia, sin reparar en nada, y en un segundo, con un doble
estampido que estremeció todo mi ser, se consumó la catástrofe.
—¡Padre! ¡No! ¡No! —quise gritar, pero mi voz estaba
estrangulada.
—¡Mamá! ¡Mamita mía!... —gimió Mylène.
—Se lo buscaron, por no atender razones —la voz del intruso
era cortante como un cuchillo, con su acento teutón y su absoluta
falta de sentimientos—. Aunque no quería dañar a la vieja. Pero ella
se interpuso..., ¡mujer inconsciente!
Entre las lágrimas que me empañaban la vista noté que mi
hermana, contra lo que pudiera haberse pensado, mantenía un total
dominio de sí. Solo sus dientes estaban muy apretados, lo que se
traslucía en un leve abultamiento de las mandíbulas. Yo estaba
transido de miedo, lo confieso, pero ver muertos a mis padres por
obra de aquella fiera humana fue demasiado, y no logré contenerme:
—¡Maldito “boche”! ¡Los mataste! ¡Mataste a mis padres!
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¡Te...!
El caño de la Luger voló hacia mi cara con violencia; un dolor
agudo... y la oscuridad se cerró sobre mí, aunque aún pude oír la
sofocada voz de Mylène, intentando detenerme:
—¡No, Jean-Lois! ¡Él tiene el arma! —y superponiéndosele, la
del alemán:
—¡Silencio!
Cuando volví a ver y sentir, estaba amarrado de pies y
manos. Una venda me rodeaba la cabeza, y un latido sordo de dolor
nublaba mi entendimiento. Me encontraba sentado en el piso, la
espalda apoyada en un muro. El hombre-fiera me miraba, con una
veta de burla en el hielo de sus ojos, mientras mantenía a mi
hermana pegada a sí. Ella respiraba agitadamente, pero no se movió
ni pronunció una sílaba.
—Hiciste un buen trabajo atándolo, nena. Ahora que lo
aquietamos, tú yo podemos dedicarnos a algo más agradable, ¿no te
parece? Vamos a la otra pieza... Conversaremos tú yo, como buenos
amigos...
Sentí que la sangre me rebullía en las venas, y forcejeé
inútilmente con los nudos, al tiempo que vociferaba:
—¡Suéltala, bastardo! ¡No te atrevas a tocar a mi hermana!
Pero la puerta de la alcoba paterna se cerró detrás de ambos,
sin que, impotente, dejara de oír aquella odiosa voz:
—Hace demasiado tiempo que no... charlo con una fraulein
bonita... ¿Cómo te llamas, ricura? Yo soy Kurt...
Sentí el gusto salobre de mis lágrimas llegando hasta mi
boca, y mezclándose con el dejo dulzón de la sangre que brotaba de
mi mordido labio inferior... Es inútil que trate de dar una idea de la
suprema desesperación que me invadía en aquellos instantes en que
era testigo de aquella ignominia, sin posibilidad alguna de impedirlo.
—¡Myléne! ¡Mi pobre hermanita! ¡Te fallé! ¡Les fallé a nuestros
padres! ¡No fui capaz de hacer nada por ellos ni por ti! ¡Soy un cojo
débil e inútil! ¡Oh, Dios! ¡Quisiera estar muerto! —sollocé.
68
Mi cojera provenía de una mala caída de un caballo, que me
ocurrió cuando niño. El hueso nunca soldó bien, y quedé con ese
defecto, que no me impedía desempeñarme razonablemente bien en
las funciones de la granja, pero que motivó que me excusaran de ir
al frente. Sin embargo, yo aportaba algo a la lucha, manteniendo
comunicación en secreto con la Résistence; incluso, bien escondidos
en la leñera, guardaba algunos pertrechos bélicos para eventuales
atentados contra el invasor.
De súbito, un dedo helado me recorrió la columna vertebral.
¡Si este alemán llegaba a descubrir eso...!
Aquella noche fue para mí una eternidad de horrible
tormento, alternando intervalos de un sueño plagado de pesadillas
con lapsos de inútiles esfuerzos por liberarme de mis ligaduras.
Pude arrastrarme hasta aquella puerta cerrada del cuarto, pero ¿de
qué habría servido? En lo íntimo de mi ser, no quería estar más
cerca. No deseaba oír nada de lo que estuviera ocurriendo allí...
Habría sido como sufrir mil heridas en el alma.
Todo mi ser era un solo dolor de músculos agarrotados y
huesos martirizados por mi forzada postura. Sumido como estaba
en aquel légamo moral, mezcla de odio y amargura, aun las
necesidades más bastas del cuerpo quedaron relegadas; diría que
milagrosamente, no me asaltaron en el curso de tantas horas de
martirio.
Creí que la mañana no llegaría nunca... Pero, por supuesto,
el sol salió como siempre, indiferente a los conflictos y pasiones de
esta triste y desorientada humanidad.
Y ellos también aparecieron... Y los tuve frente a mí... ¡Y
estaban asidos de la mano..., con dedos entrelazados!
Retorcí todos mis músculos, en un vano intento por
incorporarme, soltando, a la vez, un turbión de improperios y
maldiciones. Cuando logré silabear algo coherente, exclamé, con voz
deformada por la angustia y la rabia:
—¡Mylène! ¿Estás bien? ¿Te hizo algo ese desgraciado? ¡Si se
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atrevió a tocarte, juro por Dios que...!
La voz irónica del “boche” se superpuso a la mía, pues me
había quedado sin aliento.
—Vamos, nenita... Dile que no soy tan malo. Cuéntale de la...
gran noche que pasamos juntos —y la sujetó con un brazo alrededor
del talle, forzándola contra su cuerpo.
Me sacudí de un lado al otro; casi me rompí el cuello al agitar
la cabeza como un alucinado. ¡No podía aceptar aquello! ¡No podía!
Oí, como en un sueño, que Mylène me hablaba:
—Jean-Louis, yo... —y su voz se extinguió lentamente.
Entonces la vi apoyar la cabeza en el pecho de aquella bestia,
cubierto solo por una camiseta, y cerrar los ojos, con rostro pálido y
contraído:
—Perdóname, hermano... Es que...
La risita sardónica del teutón fue como la mordedura de un
alacrán.
—¿Qué puedo hacer si soy irresistible, muchacho? ¡Hay que
conformarse!
¡No! ¡No! —rugía en mi interior—. ¡Es imposible! ¡Ella no pudo
haber consentido...! ¡Mylène no! ¡Mi hermanita no!
El infame se me acercó, sin reparar en el fuego de mis ojos y
sin prestar oídos a mi resollar de animal herido. Me palmeó el
hombro, haciéndome sentir náuseas, pero sin que yo lograse
reaccionar de modo alguno, devastado e inerme como estaba. En
medio de aquel desvarío de mis sentidos, paradójicamente, no pude
sino admitir que el rostro de aquel hombre no carecía de atractivo
para una mujer, con su cabello dorado y su firme barbilla. Pero la
comisura de sus labios finos se curvaba en un rictus de crueldad, y
su mirada... Sin embargo, Myléne había estado sola tanto tiempo...
—No te preocupes por ella, muchachote. Hicimos buenas
migas... Ahora nos va a preparar un suculento desayuno, y luego...,
luego planearemos juntos nuestro... futuro. ¿Te parece bien?
Siempre como espectador pasivo, aunque hirviendo por
70
dentro, los vi sentarse a la mesa, ¡nuestra mesa!, con su mantel a
cuadros blancos y verdes, y vi a mi hermana Mylène servirle pan,
queso y café a aquel monstruo humano. Luego ella puso una taza y
un trozo de pan con queso en una bandeja y le preguntó:
—¿Puedo llevarle comida a mi hermano?
—Está bien, ricura francesa. ¡Aliméntalo! —Levantó el índice,
jocosamente—. ¡Ah, ah! Sin desatarlo, ¿eh? Dáselo en la boca. Más
comodidad, imposible... —y rio de aquella manera odiosa suya.
Fijé la vista en Mylène, por encima del borde de la taza que
había acercado a mis labios con mano temblorosa, pero ella rehuyó
mis ojos. En cuclillas, a mi lado, susurró apenas:
—¿Podrás entenderlo, hermano? ¡No pude evitarlo! Yo...
Pero ya el bestial alemán estaba junto a nosotros, hablándole
con su tono a la vez risueño e imperioso:
—Espero que seas tan buena anfitriona como cocinera,
belleza. Porque muy pronto vamos a recibir a esos amigos de que te
hablé anoche. ¿Recuerdas? Y los agasajaremos con tu exquisita
comida francesa. ¡Ja-ja! ¡Estarán hartos de comer hierba en el
bosque!
Lo que ocurrió esa noche, solo puedo imaginarlo. Pero debió
de ser algo como esto...
En lo profundo de la floresta se refugiaban varios otros
oficiales fugitivos, huyendo de las tropas aliadas, que desde el día
de la invasión en Normadía, y tras los desastres sufridos por
Alemania en el frente oriental, tenazmente defendido por los
soviéticos, estaban cazándolos como a ratones. Solo que estos no
eran roedores, sino bestias feroces..., y su ferocidad crecía al verse
acorralados.
—¡Ya tenemos alojamiento, colegas! —les habrá dicho, en
tono triunfal—. Será más seguro que seguir en el bosque, ahora que
los yanquis están batiendo las zonas aledañas... ¡Y comerán mejor,
se lo puedo asegurar, compañeros! ¡Mucho mejor! ¿Acaso no les
gusta la comida francesa?
71
Fui testigo, en cambio, de su llegada. ¡Nunca me había
acometido una furia igual! Y sin poder manifestarla de modo
alguno... Solo apreté los dientes hasta que rechinaron. Teníamos
delante a la hez de la humanidad..., la “flor y nata” del sadismo nazi:
diez oficiales de la Schutzstaffel, veteranos de los obscenos campos
de concentración, artífices de la degradación y la tortura. Oí la voz
hiriente de Kurt, dirigiéndose a mi hermana:
—Querida mía, tengo el placer de presentarte a estos colegas
y camaradas de armas, que serán nuestros huéspedes por algún
tiempo... Sí, ya sé que se han dicho muchas cosas malas de ellos,
pero, créeme, ¡son infundios! Ni ellos ni yo hicimos otra cosa en esta
guerra que cumplir las órdenes de nuestro bien amado Führer... ¡Y
por eso se nos persigue y se nos acosa como a... verdaderos
criminales! ¡Qué injusticia!
¡Cerdos! ¡Asesinos inmundos! —aullaba silenciosamente—.
¡Si tan solo pudiera...!
Pero no podía. Imposible librarme de las cuerdas. ¡La
condenada Mylène me había amarrado bien! Y aun cuando, por
milagro, hubiese logrado desatarme, ¿qué haría yo solo contra ellos,
sin armas, sin demasiada fuerza..., con mi pierna coja?
Tuve que presenciar, aunque habría preferido arrancarme
los ojos a tener que verlo, cómo mi hermana le servía de comer a
aquellos puercos..., incluso les sonreía al llenarle los vasos con el
vino hecho por mi padre..., ¡mi padre, que ahora estaría enterrado
junto con mi madre en algún lugar cercano!... ¿Sería posible que ella
se hubiese puesto de parte de esa caterva de criminales? La voz
satisfecha de Kurt me hirió los oídos:
—¡Disfruten, colegas! ¡Se van a chupar los dedos!... Pero,
¡cuidado! ¡Solo la comida es colectiva! ¡Ja-ja! ¡La cocinera tiene
dueño, eh!
No pude soportarlo más. Como no se me ocurrió otra cosa,
empecé a gritar como desaforado que necesitaba ir al baño. Grité y
grité, expresándome en los términos más crudos, hasta que me
72
hicieron caso.
—Está bien —concedió Kurt. Y dirigiéndose a Mylène—:
Anda, llévalo... O nos va a arruinar la cena con sus... expansiones
gástricas. ¡Atención! ¡Prohibido desatarlo! Ayúdalo como puedas,
pero que no se desate.
Mis humillaciones parecían no tener límite. Ella me llevó,
casi arrastrando, con las piernas y las manos atadas, hasta el
retrete. Luego me ayudó a soltarme el cinto y bajarme los
pantalones. Entonces la sujeté por un brazo, mirándola a los ojos.
—¡Mylène! ¿Qué estás haciendo? ¿Les das de comer a esos
desgraciados, a esas bestias asesinas? ¡No puedo concebir que te
hayas convertido en una traidora! Pero, ¿qué te hizo ese canalla?
¿Cómo es posible que te hayas entregado...?
Pero ella ya salía, cerrando la puerta tras sí, sin decir una
sola palabra. Y no me había aflojado las cuerdas, contrariamente a
lo que yo, en una última esperanza de su redención, había supuesto
que lo haría.
Los oí desde el retrete, rato más tarde. Mi hermana los estaba
llevando al cobertizo. Sin duda en previsión de que alguna batida de
las tropas aliadas pudiera llegar a nuestra cabaña. Me sentí helado
de pánico. ¡El cobertizo! ¡Donde estaba mi escondite!
—¡Dios misericordioso! ¡Lo descubrirán! ¡Estamos perdidos!
Sin embargo, no parecía haber sucedido nada cuando,
momentos después, vino ella a buscarme. Siempre en silencio, me
asistió en lo más sórdido y vergonzante, y pronto estuve de nuevo
ante mi diabólico enemigo.
—¡Vaya, vaya que es una joya mi noviecita! —rio
sarcásticamente—. ¡Apta para toda tarea! —La atrajo hacia sí por un
brazo y la sentó en sus rodillas—. ¿Sabes que me sorprendiste,
preciosa? —le dijo—. ¡Me ayudaste muy bien en lo de enterrar a tus
viejos! ¡Me gané la lotería al conocerte, lindura! Seguramente
también sabrás distraer a cualquier... curioso que se asome por
estos lares, ¿verdad que sí?
73
Me obligué a cerrar los ojos para no ver lo que siguió. Ella se
inclinó sobre él, mordiéndole suavemente una oreja... Y no quise
saber más. Pero la oí susurrarle:
—¡Claro! Sabes que soy buena en eso, ¿no?
Después volvieron a encerrarse en la alcoba. Transcurrieron
algunas horas... Entre tanto, mis forcejeos habían dado algún
resultado. ¡Los nudos se aflojaban!
—Un poco más y...
Lo logré al fin. ¡Estaba libre! Me froté las muñecas y los
tobillos y traté de ponerme en pie. En un tris estuve de caer redondo,
porque una de mis piernas, la sana, estaba dormida, pero logré
evitarlo. ¡No había que hacer el más mínimo rumor!
—¡Ahora es mi turno, maldito! —mascullé, entre dientes
apretados.
Silencioso como una cobra reptando hacia su presa, fui hasta
la cocina y me apoderé de una cuchilla de cortar carne. En puntas
de pie, sin zapatos, avancé... muy lentamente... hacia el dormitorio.
El sonido del aire que escapaba de mis pulmones me parecía el de
un huracán, pero estaba seguro de que no se iba a oír desde adentro.
Tomando infinitas precauciones, entreabrí la puerta.
Reinaba una completa oscuridad. Afiné los oídos. Sí..., aquello era
el rumor acompasado de la respiración de un hombre dormido. ¡Era
el momento! ¡Les haría pagar a ambos! ¡Los mandaría juntos a
asarse en el infierno!
Levanté la cuchilla, dispuesto a descargarla con todas mis
fuerzas.
Sonó de súbito un disparo, y fue la noche negra para mí. Por
entre la bruma de mi desvanecimiento oí, como en un delirio, la voz
de Mylène, apagándose paulatinamente:
—Lo siento mucho, hermano. ¡Pero no puedo permitírtelo!
Volví en mí sentado en una silla, bien atado otra vez. Un dolor
agudo y pulsante en el brazo izquierdo terminó de espabilarme. Noté
que estaba vendado.
74
En el rincón opuesto de la habitación, Kurt abrazaba
juguetonamente a mi hermana.
—¡Otra vez me sorprendiste, monada mía! No te creí capaz
de tanto, ¿sabes?
—Es que no pude dejar que te lastimasen, Kurt. Pero apenas
si lo herí... No me perdonaría nunca si lo hubiese matado. Después
de todo, es mi hermano.
¡Perra maldita! ¡Mejor habría sido que terminases conmigo! Mi
propia hermana, sangre de mi sangre, ¡volviéndose en mi contra! ¡No
eres más que una...!
El perro nazi la soltó y caminó hacia la puerta.
—Voy a tranquilizar a los muchachos... Deben de haber oído
el tiro. Me quedaré con ellos un rato. ¿No me extrañarás mucho,
verdad? —y le dio un blando bofetón.
Cuando estuvimos solos, Mylène se volvió hacia mí:
—Bueno, ya todo está en calma. Supongo que se quedará con
ellos el resto de la noche. En fin, Jean-Louis, ahora somos tú y yo.
Casi rompí la silla al pretender erguirme para vociferarle:
—¿Estás satisfecha, cochina traidora? ¡Traicionaste a tu país
y a tu familia! ¡Los cuerpos muertos de nuestros padres claman
venganza a través de la tierra! ¡Ah! ¡Si estuviera suelto te mataría
con las manos desnudas, desvergonzada!
Ella parecía absorta en sus pensamientos; no dio muestras
de oírme.
—Él estará contento. Se ha reunido con los suyos otra vez...
Hasta tenían sus uniformes puestos, con los suásticas y todo... Creo
que le he servido bien.
No pude contenerme. Me brotaban lágrimas de rabia, y la
herida comenzó a sangrarme debido a mis esfuerzos, pero no me
importó. ¡Mi hermana tenía que saber lo que pensaba yo de ella!
—¡Perra descastada! ¡Te regodeas en tu vileza! —la
indignación ponía palabras desacostumbradas en mi boca
campesina—. ¡Apuesto a que les descubriste mi escondite! ¡Ya
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sabrán que hay explosivos ocultos en ese cobertizo!
Entonces la vi aproximarse, con el ceño fruncido sobre sus
ojos claros. Y la cuchilla sostenida con firmeza entre sus dedos
delicados.
—¡Ah! ¡Ahora vas a completar la infamia! Terminarás
también conmigo, ¿eh?
—Tranquilo, hermano.
Y, ante mi estupor, cortó mis ligaduras.
Luego, con paso deliberado, fue hasta un pequeño armario y
sacó algo de él. Era una especie de caja oblonga, con un saliente en
forma de “T” en la parte superior. Claro está que yo no ignoraba su
función. Pero verla ahora en manos de ella...
—Ahora van a enterarse de tu secreto, hermano... ¿Por qué
tomárselas con uno solo de ellos —dijo calmosamente—, cuando
podemos terminar con once de una sola vez?
Y presionó hacia abajo aquella “T”, y hubo un estruendo
afuera, en el cobertizo, y otro paralelo en mi mente.
Por fin había comprendido todo.
Sí, mi hermana Mylène había sido siempre un enigma para
mí.
CARLOS M. FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: Carlos María Federici
Ilustración:
BENICIO (Modificada), tomada de la carátula
de un libro de la famosa serie “Baby”,
de LOU CARRIGAN.
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77
-H
oy es un buen día para morir. —Sentenció el
viejo Nepomuceno desde la ventana del hostal
donde se encontraba hacía tres días. Era su
septuagésimo cumpleaños y había viajado
desde la fría capital para estar solo ese día en un cálido pueblo del
caribe. Llevaba parado en la ventana desde antes del amanecer,
mirando la nada, quieto como una estatua. La inmovilidad
voluntaria le ayudaba a disimular el dolor, mientras repasaba los
detalles del itinerario de su viaje, el último de su vida.
Salió del hostal sin desayunar, a buscar el boticario que le
aplicara la última dosis de morfina que le quedaba; ya en la botica,
presentó su prescripción médica para hacerse a la dosis de la tarde,
pero no había.
Caminó medio renco al mismo restaurante que había
frecuentado los días anteriores, repitiendo su nueva rutina;
restaurante, café internet, un banco de la plaza y el hostal cuando
caía la tarde; pero ese día, esa última actividad cambiaría. Todo su
nuevo entorno lo tenía en la cabecera de la plaza, con lo cual se
sentía agradecido porque no tenía que caminar mucho.
Ordenó tres huevos revueltos, pan y chocolate espeso; Justo
la dieta que el médico le había prohibido pero que a él más le
gustaba. Antes de salir del restaurante, hacía un encargo con mucho
énfasis, que le guardaran sopa de verduras para las tres de la tarde.
No quería ir a ninguna otra parte a buscar comida. Había pagado
anticipadamente y con generosa propina, desayuno y almuerzo para
cinco días, cosa extraña para la ventera; ese prepago le permitió
exigir la reserva de su almuerzo, así que cuando ya no había más
comensales, don Nepomuceno llegaba a pedir su sopita de verduras.
El café internet estaba al costado de la plaza, también allí
prefería el mismo sitio en un rincón; si estaba ocupado, esperaba
hasta que estuviera libre.
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Verificó que tres correos electrónicos programados para ese
día ya habían sido leídos y replicados, respondió uno y lo programó
para ser enviado ese día a las seis de la tarde con un breve video
adjunto.
Lo estremeció el recuerdo de su hija agarrada a su cuello,
llorando en silencio tras la última discusión que él asumió como la
despedida. “Me retiraré a algún lugar remoto a morir en paz, sin
molestar a nadie”, le había dicho. La discusión se tornó tensa y
quedó inconclusa, y ahora, con la frialdad de un correo electrónico
quería concluir lo ineludible.
“Amada hija. Hoy, cuando el sol se oculte, me habré liberado
de este cuerpo enfermo, que ofrendaré a la naturaleza, así que no te
ocupes de buscarlo, porque ese, ya no seré yo.
Te libero de seguir lidiando con mi decrepitud, ocupa tu tiempo
de mejor modo; el mío ya pasó, lo único pendiente es terminar pronto
con la precaria vida de este cuerpo en decadencia que muere
lentamente. Sé feliz a pesar de las adversidades. Yo estaré contigo a
través de tus recuerdos, así que procura los mejores.
Te amo.”
Salió erguido, aunque con paso trémulo. El efecto de la
morfina le permitía a veces caminar con placidez, pero ese día no era
uno de esos. Mientras duró el efecto del narcótico, experimentó un
falso sosiego que poco a poco fue desapareciendo a la par que el día.
Ya se había resignado a que esa dosis de la mañana era la última y
estaba dispuesto a lidiar con su suplicio cuando el dolor volviera al
caer la tarde.
Se encaminó con paso parsimonioso hacia un banco de la
plaza, a la sombra de unas acacias. Se hizo en el centro esperando
que nadie más se sentara en su banca, miró la hora en la torre de la
iglesia y la comparó con la de su reloj, bajó los hombros y la cabeza,
y con su mano izquierda cogió su derecha, que empezaba a
79
temblequear y la reposó en su regazo, cerró los ojos y quedó sumido
en sus cavilaciones.
Evocó las últimas diligencias en la ciudad, la negación de la
eutanasia por parte del concejo médico de su EPS. “Hijueputas, no
les sirvo muerto porque dejan de recibir mi plata” musitó en silencio,
solo con un leve movimiento de labios.
En las conversaciones de los últimos meses con su hija,
orientó su discurso al tema de la muerte, sin embargo, no logró
convencerla de que había que celebrar la muerte a voluntad con la
trascendencia de una clausura. Ella asimilaba su postura racional,
pero nunca lo asumió como un precepto moral, y menos aplicado a
un ser querido. Por eso tuvo que urdir su temerario plan de huida
para escapar primero de los que amaba, y luego escapar de sí
mismo.
Se desveló varias noches repasando el itinerario, al que le iba
agregando detalles hasta darle el carácter sagrado de un ritual.
En cuanto al tiempo y lugar, no lo dudó mucho, su
cumpleaños se acercaba, y aún tenía en la retina una puesta de sol
que lo había cautivado años atrás, durante un viaje por carretera
que hizo a Barranquilla. Era muy dado a observar atardeceres, el
mar y el cielo de la noche. Así que tres días antes del fin, empezó
este periplo en la terminal de autobuses de Bogotá con una maleta
de rodachines medio vacía. Despertó de súbito y en su banca había
dos palomas esperando que les diera de comer, como es habitual en
los viejos y palomas que se posan en las bancas de los parques. Miró
la hora y se paró con dificultad, ya era tiempo de su última cena.
Dejó su sopa de verduras a medias y pasó al hostal, como
deshaciendo sus pasos. Se vistió la única muda de ropa que traía y
la que se quitó la metió al cesto de basura. En su maleta quedaba
solo una prenda que usaría luego. Pasó a hacer el check-out, sin
pedir devolución por los días adicionales que había pagado. La mujer
de la posada, le ofreció el ayudante, para que le llevara la maleta
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hasta el paradero de buses, pero no lo aceptó.
—Tranquila, son solo tres cuadras, puedo solo —le contestó
con gesto amable y salió renqueando. Ya el efecto de la morfina se
estaba yendo y no le permitía el lujo de caminar erguido.
Al cruzar la calle recogió una piedra del tamaño de su puño,
abrió la cremallera de su maleta y comenzó a llenarla. Pasó
desapercibido, como un vagabundo que esculca tachos de basura
recolectando cosas, pero este solo buscaba piedras, y fue llenando
su maleta con pequeños pedruscos que encontró en el camino hasta
dejarla del peso que podía arrastrar y la cerró.
El autobús pasó a las cinco y recogió al único viajero de esa
parada, que prefirió no ponerse cómodo por estar atento a la
carretera para no pasarse de su destino.
—Me deja antes del puente, por favor —le dijo al chofer, y al
ayudante le pidió el favor de bajarle la maleta de rodachines que
estaba en la bodega.
—Que carga, ¿piedras? —preguntó este irónicamente al
pulsear la maleta —Sí señor —le respondió el viejo, congraciándose
con él, por su acertada ocurrencia.
Esperó que el bus arrancara y emprendió su viacrucis con la
actitud de un penitente, arrastrando su pesado fardo por el sendero
peatonal hasta el centro del puente, donde tiempo atrás también
había contemplado la puesta de sol, pero en distintas
circunstancias. Se acomodó como un niño en una atracción
mecánica, con sus piernas colgando en la enorme estructura de
acero y hormigón, acomodó su equipaje a la izquierda y con
parsimoniosa labor sacó las piedras y las acomodó en un túmulo a
su derecha, sacándolas de una en una. Luego de la base de la
maleta, sacó un morral y una chamarra con cuatro cremalleras que
había conseguido especialmente para la ocasión; dos bolsillos
grandes a cada lado. Se vistió la chamarra y con la lentitud que le
permitían sus dedos temblorosos, llenó tres bolsillos con los
81
pedruscos, el derecho inferior ya lo traía lleno con algo pesado, que
no eran rocas y que tenía reservado para el final.
Cerró con dificultad la cremallera de cada bolsillo que iba
llenando, dejando su pecho como el pertrecho de un soldado que se
adentra en la manigua. El resto de piedras las metió al morral y se
lo acomodó en la espalda, apretando las correas contra su pecho con
un arnés y luego tiró la maleta al río.
Ya estaba casi listo. Tras una breve pausa para recuperar la
respiración por la fatiga, revisó su reloj porque sintió que el tiempo
se acotaba sin haber terminado su ritual dignamente, como lo había
planeado. Cinco y cincuenta y cinco de la tarde, se tranquilizó al ver
que no había retraso. Conectó de nuevo con su entorno; la brisa
soplaba de frente y a lo lejos, un surco de nubes en pequeños copos
que el sol teñía en refulgente arrebol, como presagiando su muerte.
Ese fugaz momento de quietud le fue interrumpido por el intenso
dolor que arreciaba ya en todo su cuerpo y amenazaba con una
parálisis, recordándole por qué estaba ahí, sentado como un
paracaidista listo para su salto final.
Buscó con sus dedos trémulos en el bolsillo derecho de la
chamarra, su revólver 38, que había equipado con las ocho balas
por si acaso. Metió el cañón en su boca abierta, agarrando la cacha
con las dos manos y su pulgar izquierdo en el gatillo, calculó 45
grados de inclinación y con sus ojos buscó de nuevo el sol que
también estaba a punto de apagarse sobre el horizonte.
El ronroneo de un motor próximo interrumpió su sacro
momento. Era una chalupa de pescadores que venía
contracorriente, la perdió de vista cuando pasó bajo el puente y
esperó hasta que su sonido era un sutil susurro.
El sol se hundió en la lejanía como si se derritiera sobre la
silueta de los árboles. El disparo de un viejo revólver hizo revolotear
los pájaros que en la ribera ya se estaban acomodando en sus nidos,
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y un zambullido sin testigos resonó en el Magdalena.
HAM BASHUR
Colombia
Página WEB: https://hambashur.blogspot.com
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84
L
a ansiedad de fin de año me producía náuseas, cierta
desesperación y gran fatiga emocional. Cuán lejos se
hallaba el niño tierno que, jubiloso (luego de ganar el
diploma escolar), celebraba la llegada de Navidad y de
Año Nuevo. Ahora las dificultades económicas, los
gastos de subsistencia y la lucha por mantener a la bella Helena a
mi lado, con quien las crisis producto de nuestras discusiones
acaloradas habían crecido como los centígrados de un termómetro
en el sobaco de un afiebrado, me tenían al borde de la locura.
Sin embargo, aquella mañana la esperanza afloraba en mi
pecho pues compraría el diario en el que se publicaría la lista de los
mejores autores del año. Tenía cierta fe de encontrar mi nombre. Mi
última publicación disfrutó de buenas críticas y elogiosas reseñas.
Incluso a mediados de año fui reconocido con un galardón literario.
Gozaba la certeza de que esta vez había llegado mi turno.
Cuando aseguraba la puerta del departamento, vi a la vecina
expectante. Con los cabellos casi despeinados, el mandil manchado
y unas pantuflas infantiles, parecía una persona extraña.
—Joven, debería cuidar a su perro. Ayer casi lo atropella el
camión de la basura. Tenga mucho cuidado —dijo.
—Oh, entiendo, doña Bertha. Es que lo dejé al cuidado de los
chicos del doscientos cinco. Ya se disculparon.
—Debería tener cuidado del viejo Orestes y sus hijos. Son
desordenados y no respetan el horario de recojo de basura. Lo
amontonan cuando se les da la gana y a veces amanece sucia la
vereda del frente... ¿Usted sabe?
La miré con inquietud y respondí:
—¿Qué cosa, señora?
—Cuando la basura no es recogida, el hedor llega a nuestras
casas y las moscas aumentan. Y eso es asqueroso.
—Entiendo, doña Bertha, lo tomaré en cuenta.
—No les diga que los odio, joven —dijo y, rápidamente, se dio
la vuelta y se metió a su habitación.
85
Aunque lo sospechaba desde el inicio, recién pude ratificar la
verdad. Tuve que bajar al primer piso sin saludar a nadie. Al pasar
por el doscientos cinco, cuya puerta cerrada parecía amortiguar la
bulla interior, me asaltó la duda de avisarle a don Orestes que
aquella vieja loca les guardaba rencor, pero decidí continuar mi
camino.
El sol de diciembre, turbio y arenoso por la contaminación,
pareció recibirme sin brisas ni aires apacibles. Los bocinazos
cortantes, los ladridos de los perros, un carretero que ofrecía sus
frutas con altoparlantes, el olor a gasolina y petróleo, me hicieron
soltar un escupitajo con bilis.
Antes de ir al puesto de periódicos, decidí desayunar en el
mercadillo de la cuadra. Cuando me limpiaba con la servilleta, decidí
averiguar ciertas dudas y le pregunté a la señora de la comida si
sabía de algún lío grave entre don Orestes y doña Bertha. Pero ella
no sabía mucho del asunto. ‹‹Solo discusiones por la basura, joven,
luego de ahí nada más››, dijo. Aquella respuesta me asustó un poco.
‹‹Recuerdo que don Orestes la trató de loca››, recordó.
Al llegar al puesto de los periódicos, compré el ejemplar de
inmediato. Ni siquiera vi la portada ni las llamadas de carátula.
Además, el muchacho que atendía me caía mal. Siempre arqueaba
el ceño y nunca te miraba el rostro. Sin embargo, aquella mañana
pareció sonreírse al verme, como si recién se enterara de que yo era
escritor. Un escritor. Un escritor reconocido. Un escritor cuyo
nombre aparecía en la lista de los mejores autores del año y, por qué
no de acá diez años, de la década. Me alejé apresurado, como si
aquel esbozo de sonrisa hubiese sido el anuncio del triunfo
esperado.
Como un caminante apresurado, regresé sin mirar nada. Ni
el diario, ni a las personas, solo contemplando cabizbajo el sabor de
la victoria. Tanto había esperado aquel momento. Al subir de dos en
dos las gradas, abrí tan presuroso la puerta que la llave casi se me
escapó de las manos. Me dirigí de inmediato al sofá, me arrebujé en
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la comodidad, abrí de par en par el diario y, como si todo lo calculara
con premeditación, me dirigí a la sección de Cultura y Espectáculos.
Ahí el titular, con letras enormes, rezaba: ‹‹Los mejores libros
del año››. Extasiado, frenético, emocionadísimo, leí desde la primera
letra mayúscula inicial hasta el punto final del artículo; pero, como
por arte de brujería, no pude ver mi nombre. No, no lo encontré. Al
leerlo de nuevo y, casi saltándome las frases, no encontraba mi
nombre. Otra vez. Diablos, leía mal. Otra vez. Nada de nada. Parecía
que leía mal.
—Mierda —susurré con cólera.
Destrocé el diario atropelladamente. ‹‹Fraude, no puede ser
otra cosa que fraude››, pensé con el rostro rojo de furia. Con desazón,
esperé más de quince minutos para serenarme y leer con calma el
artículo de aquel critiquillo. Tuve que beber dos vasos de agua. Dar
vueltas de un lado a otro y, por fin, sentarme a respirar profundo.
Todos los libros los había leído y encontré incluso algunos que
tenían errores de estilo y hasta ortográficos. No muy evidentes, pero
que revelaba la falta de madurez del autor. Sin embargo, era ya, lo
peor de todo, un hecho. No había vuelta atrás.
Al encender la laptop, con aquel sinsabor entre los labios y
dispuesto a trabajar corrigiendo diversos textos literarios de
diferentes autores, escuché sonar el timbre de forma quejumbrosa.
Recordé la visita de Helena y no me equivoqué. Entró furiosa sin
saludarme, agitadísima, y escupió lo que la atormentaba:
—Mi esposo quiere el divorcio —gritó con el rostro fruncido—
. Y no estoy dispuesta a perderlo así por así… Al menos por mis
hijos…
La miré con perplejidad. Solo me faltaba esto. Sentí un nudo
agrio en la garganta. Un absurdo que me absorbía de pies a cabeza.
Una impresión terrible que me hervía el rostro. De pronto, quería
explotar, pero me contuve.
—¿Y tú, no tienes nada qué decir? —volvió a decir.
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—Será mejor que te calmes. Dijiste que lo tenías todo
controlado.
—No, no. No me entiendes. Te termino, y esta vez
definitivamente.
Sentí un golpazo en el caletre. Si en otra ocasión aquellas
palabras habrían destrozado mi corazón de pena y de dolor, como si
me quitaran el tesoro más preciado, en aquel momento enfebrecía
mi cabeza de malos pensamientos y de una furia galopante.
—¿Qué pasó…? Todavía… todavía no me explicas qué pasó.
—Qué va a pasar, pues. Alguien le fue con el chisme, y él
ahora está hecho una fiera. Nunca lo vi tan molesto…
‹‹Un maldito chisme››, pensé en un segundo. Al instante, con
el rostro hirviéndome de incomodidad, dudé en tratar de ser amable
y cordial, y solucionar dicha encrucijada de la forma más idónea y
amable posible, como procedía en mis ratos de mayor lucidez
mental; o comportarme como una bestia y mandar todo al diablo. Al
final, solo me quedé viendo, taciturno, su rostro desencajado.
—Eso es todo. Me voy —dijo con resignación.
—No puedes irte y dejarme así por así.
—Lo siento. Lo siento mucho. Lo nuestro solo fue un juego y
este es el fin de todo —dijo y se dio la vuelta con brusquedad, y salió
con prisa del departamento.
Al cerrarse la puerta, creí que iba a volverme loco. Pensé con
desesperación: ‹‹Otro fin de año se va al diablo››. Y lloré.
FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO
Perú
Facebook: https://www.facebook.com/123FrancoisVillanueva123
Instagram: https://www.instagram.com/francoisvillanuevaparavicino/
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89
A Yudy
Q
21 de enero de 1999
ué difícil empezar. En estos momentos quiero
encender un cigarrillo, salir, caminar, correr, gritar,
llorar. Quisiera que estuvieras aquí, pero no estás y
nunca estarás.
¿Alguna vez sentiste la necesidad de mandar todo
al carajo? ¿Alguna vez te has preguntado por qué
hay tanta mierda alrededor? ¿Alguna vez te sentiste sola? Pues así
es como me siento.
Y es ahora cuando más te necesito, pero no estás para
escucharme como en aquellas noches de palabreo interminable, de
miradas huidizas, de silencios comprometedores, de frases
incompletas, de palabras no dichas, de temor, de alegría.
Tú sentada frente a mí, sonriendo, iluminando la noche con
tus ojos, iluminando mi alma y mi esperanza. Aquella esperanza de
creer que no todo es malo a mí alrededor.
¿Pido mucho? ¿Es acaso una utopía? ¿Es demasiado pedir
que quisiera que estuvieras nuevamente frente a mí, ajena a todo,
iluminando por enésima vez mi mundo?
Solo el tiempo lo dirá.
30 de enero de 1999
Son tiempos difíciles, llenos de temores y angustias. Nada ha
salido como yo quería. Te mentiría si te digo que ya no me importa
saber de ti.
Hay cosas que necesito y quiero olvidar, pero lo que nunca
podré olvidar es el momento en que coincidimos. Desde aquel
momento me alejaste de todo, me mostraste un mundo nuevo, me
llevaste a lugares donde todo era felicidad, donde solo éramos tú y
yo.
Comprendí que aún hay gente buena, que siempre hay
alguien que te alegra la vida con una mirada o con una sonrisa.
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Siento un temor extraño a que la historia se repita. Sé que es
poco probable, pero no imposible. Sé que te necesito nuevamente,
pero eso si es imposible.
No debería estar triste, pero solo hay algo que me puede
devolver la sonrisa, escuchar nuevamente tu voz. ¿Lo volveré a
hacer?
Dicen que la paciencia es el arte de esperar.
15 de febrero de 1999
La vida no es fácil. El camino es largo y nos caeremos muchas
veces, pero debemos levantarnos y continuar.
A estas alturas estoy cansado de tantas caídas. Muchas
veces me salí del camino, pero siempre regreso. Y aunque me cueste
admitirlo, regreso por ti. Y me frustra enrumbarme nuevamente sin
que tú lo sepas.
Muchas veces me he lamentado de no haber dicho o hecho
algo en el momento justo, como ahora. ¿Qué hubiera pasado si te lo
hubiera dicho? ¿Te hubieras alejado como lo hiciste? ¿Te hubieras
olvidado de mí?
No me importa saber si estás viviendo la vida que siempre
quisiste, solo me importa saber si aún me recuerdas.
Solo así me ayudarás a continuar en mi camino y me
importará menos caerme porque sabré que estarás ahí, no sé si
extrañándome como yo te extraño.
Lo único que quiero es que todo esto no sea una ilusión
fugaz, y que en un futuro pueda decirte lo que nunca me atreví.
26 de febrero de 1999
Todos alguna vez nos cansamos de algo. De caminar, de
correr, de preguntar o simplemente nos cansamos de la vida, pero
jamás me cansaré de esperar el día en que llegue nuestro momento.
Aun no entiendo cómo fue que entraste en mi vida. Aun no
entiendo por qué creo que eres como una flor que crece en medio del
desierto. No entiendo por qué no pude decirte que te necesitaba para
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continuar en este camino. No entiendo por qué me haces olvidar todo
lo malo.
¡Maldita sea!, no entiendo por qué no te lo pude decir.
Muchas veces creí haber encontrado las respuestas a todo.
Creí que estaban en la muerte, en la vida, en la gente a la cual amo,
pero me equivoqué.
Y cuando quise rendirme, apareciste tú y me encaminaste
nuevamente y me enseñaste que siempre hay algún motivo para
continuar.
Me enseñaste a comprender que la vida es difícil, pero que
no todo es malo, que siempre hay una luz, una esperanza, que
siempre hay alguien. Que siempre estarás ahí.
¿Cuál sería tu reacción al leer esto?
Y si alguna vez te olvidas de mí, si alguna vez piensas que fui
un tonto solo por escribir estas cosas y jamás decírtelas, quiero que
sepas que todo siempre fue verdad.
25 de marzo de 1999
Nunca había pensado en las cosas a las que temo.
De niño a la oscuridad y al hecho que posibles demonios se
aparecieran a perturbar mi sueño.
De adolescente a la muerte, a que me alcanzara antes de
cumplir todas mis metas.
Ahora a la soledad. Temo que algún día te olvides de mí, a
que llegue el día en que por fin pueda decirte algo, a mostrarme, a
perderte.
Te necesito para que me ayudes a aclarar mis dudas, para
que me liberes de mis temores, de mis demonios, para que me
enseñes el camino correcto.
Te necesito para que llenes este vacío, para que me saques
del hoyo en el que me encuentro.
A veces pienso que exagero, que todo esto es un sueño. ¿Será
que vivo una utopía?
A veces te siento tan lejos y tan cerca a la vez. A veces me
92
siento tan solo. Y ya no quiero seguir dándole vueltas a unos acordes
y a una letra de una canción cursi. Ya no quiero intentar ser un
escritor.
No quiero escribir cosas que tal vez nunca leas. No quiero
que todo solo quede plasmado en tinta y papeles baratos. No quiero
que el tiempo nos aleje.
Y si algún día lo haces, creo que no seré capaz de continuar
mi camino. Y ese es mi mayor temor.
13 de abril de 1999
Siempre recordé lugares, fechas, situaciones, momentos.
Pero jamás recordé un aroma como lo recuerdo ahora. Y es
en estos momentos, en este silencio, que te recuerdo.
Pero tu aroma se desvanecerá al amanecer, con el aire
invernal que entra por la ventana, por el humo de este cigarrillo
recién encendido.
Quizás estoy loco. Y con razón. Pero los locos son los únicos
que pueden crear imágenes con el humo de un cigarrillo y en un
cielo nublado. Son los únicos que pueden recrear un rostro por
sentir un aroma.
Y si ahora, en esta soledad, estoy evocando tu rostro,
entonces estoy loco. Pero los locos también tenemos momentos
tristes y de nostalgia.
Una profunda tristeza me acaba de golpear. Tu aroma se va
desvaneciendo poco a poco.
¿Qué hacer ahora? ¿Salir? ¿Correr a tu encuentro? ¿Pedirte
que me estreches entre tus brazos para poder empaparme
nuevamente de ti?
Es demasiado tarde. Tu aroma amenaza con desvanecerse
por completo.
Entonces solo me queda encender este último cigarrillo y
tratar de evocarte, como en todas estas últimas noches, en las que
siempre te recuerdo.
93
18 de mayo de 1999
Cierro los ojos y recuerdo tus palabras y las preguntas me
asfixian.
¿Por qué hoy no sé más de ti? ¿Por qué te alejaste? ¿Por qué
si afuera el sol brilla, tengo que estar entre estas cuatro paredes
escribiendo estas cosas?
¿Por qué ahora que te necesito más que nunca, te siento más
lejos de mí? ¿Por qué cada canción que escucho me trae tu
recuerdo? ¿Por qué sigo atrapado entre canciones y versos inútiles?
¿Por qué nunca podré decirte que te quiero? ¿Por qué en
estos últimos días he sentido miedo al comprobar que mi inspiración
se está diluyendo, como se diluye tu imagen en mis recuerdos?
¿Es este el final aterrador al que siempre temí? ¿Será que
pronto despertaré de este sueño?
No quisiera hacerlo, pero es inevitable.
30 de mayo de 1999
Siempre pensé que tú eras mi destino, que no había nada
después de ti. Pensé que me enseñarías el camino correcto, que
algún día me sacarías de este mundo, que podría tomarte de las
manos y abrazarte, besarte y decirte tantas cosas.
Pero todo se quedó ahí, en pensamientos, en sueños, en
miradas, en susurros, en silencios y ahora que lo acepto, solo queda
resignarme.
Me resigno a caer y levantarme una y otra vez, a pelear solo,
a no volverte a ver, a seguir escribiendo estupideces, a verte entre
otros brazos…a perderte.
Pero nunca me resignaré a pensar que nosotros creamos
nuestro propio destino.
¿Sabes qué pienso? Que nuestro destino está escrito, que
nacemos predestinados a algo, que al final de todo siempre habrá
una gran recompensa.
Y si fuera cierto, aún tendría la esperanza que al final de este
largo y sinuoso camino, me estés esperando, con los brazos abiertos
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y tu sonrisa eterna.
3 de junio de 1999
Dicen que todos tenemos algo de músicos, poetas y locos.
A pesar de que me inspiraste a escribir tantas cosas, jamás
pude hacer aflorar en mí el supuesto poeta que dicen, todos llevamos
dentro. Jamás pude ni podré plasmar todo lo que siento en papel.
Por eso creo que jamás leerás esto, jamás volveré a mirarte a
los ojos ni a sentir nuevamente tu aroma ni a oír tu risa. Jamás seré
un escritor.
A veces pienso que solo bastó una palabra, una mirada, un
roce…un beso.
Qué ganas tuve de robarte un beso, de sentir tu aliento en
mis labios, de poder decirte con un simple beso todo lo que siento.
Pero es tarde para buscarte, para hablarte, para huir de ti.
Tarde para imaginar tenerte a mi lado, para intentar ser algo
tuyo, para que sientas mi corazón.
Tarde para todo.
12 de julio de 1999
Y el día llegó.
Nunca me arrepentiré de haberte escrito tantas cosas,
porque contigo, fui feliz.
Nunca pensé que al hacerlo me refugiara en los recuerdos,
viviría en el pasado, y no tuviera ganas de avanzar.
Sé que debería estar diciéndote estas cosas en persona, pero
el temor me carcome y no sé si me entenderías.
Ya no quiero estar así, pensando en lo que pudo pasar. Ya no
quiero depender de ti, así que estas líneas serán las últimas que te
escriba.
El final está cerca y estoy triste. Triste por no dejar de ser un
personaje eterno de un cuento de Ribeyro, triste por nosotros, por el
pasado y por el futuro en el cual no estarás.
Recuerdo la última vez que hablamos, tú frente a mí,
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mirándome, con voz susurrante me pediste que por favor me
cuidara. Y con una sonrisa tímida te alejaste y nunca más volví a
escuchar tu voz, ni a adorar tu sonrisa, ni a perderme en tus ojos.
Y desde ese momento traté de convertirme en un poeta, y
traté…y traté.
14 de noviembre 2000
Hace tanto que no sé nada de ti y cada vez que te pienso, te
extraño y no puedo negarlo.
Las cosas no han salido como quería. ¿Y si te dijera que no
debimos alejarnos? No, fui yo quien se alejó.
Ahora que estoy así, quisiera tenerte nuevamente frente a mí.
¿Por qué recién ahora?
Siempre fuiste sincero conmigo, me escuchaste, me hiciste
sentir bien. ¿Ya serás un escritor como siempre quisiste serlo?
Alguna vez dijiste que me escribirías. ¿Una carta? ¿Lo llegaste a
hacer? Me da curiosidad porque me hubiera gustado mucho leerte.
Siempre me dijiste que escribir era fácil. Sigo pensando que
no lo es y estas líneas son la prueba de ello.
Es difícil reconocer nuestros errores. Debí decirte que me
iría, que iba a arriesgarme.
Me ganó la idea de conocer nuevos lugares, personas. No me
rendí tan rápido, luché con todas mis fuerzas, lo juro.
Ha pasado tanto tiempo desde que hablamos por última vez,
pero mantengo en mi memoria, las miradas, los nervios, la
despedida.
Aquel día, de vuelta a casa, lloré. No me atreví a decirte que
me iba.
El tiempo se volvió mi enemigo. ¡El tiempo no enseña a
olvidar! Enseña a valorar.
Ojalá puedas leer esto lo antes posible. Necesito hablar
contigo, hay tantas cosas que quiero contarte. No sabes cuánto
necesito esas noches de vuelta.
Te escribo estas líneas a poco de mi regreso. Te volveré a ver,
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es una promesa.
GIANCARLO UBILLUS CELI
Perú
Twitter: @gubc
97
98
C
uando dejé la casa de mis padres me fui a vivir a San
Antonio. Fue lo más lejos que pude ir por ese entonces.
Era muy joven y me proponía terminar con aquella vida
llena de prohibiciones, aquel hogar conservador donde
me había criado. Intentaba alejarme de aquella educación rigurosa
antes que comenzara a dejar en mí, marcas imborrables.
En San Antonio no había demasiado para hacer. Por las
tardes después del trabajo, daba una vuelta por el centro y luego me
detenía a beber una cerveza en la vereda del único bar del pueblo.
Solía encontrarme a esa hora, con Tomás, o el sacerdote, como se
hacía llamar él. Todos por ahí sabían bien que no había sido un
religioso ni nada de eso. Pero de todas maneras se lo trataba como
a un clérigo. Yo un poco por pena y otro poco por aburrimiento solía
escuchar sus historias, que casi siempre hablaban de lo mismo.
El señor, como él lo llamaba y con quien se encontraba a
diario, le decía cada mañana qué tenía qué deshacerse de alguien
para allanar el camino, que así sería más fácil. Yo no sabía qué
significaba todo eso, pero a veces me parecía que se estaba volviendo
un poco peligroso. Luego, con el tiempo, terminé por convencerme
de que él, solo había creado un Dios a imagen y semejanza de sus
necesidades.
Había una chica que trabajaba en las oficinas frente al bar.
Se llamaba Fátima. Lo supe después. Cada tarde luego de cumplir
con su horario laboral, cruzaba la calle justo frente a mí. Yo la veía
pasar, imaginando de que forma la invitaría a quedarse conmigo
para conversar mientras tomábamos algo. Pero nada de eso hizo
falta. Fue ella quien después de verme hablar con el sacerdote, se
acercó hasta mi mesa y dejando una biblia entre mis manos, me
invitó a visitar su iglesia. Yo acepté de inmediato y quedamos en
vernos esa misma noche.
La reunión ya había comenzado cuando llegué. Ni bien crucé
la puerta de entrada ella se acercó, y mientras un hombre de barba
oscura subido a un púlpito transmitía su mensaje a los demás, me
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tomó de la mano y comenzó a guiarme entre la gente. Luego que
terminó aquel sermón hubo un tenue aplauso y todos se
dispersaron. Incluso Fátima que se marchó dejándome solo. Al rato
la vi discutiendo con dos hombres detrás de las mesas, pero no le di
importancia. Me sentía tan a gusto recorriendo aquel lugar que nada
podía molestarme. Todos se mostraban amigables conmigo, algunos
se acercaban para conversar, mientras otros solo me saludaban con
abrazos y seguían su camino. Preguntando descubrí que ellos
también tenían su propia idea de Dios, además de prácticas
religiosas un tanto alejadas de lo tradicional. Según entendí creían
que nuestro creador ya nos había dado una oportunidad y no nos
daría otra. Lo único que podíamos hacer entonces era pasar los días
de la mejor manera posible. Eso explicaba que todo esto pareciera
una fiesta.
En un determinado momento de la reunión todos se sentaron
en ronda directamente en el suelo y uno de ellos convidó a los
presentes con una copa, que contenía un líquido oscuro. En un
principio yo quedé excluido. Luego Fátima fue hasta la mesa, llenó
otra copa y la trajo hasta mí. Quizás porque yo era un iniciado, no
sé. Pero puedo asegurar que después de beber un par de sorbos me
sentía mareado y de a poco me iba olvidando de todo.
Al rato ella se acercó y comenzó a hacerme preguntas un
tanto extrañas, creo que me estaba probando. Sentí como si
estuviera esperando otra cosa de mí, algo que yo no le estaba dando.
Al final me interrogó acerca de cuál era mi idea del creador. Yo le
contesté que cuando era un niño había hecho un dibujo; un
garabato oscuro de cómo me lo imaginaba, y que hasta hoy seguía
creyendo en lo mismo, que Dios era solo eso, un dibujo inentendible,
mal hecho, por la mente de un niño. Ella se acercó y me dio un largo
abrazo, se lamentó de que yo tuviera tan poca fe. Entonces me
confesó al oído en voz muy baja, que Dios le había pedido deshacerse
de mí. Que lo sentía mucho, y que en la medida de lo posible
disfrutara de aquella última copa de vino.
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FRANCISCO SALVI
Argentina
Instagram: franciscosalvi_
102
A
quel día comprendí lo equivocada que estaba cuando
escuché al viento gritar sobre el mar, porque el viento
no se puede comprar, al igual que las olas susurran,
pero no se oyen. Todavía el recuerdo de lo que fui,
pero no seré evoca mis sueños que marcan el porqué
de un tiempo pasado.
“Adelante, adelante. Era la única jerga que retumbaba en mis oídos;
avanzaba sin detenerme y atacaba la vida con todas mis fuerzas. Y,
a veces, nada más llegar a la fase rem de mi sueño, sin haber
explorado previamente el terreno, me veía obligada a entrar en
combate; la voz cansada de mi mente luchaba inquieta y nerviosa
gritando: ¡Contraataca, rápido! No hay enemigos, solo tus
pensamientos que arremeten con fuerza. Te vas al garete”.
Los días se juntaban con las noches y las noches con los días.
Semanas atrás tuve el valor de intentarlo, pero mi corazón se aceleró,
un escalofrío recorrió mi pecho, me sentí aturdida, creyendo que iba a
morir, entonces me desmayé. Al despertar junto a la puerta, estuvo a
punto de darme otro ataque de pánico al recordar por qué estaba en
el suelo. Comprendí que nunca saldría de aquí.
¿Qué podía hacer? En ocasiones la sensación de qué el techo
va a caer sobre mí, es abrumadora. A veces cierro los párpados
deseando no volver a despertar, cómo una absurda mentira qué
enloquece tus sueños. Contemplar la calle iluminada por la luz del
sol desde mi ventana hace que me sienta igual que un náufrago;
encerrado en su propia soledad. A veces al caer la noche que releva
al día mis pensamientos gimen de dolor y estrujan mi cerebro al
borde del discernimiento.
“Algunas veces me ahogo en el oscuro desierto de mi alma,
desprecio mi soledad y la amarga huella que ha dejado en mi corazón.
Hace tiempo que el infierno se congeló en mi habitación, y me sigo
preguntando por qué el cielo parece que ardió en llamas y se olvidó
de mí. Quizás no sea tarde y este vacío que hiere mi pecho logré curar
y pueda evitar que la apisonadora que irrumpe y traiciona mi mente
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cese por fin”.
¡Pensé en la congoja del sauce solitario que, en su tristeza, da
sombra al polvo que en la tierra se posa!
Y yo… yo… voy y… [...] no, no puedo, soy una cobarde
incapaz de hallar la forma de acabar con esta situación caótica que
gobierna mi vida. Comprendo que he perdido el contacto con el
mundo, que estoy cómo en una isla desierta; yo soy la isla y el
mundo el agua donde sí me sumerjo terminaré ahogado en su
profundidad. Es doloroso pensar que me espera una muerte en
soledad. Aun así, tengo una ventaja; no puedo ir más allá de estas
paredes que aplastan el sentimiento duradero de frustración y
resentimiento por ser una cobarde incapaz de afrontar esta dura
prueba; lloro con amargura, ¡qué injusta la vida!
La zozobra es una humillación que navega entre mis horas
más desoladas. Nunca fui gallinosa, un poco menguada tal vez, sin
embargo, me siento laidamente desolada. La vida para mí es
aberrante perdida entre mis recuerdos que son un frío acervo de
pensamientos que describen la tristeza cotidiana de mi día a día.
¡Quiero morir!
Parece una paradoja, pero siento vergüenza de mí misma,
quiero arrancar este hastío de mi mente, el odioso cautiverio al que
me veo obligada, incluso tengo pánico a las miradas de soslayo. Esto
no es vivir. El tiempo no avanza, es cómo si el reloj se hubiera
detenido entre estas cuatro paredes. El desasosiego empieza a ser
una jaula tan insoportable que solo deseo dejar de sufrir. ¡Quiero
morir! Pero la vida no escucha mi grito desesperado, ¡ya, no puedo
más! Me ahogo, me ahogo en mi propia soledad.
El doctor dejó de anotar en su cuaderno. Suspiró. Lo cerró y
me miró directamente a los ojos.
—Shana, tu problema no se resolverá mientras no aceptes tu
duelo. Déjalo marchar y tu corazón descansará por fin.
Agaché la cabeza. No quería dejarle ir, no, no podía hacerlo.
—Shana —esta vez su tono de voz era de un auténtico
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sermón— tómate estas pastillas, pero si no deseas avanzar yo no
puedo perder mi tiempo contigo, es inútil que cada semana
repitamos el mismo ciclo, tengo muchas pacientes.
Lo miré incrédula. Me levanté del sillón sin decir palabra y
me marché para no volver bajo la mirada acusadora del doctor. Subí
al autobús y regresé a casa que continuaba tan fría y vacía como la
había dejado. Lloré hasta quedarme dormida sobre el sofá del salón.
Al despertar, sentía que algo se había roto dentro de mí, sin
embargo, otra persona luchaba por salir adelante. Fui al dormitorio,
saqué toda su ropa y le prendí fuego en el patio de atrás. Por
increíble que parezca, fue un respiro, me sentí aliviada; poder
deshacerme de todas sus cosas con aquella facilidad, no solo me
sorprendió, sino que me liberó del pozo oscuro en el que llevaba
sumida más de seis meses. —Tal vez el doctor no lo hizo mal—
pensé.
Pedí el alta médica y volví a mi puesto de trabajo. Mis
compañeras me miraban con lástima. Me molestó, pero no dije nada.
Al fin y al cabo, era normal que tuvieran esos pensamientos. Jhonn,
murió en un accidente cuando regresaba a casa. Alguien chocó con
él, pero huyó sin socorrerle. Muchas veces en los últimos meses me
he preguntado cómo alguien es capaz de cometer semejante error
sin obtener respuesta.
—Shana, Shana —mi compañera Mily llevaba unos minutos
reclamando mi atención— tienes que centrarte, la cartera de clientes
debes ponerla al día, yo tengo mucho trabajo y llevo meses
ocupándome de tu cartera y la mía, necesito un respiro, por favor,
céntrate.
—Perdona, por un momento me quedé absorta en mis
pensamientos. Enseguida me pongo a trabajar. Siento mucho todo
esto.
Mily asintió con una leve sonrisa y continuó con su tarea.
Realmente ella había hecho el trabajo de ambas con una gran
eficacia. Anoté en mi agenda; “comprar un regalo para Mily”. Tras
105
mi ausencia, la jornada se me atragantó un poco más de lo que
esperaba, aún y así logré ponerme al día. De regreso a casa pasé por
el súper, compré una barra de pan, fruta, huevos y unas acelgas
para cenar. Cuando llegué encontré un sobre en el buzón. No tenía
remitente. Me resultó extraño. Lo mantuve entre mis manos durante
unos minutos cavilando hasta qué por fin lo abrí. Para mi sorpresa
con letras recortadas de algún periódico decía:
“Lo siento, fue un accidente y no pude hacer nada por él,
estaba muerto, le ruego ante Dios que me perdone”.
Pero qué narices significaba. ¿Por qué ahora? Deduje que
aquella persona, supo de mí a través de los periódicos. ¿Perdonar?,
¿quién puede perdonar algo así? Tiré la carta a la basura. Estaba
agotada, física y mentalmente. Me preparé la cena. Lo curioso fue
descubrir que llevaba meses sin comer con aquel apetito. Entonces
supe con certeza que otra Shana se abría camino para dar otra
oportunidad. Había muerto mi yo anterior para renacer con fuerza.
Me recosté sobre la almohada pensativa y me dormí sin pretenderlo.
Al despertar me di una ducha de agua caliente, dejando que
el chorro acariciase mis huesos reconfortando mi escuálido cuerpo.
Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo delgada que me
había quedado. Tras tomar un café fui a trabajar con otra actitud,
me sentía viva de nuevo. El ascensor se paró como siempre en la
segunda planta.
—Shana, un sobre de color marrón ha llegado para ti —
señaló Mily— no sabía que hubieses dado estas señas para correo
personal. Yo nunca lo haría, bastante correo basura llega a casa
como para que también lo envíen al trabajo.
Me miró intrigada, como esperando una respuesta que no
hubo. Solo respondí con una elevación de hombros. Dejé el sobre
para abrirlo en casa. No quería que nada alterase mi trabajo. El día
resultó agotador, de continuas llamadas y correos a los que
respondí.
—Shana, después vamos a tomar unas copas, te apetece
106
venir, creo que te irá bien —propuso Mily.
—Gracias, pero necesito descansar y ponerme al día conmigo
misma.
—Como quieras. Pero si cambias de opinión vamos al
Chalton Club. Hoy toca una banda nueva.
Al salir del trabajo sentí cómo si el cielo cayera sobre mí,
cómo si deambulase bajo el crepúsculo sin ningún sentido. Incluso
llegué a creer qué era mi propia estupidez quien me torturaba. Mi
vida dio un giro de ciento ochenta grados, no obstante, después de
once meses tenía que coger las riendas de mi destino. Regresé a
casa, en la nevera estaba lo poco que había sobrado de la cena del
día anterior, suficiente para el escaso apetito que tenía. Nada más
entrar en mi hogar, noté algo distinto, como un agradable olor a
flores frescas. Dejé el abrigo en el sillón y el bolso en la mesa centro.
Y me dejé caer en el sofá. Alguien tocó a la puerta. “Mierda —me
dije— quién narices viene a molestar”.
Era Sara, la vecina de enfrente, una anciana que enviudó
hacía unos años y de vez en cuando venía a pedir un par de huevos,
o pan, cuando no podía salir por culpa de su artrosis.
— Buenas noches, Sara, ¿necesita algo?
— No, Shana, no. He visto un par de hombres salir de tu casa
a media tarde y…
—¿Cómo? —corté— ¿está segura de que salían de mi
apartamento?
—Soy anciana, pero no tonta. Llevaban sombreros que les
cubrían el rostro, sin embargo, al girarse uno de ellos para mirar a
ambos lados del pasillo vi el brillo de su pistola.
Me llevé las manos a la boca.
—No comprendo. Qué podrían buscar en mi casa. No he
notado nada extraño.
—Pues ándate con cuidado. Esto me huele muy mal. He de
irme a la cama, hoy la artrosis me está matando.
—Gracias, cuídese y ya sabe que si necesita algo no tiene
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más que avisarme.
—Los ancianos necesitamos poco, más bien algo de
compañía.
—Pasaré a visitarla mañana y merendamos juntas, ¿Qué le
parece?
—Una idea deliciosa. Haré té con canela y galletas. Buenas
noches.
—Buenas noches, que descansé.
Cuando cerré la puerta, comprobé todas las estancias,
aparentaba absoluta normalidad. Me pregunté para qué habrían
entrado. Lo que prometía ser una noche tranquila se había
convertido en una noche de total inquietud. Por un instante mi
mente iba en dos direcciones; se preguntaba si el accidente de Jhonn
fue casual, o, por el contrario, lo mataron sin conseguir lo que
buscaban, porque estaba claro que vinieron a buscar algo que
creyeron que estaría aquí. Sin embargo, me inquietaba pensar en
por qué no habían entrado antes. Recé para que lo hubiesen
encontrado y que no volvieran nunca más, solo de imaginarlo me
hacía sentir escalofríos.
Me recosté sobre la cama. Por mi mente pasaban tantas
cosas sin sentido, que comprendí que en realidad no conocía a
Jhonnn. Sentí frío, me metí entre las sábanas y pronto me dormí.
Sobre las tres de la madrugada oí como rasguños, o rozaduras. Me
puse tensa. Alguien estaba abriendo la cerradura de la puerta. Me
levanté lentamente para no hacer el mínimo ruido, las manos me
sudaban. Asomé la cabeza y vi un hombre con un revólver en la
mano. Retrocedí con tan mala suerte que toqué con el brazo el jarrón
de la cómoda; el estruendo alertó al hombre. Me oculté bajo la cama.
Oí un chasquido, que parecía el percutor del revólver; pero en
realidad era el tambor y pude ver como introducía varias balas en la
recámara. Supe que estaba perdida. Para mi sorpresa ignoró el
jarrón y abrió el primer cajón de la cómoda. Sacaba su contenido y
lo tiraba al suelo. Estaba aterrorizada. Siguió con las pesquisas,
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cajón, tras cajón. Cuando llegó al último lo sacó y le dio la vuelta.
—Aquí está murmuró.
Era un cuaderno de notas de color ocre, que parecía antiguo.
Lo guardó en la chaqueta y miró un instante el espejo. Entonces bajó
la mirada hacia la cama. Me encogí asustada. Justo en ese momento
alguien dio tres golpes en la puerta, el hombre salió corriendo de la
habitación y se marchó. Respiré aliviada. No sabía para qué sería
aquella libreta, pero no deseaba saberlo. Llamé a un cerrajero.
La doble cerradura y la alarma me dieron tranquilidad,
aunque, estaba segura de que ya tenían lo que querían y no
volverían a molestarme. Sin embargo, cuando guardaba de nuevo
la ropa en la cómoda, noté que había algo en el interior de una
camisola de color rosa; era una hoja de papel. En ella decía:
“Puedes correr cuanto quieras, pero no podrás huir de ellos, ni
esconderte. Te encontrarán. Tu única salvación es que entregues el
cuaderno al varón. Debes ser valiente y no tener temor. A no ser que
quieras la vía más fácil; un tiro o un bote de pastillas, pero dejarás el
marrón a Shana y estará en peligro. No te comportes como una
cucaracha. Sigue el camino indicado. Recuerda que esos hombres
deben pagar por lo que hicieron. Así pues, coge al perro y llévalo a
pasear, luego olvida toda esta estupidez. Dejo el fregadero limpio.
Ayer en la reunión hubo dos copas de más. Mucha suerte, amigo mío.
Si lees esta nota, sabrás que me han encontrado”.
Me quedé pálida. En qué narices estaba metido. Por otro
lado, no teníamos perro. Y él no bebía. Estaba segura de que era un
mensaje cifrado. Pero de quién. Decidí guardarla en el interior de un
libro y olvidarme de todo. Nada podía hacer, nada quería saber,
bastante había sufrido. Terminé de poner orden y regresé a la cama.
Estaba helada.
Por la mañana cogí el libro, lo metí en mi bolso, y marché a
trabajar. Después compré unas pechugas de pollo y ensalada César
para la cena. Tuve la extraña sensación de que alguien me vigilaba.
Sin embargo, no vi ninguna señal, persona o movimiento extraño
109
que confirmase mis sospechas. Ya en casa, esta vez decidí darme un
relajante baño de espuma. Fue tan satisfactorio que disipó mis
temores, e inquietudes. Cené con vino tinto. Luego cogí el libro
donde guardé la nota encontrada y lo devolví a la librería. Lo observé
durante un largo rato desde el sofá. Al fin llegué a una única
conclusión; nunca sabría quién lo había escrito, ni quienes eran
aquellos hombres, no obstante, la libreta y la nota quedarían para
siempre en mi recuerdo y nunca más volvería a indagar, ni a
mencionar a nadie que existían. Entonces comprendí que fue John
quien se lanzó contra el camión para protegerme. Mi vida empezaba
de nuevo y tenía derecho a ser feliz. Jhonn no era un mal hombre,
todo lo contrario, el tiempo que estuvimos juntos fui la mujer más
feliz del mundo. Olvidar lo sucedido y continuar con mi vida era mi
nuevo objetivo.
NURIA DE ESPINOSA
España
Página WEB: /https://escritoranuriadeespinosa.blogspot.com
Twitter: @misletrasnuria1
110
111
I
Q
uerido Alka:
El mar me recuerda a tus ojos, que son profundos y
ven mi alma a través de los míos, tus ojos que son
azules, tan azules y hermosos que no quiero que
nadie pueda verlos. Rodeado de toda esta agua,
extraño sentir tu piel sobre la mía, sentir tu calor en
esas noches frías, escuchar tu dulce voz. Lamento
todos los días el no haberte besado una última vez, no haberte
aprisionado en mis brazos para no dejarte ir jamás. Te extraño tanto
que mi corazón llora por su soledad y mis ojos derraman lágrimas de
dolor.
Aún recuerdo la primera vez que te vi, vestido con esas telas
finas y una expresión de superioridad, entonces supe que mi vida iba
a ser para ti. Es increíble como solo me tomo una mirada, un segundo,
una sonrisa, un suspiro, solo uno para que mi amor se volviera miles.
Los recuerdos vienen a mi mente todo el tiempo, y me pregunto si
hubiéramos tenido más tiempo si te hubiera dicho mi amor por ti
desde el momento que te vi, tal vez estaríamos juntos, tal vez no tenía
que irme de tu lado. No sabes cuánto me duele no haber elegido estar
a contigo, me arrepiento de haber dejado Portugal una vez más, pero
esta es la última, solo una más, una más y estaremos juntos, juntos
viendo el mundo caer frente a nuestros ojos, solo tú y yo, para siempre
y por siempre.
Por favor perdóname, calma a mi corazón con una de tus
cartas llenas de tu amor, dime que me extrañas, que quieres ver mis
ojos negros, que quieres sentir mi piel áspera, que nunca más te vas
a ir de mi lado. Por favor responde a mi carta, te prometo escribirte
siempre. No te olvides de este pobre hombre que ruega a los cielos que
lo lleven hacia ti, que nuestros caminos se reúnan y pueda descansar
en tus brazos suaves, porque mi amor por ti es inmarcesible, y me
vuelve loco cada día.
Siempre tuyo.
112
Kiran Dariere”
Luego de escribir hasta la última palabra, enrollo la hoja y la
pongo en el arnés que lleva en la espalda Plumas, para que le lleve
la carta a Alka, solo espero que no esté enojado por haberme tardado
en escribirle. Mis pensamientos se ven interrumpidos por un grito,
lo que hace que rápidamente deje a Plumas salir por la ventana y
comience su largo viaje hasta Portugal.
II
Las palabras de Kiran siempre hacen brincar a mi corazón,
tanto que, si no hubiera decidido vivir su vida como pirata, viajando
en ese vetusto barco, se habría vuelto uno de los poetas más
prestigiados de esta época, aunque tal vez nunca nos hubiéramos
encontrado.
Escucho un picoteo a lo lejos y al buscar de donde proviene
ese sonido me doy cuenta de que es Plumas, el halcón de Kiran, al
parecer por fin cumplió la promesa que me hizo cuando nos
despedimos. Dejo entrar al ave, que rápidamente se posa sobre mi
hombro como solía hacerlo durante mi tiempo en el barco, así
camino hasta mi escritorio donde lo dejo descansar y comer. Al
mismo tiempo que él come, tomo la carta que se encontraba en su
arnés. La comienzo a leer.
Antes de dejar ir a Plumas, opté por hacerle caso a su
petición y escribir una respuesta a su bella carta. En ella intenté
expresar cuánto me dolió su partida, lo dolido que me encontraba
porque prefiriera una aventura que estar conmigo, pero también le
escribí lo mucho que extraño tocar su melena oscura y sus facciones
filosas, lo mucho que lo amo y mi esperanza por que cumpliera su
palabra.
Luego dejé al ave regresar a su dueño.
III
113
Siento como todo a mi alrededor es muy ruidoso, pero no
escucho nada. Veo a mis compañeros de toda la vida luchando por
sus vidas, luchando con los Ingleses. Creo que se acerca lo
inevitable, mi fin está cerca, tan cerca, lo siento caminar lentamente
hacía mí.
Estoy feliz de haberle dicho esas últimas palabras a Alka, oh,
mi bello Alka Carrasco, aquel chico rico que pensó que todos le
debían algo, aquel chico que tenía la sonrisa más bella, de cabellos
de oro y labios del color del vino, con facciones tan finas y delicadas
como la seda. Oh, mi Alka, no pienses lo peor de mí en mi ausencia,
no creas que me fui con alguien más, no hagas llorar a mi corazón.
¿Me volveré un inasible recuerdo, tal como tú lo eres para mí?
Mientras mi cuerpo se hunde con el barco, pienso en ti, hasta
en mis últimos respiros pienso en ti. Solo quiero verte una vez más,
solo eso, solo un beso más, solo eso, solo sentirte a mi lado, solo eso.
IV
Mi carta regresó junto a Plumas, no había una respuesta, ni
siquiera estaba abierta. ¿Qué significaba esto?, ¿Me estaba
ignorando?, ¿Estará bien?
Tomé otra hoja, y comencé a escribir, desesperado por una
respuesta a esas preguntas, específicamente a la última. Después
de esperar a que Plumas descansara y comiera, puse las dos cartas
de nuevo en su espalda. Esta vez esperan obtener una respuesta
rápido.
V
Nada, ni una sola palabra, nada que me dijera que estaba
bien, nada.
Habían pasado dos meses desde que le había enviado esas
cartas sin obtener algo a cambio. Envié tantas cartas que Plumas ya
no quiere salir por la ventana, ventana que siempre está abierta
esperando a que otra ave llegué con una carta llena de sus palabras
114
diciendo que está bien.
Solo puedo esperar, esperar, esperar, esperar…
VI
Estoy harto de esperar. Los rumores crecen en el palacio,
diciendo que Kiran se fue con alguien más, que me ha abandonado.
Me niego a creer eso, él me amaba tanto que no podía dormir sin mí,
él me amaba tanto que no podía respirar sin mí.
Él me amaba, ¿verdad?
VII
Kiran no me amaba, me mintió, me abandonó, se fue sin
decir nada. Solo me dejó una carta llena de mentiras, de palabras
vacías, de promesas falsas e ilusiones ridículas. “Mi amor por ti es
inmarcesible”, basura, eso es simple basura sin significado alguno.
Había pasado cerca de un año desde que Kiran me dejó, me
da asco decir ese nombre, me hace sentir usado. Él solo me quería
para robarme dinero, que más esperaba de un pirata sin moral, debí
haber aceptado esas advertencias “cuidado con Dariere, no es más
que un ladrón y casanova”.
VIII
Hacia el final del segundo año, Óscar llegó a darme la noticia
que cambió todo:
—Su alteza, le tengo una infausta noticia —comenzó mi
sirviente más leal
—¿Qué es, Óscar? —dije sin levantar la mirada de mi libro
—Es sobre el señor Dariere —dijo con algo de tristeza en la
voz
—Te he dicho que no hables de esa rata —contesté
rápidamente con enojo
—Es muy importante, y creo que es algo que le gustaría saber
115
—dijo con firmeza
—Bien— dije sin ánimos de pelear —¿Qué pasó con esa
basura? —continué aún sin mirar a Óscar
—Él…— hizo una pausa para tomar aire —murió, acaban de
encontrar su cuerpo junto a su barco.
Al escuchar eso, me quedé sin palabras. Sentí como las
lágrimas resbalaban por mis mejillas, el libro calló al suelo y yo junto
a él.
IX
Al despertar, miré a Óscar, que con su mirada me recordó lo
que me había dicho antes, intenté hablar, pedirle que me dijera que
era una mentira y que solo se había perdido en una isla. Pero las
palabras no salieron, solo sollozos, simples sonidos que decían lo
obvio, estoy llorando.
Me siento tan culpable que quisiera morir, como fui capaz de
odiar al amor de mi vida, cómo pude culparlo de todo, cómo pude
pensar tan mal de él, no merezco respirar el aire que él no puede.
Kiran, si me puede escuchar, perdóname, perdona a este idiota que
no supo que más hacer que culparte.
Por favor mírame con tus ojos negros, regáñame por ser
infantil, dime que me amas, dime que soy un tonto, enséñame a
manejar un barco como me lo prometiste, por favor di algo, solo una
cosa, una última cosa, lo que sea, dime como puedo vivir sin ti.
—Te amo —escuché un susurro a lo lejos.
XIMENA ELOISE BALTAZAR VILLANUEVA
México
116
117
M
auro, esperando el metro, se propuso, firme y veraz
—en contadas ocasiones lo hacía— formarse un
límite y seguirlo. «Es hora de encontrarme.
Obedeceré una vida. Mis antepasados existieron
sin entenderse con una. Pero yo, conscientemente, hablo. La mía
será especial. Una ciencia o una religión. (Apuesto a que mis vistas
me engañan. Debe de haber otros antes que yo, preguntándose
sobre lo que me preguntaré)».
La voz de la estación informó que el tren se demorará. Lluvias
o algo por el estilo. «Si llueve, las piedras trituradas se mojan y el río
crece, crece mucho». No se asomó a ver las piedras. Tomó asiento y,
poniéndose las manos entre los muslos, continuó: «Soy Mauro, de
La Estrella, Valle de Aburrá, Área Metropolitana, Antioquia, los
Andes, Colombia, Suramérica. Son las ocho del 24 de septiembre de
2022. Mi madre y mi padre son de acá y yo moriré —lo más seguro—
acá. Esta ubicación de espacio y tiempo me afirman en donde estoy.
Al pensar deberíamos cumplir el ritual de las cartas: lugar y fecha,
y de ahí en adelante el mensaje, y se termina firmando (siendo uno
mismo, o dándole a eso un autor, un espíritu). Fuera preliminares,
me ofrezco a divulgar la expresión americana —Lima— y su
inteligencia. Sumergirme en su historia, sin envidia ni
resentimiento, para encausar mi vitalidad. Miles de investigadores
dedican su mente a una persona, se vuelven sus biógrafos, sus
intérpretes y sus promotores. Yo seré como ellos, para América».
Mencionó su continente y volvió en sí y en los que se
aglomeraban sobre la plataforma. «Mis iguales. Compartimos
batallas, próceres, huelgas. Pecamos al mirar hacia afuera. Lo
repito. Miramos hacia afuera y ¡con qué ganas! Eso de allá es
cultura, es civilización, es repetible. En cambio, esto es débil,
famélico, pesaroso. Mi objeto es entregarme a la virtud que nos rodea
—la hay— y demostrarle a muchos nostálgicos la muestra poderosa
de un lugar que apenas nace.
«En nosotros se condensa —y se condensará— lo diverso y lo
118
contradictorio de los siglos por venir. Ambiguos, tristes,
ensimismados, heroicos y salvajes. Esta resina no ha tocado el piso,
y si lo hace, ¡miren el reguero de hojas secas, de estiércol y
pensadores negándonos independencia! Mauro se opone. Beberé de
Alfonso Reyes, de Galeano, de Martí, de los originarios y de los
libertadores. Más que todo de ellos. Si busco el pensamiento y la
acción velada, en los indígenas encontraré la muestra indispensable.
Los que habitaron antes de la dialéctica, los ceremoniosos de la
Pachamama. La minga, el sumak kawsay, la naturaleza y los mitos
y las leyendas que nos competen. Su grito me usurpará como medio.
¡Siervo de los americanos! ¡Suma continental! ¡Chicha y diálogo!».
Más llena la plataforma, los usuarios lo miraban con
extrañeza: Mauro se agitaba levemente. Le quemaba pensar en lo
que venía intuyendo desde la adolescencia. Planeaba convertirse en
hombre. Además de las piernas inquietas, las manos sudorosas y
los pelos de punta, era uno entre muchos. No pasaba desapercibido.
Sin embargo, todos esperaban el tren.
«¡Cuero y playa! ¿Olvidar a los afrodescendientes? Ni loco.
Césaire y Olivella, las panteras y los leones. Ay, “Muchos mundos se
hacen”, sin duda. El exilio eterno o provocado, la lejanía africana,
las raíces en tierra de colonos, en tierra propia, a las malas. De los
palenques nace la autonomía, el jugo contra la apropiación forzada.
Mi baúl es pequeño: soy blanco y oteador. Pero esto que hierve es
sincero, es una inspiración interior, es la natural escucha de sí. ¡Y
los gitanos con su romería, con su asentamiento y su danza! (¿Tengo
la capacidad de reunir a todos en una reflexión, en un mirar de
nuevo? No. Mas lo que he temido se desenvuelve y me inunda). Seré
genuino donde me encuentre. Serán genuinos quienes me escuchen.
Las teologías y las liberaciones levantarán la mano. El plan fue
resuelto por los graves campesinos o las bahías de pasión,
navegadas en términos de presente. Porque si bien el futuro chuza,
la sangre es actual. Las relaciones brasileñas, norteamericanas,
atraerán los celos de sus pasados». El área era inhabitable. Miles de
119
voces, de estornudos, de suelas, de risas, de manos chocando, de
respiraciones en el cuello, de sudores y de frío condensando los
vahos en un bloque macizo y alarmante. Empezaban a cruzar la
línea amarilla.
«Que estas personas me oyeran... ¡Compilaré las cartas, la
ley de origen, los manifiestos y los comunicados indígenas!
Entregaré ejemplares bajo la consigna de Walsh —urgente y
fructífera—: “Reproduzca esta información, hágala circular por los
medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo, oralmente.
Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán
esperando. Millones quieren ser informados. Vuelva a sentir la
satisfacción moral de un acto de libertad”. Aunque si un ministerio
apadrina la edición, más llevadero su alcance. Y con la ayuda de
muchos dioses será tradición global, quiéralo o no, pues habla del
mundo. ¡El natalicio de un nuevo ser americano, abundante como
estos amigos!». Lo estrujaron. Lo venían estrujando. ¿Qué les iba a
decir? Los amaba por que existían con él. Extranjeros o autóctonos
—en especial autóctonos—, los amaba por igual, se dejaba balancear
por ellos, se entregaba a ellos... Realizaba su gran proyecto. Sería
muy extraño amalgamarse en su país si estuviera fuera de él. Lo
primero son los sentidos, estaba seguro. La metafísica a los
incorpóreos. Él no; él era crónica, inmersión. Abrigaría el adiposo
calor humano y el abismal frío de los rieles. Surgió en su dictamen
los que defienden una causa desde un lugar diferente de donde se
libra, y los quienes luchan, se contaminan o se purifican ahí. Mauro
prefiere la contextualización. Él contextualizará a los pueblos de sus
cunas. Agendó, en el transcurso de sus ideas, ir a lugares
cardinales. A montañas, islas, llanuras, nevados, ciudades,
caseríos, selvas, bosques, granjas, jardines y auditorios. «Pero tengo
que montarme al tren, si quiero hacer algo. Demora, ¿cuánto
aplazas? Yo diferí mi empresa ontológica. Si fuera hombre de acción,
antes de los dieciocho ya leería sobre el tema. Buscaría charlas,
ciclos de cine, conferencias, reuniones... Flemas, estrujón y gripe.
120
Nos hacinaron. ¿Y la voz? ¿Se tiró alguien? Eso rumoran. Por favor
no, que nadie muera. Sin la vida, ¿para qué esforzarse? La base de
mi futuro es la vida y mantener vivos a los nuestros. Formaría, con
esa persona que se suicidó, un semillero de Estudios
Nuestramericanos».
El personal que intentaba salvar a las embarazadas y a los
viejos de la asfixia y del atropellamiento, era parte del problema.
Mauro los observaba regresar a un punto seguro fuera de la línea
amarilla. Sus elucubraciones lo doparon. Reanudó.
«¡Por fin! Una “verdad pequeña en que sentarme”. ¿Cuántos
de los que balancean el sofoco tienen una? Estoy dispuesto a
regalarles esta verdad. Es que, desde un principio, no es mía. La
correteé, eso sí, y me cedió acompañarla. Desde acá abajo solo veo
bolsos y chaquetas. Ojalá fueran jíqueras y ruanas. Pronto...». La
voz anunció la cercanía del tren. Se levantó, respirando con más
soltura, el viento calmándole la fiebre, y un inesperado camino lo
dejó pisar la línea. «Dejar salir es entrar más rápido», repitió la voz.
«Saldrán mis compañeros y entraré a inhalar su aire encapsulado.
Hará calor dentro. Yo haré parte de ese calor. Lo abrigaré con mi
afán». Se asomó y vio al tren acercarse. Observó los cascajos
mojados, amontonados, y los rieles imperturbables. En varias
ocasiones los contemplaba vacío de pensamiento. A diferencia de
hoy, un día sin igual, en que por muy tarde que fuera, la máquina
de su energía se concentrará en un designio. Mauro adelantó más
de lo debido. No tuvo misericordia la masa apretujada ni los
operarios que abrieron acceso para las embarazadas y los viejos
colombianos. El conductor del tren frunció el rostro al ver un
pequeño hombre ser lanzado de la fila horizontal de posibles
mártires. No mencionó palabra, no miró al conductor. Cerró los ojos,
incrédulo. Ahora que podía direccionarse en fin de América, lo
mataban. La inercia lo molió y la lluvia le limpió los huesos. De la
generalidad salió un reproche. Los ocupados odian los suicidas, solo
que Mauro no lo era. Y ellos ¿qué iban a entender? El de hace un
121
rato, el que los demoró, tampoco era uno; era la lluvia desbordando
los ríos, la que ahora enjuga el acero con sangre. Este es el sacrificio.
El sello de la carta. ¡Y quién le negaría el amor que les profesó aun
cayendo! Y sin escrúpulo la voz: «Dejar salir es entrar más rápido»
…
ALEJANDRO ZAPATA ESPINOSA
Colombia
Página WEB: https://alejandroze8.blogspot.com
Red social: @zalejandro8e
122
123
E
l incipiente adivino lanza un puñado de semillas de
perejil al aire a sabiendas que el pronóstico radica en
su fantasía y no en el ascenso y descenso de objetos
diminutos. Para fortuna de Zenitram, el Hablante de
las Estrellas, la mujer se concentra más en ella misma
que en los movimientos encaminados a consultar su futuro. Beatriz
luce un semblante tan inexpresivo que quizá le hubiera dado lo
mismo encontrar runas, canicas, ojos de sapo, naipes o fichas de
dominó en el análisis al que se somete más con resignación que con
esperanza.
Juan Martínez Salas eligió llamarse Zenitram harto de ser
albañil sin obra y sin contratos. Teme que alguien descubra su
apellido al leer el nombre con atención. Se reanima al pensar que el
éxito llegará gracias a los visitantes que entran y salen del
consultorio. Sabe que todos son representaciones de Pedro. El amigo
que asume ser distinto varias veces al día para respaldarlo y hacer
creer que los servicios del adivino gozan de alta demanda. El
transformista piensa que el triunfo de Zenitram también impulsará
el negocio de renta de disfraces atendido con poca fortuna a unas
cuantas calles. Pedro se esmera en cambiar identidades sin ser
descubierto. Confía en sus habilidades interpretativas y en la
calidad de sus atuendos destinados a cosplayers, actores, zombis,
días de muertos, bromas y publicidad de todo tipo.
Juan agradece el apoyo generoso.
El desfile de personajes es incesante. El hombre regordete, la
anciana y el fortachón son meros artificios. Lo mismo que el tullido,
la joven risueña y el futbolista que Beatriz supone piezas de una
clientela abundante.
—Dígame su nombre por favor —pregunta Zenitram sin
recibir respuesta.
El adivino alza la voz y ella se sobresalta.
—Diga su nombre para aproximar las estrellas donde
habitan los buenos augurios —repite con vocales alrevesadas.
124
—Beatriz —responde en un murmullo con rostro sonrojado
al soñarse desprovista de problemas.
Zenitram musita palabras incomprensibles. Beatriz lo
encuentra parecido a un joven de ropa sucia y rostro empolvado que
ofrecía reparaciones domésticas y servicios de impermeabilización
en una plaza próxima.
“Debe ser una coincidencia”, se contesta la mujer. Sonríe sin
darle importancia al polvo acumulado en el cuartucho de la vecindad
opaca. Supone que el adivino acaba de llegar del extranjero y aún
no puede instalarse de forma adecuada. Agradece al destino haberlo
descubierto en tales condiciones. Así la consulta será más barata.
Zenitram aún no logra deshacerse del acento local. Alarga las
erres para sonar extranjero y se descubre tan extraño como un
cocodrilo vocalizando en el estuario más próximo. Se sonroja al
notar la mirada de Beatriz analizando las palabras y los gestos.
Tiembla al descubrirla bonita. Intuye que no es una persona de altas
pretensiones; de otro modo no soportaría la pestilencia que brota del
servicio sanitario recubierto de mugre. Lamenta no haberlo
arreglado antes, pero la limpieza nunca ha sido su especialidad.
Juan carraspea y escupe en la palma de la mano las semillas
que había mantenido ocultas en su boca para disfrazar la voz poco
extranjera. De quedar bien dispuestas le permitirán adentrarse en
el destino de la misma manera en que otros analizan los residuos
del café. Inhala fortaleza y vuelve a ser Zenitram, el interlocutor
metafísico.
—Mire Beatriz, Mire bien la suerte que el futuro depara para
usted. Veo luz entre la sombra. Oigo voces que vienen del
inframundo y murmullos de fantasmas cotidianos.
Zenitram esparce las semillas encima del papel más barato
que encontró en la tienda de la esquina.
—Es afortunada Beatriz. El destino llega misterioso. Así nos
encuentran los ángeles de la guarda. Los puntos se acercan y
distancian según el sentir del espíritu. Si trazo líneas para unirlos
125
podrá ver una estrella.
Juan desplaza un lápiz con temblores que traicionan la
confianza anterior.
La visitante cree ver un lucero más allá de la telaraña puesta
a su alcance en un garabato extendido sobre el papel madera.
“Zenitram no es feo, aunque se parece mucho a Juanito, el
albañil”, se dice Beatriz, mientras el hombre complementa el
pronóstico con voz que interrumpe todo razonamiento.
—Eso quiere decir que a partir de mañana será libre de
cuanto la entristece.
Ella exhala el miedo contenido.
–Me debe cien pesos –se apresuran a responder Zenitram y
Juan ya confundidos por la confianza procedente de la mujer
reanimada.
Beatriz solo mira a Zenitram.
Paga sin regatear el dinero escaso desde siempre.
Juanito se pregunta si de verdad ella lo cree buen adivino.
Sonríe sintiéndose profeta. Agradece el torrente de palabras que
mantienen sus mentiras. Arroja más semillas al cielo.
En la altura sueña descubrirse junto a ella para siempre.
Beatriz comparte la sonrisa. Se palpa el vientre y sabe que
ha encontrado un padre para el hijo que espera desde hace un par
de meses. Piensa que podrá convencer a Zenitram de usar otro
sistema de adivinación. Solo así obtendrá un futuro distante de las
semillas de perejil tan detestadas como las de alpiste y ajonjolí; esos
otros alimentos exóticos solo dignos de pájaros cautivos y niñas de
inaudita pobreza.
Pedro vestido de gendarme los mira salir a la calle y piensa
rentarles varios atuendos hasta culminar el proyecto de
consolidación mercantil con el alquiler de un frac negro y un traje
de novia muy blanco.
Disfraces de calidad para días de tonalidades festivas e
incomparables donde la buenaventura deja a todos satisfechos.
126
127
JOSÉ LUIS VELARDE
México
Página WEB: Literatura Virtual
128
E
l ejecutivo caminaba por el aparcamiento de la
multinacional en busca de su vehículo. Era tarde, casi
las nueve de la noche, por lo que a esas horas no
había movimiento de empleados. La segunda planta,
donde tenía su plaza reservada, estaba desierta. No
era habitual, pero había tenido que quedarse trabajando hasta
tarde, en ocasiones, cuando la finalización de los proyectos era
urgente, era necesario hacerlo.
Llegó a su coche, un Mercedes 500 SL del año 1995, le
gustaban los coches clásicos, y comenzó a buscar las llaves en su
cartera. En ese momento una sombra apareció de la nada y sintió
como un cable metálico le rodeaba la garganta. El fino cable de acero
le apretaba cada vez más, instintivamente se llevó ambas manos al
cuello con intención de aflojar la presión. Sin embargo, el artefacto
estaba cumpliendo con su cometido a la perfección, por lo que en
pocos segundos cayó, ya sin vida, desplomado al suelo.
León Sampai conducía de regreso a casa. No había
demasiado tráfico por lo que disfrutaba del viaje, escuchando,
además, una de sus óperas favoritas, lo que siempre le relajaba al
volante. No había sido difícil realizar el trabajo, el encargo, ya que él
era un estupendo profesional.
Como en ocasiones anteriores le había bastado con un
estudio y seguimiento de las actividades y hábitos que llevaba a cabo
el ejecutivo, para poder establecer un plan de acción adecuado…
otro día más en la oficina, como solía decirse.
Efectivamente, León era un gran profesional, de hecho,
formaba parte de un exclusivo y reducido grupo de profesionales,
solo era necesario utilizar los dedos de ambas manos para contar
los “colegas” que ostentaban su mismo estatus en todo el mundo, a
los que se les encargaba los trabajos más exclusivos, de mayor
categoría. León, como asesino a sueldo o sicario de élite que era, solo
trabajaba en casos donde había que eliminar gente de muy alto
poder adquisitivo, por las razones que fueran, cobrando por ello
129
unas cifras que terminaban con muchos ceros.
Llegó a su vivienda en un céntrico edificio de la ciudad,
aparcó su lujoso, pero no ostentoso, vehículo en el garaje y subió
hasta la última planta.
Dados sus considerables ingresos podría vivir,
tranquilamente, en alguna de las mejores mansiones de las zonas
residenciales que rodeaban la ciudad, pero su peculiar trabajo
requería de cierta discreción. No obstante, había comprado los dos
áticos del edificio donde vivía, uno de los mejores de la ciudad, y los
había unido transformándolos en un inmenso y espectacular piso
equipado con todos los lujos y comodidades que le habían apetecido.
Además, poseía una fantástica propiedad, formada por varias
hectáreas de terreno y una colosal mansión colonial de finales del
siglo XIX, en un paraíso fiscal, sin que legalmente pudiera
atribuírsele que fuera de su propiedad. Este era su refugio cuando
quería desconectar de todo y pasar tiempo, o temporadas,
descansando de la tensión propia de su trabajo.
Estaba satisfecho de su vida actual, de su vida en general,
quizás el único error fue haberse casado. Se casó muy joven, de eso
hacía ya bastante tiempo, y pronto se dio cuenta de que su
matrimonio no funcionaría.
Apenas habían transcurrido cinco años cuando se
divorciaron. Lo único bueno que había quedado de todo aquello fue
el haber tenido a su hijo. En la actualidad tenía veintinueve años y
un estupendo trabajo en una multinacional tecnológica, aunque
hacía más de diez años que no tenían noticias uno del otro, en
realidad no tenían ningún tipo de relación.
Por otra parte, no todo eran ventajas. Para poder mantener
el estupendo tren de vida al que estaba acostumbrado desde hacía
mucho tiempo y poder disfrutar de todas las satisfacciones que este
le reportaba, debía cumplir escrupulosamente con las normas
impuestas por la gente, totalmente desconocida para él, que le
enviaba los encargos, los trabajos que debía ejecutar.
130
La Organización, como así la llamaban los profesionales que
trabajaban para ella, enviaban un informe detallado del trabajo que
se debía realizar a través de un servidor instalado en la “Deep Web”,
de manera que absolutamente nadie, salvo el destinatario del
mismo, pudiera tener acceso y conocimiento de la existencia de la
información.
Había pocas normas en la Organización, aunque, eso sí,
estas eran de obligadísimo cumplimiento…a rajatabla. No cabía
posibilidad alguna de ser negociadas, revisadas o cambiadas. Los
profesionales que aspiraban a poder trabajar para la Organización
ya sabían de antemano, y así lo aceptaban, que en caso de ser
admitidos en este pequeño grupo de profesionales de élite tendrían
que cumplir las normas hasta el día de su jubilación. Era el precio
a pagar por las estupendas recompensas y beneficios que se
obtenían a cambio.
Dos de ellas resultaban, con mucha diferencia, las más
importantes. Por un lado, no estaba permitido rechazar ningún
encargo, ningún trabajo.
Bajo ningún concepto. El profesional recibía el dossier con la
información correspondiente y él mismo tenía la libertad absoluta
para organizarse, en cuanto a tiempo necesario y metodología a
emplear, para llevar a cabo, por supuesto siempre de manera
discreta y eficaz, el trabajo pendiente.
En caso de que alguien, por el motivo que fuera, decidiera
rechazar o no llevar a cabo el trabajo, sería ejecutado a manos de
algún otro profesional de la Organización. Así de sencillo. El propio
León, cuatro años atrás, había que tenido que desplazarse hasta
Latinoamérica, zona donde solía operar uno de los miembros, para
acabar con él, después de que una vez comenzado un trabajo le
hubieran surgido ciertos remordimientos.
La otra hacía referencia al concepto de la jubilación.
Concepto que se manejaba, dentro de la Organización, como si se
tratara de una empresa o multinacional al uso. Cualquier
131
profesional que llevara más de diez años de servicio podía jubilarse,
abandonar la Organización, en el momento que quisiera, con
independencia de la edad que tuviera. Aunque para ello había que
cumplir con la norma, igualmente estricta y tajante que la anterior,
conocida entre los profesionales como “la tríada”. En el momento en
que se solicitaba, se manifestaba, el deseo de abandonar, la solicitud
era tramitada y admitida si se cumplían los requisitos. A partir de
ese momento el solicitante continuaba en nómina hasta que
cumpliera con la ejecución de “la tríada”. El solicitante, para poder
jubilarse, debía llevar a cabo los tres últimos trabajos que le fueran
encargados. Una vez realizados satisfactoriamente, como solía ser
habitual, podía desvincularse definitivamente.
Precisamente León se encontraba en esta tesitura, en este
proceso. Ya tenía una edad, no era ningún jovencito, y aunque podía
presumir de un excelente estado físico que podía compararse, si no
mejorar, con cualquiera de ellos, necesario por otra parte para el
trabajo que desempeñaba, ya había presentado su solicitud de
jubilación, por lo que ya acababa de comenzar con la ejecución de
su “tríada”.
La eliminación del ejecutivo del aparcamiento había sido el
primer trabajo de su triunvirato final. La información de su
penúltimo caso le llegó al cabo de los cinco meses. Se trataba de un
rico empresario italiano, del ramo de la construcción, que solía
acudir, dos o tres veces al año, a la espectacular reserva natural de
las Illes Medes, en la localidad gerundense de L’Estartit, para
practicar una de sus múltiples aficiones como era el submarinismo.
No le resultó difícil manipular el equipo de buceo del
empresario para que este sufriera un trágico accidente, puede
pasarle al más experimentado de los buceadores, y ya no saliera con
vida de las maravillosas aguas del litoral de la Costa Brava. Además,
por si se producía algún contratiempo de última hora, que no solía
ocurrir, el propio León se encontraba sumergido en las
inmediaciones por si tenía que activar un plan B y eliminar con
132
métodos más contundentes.
De regreso en su hogar, con la satisfacción del deber
cumplido y del trabajo bien hecho, León Sampai comenzaba a
pensar en su inminente futuro, en el momento que dejaría atrás la
Organización y su trabajo para empezar a disfrutar de una vida
mucho más tranquila, de una vida que podría vivir de una manera
extraordinariamente placentera teniendo en cuenta los enormes
beneficios que había acumulado a lo largo de los años.
Seguramente pondría a la venta, aunque fuera perdiendo
algo de dinero, su magnífico ático del centro de la ciudad ya que no
lo necesitaría más como centro de operaciones de su trabajo. Podría
retirarse a su mansión colonial y desplazarse, cada vez que quisiera,
a cualquier parte del mundo para cualquier actividad o evento al que
quisiera acudir. En definitiva, una vida más que merecida después
de haber sido durante tantos años un gran profesional.
Habían pasado tres meses, el otoño había llegado con
temperaturas algo frías en comparación con lo que era habitual y
con un clima bastante lluvioso, cuando recibió la notificación de su
último trabajo. Le causó cierta sorpresa, no esperaba recibirlo tan
pronto, pero por otra parte se puso contento por significar, este
último trabajo, lo que significaba.
Descargó el informe, pero no le echó ningún vistazo, pensó
dejarlo para la mañana siguiente.
Se encontraba tan eufórico que decidió salir a cenar a uno de
los restaurantes de lujo que solía frecuentar, donde solía tener
siempre mesa reservada, y acudir a la última representación
operística que recientemente se había estrenado en la Gran Vía, la
zona de espectáculos de la ciudad. Cuando volvió a casa, después
de una reparadora ducha, se acostó pensando en el informe que le
estaría esperando a la mañana siguiente.
Se levantó temprano, como era habitual en él, y preparó su
desayuno habitual formado por una buena taza de café recién
molido, zumo de naranja natural y tostadas de atún con tomate.
133
Cuando se encontraba a medio desayunar comenzó a hojear el
informe que tenía preparado… casi se atraganta con el trozo de
tostada que estaba masticando, la mano que sostenía la taza de café
estaba temblando un poco, con riesgo de derramarlo, por lo que tuvo
que dejar la taza en la mesa.
Cuando leyó el nombre de la próxima persona a la que
tendría que eliminar, la persona a la que tendría que matar para
cumplir con su último trabajo y poder retirarse… no se lo podía
creer. Los ojos se le abrieron como platos y una sensación de
asombro y estupor le embargó, un escalofrío le recorrió todo el
cuerpo. ¡Se trataba de su hijo!
Allí estaba, en la página inicial del informe, resaltando ahora
de una manera más clara si cabe, el nombre de su propio hijo. Un
último informe, un último encargo para León Sampai, el último
escalón que debía superar para alcanzar el ansiado retiro, para dejar
atrás tantos años de exigencias y tensiones y poder disfrutar de una
vida tranquila y placentera. Un último trabajo para él, que siempre
había sido, y era, un gran profesional.
ANTONIO MOMPEÁN MAYOL
España
Twitter: @antmompean
134
135
S
ucedió un día cálido, más tórrido de lo habitual pero la
temperatura esta vez la aumentaba la discusión que
mantenían los personajes reunidos a la sombra de una
derrota amazónica. Eran tantos y de tan diferentes
especies que para cobijarse del sol necesitaron ponerse
debajo de esta planta. Además, por precaución trataban de
mantener cierta distancia unos de otros ya que era una reunión en
donde todos desconfiaban de todos, todos se creían enemigos entre
sí.
Los monos eran los únicos que ponían empeño en bajar la
tensión reinante ya que saltaban de hoja en hoja y hacían piruetas
que ellos mismos festejaban.
De vez en cuando los caimanes los aplaudían, pero
inmediatamente los jaguares mostraban sus garras e imponían
silencio.
¿Qué los había reunido?: una rimbombante noticia, la
anaconda se había enamorado de un dragón.
El debate era si los moradores de la selva aceptaban este
romance o no.
Los tucanes aplaudían con entusiasmo y movían de derecha
a izquierda y de izquierda a derecha sus largos picos naranjas
mientras tragaban unas bayas recién cosechadas. La partida de la
anaconda les quitaría uno de sus enemigos más enraizados.
Los cocodrilos también apoyaban pues consideraban al
dragón como uno de los ancestros mitológicos de las serpientes.
Los ciervos seguían atentamente la discusión, pero no se
atrevían a opinar pues temían la venganza de la anaconda. Siempre
se sentían amenazados por las diferentes especies por lo que no
hacían amistad con nadie y se mantenían apartados.
La anaconda explicaba con movimientos sensuales su
enamoramiento y la necesidad de estar abrazada a su amado.
El águila harpía que imponía respeto por ser el rapaz más
poderoso por sus dimensiones, movió su cresta gris, fijó su mirada
136
chocolate e hizo silenciar al auditorio. Les advirtió que ningún ser
vivo podía acercarse al dragón sin correr la suerte de ser devorado
por su lengua de fuego. La anaconda ignoró el consejo y siguió
insistiendo en consumar su romance.
Los guacamayos sugirieron dejarlo librado a las barajas, que
las cartas definieran la suerte de la serpiente.
La reina de corazones dio la aceptación y tras el grito de
alegría de unos y la desaprobación de otros partió la anaconda.
Atravesó la selva, cruzó un río de aguas caudalosas y trepó la colina.
En la cima se encontraba el castillo del dragón.
Al verla llegar, este abrió la pesada puerta de hierro y la
recibió con un beso de fuego.
El águila harpía que había seguido desde el aire el derrotero
de la anaconda vio con horror como esta rodaba envuelta en
llamas...
Despertó sobresaltado, solo había sido uno de los tantos
sueños, a veces pesadillas que lo acompañaban en su torturada
vida. La selva lo había alimentado, lo había llenado de fantasías,
pero también lo había devorado.
Miró la cama vecina y tendido en ella, con una respiración
agitada, dormitaba Vicente, el hombre elefante, ahora su más íntimo
amigo.
Carraspeó hasta lograr que el mismo abriera sus ojos y clavó
en él su mirada suplicante. Su vecino comprendió que había llegado
el momento que días atrás habían planificado. Era temprano aún y
restaba tiempo para que pasara el jefe de enfermería a leer el parte
diario.
Con sus piernas deformes, Vicente bajó de la cama, se acercó
a su bolso maloliente y extrajo el frasco que le había alcanzado su
vecina el día anterior. Volcó el contenido en un vaso, besó la frente
de Horacio y con lágrimas en los ojos le dio la letal bebida.
Los enfermeros alcanzaron a ver su último estertor; al igual
que la anaconda, el cuerpo era quemado por los efectos del veneno
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mientras el alma del escritor rodaba hacia la inmortalidad. Al cortejo
lo acompañaban los flamencos con sus patas enrojecidas, la gama
ciega que era guiada por la tortuga gigante, unos cachorros de coatí
y el loro pelado.
CLARA GONOROWSKY
Argentina
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139
N
o me juzguen. No creo ser sádico. Simplemente he
intentado comprobar mi teoría. Creo que el dolor es
la mejor piedra de toque para medir las emociones.
Siendo más exacto, considero que según sea el
grado de refinamiento de una persona así será su
umbral del dolor.
Por supuesto, me convertí en asiduo a las funerarias
suponiendo que allí encontraría las muestras de desgarramiento
más sublimes. Obtuve resultados decepcionantes: el dolor de los
padres ante la desaparición física de sus hijos resulta demasiado
atávico. A la inversa es casi pura convención social, excepto en casos
de inmadurez evidente.
Quise analizar entonces el de los amantes ante la muerte de
sus parejas: fue una total decepción. Solo encontré vulgares deseos
sexuales frustrados, dependencias neuróticas y resistencias al
cambio.
Sin embargo, hoy fui testigo de una muestra de dolor
excepcional, digna de ser ensalzada en una tragedia de Eurípides: la
de la auxiliar de limpieza de la funeraria al comprobar que había
roto por tercera vez en una quincena la escoba de la institución. Sus
lamentos in crescendo al saber que la iban a despedir fueron tan
intensos que no logro reconocer aún si tuve un orgasmo estético o
una eléctrica catarsis…
ROBERTO GARCÉS MARRERO
Cuba
Facebook: https://www.facebook.com/roberto.garcesmarrero/
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141
S
i abro la cajuela estoy perdido. El oficial de tránsito
aluzará con su linterna y descubrirá que un gato
hidráulico y la llanta de repuesto no es lo único que traigo
conmigo. Él verá al niño amordazado, me apuntará con
su arma. Bajaré del auto y me hará acostarme en el suelo
con las manos sobre la cabeza. Entonces perderé mi trabajo, mi
reputación y mi libertad. En la cárcel me recibirán con violencia. «He
oído que la primera semana llegan a necesitar pañal». Trago saliva.
—¿No me escuchó?
—Sí señor, pe…pero… —se me traba la lengua y siento el
sudor escurrir por mis brazos. Observo al oficial. Viste camisa
blanca y pantalón de vestir negro. Tiene la corbata floja y de su
cuello pende un crucifijo de plata.
Me regalaron uno igual cuando entré al seminario. Tenía
dieciséis cuando lo decidí. Por aquel entonces había leído la biblia
un par de veces y era el catequista al que le asignaban los alumnos
de primera comunión. Me encantaban las historias: el arca de Noé,
José el soñador, las desventuras de Job, el príncipe de Egipto; y
luego estaba todo el nuevo testamento, con Jesús de Nazaret y su
camino del héroe. Mi afición por la Palabra me llevó a descubrir otras
lecturas como La epopeya de Gilgamesh, El paraíso perdido, El libro
de Enoc y Svmma Daemoniaca: Tratado de Demonología y Manual
de Exorcismos.
Recuerdo que descubrí este último un miércoles de ceniza y
leí un tomo tras otro en mis horas libres, con las manos entumecidas
y las orejas rojas. Terminé el tomo número nueve un día antes de
Pentecostés. El capítulo uno, del primero de estos volúmenes decía
lo siguiente:
“Un demonio es un ser espiritual de naturaleza angélica,
condenado eternamente. No tienen cuerpo…”
Por eso son tan peligrosos. Un demonio puede poseer un
cuerpo, uno de los capítulos hablaba de la posesión, decía:
“La posesión es el fenómeno por el que el espíritu maligno
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reside en un cuerpo y en determinados momentos puede hablar y
moverse a través de él, sin que este pueda evitarlo”.
La idea de ser un sacerdote me agradaba, pero ser un
exorcista me parecía fascinante. Luchar cara a cara contra el mal.
Sueños de niño. Cuando uno crece solo se quiere tener al mal lo más
alejado posible. Con la crueldad de la vida es suficiente.
El primer año en el seminario lo llevé muy bien. Era el
primero de la clase y cumplía mis responsabilidades con diligencia.
En el segundo año fue cuando comencé a dudar, me enamoré de
una chica del coro. Tenía pecas en la cara y ojos de primavera.
Cuando el cura nos descubrió en medio de un frenesí de besos
detrás de la capilla, decidió cambiarme de iglesia. Pero pronto
descubriría que me gustaban demasiado las mujeres. Fui
transferido cuatro veces más antes de que me enclaustraran en el
seminario. No es que ahí todos fuesen santos, algunos compañeros
jugaban “luchitas cariñosas” cuando creían que me había dormido.
Por alguna razón los curas se hacían de la vista gorda con estas
prácticas. Yo recurrí a mi imaginación, idas al baño en la madrugada
y aprender a usar la mano izquierda. Cada día me pesaba más seguir
en ese lugar. Estaba escribiendo mi carta de baja, cuando vi la
convocatoria del concurso. Un certamen de cuento. El premio era ir
a Roma y recibir un curso del padre Amorth. Los siguientes días
aproveché mi soledad para volcarme en letras. Rehíce mi manuscrito
dieciséis veces. El cuento hablaba sobre un cura que usaba la
bilocación para dar misa mientras servía a los pobres. Mi texto ganó;
y yo viajé a la ciudad-estado.
—Abra la cajuela o me lo llevaré detenido.
—Él no quiere que la abra —le contesto, la idea está tomando
forma en mi cerebro.
—¿Quién?
—¿Quién va a ser? Mire, tengo tres mil pesos —metí la mano
en mi bolsillo.
El oficial contempla el dinero en silencio.
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—Se los daré, y usted olvidará que me vio. Así los dos
viviremos… y nuestras familias.
—Pe…
—O puede detenerme por lo que traigo en la cajuela y ambos
sufriremos las consecuencias, pero le juro, por lo más sagrado, que
si elige esa opción, me aseguraré de decirles que usted no quiso
escucharme.
El oficial toma el dinero, lo guarda en el bolsillo de la camisa
y dice con una voz que suena a gargajo: —Circule, circule.
Piso el acelerador. Respiro profundo. Lo que acabo de hacer
me puede traer problemas después, pero que el futuro se encargue
de esos demonios, yo debo enfrentar los míos.
Al llegar a la casa, meto el auto a la cochera. Cuando la
cierro, me apresuro a abrir la cajuela. Neil comienza a forcejear. «Me
tiene miedo».
Lo cargo hasta llevarlo a mi cuarto, donde tengo todo
preparado. Antes de entrar escucho romperse el espejo de la sala, la
luz comienza a fallar mientras lo ato a la cama. Él me mira con sus
ojos pardos, grandes. Por un momento parecen haber recuperado su
salud, como en el día en que nos conocimos.
Venía de Inglaterra y hablaba poquísimo español, pero me
esmeré en que se sintiera integrado. Era un gran lector y eso le
ayudó a dominar el español en pocos meses. Era bueno y gentil, de
todos los niños que conozco, quizá Neil es el que menos lo merecía.
En el buró, a un lado está mi registro de asistencia, mi
credencial de maestro y un par de cirios, también está un galoncito
con agua bendita. Bebo un poco.
Cuando dejé el seminario, supe que quería ser profesor. Así
podría seguir enseñando y contando historias. Podría tener una
novia sin que nadie me viera con aires de superioridad moral.
Mis alumnos son todo para mí. Su alegría es mía, comparto
sus éxitos y sus tristezas. Ser maestro es una carga que se lleva con
una sonrisa. Pero la sonrisa se borra cuando uno de tus alumnos
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comienza a verse decaído. Llega con ojeras, cortadas y raspones. Se
queda dormido en clase. A los pocos días llega su madre molesta, a
preguntar quién ha estado golpeando a su hijo.
—Nadie, señora, yo lo vigilo en recreo.
Cuando una madre está desesperada, puede ser grosera,
hacer amenazas. Citarte con la directora para aclarar el asunto. Pero
como decía el maestro: La verdad os hará libres.
—Lo he vigilado en recreo y he visitado al maestro en clase.
Si tiene heridas, no se las hace aquí. Aunque sí debería asegurarse
que duerma bien, se ha quedado dormido tres días al hilo —explicó
la directora.
La madre no tuvo más remedio que prometernos hacerlo
dormir.
No tuvo éxito.
Hace dos días se quedó dormido antes de recreo. Me acerqué
a él y lo escuché hablar en latín.
—Corpus meum et animam… Corpus meum et animam…
Repetía una y otra vez.
—Cuando el demonio se manifiesta —había dicho el padre
Amorth—. Lo hace como una segunda personalidad. Muestra ira,
violencia, habla en lenguas. Cuando esto sucede, se debe acercar
algún signo religioso, sí la persona reacciona negativamente a este,
es un indicio de posesión.
Me retiré el crucifijo del cuello y lo puse delante de él.
Neil me mordió la mano.
Yo grité y la retiré, como quien cocina y aleja el brazo después
de que una gota de aceite le brinca en la piel. Neil se despertó, me
miró y luego a mi mano.
—Yo…yo…
—Está bien, amigo. Estoy bien.
Ese día fui a su casa, con el pretexto de hablar con sus
padres. Así conseguí el molde de la llave. Comprendí que no debía
comunicarle al sacerdote, la iglesia tarda meses en aprobar un
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exorcismo y según lo que he aprendido, Neil no tenía tanto tiempo.
No los dejan dormir. Es para que merme su voluntad. Los
agreden física y psicológicamente. No hay descanso para los
malditos, dice Alighieri.
El niño ha dejado de hacer ruido. La luz eléctrica se ha ido.
Son los cirios mis compañeros en la penumbra.
Escucho una voz, no es grave, es más bien atiplada. La voz
que tendría un reptil si hablase nuestra lengua. Dice mi nombre.
—Vade retro Satana —comienzo el rito.
J.R.SPINOZA
México
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Instagram: @winchesterrudy Twitter: @r_spinoza
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147
S
oy tan lento, mi musculatura es tan torpe, que me cuesta
creer que yo sea ese niño tan hermoso que se ve en mis
fotografías de infancia. Tal vez sea cierto que la infancia
tiene algo de angelical que con el tiempo vamos
perdiendo. El caso es que no me reconozco y debe ser por
culpa del canguro de la leche.
Cuando era niño y vivíamos en la calle Ameghino, todos los
días venía el lechero don Rodríguez a traernos su servicio. Lo veía
llegar en su carro blanco, cargado de tachos, en el que se destacaba
la figura de un esbelto canguro, parado sobre sus patas —bien
enhiesto—, al lado del cartel que en un filete extraño decía “La leche
es buena”. Ahora entiendo que aquello era una consigna publicitaria
o una especie de campaña de concientización tan en boga en esa
época.
Yo veía al canguro, sostenía su mirada, y pensaba que, si me
tomaba toda esa leche que, diariamente, dejaban en casa, un día
sería fuerte y atlético como ese canguro. Yo me decía —para mis
adentros— voy a ser un canguro Rodríguez. Convencido estaba que
mi masa muscular —eso lo veo ahora— y el desarrollo de mi agilidad
dependía de esos tachos que venían llenos de leche de canguro.
Lo angelical de la infancia —creo ahora, pero no lo digo— es
una boludez tremenda. Yo que me pensé criado por leche de canguro
soy ahora este pelotudo que no se reconoce en las fotografías de
infancia. Soy tan lento y torpe que no me lo puedo creer. Si el
canguro Rodríguez hubiera sido un colibrí, tal vez me creería que
podría ahora estar suspendido en el aire o andar volando.
RICARDO BUGARÍN
Argentina
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L
a jovencita se llamaba Claudia. La violaron a los nueve
años. Le rompieron un brazo y una pierna a los once.
La violaron de nuevo a los trece. La golpearon hasta casi
matarla a los quince. Su familia fue la culpable. Ellos
pagarán por eso.
Huyó de casa. Pasó los siguientes cinco años en un hospital
psiquiátrico. Mostró una cierta mejoría y consiguió un poco de
libertad. Aprovecho ello para escapar.
Al mes, conoció a un hombre que se dedicaba a estafar
mujeres maduras. Era guapo y cariñoso. Ella lo sedujo con
habilidad, pues no era su tipo de fémina. Él la cobijó en su casa. Le
daba un poco de paz, la suficiente. La chica necesitaba tranquilidad
para maquinar un plan. Volvería a la casa de sus progenitores y sus
dos hermanos mayores. No le contó nada a su protector. Jamás
entendería la dimensión del asunto.
Transcurrió cerca de un año. Solía mostrarse asequible y
enternecedora con Pablo, pese a que no lo amaba. Al parecer, él sí
estaba enamorado de Claudia, eso era pertinente para el proyecto de
aquella. No existía otra meta en su vida que no fuese la venganza.
Su familia debía morir. Mi familia, sarta de malditos. Era perentorio
seguir fingiendo que quería a su novio, ya que dependía
económicamente de este y raras veces le pedía dinero, para comprar
ropa, joyas de poco valor, libros de mediano costo. Pablo se le
concedía sus pedidos, nunca sospechó que estaba siendo engañado
por aquella delgada joven de tez pálida y cabello negro, la cual
escondía entre su escaso maquillaje una taumatúrgica belleza.
Un día, Pablo le dijo que debía ausentarse un par de fechas,
que no llegaría a dormir.
Claudia supo, al levantarse la mañana siguiente, que ese era
el día, su día. El amanecer le brindó las energías necesarias para
cumplir su cometido. No había dudas en su mente, la cual, a
menudo le parecía que se le quería escapar por el cerebro, hacia
atrás, como un cangrejo. La imagen de sus sesos en el piso de la sala
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no la amilanaron, por lo contrario, la regocijaron, sabía que era su
destino. Tras desperezarse, se bañó, desayunó, se vistió e hizo una
pequeña maleta con sus pocas pertenencias. Estaba convencida de
que jamás regresaría.
Partió muy temprano hacia el asentamiento humano que la
vio crecer y sufrir. Subió el cerro y tocó la puerta. Su madre abrió.
Las arrugas le llenaban la cara. Claudia recordó cuando le propinó
la golpiza a los once años cuando su padre le dijo a esa mujer vieja
que su hija era mucho mejor en la cama.
«Tú me lastimaste, nunca me defendiste. Me mandaste con
una tía porque estabas celosa, pensabas que mi papá te iba a dejar
para estar conmigo. ¡Yo solo tenía nueve años!»
«¿Qué vienes a hacer aquí, estúpida? ¡Lárgate, tú ya no eres
mi hija!»
«¿Dónde está él? ¡Quiero verlo!»
«Está atrás de la casa, en su viejo sillón, donde siempre ha
estado, el mismo lugar donde te frotabas sobre él, ¡puta!»
Claudia rodeó la vivienda y lo vio, fumando la misma marca
de cigarrillo que disfrutaba cuando la violó contra natura.
«¡Al fin, bastardo! ¡Al fin!»
«¿Qué hace esta perra aquí?», preguntó el hombre.
No pudo decir nada más. La muchacha le descerrajó un tiro
en los genitales. Luego le dio otro balazo en el pecho. Disparó por
tercera vez. La mujer comenzó a chillar. Un perro ladró con fuerza
desde el interior de la casa.
«¡Ernesto! ¡Braulio! ¡Vengan, Claudia se ha vuelto loca!
¡Hijos, ayuda!»
La madre no dijo más. La bala le ingresó por la espalda y le
salió por la teta izquierda. Cayó de rodillas. Claudia entró a los
cuartos. Aún tenía ocho balas. Pensó en dedicarle tres tiros a cada
uno de sus hermanos. Braulio salió primero. Tenía un machete. Se
lanzó contra su hermana. Ella le disparó en el ojo izquierdo. Otro
tiro en la boca. Otro en el cuello.
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«Por lo que me hiciste a los once años, basura».
Seguía en la casa. Ernesto estaba en medio de la sala,
paralizado, una mujer y un bebé se encerraron en la cocina.
«Clau…»
Dos disparos más.
«No te dejé violarme y casi me asesinaste, ¡quédate muerto,
lacra!»
De una patada quebró la puerta de madera de la cocina. Dos
disparos más sonaron.
«Así que te conseguiste una mujer y te atreviste a
reproducirte».
El canino se lanzó contra ella. Su última bala le dio al chucho
en mitad de la frente.
La gente en la calle gritaba.
—Sucedió otra vez —dijo Claudia, extrañada—. Lo hice todo
mal. Volveré al hospital y ya nunca saldré.
Detrás de ella, los cuerpos de seis transeúntes y un perro
detenían el tráfico. Claudia solo atinó a silbar mientras la patrulla
se detenía.
CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR
Perú
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