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EL NARRATORIO ANTOLOGIA LITERARIA DIGITAL NRO 82 DICIEMBRE 2022

Antología de cuentos de autores de habla hispana

Antología de cuentos de autores de habla hispana

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO

ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL

AÑO 7 NRO 82 — DICIEMBRE 2022

ISSN

2591—3123

Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder

Imágenes:

Pixabay Freepik

PXHERE PEXELS

Copyright:

EL COPYRIGHT DE LOS CUENTOS PUBLICADOS PERTENECE A SUS

AUTORES, QUIENES RESPONDEN ACERCA DE LA AUTORÍA Y

ORIGINALIDAD DE LOS MISMOS.

Bajo Licencia Creative Commons Atribución—NoComercial—

SinDerivar 4.0 Internacional

Director y Propietario:

Federico A.Marongiu

Propiedad Intelectual:

N° de Registro 5.348.677

En la Web:

WWW.ELNARRATORIO.COM.AR

www.issuu.com/elnarratorio

E—mail:

elnarratorioblog@gmail.com

elnarratoriodigital@gmail.com

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ÍNDICE

CUENTAS LUIS PENAS 9

TESTA ROÍDA CÉSAR FRANCISCO LÓPEZ VELARDE

13

CLONACIóN MARINA GÓMEZ ALAIS 16

CENA NAVIDEÑA OSWALDO CASTRO ALFARO 19

LA FE VERONICA MIRANDA 24

EL BAR DE LAS REVELACIONES MAIKEL SOFIEL

RAMÍREZ CRUZ 29

¿A DÓNDE…? ¿A DÓNDE…? LIVIO JABEL

HUARIPAUCAR HUANCAHUARI 32

Distorsión Ileana Stofenmacher 38

ECHANDO DE MENOS A LOS COLEGAS DE ANTAÑO

JORGE ZARCO RODRíGUEZ 41

UN EXTRAÑO EN LA NOCHE VALERIA JUDITH

MARTÍNEZ VILLARREAL 46

EL VECINO DE ARRIBA JOSÉ A. GARCÍA 49

THAUMETOPOEA PITYOCAMPA CRISTINA OLEBY 52

INTRUSA NANCY AGUILAR QUINTERO 57

PATEAR EL TABLERO GUSTAVO VIGNERA 60

FIERA CONTRA FIERA Carlos M. Federici 66

HOY ES UN BUEN DÍA PARA MORIR HAM BASHUR

77

LA LISTA IMPERDONABLE FRANCOIS VILLANUEVA

PARAVICINO 84

7


ONCE CARTAS URGENTES GIANCARLO UBILLUS

CELI 89

UN DIOS A SU MEDIDA FRANCISCO SALVI 98

UN ACCIDENTE, UNA NOTA OCULTA Y UN

COMPLETO DESCONOCIDO NURIA DE ESPINOSA

102

LA ÚLTIMA CARTA XIMENA ELOISE BALTAZAR

VILLANUEVA 111

EL SACRIFICIO ALEJANDRO ZAPATA ESPINOSA

117

QUISIERA ADIVINAR EL PASADO JOSÉ LUIS

VELARDE 123

EL PROFESIONAL ANTONIO MOMPEÁN mayol 128

ENTRE SUEÑOS Y PESADILLAS CLARA

GONOROWSKY 135

EPICÚREO ROBERTO GARCÉS MARRERO 139

VOCACIÓN J.R.SPINOZA 141

EL CASO DEL CANGURO DE LA LECHE RICARDO

BUGARIN 147

RE-VENGE CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR 149

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9


V

uelves a contar cada dólar arrugado con olor a

marihuana, vieja. Un olor que siempre te relaja. El

humo de la varilla de incienso en tu mesa te acaricia

el rostro, y nubla la bombilla de luz que cuelga

encima de los dólares, pero no te molesta. Sonríes al

darte cuenta de que los dólares van aumentando, sonríes con unos

dientes carcomidos, amarillos. Toses. Ahora sí el incienso te ha

fastidiado, y maldices en inglés.

Acomodas tu trasero gordo de tanta Big Mac sobre esa silla

marrón de plástico. Agarras con firmeza los fajos de billetes sobre la

mesa y empiezas, una vez más, a contar cada dólar arrugado.

Sigues: cuentas cada vez más rápido. Tu corazón golpea

salvajemente. Tus ojos se agrandan. Ríes, sobándote la nariz con el

antebrazo, sin soltar el dólar restante. Veinte años, vieja, te ha valido

juntar este dinero.

Habías empezado lavando platos en un pequeño restaurante

latino, que a duras penas te pagaba el mínimo. No comías a veces,

por ahorrarlo todo.

Tenías presente a tu hermana. Ella había sido tu motivación

todos estos años, vieja. Tu motor, tu impulso.

La pila de los dólares sigue en aumento.

Das gracias al cielo, al infierno, a lo que sea. A estas alturas

de tu vida, ya no te importa: solo tu hermana. La regordeta mal

teñida que te miró sobre el hombro aquel día y te dijo: “Yo tengo más

plata que tú, ignorante de mierda”. Tú sonreíste, serena. La miraste

fijo a los ojos y te marchaste, muda, como si no hubiera pasado

nada, pero se te había movido todo por dentro. Hasta amaneciste

con un amargo sabor de boca.

Aquel día tomaste una sabia decisión.

Te largaste de ese país tercermundista que no te había dado

más que unas pocas alegrías y una hermana cagona que te ninguneó

desde el día que naciste. Pero ahora verán, vieja. Verán tu poder y

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sabrán quién realmente eres. Tú, la todopoderosa, la más-más.

Por eso, apenas llegaste a Estados Unidos, empezaste a

ahorrar hasta el último penny, trabajando twenty four-seven.

Te cansaste de lavar platos y te marchaste feliz a trabajar a

una tienda de electrodomésticos. Aprendiste hablar bien el inglés, y

mucho más cuando te enamoraste del negro californiano que le

entraba al negocio de la marihuana. Con él aprendiste que el amor

lo soporta todo.

En tres años te convertiste en mánager de la tienda, y

ganaste mucho más. El negro ya estaba en la cárcel, pero por amor

o por cojuda, le pagaste la fianza. Así, te quedaste con la mitad de lo

ahorrado. Y entonces fuiste más drástica en tu forma de escatimar:

siempre estaba frente a ti lo que te obligaba a privarte de la cena y

a rechinar los dientes.

Vieja, terminas de contar. Son trescientos mil dólares los que

has ahorrado. Y te echas a llorar sobre la mesa regada con esos

ojerosos y soñadores billetes. De repente el recuerdo del negro Joe

aparece como un espectro, te posee, se impone ante el momento,

parece congelar tus lágrimas por un segundo. Él también te cagó,

vieja: te hizo abortar al hijo que tanto deseabas, para después

dejarte tirada en mitad de una carretera.

Pero ahora tienes trescientos mil dólares. Mucho más de los

que gana el dueño de esa tienda que te echó sin más, después de

diez años de servicio, porque te tenía ganas y tú no le dabas el culo

a cualquiera. Te largaste otra vez, con tus ahorros creciendo cada

día. Te fuiste a vivir al valle central de California y te tuviste que

meter de todo —menos de puta, claro—. Hasta trabajaste en el

campo, con el sol destrozándote la nuca por cinco años. Pero ya sin

darle chance al amor: esos ojos grandes color miel que enamoraban

en tus mejores tiempos, ahora, opacados, solo brillan iluminados

por el rencor.

Te levantas de la mesa. Respiras profundo: ahora es tiempo

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de volver, viejita. Mañana irás a esa agencia de viaje que siempre

has visto con ilusión, a comprar tu pasaje de regreso. Aunque ya no

encontrarás a tus padres. Solo tu hermana queda viva y eso es lo

importante. Llegarás a joderla, vieja. Ahora yo tengo más plata que

tú, pues, le dirías, y también que te bese los pies. Que te los lave con

sus lágrimas, si es posible. Ahora podrías incluso comprarla y

hacerla tu esclava hasta que se funda.

Sacando pecho, caminas hacia una tosca alacena que

descansa al lado de la cocina. Abres la puerta despacio y agarras un

cigarrillo. Giras la llave del gas de la estufa para encender el cigarro.

Fallas. No sale el fuego. ¿Esa era la que no servía? Dudas. Abres la

otra hornilla y sale el fuego, vibrante como tus ojos. Acercas suave

el cigarrillo y empiezas a fumar. Apagas el fuego. Te tranquilizas.

Viajarás en dos días para que todos te admiren. Y ríes a carcajadas,

abriendo los brazos, sintiéndote la reina de América. Sintiéndote el

sueño americano en persona.

Ríes, vieja, ríes, y de tanto reír y chuparle al cigarro, te

ahogas y empiezas a llorar. A llorar de ahogo y a llorar de rabia.

Apagas el cigarrillo contra el cenicero. Sientes un leve dolor en la

cabeza, y decides descansar un rato: mañana podrás pensar con

más calma.

Te acuestas y te relajas, olvidando cerrar la hornilla que no

funcionaba.

LUIS PENAS

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/luis.penas8

Instagram: https://www.instagram.com/luis.penas/

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13


A

brigado por cartones, Eddy se resistió a levantarse

hasta sentir a los viandantes de la tarde pasar.

Todavía recostado, había oído los gorjeos de un

ruiseñor posado en un ficus. Escuchó (o eso creía) los

comentarios acusatorios de los vecinos, escuchó a

una excompañera de trabajo burlona, oyó el crepitar de un cuerpo

devorado por el fuego, un ladrido, escuchó oprobios contra él,

insultos, amenazas, escuchó (porque su atención nunca podía

desviarse de aquellas voces ominosas) la sentencia final de su padre.

Era lo mismo, una y otra vez, y durante el resto del día mientras

hurgaba en la basura. Su pata, Cletus Kasady, se lo había advertido.

Ni un momento de reposo, ni siquiera sentado para el cague, Eddy.

Nunca pudo hallar a sus atacantes a esas horas; nunca pudo

sorprender a quienes lo despreciaban tan abiertamente. Cletus

también se lo había comentado; los enemigos eran muchos y

estaban ocultos en todas partes. Marchó al comedor popular, y

mientras tanto meditó sobre el sacrificio que entregaría hoy, ya lo

había decidido. Dios era una boca, Dios era un negociador, una

ligera promesa. Era necesario complacerlo con otras vidas; así lo

hizo, al desembarcar, la familia de Noé. Al ocaso, llamó a un pata,

que no era su pata Cletus Kasady, para que lo ayudara. Había

investigado: la familia se largaba a la parroquia a esa hora y dejaba

abandonado el hogar, y desprotegida a su cautiva. Le pidió a su

compañero que sostuviera uno de sus pies para trepar la reja de

fierro. Dentro, halló lo que buscaba y cortó el tallo con sus dientes.

Era una rosa recién abierta, como las que su madre, cuando vivía,

ofrecía cada noche del domingo. Afuera, le entregó a su pata medio

pan y una moneda, anduvieron un poco, se separaron y oyó

nuevamente a los atacantes. Eddy, reconcentrado y ansioso, caminó

dos horas más, balbuceando. Más calmado, decidió llevar su

ofrenda. La iglesia, no la parroquia, todavía seguiría abierta unos

minutos más, casi una hora. Un desgastado Jesucristo de yeso

aguardaba su llegada; los ausentes feligreses no se escandalizarían

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de su astroso aspecto. Oyó que alguien pronunciaba su nombre, a

lo lejos, pero lo ignoró; se rascó la cabeza con rabia, imaginó el

interior de su cráneo, idéntico a una lámina de anatomía, poblado

de arañas oscuras y mordió sus dedos manchados de óxido, hasta

sangrar. Ingresó a la nave; acarició la rosa en su bolsillo. La depositó

a los pies de la figura. Eddy inventó sus propias oraciones y pidió

sordera y una justicia que alcanzara a todos los que le negaron

tranquilidad. Se golpeó el pecho varias veces y soltó, desesperado,

un alarido de piadoso reclamo. Solo entonces se persuadió de que

había cumplido lo necesario y que ahora, quizá hoy, sí llegaría la

respuesta de Dios y su Providencia. Dio media vuelta, nervioso, y

salió a paso ligero del recinto. Sin embargo, mientras él se alejaba

del altar, la rosa comenzó a cubrirse de un moco negro, un pringue

viscoso que se agitaba. Aquel limo comenzó a emanar un aroma

pestilente, como a esperma y urea, mientras deshacía la flor. En la

puerta, Eddy volvió a oír que lo llamaban. Esta vez volteó a ver: en

lugar de su ofrenda había un pequeño charco inmundo.

CÉSAR FRANCISCO LÓPEZ VELARDE

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/profile.php?id=1575618905

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16


E

l día de su cumpleaños número sesenta y ocho, Juan

Carlos se duplicó. Nunca supo cómo ni por qué, pero

esa mañana amaneció con un gemelo, dormido del

otro lado de la cama.

Su clon tomaba los hechos con total naturalidad

porque era todo lo que conocía, le pasaba como a cualquier hermano

que nace después del primogénito.

No voy a ahondar en detalles acerca de todos los dolores de

cabeza que acarreó este nacimiento por generación espontánea,

empezando por el primordial detalle de que también tenían idénticas

huellas dactilares: no había modo lógico de explicar tal fenómeno y

documentarlo debidamente. Para evitarse problemas, tuvo el primer

impulso de matarlo porque, al fin y al cabo, su existencia no estaba

registrada en ningún lado, pero también temió que eso trajera

consecuencias para su integridad física, desconociendo por

completo las funciones de esta insólita clonación.

Al tiempo, todo fluyó. Como compartían gustos y talles, no

hubo problema con la comida ni con la ropa, tampoco discutían

porque obraban de manera semejante. Terminó sintiéndose tan

acompañado por su doble, que pensó cuán sabio había sido el

destino al no haberles obligado a disputarse un útero, pero sí poder

vivir bajo el mismo techo. Sin proponérselo, había resuelto el agobio

de la soledad. También lograba ver en espejo y de modo objetivo sus

virtudes y defectos, disfrutando de lo primero y corrigiendo lo

segundo, porque se sufría en carne propia.

Su vida, sin duda, había mejorado.

La noche anterior al día de sus cumpleaños, brindaron y

agradecieron por ese primer año de amable convivencia. A la

mañana siguiente, un olor delicioso a café recién filtrado invadió la

casa. Juan Carlos despertó con esa felicidad indescriptible que

produce que alguien más se encargue de hacer tu desayuno.

Cantando con voz de tenor el feliz cumpleaños, salió del cuarto

relamiéndose con ese primer regalo. En el pasillo, se chocó con su

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hermano también recién levantado, que mostraba la misma dicha

de olfatear el aroma a café y pan recién tostado por otro. Tendiendo

un mantel sobre la mesa, los esperaba en la cocina un tercer Juan

Carlos sonriente y servicial.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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19


H

ace tres décadas compré la enorme mansión. Las

leyendas e historias que circulaban en el pueblo me

hicieron dudar sobre adquirirla. A pesar de ser una

construcción centenaria, ostentaba prestancia y

aire señorial. Averigüé sobre el primer propietario y

de su tenacidad para replicar una propiedad estilo colonial. El

diseño original cambió con los herederos sucesivos, pero no perdió

el misterio de sus entrañas. La magnífica estructura de techos altos,

maderamen de roble, balcones, columnas y alares de tejas resistió

el paso del tiempo, soportó aguaceros torrenciales y un par de

terremotos.

Solemne como un gigante cansado, don Alfonso Quevedo me

la ofreció una mañana de 1999. El corredor de bienes raíces lanzó

al aire el precio que no pude resistir. La compré y con ella sus

secretos.

Tardé seis meses en refaccionarla y acomodarla a mi gusto.

Presté especial atención a mi gabinete de escritor. Especializado en

literatura oscura, nunca imaginé lidiar con las criaturas fuente de

mi inspiración y que me permitieron obtener premios literarios y

reconocimiento internacional. Al mes de haberme instalado, se inició

lo que en mis párrafos es común. Pareció irónico, pero la soledad

buscada ex profesamente, una vez que los asistentes literarios y

empleadas domésticas se retiraban, facilitó la diversión escondida

en el más allá.

La tranquilidad fue interrumpida por el encendido y apagado

de lámparas de techo, televisores y equipos de sonido. De repente la

tetera empezaba a hervir, se abrían y cerraban los cajones de los

reposteros y el agua escapaba de los grifos abiertos. Otras veces

subían y bajaban las escaleras y hasta escuchaba risitas de niños

correteando en los salones. Toleré estas travesuras hasta que los

más atrevidos empezaron a jugarme bromas de mal gusto a la hora

de dormir. No permití que los espíritus chocarreros se adueñaran de

mi descanso nocturno, tan necesario para mi creatividad.

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Los fantasmas de mi casa eran antiguos y los tenía

plenamente identificados. No estaban familiarizados con la

tecnología y fue fácil filmarlos con cámaras escondidas. Supe de qué

habitación salían, qué paredes atravesaban, a qué hora se reunían

y quiénes eran amigos. Revisé los archivos municipales y los

descubrí. Mis inquilinos integraban una banda de fantasmas

traviesos, irreverentes y completamente inocuos.

Al sentir que mi estado de ánimo empezaba a deteriorarse

por el insomnio, decidí intervenir para que no siguieran

acurrucándose en la cama o quitándome las cobijas. En la noche en

que cambiamos de milenio, atrapé a la señorita Luz, la más

despistada y confundida. Con la aspiradora la metí en un frasco de

vidrio y sus gestos de desesperación por salir asustaron a sus

secuaces.

Llegamos a un acuerdo: Permanecerían en la casa, sin hacer

bulla ni mover las cosas y estaban autorizados para charlar en el

jardín sin molestar a los perros. Acordadas las reglas, disfrutamos

de veinte años de tolerancia y armonía.

Lograda la tregua, me casé con Lucila, mi fascinante

secretaria. Una década después, con dos hijos que crecían

apuradamente, entré en una especie de sequía literaria. La madre

de mis hijos encontró el momento correcto para sacarme del

estancamiento emocional en que estuve ahogándome. Con sapiencia

y amor minimizó las desventuras literarias y sutilmente consolidó el

hogar con las regalías ganadas y la austeridad no melló el confort

que siempre gozamos. Se convirtió en férrea administradora de las

limitaciones económicas y su empuje sacó adelante a la familia.

Paulatinamente, superé el marasmo creativo y recobré el brillo de

antaño. Debo confesar que este periodo también sirvió para dominar

a los fantasmas. Los fui entendiendo y muy pronto se incorporaron

como fuente de inspiración, Algunos de mis más célebres obras

están basadas en sus desventuras.

Llegó el coronavirus y en marzo del 2020 restringí el ingreso

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de visitas y el tráfico humano se limitó al máximo. Los meses

siguientes fueron duros y la pandemia tomó la vida de Lucila. Mis

dos hijos radican en el extranjero. La distancia no es impedimento

para enterarme del acontecer médico de los países donde viven.

Gracias al avance de las comunicaciones y del internet me contacto

diariamente con ellos. La muerte de su madre me hundió en la

depresión y sus voces e imágenes son el bálsamo que me permite

seguir vivo. Enterarme que siguen evitando al mortal enemigo

invisible es el consuelo con que me acuesto. Asimismo, me enteré de

la muerte de varios amigos mayores.

Es viernes veinticuatro de diciembre y la mayoría festejará la

noche buena en soledad o con parientes que viven en la misma casa.

En mi caso, mis familiares se encerrarán en sus hogares.

Estamos navegando la tercera ola de la COVID -19 y, a pesar

de estar vacunados, las autoridades de salud volvieron a instalar las

medidas rígidas de las dos primeras. Los días festivos están

limitados por el aislamiento total. La consigna gubernamental es

minimizar la exposición al virus.

La gigantesca mansión está triste por la ausencia de mis

seres queridos y me refugio en el cariño incondicional de mis dos

perros y de la gata de Lucila. No se respira aire festivo y la decoración

navideña es mínima. La pandemia trastocó el espíritu de diciembre

y castigó a la población con miles de recuerdos desgarradores. A la

hora del brindis, las copas se llenarán con lágrimas por los parientes

muertos o ausentes. El cambio en el estilo de vida de la mayoría

truncó las ilusiones del pasado y reforzó el miedo a morir en

cualquier momento. El asesino despiadado que subyuga a la

humanidad, sin pedir permiso, de manera alevosa y terrible, es

capaz de tornar las risas en llanto.

No armé árbol de navidad ni nacimiento. Pedí a la cocinera

que prepare una cena a la antigua y luego se marche a casa. Sobre

la mesa principal está el pavo horneado, las ensaladas, arroz árabe,

puré de manzana, frutos secos, trufas y mashmellows Las botellas

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de champaña se enfrían en la refrigeradora y las tajadas de panetón

con el chocolate caliente aguardan en la cocina.

Presido la mesa, ocupo la cabecera y mis fieles boxers están

sentados junto a la chimenea apagada. La gata de Lucila descansa

en el lugar de su ama. Observo el festín que se perderá y decido darle

contra a la pandemia. A una orden los magníficos perros se levantan

y preceden mis pasos hacia el jardín. Abro la puerta y los distingo

escondidos entre los rosales y frutales. Los llamo y uno a uno van

apareciendo como fantasmas, eso son. Les hago una reverencia con

la cabeza y sus cuerpos transparentes se van llenando de colores y

formas. La señorita Luz me saluda, el maestro Julián frota las

manos para desentumecer los dedos que tocarán las teclas del viejo

piano, los pequeños hijos de Rosita saltan de alegría y corren a

buscar panetón. Más atrás emerge de entre la bruma don Rosendo,

el primer propietario de la mansión y me agradece el puro que le

obsequio. Al fondo del jardín surgen las hermanas Dorotea y Rebeca,

muertas en el incendio de las caballerizas de principio de siglo. Tras

ellas se percibe el discreto olor a maleza quemada.

La alarma de mi celular indica que son los primeros

segundos del veinticinco de diciembre del 2021.

principal.

—¡Feliz navidad! —exclamo y caminamos hacia el comedor

La celebración está asegurada.

Antes que tomemos asiento, el timbre rompe el protocolo

navideño. Nos miramos extrañados y el murmullo de los fantasmas

deja entrever que no esperan a ningún invitado extra. Uno de los

niños se separa del grupo y se dirige a la puerta principal.

Aguardamos expectantes y el suspenso nos sobrecoge. El niño hace

ingresar a alguien, indistinguible por la poca luz del recibo. La vemos

caminando hacia nosotros y gradualmente su figura adquiere forma.

Es Lucila.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: OswaldoCastro

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24


“…Desde aquellos siglos de la gentilidad, época infeliz,

en que ya hacia nuestra América sepultada en las horrorosas

sombras de la idolatría, se hallaban miserablemente

envueltos en ellas todos los naturales de Ocuela y su comarca,

dando ciega adoración y rindiendo cultos a un ídolo, de cuyo nombre,

por la total mudanza de religión y costumbres, aun entre ellos ha quedado

borrada la memoria; y solo se cita, como más probable,

haber venerado a esa falsa deidad con el título de Ostotoctheotl,

cuya interpretación es el Dios de las Cuevas, aunque de ello no hay total certeza…”

Padre Joaquín Sardo, 1810

E

n el siglo XVI los primeros frailes agustinos llegaron a

la cañada de Ocuilan, en donde, observaron que los

pobladores rendían culto a la imagen en escultura de

una deidad puesta en una cueva: Oztoteotl, a quien

dejaban ofrendas como inciensos, perfumes, cajetes,

sangre y corazones de niños. Esto último aterró a los frailes quienes

decidieron derrumbar al ídolo, lo destrozaron en el más profundo

secreto y, “milagrosamente”, en esa cueva apareció un cristo negro.

Hacia el año 1537 edificaron en esa cueva, el santuario de San

Miguel de Chalma. Desde la época prehispánica y tras la conquista,

sigue siendo un centro ceremonial importante para los pobladores

que en distintas épocas del año llegan a ofrecer respetos, dádivas,

bailes, pero también para pedir el milagro que les libere de sus

carencias o sufrimientos, todo ello movido por la fe.

Malinalco, Estado de México.

A las cuatro de la mañana se levantan los pobladores, se

abrigan y van a la iglesia en donde se congregan para preparar la

salida al Santuario de Chalma, encienden cohetes al repique del

campanario. Cargan estoicos y sin penuria, nichos de madera sobre

sus espaldas con la imagen dolorosa del Cristo entre adornos

recargados y burdos. A las cinco en punto, decenas de hombres y

mujeres salen del pueblo en medio de alabanzas y rezos.

Estela y su hermano Javier, son tan solo unos de esos

peregrinos; han ido varias veces, pero en esta ocasión la fe está

puesta en que el Señor de Chalma conceda la salud de su madre

quien tiene dos tumores prominentes en la frente. A nadie se le hace

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extraño que Javier lleve a sus espaldas una silla de madera y sobre

ella un bulto, la hermana la hace de soporte llevando en un morral

tejido con cordeles de malinalli, en donde guarda tlacoyos de haba

con frijol y dos guajes para agua y pulque. El pueblo va quedando

atrás, a la vista la llanura del monte, los barrancos, árboles viejos y

rocas de distintos tamaños. El cansancio va aminorando el paso de

algunos, la carga de los nichos se vuelve pesada, los pies se hinchan,

sangran algunos, el sudor escurre, se convierte en olores pesados.

La maldita fe hace que la resistencia sea extrema y el peso de

aquellos bultos se convierta en penitencia antes de la llegada al

santuario. Estela camina con paso corto, el tributo que ella ofrenda

es llevar los pies descalzos; primero las ampollas, las cortadas y

rasguños, después la sangre, pero no se rinde, levanta la frente

estoicamente mientras reza con fervor apasionado.

Un grito rompe el murmullo de los peregrinos, todos voltean,

es Javier que ha caído. Sobre el tobillo derecho cae todo el peso del

bulto que portaba sobre su espalda. La herida es aparatosa, tal vez

una fractura. Un viejo lo auxilia, le hace una especie de venda con

una camisa, y le pide que desista de su marcha. “Espera aquí,

nosotros llevamos tu promesa al Santo Señor de Chalma”, Javier se

niega e intenta levantarse, cae de nuevo y su hermana Estela lo

sostiene. La procesión sigue, se va, se pierde entre la noche que

avanza. Los hermanos tratan sus heridas con las hierbas que hay a

su alrededor, Estela recuerda que de pequeños iban al monte a

buscar hongos y no pocas veces, encontraban el indicado tanto para

aliviar los dolores como para “volar”.

—Necesitamos esos hongos, verás que después de que los

comas se aliviará tu dolor —dijo Estela al herido Javier.

—Sí hermana, pero por el momento no puedo caminar,

tendrás que ir sola a buscar esos hongos. Toma mis huaraches y

anda, que de aquí no me moveré, seguro.

Al paso de las horas, cuando la noche ha caído y de Estela

no se ve ni la silueta, Javier habla a su madre, que permanece

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impávida en el nicho, con apenas un silbido exhalando de sus labios

doloridos y secos.

—¿Madre? ¿Me escucha? Usted que está enfermita y es muy

buena con dios, pídale que Estela regrese pronto, ya se “requete”

tardó y me dan miedo esas luces que se prenden y apagan en el cielo.

Javier tiembla, el frío de la alta montaña empieza a dejarse

sentir, la fractura duele y hace que un sopor le envuelva, delira en

vigilia extraña. Observa llegar a su hermana, aparece entre la

neblina de la media noche, trae en sus manos los hongos que

aliviaran su dolor, ve que mueve los labios, pero no escucha nada,

entonces grita, le llama por su nombre: ¡Estela! No te escucho, por

favor, ¡ayúdame!

Estela permanece impávida, deja caer los hongos de su

manto. Javier alcanza a recoger algunos, los muerde ávidamente, el

sabor a tierra y gusanos le provoca asco, pero los deglute, los pasa.

Las luces fugaces en el cielo hacen imágenes estroboscópicas de lo

que ahí acontece: Flota Estela, neblina, una mano, los hongos, el

tobillo roto con torniquete de camisa vieja, manchas de sangre, tierra

en las uñas, flota Estela, luces, cielo rojo, hierba, el bulto en la espalda

de Javier, silla, mecate, dientes, sudor, cabello largo, hirsuto, uñas

largas, desnuda Estela, neblina, las luces cesan su orgía visual.

Llana oscuridad, absoluto silencio.

Javier despierta por la intensidad de los rayos del sol cayendo

en su piel desnuda, ya no hay dolor en el pie, aunque lo trae

colgando como un trapo; no sabe cuántas horas han pasado, se

arrastra como puede, no recuerda haberse quitado el bulto de la

espalda, lo observa a unos metros de él y trata de alcanzarlo.

—¡Ay Diosito lindo! ¡Mi madre! No me abandonen ahora,

necesito mucha fuerza. Santo Señor, necesito de ti. —Suplicaba

Javier.

Alcanza el bulto, lo baja de la silla y lo despoja de la sábana

que lo envuelve, espera encontrar a su madre envuelta y pedirle

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perdón por llevarla a ese suplicio, su corazón se acelera, rompe las

cuerdas que atan, y lo destapa.

—¡¡¡¡Noooooo!!! —Un grito escapa de su garganta, mientras

retrocede espantado, no es su madre, es ¡Estela! La que ahora yace

ante él.

—¿Qué hice madre? ¿En dónde estás? —Esas fueron sus

últimas palabras, todo dio vuelta a su alrededor, dentro de su mente

crecieron imágenes jamás soñadas, en donde se veían grutas

inexpugnables y en cada una de ellas, dioses precolombinos

ansiosos por levantarse y derribar los templos que les fueron

robados. Fue testigo silente, amordazado por el miedo y sorprendido

en la inconsciencia del instante previo a su muerte.

Allá, en el santuario del señor de Chalma, se ve llegar a una

mujer de ropa muy humilde, lleva la cabeza cubierta y camina sobre

sus rodillas mientras extiende sus manos y sobre ellas, dos rocas.

Nada fuera de lo común para los cientos de peregrinos que emulan

tal ritual; sin embargo, y ante la mirada atónita de todos, la mujer

se yergue, se despoja de su ropa dejando ver su cuerpo desnudo y

adheridas a su cintura una especie de falda hecha con serpientes

vivas, de su frente dos protuberancias rompen la piel y astan su

rostro moreno. Arroja las rocas que se rompen como huevos y de

ellas emerge Oztoteotl antiguo dios de aquella caverna. Libre al fin,

toma al Cristo y lo destroza en nombre de Huitzilopochtli, la revuelta

había comenzado.

VERÓNICA MIRANDA

México

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Twitter: https://twitter.com/vampironique?lang=es

Spotify: https://open.spotify.com/artist/1i6O7B3pKER3ydh0B0TekU

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29


E

lla me observa con el cinismo que deben usar las

meretrices para seducir a sus posibles clientes. Llegó

hace un rato al bar y pidió una cerveza, encendió un

cigarrillo y clavó en mí la mirada de una mujer que

anda en busca de sexo casual, pero encuentra sin

querer algo codiciado. Yo estoy sentado en un extremo de la barra,

de espaldas a la puerta, pero no pude ignorar su entrada, el olor a

puta me obligó a voltear para verla.

Ella es una diva envuelta en un vestido negro peligrosamente

corto ajustado a su figura estructural, un vestido escotado que

promueve un par de tetas magníficas. Tiene el pelo rojizo y suelto

sobre los hombros, y unos ojos claros capaces de provocarle una

erección a un anciano.

Presagio el peligro. Mi economía tercermundista de país

bloqueado no puede con tanto, un escritor que no escribe ni publica,

no tiene como pagarle a una mujer así, pienso, y termino mi trago

dispuesto a marcharme. Sin embargo, ella se acerca y se sienta a mi

lado, pide otra cerveza y paga un trago para mí. Dice que hace

mucho que no sentía deseos de singar gratis. Me pregunto (y le

pregunto) qué vio en mí, soy un cuarentón encorvado y calvo, con

una nariz enorme en medio de la cara. Ella sonríe y no responde.

Imagino que aún tengo mis encantos, mi atractivo. No es por mi

dinero, estoy seguro, incluso un ciego puede ver que soy un

pelagatos.

Me convida persuasiva a perdernos en una habitación en el

hotel más cercano. Me promete una sesión de sexo multiorgásmico

con garantía ilimitada, oferta única, válida solo por esta noche.

Desnudos sobre la cama después de cumplir con su promesa, me

dice que tiene veinticinco años, y que desde los catorce supo que

singar era lo más rico que había en este mundo. Me cuenta que su

primer y único amor fue su padrastro. Él la mimó y la consintió como

se mima y se consiente a una hija, pero ella siempre lo deseó como

una gata en celo, desde bien niña. Él también la deseaba, pero se

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había jurado a sí mismo no hacer nada abominable, reprochable,

insensato. Ella quería estar siempre con él, bañarse en el río,

sentarse en su regazo a ver la televisión, adormecerse entre él y la

madre en la cama matrimonial, y, en las madrugadas, acariciar su

pinga involuntariamente dura mientras dormía. Una tarde de

invierno el padrastro llegó a la casa un poco borracho y la despojó

de la virginidad en su propia cama. Dice que pueblo chiquito,

infierno grande. Que la gente es envidiosa, que todo era perfecto

hasta que la madre un día los sorprendió templando al llegar antes

de tiempo del trabajo, a causa del chisme de un vecino. Se formó

una bronca memorable, y ella terminó en la calle con su ropa dentro

de una maleta. Fue entonces cuando vino a buscar vida a esta

ciudad. Dice que hasta hoy no ha regresado a su pueblo, ni ha tenido

noticias de ninguno, a ella le gusta creer que siguen casados y viven

en el mismo lugar.

Fumamos plácidamente después del combate sexual, yo, a

pesar del cansancio estoy listo para el segundo round. Ella me mira

con el descaro que deben mirar las prostitutas a sus mejores

clientes, sus ojazos claros tienen un brillo excepcional. Entonces se

acerca, y me susurra al oído, que nunca había visto a un hombre

que se pareciera tanto al esposo de su mamá.

MAIKEL SOFIEL RAMÍREZ CRUZ

Cuba

Facebook: https://www.facebook.com/maikelsofiel.ramirezcruz

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32


U

n río furioso del ande arrastra en sus aguas a un

hombre de incalculable edad que manotea

desesperado, revolcándole, hundiéndole,

castigándole. El hombre busca con la mano algo en

qué aferrarse, pero el torrente le hace revoltijo con

los arbustos arrancados, con palos de pescadores improvisados, con

la rocalla agresiva que le rasmilla su cara y los pies, al tiempo que

se desliza por los recodos. Le hunde contra las piedras en la

profundidad, pero él se impulsa y vuelve en sí con una bocanada de

aire que logra en el exterior, manotea hacia la orilla, pero las aguas

le impiden atrayéndolo hacia el centro. De pronto sus manos sienten

las pajas bravas de la orilla y se aferra con las fuerzas que le quedan,

sin tiempo para más, así de automático, así de natural. El consuelo

que encuentra es vivificante. El río se molesta y le mantea con

brusquedad, le golpea con todo lo que arrastra. Él soporta los golpes

y se acomoda para trepar, la corriente hace que se suelte una mano,

pero no está para ceder, se impulsa con fuerza, con devoción única

vuelve a tomar la paja que, para su suerte, no se desprende. El río

prosigue con el trabajo, le quita la ojota que le queda y le va jalando

con voracidad para sumergirlo en sus profundidades, pero él concibe

el momento como un combate en que no debe rendirse. En la

vorágine había perdido ya el sombrero, las provisiones, lo que le

quedaba era la vida, tenía sensación de resucitado, ya no podía dejar

pasar por las aguas esa vida que le quedaba, por eso tomó más

fuerza, se recogió con aplomo y salió del río, tambaleando,

vomitando el agua turbia que había tragado. Se sacude como puede

la ropa que está pegado al cuerpo. Luego escurre la camisa y los

pantalones buscando con la mirada llena de esperanza, un lugar

donde ampararse. Pero no halla por ningún lado, entonces mira más

allá, y más allá las nubes van cubriendo el horizonte.

El cuerpo se le contrae con fuerza. Se recuesta en el pedazo

de orilla que la suerte le ha reservado, precisamente en ese lugar, ni

antes ni después, porque más abajo amenazan rocas ceñudas que

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orillan las aguas bravas. La lluvia sigue cayendo a cántaros, los

rayos agujerean el lomo de los cerros que están envueltos de esas

grisáceas nubes. El hombre no escucha casi nada, se le han tapado

los oídos, por eso percibe solo un rugir lejano. Sigue buscando

alguna esperanza con la mirada, solo encuentra al río que viene

serpenteando, burbujeando, acercándose con ironía y regresando a

su cauce, formando remolinos que le marean, y le llevan la vista

hacia abajo, llamándole, engañándole. El río marcha

inconmensurable hacia la pendiente por los despeñaderos,

rebullendo, cargado de cosas que encuentra, de animales distraídos,

de espumas que revientan como ilusiones tenues. Cuando los

torrentes van haciendo surcos gigantes que crecen y amenazan con

retroceder, el hombre puede oír con la vista el bullicio infernal que

brota de las enormes cascadas y recodos de ese valle, donde no

crecen ni árboles. El rayo retumba en su mente, está seguro de que

hay mucho ruido después de los ruidos.

Imagina una maldición para el descuido que cometió al

cruzar río arriba. Antes de entrar al agua había hecho bien los

cálculos, viendo exactamente por dónde estaba el camino que cruza

y para dar calor al cuerpo había tomado un sorbo de cañazo, con

cuidado, con ceremonia. No era la primera vez que cruzaba aquel río

que nace y crece con las primeras lluvias, como todos los años, él ha

cruzado muchas veces a pie, otras veces montado en caballo, incluso

nadando. Lo que se sabe es que él nunca se había rendido ante el

frío, los diluvios, el calor, ni contra la muerte, porque había eludido

al rayo en muchas ocasiones y se sentía casi como hijo de los cerros

y dioses de las furias naturales. Por eso decía saber sobre el

comportamiento de los ríos de la temporada, que las aguas mansas

ocultan un lado feroz, si alguien tropieza en sus correntadas, se va

derechito al mar, a menos que al río se dé por vomitar el cuerpo.

Primero desciende por toda la cordillera, luego pasa por la selva para

terminar de alimento de los peces del océano, pero él había vencido

en todas, por eso le admiraban en el pueblo.

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Cuando subió del pueblo y avanzaba por el camino de las

lápidas, no se ha percatado que las nubes se habían encaramado en

el cielo porque le abordó un compañero de la promoción de hace

treinta años, quien arreaba un hato por el camino y le preguntó

sobre cosas que estaban sucediendo en el pueblo. Este se pasó

informándole de las elecciones que se venían en un par de meses, el

castigo que recibieron los que han quemado la fauna del pueblo, el

viaje que harán la mayoría de los habitantes hacia la costa cuando

sus hijos salgan de vacaciones, en fin, pero todo con tanto

detenimiento. En las pausas brindaron el cañazo que ambos traían,

intercambiaron de sus piscas, cocas y cigarros, como antaño, como

siempre, cuando iban a las minkas del pueblo. Y de repente el cielo

estaba cubriéndose de lapislázuli, por eso se despidió con prisa.

Caminó con la presteza que le caracterizaba a un hombre andador.

Ya terminaba la llanura extensa cuando un fuerte viento vino

silbando y le zurró en la cara, tratando de tumbarle, arrojándole de

un lado a otro, en esas horas cayeron también las primeras gotas

furibundas de lluvia levantando polvareda que se amenguaron con

más lluvia. La lluvia se transformó muy rápido en sierpes de aguas

que se deslizaron por medio de los pastizales que prestos

absorbieron todo.

Él conocía ese clima y había llegado a aburrirse porque cada

año se presentaba la misma situación que obligaban no a uno, sino

a todos a caminar antes del mediodía. Las épocas de lluvia eran para

él las más ineludibles e indeseables, en realidad, la naturaleza tenía

ese corte friolento, nuboso, salvaje y ruidoso por los rayos y los ríos

aumentaban para estorbar el paso de cualquier caminante. Aquel

día empezaba los estragos de la época de las lluvias locas. Estaba

harto de que la lluvia interrumpiera siempre un viaje cuando menos

lo esperaba y él respondía con lo que mejor sabía, desafiar. Por eso

apresuró el paso y examinó el río que a sus ojos estaban casi turbias,

como esperaba él, como antes había superado sin hacer mucho

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esfuerzo. Para llegar a su estancia de ganados donde le esperaban

toda la familia, era urgente cruzar ese río antes que aumente el

caudal.

El clima de otros lugares era mejor, de la costa, por ejemplo,

a donde él siempre viaja a ganarse la vida cosechando algodón en

grandes sabanas, a comer uvas en las chacras abandonadas,

trabajando en el calor, bañarse con toda la familia en las aguas

nuevas que corren por las acequias. A eso iba, a arreglar sus

ganados para viajar. La costa le esperaba, incluso sentía como si le

llamara, con eso hacía sus cosas apurado y sin miramientos, por eso

cuando tropezó ya era tarde, estaba en el corazón del río.

El hombre no siente que respira, ya no le obedecen los dedos

de la mano. Un dolor metálico le va minando por los pies, le va

entumiendo desde la cabeza que se disemina en la vértebra. Sus ojos

están por abrirse, sus dientes rechinan hasta desgastarse, la lengua

se le aquieta y no le permite proferir su maldición favorita ni pedir

auxilios. Está lejos de todo, aunque grite con toda fuerza y

desesperación, el bramido del río lo ahogará. Es un lugar donde solo

el río acapara la vida. No puede creer que morir en se lugar sería un

destino hecho para él. No lo acepta al tiempo. De su boca se desliza

un líquido rojo que le entibia el mentón, pero esto no parece

preocuparle. Se queda mirando tranquilamente cómo se desliza su

sangre a mezclarse en el río.

El río iba en aumento abarcando las orillas que quedan y

recogiendo lo que queda para arrastrar. El hombre está echado,

abrazado a sí mismo, frotándose para hacer calor en su cuerpo.

Calcula que debe ser horas de la tarde y podría salir el sol para

calentarse, piensa que todavía podría salvarse, llegar donde su

familia. Su imaginación dibuja, casi impreciso y lejano, la sonrisa de

su hijo, trata de imitar aquella sonrisa pero nada puede. La lluvia ya

iba menguando, el sol seguía tenaz con su ausencia, las nubes se

deshilachan lentamente por las faldas del horizonte y el frío congela

el tiempo en la mente del hombre.

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Entonces el río de las aguas turbias hace su último trabajo,

es decir, termina lo que ha empezado. Se pone el hombre al hombro,

este se recuesta en la ola gigante que le alcanza, lo hace como si

fuera a descansar después de un arduo trabajo. El río, alegre,

indómito, enseñoreado va serpenteando, ahíto de tantas cosas que

lleva en las entrañas, pidiendo permiso con rugido atronador,

advirtiendo en voz alta la ley de los ríos procelosos. Va cayendo

pesadamente por las empalizadas descomunales, topándose como

búfalos furiosos en los recodos, invadiendo los valles. Así baja el río

por las pendientes hacia la parte costera del Perú. Entonces la lluvia

ha llegado a esta parte de la tierra, a llenar los ríos secos, a ablandar

el corazón marchito de la tierra, a humedecer la vida y la vida nueva

ha empezado a florecer.

LIVIO JABEL HUARIPAUCAR HUANCAHUARI

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/livio.jabel

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38


T

e había amado toda mi adolescencia. Años deseando

poder besar alguna vez esos labios que me cautivaban

cada vez que te veía en el colegio o en las pocas salidas

grupales que excepcionalmente hacíamos. Enamorada

de tus soñadores ojos café y tu cabello negro enrulado,

tu apariencia fusión árabe e hindú, convocaba a mi imaginación a

lugares recónditos del planeta, para mí, una chica nacida y criada

en el conurbano bonaerense. Te imaginaba en un desierto de Arabia

con un camello recorriendo kilómetros y leguas para recoger agua y

rescatar a tu familia de una gran sequía, o fantaseaba con que

fueras mi príncipe de tez aceitunada que me salvara de la abulia de

mi vida de adolescente aburrida y deseosa de amar. Tu piel y tu

sonrisa eran para mí la representación material de todo lo que me

hacía temblar de ilusión y pasión. El chico más deseado. El único

que yo deseaba. Nunca me prestaste atención más que de una

manera distante que yo se la adjudicaba a que no era lo

suficientemente linda para un hombre tan atractivo como vos. Un

efebo de piel aceitunada y sonrisa espléndida caminando por los

desiertos del Sahara, que podía elegir entre toda la población

femenina del universo, ¿por qué elegiría a una chica común tirando

a fea y regordeta nada comparable a las princesas mágicas de los

cuentos?

Hace dos días te volví a ver, veinte años después. Primero no

te reconocí, estábamos todxs los compañerxs de nuestro curso en

uno de esos reencuentros de la secundaria que siempre había

odiado, pues no soy buena surfeando la nostalgia y le temo a las

máculas de los espejos retrovisores de la vida. Vos nunca habías ido

a las reuniones anteriores y siempre me había preguntado qué sería

de tu existencia, si estarías con tu camello en algún castillo lejano

de mi habitáculo del conurbano sur donde me afinqué con mi marido

y mis cuatro hijxs que ya van a la secundaria. Quizás en un país

lejano iluminando a todxs lxs que te rodearan con tu luz y encanto

que me hacía temblar de emoción solo al evocar tu imagen cada

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noche antes de irme a dormir.

Te volví a mirar y seguí sin reconocerte. Es “él”, me decían

mis antiguas amigas. ¡No! ¿Cómo va a ser él? Les decía yo. No, no,

no. Te miré mejor y te vi realmente por primera vez. Comprendí que

no eras el chico que me enamoraba y que yo había convertido en mi

imaginación en una especie de icono idealizado del príncipe azul de

piel morenita clara y dientes brillantes que emanaba todo el sex

appeal y más y me hacía derretir de deseo. Delante de mí había una

chica de tez aceitunada, cabello negro enrulado a la cintura y

sonrisa sencilla y tímida. Sí, eras vos. Y era yo dándome cuenta de

que siempre había estado enamorada de una mujer pero algún

singular mecanismo de represión interno había transformado la

situación haciéndola pasar por la típica escena de amor no

correspondido entre un chico deseado y una chica del montón. No

eras un príncipe del Sahara, eras VOS. Y era YO. Yo viendo por

primera vez y de frente mi deseo, sacándome las anteojeras de la

represiva sociedad patriarcal y desnudándome a mí misma frente a

mi propia conciencia. Viéndome por primera vez, en el espejo de tu

rostro.

ILEANA STOFENMACHER

Argentina

Instagram: ileana_v_s

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41


S

e vio en el espejo vestido de traje y chaqueta mientras

sonaba Lana del Rey de fondo en su móvil, sintiéndose

impecable con su corbata gris y sus zapatos nuevos de

niño dichoso, a punto de estrenar su primer día de curso

con un punto de ilusión. Y a todo ello, sumándole una

sonrisa maliciosa que hacía alusión evidente a su detective favorito:

Philip Marlowe. Cerró la puerta de su piso y bajó las escaleras,

disponiéndose a reencontrarse con sus viejos compañeros de la

secundaria en una concertada cita amistosa, tras años de voluntaria

ausencia. Sabían quién era, que se apodaba Marlowe y por dónde

vivía y también a qué se dedicaba. Si no se habían molestado en

llamarlo en todos aquellos años, era simplemente porque no habían

querido. Así de fácil. Marlowe no esperaba encendidos abrazos ni

besos llenos de afecto o lascivia, acompañados de furtivas visitas a

los servicios con gomas de sabores exóticos de por medio y promesas

de amor eterno. No, no esperaba gran cosa, a decir verdad. Más bien

se olía que acabaría siendo como un jugador de tercera división

invitado de relleno a una fiesta de primeras figuras, y al que se le

niega la entrada en la zona VIP porque no calza la clase de zapatos

adecuada o no lleva una corbata de determinada marca.

Miró la manga de su chaqueta y no quiso llamarse al engaño.

Aquella ropa falsamente elegante era una impostura comprada a la

desesperada en el bazar chino de la esquina, del bloque en el que

residía. Le había atendido una dependienta tan amable, como

ignorante de unas mínimas nociones de vestuario y unos

conocimientos básicos de presencia de cara a la galería. Un experto

en moda no tardaría en soltar arcadas de nausea y horror ante

aquella pantomima que pretendía imitar antes a uno de los

protagonistas del Reservoir Dogs de Quentin Tarantino, que a la flor

y nata de un desfile de etiqueta. ¿Ropa cara?, no tenía una cuenta

corriente para poder costeársela. Y aquella vestimenta, comprada de

oferta en el chino de la esquina de su casa, era la que podía costearse

sin problemas, ni quebraderos para su cuenta corriente. Llegó en

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bus al lugar de la cita, en parte por su declarada alergia a los taxis.

Parando unas dos calles antes, para evitar que lo viesen venir en

plan pobretón, e hizo el resto de camino a pie.

—El bus es para perdedores —le había dicho Ozzy en una

ocasión. Aquel colega de la escena hard rock / metal al que echaba

de menos, tras verlo desplomarse por una mala mezcla de Speedball

(coca y caballo) en pleno concierto. Mientras sus queridos “colegas”

no dejaban de tocar, esperando qué se pudriese allí mismo y sus

odiosas novias le filmaban con sus móviles, como si aspiraran a

rodar una snuff movie con sus despojos y Marlowe desesperado, le

socorría ante la indiferencia del mundanal ruido.

No tardó en llegar al lugar de la quedada y los vio: Ahí

estaban sus viejos compañeros escolares, veinte años después.

Vestidos de Armani, perfumados con Euforia y calzados con Hugo

Boss tras bajar de un Mercedes de alta gama, y probablemente

estaban a la dirección de una corporación de las grandes. Le

llamaron en un tono socarrón que supuraba el veneno de la falsedad

y le sonrieron con una mueca digna de una sandía. Pero el eterno

admirador del Philip Marlowe con el cinismo del Elliot Gould de “Un

largo adiós” se fijó en sus ojos sin dejar de estudiarlos, y estos solo

expresaban una apenas disimulada repugnancia; cómo si dijesen:

—¿Quién invitó a este pordiosero de mierda? —Sí, aquellos

eran sus compañeros de antaño en él instituto. Neonazis los unos o

Sharps anti sistema los otros en sus viejos tiempos; mientras un

servidor se mantenía siempre fiel a la literatura de géneros y a la

escritura creativa de sabor “Noir” a lo Jim Thompson o Patricia

Highsmish. Aquellas ropas, perfumes, zapatos y coches, se le

antojaron una impostura todavía más evidente y nauseabunda que

la suya. Marlowe se preguntó por qué la “gente guapa” y el hampa,

se solía gastar el mismo tipo de vestuario de cara a la galería. Quizá

porque solo se trataba de un disfraz de cara al mundanal ruido, para

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guardar las apariencias. Ya fueran reyes, estrellas del espectáculo,

presidentes, altos ejecutivos, banqueros, gánsters, oligarcas,

proxenetas o asesinos a sueldo. Se supone que todos “maduramos”,

¿no? Aunque más de un cadáver siempre se ocultase bajo una

alfombra de millones de euros, tejida en Persia.

Marlowe pensó que toda la gente “respetable” necesitaba esa

apariencia de respetabilidad, como un cerdo el día de su matanza

defeca una incalculable cantidad de excremento tras una suculenta

pitanza. Montaron en el Mercedes y Marlowe habló con dos

compañeros de clase que ya eran un admirable matrimonio con

hijos. Preguntas y respuestas llenas de evasivas, dobles sentidos y

mentiras. No esperaba otra cosa mientras se olió una sorpresa final,

como una guinda envenenada que coronaba un pastel lleno a

reventar de cicuta. Y llegaron las tres limusinas a su destino en

aquel palacete de las afueras, custodiado como la residencia de un

presidente ruso adicto al asesinato por correspondencia de

periodistas con inquietudes humanitarias. Marlowe se olió lo que iba

a suceder. La entrada estaba vigilada escrupulosamente por

“armarios” a izquierda y derecha, pidiendo pases y contraseñas.

Marlowe no se extrañó, pero tampoco evitó enojarse.

—Chicos, no me dijisteis nada de esto —Ellos le intentaron

mirar con indiferencia, pero Marlowe captó un brillo de sadismo

apenas disimulado en sus ojos, pero sonrió de medio lado, dejando

en evidencia qué se lo había olido desde el principio. Su grotesca

pantomima.

—No formas parte del club —soltaron como los clasistas

miembros de una logia universitaria mientras Marlowe se metió las

manos en los bolsillos de su chaqueta de veinte euros, comprada de

rebajas en el chino de su esquina y soltó:

—Vale, pues me abro. No esperaba otra cosa de vosotros —

se giró largándose de allí, con la certeza absoluta de que nunca más

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volvería a ver a sus “colegas”. Si es que alguna vez lo fueron. Caminó

al borde de la carretera con toda la tranquilidad del mundo,

mientras rechazaba sonriendo las ofertas de las prostitutas de África

central y Europa del este, que vegetaban esclavizadas por la zona de

una de las carreteras de regreso a la ciudad. Marlowe quizá tardaría

todavía un buen rato en llegar a las zonas de las afueras, pero

rumiando aquellos efímeros viejos tiempos, el camino se le pasaría

volando.

JORGE ZARCO RODRíGUEZ

España

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46


E

l camino a casa es siempre el mismo, los mismos

árboles robustos con sus hojas oscuras, el cielo

nocturno llenando el espacio sobre mí, el viento

rozando mis mejillas, el silencio de la madrugada

ensordeciéndome. Lo advierto, es algo que me

intranquiliza. Carencia de aves, insectos y transeúntes. Las

personas están en sus casas, probablemente dormidas, me digo para

tranquilizarme. Las luces de las casas y negocios apagados. Noto

como mis pisadas tampoco hacen ruido. Pienso en gritar, pero me

arrepiento. Un instinto casi animal cierra mi garganta. Es como estar

en una película muda.

Una ráfaga insonora de viento despeina mi cabello y me hace

cerrar los ojos por un instante, la tenue luz de un poste me revela

una sombra tras de mí. Me niego a voltear, el miedo toma control de

mi cuerpo mientras me descubro incapaz de seguir caminando.

Su sombra se acerca a la mía hasta fundirse en una sola, el

suave e inaudible roce de su respiración en mi nuca, el miedo

recorriendo mi columna vertebral.

—No te resistas —es apenas un susurro, pero le escucho con

total claridad, transgrede el absoluto mutismo del entorno.

Intento moverme de nuevo, es inútil, algo me impide tomar

control de mi cuerpo. Nadie ha drenado mi poder tan fácilmente. He

leído sobre creaturas como tú… en la escuela…, debo calmarme para

pensar con claridad.

Recorro los pasillos de mi memoria con la esperanza de

encontrar algún ser que encajara con lo poco que sé de mi atacante,

Stoker, la palabra viene a mi mente y con ella el grimorio de sangre

y las clases del profesor Van Der Rudd.

Recito en mi mente el hechizo para transmutar mi sangre en

ponzoña. Él acerca su rostro al costado de mi cuello y sin dudarlo

clava sus filosos colmillos en mi piel. Espera, supongo, un festín.

Estoy por decepcionarlo.

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Se aparta con brusquedad, aprovecho su desconcierto para

alejarme, observo su boca manchada con sangre negra.

—¿Qué eres? —me grita y los sonidos de las aves, el viento y

los grillos regresan.

—Supongo que te quedarás con la duda.

Recolecto mi poder de nuevo, emocionada de por fin poner en

práctica las tantas enseñanzas de mi escuela inmortal. Con otro

hechizo, ahora verbal y sonoro, carbonizo su cuerpo.

Ser una bruja tiene sus ventajas.

VALERIA MARTÍNEZ VILLARREAL

México

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49


-A

hí está otra vez —se dijo mi madre mirando

hacia el techo.

Seguí su mirada y vi que la lámpara del

comedor temblaba, apenas, casi

imperceptiblemente. Ese movimiento podía

deberse a cualquier cosa, una corriente de aire, las vibraciones del

tránsito o del motor del ascensor, un temblor en algún lugar de los

Andes, mi imaginación, mis problemas visuales. Solo los ruidos que

llegaban por sobre el sonido de la televisión que mi madre mantenía

encendida a toda hora, daban alguna clave sobre su origen.

—Sí —confirmó—. Otra vez.

Quien fuera el hombre que vivía en el departamento del piso

superior al nuestro tenía una serie de extrañas costumbres

cotidianas, rutinas que repetía tres veces al día, todos los días.

Siempre en los mismos horarios, sin importar que fueran día

laborable, de descanso, fiesta, patrono, cumpleaños, vacaciones, los

idus de marzo, las calendas de abril o las nonas de cualquier otro

mes. No parecía detenerse nunca, por nada ni por nadie.

Eran rutinas muy extrañas, y que duraban entre diez y

quince minutos. Comenzaba con pequeños desplazamientos de algo

pesado, como si intentara acomodarlo en algún lugar muy difícil,

porque eran movimientos rápidos y repetidos, que se tornaban

acompasados y frenéticos antes de llegar a su final. Es de suponer

que si el piso de ese departamento estuviera alfombrado como el

nuestro no tendríamos que escuchar nada de eso, pero al parecer no

era así.

Tantos movimientos deberían de ser un gran esfuerzo para

quien los realizaba, ya que ni bien comenzaban estos también lo

hacían las exclamaciones de dolor que intentaban cubrirse con el

entrechocar de palmas que seguían un ritmo sincopado con los

movimientos del mueble. Estas exclamaciones terminaban en un

gran grito que señalaba, sin dudas, que quien realizaba todo ese

esfuerzo había acabado golpeándose con algo y solo podía seguir

50


emitiendo pequeños gemidos entrecortados hasta que se le pasara

la molestia y se le normalizada la respiración.

Luego escuchábamos la breve caminata de dos pares de pies

con calzados diferentes y la puerta del departamento abriéndose y

cerrándose con fuerza, para que cerrara bien, porque todas las

puertas del edificio tenían el mismo problema de que había que darle

con fuerza para que entraran en el marco. Un poco después

escuchábamos que se abría la ducha y no volvíamos a tener noticias

del vecino hasta que todo volvía a comenzar en el siguiente horario

de su rutina un par de horas más tarde.

—Asqueroso —repetía mi madre cuando el agua comenzaba

a correr.

A mí me resultaba todo muy extraño, más que nada el que

luego de tantas veces de intentarlo todavía no hubiera logrado

acomodar el mueble y también que en cada intento acabara

golpeándose, como si no aprendiera a hacerlo bien. Pero de no ser

porque en esos momentos mi madre subía sin parar el volumen de

la televisión o de la radio y no dejaba de hablar, yo no me daría

cuenta de que algo sucedía del otro lado del techo.

Faltaban varios años para que entendiera, aunque solo en

parte, qué era lo que pasaba en esos momentos. Comprendí también

la reacción de mi madre, el motivo de su enojo, en cambio, si no lo

entendía en ese momento con mis escasos seis o siete años, casi tres

décadas después, continúa siendo un misterio sobre el que nunca

me atreví a preguntar. Algo para lo cual resulta ser ya demasiado

tarde.

JOSÉ A. GARCÍA

Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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52


A

mamá no le gustaba que fuéramos solos por la calle.

Siempre nos llevaba al colegio, y luego nos iba a

buscar. Tampoco nos dejaba ir al parque con los

demás niños. Yo pensaba que siempre había sido así,

pero Bastián decía que fue a raíz de lo de papá.

Alguna vez fuimos al parque en algún cumpleaños, después de

mucho insistir, pero no podíamos subir a los columpios, ni al

tobogán. Se ponía muy nerviosa, nos gritaba “¡Cuidado!” todo el

tiempo, intentaba estar siempre a nuestro lado pero, como éramos

cuatro, no lo conseguía y acababa teniendo problemas para respirar.

Nuestra casa de entonces tenía un pequeño jardín trasero.

Estaba tapiado por sus tres costados y para mamá era un lugar

seguro en el que podíamos jugar. Por las tardes nos soltaba en el

jardín y nos vigilaba por la ventana mientras hacía sus arreglos de

costura. En el jardín delantero no podíamos estar porque no estaba

protegido y podía entrar cualquiera. A mí me gustaba más el de

delante porque tenía árboles para esconderse y un tronco tumbado

que parecía un avión.

Mamá nos quería mucho. A mí me daban pena esos niños

que llegaban al colegio con un brazo roto o heridas en las rodillas.

Mamá decía que sus madres no los cuidaban bien. Nosotros apenas

teníamos accidentes, algún chichón contra una puerta como

máximo, mamá tampoco nos dejaba correr por la casa.

Yo sentía que éramos la familia perfecta, siempre juntos. Eso

decía mamá.

Pero había una cosa que envidiaba de mis compañeros: cómo

disfrutaban la Navidad. Nosotros no la celebrábamos, y eso sí que

era desde lo de papá. En casa no había adornos, ni luces, ni dulces

navideños. Por eso cuando descubrí el pino del jardín delantero me

pareció mágico. Tenía unas bolas blancas como de nieve adornando

toda la copa. Me hubiera gustado coger una, pero mamá no nos

dejaba trepar a los árboles. Durante varios días se convirtió en mi

celebración secreta, cada vez que pasaba delante de él, tarareaba

53


mentalmente “Noche de paz” y me imaginaba comiendo galletas de

jengibre y mazapán.

Había algo que sí teníamos en Navidad: los regalos. El

veinticinco de diciembre era el cumpleaños de las mellizas y mamá

nos daba regalos a todos. Coches teledirigidos, casas de muñecas

con todos los muebles, bebés que hablaban. Nunca bicicletas o

patines. Pero el regalo de ese año fue especial. Quizá porque ese año

apareció Óscar en nuestras vidas. Óscar tenía una tienda de

ultramarinos en la calle principal. Cuando mamá estaba con él,

parecía otra. Hacíamos picnics en la zona del puente y mamá nos

dejaba acercarnos un poco al río a tirar piedras al agua. Óscar nos

llevaba en su coche a la ciudad y merendábamos bizcocho en una

cafetería que tenía unas cristaleras enormes.

Yo creo que la idea de ese regalo fue de Óscar. La mañana

del veinticinco nos levantamos corriendo para abrir los regalos y

escuchamos unos gemidos que venían de la cocina. Sobre un

pequeño colchón había un perro salchicha negro con el hocico

marrón. Sus orejas caían a los lados de la cara y nos miraba

ladeando la cabeza. Las mellizas corrieron a acariciarlo, Bastián se

quedó en el umbral de la puerta, yo creo que un poco decepcionado,

y yo me acerqué temeroso. Nunca había tenido mucho contacto con

perros. Mamá nos miraba entre alegre y preocupada, y Óscar sonreía

de oreja a oreja. Lo llamamos Pudin; el nombre lo elegí yo y Pudin

me eligió a mí. Me perseguía por toda la casa, se tumbaba a mis pies

mientras estudiaba, jugábamos en el jardín trasero. Huía cuando

veía a las mellizas y se escondía detrás de mis piernas. Yo le daba

de comer y le rascaba la barriga mientras veíamos la televisión. Nos

acompañaba al colegio con mamá y luego nos iba a buscar, y por la

tarde dábamos un paseo los seis por la alameda. A veces nos

acompañaba Óscar, cuando lograba cerrar pronto la tienda. Él

también jugaba mucho con Pudin, y me enseñó cómo conseguir que

se sentara y me diera la pata.

Los días empezaron a ser más largos y por las tardes daba el

54


sol en el jardín delantero. Mamá y Óscar se sentaban en las

escaleras de la entrada con una taza de té en la mano y nos dejaban

jugar allí hasta que empezaba a refrescar. Las mellizas intentaban

jugar con Pudin, le lanzaban palos, lo perseguían, pero él solo quería

estar conmigo. Al final se acababan cansando y jugaban a que

viajaban en avión.

Nosotros seguíamos entrenando y, para entonces, Pudin

además de sentarse y dar la pata, sabía tumbarse, sortear

obstáculos y hacerse el muerto.

Las vi cuando ya se estaban alejando del tronco. Parecían

una guirnalda abandonando el árbol de Navidad, no había vuelto a

pensar en él desde que apareció Pudin. Conté más de veinte orugas.

Se arrastraban en fila india, pegadas las unas a las otras, la cabeza

negra de una tocando la parte trasera de la siguiente. Me quedé

hipnotizado observándolas. Cogí un palo y acaricié los pelillos de

una de ellas. Se replegó sobre sí misma y todas se detuvieron. Al

rato continuaron su camino. Luego separé con el palo a una de las

orugas del resto, y enseguida volvieron a juntarse.

Pudin empezó a olfatearlas. Se acercaba, ladraba, se alejaba

y se volvía a acercar. Yo continué en mi empeño de separarlas.

Entonces Pudin empezó a rascarse el hocico con las patas. Al

principio me pareció divertido. Pero entonces noté cómo se le

empezaba a hinchar la cara y sus ojos pedían ayuda. Llamé a mamá

y todos se acercaron corriendo. Óscar cogió a Pudin en brazos, lo

metió en su coche y se alejó por la carretera mientras nosotros

llorábamos y mamá nos abrazaba con fuerza.

Nunca más vimos a Pudin. La siguiente Navidad ya no hubo

bolas blancas en el pino, unos señores habían venido a fumigarlas,

pero nosotros no volvimos a jugar en el jardín delantero.

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CRISTINA OLEBY

Suecia/España

Página WEB: https://cristinaoleby.com

Instagram: https://www.instagram.com/cristinaoleby/?hl=es

Facebook: https://www.facebook.com/cristinaolebyautora

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57


P

asaba por allí cada día, a las cuatro de la tarde, al

regresar del trabajo y me quedaba un rato

contemplándola. Un camino empedrado con yerbas y

flores silvestres comenzaba en el portón y subía

empinado hasta el porche de entrada. Allí donde dos

ancianos sentados en sendas sillas de mimbre de color blanco,

tomando algo, pienso que era café o té por la taza que sostenían en

sus manos. Sentía tentación de llamarlos y que me la mostraran por

dentro. Aunque ya la conocía, porque esa casa estaba en mis

pensamientos y en mis sueños recurrentes. Era una mansión

antigua, estilo victoriano. Por su aspecto deteriorado parecía

abandonada, pero ejercía sobre mí una fascinación casi febril.

Cerraba los ojos y le daba rienda suelta a mi imaginación. Me veía

abriendo la verja de entrada, y con pasos lentos, recorría la

caminería hasta llegar al porche. Allí saludaba a los dos ancianos

que nunca respondían. Entraba a una inmensa sala con muebles

antiguos y un amplio ventanal que daba al jardín sembrado de

gardenias cuyo aroma exquisito impregnaba toda la estancia. En un

rincón, un piano donde un adusto y serio profesor impartía clases a

una chica rubia de apenas quince años. Se notaba en su cara que

las dichosas lecciones de piano le producían aburrimiento y fastidio.

Una gran escalera de madera de nogal conducía el piso superior

donde estaban los dormitorios. Seguía por un amplio corredor y

llegaba a la cocina, donde una empleada comenzaba a preparar la

cena. Subía la escalera hacia los dormitorios, el principal, siempre

muy ordenado, propio de personas muy metódicas y de costumbres

conservadoras. El otro, el de la chica con papel rosado en las

paredes, cortinas blancas que se mecían con el viento, libros, vasos

y platos con comidas regados por el piso. Una chica rebelde que no

admitía el orden de sus padres. Encima de la cama de sábanas de

terciopelo y encajes, un enorme gato siamés dormía un sueño

profundo. Me dirigía a la biblioteca, donde los libros llegaban al

techo y mi ensoñación me llevaba a lugares lejanos e ignotos. En el

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salón de juegos de mesa, un amplio televisor cubría casi la totalidad

de la pared, donde se reunían familiares y amigos en amenas

tertulias, disfrutando café, whisky y entremeses. Siempre se

discutían temas políticos y no faltaba algún chismecillo sobre

alguien que no estaba presente. Yo los observaba deseando para mis

adentros pertenecer a ese mundo tan ajeno y fascinante. Esta

repetición constante de mis sueños febriles se hizo rutina para mí.

Llegué a conocer a cada uno de los habitantes y amigos que se

reunían en esa mansión y ellos a mí. Pero como todo buen sueño,

este también tuvo un final. Mejores oportunidades de trabajo me

alejaron de mi pueblo y por años me desconecté de la mansión, pero

nunca del entresijo y marañas de mis sueños y pensamientos. Otra

vez por cuestiones de trabajo regresé a mi pueblo. ¿Y qué creen...?

Volví a pasar por ahí, pero ahora sí, decidida a conocer de verdad la

casa de mis sueños. Nada me detendría en mi propósito. Y allí estaba

yo parada enfrente, viéndola, más deteriorada, más vieja y

desvencijada, pero con su mismo encanto y fascinación. La alegría

me invadió y lágrimas inquietas humedecieron mis ojos al ver aquel

enorme cartel con letras muy precisas: **SE VENDE**. Sin pensarlo

mucho, le hice señas a un cuidador que limpiaba el porche donde

años atrás se sentaban los ancianos por las tardes a saborear su

taza de café o té. Me miró asombrado, sus ojos se agrandaron y un

leve temblor recorrió sus manos y piernas. Me intrigaba qué había

pasado con los antiguos dueños y le pregunté por qué la vendían.

En esta casa sale un fantasma. —Me dijo el cuidador con voz

entrecortada—. Una mujer muy parecida a usted recorre la mansión

cada tarde a las cuatro en punto.

NANCY AGUILAR QUINTERO

Venezuela

Nancy Aguilar Quintero | Facebook

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60


L

a vista se le perdía en el horizonte atravesando las

burbujas de la copa que tenía extendida en su mano.

Solo faltaban un par de minutos para que dieran las

doce y algunos fuegos artificiales se escuchaban de

fondo. Luis tenía ganas de decir sus últimas palabras

antes de brindar e irse de esa casa con el portazo más rotundo que

haya dado en su vida. Estaba harto. Su jefe, quien también era su

suegro, lo miraba de reojo como quien mira una cucaracha a la que

estás aguardado con la chancleta lista para hacerla bosta contra el

piso. Betty, su esposa hablaba con su hermana y con su cuñado en

una competencia feroz por cuál de las dos familias iría al lugar más

ostentoso a vacacionar. Los chicos jugaban, sobre la mesa ratona,

con un tablero de ajedrez que le había regalado el abuelo utilizando

reglas más parecidas al metegol que al juego ciencia.

Su suegro siempre lo basureaba en las reuniones de la

fábrica, lo ponía en ridículo delante de los demás vendedores y

gerentes, ya era el hazmerreír de todos en los pasillos y en cualquier

reunión fuera de hora. Maldecía cada segundo de su vida haberse

casado con Betty y haber rifado su vocación de médico para

convertirse en el esclavo del señor amo. Obviamente, tenía claro que

todo lo que había alcanzado en la vida lo había conseguido con los

privilegiados cheques que su suegrito firmaba religiosamente todos

los meses. Su auto último modelo de marca importada, su casa en

un country de lo más refinado de la zona norte, los chicos en los

mejores colegios bilingües, vacaciones dos o tres veces por año por

los lugares más recónditos de la tierra y alrededores, nada que con

un miserable sueldo conseguido en guardias los fines de semana en

hospitales públicos pudieran pagar. Su amor por su mujer ya se

había diluido, ella ya no era esa muchachita pizpireta de ojos claros

que lo había deslumbrado en aquel baile de carnaval, ahora era algo

mucho más parecido a un gendarme retirado sin afeitar que había

heredado las mismas actitudes de humillación que el gran jefe.

Hasta la mucama le había perdido el respeto, cuando llegaba

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sediento de la calle esas tardes tremendas de diciembre y Luis le

pedía un vaso de agua fresca, ella le apuntaba con su dedo índice a

donde quedaba la heladera y cuando él dirigía su mirada al

electrodoméstico que lo esperaba sin chistar, la chica con su dedo

medio le completaba el acalorado recibimiento con un silencioso

“Fuck you” y su correspondiente corte de manga. Sus hijos, su única

esperanza, ya hacía unos cuantos meses que no lo saludaban por

las mañanas, aunque él era quien se levantaba, les daba el desayuno

y los cargaba en el auto para llevarlos en forma puntual y rigurosa

a la prestigiosa institución. Su mujer siempre tenía clases de

cualquier pavada que se anteponía a la obligación de acompañar a

los críos en sus estudios. Mientras reflexionaba, los chicos se

estaban pegando con las fichas, hasta que el más chiquito vino

llorando porque el otro le había clavado el alfil en medio del ojo.

—No es nada —le dijo consolándolo ya que ninguno de los

comensales se había percatado de los aullidos de dolor del pequeño.

El dolor que el pequeño sentía en el globo ocular no tenía

punto de comparación con el dolor que Luis sentía en el fondo de su

corazón esa festiva noche. Parecía que involuntariamente había

vendido su alma al diablo, que había vislumbrado una vida llena de

gratos momentos, placeres y confort y se había cortado la yema de

su dedo pulgar para firmar con sangre ese contrato con el

mismísimo demonio. Estaba harto, quería terminar de una vez con

toda esa farsa, y aguantarse el chubasco que le presentara la vida,

aunque tuviese que volver a la facultad y volver a cursar todas esas

materias que había aprobado con tanto sacrificio. Estaba

convencido de que, para ser feliz, debía volver a empezar. Luis miró

al sargento primero de su esposa y al jefe supremo de su suegro y

se dio cuenta de que, en esa estructura castrense, él era lo que se

denomina el último orejón del tarro que ni para compota servía.

Mientras veía a las finas burbujitas, de uno de los champagnes que

solo unos pocos pueden darse el lujo de degustar, recordó la última

reunión de directorio donde le brindaron el privilegio de poder

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participar. Estaba callado, no quería expresar ningún comentario

que pudiese ser tomado como punta del ovillo para ser descocido

frente a todos como si fuese un muñeco de trapo. Esas reuniones

eran maratónicas, cuatro o cinco horas de promedio, en las que se

escuchaba al magnate y a los chupamedias hablar de los logros de

la compañía y de cuáles serían los pasos estratégicos para lograr

conquistar la industria y convertirse en el monopolio absoluto del

sector, lo que era una tremenda ridiculez dado que ellos eran una

autopartista que solo fabricaba espejos retrovisores para la mayoría

de las marcas de autos nacionales, ni más ni menos.

Sobre la mesa del directorio siempre el viejo lucía los trofeos

de sus torneos de ajedrez que había ganado en su vida y cualquier

análisis que alguno de sus colaboradores expresaba era siempre

seguido de un comentario asociativo en términos ajedrecísticos. Por

ejemplo, si tenían que desarrollar un nuevo tipo de espejo para un

nuevo modelo deportivo, decía “cambiaremos el caballo por la torre

y así nos defenderemos de las industrias falsificadoras en forma

paralela”. Si tenían que reducir al personal, porque había bajos

requerimientos de las terminales, decía “tenemos que sacrificar

algunos peones para hacer más agresiva nuestra estrategia a futuro

y darle jaque mate a la competencia” y así siempre rematando con

una sarta de pelotudeces. Aquel día, a Luis le picaba la nariz y tuvo

la feliz idea de rascársela. De forma instantánea, su suegro

interpretó el natural gesto como que su yerno quería acotar algo a la

importante reunión.

—¡Vamos, Luis! ¿A ver si hace algún aporte que tenga algo

de valor para esta compañía? —le dijo inquisitivamente con los ojos

clavados en su frente.

—No, nada, nada que ver. —contestó Luis asustado como

gordo sentado en silla plástica.

—¿Nada que ver? Usted no tiene nada que ver con esta

compañía, usted es un parásito, una liendre, una larva, un gusano,

una lombriz solitaria, usted no es nada, menos que nada, si no fuera

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porque es el marido de Betty ya lo hubiera exhumado —le gritó

desaforado apoyando sus dos puños sobre la tapa de cuero de la

mesa de directorio.

Luis, se quedó solo en la sala cuando todos se habían ido y

se dio cuenta de que le había dicho “exhumado” y no “despedido” o

“expulsado” que hubiera sido más apropiado. Eso marcaba que ya

no era considerado una persona, que ya se había convertido en un

cadáver, era un muerto en vida. Esa noche debía ser la última, debía

dejar de ser un monigote, una marioneta de papel para convertirse

en Luis, un ser con todas las letras, con expectativas, ideales y

sueños, alguien que podía valerse por sí solo sin necesidad de que

le banquen los gustos y mucho menos que los basureen en público.

Los chicos se fueron corriendo al jardín para ver cómo se

pintaba el cielo de colores por los fuegos artificiales. El reloj cucú

empezó a dar las campanadas que auguraban un nuevo año. Sus

suegros se pusieron de pie para abrazar a sus hijas y a su otro yerno

y Luis miraba a esa familia, a la que ya no pertenecía, cada vez más

lejos. La mesita ratona con el juego de ajedrez con sus fichas

diseminadas los separaba del primer saludo del año. El borde del

tablero asomaba por una de las aristas de la mesa. Unas copas que

había tomado de más se notaron cuando se levantó del sillón para

saludar. Estas le hicieron perder el eje. En su trayecto para besar a

Betty, Luis trastabilló pateando el tablero con tanta fuerza que

desparramó las fichas de madera por todo el living.

—Peroooooo… ¿qué está haciendo? —se escuchó el alarido

del suegro que se contuvo para no acompañar la pregunta con algún

habitual apelativo despectivo y arruinar la noche.

Betty, su madre, su hermana y el marido de su hermana se

quedaron perplejos esperando la reacción de Luis que estaba de

rodillas con su copa vacía extendida frente a ellos. Este carraspeó,

acomodó su mueca desencajada a una sonrisa fingida de oreja a

oreja. Con voz que denotaba su estado de ebriedad les dijo:

—Nada, nada que ver, ¡Feliz año, hermosa familia!

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GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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66


M

i hermana Mylène siempre había sido un enigma

para mí. No por su belleza, inalterable a través de

los años, sino por sus ocultos sentimientos, que

parecían esconder una extraña contradicción,

reflejada, de alguna manera, en lo oscuro de sus cabellos y el azul

claro de sus ojos.

Y no dejó de serlo la noche en que nuestra apacible vida en

aquel valle escondido, alejado de los teatros de la terrible guerra que

padecíamos desde hacía más de un lustro, se transformó en un

infierno.

Aquel demonio, o fiera encarnada en hombre, irrumpió de

súbito en nuestra chata cotidianeidad campesina, la mirada de un

frío glacial, las ventanas de la nariz dilatadas como las de un lobo

en celo. Y la amenaza letal de una Luger P-8 encañonándonos...,

otro ojo gris y negro, portador de sombras y tragedia, de peligro

inminente.

Pero el bretón tozudo y rebelde que era mi padre lo impulsó

a la resistencia, sin reparar en nada, y en un segundo, con un doble

estampido que estremeció todo mi ser, se consumó la catástrofe.

—¡Padre! ¡No! ¡No! —quise gritar, pero mi voz estaba

estrangulada.

—¡Mamá! ¡Mamita mía!... —gimió Mylène.

—Se lo buscaron, por no atender razones —la voz del intruso

era cortante como un cuchillo, con su acento teutón y su absoluta

falta de sentimientos—. Aunque no quería dañar a la vieja. Pero ella

se interpuso..., ¡mujer inconsciente!

Entre las lágrimas que me empañaban la vista noté que mi

hermana, contra lo que pudiera haberse pensado, mantenía un total

dominio de sí. Solo sus dientes estaban muy apretados, lo que se

traslucía en un leve abultamiento de las mandíbulas. Yo estaba

transido de miedo, lo confieso, pero ver muertos a mis padres por

obra de aquella fiera humana fue demasiado, y no logré contenerme:

—¡Maldito “boche”! ¡Los mataste! ¡Mataste a mis padres!

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¡Te...!

El caño de la Luger voló hacia mi cara con violencia; un dolor

agudo... y la oscuridad se cerró sobre mí, aunque aún pude oír la

sofocada voz de Mylène, intentando detenerme:

—¡No, Jean-Lois! ¡Él tiene el arma! —y superponiéndosele, la

del alemán:

—¡Silencio!

Cuando volví a ver y sentir, estaba amarrado de pies y

manos. Una venda me rodeaba la cabeza, y un latido sordo de dolor

nublaba mi entendimiento. Me encontraba sentado en el piso, la

espalda apoyada en un muro. El hombre-fiera me miraba, con una

veta de burla en el hielo de sus ojos, mientras mantenía a mi

hermana pegada a sí. Ella respiraba agitadamente, pero no se movió

ni pronunció una sílaba.

—Hiciste un buen trabajo atándolo, nena. Ahora que lo

aquietamos, tú yo podemos dedicarnos a algo más agradable, ¿no te

parece? Vamos a la otra pieza... Conversaremos tú yo, como buenos

amigos...

Sentí que la sangre me rebullía en las venas, y forcejeé

inútilmente con los nudos, al tiempo que vociferaba:

—¡Suéltala, bastardo! ¡No te atrevas a tocar a mi hermana!

Pero la puerta de la alcoba paterna se cerró detrás de ambos,

sin que, impotente, dejara de oír aquella odiosa voz:

—Hace demasiado tiempo que no... charlo con una fraulein

bonita... ¿Cómo te llamas, ricura? Yo soy Kurt...

Sentí el gusto salobre de mis lágrimas llegando hasta mi

boca, y mezclándose con el dejo dulzón de la sangre que brotaba de

mi mordido labio inferior... Es inútil que trate de dar una idea de la

suprema desesperación que me invadía en aquellos instantes en que

era testigo de aquella ignominia, sin posibilidad alguna de impedirlo.

—¡Myléne! ¡Mi pobre hermanita! ¡Te fallé! ¡Les fallé a nuestros

padres! ¡No fui capaz de hacer nada por ellos ni por ti! ¡Soy un cojo

débil e inútil! ¡Oh, Dios! ¡Quisiera estar muerto! —sollocé.

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Mi cojera provenía de una mala caída de un caballo, que me

ocurrió cuando niño. El hueso nunca soldó bien, y quedé con ese

defecto, que no me impedía desempeñarme razonablemente bien en

las funciones de la granja, pero que motivó que me excusaran de ir

al frente. Sin embargo, yo aportaba algo a la lucha, manteniendo

comunicación en secreto con la Résistence; incluso, bien escondidos

en la leñera, guardaba algunos pertrechos bélicos para eventuales

atentados contra el invasor.

De súbito, un dedo helado me recorrió la columna vertebral.

¡Si este alemán llegaba a descubrir eso...!

Aquella noche fue para mí una eternidad de horrible

tormento, alternando intervalos de un sueño plagado de pesadillas

con lapsos de inútiles esfuerzos por liberarme de mis ligaduras.

Pude arrastrarme hasta aquella puerta cerrada del cuarto, pero ¿de

qué habría servido? En lo íntimo de mi ser, no quería estar más

cerca. No deseaba oír nada de lo que estuviera ocurriendo allí...

Habría sido como sufrir mil heridas en el alma.

Todo mi ser era un solo dolor de músculos agarrotados y

huesos martirizados por mi forzada postura. Sumido como estaba

en aquel légamo moral, mezcla de odio y amargura, aun las

necesidades más bastas del cuerpo quedaron relegadas; diría que

milagrosamente, no me asaltaron en el curso de tantas horas de

martirio.

Creí que la mañana no llegaría nunca... Pero, por supuesto,

el sol salió como siempre, indiferente a los conflictos y pasiones de

esta triste y desorientada humanidad.

Y ellos también aparecieron... Y los tuve frente a mí... ¡Y

estaban asidos de la mano..., con dedos entrelazados!

Retorcí todos mis músculos, en un vano intento por

incorporarme, soltando, a la vez, un turbión de improperios y

maldiciones. Cuando logré silabear algo coherente, exclamé, con voz

deformada por la angustia y la rabia:

—¡Mylène! ¿Estás bien? ¿Te hizo algo ese desgraciado? ¡Si se

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atrevió a tocarte, juro por Dios que...!

La voz irónica del “boche” se superpuso a la mía, pues me

había quedado sin aliento.

—Vamos, nenita... Dile que no soy tan malo. Cuéntale de la...

gran noche que pasamos juntos —y la sujetó con un brazo alrededor

del talle, forzándola contra su cuerpo.

Me sacudí de un lado al otro; casi me rompí el cuello al agitar

la cabeza como un alucinado. ¡No podía aceptar aquello! ¡No podía!

Oí, como en un sueño, que Mylène me hablaba:

—Jean-Louis, yo... —y su voz se extinguió lentamente.

Entonces la vi apoyar la cabeza en el pecho de aquella bestia,

cubierto solo por una camiseta, y cerrar los ojos, con rostro pálido y

contraído:

—Perdóname, hermano... Es que...

La risita sardónica del teutón fue como la mordedura de un

alacrán.

—¿Qué puedo hacer si soy irresistible, muchacho? ¡Hay que

conformarse!

¡No! ¡No! —rugía en mi interior—. ¡Es imposible! ¡Ella no pudo

haber consentido...! ¡Mylène no! ¡Mi hermanita no!

El infame se me acercó, sin reparar en el fuego de mis ojos y

sin prestar oídos a mi resollar de animal herido. Me palmeó el

hombro, haciéndome sentir náuseas, pero sin que yo lograse

reaccionar de modo alguno, devastado e inerme como estaba. En

medio de aquel desvarío de mis sentidos, paradójicamente, no pude

sino admitir que el rostro de aquel hombre no carecía de atractivo

para una mujer, con su cabello dorado y su firme barbilla. Pero la

comisura de sus labios finos se curvaba en un rictus de crueldad, y

su mirada... Sin embargo, Myléne había estado sola tanto tiempo...

—No te preocupes por ella, muchachote. Hicimos buenas

migas... Ahora nos va a preparar un suculento desayuno, y luego...,

luego planearemos juntos nuestro... futuro. ¿Te parece bien?

Siempre como espectador pasivo, aunque hirviendo por

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dentro, los vi sentarse a la mesa, ¡nuestra mesa!, con su mantel a

cuadros blancos y verdes, y vi a mi hermana Mylène servirle pan,

queso y café a aquel monstruo humano. Luego ella puso una taza y

un trozo de pan con queso en una bandeja y le preguntó:

—¿Puedo llevarle comida a mi hermano?

—Está bien, ricura francesa. ¡Aliméntalo! —Levantó el índice,

jocosamente—. ¡Ah, ah! Sin desatarlo, ¿eh? Dáselo en la boca. Más

comodidad, imposible... —y rio de aquella manera odiosa suya.

Fijé la vista en Mylène, por encima del borde de la taza que

había acercado a mis labios con mano temblorosa, pero ella rehuyó

mis ojos. En cuclillas, a mi lado, susurró apenas:

—¿Podrás entenderlo, hermano? ¡No pude evitarlo! Yo...

Pero ya el bestial alemán estaba junto a nosotros, hablándole

con su tono a la vez risueño e imperioso:

—Espero que seas tan buena anfitriona como cocinera,

belleza. Porque muy pronto vamos a recibir a esos amigos de que te

hablé anoche. ¿Recuerdas? Y los agasajaremos con tu exquisita

comida francesa. ¡Ja-ja! ¡Estarán hartos de comer hierba en el

bosque!

Lo que ocurrió esa noche, solo puedo imaginarlo. Pero debió

de ser algo como esto...

En lo profundo de la floresta se refugiaban varios otros

oficiales fugitivos, huyendo de las tropas aliadas, que desde el día

de la invasión en Normadía, y tras los desastres sufridos por

Alemania en el frente oriental, tenazmente defendido por los

soviéticos, estaban cazándolos como a ratones. Solo que estos no

eran roedores, sino bestias feroces..., y su ferocidad crecía al verse

acorralados.

—¡Ya tenemos alojamiento, colegas! —les habrá dicho, en

tono triunfal—. Será más seguro que seguir en el bosque, ahora que

los yanquis están batiendo las zonas aledañas... ¡Y comerán mejor,

se lo puedo asegurar, compañeros! ¡Mucho mejor! ¿Acaso no les

gusta la comida francesa?

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Fui testigo, en cambio, de su llegada. ¡Nunca me había

acometido una furia igual! Y sin poder manifestarla de modo

alguno... Solo apreté los dientes hasta que rechinaron. Teníamos

delante a la hez de la humanidad..., la “flor y nata” del sadismo nazi:

diez oficiales de la Schutzstaffel, veteranos de los obscenos campos

de concentración, artífices de la degradación y la tortura. Oí la voz

hiriente de Kurt, dirigiéndose a mi hermana:

—Querida mía, tengo el placer de presentarte a estos colegas

y camaradas de armas, que serán nuestros huéspedes por algún

tiempo... Sí, ya sé que se han dicho muchas cosas malas de ellos,

pero, créeme, ¡son infundios! Ni ellos ni yo hicimos otra cosa en esta

guerra que cumplir las órdenes de nuestro bien amado Führer... ¡Y

por eso se nos persigue y se nos acosa como a... verdaderos

criminales! ¡Qué injusticia!

¡Cerdos! ¡Asesinos inmundos! —aullaba silenciosamente—.

¡Si tan solo pudiera...!

Pero no podía. Imposible librarme de las cuerdas. ¡La

condenada Mylène me había amarrado bien! Y aun cuando, por

milagro, hubiese logrado desatarme, ¿qué haría yo solo contra ellos,

sin armas, sin demasiada fuerza..., con mi pierna coja?

Tuve que presenciar, aunque habría preferido arrancarme

los ojos a tener que verlo, cómo mi hermana le servía de comer a

aquellos puercos..., incluso les sonreía al llenarle los vasos con el

vino hecho por mi padre..., ¡mi padre, que ahora estaría enterrado

junto con mi madre en algún lugar cercano!... ¿Sería posible que ella

se hubiese puesto de parte de esa caterva de criminales? La voz

satisfecha de Kurt me hirió los oídos:

—¡Disfruten, colegas! ¡Se van a chupar los dedos!... Pero,

¡cuidado! ¡Solo la comida es colectiva! ¡Ja-ja! ¡La cocinera tiene

dueño, eh!

No pude soportarlo más. Como no se me ocurrió otra cosa,

empecé a gritar como desaforado que necesitaba ir al baño. Grité y

grité, expresándome en los términos más crudos, hasta que me

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hicieron caso.

—Está bien —concedió Kurt. Y dirigiéndose a Mylène—:

Anda, llévalo... O nos va a arruinar la cena con sus... expansiones

gástricas. ¡Atención! ¡Prohibido desatarlo! Ayúdalo como puedas,

pero que no se desate.

Mis humillaciones parecían no tener límite. Ella me llevó,

casi arrastrando, con las piernas y las manos atadas, hasta el

retrete. Luego me ayudó a soltarme el cinto y bajarme los

pantalones. Entonces la sujeté por un brazo, mirándola a los ojos.

—¡Mylène! ¿Qué estás haciendo? ¿Les das de comer a esos

desgraciados, a esas bestias asesinas? ¡No puedo concebir que te

hayas convertido en una traidora! Pero, ¿qué te hizo ese canalla?

¿Cómo es posible que te hayas entregado...?

Pero ella ya salía, cerrando la puerta tras sí, sin decir una

sola palabra. Y no me había aflojado las cuerdas, contrariamente a

lo que yo, en una última esperanza de su redención, había supuesto

que lo haría.

Los oí desde el retrete, rato más tarde. Mi hermana los estaba

llevando al cobertizo. Sin duda en previsión de que alguna batida de

las tropas aliadas pudiera llegar a nuestra cabaña. Me sentí helado

de pánico. ¡El cobertizo! ¡Donde estaba mi escondite!

—¡Dios misericordioso! ¡Lo descubrirán! ¡Estamos perdidos!

Sin embargo, no parecía haber sucedido nada cuando,

momentos después, vino ella a buscarme. Siempre en silencio, me

asistió en lo más sórdido y vergonzante, y pronto estuve de nuevo

ante mi diabólico enemigo.

—¡Vaya, vaya que es una joya mi noviecita! —rio

sarcásticamente—. ¡Apta para toda tarea! —La atrajo hacia sí por un

brazo y la sentó en sus rodillas—. ¿Sabes que me sorprendiste,

preciosa? —le dijo—. ¡Me ayudaste muy bien en lo de enterrar a tus

viejos! ¡Me gané la lotería al conocerte, lindura! Seguramente

también sabrás distraer a cualquier... curioso que se asome por

estos lares, ¿verdad que sí?

73


Me obligué a cerrar los ojos para no ver lo que siguió. Ella se

inclinó sobre él, mordiéndole suavemente una oreja... Y no quise

saber más. Pero la oí susurrarle:

—¡Claro! Sabes que soy buena en eso, ¿no?

Después volvieron a encerrarse en la alcoba. Transcurrieron

algunas horas... Entre tanto, mis forcejeos habían dado algún

resultado. ¡Los nudos se aflojaban!

—Un poco más y...

Lo logré al fin. ¡Estaba libre! Me froté las muñecas y los

tobillos y traté de ponerme en pie. En un tris estuve de caer redondo,

porque una de mis piernas, la sana, estaba dormida, pero logré

evitarlo. ¡No había que hacer el más mínimo rumor!

—¡Ahora es mi turno, maldito! —mascullé, entre dientes

apretados.

Silencioso como una cobra reptando hacia su presa, fui hasta

la cocina y me apoderé de una cuchilla de cortar carne. En puntas

de pie, sin zapatos, avancé... muy lentamente... hacia el dormitorio.

El sonido del aire que escapaba de mis pulmones me parecía el de

un huracán, pero estaba seguro de que no se iba a oír desde adentro.

Tomando infinitas precauciones, entreabrí la puerta.

Reinaba una completa oscuridad. Afiné los oídos. Sí..., aquello era

el rumor acompasado de la respiración de un hombre dormido. ¡Era

el momento! ¡Les haría pagar a ambos! ¡Los mandaría juntos a

asarse en el infierno!

Levanté la cuchilla, dispuesto a descargarla con todas mis

fuerzas.

Sonó de súbito un disparo, y fue la noche negra para mí. Por

entre la bruma de mi desvanecimiento oí, como en un delirio, la voz

de Mylène, apagándose paulatinamente:

—Lo siento mucho, hermano. ¡Pero no puedo permitírtelo!

Volví en mí sentado en una silla, bien atado otra vez. Un dolor

agudo y pulsante en el brazo izquierdo terminó de espabilarme. Noté

que estaba vendado.

74


En el rincón opuesto de la habitación, Kurt abrazaba

juguetonamente a mi hermana.

—¡Otra vez me sorprendiste, monada mía! No te creí capaz

de tanto, ¿sabes?

—Es que no pude dejar que te lastimasen, Kurt. Pero apenas

si lo herí... No me perdonaría nunca si lo hubiese matado. Después

de todo, es mi hermano.

¡Perra maldita! ¡Mejor habría sido que terminases conmigo! Mi

propia hermana, sangre de mi sangre, ¡volviéndose en mi contra! ¡No

eres más que una...!

El perro nazi la soltó y caminó hacia la puerta.

—Voy a tranquilizar a los muchachos... Deben de haber oído

el tiro. Me quedaré con ellos un rato. ¿No me extrañarás mucho,

verdad? —y le dio un blando bofetón.

Cuando estuvimos solos, Mylène se volvió hacia mí:

—Bueno, ya todo está en calma. Supongo que se quedará con

ellos el resto de la noche. En fin, Jean-Louis, ahora somos tú y yo.

Casi rompí la silla al pretender erguirme para vociferarle:

—¿Estás satisfecha, cochina traidora? ¡Traicionaste a tu país

y a tu familia! ¡Los cuerpos muertos de nuestros padres claman

venganza a través de la tierra! ¡Ah! ¡Si estuviera suelto te mataría

con las manos desnudas, desvergonzada!

Ella parecía absorta en sus pensamientos; no dio muestras

de oírme.

—Él estará contento. Se ha reunido con los suyos otra vez...

Hasta tenían sus uniformes puestos, con los suásticas y todo... Creo

que le he servido bien.

No pude contenerme. Me brotaban lágrimas de rabia, y la

herida comenzó a sangrarme debido a mis esfuerzos, pero no me

importó. ¡Mi hermana tenía que saber lo que pensaba yo de ella!

—¡Perra descastada! ¡Te regodeas en tu vileza! —la

indignación ponía palabras desacostumbradas en mi boca

campesina—. ¡Apuesto a que les descubriste mi escondite! ¡Ya

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sabrán que hay explosivos ocultos en ese cobertizo!

Entonces la vi aproximarse, con el ceño fruncido sobre sus

ojos claros. Y la cuchilla sostenida con firmeza entre sus dedos

delicados.

—¡Ah! ¡Ahora vas a completar la infamia! Terminarás

también conmigo, ¿eh?

—Tranquilo, hermano.

Y, ante mi estupor, cortó mis ligaduras.

Luego, con paso deliberado, fue hasta un pequeño armario y

sacó algo de él. Era una especie de caja oblonga, con un saliente en

forma de “T” en la parte superior. Claro está que yo no ignoraba su

función. Pero verla ahora en manos de ella...

—Ahora van a enterarse de tu secreto, hermano... ¿Por qué

tomárselas con uno solo de ellos —dijo calmosamente—, cuando

podemos terminar con once de una sola vez?

Y presionó hacia abajo aquella “T”, y hubo un estruendo

afuera, en el cobertizo, y otro paralelo en mi mente.

Por fin había comprendido todo.

Sí, mi hermana Mylène había sido siempre un enigma para

mí.

CARLOS M. FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici

Ilustración:

BENICIO (Modificada), tomada de la carátula

de un libro de la famosa serie “Baby”,

de LOU CARRIGAN.

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77


-H

oy es un buen día para morir. —Sentenció el

viejo Nepomuceno desde la ventana del hostal

donde se encontraba hacía tres días. Era su

septuagésimo cumpleaños y había viajado

desde la fría capital para estar solo ese día en un cálido pueblo del

caribe. Llevaba parado en la ventana desde antes del amanecer,

mirando la nada, quieto como una estatua. La inmovilidad

voluntaria le ayudaba a disimular el dolor, mientras repasaba los

detalles del itinerario de su viaje, el último de su vida.

Salió del hostal sin desayunar, a buscar el boticario que le

aplicara la última dosis de morfina que le quedaba; ya en la botica,

presentó su prescripción médica para hacerse a la dosis de la tarde,

pero no había.

Caminó medio renco al mismo restaurante que había

frecuentado los días anteriores, repitiendo su nueva rutina;

restaurante, café internet, un banco de la plaza y el hostal cuando

caía la tarde; pero ese día, esa última actividad cambiaría. Todo su

nuevo entorno lo tenía en la cabecera de la plaza, con lo cual se

sentía agradecido porque no tenía que caminar mucho.

Ordenó tres huevos revueltos, pan y chocolate espeso; Justo

la dieta que el médico le había prohibido pero que a él más le

gustaba. Antes de salir del restaurante, hacía un encargo con mucho

énfasis, que le guardaran sopa de verduras para las tres de la tarde.

No quería ir a ninguna otra parte a buscar comida. Había pagado

anticipadamente y con generosa propina, desayuno y almuerzo para

cinco días, cosa extraña para la ventera; ese prepago le permitió

exigir la reserva de su almuerzo, así que cuando ya no había más

comensales, don Nepomuceno llegaba a pedir su sopita de verduras.

El café internet estaba al costado de la plaza, también allí

prefería el mismo sitio en un rincón; si estaba ocupado, esperaba

hasta que estuviera libre.

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Verificó que tres correos electrónicos programados para ese

día ya habían sido leídos y replicados, respondió uno y lo programó

para ser enviado ese día a las seis de la tarde con un breve video

adjunto.

Lo estremeció el recuerdo de su hija agarrada a su cuello,

llorando en silencio tras la última discusión que él asumió como la

despedida. “Me retiraré a algún lugar remoto a morir en paz, sin

molestar a nadie”, le había dicho. La discusión se tornó tensa y

quedó inconclusa, y ahora, con la frialdad de un correo electrónico

quería concluir lo ineludible.

“Amada hija. Hoy, cuando el sol se oculte, me habré liberado

de este cuerpo enfermo, que ofrendaré a la naturaleza, así que no te

ocupes de buscarlo, porque ese, ya no seré yo.

Te libero de seguir lidiando con mi decrepitud, ocupa tu tiempo

de mejor modo; el mío ya pasó, lo único pendiente es terminar pronto

con la precaria vida de este cuerpo en decadencia que muere

lentamente. Sé feliz a pesar de las adversidades. Yo estaré contigo a

través de tus recuerdos, así que procura los mejores.

Te amo.”

Salió erguido, aunque con paso trémulo. El efecto de la

morfina le permitía a veces caminar con placidez, pero ese día no era

uno de esos. Mientras duró el efecto del narcótico, experimentó un

falso sosiego que poco a poco fue desapareciendo a la par que el día.

Ya se había resignado a que esa dosis de la mañana era la última y

estaba dispuesto a lidiar con su suplicio cuando el dolor volviera al

caer la tarde.

Se encaminó con paso parsimonioso hacia un banco de la

plaza, a la sombra de unas acacias. Se hizo en el centro esperando

que nadie más se sentara en su banca, miró la hora en la torre de la

iglesia y la comparó con la de su reloj, bajó los hombros y la cabeza,

y con su mano izquierda cogió su derecha, que empezaba a

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temblequear y la reposó en su regazo, cerró los ojos y quedó sumido

en sus cavilaciones.

Evocó las últimas diligencias en la ciudad, la negación de la

eutanasia por parte del concejo médico de su EPS. “Hijueputas, no

les sirvo muerto porque dejan de recibir mi plata” musitó en silencio,

solo con un leve movimiento de labios.

En las conversaciones de los últimos meses con su hija,

orientó su discurso al tema de la muerte, sin embargo, no logró

convencerla de que había que celebrar la muerte a voluntad con la

trascendencia de una clausura. Ella asimilaba su postura racional,

pero nunca lo asumió como un precepto moral, y menos aplicado a

un ser querido. Por eso tuvo que urdir su temerario plan de huida

para escapar primero de los que amaba, y luego escapar de sí

mismo.

Se desveló varias noches repasando el itinerario, al que le iba

agregando detalles hasta darle el carácter sagrado de un ritual.

En cuanto al tiempo y lugar, no lo dudó mucho, su

cumpleaños se acercaba, y aún tenía en la retina una puesta de sol

que lo había cautivado años atrás, durante un viaje por carretera

que hizo a Barranquilla. Era muy dado a observar atardeceres, el

mar y el cielo de la noche. Así que tres días antes del fin, empezó

este periplo en la terminal de autobuses de Bogotá con una maleta

de rodachines medio vacía. Despertó de súbito y en su banca había

dos palomas esperando que les diera de comer, como es habitual en

los viejos y palomas que se posan en las bancas de los parques. Miró

la hora y se paró con dificultad, ya era tiempo de su última cena.

Dejó su sopa de verduras a medias y pasó al hostal, como

deshaciendo sus pasos. Se vistió la única muda de ropa que traía y

la que se quitó la metió al cesto de basura. En su maleta quedaba

solo una prenda que usaría luego. Pasó a hacer el check-out, sin

pedir devolución por los días adicionales que había pagado. La mujer

de la posada, le ofreció el ayudante, para que le llevara la maleta

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hasta el paradero de buses, pero no lo aceptó.

—Tranquila, son solo tres cuadras, puedo solo —le contestó

con gesto amable y salió renqueando. Ya el efecto de la morfina se

estaba yendo y no le permitía el lujo de caminar erguido.

Al cruzar la calle recogió una piedra del tamaño de su puño,

abrió la cremallera de su maleta y comenzó a llenarla. Pasó

desapercibido, como un vagabundo que esculca tachos de basura

recolectando cosas, pero este solo buscaba piedras, y fue llenando

su maleta con pequeños pedruscos que encontró en el camino hasta

dejarla del peso que podía arrastrar y la cerró.

El autobús pasó a las cinco y recogió al único viajero de esa

parada, que prefirió no ponerse cómodo por estar atento a la

carretera para no pasarse de su destino.

—Me deja antes del puente, por favor —le dijo al chofer, y al

ayudante le pidió el favor de bajarle la maleta de rodachines que

estaba en la bodega.

—Que carga, ¿piedras? —preguntó este irónicamente al

pulsear la maleta —Sí señor —le respondió el viejo, congraciándose

con él, por su acertada ocurrencia.

Esperó que el bus arrancara y emprendió su viacrucis con la

actitud de un penitente, arrastrando su pesado fardo por el sendero

peatonal hasta el centro del puente, donde tiempo atrás también

había contemplado la puesta de sol, pero en distintas

circunstancias. Se acomodó como un niño en una atracción

mecánica, con sus piernas colgando en la enorme estructura de

acero y hormigón, acomodó su equipaje a la izquierda y con

parsimoniosa labor sacó las piedras y las acomodó en un túmulo a

su derecha, sacándolas de una en una. Luego de la base de la

maleta, sacó un morral y una chamarra con cuatro cremalleras que

había conseguido especialmente para la ocasión; dos bolsillos

grandes a cada lado. Se vistió la chamarra y con la lentitud que le

permitían sus dedos temblorosos, llenó tres bolsillos con los

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pedruscos, el derecho inferior ya lo traía lleno con algo pesado, que

no eran rocas y que tenía reservado para el final.

Cerró con dificultad la cremallera de cada bolsillo que iba

llenando, dejando su pecho como el pertrecho de un soldado que se

adentra en la manigua. El resto de piedras las metió al morral y se

lo acomodó en la espalda, apretando las correas contra su pecho con

un arnés y luego tiró la maleta al río.

Ya estaba casi listo. Tras una breve pausa para recuperar la

respiración por la fatiga, revisó su reloj porque sintió que el tiempo

se acotaba sin haber terminado su ritual dignamente, como lo había

planeado. Cinco y cincuenta y cinco de la tarde, se tranquilizó al ver

que no había retraso. Conectó de nuevo con su entorno; la brisa

soplaba de frente y a lo lejos, un surco de nubes en pequeños copos

que el sol teñía en refulgente arrebol, como presagiando su muerte.

Ese fugaz momento de quietud le fue interrumpido por el intenso

dolor que arreciaba ya en todo su cuerpo y amenazaba con una

parálisis, recordándole por qué estaba ahí, sentado como un

paracaidista listo para su salto final.

Buscó con sus dedos trémulos en el bolsillo derecho de la

chamarra, su revólver 38, que había equipado con las ocho balas

por si acaso. Metió el cañón en su boca abierta, agarrando la cacha

con las dos manos y su pulgar izquierdo en el gatillo, calculó 45

grados de inclinación y con sus ojos buscó de nuevo el sol que

también estaba a punto de apagarse sobre el horizonte.

El ronroneo de un motor próximo interrumpió su sacro

momento. Era una chalupa de pescadores que venía

contracorriente, la perdió de vista cuando pasó bajo el puente y

esperó hasta que su sonido era un sutil susurro.

El sol se hundió en la lejanía como si se derritiera sobre la

silueta de los árboles. El disparo de un viejo revólver hizo revolotear

los pájaros que en la ribera ya se estaban acomodando en sus nidos,

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y un zambullido sin testigos resonó en el Magdalena.

HAM BASHUR

Colombia

Página WEB: https://hambashur.blogspot.com

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84


L

a ansiedad de fin de año me producía náuseas, cierta

desesperación y gran fatiga emocional. Cuán lejos se

hallaba el niño tierno que, jubiloso (luego de ganar el

diploma escolar), celebraba la llegada de Navidad y de

Año Nuevo. Ahora las dificultades económicas, los

gastos de subsistencia y la lucha por mantener a la bella Helena a

mi lado, con quien las crisis producto de nuestras discusiones

acaloradas habían crecido como los centígrados de un termómetro

en el sobaco de un afiebrado, me tenían al borde de la locura.

Sin embargo, aquella mañana la esperanza afloraba en mi

pecho pues compraría el diario en el que se publicaría la lista de los

mejores autores del año. Tenía cierta fe de encontrar mi nombre. Mi

última publicación disfrutó de buenas críticas y elogiosas reseñas.

Incluso a mediados de año fui reconocido con un galardón literario.

Gozaba la certeza de que esta vez había llegado mi turno.

Cuando aseguraba la puerta del departamento, vi a la vecina

expectante. Con los cabellos casi despeinados, el mandil manchado

y unas pantuflas infantiles, parecía una persona extraña.

—Joven, debería cuidar a su perro. Ayer casi lo atropella el

camión de la basura. Tenga mucho cuidado —dijo.

—Oh, entiendo, doña Bertha. Es que lo dejé al cuidado de los

chicos del doscientos cinco. Ya se disculparon.

—Debería tener cuidado del viejo Orestes y sus hijos. Son

desordenados y no respetan el horario de recojo de basura. Lo

amontonan cuando se les da la gana y a veces amanece sucia la

vereda del frente... ¿Usted sabe?

La miré con inquietud y respondí:

—¿Qué cosa, señora?

—Cuando la basura no es recogida, el hedor llega a nuestras

casas y las moscas aumentan. Y eso es asqueroso.

—Entiendo, doña Bertha, lo tomaré en cuenta.

—No les diga que los odio, joven —dijo y, rápidamente, se dio

la vuelta y se metió a su habitación.

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Aunque lo sospechaba desde el inicio, recién pude ratificar la

verdad. Tuve que bajar al primer piso sin saludar a nadie. Al pasar

por el doscientos cinco, cuya puerta cerrada parecía amortiguar la

bulla interior, me asaltó la duda de avisarle a don Orestes que

aquella vieja loca les guardaba rencor, pero decidí continuar mi

camino.

El sol de diciembre, turbio y arenoso por la contaminación,

pareció recibirme sin brisas ni aires apacibles. Los bocinazos

cortantes, los ladridos de los perros, un carretero que ofrecía sus

frutas con altoparlantes, el olor a gasolina y petróleo, me hicieron

soltar un escupitajo con bilis.

Antes de ir al puesto de periódicos, decidí desayunar en el

mercadillo de la cuadra. Cuando me limpiaba con la servilleta, decidí

averiguar ciertas dudas y le pregunté a la señora de la comida si

sabía de algún lío grave entre don Orestes y doña Bertha. Pero ella

no sabía mucho del asunto. ‹‹Solo discusiones por la basura, joven,

luego de ahí nada más››, dijo. Aquella respuesta me asustó un poco.

‹‹Recuerdo que don Orestes la trató de loca››, recordó.

Al llegar al puesto de los periódicos, compré el ejemplar de

inmediato. Ni siquiera vi la portada ni las llamadas de carátula.

Además, el muchacho que atendía me caía mal. Siempre arqueaba

el ceño y nunca te miraba el rostro. Sin embargo, aquella mañana

pareció sonreírse al verme, como si recién se enterara de que yo era

escritor. Un escritor. Un escritor reconocido. Un escritor cuyo

nombre aparecía en la lista de los mejores autores del año y, por qué

no de acá diez años, de la década. Me alejé apresurado, como si

aquel esbozo de sonrisa hubiese sido el anuncio del triunfo

esperado.

Como un caminante apresurado, regresé sin mirar nada. Ni

el diario, ni a las personas, solo contemplando cabizbajo el sabor de

la victoria. Tanto había esperado aquel momento. Al subir de dos en

dos las gradas, abrí tan presuroso la puerta que la llave casi se me

escapó de las manos. Me dirigí de inmediato al sofá, me arrebujé en

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la comodidad, abrí de par en par el diario y, como si todo lo calculara

con premeditación, me dirigí a la sección de Cultura y Espectáculos.

Ahí el titular, con letras enormes, rezaba: ‹‹Los mejores libros

del año››. Extasiado, frenético, emocionadísimo, leí desde la primera

letra mayúscula inicial hasta el punto final del artículo; pero, como

por arte de brujería, no pude ver mi nombre. No, no lo encontré. Al

leerlo de nuevo y, casi saltándome las frases, no encontraba mi

nombre. Otra vez. Diablos, leía mal. Otra vez. Nada de nada. Parecía

que leía mal.

—Mierda —susurré con cólera.

Destrocé el diario atropelladamente. ‹‹Fraude, no puede ser

otra cosa que fraude››, pensé con el rostro rojo de furia. Con desazón,

esperé más de quince minutos para serenarme y leer con calma el

artículo de aquel critiquillo. Tuve que beber dos vasos de agua. Dar

vueltas de un lado a otro y, por fin, sentarme a respirar profundo.

Todos los libros los había leído y encontré incluso algunos que

tenían errores de estilo y hasta ortográficos. No muy evidentes, pero

que revelaba la falta de madurez del autor. Sin embargo, era ya, lo

peor de todo, un hecho. No había vuelta atrás.

Al encender la laptop, con aquel sinsabor entre los labios y

dispuesto a trabajar corrigiendo diversos textos literarios de

diferentes autores, escuché sonar el timbre de forma quejumbrosa.

Recordé la visita de Helena y no me equivoqué. Entró furiosa sin

saludarme, agitadísima, y escupió lo que la atormentaba:

—Mi esposo quiere el divorcio —gritó con el rostro fruncido—

. Y no estoy dispuesta a perderlo así por así… Al menos por mis

hijos…

La miré con perplejidad. Solo me faltaba esto. Sentí un nudo

agrio en la garganta. Un absurdo que me absorbía de pies a cabeza.

Una impresión terrible que me hervía el rostro. De pronto, quería

explotar, pero me contuve.

—¿Y tú, no tienes nada qué decir? —volvió a decir.

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—Será mejor que te calmes. Dijiste que lo tenías todo

controlado.

—No, no. No me entiendes. Te termino, y esta vez

definitivamente.

Sentí un golpazo en el caletre. Si en otra ocasión aquellas

palabras habrían destrozado mi corazón de pena y de dolor, como si

me quitaran el tesoro más preciado, en aquel momento enfebrecía

mi cabeza de malos pensamientos y de una furia galopante.

—¿Qué pasó…? Todavía… todavía no me explicas qué pasó.

—Qué va a pasar, pues. Alguien le fue con el chisme, y él

ahora está hecho una fiera. Nunca lo vi tan molesto…

‹‹Un maldito chisme››, pensé en un segundo. Al instante, con

el rostro hirviéndome de incomodidad, dudé en tratar de ser amable

y cordial, y solucionar dicha encrucijada de la forma más idónea y

amable posible, como procedía en mis ratos de mayor lucidez

mental; o comportarme como una bestia y mandar todo al diablo. Al

final, solo me quedé viendo, taciturno, su rostro desencajado.

—Eso es todo. Me voy —dijo con resignación.

—No puedes irte y dejarme así por así.

—Lo siento. Lo siento mucho. Lo nuestro solo fue un juego y

este es el fin de todo —dijo y se dio la vuelta con brusquedad, y salió

con prisa del departamento.

Al cerrarse la puerta, creí que iba a volverme loco. Pensé con

desesperación: ‹‹Otro fin de año se va al diablo››. Y lloré.

FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/123FrancoisVillanueva123

Instagram: https://www.instagram.com/francoisvillanuevaparavicino/

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A Yudy

Q

21 de enero de 1999

ué difícil empezar. En estos momentos quiero

encender un cigarrillo, salir, caminar, correr, gritar,

llorar. Quisiera que estuvieras aquí, pero no estás y

nunca estarás.

¿Alguna vez sentiste la necesidad de mandar todo

al carajo? ¿Alguna vez te has preguntado por qué

hay tanta mierda alrededor? ¿Alguna vez te sentiste sola? Pues así

es como me siento.

Y es ahora cuando más te necesito, pero no estás para

escucharme como en aquellas noches de palabreo interminable, de

miradas huidizas, de silencios comprometedores, de frases

incompletas, de palabras no dichas, de temor, de alegría.

Tú sentada frente a mí, sonriendo, iluminando la noche con

tus ojos, iluminando mi alma y mi esperanza. Aquella esperanza de

creer que no todo es malo a mí alrededor.

¿Pido mucho? ¿Es acaso una utopía? ¿Es demasiado pedir

que quisiera que estuvieras nuevamente frente a mí, ajena a todo,

iluminando por enésima vez mi mundo?

Solo el tiempo lo dirá.

30 de enero de 1999

Son tiempos difíciles, llenos de temores y angustias. Nada ha

salido como yo quería. Te mentiría si te digo que ya no me importa

saber de ti.

Hay cosas que necesito y quiero olvidar, pero lo que nunca

podré olvidar es el momento en que coincidimos. Desde aquel

momento me alejaste de todo, me mostraste un mundo nuevo, me

llevaste a lugares donde todo era felicidad, donde solo éramos tú y

yo.

Comprendí que aún hay gente buena, que siempre hay

alguien que te alegra la vida con una mirada o con una sonrisa.

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Siento un temor extraño a que la historia se repita. Sé que es

poco probable, pero no imposible. Sé que te necesito nuevamente,

pero eso si es imposible.

No debería estar triste, pero solo hay algo que me puede

devolver la sonrisa, escuchar nuevamente tu voz. ¿Lo volveré a

hacer?

Dicen que la paciencia es el arte de esperar.

15 de febrero de 1999

La vida no es fácil. El camino es largo y nos caeremos muchas

veces, pero debemos levantarnos y continuar.

A estas alturas estoy cansado de tantas caídas. Muchas

veces me salí del camino, pero siempre regreso. Y aunque me cueste

admitirlo, regreso por ti. Y me frustra enrumbarme nuevamente sin

que tú lo sepas.

Muchas veces me he lamentado de no haber dicho o hecho

algo en el momento justo, como ahora. ¿Qué hubiera pasado si te lo

hubiera dicho? ¿Te hubieras alejado como lo hiciste? ¿Te hubieras

olvidado de mí?

No me importa saber si estás viviendo la vida que siempre

quisiste, solo me importa saber si aún me recuerdas.

Solo así me ayudarás a continuar en mi camino y me

importará menos caerme porque sabré que estarás ahí, no sé si

extrañándome como yo te extraño.

Lo único que quiero es que todo esto no sea una ilusión

fugaz, y que en un futuro pueda decirte lo que nunca me atreví.

26 de febrero de 1999

Todos alguna vez nos cansamos de algo. De caminar, de

correr, de preguntar o simplemente nos cansamos de la vida, pero

jamás me cansaré de esperar el día en que llegue nuestro momento.

Aun no entiendo cómo fue que entraste en mi vida. Aun no

entiendo por qué creo que eres como una flor que crece en medio del

desierto. No entiendo por qué no pude decirte que te necesitaba para

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continuar en este camino. No entiendo por qué me haces olvidar todo

lo malo.

¡Maldita sea!, no entiendo por qué no te lo pude decir.

Muchas veces creí haber encontrado las respuestas a todo.

Creí que estaban en la muerte, en la vida, en la gente a la cual amo,

pero me equivoqué.

Y cuando quise rendirme, apareciste tú y me encaminaste

nuevamente y me enseñaste que siempre hay algún motivo para

continuar.

Me enseñaste a comprender que la vida es difícil, pero que

no todo es malo, que siempre hay una luz, una esperanza, que

siempre hay alguien. Que siempre estarás ahí.

¿Cuál sería tu reacción al leer esto?

Y si alguna vez te olvidas de mí, si alguna vez piensas que fui

un tonto solo por escribir estas cosas y jamás decírtelas, quiero que

sepas que todo siempre fue verdad.

25 de marzo de 1999

Nunca había pensado en las cosas a las que temo.

De niño a la oscuridad y al hecho que posibles demonios se

aparecieran a perturbar mi sueño.

De adolescente a la muerte, a que me alcanzara antes de

cumplir todas mis metas.

Ahora a la soledad. Temo que algún día te olvides de mí, a

que llegue el día en que por fin pueda decirte algo, a mostrarme, a

perderte.

Te necesito para que me ayudes a aclarar mis dudas, para

que me liberes de mis temores, de mis demonios, para que me

enseñes el camino correcto.

Te necesito para que llenes este vacío, para que me saques

del hoyo en el que me encuentro.

A veces pienso que exagero, que todo esto es un sueño. ¿Será

que vivo una utopía?

A veces te siento tan lejos y tan cerca a la vez. A veces me

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siento tan solo. Y ya no quiero seguir dándole vueltas a unos acordes

y a una letra de una canción cursi. Ya no quiero intentar ser un

escritor.

No quiero escribir cosas que tal vez nunca leas. No quiero

que todo solo quede plasmado en tinta y papeles baratos. No quiero

que el tiempo nos aleje.

Y si algún día lo haces, creo que no seré capaz de continuar

mi camino. Y ese es mi mayor temor.

13 de abril de 1999

Siempre recordé lugares, fechas, situaciones, momentos.

Pero jamás recordé un aroma como lo recuerdo ahora. Y es

en estos momentos, en este silencio, que te recuerdo.

Pero tu aroma se desvanecerá al amanecer, con el aire

invernal que entra por la ventana, por el humo de este cigarrillo

recién encendido.

Quizás estoy loco. Y con razón. Pero los locos son los únicos

que pueden crear imágenes con el humo de un cigarrillo y en un

cielo nublado. Son los únicos que pueden recrear un rostro por

sentir un aroma.

Y si ahora, en esta soledad, estoy evocando tu rostro,

entonces estoy loco. Pero los locos también tenemos momentos

tristes y de nostalgia.

Una profunda tristeza me acaba de golpear. Tu aroma se va

desvaneciendo poco a poco.

¿Qué hacer ahora? ¿Salir? ¿Correr a tu encuentro? ¿Pedirte

que me estreches entre tus brazos para poder empaparme

nuevamente de ti?

Es demasiado tarde. Tu aroma amenaza con desvanecerse

por completo.

Entonces solo me queda encender este último cigarrillo y

tratar de evocarte, como en todas estas últimas noches, en las que

siempre te recuerdo.

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18 de mayo de 1999

Cierro los ojos y recuerdo tus palabras y las preguntas me

asfixian.

¿Por qué hoy no sé más de ti? ¿Por qué te alejaste? ¿Por qué

si afuera el sol brilla, tengo que estar entre estas cuatro paredes

escribiendo estas cosas?

¿Por qué ahora que te necesito más que nunca, te siento más

lejos de mí? ¿Por qué cada canción que escucho me trae tu

recuerdo? ¿Por qué sigo atrapado entre canciones y versos inútiles?

¿Por qué nunca podré decirte que te quiero? ¿Por qué en

estos últimos días he sentido miedo al comprobar que mi inspiración

se está diluyendo, como se diluye tu imagen en mis recuerdos?

¿Es este el final aterrador al que siempre temí? ¿Será que

pronto despertaré de este sueño?

No quisiera hacerlo, pero es inevitable.

30 de mayo de 1999

Siempre pensé que tú eras mi destino, que no había nada

después de ti. Pensé que me enseñarías el camino correcto, que

algún día me sacarías de este mundo, que podría tomarte de las

manos y abrazarte, besarte y decirte tantas cosas.

Pero todo se quedó ahí, en pensamientos, en sueños, en

miradas, en susurros, en silencios y ahora que lo acepto, solo queda

resignarme.

Me resigno a caer y levantarme una y otra vez, a pelear solo,

a no volverte a ver, a seguir escribiendo estupideces, a verte entre

otros brazos…a perderte.

Pero nunca me resignaré a pensar que nosotros creamos

nuestro propio destino.

¿Sabes qué pienso? Que nuestro destino está escrito, que

nacemos predestinados a algo, que al final de todo siempre habrá

una gran recompensa.

Y si fuera cierto, aún tendría la esperanza que al final de este

largo y sinuoso camino, me estés esperando, con los brazos abiertos

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y tu sonrisa eterna.

3 de junio de 1999

Dicen que todos tenemos algo de músicos, poetas y locos.

A pesar de que me inspiraste a escribir tantas cosas, jamás

pude hacer aflorar en mí el supuesto poeta que dicen, todos llevamos

dentro. Jamás pude ni podré plasmar todo lo que siento en papel.

Por eso creo que jamás leerás esto, jamás volveré a mirarte a

los ojos ni a sentir nuevamente tu aroma ni a oír tu risa. Jamás seré

un escritor.

A veces pienso que solo bastó una palabra, una mirada, un

roce…un beso.

Qué ganas tuve de robarte un beso, de sentir tu aliento en

mis labios, de poder decirte con un simple beso todo lo que siento.

Pero es tarde para buscarte, para hablarte, para huir de ti.

Tarde para imaginar tenerte a mi lado, para intentar ser algo

tuyo, para que sientas mi corazón.

Tarde para todo.

12 de julio de 1999

Y el día llegó.

Nunca me arrepentiré de haberte escrito tantas cosas,

porque contigo, fui feliz.

Nunca pensé que al hacerlo me refugiara en los recuerdos,

viviría en el pasado, y no tuviera ganas de avanzar.

Sé que debería estar diciéndote estas cosas en persona, pero

el temor me carcome y no sé si me entenderías.

Ya no quiero estar así, pensando en lo que pudo pasar. Ya no

quiero depender de ti, así que estas líneas serán las últimas que te

escriba.

El final está cerca y estoy triste. Triste por no dejar de ser un

personaje eterno de un cuento de Ribeyro, triste por nosotros, por el

pasado y por el futuro en el cual no estarás.

Recuerdo la última vez que hablamos, tú frente a mí,

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mirándome, con voz susurrante me pediste que por favor me

cuidara. Y con una sonrisa tímida te alejaste y nunca más volví a

escuchar tu voz, ni a adorar tu sonrisa, ni a perderme en tus ojos.

Y desde ese momento traté de convertirme en un poeta, y

traté…y traté.

14 de noviembre 2000

Hace tanto que no sé nada de ti y cada vez que te pienso, te

extraño y no puedo negarlo.

Las cosas no han salido como quería. ¿Y si te dijera que no

debimos alejarnos? No, fui yo quien se alejó.

Ahora que estoy así, quisiera tenerte nuevamente frente a mí.

¿Por qué recién ahora?

Siempre fuiste sincero conmigo, me escuchaste, me hiciste

sentir bien. ¿Ya serás un escritor como siempre quisiste serlo?

Alguna vez dijiste que me escribirías. ¿Una carta? ¿Lo llegaste a

hacer? Me da curiosidad porque me hubiera gustado mucho leerte.

Siempre me dijiste que escribir era fácil. Sigo pensando que

no lo es y estas líneas son la prueba de ello.

Es difícil reconocer nuestros errores. Debí decirte que me

iría, que iba a arriesgarme.

Me ganó la idea de conocer nuevos lugares, personas. No me

rendí tan rápido, luché con todas mis fuerzas, lo juro.

Ha pasado tanto tiempo desde que hablamos por última vez,

pero mantengo en mi memoria, las miradas, los nervios, la

despedida.

Aquel día, de vuelta a casa, lloré. No me atreví a decirte que

me iba.

El tiempo se volvió mi enemigo. ¡El tiempo no enseña a

olvidar! Enseña a valorar.

Ojalá puedas leer esto lo antes posible. Necesito hablar

contigo, hay tantas cosas que quiero contarte. No sabes cuánto

necesito esas noches de vuelta.

Te escribo estas líneas a poco de mi regreso. Te volveré a ver,

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es una promesa.

GIANCARLO UBILLUS CELI

Perú

Twitter: @gubc

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98


C

uando dejé la casa de mis padres me fui a vivir a San

Antonio. Fue lo más lejos que pude ir por ese entonces.

Era muy joven y me proponía terminar con aquella vida

llena de prohibiciones, aquel hogar conservador donde

me había criado. Intentaba alejarme de aquella educación rigurosa

antes que comenzara a dejar en mí, marcas imborrables.

En San Antonio no había demasiado para hacer. Por las

tardes después del trabajo, daba una vuelta por el centro y luego me

detenía a beber una cerveza en la vereda del único bar del pueblo.

Solía encontrarme a esa hora, con Tomás, o el sacerdote, como se

hacía llamar él. Todos por ahí sabían bien que no había sido un

religioso ni nada de eso. Pero de todas maneras se lo trataba como

a un clérigo. Yo un poco por pena y otro poco por aburrimiento solía

escuchar sus historias, que casi siempre hablaban de lo mismo.

El señor, como él lo llamaba y con quien se encontraba a

diario, le decía cada mañana qué tenía qué deshacerse de alguien

para allanar el camino, que así sería más fácil. Yo no sabía qué

significaba todo eso, pero a veces me parecía que se estaba volviendo

un poco peligroso. Luego, con el tiempo, terminé por convencerme

de que él, solo había creado un Dios a imagen y semejanza de sus

necesidades.

Había una chica que trabajaba en las oficinas frente al bar.

Se llamaba Fátima. Lo supe después. Cada tarde luego de cumplir

con su horario laboral, cruzaba la calle justo frente a mí. Yo la veía

pasar, imaginando de que forma la invitaría a quedarse conmigo

para conversar mientras tomábamos algo. Pero nada de eso hizo

falta. Fue ella quien después de verme hablar con el sacerdote, se

acercó hasta mi mesa y dejando una biblia entre mis manos, me

invitó a visitar su iglesia. Yo acepté de inmediato y quedamos en

vernos esa misma noche.

La reunión ya había comenzado cuando llegué. Ni bien crucé

la puerta de entrada ella se acercó, y mientras un hombre de barba

oscura subido a un púlpito transmitía su mensaje a los demás, me

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tomó de la mano y comenzó a guiarme entre la gente. Luego que

terminó aquel sermón hubo un tenue aplauso y todos se

dispersaron. Incluso Fátima que se marchó dejándome solo. Al rato

la vi discutiendo con dos hombres detrás de las mesas, pero no le di

importancia. Me sentía tan a gusto recorriendo aquel lugar que nada

podía molestarme. Todos se mostraban amigables conmigo, algunos

se acercaban para conversar, mientras otros solo me saludaban con

abrazos y seguían su camino. Preguntando descubrí que ellos

también tenían su propia idea de Dios, además de prácticas

religiosas un tanto alejadas de lo tradicional. Según entendí creían

que nuestro creador ya nos había dado una oportunidad y no nos

daría otra. Lo único que podíamos hacer entonces era pasar los días

de la mejor manera posible. Eso explicaba que todo esto pareciera

una fiesta.

En un determinado momento de la reunión todos se sentaron

en ronda directamente en el suelo y uno de ellos convidó a los

presentes con una copa, que contenía un líquido oscuro. En un

principio yo quedé excluido. Luego Fátima fue hasta la mesa, llenó

otra copa y la trajo hasta mí. Quizás porque yo era un iniciado, no

sé. Pero puedo asegurar que después de beber un par de sorbos me

sentía mareado y de a poco me iba olvidando de todo.

Al rato ella se acercó y comenzó a hacerme preguntas un

tanto extrañas, creo que me estaba probando. Sentí como si

estuviera esperando otra cosa de mí, algo que yo no le estaba dando.

Al final me interrogó acerca de cuál era mi idea del creador. Yo le

contesté que cuando era un niño había hecho un dibujo; un

garabato oscuro de cómo me lo imaginaba, y que hasta hoy seguía

creyendo en lo mismo, que Dios era solo eso, un dibujo inentendible,

mal hecho, por la mente de un niño. Ella se acercó y me dio un largo

abrazo, se lamentó de que yo tuviera tan poca fe. Entonces me

confesó al oído en voz muy baja, que Dios le había pedido deshacerse

de mí. Que lo sentía mucho, y que en la medida de lo posible

disfrutara de aquella última copa de vino.

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FRANCISCO SALVI

Argentina

Instagram: franciscosalvi_


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A

quel día comprendí lo equivocada que estaba cuando

escuché al viento gritar sobre el mar, porque el viento

no se puede comprar, al igual que las olas susurran,

pero no se oyen. Todavía el recuerdo de lo que fui,

pero no seré evoca mis sueños que marcan el porqué

de un tiempo pasado.

“Adelante, adelante. Era la única jerga que retumbaba en mis oídos;

avanzaba sin detenerme y atacaba la vida con todas mis fuerzas. Y,

a veces, nada más llegar a la fase rem de mi sueño, sin haber

explorado previamente el terreno, me veía obligada a entrar en

combate; la voz cansada de mi mente luchaba inquieta y nerviosa

gritando: ¡Contraataca, rápido! No hay enemigos, solo tus

pensamientos que arremeten con fuerza. Te vas al garete”.

Los días se juntaban con las noches y las noches con los días.

Semanas atrás tuve el valor de intentarlo, pero mi corazón se aceleró,

un escalofrío recorrió mi pecho, me sentí aturdida, creyendo que iba a

morir, entonces me desmayé. Al despertar junto a la puerta, estuvo a

punto de darme otro ataque de pánico al recordar por qué estaba en

el suelo. Comprendí que nunca saldría de aquí.

¿Qué podía hacer? En ocasiones la sensación de qué el techo

va a caer sobre mí, es abrumadora. A veces cierro los párpados

deseando no volver a despertar, cómo una absurda mentira qué

enloquece tus sueños. Contemplar la calle iluminada por la luz del

sol desde mi ventana hace que me sienta igual que un náufrago;

encerrado en su propia soledad. A veces al caer la noche que releva

al día mis pensamientos gimen de dolor y estrujan mi cerebro al

borde del discernimiento.

“Algunas veces me ahogo en el oscuro desierto de mi alma,

desprecio mi soledad y la amarga huella que ha dejado en mi corazón.

Hace tiempo que el infierno se congeló en mi habitación, y me sigo

preguntando por qué el cielo parece que ardió en llamas y se olvidó

de mí. Quizás no sea tarde y este vacío que hiere mi pecho logré curar

y pueda evitar que la apisonadora que irrumpe y traiciona mi mente

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cese por fin”.

¡Pensé en la congoja del sauce solitario que, en su tristeza, da

sombra al polvo que en la tierra se posa!

Y yo… yo… voy y… [...] no, no puedo, soy una cobarde

incapaz de hallar la forma de acabar con esta situación caótica que

gobierna mi vida. Comprendo que he perdido el contacto con el

mundo, que estoy cómo en una isla desierta; yo soy la isla y el

mundo el agua donde sí me sumerjo terminaré ahogado en su

profundidad. Es doloroso pensar que me espera una muerte en

soledad. Aun así, tengo una ventaja; no puedo ir más allá de estas

paredes que aplastan el sentimiento duradero de frustración y

resentimiento por ser una cobarde incapaz de afrontar esta dura

prueba; lloro con amargura, ¡qué injusta la vida!

La zozobra es una humillación que navega entre mis horas

más desoladas. Nunca fui gallinosa, un poco menguada tal vez, sin

embargo, me siento laidamente desolada. La vida para mí es

aberrante perdida entre mis recuerdos que son un frío acervo de

pensamientos que describen la tristeza cotidiana de mi día a día.

¡Quiero morir!

Parece una paradoja, pero siento vergüenza de mí misma,

quiero arrancar este hastío de mi mente, el odioso cautiverio al que

me veo obligada, incluso tengo pánico a las miradas de soslayo. Esto

no es vivir. El tiempo no avanza, es cómo si el reloj se hubiera

detenido entre estas cuatro paredes. El desasosiego empieza a ser

una jaula tan insoportable que solo deseo dejar de sufrir. ¡Quiero

morir! Pero la vida no escucha mi grito desesperado, ¡ya, no puedo

más! Me ahogo, me ahogo en mi propia soledad.

El doctor dejó de anotar en su cuaderno. Suspiró. Lo cerró y

me miró directamente a los ojos.

—Shana, tu problema no se resolverá mientras no aceptes tu

duelo. Déjalo marchar y tu corazón descansará por fin.

Agaché la cabeza. No quería dejarle ir, no, no podía hacerlo.

—Shana —esta vez su tono de voz era de un auténtico

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sermón— tómate estas pastillas, pero si no deseas avanzar yo no

puedo perder mi tiempo contigo, es inútil que cada semana

repitamos el mismo ciclo, tengo muchas pacientes.

Lo miré incrédula. Me levanté del sillón sin decir palabra y

me marché para no volver bajo la mirada acusadora del doctor. Subí

al autobús y regresé a casa que continuaba tan fría y vacía como la

había dejado. Lloré hasta quedarme dormida sobre el sofá del salón.

Al despertar, sentía que algo se había roto dentro de mí, sin

embargo, otra persona luchaba por salir adelante. Fui al dormitorio,

saqué toda su ropa y le prendí fuego en el patio de atrás. Por

increíble que parezca, fue un respiro, me sentí aliviada; poder

deshacerme de todas sus cosas con aquella facilidad, no solo me

sorprendió, sino que me liberó del pozo oscuro en el que llevaba

sumida más de seis meses. —Tal vez el doctor no lo hizo mal—

pensé.

Pedí el alta médica y volví a mi puesto de trabajo. Mis

compañeras me miraban con lástima. Me molestó, pero no dije nada.

Al fin y al cabo, era normal que tuvieran esos pensamientos. Jhonn,

murió en un accidente cuando regresaba a casa. Alguien chocó con

él, pero huyó sin socorrerle. Muchas veces en los últimos meses me

he preguntado cómo alguien es capaz de cometer semejante error

sin obtener respuesta.

—Shana, Shana —mi compañera Mily llevaba unos minutos

reclamando mi atención— tienes que centrarte, la cartera de clientes

debes ponerla al día, yo tengo mucho trabajo y llevo meses

ocupándome de tu cartera y la mía, necesito un respiro, por favor,

céntrate.

—Perdona, por un momento me quedé absorta en mis

pensamientos. Enseguida me pongo a trabajar. Siento mucho todo

esto.

Mily asintió con una leve sonrisa y continuó con su tarea.

Realmente ella había hecho el trabajo de ambas con una gran

eficacia. Anoté en mi agenda; “comprar un regalo para Mily”. Tras

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mi ausencia, la jornada se me atragantó un poco más de lo que

esperaba, aún y así logré ponerme al día. De regreso a casa pasé por

el súper, compré una barra de pan, fruta, huevos y unas acelgas

para cenar. Cuando llegué encontré un sobre en el buzón. No tenía

remitente. Me resultó extraño. Lo mantuve entre mis manos durante

unos minutos cavilando hasta qué por fin lo abrí. Para mi sorpresa

con letras recortadas de algún periódico decía:

“Lo siento, fue un accidente y no pude hacer nada por él,

estaba muerto, le ruego ante Dios que me perdone”.

Pero qué narices significaba. ¿Por qué ahora? Deduje que

aquella persona, supo de mí a través de los periódicos. ¿Perdonar?,

¿quién puede perdonar algo así? Tiré la carta a la basura. Estaba

agotada, física y mentalmente. Me preparé la cena. Lo curioso fue

descubrir que llevaba meses sin comer con aquel apetito. Entonces

supe con certeza que otra Shana se abría camino para dar otra

oportunidad. Había muerto mi yo anterior para renacer con fuerza.

Me recosté sobre la almohada pensativa y me dormí sin pretenderlo.

Al despertar me di una ducha de agua caliente, dejando que

el chorro acariciase mis huesos reconfortando mi escuálido cuerpo.

Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo delgada que me

había quedado. Tras tomar un café fui a trabajar con otra actitud,

me sentía viva de nuevo. El ascensor se paró como siempre en la

segunda planta.

—Shana, un sobre de color marrón ha llegado para ti —

señaló Mily— no sabía que hubieses dado estas señas para correo

personal. Yo nunca lo haría, bastante correo basura llega a casa

como para que también lo envíen al trabajo.

Me miró intrigada, como esperando una respuesta que no

hubo. Solo respondí con una elevación de hombros. Dejé el sobre

para abrirlo en casa. No quería que nada alterase mi trabajo. El día

resultó agotador, de continuas llamadas y correos a los que

respondí.

—Shana, después vamos a tomar unas copas, te apetece

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venir, creo que te irá bien —propuso Mily.

—Gracias, pero necesito descansar y ponerme al día conmigo

misma.

—Como quieras. Pero si cambias de opinión vamos al

Chalton Club. Hoy toca una banda nueva.

Al salir del trabajo sentí cómo si el cielo cayera sobre mí,

cómo si deambulase bajo el crepúsculo sin ningún sentido. Incluso

llegué a creer qué era mi propia estupidez quien me torturaba. Mi

vida dio un giro de ciento ochenta grados, no obstante, después de

once meses tenía que coger las riendas de mi destino. Regresé a

casa, en la nevera estaba lo poco que había sobrado de la cena del

día anterior, suficiente para el escaso apetito que tenía. Nada más

entrar en mi hogar, noté algo distinto, como un agradable olor a

flores frescas. Dejé el abrigo en el sillón y el bolso en la mesa centro.

Y me dejé caer en el sofá. Alguien tocó a la puerta. “Mierda —me

dije— quién narices viene a molestar”.

Era Sara, la vecina de enfrente, una anciana que enviudó

hacía unos años y de vez en cuando venía a pedir un par de huevos,

o pan, cuando no podía salir por culpa de su artrosis.

— Buenas noches, Sara, ¿necesita algo?

— No, Shana, no. He visto un par de hombres salir de tu casa

a media tarde y…

—¿Cómo? —corté— ¿está segura de que salían de mi

apartamento?

—Soy anciana, pero no tonta. Llevaban sombreros que les

cubrían el rostro, sin embargo, al girarse uno de ellos para mirar a

ambos lados del pasillo vi el brillo de su pistola.

Me llevé las manos a la boca.

—No comprendo. Qué podrían buscar en mi casa. No he

notado nada extraño.

—Pues ándate con cuidado. Esto me huele muy mal. He de

irme a la cama, hoy la artrosis me está matando.

—Gracias, cuídese y ya sabe que si necesita algo no tiene

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más que avisarme.

—Los ancianos necesitamos poco, más bien algo de

compañía.

—Pasaré a visitarla mañana y merendamos juntas, ¿Qué le

parece?

—Una idea deliciosa. Haré té con canela y galletas. Buenas

noches.

—Buenas noches, que descansé.

Cuando cerré la puerta, comprobé todas las estancias,

aparentaba absoluta normalidad. Me pregunté para qué habrían

entrado. Lo que prometía ser una noche tranquila se había

convertido en una noche de total inquietud. Por un instante mi

mente iba en dos direcciones; se preguntaba si el accidente de Jhonn

fue casual, o, por el contrario, lo mataron sin conseguir lo que

buscaban, porque estaba claro que vinieron a buscar algo que

creyeron que estaría aquí. Sin embargo, me inquietaba pensar en

por qué no habían entrado antes. Recé para que lo hubiesen

encontrado y que no volvieran nunca más, solo de imaginarlo me

hacía sentir escalofríos.

Me recosté sobre la cama. Por mi mente pasaban tantas

cosas sin sentido, que comprendí que en realidad no conocía a

Jhonnn. Sentí frío, me metí entre las sábanas y pronto me dormí.

Sobre las tres de la madrugada oí como rasguños, o rozaduras. Me

puse tensa. Alguien estaba abriendo la cerradura de la puerta. Me

levanté lentamente para no hacer el mínimo ruido, las manos me

sudaban. Asomé la cabeza y vi un hombre con un revólver en la

mano. Retrocedí con tan mala suerte que toqué con el brazo el jarrón

de la cómoda; el estruendo alertó al hombre. Me oculté bajo la cama.

Oí un chasquido, que parecía el percutor del revólver; pero en

realidad era el tambor y pude ver como introducía varias balas en la

recámara. Supe que estaba perdida. Para mi sorpresa ignoró el

jarrón y abrió el primer cajón de la cómoda. Sacaba su contenido y

lo tiraba al suelo. Estaba aterrorizada. Siguió con las pesquisas,

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cajón, tras cajón. Cuando llegó al último lo sacó y le dio la vuelta.

—Aquí está murmuró.

Era un cuaderno de notas de color ocre, que parecía antiguo.

Lo guardó en la chaqueta y miró un instante el espejo. Entonces bajó

la mirada hacia la cama. Me encogí asustada. Justo en ese momento

alguien dio tres golpes en la puerta, el hombre salió corriendo de la

habitación y se marchó. Respiré aliviada. No sabía para qué sería

aquella libreta, pero no deseaba saberlo. Llamé a un cerrajero.

La doble cerradura y la alarma me dieron tranquilidad,

aunque, estaba segura de que ya tenían lo que querían y no

volverían a molestarme. Sin embargo, cuando guardaba de nuevo

la ropa en la cómoda, noté que había algo en el interior de una

camisola de color rosa; era una hoja de papel. En ella decía:

“Puedes correr cuanto quieras, pero no podrás huir de ellos, ni

esconderte. Te encontrarán. Tu única salvación es que entregues el

cuaderno al varón. Debes ser valiente y no tener temor. A no ser que

quieras la vía más fácil; un tiro o un bote de pastillas, pero dejarás el

marrón a Shana y estará en peligro. No te comportes como una

cucaracha. Sigue el camino indicado. Recuerda que esos hombres

deben pagar por lo que hicieron. Así pues, coge al perro y llévalo a

pasear, luego olvida toda esta estupidez. Dejo el fregadero limpio.

Ayer en la reunión hubo dos copas de más. Mucha suerte, amigo mío.

Si lees esta nota, sabrás que me han encontrado”.

Me quedé pálida. En qué narices estaba metido. Por otro

lado, no teníamos perro. Y él no bebía. Estaba segura de que era un

mensaje cifrado. Pero de quién. Decidí guardarla en el interior de un

libro y olvidarme de todo. Nada podía hacer, nada quería saber,

bastante había sufrido. Terminé de poner orden y regresé a la cama.

Estaba helada.

Por la mañana cogí el libro, lo metí en mi bolso, y marché a

trabajar. Después compré unas pechugas de pollo y ensalada César

para la cena. Tuve la extraña sensación de que alguien me vigilaba.

Sin embargo, no vi ninguna señal, persona o movimiento extraño

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que confirmase mis sospechas. Ya en casa, esta vez decidí darme un

relajante baño de espuma. Fue tan satisfactorio que disipó mis

temores, e inquietudes. Cené con vino tinto. Luego cogí el libro

donde guardé la nota encontrada y lo devolví a la librería. Lo observé

durante un largo rato desde el sofá. Al fin llegué a una única

conclusión; nunca sabría quién lo había escrito, ni quienes eran

aquellos hombres, no obstante, la libreta y la nota quedarían para

siempre en mi recuerdo y nunca más volvería a indagar, ni a

mencionar a nadie que existían. Entonces comprendí que fue John

quien se lanzó contra el camión para protegerme. Mi vida empezaba

de nuevo y tenía derecho a ser feliz. Jhonn no era un mal hombre,

todo lo contrario, el tiempo que estuvimos juntos fui la mujer más

feliz del mundo. Olvidar lo sucedido y continuar con mi vida era mi

nuevo objetivo.

NURIA DE ESPINOSA

España

Página WEB: /https://escritoranuriadeespinosa.blogspot.com

Twitter: @misletrasnuria1

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I

Q

uerido Alka:

El mar me recuerda a tus ojos, que son profundos y

ven mi alma a través de los míos, tus ojos que son

azules, tan azules y hermosos que no quiero que

nadie pueda verlos. Rodeado de toda esta agua,

extraño sentir tu piel sobre la mía, sentir tu calor en

esas noches frías, escuchar tu dulce voz. Lamento

todos los días el no haberte besado una última vez, no haberte

aprisionado en mis brazos para no dejarte ir jamás. Te extraño tanto

que mi corazón llora por su soledad y mis ojos derraman lágrimas de

dolor.

Aún recuerdo la primera vez que te vi, vestido con esas telas

finas y una expresión de superioridad, entonces supe que mi vida iba

a ser para ti. Es increíble como solo me tomo una mirada, un segundo,

una sonrisa, un suspiro, solo uno para que mi amor se volviera miles.

Los recuerdos vienen a mi mente todo el tiempo, y me pregunto si

hubiéramos tenido más tiempo si te hubiera dicho mi amor por ti

desde el momento que te vi, tal vez estaríamos juntos, tal vez no tenía

que irme de tu lado. No sabes cuánto me duele no haber elegido estar

a contigo, me arrepiento de haber dejado Portugal una vez más, pero

esta es la última, solo una más, una más y estaremos juntos, juntos

viendo el mundo caer frente a nuestros ojos, solo tú y yo, para siempre

y por siempre.

Por favor perdóname, calma a mi corazón con una de tus

cartas llenas de tu amor, dime que me extrañas, que quieres ver mis

ojos negros, que quieres sentir mi piel áspera, que nunca más te vas

a ir de mi lado. Por favor responde a mi carta, te prometo escribirte

siempre. No te olvides de este pobre hombre que ruega a los cielos que

lo lleven hacia ti, que nuestros caminos se reúnan y pueda descansar

en tus brazos suaves, porque mi amor por ti es inmarcesible, y me

vuelve loco cada día.

Siempre tuyo.

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Kiran Dariere”

Luego de escribir hasta la última palabra, enrollo la hoja y la

pongo en el arnés que lleva en la espalda Plumas, para que le lleve

la carta a Alka, solo espero que no esté enojado por haberme tardado

en escribirle. Mis pensamientos se ven interrumpidos por un grito,

lo que hace que rápidamente deje a Plumas salir por la ventana y

comience su largo viaje hasta Portugal.

II

Las palabras de Kiran siempre hacen brincar a mi corazón,

tanto que, si no hubiera decidido vivir su vida como pirata, viajando

en ese vetusto barco, se habría vuelto uno de los poetas más

prestigiados de esta época, aunque tal vez nunca nos hubiéramos

encontrado.

Escucho un picoteo a lo lejos y al buscar de donde proviene

ese sonido me doy cuenta de que es Plumas, el halcón de Kiran, al

parecer por fin cumplió la promesa que me hizo cuando nos

despedimos. Dejo entrar al ave, que rápidamente se posa sobre mi

hombro como solía hacerlo durante mi tiempo en el barco, así

camino hasta mi escritorio donde lo dejo descansar y comer. Al

mismo tiempo que él come, tomo la carta que se encontraba en su

arnés. La comienzo a leer.

Antes de dejar ir a Plumas, opté por hacerle caso a su

petición y escribir una respuesta a su bella carta. En ella intenté

expresar cuánto me dolió su partida, lo dolido que me encontraba

porque prefiriera una aventura que estar conmigo, pero también le

escribí lo mucho que extraño tocar su melena oscura y sus facciones

filosas, lo mucho que lo amo y mi esperanza por que cumpliera su

palabra.

Luego dejé al ave regresar a su dueño.

III

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Siento como todo a mi alrededor es muy ruidoso, pero no

escucho nada. Veo a mis compañeros de toda la vida luchando por

sus vidas, luchando con los Ingleses. Creo que se acerca lo

inevitable, mi fin está cerca, tan cerca, lo siento caminar lentamente

hacía mí.

Estoy feliz de haberle dicho esas últimas palabras a Alka, oh,

mi bello Alka Carrasco, aquel chico rico que pensó que todos le

debían algo, aquel chico que tenía la sonrisa más bella, de cabellos

de oro y labios del color del vino, con facciones tan finas y delicadas

como la seda. Oh, mi Alka, no pienses lo peor de mí en mi ausencia,

no creas que me fui con alguien más, no hagas llorar a mi corazón.

¿Me volveré un inasible recuerdo, tal como tú lo eres para mí?

Mientras mi cuerpo se hunde con el barco, pienso en ti, hasta

en mis últimos respiros pienso en ti. Solo quiero verte una vez más,

solo eso, solo un beso más, solo eso, solo sentirte a mi lado, solo eso.

IV

Mi carta regresó junto a Plumas, no había una respuesta, ni

siquiera estaba abierta. ¿Qué significaba esto?, ¿Me estaba

ignorando?, ¿Estará bien?

Tomé otra hoja, y comencé a escribir, desesperado por una

respuesta a esas preguntas, específicamente a la última. Después

de esperar a que Plumas descansara y comiera, puse las dos cartas

de nuevo en su espalda. Esta vez esperan obtener una respuesta

rápido.

V

Nada, ni una sola palabra, nada que me dijera que estaba

bien, nada.

Habían pasado dos meses desde que le había enviado esas

cartas sin obtener algo a cambio. Envié tantas cartas que Plumas ya

no quiere salir por la ventana, ventana que siempre está abierta

esperando a que otra ave llegué con una carta llena de sus palabras

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diciendo que está bien.

Solo puedo esperar, esperar, esperar, esperar…

VI

Estoy harto de esperar. Los rumores crecen en el palacio,

diciendo que Kiran se fue con alguien más, que me ha abandonado.

Me niego a creer eso, él me amaba tanto que no podía dormir sin mí,

él me amaba tanto que no podía respirar sin mí.

Él me amaba, ¿verdad?

VII

Kiran no me amaba, me mintió, me abandonó, se fue sin

decir nada. Solo me dejó una carta llena de mentiras, de palabras

vacías, de promesas falsas e ilusiones ridículas. “Mi amor por ti es

inmarcesible”, basura, eso es simple basura sin significado alguno.

Había pasado cerca de un año desde que Kiran me dejó, me

da asco decir ese nombre, me hace sentir usado. Él solo me quería

para robarme dinero, que más esperaba de un pirata sin moral, debí

haber aceptado esas advertencias “cuidado con Dariere, no es más

que un ladrón y casanova”.

VIII

Hacia el final del segundo año, Óscar llegó a darme la noticia

que cambió todo:

—Su alteza, le tengo una infausta noticia —comenzó mi

sirviente más leal

—¿Qué es, Óscar? —dije sin levantar la mirada de mi libro

—Es sobre el señor Dariere —dijo con algo de tristeza en la

voz

—Te he dicho que no hables de esa rata —contesté

rápidamente con enojo

—Es muy importante, y creo que es algo que le gustaría saber

115


—dijo con firmeza

—Bien— dije sin ánimos de pelear —¿Qué pasó con esa

basura? —continué aún sin mirar a Óscar

—Él…— hizo una pausa para tomar aire —murió, acaban de

encontrar su cuerpo junto a su barco.

Al escuchar eso, me quedé sin palabras. Sentí como las

lágrimas resbalaban por mis mejillas, el libro calló al suelo y yo junto

a él.

IX

Al despertar, miré a Óscar, que con su mirada me recordó lo

que me había dicho antes, intenté hablar, pedirle que me dijera que

era una mentira y que solo se había perdido en una isla. Pero las

palabras no salieron, solo sollozos, simples sonidos que decían lo

obvio, estoy llorando.

Me siento tan culpable que quisiera morir, como fui capaz de

odiar al amor de mi vida, cómo pude culparlo de todo, cómo pude

pensar tan mal de él, no merezco respirar el aire que él no puede.

Kiran, si me puede escuchar, perdóname, perdona a este idiota que

no supo que más hacer que culparte.

Por favor mírame con tus ojos negros, regáñame por ser

infantil, dime que me amas, dime que soy un tonto, enséñame a

manejar un barco como me lo prometiste, por favor di algo, solo una

cosa, una última cosa, lo que sea, dime como puedo vivir sin ti.

—Te amo —escuché un susurro a lo lejos.

XIMENA ELOISE BALTAZAR VILLANUEVA

México

116


117


M

auro, esperando el metro, se propuso, firme y veraz

—en contadas ocasiones lo hacía— formarse un

límite y seguirlo. «Es hora de encontrarme.

Obedeceré una vida. Mis antepasados existieron

sin entenderse con una. Pero yo, conscientemente, hablo. La mía

será especial. Una ciencia o una religión. (Apuesto a que mis vistas

me engañan. Debe de haber otros antes que yo, preguntándose

sobre lo que me preguntaré)».

La voz de la estación informó que el tren se demorará. Lluvias

o algo por el estilo. «Si llueve, las piedras trituradas se mojan y el río

crece, crece mucho». No se asomó a ver las piedras. Tomó asiento y,

poniéndose las manos entre los muslos, continuó: «Soy Mauro, de

La Estrella, Valle de Aburrá, Área Metropolitana, Antioquia, los

Andes, Colombia, Suramérica. Son las ocho del 24 de septiembre de

2022. Mi madre y mi padre son de acá y yo moriré —lo más seguro—

acá. Esta ubicación de espacio y tiempo me afirman en donde estoy.

Al pensar deberíamos cumplir el ritual de las cartas: lugar y fecha,

y de ahí en adelante el mensaje, y se termina firmando (siendo uno

mismo, o dándole a eso un autor, un espíritu). Fuera preliminares,

me ofrezco a divulgar la expresión americana —Lima— y su

inteligencia. Sumergirme en su historia, sin envidia ni

resentimiento, para encausar mi vitalidad. Miles de investigadores

dedican su mente a una persona, se vuelven sus biógrafos, sus

intérpretes y sus promotores. Yo seré como ellos, para América».

Mencionó su continente y volvió en sí y en los que se

aglomeraban sobre la plataforma. «Mis iguales. Compartimos

batallas, próceres, huelgas. Pecamos al mirar hacia afuera. Lo

repito. Miramos hacia afuera y ¡con qué ganas! Eso de allá es

cultura, es civilización, es repetible. En cambio, esto es débil,

famélico, pesaroso. Mi objeto es entregarme a la virtud que nos rodea

—la hay— y demostrarle a muchos nostálgicos la muestra poderosa

de un lugar que apenas nace.

«En nosotros se condensa —y se condensará— lo diverso y lo

118


contradictorio de los siglos por venir. Ambiguos, tristes,

ensimismados, heroicos y salvajes. Esta resina no ha tocado el piso,

y si lo hace, ¡miren el reguero de hojas secas, de estiércol y

pensadores negándonos independencia! Mauro se opone. Beberé de

Alfonso Reyes, de Galeano, de Martí, de los originarios y de los

libertadores. Más que todo de ellos. Si busco el pensamiento y la

acción velada, en los indígenas encontraré la muestra indispensable.

Los que habitaron antes de la dialéctica, los ceremoniosos de la

Pachamama. La minga, el sumak kawsay, la naturaleza y los mitos

y las leyendas que nos competen. Su grito me usurpará como medio.

¡Siervo de los americanos! ¡Suma continental! ¡Chicha y diálogo!».

Más llena la plataforma, los usuarios lo miraban con

extrañeza: Mauro se agitaba levemente. Le quemaba pensar en lo

que venía intuyendo desde la adolescencia. Planeaba convertirse en

hombre. Además de las piernas inquietas, las manos sudorosas y

los pelos de punta, era uno entre muchos. No pasaba desapercibido.

Sin embargo, todos esperaban el tren.

«¡Cuero y playa! ¿Olvidar a los afrodescendientes? Ni loco.

Césaire y Olivella, las panteras y los leones. Ay, “Muchos mundos se

hacen”, sin duda. El exilio eterno o provocado, la lejanía africana,

las raíces en tierra de colonos, en tierra propia, a las malas. De los

palenques nace la autonomía, el jugo contra la apropiación forzada.

Mi baúl es pequeño: soy blanco y oteador. Pero esto que hierve es

sincero, es una inspiración interior, es la natural escucha de sí. ¡Y

los gitanos con su romería, con su asentamiento y su danza! (¿Tengo

la capacidad de reunir a todos en una reflexión, en un mirar de

nuevo? No. Mas lo que he temido se desenvuelve y me inunda). Seré

genuino donde me encuentre. Serán genuinos quienes me escuchen.

Las teologías y las liberaciones levantarán la mano. El plan fue

resuelto por los graves campesinos o las bahías de pasión,

navegadas en términos de presente. Porque si bien el futuro chuza,

la sangre es actual. Las relaciones brasileñas, norteamericanas,

atraerán los celos de sus pasados». El área era inhabitable. Miles de

119


voces, de estornudos, de suelas, de risas, de manos chocando, de

respiraciones en el cuello, de sudores y de frío condensando los

vahos en un bloque macizo y alarmante. Empezaban a cruzar la

línea amarilla.

«Que estas personas me oyeran... ¡Compilaré las cartas, la

ley de origen, los manifiestos y los comunicados indígenas!

Entregaré ejemplares bajo la consigna de Walsh —urgente y

fructífera—: “Reproduzca esta información, hágala circular por los

medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo, oralmente.

Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán

esperando. Millones quieren ser informados. Vuelva a sentir la

satisfacción moral de un acto de libertad”. Aunque si un ministerio

apadrina la edición, más llevadero su alcance. Y con la ayuda de

muchos dioses será tradición global, quiéralo o no, pues habla del

mundo. ¡El natalicio de un nuevo ser americano, abundante como

estos amigos!». Lo estrujaron. Lo venían estrujando. ¿Qué les iba a

decir? Los amaba por que existían con él. Extranjeros o autóctonos

—en especial autóctonos—, los amaba por igual, se dejaba balancear

por ellos, se entregaba a ellos... Realizaba su gran proyecto. Sería

muy extraño amalgamarse en su país si estuviera fuera de él. Lo

primero son los sentidos, estaba seguro. La metafísica a los

incorpóreos. Él no; él era crónica, inmersión. Abrigaría el adiposo

calor humano y el abismal frío de los rieles. Surgió en su dictamen

los que defienden una causa desde un lugar diferente de donde se

libra, y los quienes luchan, se contaminan o se purifican ahí. Mauro

prefiere la contextualización. Él contextualizará a los pueblos de sus

cunas. Agendó, en el transcurso de sus ideas, ir a lugares

cardinales. A montañas, islas, llanuras, nevados, ciudades,

caseríos, selvas, bosques, granjas, jardines y auditorios. «Pero tengo

que montarme al tren, si quiero hacer algo. Demora, ¿cuánto

aplazas? Yo diferí mi empresa ontológica. Si fuera hombre de acción,

antes de los dieciocho ya leería sobre el tema. Buscaría charlas,

ciclos de cine, conferencias, reuniones... Flemas, estrujón y gripe.

120


Nos hacinaron. ¿Y la voz? ¿Se tiró alguien? Eso rumoran. Por favor

no, que nadie muera. Sin la vida, ¿para qué esforzarse? La base de

mi futuro es la vida y mantener vivos a los nuestros. Formaría, con

esa persona que se suicidó, un semillero de Estudios

Nuestramericanos».

El personal que intentaba salvar a las embarazadas y a los

viejos de la asfixia y del atropellamiento, era parte del problema.

Mauro los observaba regresar a un punto seguro fuera de la línea

amarilla. Sus elucubraciones lo doparon. Reanudó.

«¡Por fin! Una “verdad pequeña en que sentarme”. ¿Cuántos

de los que balancean el sofoco tienen una? Estoy dispuesto a

regalarles esta verdad. Es que, desde un principio, no es mía. La

correteé, eso sí, y me cedió acompañarla. Desde acá abajo solo veo

bolsos y chaquetas. Ojalá fueran jíqueras y ruanas. Pronto...». La

voz anunció la cercanía del tren. Se levantó, respirando con más

soltura, el viento calmándole la fiebre, y un inesperado camino lo

dejó pisar la línea. «Dejar salir es entrar más rápido», repitió la voz.

«Saldrán mis compañeros y entraré a inhalar su aire encapsulado.

Hará calor dentro. Yo haré parte de ese calor. Lo abrigaré con mi

afán». Se asomó y vio al tren acercarse. Observó los cascajos

mojados, amontonados, y los rieles imperturbables. En varias

ocasiones los contemplaba vacío de pensamiento. A diferencia de

hoy, un día sin igual, en que por muy tarde que fuera, la máquina

de su energía se concentrará en un designio. Mauro adelantó más

de lo debido. No tuvo misericordia la masa apretujada ni los

operarios que abrieron acceso para las embarazadas y los viejos

colombianos. El conductor del tren frunció el rostro al ver un

pequeño hombre ser lanzado de la fila horizontal de posibles

mártires. No mencionó palabra, no miró al conductor. Cerró los ojos,

incrédulo. Ahora que podía direccionarse en fin de América, lo

mataban. La inercia lo molió y la lluvia le limpió los huesos. De la

generalidad salió un reproche. Los ocupados odian los suicidas, solo

que Mauro no lo era. Y ellos ¿qué iban a entender? El de hace un

121


rato, el que los demoró, tampoco era uno; era la lluvia desbordando

los ríos, la que ahora enjuga el acero con sangre. Este es el sacrificio.

El sello de la carta. ¡Y quién le negaría el amor que les profesó aun

cayendo! Y sin escrúpulo la voz: «Dejar salir es entrar más rápido»

ALEJANDRO ZAPATA ESPINOSA

Colombia

Página WEB: https://alejandroze8.blogspot.com

Red social: @zalejandro8e

122


123


E

l incipiente adivino lanza un puñado de semillas de

perejil al aire a sabiendas que el pronóstico radica en

su fantasía y no en el ascenso y descenso de objetos

diminutos. Para fortuna de Zenitram, el Hablante de

las Estrellas, la mujer se concentra más en ella misma

que en los movimientos encaminados a consultar su futuro. Beatriz

luce un semblante tan inexpresivo que quizá le hubiera dado lo

mismo encontrar runas, canicas, ojos de sapo, naipes o fichas de

dominó en el análisis al que se somete más con resignación que con

esperanza.

Juan Martínez Salas eligió llamarse Zenitram harto de ser

albañil sin obra y sin contratos. Teme que alguien descubra su

apellido al leer el nombre con atención. Se reanima al pensar que el

éxito llegará gracias a los visitantes que entran y salen del

consultorio. Sabe que todos son representaciones de Pedro. El amigo

que asume ser distinto varias veces al día para respaldarlo y hacer

creer que los servicios del adivino gozan de alta demanda. El

transformista piensa que el triunfo de Zenitram también impulsará

el negocio de renta de disfraces atendido con poca fortuna a unas

cuantas calles. Pedro se esmera en cambiar identidades sin ser

descubierto. Confía en sus habilidades interpretativas y en la

calidad de sus atuendos destinados a cosplayers, actores, zombis,

días de muertos, bromas y publicidad de todo tipo.

Juan agradece el apoyo generoso.

El desfile de personajes es incesante. El hombre regordete, la

anciana y el fortachón son meros artificios. Lo mismo que el tullido,

la joven risueña y el futbolista que Beatriz supone piezas de una

clientela abundante.

—Dígame su nombre por favor —pregunta Zenitram sin

recibir respuesta.

El adivino alza la voz y ella se sobresalta.

—Diga su nombre para aproximar las estrellas donde

habitan los buenos augurios —repite con vocales alrevesadas.

124


—Beatriz —responde en un murmullo con rostro sonrojado

al soñarse desprovista de problemas.

Zenitram musita palabras incomprensibles. Beatriz lo

encuentra parecido a un joven de ropa sucia y rostro empolvado que

ofrecía reparaciones domésticas y servicios de impermeabilización

en una plaza próxima.

“Debe ser una coincidencia”, se contesta la mujer. Sonríe sin

darle importancia al polvo acumulado en el cuartucho de la vecindad

opaca. Supone que el adivino acaba de llegar del extranjero y aún

no puede instalarse de forma adecuada. Agradece al destino haberlo

descubierto en tales condiciones. Así la consulta será más barata.

Zenitram aún no logra deshacerse del acento local. Alarga las

erres para sonar extranjero y se descubre tan extraño como un

cocodrilo vocalizando en el estuario más próximo. Se sonroja al

notar la mirada de Beatriz analizando las palabras y los gestos.

Tiembla al descubrirla bonita. Intuye que no es una persona de altas

pretensiones; de otro modo no soportaría la pestilencia que brota del

servicio sanitario recubierto de mugre. Lamenta no haberlo

arreglado antes, pero la limpieza nunca ha sido su especialidad.

Juan carraspea y escupe en la palma de la mano las semillas

que había mantenido ocultas en su boca para disfrazar la voz poco

extranjera. De quedar bien dispuestas le permitirán adentrarse en

el destino de la misma manera en que otros analizan los residuos

del café. Inhala fortaleza y vuelve a ser Zenitram, el interlocutor

metafísico.

—Mire Beatriz, Mire bien la suerte que el futuro depara para

usted. Veo luz entre la sombra. Oigo voces que vienen del

inframundo y murmullos de fantasmas cotidianos.

Zenitram esparce las semillas encima del papel más barato

que encontró en la tienda de la esquina.

—Es afortunada Beatriz. El destino llega misterioso. Así nos

encuentran los ángeles de la guarda. Los puntos se acercan y

distancian según el sentir del espíritu. Si trazo líneas para unirlos

125


podrá ver una estrella.

Juan desplaza un lápiz con temblores que traicionan la

confianza anterior.

La visitante cree ver un lucero más allá de la telaraña puesta

a su alcance en un garabato extendido sobre el papel madera.

“Zenitram no es feo, aunque se parece mucho a Juanito, el

albañil”, se dice Beatriz, mientras el hombre complementa el

pronóstico con voz que interrumpe todo razonamiento.

—Eso quiere decir que a partir de mañana será libre de

cuanto la entristece.

Ella exhala el miedo contenido.

–Me debe cien pesos –se apresuran a responder Zenitram y

Juan ya confundidos por la confianza procedente de la mujer

reanimada.

Beatriz solo mira a Zenitram.

Paga sin regatear el dinero escaso desde siempre.

Juanito se pregunta si de verdad ella lo cree buen adivino.

Sonríe sintiéndose profeta. Agradece el torrente de palabras que

mantienen sus mentiras. Arroja más semillas al cielo.

En la altura sueña descubrirse junto a ella para siempre.

Beatriz comparte la sonrisa. Se palpa el vientre y sabe que

ha encontrado un padre para el hijo que espera desde hace un par

de meses. Piensa que podrá convencer a Zenitram de usar otro

sistema de adivinación. Solo así obtendrá un futuro distante de las

semillas de perejil tan detestadas como las de alpiste y ajonjolí; esos

otros alimentos exóticos solo dignos de pájaros cautivos y niñas de

inaudita pobreza.

Pedro vestido de gendarme los mira salir a la calle y piensa

rentarles varios atuendos hasta culminar el proyecto de

consolidación mercantil con el alquiler de un frac negro y un traje

de novia muy blanco.

Disfraces de calidad para días de tonalidades festivas e

incomparables donde la buenaventura deja a todos satisfechos.

126


127

JOSÉ LUIS VELARDE

México

Página WEB: Literatura Virtual


128


E

l ejecutivo caminaba por el aparcamiento de la

multinacional en busca de su vehículo. Era tarde, casi

las nueve de la noche, por lo que a esas horas no

había movimiento de empleados. La segunda planta,

donde tenía su plaza reservada, estaba desierta. No

era habitual, pero había tenido que quedarse trabajando hasta

tarde, en ocasiones, cuando la finalización de los proyectos era

urgente, era necesario hacerlo.

Llegó a su coche, un Mercedes 500 SL del año 1995, le

gustaban los coches clásicos, y comenzó a buscar las llaves en su

cartera. En ese momento una sombra apareció de la nada y sintió

como un cable metálico le rodeaba la garganta. El fino cable de acero

le apretaba cada vez más, instintivamente se llevó ambas manos al

cuello con intención de aflojar la presión. Sin embargo, el artefacto

estaba cumpliendo con su cometido a la perfección, por lo que en

pocos segundos cayó, ya sin vida, desplomado al suelo.

León Sampai conducía de regreso a casa. No había

demasiado tráfico por lo que disfrutaba del viaje, escuchando,

además, una de sus óperas favoritas, lo que siempre le relajaba al

volante. No había sido difícil realizar el trabajo, el encargo, ya que él

era un estupendo profesional.

Como en ocasiones anteriores le había bastado con un

estudio y seguimiento de las actividades y hábitos que llevaba a cabo

el ejecutivo, para poder establecer un plan de acción adecuado…

otro día más en la oficina, como solía decirse.

Efectivamente, León era un gran profesional, de hecho,

formaba parte de un exclusivo y reducido grupo de profesionales,

solo era necesario utilizar los dedos de ambas manos para contar

los “colegas” que ostentaban su mismo estatus en todo el mundo, a

los que se les encargaba los trabajos más exclusivos, de mayor

categoría. León, como asesino a sueldo o sicario de élite que era, solo

trabajaba en casos donde había que eliminar gente de muy alto

poder adquisitivo, por las razones que fueran, cobrando por ello

129


unas cifras que terminaban con muchos ceros.

Llegó a su vivienda en un céntrico edificio de la ciudad,

aparcó su lujoso, pero no ostentoso, vehículo en el garaje y subió

hasta la última planta.

Dados sus considerables ingresos podría vivir,

tranquilamente, en alguna de las mejores mansiones de las zonas

residenciales que rodeaban la ciudad, pero su peculiar trabajo

requería de cierta discreción. No obstante, había comprado los dos

áticos del edificio donde vivía, uno de los mejores de la ciudad, y los

había unido transformándolos en un inmenso y espectacular piso

equipado con todos los lujos y comodidades que le habían apetecido.

Además, poseía una fantástica propiedad, formada por varias

hectáreas de terreno y una colosal mansión colonial de finales del

siglo XIX, en un paraíso fiscal, sin que legalmente pudiera

atribuírsele que fuera de su propiedad. Este era su refugio cuando

quería desconectar de todo y pasar tiempo, o temporadas,

descansando de la tensión propia de su trabajo.

Estaba satisfecho de su vida actual, de su vida en general,

quizás el único error fue haberse casado. Se casó muy joven, de eso

hacía ya bastante tiempo, y pronto se dio cuenta de que su

matrimonio no funcionaría.

Apenas habían transcurrido cinco años cuando se

divorciaron. Lo único bueno que había quedado de todo aquello fue

el haber tenido a su hijo. En la actualidad tenía veintinueve años y

un estupendo trabajo en una multinacional tecnológica, aunque

hacía más de diez años que no tenían noticias uno del otro, en

realidad no tenían ningún tipo de relación.

Por otra parte, no todo eran ventajas. Para poder mantener

el estupendo tren de vida al que estaba acostumbrado desde hacía

mucho tiempo y poder disfrutar de todas las satisfacciones que este

le reportaba, debía cumplir escrupulosamente con las normas

impuestas por la gente, totalmente desconocida para él, que le

enviaba los encargos, los trabajos que debía ejecutar.

130


La Organización, como así la llamaban los profesionales que

trabajaban para ella, enviaban un informe detallado del trabajo que

se debía realizar a través de un servidor instalado en la “Deep Web”,

de manera que absolutamente nadie, salvo el destinatario del

mismo, pudiera tener acceso y conocimiento de la existencia de la

información.

Había pocas normas en la Organización, aunque, eso sí,

estas eran de obligadísimo cumplimiento…a rajatabla. No cabía

posibilidad alguna de ser negociadas, revisadas o cambiadas. Los

profesionales que aspiraban a poder trabajar para la Organización

ya sabían de antemano, y así lo aceptaban, que en caso de ser

admitidos en este pequeño grupo de profesionales de élite tendrían

que cumplir las normas hasta el día de su jubilación. Era el precio

a pagar por las estupendas recompensas y beneficios que se

obtenían a cambio.

Dos de ellas resultaban, con mucha diferencia, las más

importantes. Por un lado, no estaba permitido rechazar ningún

encargo, ningún trabajo.

Bajo ningún concepto. El profesional recibía el dossier con la

información correspondiente y él mismo tenía la libertad absoluta

para organizarse, en cuanto a tiempo necesario y metodología a

emplear, para llevar a cabo, por supuesto siempre de manera

discreta y eficaz, el trabajo pendiente.

En caso de que alguien, por el motivo que fuera, decidiera

rechazar o no llevar a cabo el trabajo, sería ejecutado a manos de

algún otro profesional de la Organización. Así de sencillo. El propio

León, cuatro años atrás, había que tenido que desplazarse hasta

Latinoamérica, zona donde solía operar uno de los miembros, para

acabar con él, después de que una vez comenzado un trabajo le

hubieran surgido ciertos remordimientos.

La otra hacía referencia al concepto de la jubilación.

Concepto que se manejaba, dentro de la Organización, como si se

tratara de una empresa o multinacional al uso. Cualquier

131


profesional que llevara más de diez años de servicio podía jubilarse,

abandonar la Organización, en el momento que quisiera, con

independencia de la edad que tuviera. Aunque para ello había que

cumplir con la norma, igualmente estricta y tajante que la anterior,

conocida entre los profesionales como “la tríada”. En el momento en

que se solicitaba, se manifestaba, el deseo de abandonar, la solicitud

era tramitada y admitida si se cumplían los requisitos. A partir de

ese momento el solicitante continuaba en nómina hasta que

cumpliera con la ejecución de “la tríada”. El solicitante, para poder

jubilarse, debía llevar a cabo los tres últimos trabajos que le fueran

encargados. Una vez realizados satisfactoriamente, como solía ser

habitual, podía desvincularse definitivamente.

Precisamente León se encontraba en esta tesitura, en este

proceso. Ya tenía una edad, no era ningún jovencito, y aunque podía

presumir de un excelente estado físico que podía compararse, si no

mejorar, con cualquiera de ellos, necesario por otra parte para el

trabajo que desempeñaba, ya había presentado su solicitud de

jubilación, por lo que ya acababa de comenzar con la ejecución de

su “tríada”.

La eliminación del ejecutivo del aparcamiento había sido el

primer trabajo de su triunvirato final. La información de su

penúltimo caso le llegó al cabo de los cinco meses. Se trataba de un

rico empresario italiano, del ramo de la construcción, que solía

acudir, dos o tres veces al año, a la espectacular reserva natural de

las Illes Medes, en la localidad gerundense de L’Estartit, para

practicar una de sus múltiples aficiones como era el submarinismo.

No le resultó difícil manipular el equipo de buceo del

empresario para que este sufriera un trágico accidente, puede

pasarle al más experimentado de los buceadores, y ya no saliera con

vida de las maravillosas aguas del litoral de la Costa Brava. Además,

por si se producía algún contratiempo de última hora, que no solía

ocurrir, el propio León se encontraba sumergido en las

inmediaciones por si tenía que activar un plan B y eliminar con

132


métodos más contundentes.

De regreso en su hogar, con la satisfacción del deber

cumplido y del trabajo bien hecho, León Sampai comenzaba a

pensar en su inminente futuro, en el momento que dejaría atrás la

Organización y su trabajo para empezar a disfrutar de una vida

mucho más tranquila, de una vida que podría vivir de una manera

extraordinariamente placentera teniendo en cuenta los enormes

beneficios que había acumulado a lo largo de los años.

Seguramente pondría a la venta, aunque fuera perdiendo

algo de dinero, su magnífico ático del centro de la ciudad ya que no

lo necesitaría más como centro de operaciones de su trabajo. Podría

retirarse a su mansión colonial y desplazarse, cada vez que quisiera,

a cualquier parte del mundo para cualquier actividad o evento al que

quisiera acudir. En definitiva, una vida más que merecida después

de haber sido durante tantos años un gran profesional.

Habían pasado tres meses, el otoño había llegado con

temperaturas algo frías en comparación con lo que era habitual y

con un clima bastante lluvioso, cuando recibió la notificación de su

último trabajo. Le causó cierta sorpresa, no esperaba recibirlo tan

pronto, pero por otra parte se puso contento por significar, este

último trabajo, lo que significaba.

Descargó el informe, pero no le echó ningún vistazo, pensó

dejarlo para la mañana siguiente.

Se encontraba tan eufórico que decidió salir a cenar a uno de

los restaurantes de lujo que solía frecuentar, donde solía tener

siempre mesa reservada, y acudir a la última representación

operística que recientemente se había estrenado en la Gran Vía, la

zona de espectáculos de la ciudad. Cuando volvió a casa, después

de una reparadora ducha, se acostó pensando en el informe que le

estaría esperando a la mañana siguiente.

Se levantó temprano, como era habitual en él, y preparó su

desayuno habitual formado por una buena taza de café recién

molido, zumo de naranja natural y tostadas de atún con tomate.

133


Cuando se encontraba a medio desayunar comenzó a hojear el

informe que tenía preparado… casi se atraganta con el trozo de

tostada que estaba masticando, la mano que sostenía la taza de café

estaba temblando un poco, con riesgo de derramarlo, por lo que tuvo

que dejar la taza en la mesa.

Cuando leyó el nombre de la próxima persona a la que

tendría que eliminar, la persona a la que tendría que matar para

cumplir con su último trabajo y poder retirarse… no se lo podía

creer. Los ojos se le abrieron como platos y una sensación de

asombro y estupor le embargó, un escalofrío le recorrió todo el

cuerpo. ¡Se trataba de su hijo!

Allí estaba, en la página inicial del informe, resaltando ahora

de una manera más clara si cabe, el nombre de su propio hijo. Un

último informe, un último encargo para León Sampai, el último

escalón que debía superar para alcanzar el ansiado retiro, para dejar

atrás tantos años de exigencias y tensiones y poder disfrutar de una

vida tranquila y placentera. Un último trabajo para él, que siempre

había sido, y era, un gran profesional.

ANTONIO MOMPEÁN MAYOL

España

Twitter: @antmompean

134


135


S

ucedió un día cálido, más tórrido de lo habitual pero la

temperatura esta vez la aumentaba la discusión que

mantenían los personajes reunidos a la sombra de una

derrota amazónica. Eran tantos y de tan diferentes

especies que para cobijarse del sol necesitaron ponerse

debajo de esta planta. Además, por precaución trataban de

mantener cierta distancia unos de otros ya que era una reunión en

donde todos desconfiaban de todos, todos se creían enemigos entre

sí.

Los monos eran los únicos que ponían empeño en bajar la

tensión reinante ya que saltaban de hoja en hoja y hacían piruetas

que ellos mismos festejaban.

De vez en cuando los caimanes los aplaudían, pero

inmediatamente los jaguares mostraban sus garras e imponían

silencio.

¿Qué los había reunido?: una rimbombante noticia, la

anaconda se había enamorado de un dragón.

El debate era si los moradores de la selva aceptaban este

romance o no.

Los tucanes aplaudían con entusiasmo y movían de derecha

a izquierda y de izquierda a derecha sus largos picos naranjas

mientras tragaban unas bayas recién cosechadas. La partida de la

anaconda les quitaría uno de sus enemigos más enraizados.

Los cocodrilos también apoyaban pues consideraban al

dragón como uno de los ancestros mitológicos de las serpientes.

Los ciervos seguían atentamente la discusión, pero no se

atrevían a opinar pues temían la venganza de la anaconda. Siempre

se sentían amenazados por las diferentes especies por lo que no

hacían amistad con nadie y se mantenían apartados.

La anaconda explicaba con movimientos sensuales su

enamoramiento y la necesidad de estar abrazada a su amado.

El águila harpía que imponía respeto por ser el rapaz más

poderoso por sus dimensiones, movió su cresta gris, fijó su mirada

136


chocolate e hizo silenciar al auditorio. Les advirtió que ningún ser

vivo podía acercarse al dragón sin correr la suerte de ser devorado

por su lengua de fuego. La anaconda ignoró el consejo y siguió

insistiendo en consumar su romance.

Los guacamayos sugirieron dejarlo librado a las barajas, que

las cartas definieran la suerte de la serpiente.

La reina de corazones dio la aceptación y tras el grito de

alegría de unos y la desaprobación de otros partió la anaconda.

Atravesó la selva, cruzó un río de aguas caudalosas y trepó la colina.

En la cima se encontraba el castillo del dragón.

Al verla llegar, este abrió la pesada puerta de hierro y la

recibió con un beso de fuego.

El águila harpía que había seguido desde el aire el derrotero

de la anaconda vio con horror como esta rodaba envuelta en

llamas...

Despertó sobresaltado, solo había sido uno de los tantos

sueños, a veces pesadillas que lo acompañaban en su torturada

vida. La selva lo había alimentado, lo había llenado de fantasías,

pero también lo había devorado.

Miró la cama vecina y tendido en ella, con una respiración

agitada, dormitaba Vicente, el hombre elefante, ahora su más íntimo

amigo.

Carraspeó hasta lograr que el mismo abriera sus ojos y clavó

en él su mirada suplicante. Su vecino comprendió que había llegado

el momento que días atrás habían planificado. Era temprano aún y

restaba tiempo para que pasara el jefe de enfermería a leer el parte

diario.

Con sus piernas deformes, Vicente bajó de la cama, se acercó

a su bolso maloliente y extrajo el frasco que le había alcanzado su

vecina el día anterior. Volcó el contenido en un vaso, besó la frente

de Horacio y con lágrimas en los ojos le dio la letal bebida.

Los enfermeros alcanzaron a ver su último estertor; al igual

que la anaconda, el cuerpo era quemado por los efectos del veneno

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mientras el alma del escritor rodaba hacia la inmortalidad. Al cortejo

lo acompañaban los flamencos con sus patas enrojecidas, la gama

ciega que era guiada por la tortuga gigante, unos cachorros de coatí

y el loro pelado.

CLARA GONOROWSKY

Argentina

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139


N

o me juzguen. No creo ser sádico. Simplemente he

intentado comprobar mi teoría. Creo que el dolor es

la mejor piedra de toque para medir las emociones.

Siendo más exacto, considero que según sea el

grado de refinamiento de una persona así será su

umbral del dolor.

Por supuesto, me convertí en asiduo a las funerarias

suponiendo que allí encontraría las muestras de desgarramiento

más sublimes. Obtuve resultados decepcionantes: el dolor de los

padres ante la desaparición física de sus hijos resulta demasiado

atávico. A la inversa es casi pura convención social, excepto en casos

de inmadurez evidente.

Quise analizar entonces el de los amantes ante la muerte de

sus parejas: fue una total decepción. Solo encontré vulgares deseos

sexuales frustrados, dependencias neuróticas y resistencias al

cambio.

Sin embargo, hoy fui testigo de una muestra de dolor

excepcional, digna de ser ensalzada en una tragedia de Eurípides: la

de la auxiliar de limpieza de la funeraria al comprobar que había

roto por tercera vez en una quincena la escoba de la institución. Sus

lamentos in crescendo al saber que la iban a despedir fueron tan

intensos que no logro reconocer aún si tuve un orgasmo estético o

una eléctrica catarsis…

ROBERTO GARCÉS MARRERO

Cuba

Facebook: https://www.facebook.com/roberto.garcesmarrero/

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141


S

i abro la cajuela estoy perdido. El oficial de tránsito

aluzará con su linterna y descubrirá que un gato

hidráulico y la llanta de repuesto no es lo único que traigo

conmigo. Él verá al niño amordazado, me apuntará con

su arma. Bajaré del auto y me hará acostarme en el suelo

con las manos sobre la cabeza. Entonces perderé mi trabajo, mi

reputación y mi libertad. En la cárcel me recibirán con violencia. «He

oído que la primera semana llegan a necesitar pañal». Trago saliva.

—¿No me escuchó?

—Sí señor, pe…pero… —se me traba la lengua y siento el

sudor escurrir por mis brazos. Observo al oficial. Viste camisa

blanca y pantalón de vestir negro. Tiene la corbata floja y de su

cuello pende un crucifijo de plata.

Me regalaron uno igual cuando entré al seminario. Tenía

dieciséis cuando lo decidí. Por aquel entonces había leído la biblia

un par de veces y era el catequista al que le asignaban los alumnos

de primera comunión. Me encantaban las historias: el arca de Noé,

José el soñador, las desventuras de Job, el príncipe de Egipto; y

luego estaba todo el nuevo testamento, con Jesús de Nazaret y su

camino del héroe. Mi afición por la Palabra me llevó a descubrir otras

lecturas como La epopeya de Gilgamesh, El paraíso perdido, El libro

de Enoc y Svmma Daemoniaca: Tratado de Demonología y Manual

de Exorcismos.

Recuerdo que descubrí este último un miércoles de ceniza y

leí un tomo tras otro en mis horas libres, con las manos entumecidas

y las orejas rojas. Terminé el tomo número nueve un día antes de

Pentecostés. El capítulo uno, del primero de estos volúmenes decía

lo siguiente:

“Un demonio es un ser espiritual de naturaleza angélica,

condenado eternamente. No tienen cuerpo…”

Por eso son tan peligrosos. Un demonio puede poseer un

cuerpo, uno de los capítulos hablaba de la posesión, decía:

“La posesión es el fenómeno por el que el espíritu maligno

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reside en un cuerpo y en determinados momentos puede hablar y

moverse a través de él, sin que este pueda evitarlo”.

La idea de ser un sacerdote me agradaba, pero ser un

exorcista me parecía fascinante. Luchar cara a cara contra el mal.

Sueños de niño. Cuando uno crece solo se quiere tener al mal lo más

alejado posible. Con la crueldad de la vida es suficiente.

El primer año en el seminario lo llevé muy bien. Era el

primero de la clase y cumplía mis responsabilidades con diligencia.

En el segundo año fue cuando comencé a dudar, me enamoré de

una chica del coro. Tenía pecas en la cara y ojos de primavera.

Cuando el cura nos descubrió en medio de un frenesí de besos

detrás de la capilla, decidió cambiarme de iglesia. Pero pronto

descubriría que me gustaban demasiado las mujeres. Fui

transferido cuatro veces más antes de que me enclaustraran en el

seminario. No es que ahí todos fuesen santos, algunos compañeros

jugaban “luchitas cariñosas” cuando creían que me había dormido.

Por alguna razón los curas se hacían de la vista gorda con estas

prácticas. Yo recurrí a mi imaginación, idas al baño en la madrugada

y aprender a usar la mano izquierda. Cada día me pesaba más seguir

en ese lugar. Estaba escribiendo mi carta de baja, cuando vi la

convocatoria del concurso. Un certamen de cuento. El premio era ir

a Roma y recibir un curso del padre Amorth. Los siguientes días

aproveché mi soledad para volcarme en letras. Rehíce mi manuscrito

dieciséis veces. El cuento hablaba sobre un cura que usaba la

bilocación para dar misa mientras servía a los pobres. Mi texto ganó;

y yo viajé a la ciudad-estado.

—Abra la cajuela o me lo llevaré detenido.

—Él no quiere que la abra —le contesto, la idea está tomando

forma en mi cerebro.

—¿Quién?

—¿Quién va a ser? Mire, tengo tres mil pesos —metí la mano

en mi bolsillo.

El oficial contempla el dinero en silencio.

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—Se los daré, y usted olvidará que me vio. Así los dos

viviremos… y nuestras familias.

—Pe…

—O puede detenerme por lo que traigo en la cajuela y ambos

sufriremos las consecuencias, pero le juro, por lo más sagrado, que

si elige esa opción, me aseguraré de decirles que usted no quiso

escucharme.

El oficial toma el dinero, lo guarda en el bolsillo de la camisa

y dice con una voz que suena a gargajo: —Circule, circule.

Piso el acelerador. Respiro profundo. Lo que acabo de hacer

me puede traer problemas después, pero que el futuro se encargue

de esos demonios, yo debo enfrentar los míos.

Al llegar a la casa, meto el auto a la cochera. Cuando la

cierro, me apresuro a abrir la cajuela. Neil comienza a forcejear. «Me

tiene miedo».

Lo cargo hasta llevarlo a mi cuarto, donde tengo todo

preparado. Antes de entrar escucho romperse el espejo de la sala, la

luz comienza a fallar mientras lo ato a la cama. Él me mira con sus

ojos pardos, grandes. Por un momento parecen haber recuperado su

salud, como en el día en que nos conocimos.

Venía de Inglaterra y hablaba poquísimo español, pero me

esmeré en que se sintiera integrado. Era un gran lector y eso le

ayudó a dominar el español en pocos meses. Era bueno y gentil, de

todos los niños que conozco, quizá Neil es el que menos lo merecía.

En el buró, a un lado está mi registro de asistencia, mi

credencial de maestro y un par de cirios, también está un galoncito

con agua bendita. Bebo un poco.

Cuando dejé el seminario, supe que quería ser profesor. Así

podría seguir enseñando y contando historias. Podría tener una

novia sin que nadie me viera con aires de superioridad moral.

Mis alumnos son todo para mí. Su alegría es mía, comparto

sus éxitos y sus tristezas. Ser maestro es una carga que se lleva con

una sonrisa. Pero la sonrisa se borra cuando uno de tus alumnos

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comienza a verse decaído. Llega con ojeras, cortadas y raspones. Se

queda dormido en clase. A los pocos días llega su madre molesta, a

preguntar quién ha estado golpeando a su hijo.

—Nadie, señora, yo lo vigilo en recreo.

Cuando una madre está desesperada, puede ser grosera,

hacer amenazas. Citarte con la directora para aclarar el asunto. Pero

como decía el maestro: La verdad os hará libres.

—Lo he vigilado en recreo y he visitado al maestro en clase.

Si tiene heridas, no se las hace aquí. Aunque sí debería asegurarse

que duerma bien, se ha quedado dormido tres días al hilo —explicó

la directora.

La madre no tuvo más remedio que prometernos hacerlo

dormir.

No tuvo éxito.

Hace dos días se quedó dormido antes de recreo. Me acerqué

a él y lo escuché hablar en latín.

—Corpus meum et animam… Corpus meum et animam…

Repetía una y otra vez.

—Cuando el demonio se manifiesta —había dicho el padre

Amorth—. Lo hace como una segunda personalidad. Muestra ira,

violencia, habla en lenguas. Cuando esto sucede, se debe acercar

algún signo religioso, sí la persona reacciona negativamente a este,

es un indicio de posesión.

Me retiré el crucifijo del cuello y lo puse delante de él.

Neil me mordió la mano.

Yo grité y la retiré, como quien cocina y aleja el brazo después

de que una gota de aceite le brinca en la piel. Neil se despertó, me

miró y luego a mi mano.

—Yo…yo…

—Está bien, amigo. Estoy bien.

Ese día fui a su casa, con el pretexto de hablar con sus

padres. Así conseguí el molde de la llave. Comprendí que no debía

comunicarle al sacerdote, la iglesia tarda meses en aprobar un

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exorcismo y según lo que he aprendido, Neil no tenía tanto tiempo.

No los dejan dormir. Es para que merme su voluntad. Los

agreden física y psicológicamente. No hay descanso para los

malditos, dice Alighieri.

El niño ha dejado de hacer ruido. La luz eléctrica se ha ido.

Son los cirios mis compañeros en la penumbra.

Escucho una voz, no es grave, es más bien atiplada. La voz

que tendría un reptil si hablase nuestra lengua. Dice mi nombre.

—Vade retro Satana —comienzo el rito.

J.R.SPINOZA

México

Facebook: https://www.facebook.com/escritorspinoza

Instagram: @winchesterrudy Twitter: @r_spinoza

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147


S

oy tan lento, mi musculatura es tan torpe, que me cuesta

creer que yo sea ese niño tan hermoso que se ve en mis

fotografías de infancia. Tal vez sea cierto que la infancia

tiene algo de angelical que con el tiempo vamos

perdiendo. El caso es que no me reconozco y debe ser por

culpa del canguro de la leche.

Cuando era niño y vivíamos en la calle Ameghino, todos los

días venía el lechero don Rodríguez a traernos su servicio. Lo veía

llegar en su carro blanco, cargado de tachos, en el que se destacaba

la figura de un esbelto canguro, parado sobre sus patas —bien

enhiesto—, al lado del cartel que en un filete extraño decía “La leche

es buena”. Ahora entiendo que aquello era una consigna publicitaria

o una especie de campaña de concientización tan en boga en esa

época.

Yo veía al canguro, sostenía su mirada, y pensaba que, si me

tomaba toda esa leche que, diariamente, dejaban en casa, un día

sería fuerte y atlético como ese canguro. Yo me decía —para mis

adentros— voy a ser un canguro Rodríguez. Convencido estaba que

mi masa muscular —eso lo veo ahora— y el desarrollo de mi agilidad

dependía de esos tachos que venían llenos de leche de canguro.

Lo angelical de la infancia —creo ahora, pero no lo digo— es

una boludez tremenda. Yo que me pensé criado por leche de canguro

soy ahora este pelotudo que no se reconoce en las fotografías de

infancia. Soy tan lento y torpe que no me lo puedo creer. Si el

canguro Rodríguez hubiera sido un colibrí, tal vez me creería que

podría ahora estar suspendido en el aire o andar volando.

RICARDO BUGARÍN

Argentina

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L

a jovencita se llamaba Claudia. La violaron a los nueve

años. Le rompieron un brazo y una pierna a los once.

La violaron de nuevo a los trece. La golpearon hasta casi

matarla a los quince. Su familia fue la culpable. Ellos

pagarán por eso.

Huyó de casa. Pasó los siguientes cinco años en un hospital

psiquiátrico. Mostró una cierta mejoría y consiguió un poco de

libertad. Aprovecho ello para escapar.

Al mes, conoció a un hombre que se dedicaba a estafar

mujeres maduras. Era guapo y cariñoso. Ella lo sedujo con

habilidad, pues no era su tipo de fémina. Él la cobijó en su casa. Le

daba un poco de paz, la suficiente. La chica necesitaba tranquilidad

para maquinar un plan. Volvería a la casa de sus progenitores y sus

dos hermanos mayores. No le contó nada a su protector. Jamás

entendería la dimensión del asunto.

Transcurrió cerca de un año. Solía mostrarse asequible y

enternecedora con Pablo, pese a que no lo amaba. Al parecer, él sí

estaba enamorado de Claudia, eso era pertinente para el proyecto de

aquella. No existía otra meta en su vida que no fuese la venganza.

Su familia debía morir. Mi familia, sarta de malditos. Era perentorio

seguir fingiendo que quería a su novio, ya que dependía

económicamente de este y raras veces le pedía dinero, para comprar

ropa, joyas de poco valor, libros de mediano costo. Pablo se le

concedía sus pedidos, nunca sospechó que estaba siendo engañado

por aquella delgada joven de tez pálida y cabello negro, la cual

escondía entre su escaso maquillaje una taumatúrgica belleza.

Un día, Pablo le dijo que debía ausentarse un par de fechas,

que no llegaría a dormir.

Claudia supo, al levantarse la mañana siguiente, que ese era

el día, su día. El amanecer le brindó las energías necesarias para

cumplir su cometido. No había dudas en su mente, la cual, a

menudo le parecía que se le quería escapar por el cerebro, hacia

atrás, como un cangrejo. La imagen de sus sesos en el piso de la sala

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no la amilanaron, por lo contrario, la regocijaron, sabía que era su

destino. Tras desperezarse, se bañó, desayunó, se vistió e hizo una

pequeña maleta con sus pocas pertenencias. Estaba convencida de

que jamás regresaría.

Partió muy temprano hacia el asentamiento humano que la

vio crecer y sufrir. Subió el cerro y tocó la puerta. Su madre abrió.

Las arrugas le llenaban la cara. Claudia recordó cuando le propinó

la golpiza a los once años cuando su padre le dijo a esa mujer vieja

que su hija era mucho mejor en la cama.

«Tú me lastimaste, nunca me defendiste. Me mandaste con

una tía porque estabas celosa, pensabas que mi papá te iba a dejar

para estar conmigo. ¡Yo solo tenía nueve años!»

«¿Qué vienes a hacer aquí, estúpida? ¡Lárgate, tú ya no eres

mi hija!»

«¿Dónde está él? ¡Quiero verlo!»

«Está atrás de la casa, en su viejo sillón, donde siempre ha

estado, el mismo lugar donde te frotabas sobre él, ¡puta!»

Claudia rodeó la vivienda y lo vio, fumando la misma marca

de cigarrillo que disfrutaba cuando la violó contra natura.

«¡Al fin, bastardo! ¡Al fin!»

«¿Qué hace esta perra aquí?», preguntó el hombre.

No pudo decir nada más. La muchacha le descerrajó un tiro

en los genitales. Luego le dio otro balazo en el pecho. Disparó por

tercera vez. La mujer comenzó a chillar. Un perro ladró con fuerza

desde el interior de la casa.

«¡Ernesto! ¡Braulio! ¡Vengan, Claudia se ha vuelto loca!

¡Hijos, ayuda!»

La madre no dijo más. La bala le ingresó por la espalda y le

salió por la teta izquierda. Cayó de rodillas. Claudia entró a los

cuartos. Aún tenía ocho balas. Pensó en dedicarle tres tiros a cada

uno de sus hermanos. Braulio salió primero. Tenía un machete. Se

lanzó contra su hermana. Ella le disparó en el ojo izquierdo. Otro

tiro en la boca. Otro en el cuello.

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«Por lo que me hiciste a los once años, basura».

Seguía en la casa. Ernesto estaba en medio de la sala,

paralizado, una mujer y un bebé se encerraron en la cocina.

«Clau…»

Dos disparos más.

«No te dejé violarme y casi me asesinaste, ¡quédate muerto,

lacra!»

De una patada quebró la puerta de madera de la cocina. Dos

disparos más sonaron.

«Así que te conseguiste una mujer y te atreviste a

reproducirte».

El canino se lanzó contra ella. Su última bala le dio al chucho

en mitad de la frente.

La gente en la calle gritaba.

—Sucedió otra vez —dijo Claudia, extrañada—. Lo hice todo

mal. Volveré al hospital y ya nunca saldré.

Detrás de ella, los cuerpos de seis transeúntes y un perro

detenían el tráfico. Claudia solo atinó a silbar mientras la patrulla

se detenía.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

Perú

Blogs: https://el-muqui.blogspot.com/ - http://babelicus.blogspot.com/

Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas/

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